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domingo, 16 de octubre de 2022

Domingo 20 noviembre 2022, Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo, solemnidad, ciclo C.

SOBRE LITURGIA

EXHORTACIÓN APOSTÓLICA POST-SINODAL RECONCILIATIO ET PAENITENTIA (2-Diciembre-1984)
DE JUAN PABLO II

CAPÍTULO SEGUNDO. «MYSTERIUM PIETATIS»

19. Para conocer el pecado era necesario fijar la mirada en su naturaleza, que se nos ha dado a conocer por la revelación de la economía de la salvación: el pecado es el mysterium iniquitatis. Pero en esta economía el pecado no es protagonista, ni mucho menos vencedor. Contrasta como antagonista con otro principio operante, que —empleando una bella y sugestiva expresión de San Pablo— podemos llamar mysterium o sacramentum pietatis. El pecado del hombre resultaría vencedor y, al final, destructor; el designio salvífico de Dios permanecería incompleto o, incluso, derrotado, si este mysterium pietatis no se hubiera inserido en la dinámica de la historia para vencer el pecado del hombre.

Encontramos esta expresión en una de las Cartas Pastorales de San Pablo, en la primera a Timoteo. Esta aparece al improviso como una inspiración que irrumpe. En efecto, el Apóstol ha dedicado precedentemente largos párrafos de su mensaje al discípulo predilecto con el fin de explicar el significado del ordenamiento de la comunidad (el litúrgico y, unido a él, el jerárquico); habla después del cometido de los jefes de la comunidad, para referirse finalmente al comportamiento del mismo Timoteo «en la casa de Dios, que es la Iglesia del Dios vivo, columna y fundamento de la verdad». Luego, al final del fragmento, evoca casi ex abrupto, pero con un propósito profundo, lo que da significado a todo lo que ha escrito: «Y sin duda ... es grande el misterio de la piedad ...». [104]

Sin traicionar mínimamente el sentido literal del texto, podemos ampliar esta magnífica intuición teológica del Apóstol a una visión más completa del papel que la verdad anunciada por él tiene en la economía de la salvación. «Es grande en verdad —repetimos con él— el misterio de la piedad», porque vence al pecado.

Pero, ¿qué es esta piedad en la concepción paulina?

Es el mismo Cristo

20. Es muy significativo que, para presentar este «mysterium pietatis», Pablo, sin establecer una relación gramatical con el texto precedente [105], transcriba simplemente tres líneas de un Himno cristológico, que —según la opinión de estudiosos acreditados— era empleado en las comunidades helénico-cristianas.

Con las palabras de ese Himno, densas de contenido teológico y de gran belleza, los creyentes del primer siglo profesaban su fe en el misterio de Cristo:que Él se ha manifestado en la realidad de la carne humana y ha sido constituido por el Espíritu Santo como el justo, que se ofrece por los injustos;
que Él ha aparecido ante los ángeles como más grande que ellos, y ha sido predicado a las gentes como portador de salvación;
que Él ha sido creído en el mundo como enviado del Padre, y que el mismo Padre lo ha elevado al cielo, como Señor [106].

Por lo tanto, el misterio o sacramento de la piedad es el mismo misterio de Cristo. Es en una síntesis completa: el misterio de la Encarnación y de la Redención, de la Pascua plena de Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María; misterio de su pasión y muerte, de su resurrección y glorificación. Lo que san Pablo, recogiendo las frases del himno, ha querido recalcar es que este misterio es el principio secreto vital que hace de la Iglesia la casa de Dios, la columna y el fundamento de la verdad. Siguiendo la enseñanza paulina, podemos afirmar que este mismo misterio de la infinita piedad de Dios hacia nosotros es capaz de penetrar hasta las raíces más escondidas de nuestra iniquidad, para suscitar en el alma un movimiento de conversión, redimirla e impulsarla hacia la reconciliación.

Refiriéndose sin duda a este misterio, también San Juan, con su lenguaje característico diferente del de San Pablo, pudo escribir que «todo el nacido de Dios no peca, sino que el nacido de Dios le guarda, y el maligno no le toca» [107]. En esta afirmación de San Juan hay una indicación de esperanza, basada en las promesas divinas: el cristiano ha recibido la garantía y las fuerzas necesarias para no pecar. No se trata, por consiguiente, de una impecabilidad adquirida por virtud propia o incluso connatural al hombre, como pensaban los gnósticos. Es un resultado de la acción de Dios. Para no pecar el cristiano dispone del conocimiento de Dios, recuerda San Juan en este mismo texto. Pero poco antes escribía: «Quien ha nacido de Dios no comete pecado, porque la simiente de Dios permanece en él» [108]. Si por esta «simiente de Dios» nos referimos —como proponen algunos comentaristas— a Jesús, el Hijo de Dios, entonces podemos decir que para no pecar —o para liberarse del pecado— el cristiano dispone de la presencia en su interior del mismo Cristo y del misterio de Cristo, que es misterio de piedad.

[104] 1 Tim 3, 15 s.
[105] El texto ofrece una cierta dificultad, ya que el pronombre relativo, que abre la citación literal, no concuerda con el neutro «mysterium». Algunos manuscritos tardíos han retocado el texto para corregirlo gramaticalmente. Pablo sólo ha intentado yuxtaponer al suyo un texto venerable, para él plenamente clarificador.
[106] La comunidad cristiana primitiva expresa su fe en el Crucificado glorificado, al que los ángeles adoran y que es el Señor. Pero el elemento impresionante de este mensaje sigue siendo el «manifestado en la carne»: que el Hijo Eterno de Dios se haya hecho hombre es el «gran misterio».
[107] 1 Jn 5, 18s.
[108] 1 Jn 3, 9.

El esfuerzo del cristiano

21. Pero existe en el mysterium pietatis otro aspecto; a la piedad de Dios hacia el cristiano debe corresponder la piedad del cristiano hacia Dios. En esta segunda acepción, la piedad (eusébeia) significa precisamente el comportamiento del cristiano, que a la piedad paternal de Dios responde con su piedad filial.

Al respecto podemos afirmar también con San Pablo que «es grande el misterio de la piedad». También en este sentido la piedad, como fuerza de conversión y reconciliación, afronta la iniquidad y el pecado. Además en este caso los aspectos esenciales del misterio de Cristo son objeto de la piedad en el sentido de que el cristiano acoge el misterio, lo contempla y saca de él la fuerza espiritual necesaria para vivir según el Evangelio. También se debe decir aquí que «el que ha nacido de Dios, no comete pecado»; pero la expresión tiene un sentido imperativo: sostenido por el misterio de Cristo, como manantial interior de energía espiritual, el cristiano es invitado a no pecar; más aún, recibe el mandato de no pecar , y de comportarse dignamente «en la casa de Dios, que es la Iglesia del Dios viviente» [109], siendo un «hijo de Dios».

[109] 1 Tim 3, 15.

Hacia una vida reconciliada

22. Así la Palabra de la Escritura, al manifestarnos el misterio de la piedad, abre la inteligencia humana a la conversión y reconciliación, entendidas no como meras abstracciones, sino como valores cristianos concretos a conquistar en nuestra vida diaria.

Insidiados por la pérdida del sentido del pecado, a veces tentados por alguna ilusión poco cristiana de impecabilidad, los hombres de hoy tienen necesidad de volver a escuchar, como dirigida personalmente a cada uno, la advertencia de San Juan: «Si dijéramos que no tenemos pecado, nos engañaríamos a nosotros mismos y la verdad no estaría en nosotros» [110]; más aún, «el mundo todo está bajo el maligno» [111]. Cada uno, por lo tanto, está invitado por la voz de la Verdad divina a leer con realismo en el interior de su conciencia y a confesar que ha sido engendrado en la iniquidad, como decimos en el Salmo Miserere [112].

Sin embargo, amenazados por el miedo y la desesperación, los hombres de hoy pueden sentirse aliviados por la promesa divina que los abre a la esperanza de la plena reconciliación.

El misterio de la piedad, por parte de Dios, es aquella misericordia de la que el Señor y Padre nuestro —lo repito una vez más— es infinitamente rico [113]. Como he dicho en la Encíclica dedicada al tema de la misericordia divina [114], es un amor más poderoso que el pecado, más fuerte que la muerte. Cuando nos damos cuenta de que el amor que Dios tiene por nosotros no se para ante nuestro pecado, no se echa atrás ante nuestras ofensas, sino que se hace más solícito y generoso; cuando somos conscientes de que este amor ha llegado incluso a causar la pasión y la muerte del Verbo hecho carne, que ha aceptado redimirnos pagando con su Sangre, entonces prorrumpimos en un acto de reconocimiento: «Sí, el Señor es rico en misericordia» y decimos asimismo: «El Señor es misericordia».

El misterio de la piedad es el camino abierto por la misericordia divina a la vida reconciliada.

[110] 1 Jn 1, 8.
[111] 1 Jn 5, 19.
[112] Cf. Sal 51 [50], 7.
[113] Cf. Ef 2, 4.
[114] Cf. Juan Pablo II, Encícl. Dives in misericordia, 8; 15: AAS 72 (1980), 1231.

CALENDARIO

20 + DOMINGO. NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO, solemnidad 

Solemnidad de nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo. A él el poder, la gloria y la majestad para siempre, por los siglos de los siglos (elog. del Martirologio Romano). 

Misa de la solemnidad (blanco). 
MISAL: ants. y oracs. props., Gl., Cr., Pf. prop. No se puede decir la PE IV. 
LECC.: vol. I (C). 
- 2 Sam 5, 1-3. Ellos ungieron a David como rey de Israel. 
- Sal 121. R. Vamos alegres a la casa del Señor. 
- Col 1, 12-20. Nos ha trasladado al reino del Hijo de su amor. 
- Lc 23, 35-43. Señor, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino. 

En la fiesta de hoy contemplamos el misterio del reino de Dios, que alcanzará su plenitud al fin de los tiempos (cf. 1.ª orac.). La unción de David como rey de Israel (1 lect.) ya anunciaba a Cristo glorioso y resucitado como Rey del universo, ungido por el Espíritu Santo con el óleo de la alegría (cf. Pf.). Para alcanzar esa plenitud del reino de Dios que esperamos, tenemos que vivir con el Señor el misterio de la cruz, donde Él reina coronado de espinas. En la cruz Cristo consumó el misterio de la redención humana y sometió a su poder la creación entera (cf. Pf.). Y, como el buen ladrón (Ev.), tenemos que pedir todos los días: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». La eucaristía es siempre la prenda del reino futuro que esperamos alcanzar, obedeciendo los mandatos de Cristo, Rey del universo (cf. orac. después de la comunión). 

* Hoy no se permiten otras celebraciones, tampoco la misa exequial. 

Liturgia de las Horas: oficio de la solemnidad. Te Deum. Comp. Dom. II. 

Martirologio: elogs. del 21 de noviembre, pág. 680.

TEXTOS MISA

Último domingo del tiempo ordinario
NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO
Solemnidad

Antífona de entrada Ap 5, 12; 1, 6
Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza y el honor. A él la gloria y el poder por los siglos de los siglos.
Dignus est Agnus, qui occísus est, accípere virtútem et divinitátem et sapiéntiam et fortitúdinem et honórem. Ipsi glória et impérium in saecula saeculórum.

Monición de entrada
Celebramos hoy la solemnidad de Cristo Rey. Con este domingo concluimos el ciclo del año cristiano. Cristo es el centro de la historia; hacia él nos encaminamos. El es también al que recordamos y celebramos siempre. En su nombre nos reunimos. El nos convoca, nos habla y nos sienta a su mesa. Y quiere también hacerse presente en nuestra vida. A él la gloria por los siglos.

Acto penitencial
Todo como en el Ordinario de la Misa. Para la tercera fórmula pueden usarse las siguientes invocaciones:
-
 Tú, que eres la salvación de Dios para todos los hombres: Señor, ten piedad.
R. Señor, ten piedad.
Tú, que eres el hombre modelo de la humanidad futura: Cristo, ten piedad.
R. Cristo, ten piedad.
Tú, que atraes hacia ti los corazones de todos: Señor, ten piedad.
R. Señor, ten piedad.
En lugar del acto penitencial, se puede celebrar el rito de la bendición y de la aspersión del agua bendita.

Se dice Gloria.

Oración colecta
Dios todopoderoso y eterno, que quisiste recapitular todas las cosas en tu Hijo muy amado, Rey del Universo, haz que la creación entera, liberada de la esclavitud, sirva a tu majestad y te glorifique sin fin. Él, que vive y reina contigo.
Omnípotens sempitérne Deus, qui in dilécto Fílio tuo, universórum Rege, ómnia instauráre voluísti, concéde propítius, ut tota creatúra, a servitúte liberáta, tuae maiestáti desérviat ac te sine fine colláudet. Per Dóminum.

LITURGIA DE LA PALABRA
Lecturas de la solemnidad de nuestro Señor Jesucristo, Rey del universo. ciclo C.

PRIMERA LECTURA 2 Sam 5, 1-3
Ellos ungieron a David como rey de Israel
Lectura del segundo libro de Samuel.

En aquellos días, todas las tribus de Israel se presentaron ante David en Hebron y le dijeron:
«Hueso tuyo y carne tuya somos. Desde hace tiempo, cuando Saúl reinaba sobre nosotros, eras tú el que dirigía las salidas y entradas de Israel. Por su parte, el Señor te ha dicho: “Tú pastorearás a mi pueblo Israel, tú serás el jefe de Israel”».
Los ancianos de Israel vinieron a ver al rey en Hebrón. El rey hizo una alianza con ellos en Hebrón, en presencia del Señor, y ellos le ungieron como rey de Israel.

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Salmo responsorial Sal 121, 1bc-2. 4-5 (R.: 1bc)
R. Vamos alegres a la casa del Señor.
In domum Dómini lætántes íbimus.

V. Qué alegría cuando me dijeron:
«Vamos a la casa del Señor»!
Ya están pisando nuestros pies
tus umbrales, Jerusalén.
R. Vamos alegres a la casa del Señor.
In domum Dómini lætántes íbimus.

V. Allá suben las tribus, las tribus del Señor,
según la costumbre de Israel,
a celebrar el nombre del Señor;
en ella están los tribunales de justicia,
en el palacio de David.
R. Vamos alegres a la casa del Señor.
In domum Dómini lætántes íbimus.

SEGUNDA LECTURA Col 1, 12-20
Nos ha trasladado al reino del Hijo de su amor
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Colosenses.

Hermanos:
Demos gracias a Dios Padre, 
que os ha hecho capaces de compartir la herencia del pueblo santo en la luz.
Él nos ha sacado del dominio de las tinieblas,
y nos ha trasladado
al reino del Hijo de su amor,
por cuya sangre hemos recibido la redención,
el perdón de los pecados.
Él es imagen del Dios invisible,
primogénito de toda criatura;
porque en él fueron creadas todas las cosas:
celestes y terrestres,
visibles e invisibles.
Tronos y Dominaciones,
Principados y Potestades;
todo fue creado por él y para él.
Él es anterior a todo,
y todo se mantiene en él.
Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia.
Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, y así es el primero en todo.
Porque en él quiso Dios que residiera toda la plenitud. 
Y por él y para él quiso reconciliar todas las cosas,
las del cielo y las de la tierra,
haciendo la paz por la sangre de su cruz.

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Aleluya Mc 11, 9-10
R. Aleluya, aleluya, aleluya.
V. ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David! R.
Benedíctus qui venit in nómine Dómini! Benedíctum quod venit regnum patris nostri David!

EVANGELIO Lc 23, 35-43
Señor, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino
 Lectura del santo Evangelio según san Lucas.
R. Gloria a ti, Señor.

En aquel tiempo, los magistrados hacían muecas a Jesús diciendo:
«A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si él es el Mesías de Dios, el Elegido».
Se burlaban de él también los soldados, que se acercaban y le ofrecían vinagre, diciendo:
«Si eres tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo».
Había también por encima de él un letrero:
«Este es el rey de los judíos».
Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo:
«¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros».
Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía:
«¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? Nosotros, en verdad, lo estamos justamente, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; en cambio, este no ha hecho nada malo».
Y decía:
«Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino».
Jesús le dijo:
«En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso».

Palabra del Señor.
RGloria a ti, Señor Jesús.

Papa Francisco
Homilía. Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo, Nagasaki 24 de noviembre de 2019
«Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (Lc 23, 42).
En este último domingo del año litúrgico unimos nuestras voces a la del malhechor que, crucificado junto con Jesús, lo reconoció y lo proclamó rey. Allí, en el momento menos triunfal y glorioso, bajo los gritos de burlas y humillación, el bandido fue capaz de alzar la voz y realizar su profesión de fe. Son las últimas palabras que Jesús escucha y, a su vez, son las últimas palabras que Él dirige antes de entregarse al Padre: «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 43). El pasado tortuoso del ladrón parece, por un instante, cobrar un nuevo sentido: acompañar de cerca el suplicio del Señor; y este instante no hace más que corroborar la vida del Señor: ofrecer siempre y en todas partes la salvación. El calvario, lugar de desconcierto e injusticia, donde la impotencia y la incomprensión se encuentran acompañadas por el murmullo y cuchicheo indiferente y justificador de los burlones de turno ante la muerte del inocente, se transforma, gracias a la actitud del buen ladrón, en una palabra de esperanza para toda la humanidad. Las burlas y los gritos de sálvate a ti mismo frente al inocente sufriente no serán la última palabra; es más, despertarán la voz de aquellos que se dejen tocar el corazón y se decidan por la compasión como auténtica forma para construir la historia.
Hoy aquí queremos renovar nuestra fe y nuestro compromiso; conocemos bien la historia de nuestras fallas, pecados y limitaciones, al igual que el buen ladrón, pero no queremos que eso sea lo que determine o defina nuestro presente y futuro. Sabemos que no son pocas las veces que podemos caer en la atmósfera comodona del grito fácil e indiferente del "sálvate a ti mismo", y perder la memoria de lo que significa cargar con el sufrimiento de tantos inocentes. Estas tierras experimentaron, como pocas, la capacidad destructora a la que puede llegar el ser humano. Por eso, como el buen ladrón, queremos vivir ese instante donde poder levantar nuestras voces y profesar nuestra fe en la defensa y en el servicio del Señor, el Inocente sufriente. Queremos acompañar su suplicio, sostener su soledad y abandono, y escuchar, una vez más, que la salvación es la palabra que el Padre nos quiere ofrecer a todos: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso».
Salvación y certeza que testimoniaron valientemente con su vida san Pablo Miki y sus compañeros, así como los miles de mártires que jalonan vuestro patrimonio espiritual. Queremos caminar sobre sus huellas, queremos andar sobre sus pasos para profesar con valentía que el amor dado, entregado y celebrado por Cristo en la cruz, es capaz de vencer sobre todo tipo de odio, egoísmo, burla o evasión; es capaz de vencer sobre todo pesimismo inoperante o bienestar narcotizante, que termina por paralizar cualquier buena acción y elección. Nos lo recordaba el Concilio Vaticano II: lejos están de la verdad quienes sabiendo que nosotros no tenemos aquí una ciudad permanente, sino que buscamos la futura, piensan que por ello podemos descuidar nuestros deberes terrenos, no advirtiendo que, precisamente, por esa misma fe profesada estamos obligados a realizarlos de una manera tal que den cuenta y transparenten la nobleza de la vocación con la que hemos sido llamados (cf. Const. past. Gaudium et spes, 43).
Nuestra fe es en el Dios de los Vivientes. Cristo está vivo y actúa en medio nuestro, conduciéndonos a todos hacia la plenitud de vida. Él está vivo y nos quiere vivos. Cristo es nuestra esperanza (cf. Exhort. ap. postsin. Christus vivit, 1). Lo imploramos cada día: venga a nosotros tu Reino, Señor. Y al hacerlo queremos también que nuestra vida y nuestras acciones se vuelvan una alabanza. Si nuestra misión como discípulos misioneros es la de ser testigos y heraldos de lo que vendrá, no podemos resignarnos ante el mal y los males, sino que nos impulsa a ser levadura de su Reino dondequiera que estemos: familia, trabajo, sociedad; nos impulsa a ser una pequeña abertura en la que el Espíritu siga soplando esperanza entre los pueblos. El Reino de los cielos es nuestra meta común, una meta que no puede ser sólo para el mañana, sino que la imploramos y la comenzamos a vivir hoy, al lado de la indiferencia que rodea y que silencia tantas veces a nuestros enfermos y discapacitados, a los ancianos y abandonados, a los refugiados y trabajadores extranjeros: todos ellos sacramento vivo de Cristo, nuestro Rey (cf. Mt 25, 31-46); porque «si verdaderamente hemos partido de la contemplación de Cristo, tenemos que saberlo descubrir sobre todo en el rostro de aquellos con los que él mismo ha querido identificarse» (S. Juan Pablo II, Carta ap. Novo Millennio Ineunte, 49).
Aquel día, en el Calvario, muchas voces callaban, tantas otras se burlaban, tan sólo la del ladrón fue capaz de alzarse y defender al inocente sufriente; toda una valiente profesión de fe. En cada uno de nosotros está la decisión de callar, burlar o profetizar. Queridos hermanos: Nagasaki lleva en su alma una herida difícil de curar, signo del sufrimiento inexplicable de tantos inocentes; víctimas atropelladas por las guerras de ayer pero que siguen sufriendo hoy en esta tercera guerra mundial a pedazos. Alcemos nuestras voces aquí en una plegaria común por todos aquellos que hoy están sufriendo en su carne este pecado que clama al cielo, y para que cada vez sean más los que, como el buen ladrón, sean capaces de no callar ni burlarse, sino con su voz profetizar un reino de verdad y justicia, de santidad y gracia, de amor y de paz [Cf. Misal Romano, Prefacio de la Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo].
 Audiencia general, Miércoles 25 de octubre de 2017.
El Paraíso, meta de nuestra esperanza.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Esta es la última catequesis sobre el tema de la esperanza cristiana, que nos ha acompañado desde el inicio de este año litúrgico. Y concluiré hablando del paraíso, como meta de nuestra esperanza.
«Paraíso» es una de las últimas palabras pronunciadas por Jesús en la cruz, al dirigirse al buen ladrón. Parémonos un momento en esta escena. En la cruz, Jesús no está solo. Junto a Él, a la derecha y a la izquierda hay dos malhechores. Tal vez, al pasar frente a aquellas tres cruces alzadas en el Gólgota, alguien lanzó un suspiro de alivio, pensando que finalmente se hacía justicia dando muerte a gente así.
Junto a Jesús está también un reo confeso: uno que reconoce merecer ese terrible suplicio. Lo llamamos el «buen ladrón», el que, oponiéndose al otro, dice: nos lo hemos merecido con nuestros hechos (cf. Lc 23, 41).
En el Calvario, aquel viernes trágico y santo, Jesús alcanza el extremo de su encarnación, de su solidaridad con nosotros pecadores. Allí se lleva a cabo lo que el profeta Isaías había dicho del Siervo sufriente: «ha sido contado entre los malhechores» (Is 53, 12; cf. Lc 22, 37).
Es allí, en el Calvario, donde Jesús tiene la última cita con un pecador, para abrirle también las puertas de su reino. Esto es interesante: es la única vez que la palabra «paraíso» aparece en los evangelios. Jesús se lo promete a un «pobre diablo» que sobre la madera de la cruz tuvo el coraje de dirigirle la más humilde de las peticiones: «acuérdate de mí cuando vengas con tu reino» (Lc 23, 42). No tenía buenas obras que hacer valer, no tenía nada, pero se confía a Jesús, a quien reconoce como inocente, bueno, tan diverso de él (Lc 23, 41). Aquella palabra de humilde arrepentimiento fue suficiente para tocar el corazón de Jesús.
El buen ladrón nos recuerda nuestra verdadera condición frente a Dios: que nosotros somos sus hijos, que Él siente compasión por nosotros, que Él se derrumba cada vez que le manifestamos la nostalgia de su amor. En las habitaciones de tantos hospitales o en las celdas de las prisiones este milagro se repite innumerables veces: no existe una persona, por mal que haya vivido, a la cual le quede sólo la desesperación y le sea prohibida la gracia.
Ante Dios nos presentamos todos con las manos vacías, un poco como el publicano de la parábola que se había detenido a orar al final del templo (cf. Lc 18, 13). Y cada vez que un hombre, al hacer el último examen de conciencia de su vida, descubre que las faltas son muchas más que las obras de bien, no debe desanimarse, sino confiarse a la misericordia de Dios.
Y esto nos da esperanza, ¡esto nos abre el corazón! Dios es Padre, y hasta el último momento espera nuestro regreso. Y al hijo pródigo que ha regresado, que comienza a confesar sus culpas, el padre le cierra la boca con un abrazo (cf. Lc 15, 20). ¡Este es Dios: así nos ama!
El paraíso no es un lugar como en las fábulas, ni mucho menos un jardín encantado. El paraíso es el abrazo con Dios, Amor infinito, y entramos gracias a Jesús, que murió en la cruz por nosotros. Donde esta Jesús, hay misericordia y felicidad; sin Él existe el frío y las tinieblas. A la hora de la muerte, el cristiano repite a Jesús: «Acuérdate de mí». Y aunque no existiese nadie que se acuerde de nosotros, Jesús está ahí, junto a nosotros. Quiere llevarnos al lugar más hermoso que existe. Quiere llevarnos allá con lo poco o mucho de bien que existe en nuestra vida, para que no se pierda nada de lo que ya Él había redimido. Y a la casa del Padre llevará también todo lo que en nosotros tiene todavía necesidad de redención: las faltas y las equivocaciones de una entera vida. Es esta la meta de nuestra existencia: que todo se cumpla, y sea transformado en amor.
Si creemos esto, la muerte deja de darnos miedo y podemos también esperar partir de este mundo de forma serena, con tanta confianza. Quien ha conocido a Jesús ya no teme nada. Y podremos repetir también nosotros las palabras del viejo Simeón, también él bendecido por el encuentro con Cristo, después de una vida entera consumada en la espera: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz, porque han visto mis ojos tu salvación» (Lc 2, 29-30).
Y en aquel instante, finalmente, ya no tendremos necesidad de nada, ya no veremos de forma confusa. Ya no lloraremos inútilmente, porque todo ha pasado; también las profecías, también el conocimiento.
Pero el amor no, eso permanece. Porque «la caridad no acaba nunca (cf. 1Co 13, 8).
Clausura del jubileo de la misericordia.
Solemnidad de NSJ, Rey del Universo. Domingo 20 de noviembre de 2016.
La solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo corona el año litúrgico y este Año santo de la misericordia. El Evangelio presenta la realeza de Jesús al culmen de su obra de salvación, y lo hace de una manera sorprendente. «El Mesías de Dios, el Elegido, el Rey» (Lc 23, 35.37) se muestra sin poder y sin gloria: está en la cruz, donde parece más un vencido que un vencedor. Su realeza es paradójica: su trono es la cruz; su corona es de espinas; no tiene cetro, pero le ponen una caña en la mano; no viste suntuosamente, pero es privado de la túnica; no tiene anillos deslumbrantes en los dedos, pero sus manos están traspasadas por los clavos; no posee un tesoro, pero es vendido por treinta monedas.
Verdaderamente el reino de Jesús no es de este mundo (cf. Jn 18, 36); pero justamente es aquí –nos dice el Apóstol Pablo en la segunda lectura–, donde encontramos la redención y el perdón (cf. Col 1, 13-14). Porque la grandeza de su reino no es el poder según el mundo, sino el amor de Dios, un amor capaz de alcanzar y restaurar todas las cosas. Por este amor, Cristo se abajó hasta nosotros, vivió nuestra miseria humana, probó nuestra condición más ínfima: la injusticia, la traición, el abandono; experimentó la muerte, el sepulcro, los infiernos. De esta forma nuestro Rey fue incluso hasta los confines del Universo para abrazar y salvar a todo viviente. No nos ha condenado, ni siquiera conquistado, nunca ha violado nuestra libertad, sino que se ha abierto paso por medio del amor humilde que todo excusa, todo espera, todo soporta (cf. 1Co 13, 7). Sólo este amor ha vencido y sigue venciendo a nuestros grandes adversarios: el pecado, la muerte y el miedo.
Hoy queridos hermanos y hermanas, proclamamos está singular victoria, con la que Jesús se ha hecho el Rey de los siglos, el Señor de la historia: con la sola omnipotencia del amor, que es la naturaleza de Dios, su misma vida, y que no pasará nunca (cf. 1Co 13, 8). Compartimos con alegría la belleza de tener a Jesús como nuestro rey; su señorío de amor transforma el pecado en gracia, la muerte en resurrección, el miedo en confianza.
Pero sería poco creer que Jesús es Rey del universo y centro de la historia, sin que se convierta en el Señor de nuestra vida: todo es vano si no lo acogemos personalmente y si no lo acogemos incluso en su modo de reinar. En esto nos ayudan los personajes que el Evangelio de hoy presenta. Además de Jesús, aparecen tres figuras: el pueblo que mira, el grupo que se encuentra cerca de la cruz y un malhechor crucificado junto a Jesús.
En primer lugar, el pueblo: el Evangelio dice que «estaba mirando» (Lc 23, 35): ninguno dice una palabra, ninguno se acerca. El pueblo está lejos, observando qué sucede. Es el mismo pueblo que por sus propias necesidades se agolpaba entorno a Jesús, y ahora mantiene su distancia. Frente a las circunstancias de la vida o ante nuestras expectativas no cumplidas, también podemos tener la tentación de tomar distancia de la realeza de Jesús, de no aceptar totalmente el escándalo de su amor humilde, que inquieta nuestro «yo», que incomoda. Se prefiere permanecer en la ventana, estar a distancia, más bien que acercarse y hacerse próximo. Pero el pueblo santo, que tiene a Jesús como Rey, está llamado a seguir su camino de amor concreto; a preguntarse cada uno todos los días: «¿Qué me pide el amor? ¿A dónde me conduce? ¿Qué respuesta doy a Jesús con mi vida?».
Hay un segundo grupo, que incluye diversos personajes: los jefes del pueblo, los soldados y un malhechor. Todos ellos se burlaban de Jesús. Le dirigen la misma provocación: «Sálvate a ti mismo» (cf. Lc 23, 35.37.39). Es una tentación peor que la del pueblo. Aquí tientan a Jesús, como lo hizo el diablo al comienzo del Evangelio (cf. Lc 4, 1-13), para que renuncie a reinar a la manera de Dios, pero que lo haga según la lógica del mundo: baje de la cruz y derrote a los enemigos. Si es Dios, que demuestre poder y superioridad. Esta tentación es un ataque directo al amor: «Sálvate a ti mismo» (Lc 23, 37. 39); no a los otros, sino a ti mismo. Prevalga el yo con su fuerza, con su gloria, con su éxito. Es la tentación más terrible, la primera y la última del Evangelio. Pero ante este ataque al propio modo de ser, Jesús no habla, no reacciona. No se defiende, no trata de convencer, no hace una apología de su realeza. Más bien sigue amando, perdona, vive el momento de la prueba según la voluntad del Padre, consciente de que el amor dará su fruto.
Para acoger la realeza de Jesús, estamos llamados a luchar contra esta tentación, a fijar la mirada en el Crucificado, para ser cada vez más fieles. Cuántas veces en cambio, incluso entre nosotros, se buscan las seguridades gratificantes que ofrece el mundo. Cuántas veces hemos sido tentados a bajar de la cruz. La fuerza de atracción del poder y del éxito se presenta como un camino fácil y rápido para difundir el Evangelio, olvidando rápidamente el reino de Dios como obra. Este Año de la misericordia nos ha invitado a redescubrir el centro, a volver a lo esencial. Este tiempo de misericordia nos llama a mirar al verdadero rostro de nuestro Rey, el que resplandece en la Pascua, y a redescubrir el rostro joven y hermoso de la Iglesia, que resplandece cuando es acogedora, libre, fiel, pobre en los medios y rica en el amor, misionera. La misericordia, al llevarnos al corazón del Evangelio, nos exhorta también a que renunciemos a los hábitos y costumbres que pueden obstaculizar el servicio al reino de Dios; a que nos dirijamos sólo a la perenne y humilde realeza de Jesús, no adecuándonos a las realezas precarias y poderes cambiantes de cada época.
En el Evangelio aparece otro personaje, más cercano a Jesús, el malhechor que le ruega diciendo: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino» (Lc 23, 42). Esta persona, mirando simplemente a Jesús, creyó en su reino. Y no se encerró en sí mismo, sino que con sus errores, sus pecados y sus dificultades se dirigió a Jesús. Pidió ser recordado y experimentó la misericordia de Dios: «hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 43). Dios, apenas le damos la oportunidad, se acuerda de nosotros. Él está dispuesto a borrar por completo y para siempre el pecado, porque su memoria, no como la nuestra, olvida el mal realizado y no lleva cuenta de las ofensas sufridas. Dios no tiene memoria del pecado, sino de nosotros, de cada uno de nosotros, sus hijos amados. Y cree que es siempre posible volver a comenzar, levantarse de nuevo.
Pidamos también nosotros el don de esta memoria abierta y viva. Pidamos la gracia de no cerrar nunca la puerta de la reconciliación y del perdón, sino de saber ir más allá del mal y de las divergencias, abriendo cualquier posible vía de esperanza. Como Dios cree en nosotros, infinitamente más allá de nuestros méritos, también nosotros estamos llamados a infundir esperanza y a dar oportunidad a los demás. Porque, aunque se cierra la Puerta santa, permanece siempre abierta de par en par para nosotros la verdadera puerta de la misericordia, que es el Corazón de Cristo. Del costado traspasado del Resucitado brota hasta el fin de los tiempos la misericordia, la consolación y la esperanza.
Muchos peregrinos han cruzado la Puerta santa y lejos del ruido de las noticias han gustado la gran bondad del Señor. Damos gracias por esto y recordamos que hemos sido investidos de misericordia para revestirnos de sentimientos de misericordia, para ser también instrumentos de misericordia. Continuemos nuestro camino juntos. Nos acompaña la Virgen María, también ella estaba junto a la cruz, allí ella nos ha dado a luz como tierna Madre de la Iglesia que desea acoger a todos bajo su manto. Ella, junto a la cruz, vio al buen ladrón recibir el perdón y acogió al discípulo de Jesús como hijo suyo. Es la Madre de misericordia, a la que encomendamos: todas nuestras situaciones, todas nuestras súplicas, dirigidas a sus ojos misericordiosos, que no quedarán sin respuesta.
Audiencia general, Miércoles 28 de septiembre de 2016.
Nadie está excluido del perdón de Dios
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Las palabras que Jesús pronuncia durante su Pasión encuentran su culminación en el perdón.
Jesús perdona: «Padre, perdónales porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). No sólo son palabras, porque se convierten en un acto concreto en el perdón ofrecido al «buen ladrón», que estaba junto a Él. San Lucas escribe sobre dos delincuentes crucificados con Jesús, los cuales se dirigen a Él con actitudes opuestas.
El primero le insulta, como le insultaba toda la gente, ahí, como hacen los jefes del pueblo, pero este pobre hombre, llevado por la desesperación dice: «¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti mismo y a nosotros!» (Lc 23, 39). Este grito atestigua la angustia del hombre ante el misterio de la muerte y la trágica conciencia de que sólo Dios puede ser la respuesta liberadora: por eso es impensable que el Mesías, el enviado de Dios, pueda estar en la cruz sin hacer nada para salvarse. Y no entendían esto. No entendían el misterio del sacrificio de Jesús. Y en cambio, Jesús nos ha salvado permaneciendo en la cruz. Todos nosotros sabemos que no es fácil «permanecer en la cruz», en nuestras pequeñas cruces de cada día. Él en esta gran cruz, con este gran sufrimiento, ha permanecido así y les ha salvado; nos ha mostrado su omnipotencia y ahí nos ha perdonado. Ahí se cumple su donación de amor y surge para siempre nuestra salvación. Muriendo en la cruz, inocente entre dos criminales, Él testimonia que la salvación de Dios puede llegar a cualquier hombre en cualquier condición, incluso en la más negativa y dolorosa. La salvación de Dios es para todos, nadie excluido. Es un regalo para todos. Por eso el Jubileo es tiempo de gracia y de misericordia para todos, buenos y malos, para los que están sanos y los que sufren. Acordaos de la parábola que narra cuando Jesús en la fiesta de la boda del hijo de un poderoso de la tierra: cuando los invitados no quisieron ir dice a sus siervos: «Id, pues, a los cruces de los caminos y, a cuantos encontréis, invitadlos a la boda» (Mt 22, 9). Estamos llamados todos: buenos y malos. La Iglesia no es solamente para los buenos o para aquellos que parecen buenos o se creen buenos; la Iglesia es para todos, y además preferiblemente para los malos, porque la Iglesia es misericordia. Y este tiempo de gracia y de misericordia nos hace recordar que ¡nada nos puede separar del amor de Cristo! (cf. Rm 8, 39). A quien está postrado en una cama de hospital, a quien vive encerrado en una prisión, a los que están atrapados por las guerras, yo digo: mirad el Crucifijo; Dios está con vosotros, permanece con vosotros en la cruz y a todos se ofrece como Salvador, a todos nosotros. A vosotros que sufrís tanto digo, Jesús ha sido crucificado por vosotros, por nosotros, por todos. Dejad que la fuerza del Evangelio entre en vuestros corazones y os consuele, os dé esperanza y la íntima certeza de que nadie está excluido de su perdón. Pero vosotros podéis preguntarme: «Pero Padre dígame ¿El que ha hecho las cosas más malas durante la vida, tiene la posibilidad de ser perdonado?» – «¡Sí! Sí: ninguno está excluido del perdón de Dios. Solamente tiene que acercarse arrepentido a Jesús y con ganas de ser abrazado por Él».
Este era el primer delincuente. El otro es el llamado «buen ladrón». Sus palabras son un maravilloso modelo de arrepentimiento, una catequesis concentrada para aprender a pedir perdón a Jesús. Primero, él se dirige a su compañero: «¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena?» (Lc 23, 40). Así pone de relieve el punto de partida del arrepentimiento: el temor a Dios. Pero no el miedo a Dios, no: el temor filial de Dios. No es el miedo, sino ese respeto que se debe a Dios porque Él es Dios. Es un respeto filial porque Él es Padre. El buen ladrón recuerda la actitud fundamental que abre a la confianza en Dios: la conciencia de su omnipotencia y de su infinita bondad. Este es el respeto confiado que ayuda a dejar espacio a Dios y a encomendarse a su misericordia, incluso en la oscuridad más densa.
Después, declara la inocencia de Jesús y confiesa abiertamente su propia culpa: «Y nosotros con razón porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio éste nada malo ha hecho» (Lc 23, 41). Jesús está ahí en la cruz para estar con los culpables: a través de esta cercanía, Él les ofrece la salvación. Lo cual es un escándalo para los jefes y para el primer ladrón, para los que estaban ahí y se burlaban de Jesús, sin embargo esto es el fundamento de su fe. Y así el buen ladrón se convierte en testigo de la Gracia; ha ocurrido lo impensable: Dios me ha amado hasta tal punto que ha muerto en la cruz por mí. La fe misma de este hombre es fruto de la gracia de Cristo: sus ojos contemplan en el Crucificado el amor de Dios por él, pobre pecador. Es verdad, era ladrón, era un ladrón, había robado toda su vida. Pero al final, arrepentido de lo que había hecho, mirando a Jesús tan bueno y misericordioso logró robarse el cielo: ¡éste es un buen ladrón!
El buen ladrón se dirige directamente a Jesús, pidiendo su ayuda: «Jesús acuérdate de mí cuando vengas con tu reino» (Lc 23, 42). Le llama por nombre, «Jesús», con confianza, y así confiesa lo que este nombre indica: «el Señor salva», esto significa el nombre de «Jesús». Ese hombre pide a Jesús que se acuerde de él. ¡Cuánta ternura en esta expresión, cuánta humanidad! Es la necesidad del ser humano de no ser abandonado, de que Dios le esté siempre cerca. De esta manera un condenado a muerte se convierte en modelo del cristiano que confía en Jesús.
Un condenado a muerte es un modelo para nosotros, un modelo para un hombre, para un cristiano que confía en Jesús; y también un modelo de la Iglesia que en la liturgia tantas veces invoca al Señor diciendo: «Acuérdate? Acuérdate? Acuérdate de tu amor?».
Mientras el buen ladrón habla del futuro: «cuando vengas con tu reino», la respuesta de Jesús no se hace esperar; habla en presente: dice «hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23, 43). En la hora de la cruz, la salvación de Cristo llega a su culmen; y su promesa al buen ladrón revela el cumplimiento de su misión: es decir, salvar a los pecadores. Al inicio de su ministerio, en la sinagoga de Nazaret, Jesús había proclamado: «la liberación a los cautivos» (Lc 4, 18); en Jericó, en la casa del público pecador Zaqueo, había declarado que «el hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19, 9). En la cruz, el último acto confirma la realización de este diseño salvífico. Desde el principio hasta el final Él se ha revelado Misericordia, se ha revelado encarnación definitiva e irrepetible del amor del Padre. Jesús es verdaderamente el rostro de la misericordia del Padre. Y el buen ladrón le ha llamado por su nombre: «Jesús». Es una invocación breve, y todos nosotros podemos hacerla durante el día muchas veces: «Jesús». «Jesús», simplemente. Hacedla durante todo el día.
Homilía. Clausura del año de la fe, Domingo 24 de noviembre de 2013
La solemnidad de Cristo Rey del Universo, coronación del año litúrgico, señala también la conclusión del Año de la Fe, convocado por el Papa Benedicto XVI, a quien recordamos ahora con afecto y reconocimiento por este don que nos ha dado. Con esa iniciativa providencial, nos ha dado la oportunidad de descubrir la belleza de ese camino de fe que comenzó el día de nuestro bautismo, que nos ha hecho hijos de Dios y hermanos en la Iglesia. Un camino que tiene como meta final el encuentro pleno con Dios, y en el que el Espíritu Santo nos purifica, eleva, santifica, para introducirnos en la felicidad que anhela nuestro corazón.
Dirijo también un saludo cordial y fraterno a los Patriarcas y Arzobispos Mayores de las Iglesias orientales católicas, aquí presentes. El saludo de paz que nos intercambiaremos quiere expresar sobre todo el reconocimiento del Obispo de Roma a estas Comunidades, que han confesado el nombre de Cristo con una fidelidad ejemplar, pagando con frecuencia un alto precio.
Del mismo modo, y por su medio, deseo dirigirme a todos los cristianos que viven en Tierra Santa, en Siria y en todo el Oriente, para que todos obtengan el don de la paz y la concordia.
Las lecturas bíblicas que se han proclamado tienen como hilo conductor la centralidad de Cristo. Cristo está en el centro, Cristo es el centro. Cristo centro de la creación, del pueblo y de la historia.
1. El apóstol Pablo, en la segunda lectura, tomada de la carta a los Colosenses, nos ofrece una visión muy profunda de la centralidad de Jesús. Nos lo presenta como el Primogénito de toda la creación: en él, por medio de él y en vista de él fueron creadas todas las cosas. Él es el centro de todo, es el principio: Jesucristo, el Señor. Dios le ha dado la plenitud, la totalidad, para que en él todas las cosas sean reconciliadas (cf. Col 1, 12-20). Señor de la creación, Señor de la reconciliación.
Esta imagen nos ayuda a entender que Jesús es el centro de la creación; y así la actitud que se pide al creyente, que quiere ser tal, es la de reconocer y acoger en la vida esta centralidad de Jesucristo, en los pensamientos, las palabras y las obras. Y así nuestros pensamientos serán pensamientos cristianos, pensamientos de Cristo. Nuestras obras serán obras cristianas, obras de Cristo, nuestras palabras serán palabras cristianas, palabras de Cristo. En cambio, La pérdida de este centro, al sustituirlo por otra cosa cualquiera, solo provoca daños, tanto para el ambiente que nos rodea como para el hombre mismo.
2. Además de ser centro de la creación y centro de la reconciliación, Cristo es centro del pueblo de Dios. Y precisamente hoy está aquí, en el centro. Ahora está aquí en la Palabra, y estará aquí en el altar, vivo, presente, en medio de nosotros, su pueblo. Nos lo muestra la primera lectura, en la que se habla del día en que las tribus de Israel se acercaron a David y ante el Señor lo ungieron rey sobre todo Israel (cf. 2S 5, 1-3). En la búsqueda de la figura ideal del rey, estos hombres buscaban a Dios mismo: un Dios que fuera cercano, que aceptara acompañar al hombre en su camino, que se hiciese hermano suyo.
Cristo, descendiente del rey David, es precisamente el "hermano" alrededor del cual se constituye el pueblo, que cuida de su pueblo, de todos nosotros, a precio de su vida. En él somos uno; un único pueblo unido a él, compartimos un solo camino, un solo destino. Sólo en él, en él como centro, encontramos la identidad como pueblo.
3. Y, por último, Cristo es el centro de la historia de la humanidad, y también el centro de la historia de todo hombre. A él podemos referir las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias que entretejen nuestra vida. Cuando Jesús es el centro, incluso los momentos más oscuros de nuestra existencia se iluminan, y nos da esperanza, como le sucedió al buen ladrón en el Evangelio de hoy.
Mientras todos se dirigen a Jesús con desprecio -"Si tú eres el Cristo, el Mesías Rey, sálvate a ti mismo bajando de la cruz"- aquel hombre, que se ha equivocado en la vida pero se arrepiente, al final se agarra a Jesús crucificado implorando: "Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino" (Lc 23, 42). Y Jesús le promete: "Hoy estarás conmigo en el paraíso" (v. 43): su Reino. Jesús sólo pronuncia la palabra del perdón, no la de la condena; y cuando el hombre encuentra el valor de pedir este perdón, el Señor no deja de atender una petición como esa. Hoy todos podemos pensar en nuestra historia, nuestro camino. Cada uno de nosotros tiene su historia; cada uno tiene también sus equivocaciones, sus pecados, sus momentos felices y sus momentos tristes. En este día, nos vendrá bien pensar en nuestra historia, y mirar a Jesús, y desde el corazón repetirle a menudo, pero con el corazón, en silencio, cada uno de nosotros: "Acuérdate de mí, Señor, ahora que estás en tu Reino. Jesús, acuérdate de mí, porque yo quiero ser bueno, quiero ser buena, pero me falta la fuerza, no puedo: soy pecador, soy pecadora. Pero, acuérdate de mí, Jesús. Tú puedes acordarte de mí porque tú estás en el centro, tú estás precisamente en tu Reino." ¡Qué bien! Hagámoslo hoy todos, cada uno en su corazón, muchas veces. "Acuérdate de mí, Señor, tú que estás en el centro, tú que estas en tu Reino."
La promesa de Jesús al buen ladrón nos da una gran esperanza: nos dice que la gracia de Dios es siempre más abundante que la plegaria que la ha pedido. El Señor siempre da más, es tan generoso, da siempre más de lo que se le pide: le pides que se acuerde de ti y te lleva a su Reino.
Jesús es el centro de nuestros deseos de gozo y salvación. Vayamos todos juntos por este camino.

Papa Benedicto XVI
ÁNGELUS, Cristo Rey, 21 de noviembre de 2010
Queridos hermanos y hermanas:
Acaba de concluir en la basílica vaticana la liturgia de Nuestro Señor Jesucristo Rey del universo, concelebrada también por los 24 nuevos cardenales, creados en el consistorio de ayer. La solemnidad de Cristo Rey fue instituida por el Papa Pío XI en 1925 y más tarde, después del concilio Vaticano II, se colocó al final del año litúrgico. El Evangelio de san Lucas presenta, como en un gran cuadro, la realeza de Jesús en el momento de la crucifixión. Los jefes del pueblo y los soldados se burlan del "primogénito de toda la creación" (Col 1, 15) y lo ponen a prueba para ver si tiene poder para salvarse de la muerte (cf. Lc 23, 35-37). Sin embargo, precisamente "en la cruz, Jesús se encuentra a la "altura" de Dios, que es Amor. Allí se le puede "reconocer". (...) Jesús nos da la "vida" porque nos da a Dios. Puede dárnoslo porque él es uno con Dios" (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Madrid 2007, pp. 403-404.409). De hecho, mientras que el Señor parece pasar desapercibido entre dos malhechores, uno de ellos, consciente de sus pecados, se abre a la verdad, llega a la fe e implora "al rey de los judíos": "Jesús, acuérdate de mí cuando entres en tu reino" (Lc 23, 42). De quien "existe antes de todas las cosas y en él todas subsisten" (Col 1, 17) el llamado "buen ladrón" recibe inmediatamente el perdón y la alegría de entrar en el reino de los cielos. "Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso" (Lc 23, 43). Con estas palabras Jesús, desde el trono de la cruz, acoge a todos los hombres con misericordia infinita. San Ambrosio comenta que "es un buen ejemplo de la conversión a la que debemos aspirar: muy pronto al ladrón se le concede el perdón, y la gracia es más abundante que la petición; de hecho, el Señor –dice san Ambrosio– siempre concede más de lo que se le pide (...) La vida consiste en estar con Cristo, porque donde está Cristo allí está el Reino" (Expositio Evangelii secundum Lucam X, 121: ccl 14, 379).
Queridos amigos, el camino del amor, que el Señor nos revela y nos invita a recorrer, se puede contemplar también en el arte cristiano. De hecho, antiguamente, "en la configuración de los edificios sagrados (...) se hizo habitual representar en el lado oriental al Señor que regresa como rey –imagen de la esperanza–, mientras en el lado occidental estaba el Juicio final, como imagen de la responsabilidad respecto a nuestra vida" (Spe salvi, 41): esperanza en el amor infinito de Dios y compromiso de ordenar nuestra vida según el amor de Dios. Cuando contemplamos las representaciones de Jesús inspiradas en el Nuevo Testamento, como enseña un antiguo Concilio, se nos lleva a "comprender (...) la sublimidad de la humillación del Verbo de Dios y (...) a recordar su vida en la carne, su pasión y muerte salvífica, y la redención que de allí se deriva para el mundo" (Concilio de Trullo [año 691 o 692], canon 82). "Sí, las necesitamos para poder reconocer en el corazón traspasado del Crucificado el misterio de Dios" (Joseph Ratzinger, Teologia della liturgia. La fondazione sacramentale dell'esistenza cristiana, LEV, 2010, 69).
En la celebración de su Presentación en el templo encomendamos a la Virgen María a los nuevos purpurados del Colegio cardenalicio y nuestra peregrinación terrena hacia la eternidad.

DIRECTORIO HOMILÉTICO
Ap. I. La homilía y el Catecismo de la Iglesia Católica.
Ciclo C. Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo.
Cristo, Señor y Rey
440 Jesús acogió la confesión de fe de Pedro que le reconocía como el Mesías anunciándole la próxima pasión del Hijo del Hombre (cf. Mt 16, 23). Reveló el auténtico contenido de su realeza mesiánica en la identidad transcendente del Hijo del Hombre "que ha bajado del cielo" (Jn 3, 13; cf. Jn 6, 62; Dn 7, 13) a la vez que en su misión redentora como Siervo sufriente: "el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos" (Mt 20, 28; cf. Is 53, 10-12). Por esta razón el verdadero sentido de su realeza no se ha manifestado más que desde lo alto de la Cruz (cf. Jn 19, 19-22; Lc 23, 39-43). Solamente después de su resurrección su realeza mesiánica podrá ser proclamada por Pedro ante el pueblo de Dios: "Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado" (Hch 2, 36).
SEÑOR
446 En la traducción griega de los libros del Antiguo Testamento, el nombre inefable con el cual Dios se reveló a Moisés (cf. Ex 3, 14), YHWH, es traducido por "Kyrios" ["Señor"]. Señor se convierte desde entonces en el nombre más habitual para designar la divinidad misma del Dios de Israel. El Nuevo Testamento utiliza en este sentido fuerte el título "Señor" para el Padre, pero lo emplea también, y aquí está la novedad, para Jesús reconociéndolo como Dios (cf. 1Co 2, 8).
447 El mismo Jesús se atribuye de forma velada este título cuando discute con los fariseos sobre el sentido del Salmo 109 (cf. Mt 22, 41-46; cf. también Hch 2, 34-36; Hb 1, 13), pero también de manera explícita al dirigirse a sus apóstoles (cf. Jn 13, 13). A lo largo de toda su vida pública sus actos de dominio sobre la naturaleza, sobre las enfermedades, sobre los demonios, sobre la muerte y el pecado, demostraban su soberanía divina.
448 Con mucha frecuencia, en los Evangelios, hay personas que se dirigen a Jesús llamándole "Señor". Este título expresa el respeto y la confianza de los que se acercan a Jesús y esperan de él socorro y curación (cf. Mt 8, 2; Mt 14, 30; Mt 15, 22, etc.). Bajo la moción del Espíritu Santo, expresa el reconocimiento del misterio divino de Jesús (cf. Lc 1, 43; Lc 2, 11). En el encuentro con Jesús resucitado, se convierte en adoración: "Señor mío y Dios mío" (Jn 20, 28). Entonces toma una connotación de amor y de afecto que quedará como propio de la tradición cristiana: "¡Es el Señor!" (Jn 21, 7).
449 Atribuyendo a Jesús el título divino de Señor, las primeras confesiones de fe de la Iglesia afirman desde el principio (cf. Hch 2, 34-36) que el poder, el honor y la gloria debidos a Dios Padre convienen también a Jesús (cf. Rm 9, 5; Tt 2, 13; Ap 5, 13) porque el es de "condición divina" (Flp 2, 6) y el Padre manifestó esta soberanía de Jesús resucitándolo de entre los muertos y exaltándolo a su gloria (cf. Rm 10, 9; 1Co 12, 3; Flp 2, 11).
450 Desde el comienzo de la historia cristiana, la afirmación del señorío de Jesús sobre el mundo y sobre la historia (cf. Ap 11, 15) significa también reconocer que el hombre no debe someter su libertad personal, de modo absoluto, a ningún poder terrenal sino sólo a Dios Padre y al Señor Jesucristo: César no es el "Señor" (cf. Mc 12, 17; Hch 5, 29). " La Iglesia cree. . que la clave, el centro y el fin de toda historia humana se encuentra en su Señor y Maestro" (GS 10, 2; cf. 45, 2).
451 La oración cristiana está marcada por el título "Señor", ya sea en la invitación a la oración "el Señor esté con vosotros", o en su conclusión "por Jesucristo nuestro Señor" o incluso en la exclamación llena de confianza y de esperanza: "Maran atha" ("¡el Señor viene!") o "Maran atha" ("¡Ven, Señor!") (1Co 16, 22): "¡Amén! ¡ven, Señor Jesús!" (Ap 22, 20).
Artículo 7: "DESDE ALLI HA DE VENIR A JUZGAR A VIVOS Y MUERTOS"
I. VOLVERA EN GLORIA
Cristo reina ya mediante la Iglesia…
668 "Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos" (Rm 14, 9). La Ascensión de Cristo al Cielo significa su participación, en su humanidad, en el poder y en la autoridad de Dios mismo. Jesucristo es Señor: Posee todo poder en los cielos y en la tierra. El está "por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación" porque el Padre "bajo sus pies sometió todas las cosas"(Ef 1, 20-22). Cristo es el Señor del cosmos (cf. Ef 4, 10; 1Co 15, 24. 27-28) y de la historia. En él, la historia de la humanidad e incluso toda la Creación encuentran su recapitulación (Ef 1, 10), su cumplimiento transcendente.
669 Como Señor, Cristo es también la cabeza de la Iglesia que es su Cuerpo (cf. Ef 1, 22). Elevado al cielo y glorificado, habiendo cumplido así su misión, permanece en la tierra en su Iglesia. La Redención es la fuente de la autoridad que Cristo, en virtud del Espíritu Santo, ejerce sobre la Iglesia (cf. Ef 4, 11-13). "La Iglesia, o el reino de Cristo presente ya en misterio", "constituye el germen y el comienzo de este Reino en la tierra" (LG 3;5).
670 Desde la Ascensión, el designio de Dios ha entrado en su consumación. Estamos ya en la "última hora" (1Jn 2, 18; cf. 1P 4, 7). "El final de la historia ha llegado ya a nosotros y la renovación del mundo está ya decidida de manera irrevocable e incluso de alguna manera real está ya por anticipado en este mundo. La Iglesia, en efecto, ya en la tierra, se caracteriza por una verdadera santidad, aunque todavía imperfecta" (LG 48). El Reino de Cristo manifiesta ya su presencia por los signos milagrosos (cf. Mc 16, 17-18) que acompañan a su anuncio por la Iglesia (cf. Mc 16, 20).
… esperando que todo le sea sometido
671 El Reino de Cristo, presente ya en su Iglesia, sin embargo, no está todavía acabado "con gran poder y gloria" (Lc 21, 27; cf. Mt 25, 31) con el advenimiento del Rey a la tierra. Este Reino aún es objeto de los ataques de los poderes del mal (cf. 2Ts 2, 7) a pesar de que estos poderes hayan sido vencidos en su raíz por la Pascua de Cristo. Hasta que todo le haya sido sometido (cf. 1Co 15, 28), y "mientras no haya nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia, la Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este mundo que pasa. Ella misma vive entre las criaturas que gimen en dolores de parto hasta ahora y que esperan la manifestación de los hijos de Dios" (LG 48). Por esta razón los cristianos piden, sobre todo en la Eucaristía (cf. 1Co 11, 26), que se apresure el retorno de Cristo (cf. 2P 3, 11-12) cuando suplican: "Ven, Señor Jesús" (cf. 1Co 16, 22; Ap 22, 17-20).
672 Cristo afirmó antes de su Ascensión que aún no era la hora del establecimiento glorioso del Reino mesiánico esperado por Israel (cf. Hch 1, 6-7) que, según los profetas (cf. Is 11, 1-9), debía traer a todos los hombres el orden definitivo de la justicia, del amor y de la paz. El tiempo presente, según el Señor, es el tiempo del Espíritu y del testimonio (cf Hch 1, 8), pero es también un tiempo marcado todavía por la "tristeza" (1Co 7, 26) y la prueba del mal (cf. Ef 5, 16) que afecta también a la Iglesia(cf. 1P 4, 17) e inaugura los combates de los últimos días (1Jn 2, 18; 1Jn 4, 3; 1Tm 4, 1). Es un tiempo de espera y de vigilia (cf. Mt 25, 1-13; Mc 13, 33-37).
Un pueblo sacerdotal, profético y real
783 Jesucristo es aquél a quien el Padre ha ungido con el Espíritu Santo y lo ha constituido "Sacerdote, Profeta y Rey". Todo el Pueblo de Dios participa de estas tres funciones de Cristo y tiene las responsabilidades de misión y de servicio que se derivan de ellas (cf. RH 18 - 21).
786 El Pueblo de Dios participa, por último, en la función regia de Cristo". Cristo ejerce su realeza atrayendo a sí a todos los hombres por su muerte y su resurrección (cf. Jn 12, 32). Cristo, Rey y Señor del universo, se hizo el servidor de todos, no habiendo "venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos" (Mt 20, 28). Para el cristiano, "servir es reinar" (LG 36), particularmente "en los pobres y en los que sufren" donde descubre "la imagen de su Fundador pobre y sufriente" (LG 8). El pueblo de Dios realiza su "dignidad regia" viviendo conforme a esta vocación de servir con Cristo.
"De todos los que han nacido de nuevo en Cristo, el signo de la cruz hace reyes, la unción del Espíritu Santo los consagra como sacerdotes, a fin de que, puesto aparte el servicio particular de nuestro ministerio, todos los cristianos espirituales y que usan de su razón se reconozcan miembros de esta raza de reyes y participantes de la función sacerdotal. ¿Qué hay, en efecto, más regio para un alma que gobernar su cuerpo en la sumisión a Dios? Y ¿qué hay más sacerdotal que consagrar a Dios una conciencia pura y ofrecer en el altar de su corazón las víctimas sin mancha de la piedad?" (San León Magno, serm. 4, 1).
Su participación en la misión real de Cristo
908 Por su obediencia hasta la muerte (cf. Flp 2, 8-9), Cristo ha comunicado a sus discípulos el don de la libertad regia, "para que vencieran en sí mismos, con la propia renuncia y una vida santa, al reino del pecado" (LG 36).
"El que somete su propio cuerpo y domina su alma, sin dejarse llevar por las pasiones es dueño de sí mismo: Se puede llamar rey porque es capaz de gobernar su propia persona; Es libre e independiente y no se deja cautivar por una esclavitud culpable" (San Ambrosio, Psal. 118, 14, 30: PL 15, 1403A).
2105 El deber de dar a Dios un culto auténtico corresponde al hombre individual y socialmente. Esa es "la doctrina tradicional católica sobre el deber moral de los hombres y de las sociedades respecto a la religión verdadera y a la única Iglesia de Cristo" (DH 1). Al evangelizar sin cesar a los hombres, la Iglesia trabaja para que puedan "informar con el espíritu cristiano el pensamiento y las costumbres, las leyes y las estructuras de la comunidad en la que cada uno vive" (AA 13). Deber social de los cristianos es respetar y suscitar en cada hombre el amor de la verdad y del bien. Les exige dar a conocer el culto de la única verdadera religión, que subsiste en la Iglesia católica y apostólica (cf DH 1). Los cristianos son llamados a ser la luz del mundo (cf AA 13). La Iglesia manifiesta así la realeza de Cristo sobre toda la creación y, en particular, sobre las sociedades humanas (cf León XIII, enc. "Inmortale Dei"; Pío XI "Quas primas").
2628 La adoración es la primera actitud del hombre que se reconoce criatura ante su Creador. Exalta la grandeza del Señor que nos ha hecho (cf Sal 95, 1-6) y la omnipotencia del Salvador que nos libera del mal. Es la acción de humillar el espíritu ante el "Rey de la gloria" (Sal 24, 9-10) y el silencio respetuoso en presencia de Dios "siempre mayor" (S. Agustín, Sal 62, 16). La adoración de Dios tres veces santo y soberanamente amable nos llena de humildad y da seguridad a nuestras súplicas.
Cristo, el juez.
PARA JUZGAR A VIVOS Y MUERTOS
678 Siguiendo a los profetas (cf. Dn 7, 10; Jl 3, 4; Ml 3, 19) y a Juan Bautista (cf. Mt 3, 7-12), Jesús anunció en su predicación el Juicio del último Día. Entonces, se pondrán a la luz la conducta de cada uno (cf. Mc 12, 38-40) y el secreto de los corazones (cf. Lc 12, 1-3; Jn 3, 20-21; Rm 2, 16; 1Co 4, 5). Entonces será condenada la incredulidad culpable que ha tenido en nada la gracia ofrecida por Dios (cf Mt 11, 20-24; Mt 12, 41-42). La actitud con respecto al prójimo revelará la acogida o el rechazo de la gracia y del amor divino (cf. Mt 5, 22; Mt 7, 1-5). Jesús dirá en el último día: "Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis" (Mt 25, 40).
679 Cristo es Señor de la vida eterna. El pleno derecho de juzgar definitivamente las obras y los corazones de los hombres pertenece a Cristo como Redentor del mundo. "Adquirió" este derecho por su Cruz. El Padre también ha entregado "todo juicio al Hijo" (Jn 5, 22; cf. Jn 5, 27; Mt 25, 31; Hch 10, 42; Hch 17, 31; 2Tm 4, 1). Pues bien, el Hijo no ha venido para juzgar sino para salvar (cf. Jn 3, 17) y para dar la vida que hay en él (cf. Jn 5, 26). Es por el rechazo de la gracia en esta vida por lo que cada uno se juzga ya a sí mismo (cf. Jn 3, 18; Jn 12, 48); es retribuido según sus obras (cf. 1Co 3, 12-15) y puede incluso condenarse eternamente al rechazar el Espíritu de amor (cf. Mt 12, 32; Hb 6, 4-6; Hb 10, 26–31).
1001 ¿Cuándo? Sin duda en el "último día" (Jn 6, 39-40. 44. 54; Jn 11, 24); "al fin del mundo" (LG 48). En efecto, la resurrección de los muertos está íntimamente asociada a la Parusía de Cristo:
"El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar" (1Ts 4, 16).
EL JUICIO FINAL
1038 La resurrección de todos los muertos, "de los justos y de los pecadores" (Hch 24, 15), precederá al Juicio final. Esta será "la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación" (Jn 5, 28  - 29). Entonces, Cristo vendrá "en su gloria acompañado de todos sus ángeles, … Serán congregadas delante de él todas las naciones, y él separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de las cabras. Pondrá las ovejas a su derecha, y las cabras a su izquierda… E irán estos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna. " (Mt 25, 31. 32. 46).
1039 Frente a Cristo, que es la Verdad, será puesta al desnudo definitivamente la verdad de la relación de cada hombre con Dios (cf. Jn 12, 49). El Juicio final revelará hasta sus últimas consecuencias lo que cada uno haya hecho de bien o haya dejado de hacer durante su vida terrena:
"Todo el mal que hacen los malos se registra - y ellos no lo saben. El día en que "Dios no se callará" (Sal 50, 3) … Se volverá hacia los malos: "Yo había colocado sobre la tierra, dirá El, a mis pobrecitos para vosotros. Yo, su cabeza, gobernaba en el cielo a la derecha de mi Padre - pero en la tierra mis miembros tenían hambre. Si hubierais dado a mis miembros algo, eso habría subido hasta la cabeza. Cuando coloqué a mis pequeñuelos en la tierra, los constituí comisionados vuestros para llevar vuestras buenas obras a mi tesoro: como no habéis depositado nada en sus manos, no poseéis nada en Mí" (San Agustín, serm. 18, 4, 4).
1040 El Juicio final sucederá cuando vuelva Cristo glorioso. Sólo el Padre conoce el día y la hora en que tendrá lugar; sólo El decidirá su advenimiento. Entonces, El pronunciará por medio de su Hijo Jesucristo, su palabra definitiva sobre toda la historia. Nosotros conoceremos el sentido último de toda la obra de la creación y de toda la economía de la salvación, y comprenderemos los caminos admirables por los que Su Providencia habrá conducido todas las cosas a su fin último. El juicio final revelará que la justicia de Dios triunfa de todas las injusticias cometidas por sus criaturas y que su amor es más fuerte que la muerte (cf. Ct 8, 6).
1041 El mensaje del Juicio final llama a la conversión mientras Dios da a los hombres todavía "el tiempo favorable, el tiempo de salvación" (2Co 6, 2). Inspira el santo temor de Dios. Compromete para la justicia del Reino de Dios. Anuncia la "bienaventurada esperanza" (Tt 2, 13) de la vuelta del Señor que "vendrá para ser glorificado en sus santos y admirado en todos los que hayan creído" (2Ts 1, 10).
Venga tu Reino”
2816 En el Nuevo Testamento, la palabra "basileia" se puede traducir por realeza (nombre abstracto), reino (nombre concreto) o reinado (de reinar, nombre de acción). El Reino de Dios está ante nosotros. Se aproxima en el Verbo encarnado, se anuncia a través de todo el Evangelio, llega en la muerte y la Resurrección de Cristo. El Reino de Dios adviene en la Ultima Cena y por la Eucaristía está entre nosotros. El Reino de Dios llegará en la gloria cuando Jesucristo lo devuelva a su Padre:
"Incluso puede ser que el Reino de Dios signifique Cristo en persona, al cual llamamos con nuestras voces todos los días y de quien queremos apresurar su advenimiento por nuestra espera. Como es nuestra Resurrección porque resucitamos en él, puede ser también el Reino de Dios porque en él reinaremos" (San Cipriano, Dom. orat. 13).
2817 Esta petición es el "Marana Tha", el grito del Espíritu y de la Esposa: "Ven, Señor Jesús":
"Incluso aunque esta oración no nos hubiera mandado pedir el advenimiento del Reino, habríamos tenido que expresar esta petición, dirigiéndonos con premura a la meta de nuestras esperanzas. Las almas de los mártires, bajo el altar, invocan al Señor con grandes gritos: '¿Hasta cuándo, Dueño santo y veraz, vas a estar sin hacer justicia por nuestra sangre a los habitantes de la tierra?' (Ap 6, 10). En efecto, los mártires deben alcanzar la justicia al fin de los tiempos. Señor, ¡apresura, pues, la venida de tu Reino!" (Tertuliano, or. 5).
2818 En la oración del Señor, se trata principalmente de la venida final del Reino de Dios por medio del retorno de Cristo (cf Tt 2, 13). Pero este deseo no distrae a la Iglesia de su misión en este mundo, más bien la compromete. Porque desde Pentecostés, la venida del Reino es obra del Espíritu del Señor "a fin de santificar todas las cosas llevando a plenitud su obra en el mundo" (MR, plegaria eucarística IV).
2819 "El Reino de Dios es justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo" (Rm 14, 17). Los últimos tiempos en los que estamos son los de la efusión del Espíritu Santo. Desde entonces está entablado un combate decisivo entre "la carne" y el Espíritu (cf Ga 5, 16-25):
"Solo un corazón puro puede decir con seguridad: '¡Venga a nosotros tu Reino!'. Es necesario haber estado en la escuela de Pablo para decir: 'Que el pecado no reine ya en nuestro cuerpo mortal' (Rm 6, 12). El que se conserva puro en sus acciones, sus pensamientos y sus palabras, puede decir a Dios: '¡Venga tu Reino!'" (San Cirilo de Jerusalén, catech. myst. 5, 13).
2820 Discerniendo según el Espíritu, los cristianos deben distinguir entre el crecimiento del Reino de Dios y el progreso de la cultura y la promoción de la sociedad en las que están implicados. Esta distinción no es una separación. La vocación del hombre a la vida eterna no suprime sino que refuerza su deber de poner en práctica las energías y los medios recibidos del Creador para servir en este mundo a la justicia y a la paz (cf GS 22; 32; 39; 45; EN 31).
2821 Esta petición está sostenida y escuchada en la oración de Jesús (cf Jn 17, 17-20), presente y eficaz en la Eucaristía; su fruto es la vida nueva según las Bienaventuranzas (cf Mt 5, 13-16; Mt 6, 24; Mt 7, 12-13).

Monición al Credo
Se dice Credo. Puede introducirse con la siguiente monición.
Confesamos la fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, en la unidad de la santa Iglesia.

Oración de los fieles
Año C
Dirijamos al Padre las súplicas que hace suyas Jesucristo, Rey del universo.
- Por la Iglesia, para que sea testigo del reino de Cristo en el mundo. Roguemos al Señor.
- Por los que ejercen autoridad en las naciones, para que se hagan servidores del bien de los demás. Roguemos al Señor.
- Por los que se sienten despreciados y oprimidos, para que todos aprendamos a respetar su dignidad y la de toda persona humana. Roguemos al Señor.
- Por los que sufren injusticia, para que sepamos defender sus justos derechos. Roguemos al Señor.
- Por nosotros, para que busquemos sinceramente la verdad, la justicia y la paz, y contribuyamos así a la extensión del reino de Jesucristo en el mundo. Roguemos al Señor.
Escucha benigno, Señor y Dios nuestro, las oraciones de tu Iglesia. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Oración sobre las ofrendas
Al ofrecerte, Señor, el sacrificio de la reconciliación humana, pedimos humildemente que tu Hijo conceda a todos los pueblos los dones de la paz y de la unidad. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Hóstiam tibi, Dómine, humánae reconciliatiónis offeréntes, supplíciter deprecámur, ut ipse Fílius tuus cunctis géntibus unitátis et pacis dona concédat. Qui vivit et regnat in saecula saeculórum.

Prefacio: Cristo, Rey del Universo.
En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno.
Porque consagraste Sacerdote eterno y Rey del Universo a tu Hijo unigénito, nuestro Señor Jesucristo, ungiéndolo con óleo de alegría, para que, ofreciéndose a sí mismo, como víctima perfecta y pacificadora en el altar de la cruz, consumara el misterio de la redención humana y, sometiendo a su poder la creación entera, entregara a tu majestad infinita un reino eterno y universal: el reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz.
Por eso, con los ángeles y arcángeles, tronos y dominaciones, y con todos los coros celestiales, cantamos sin cesar el himno de tu gloria:

Vere dignum et iustum est, aequum et salutáre, nos tibi semper et ubíque grátias ágere: Dómine, sancte Pater, omnípotens aetérne Deus:
Qui Unigénitum Fílium tuum, Dóminum nostrum Iesum Christum, Sacerdótem aetérnum et universórum Regem, óleo exsultatiónis unxísti: ut, seípsum in ara crucis hóstiam immaculátam et pacíficam ófferens, redemptiónis humánae sacraménta perágeret: et, suo subiéctis império ómnibus creatúris, aetérnum et universále regnum imménsae tuae tráderet maiestáti: regnum veritátis et vitae; regnum sanctitátis et grátiae; regnum iustítiae, amóris et pacis.
Et ídeo cum Angelis et Archángelis, cum Thronis et Dominatiónibus, cumque omni milítia caeléstis exércitus, hymnum glóriae tuae cánimus, sine fine dicéntes:

R. Santo, Santo, Santo...

PLEGARIA EUCARÍSTICA III

Antífona de comunión Sal 28, 10-11

El Señor se sienta como rey eterno, el Señor bendice a su pueblo con la paz.
Sedébit Dóminus Rex in aetérnum; Dóminus benedícet pópulo suo in pace.

Oración después de la comunión
Después de recibir el alimento de la inmortalidad, te pedimos, Señor, que quienes nos gloriamos de obedecer los mandatos de Cristo, Rey del universo, podamos vivir eternamente con él en el reino del cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Immortalitátis alimóniam consecúti, quaesumus, Dómine, ut, qui Christi Regis universórum gloriámur obodíre mandátis, cum ipso in caelésti regno sine fine vívere valeámus. Qui vivit et regnat in saecula saeculórum.

MARTIROLOGIO

Elogios del 21 de noviembre
Memoria de la Presentación de santa María Virgen. Al día siguiente de la dedicación de la basílica de Santa María la Nueva, construida junto al muro del antiguo templo de Jerusalén, se celebra la dedicación que de sí misma hizo a Dios la futura Madre del Señor, movida por el Espíritu Santo, de cuya gracia estaba llena desde su Concepción Inmaculada.
2. Conmemoración de san Rufo, de quien el bienaventurado apóstol Pablo, en su carta a los Romanos, dice que fue un elegido del Señor. (s. I)
3. En la localidad de Porec, en la región de Istria, en la actual Croacia, san Marino, obispo y mártir (c. s. IV).
4. En Cesarea de Palestina, hoy en Israel, san Agapio, mártir, que martirizado con frecuencia, pero siempre reservado para mayores pruebas, en presencia del mismo emperador Maximino, durante los juegos del anfiteatro, fue entregado a un oso para que lo devorara y como aún quedó con vida, al día siguiente le ataron piedras a los pies y lo echaron al mar. (306)
5. Junto a la basílica de San Pedro, en Roma, san Gelasio I, papa, esclarecido por su doctrina y santidad, el cual, para que la autoridad imperial no perjudicara la unidad de la Iglesia, aclaró a fondo las características propias de las dos potestades y su mutua independencia. Movido por su caridad sin medida y las necesidades de los indigentes, murió en la más extrema pobreza. (496)
6. En Cesana, en la región de Flaminia, actual Emilia-Romaña, en Italia, san Mauro, obispo(946)
7*. En Roma, beata María de Jesús Buen Pastor (Francisca) de Siedliska, virgen, que abandonó Polonia por problemas con los gobernantes y, al servicio de los emigrantes de su patria, fundó el Instituto de Misioneras Hijas de la Sagrada Familia de Nazaret. (1902)
- Beata Clelia Merloni (1861- Roma, Italia 1930). Fundadora del Instituto de los Apóstoles del Sagrado Corazón de Jesús.

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