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miércoles, 30 de octubre de 2019

Plegaria Eucarística Niños III.


Misal Romano (3ª edición).

Apéndice V

PLEGARIAS EUCARÍSTICAS PARA LAS MISAS CON NIÑOS

1. El uso de estas plegarias eucarísticas debe tender siempre a que los niños se vayan introduciendo progresivamente en la participación activa y consciente en las misas habituales de toda la comunidad cristiana.

2. Por ello el uso de estas plegarias está limitado a las misas con niños, salvo siempre el derecho del Obispo, que puede autorizarías en aquellas misas en las que la presencia de los niños, sin ser exclusiva, es, con todo, muy relevante (Cf. Directorio para las misas con niños, núm, 19). El uso de estas plegarias puede ser especialmente aconsejable en las misas de las catequesis, en las celebradas en las escuelas y, sobre todo, en las de primera comunión.

3. Esta finalidad de introducir a los niños en la celebración de toda la familia cristiana es la razón por la cual no conviene que se modifiquen en estas plegarias las expresiones más comunes, como son el diálogo del prefacio, el canto del Santo (salvo lo que se dice con referencia al Santo en la Plegaria 1) y sobre todo las palabras de la consagración.

4. La participación más activa de los niños en la Eucaristía aconseja que, en algunas ocasiones, se aumente el número de las aclamaciones en el interior de la plegaria; con todo, hay que velar para que no se pierda en la celebración el carácter presidencial de la oración eucarística.

5. Para que los niños descubran con mayor facilidad que el sacerdote que preside la celebración representa a Jesucristo, no resulta ni pedagógico ni aconsejable en estas misas la concelebración. Si, con todo, on algún caso concreto parece conveniente la con-celebración, ha de velarse el modo especial en que los celebrantes observen la norma de pronunciar la plegaria eucarística -sobre todo las palabras de la consagración-en voz secreta. Por esta misma razón es mejor no usar en estas misas la posibilidad -siempre facultativa (Cf Ord. Gen. Misal romano, núms. 172, 181, 185 y 189)- de distribuir entre los concelebrantes las diversas intercesiones.

PLEGARIA EUCARÍSTICA PARA LA MISA CON NIÑOS III

8. Esta plegaria eucarística está especialmente indicada para subrayar ante los niños las diversas facetas del año litúrgico; por ello algunas de sus partes varían según los diversos tiempos del año litúrgico.

9. En esta plegaria se repite tres veces, después de la consagración, la misma aclamación, a fin de que, con esta repetición, quede subrayado ante los niños el carácter laudatorio de toda la plegaria eucarística.

PLEGARIA EUCARÍSTICA PARA LA MISA CON NIÑOS III

V. El Señor esté con vosotros.
R. Y con tu espíritu.
V. Levantemos el corazón.
R. Lo tenemos levantado hacia el Señor.
V. Demos gracias al Señor, nuestro Dios.
R. Es justo y necesario.

El sacerdote, con las manos extendidas, continúa según los diversos tiempos del año litúrgico.

A. Tiempo ordinario:
Te damos gracias, Señor.
Tú nos has creado
para que vivamos para ti
y nos amemos los unos a los otros.
Tú quieres que nos miremos y dialoguemos como hermanos,
de manera que podamos compartir
las cosas buenas y también las difíciles.*

B. Tiempo de Adviento:
Te damos gracias, Señor.
Tú nos has creado
para que podamos conocerte, amarte
y vivir siempre contigo.
Muchas veces has ofrecido a los hombres tu amistad
y por medio de los profetas
nos has enseñado a esperar en tus promesas.
Cuando llegó el tiempo,
que tu pueblo había deseado tanto,
nos mandaste a tu único Hijo
como hermano mayor de nuestra familia,
para que todos pudiéramos vivir como amigos tuyos.
Cuando él vuelva al fin del mundo
nos invitará a la fiesta de la vida
en la felicidad de su casa.*

C. Tiempo de Navidad:
Te damos gracias, Señor,
porque en tu amor creaste el mundo
y no abandonaste en el mal
a los hombres que habían pecado,
sino que viniste a su encuentro.
Ahora nos has mandado a tu querido Hijo Jesús,
como luz que resplandece en las tinieblas.
Él era rico y se hizo pobre por nosotros,
para que nosotros fuéramos ricos con su amor.*

D. Tiempo de Cuaresma:
Te damos gracias, Señor,
porque haces cosas maravillosas
para darnos a conocer lo bueno que eres.
No sólo a los buenos sino también a los malos
les concedes días repletos de flores, de frutos
y de muchas cosas buenas,
para que las admiremos
y juntos gocemos de ellas.
Como Padre bueno tienes paciencia
con los que caen en el pecado
y esperas que se conviertan y sean mejores.*

E. Cincuentena pascual:
Te damos gracias, Señor,
porque tú eres el Dios de los vivientes,
que nos llamas a la vida
y quieres que gocemos de una felicidad eterna.
Tú has resucitado a Jesucristo
de entre los muertos,
el primero entre todos,
y le has dado una vida nueva.
A nosotros nos has prometido lo mismo:
una vida sin fin, sin penas ni dolores.*

*Por eso, Padre, estamos contentos y te damos gracias.
Nos unimos a todos los que creen en ti,
y con los santos y los ángeles
te cantamos con gozo:
Todos aclaman:
Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios del Universo.
Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria.
Hosanna en el cielo.
Bendito el que viene en nombre del Señor.
Hosanna en el cielo.

El sacerdote, con las manos extendidas, dice:
Señor, tú eres santo.
Tú eres siempre bueno con nosotros
y misericordioso con todos.
Te damos gracias, sobre todo, por tu Hijo Jesucristo.

Y continúa según los diversos tiempos del año litúrgico.

A. Tiempo ordinario:
Él quiso venir al mundo
porque los hombres se habían separado de ti
y no lograban entenderse.
Él nos abrió los ojos
para que veamos que todos somos hermanos
y que tú eres el Padre de todos.

B. Tiempo de Adviento:
Él es tu Palabra que nos mantiene despiertos;
y en las cosas pequeñas y en las grandes
nos ayuda a descubrir
las pruebas de tu amor
y la alegría que viene de ti.*

C. Tiempo de Navidad:
Él es la verdadera luz del mundo,
que ha venido a iluminar
a todos los que lo buscan sinceramente.
Él es el Príncipe de la paz,
que nos hace renacer como hijos de Dios,
portadores de paz entre los hombres.
Él es Dios con nosotros,
que quiere que experimentemos ya desde este mundo
lo que será la alegría eterna del cielo.*

D. Tiempo de Cuaresma:
Él llama a todos los hombres
para que se conviertan y crean en el Evangelio.
Ofreciendo su vida en la cruz
nos ha librado del pecado y de la muerte
y nos ha dado un corazón nuevo
para que vivamos como él.*

E. Cincuentena pascual:
Él nos anunció la vida
que viviremos junto a ti
en la luz y en la eternidad;
nos enseñó también el camino de esa vida,
camino que hay que andar en el amor
y que él recorrió primero.*

Y prosigue:
* Él nos reúne ahora en torno a esta mesa,
porque quiere que hagamos
lo mismo que él hizo en la Ultima Cena.

Junta las manos y, manteniéndolas extendidas sobre las ofrendas, dice:
Padre bueno,
envía tu Espíritu para santificar este pan y este vino,
Junta las manos y traza el signo de la cruz sobre el pan y el cáliz conjuntamente, diciendo:
de manera que se conviertan
en el Cuerpo + y la Sangre de tu Hijo Jesucristo.
Junta las manos.

En las fórmulas que siguen, las palabras del Señor han de pronunciarse con claridad, y con precisión, como lo requiere la naturaleza de éstas.
Porque Jesús, antes de morir por nosotros,
mientras estaba cenando por última vez con sus discípulos,
Toma el pan y, sosteniéndolo un poco elevado sobre el altar, prosigue:
tomó el pan,
te dio gracias,
lo partió
y se lo dio, diciendo:
Se inclina un poco.
TOMAD Y COMED TODOS DE ÉL,
PORQUE ESTO ES MI CUERPO,
QUE SERÁ ENTREGADO POR VOSOTROS.
Muestra el pan consagrado al pueblo, lo deposita luego sobre la patena y lo adora haciendo genuflexión.

Después prosigue:
Del mismo modo,
Toma el cáliz y, sosteniéndolo un poco elevado sobre el altar, prosigue:
tomó el cáliz lleno de vino,
te dio gracias de nuevo
y lo pasó a sus discípulos, diciendo:
Se inclina un poco.
TOMAD Y BEBED TODOS DE ÉL,
PORQUE ÉSTE ES EL CÁLIZ DE MI SANGRE,
SANGRE DE LA ALIANZA NUEVA Y ETERNA,
QUE SERÁ DERRAMADA
POR VOSOTROS Y POR MUCHOS
PARA EL PERDÓN DE LOS PECADOS.
Y les dijo también:
HACED ESTO EN CONMEMORACIÓN MÍA.
Muestra el cáliz al pueblo, lo deposita luego sobre el corporal y lo adora haciendo genuflexión.

Después el sacerdote, con las manos extendidas, dice:
Por eso, Padre Santo,
estamos reunidos delante de ti
y recordamos llenos de alegría
todo lo que Jesús hizo para salvarnos.
En este santo sacrificio,
que él mismo entregó a la Iglesia,
celebramos su muerte y su Resurrección.
Padre, que estás en el cielo,
te pedimos que nos recibas a nosotros
con tu Hijo querido.
Él aceptó libremente la muerte por nosotros,
pero tú lo resucitaste.
Por eso, llenos de alegría, te cantamos:
Todos aclaman:
Señor, tú eres bueno,
te alabamos,
te damos gracias.

El sacerdote, con las manos extendidas, prosigue:
Él vive ahora junto a ti
y está también con nosotros.
Todos aclaman:
Señor, tú eres bueno,
te alabamos,
te damos gracias.

El sacerdote, con las manos extendidas, prosigue:
Él vendrá lleno de gloria al fin del mundo
y en su reino no habrá ya pobreza ni dolor,
nadie estará triste, nadie tendrá que llorar.
Todos aclaman:
Señor, tú eres bueno,
te alabamos,
te damos gracias.

El sacerdote, con las manos extendidas, prosigue:
Padre Santo, tú nos has llamado a esta mesa,
para que en la alegría del Espíritu Santo,
comamos el Cuerpo de tu Hijo.
Haz que este Pan de vida eterna
nos dé fuerza y nos ayude a servirte cada día mejor.
Acuérdate, Señor, del santo Padre, el Papa N.,
de nuestro Obispo N.,
[Aquí se ha ce mención del obispo coadjutor o de los obispos auxiliares: Del obispo coadjutor (auxiliar) N., o bien: y sus obispos auxiliares,. El obispo, cuando celebra en su diócesis, dice: de mi, indigno siervo tuyo. O bien, cuando celebra un obispo que no es el ordinario diocesano, dice: de mi hermano N., obispo de esta Iglesia de N., de mi, indigno siervo tuyo,]
y de todos los Obispos.

Y continúa según los diversos tiempos del año litúrgico.

A. Tiempo ordinario:
Ayuda a todos los que creemos en Cristo,
para que trabajemos por la paz del mundo
y sepamos comunicar a los demás nuestra alegría.*

B. Tiempo de Adviento:
Da a tus hijos la gracia de hacerlo todo bien,
incluso las cosas pequeñas de cada día,
y de disponemos así para recibir a Jesús que se acerca.*

C. Tiempo de Navidad:
Haz que tus hijos te den gloria en el cielo
y trabajen para que haya paz en la tierra
entre los hombres que tú amas.*

D. Tiempo de Cuaresma:
Concede a tus hijos la gracia
de hacer cada día las cosas que a ti te gustan,
para que así seamos luz del mundo
y ejemplo de bondad ante todos nuestros hermanos.*

E. Cincuentena pascual:
Llena los corazones de tus hijos
con la alegría de la Pascua,
para que la anuncien a todos los hombres que viven tristes.*

Y prosigue:
* Acuérdate también de nuestros hermanos que han muerto,
admítelos a contemplar la luz de tu rostro;
y concédenos que todos, un día,
junto con Cristo,
con María, la Madre de Jesús,
y todos los santos,
vivamos contigo en el cielo para siempre.
Junta las manos.
Toma la patena, con el pan consagrado, y el cáliz y, sosteniéndolos elevados, dice:
Por Cristo, con él y en él,
a ti, Dios Padre omnipotente,
en la unidad del Espíritu Santo,
todo honor y toda gloria
por los siglos de los siglos.
Todos aclaman:
Amén.

Después sigue el rito de comunión.

TEXTO LATINO
1.
V. Dóminus vobíscum.
R. Et cum spíritu tuo.
V. Sursum corda.
R. Habémus ad Dóminum.
V. Grátias agámus Dómino Deo nostro.
R. Dignum et iustum est.

*Grátias ágimus tibi, Deus, qui nos creásti, ut tibi viverémus, nos ínvicem fratérne diligéntes. Tuum est munus quod mútuo contuéntes et colloquéntes, cuncta quae bona sunt, cuncta quae áspera, inter nos partíri valeámus.*
Tempore paschali sacerdos dicit:
*Quia tu es Deus vivéntium, qui nos ad vitam vocásti et vis, ut felicitáte aetérna fruámur. Primum quidem e nobis Iesum Christum suscitásti a mórtuis novámque ei vitam donásti. Idem es nobis pollícitus vitam sine término, sine misériis, sine dolóribus. *

De hoc, Pater, gavísi, et grátias referéntes, cum ómnibus, qui in te credunt, et cum Sanctis et Angelis confitémur in exsultatióne dicéntes:
Omnes acclamant:
Sanctus, Sanctus, Sanctus Dóminus Deus Sábaoth. Pleni sunt caeli et terra glória tua. Hosánna in excélsis. Benedíctus qui venit in nómine Dómini. Hosánna in excélsis.

2. Sacerdos, manibus extensis, prosequitur:
Vere sanctus es, Dómine, et erga nos omnes benígnus, cunctísque homínibus cleméntiam tuam osténdis. Tibi grátias ágimus, imprímis pro Fílio tuo Iesu Christo.

*Qui in mundum veníre dignátus est, quia dereliquérunt te hómines propter peccátum neque ámplius inter se eórum conséntiunt ánimi. Ipse óculos nostros et aures apéruit, ut te Patrem ómnium nostrum agnoscerémus et nos alterútrum diligerémus. *
Tempore paschali sacerdos dicit:
*Ipse nobis vitae núntium áttulit in splendóribus tuis apud te sine fine ducéndae, et illíus vitae viam nobis osténdit gréssibus amóris percurréndam, in qua nos ipse praecéssit. *

Nunc autem Christus ad unam nos cóngregat mensam, volens ut faciámus, quod ipse ántea fecit.
Iungit manus, easque expansas super oblata tenens, dicit:
Pater óptime, haec dona panis et vini per virtútem Sancti Spíritus sanctificáre dignéris,
Iungit manus et signat semel super patenam et calicem simul, dicens:
ut nobis fiant Corpus et + Sanguis Fílii tui Iesu Christi.
Iungit manus.

3. In formulis quae sequuntur, verba Domini proferantur distincte et aperte, prouti natura eorundem verborum requirit.
Véspere enim illo, priúsquam propter nos mortem subíret, cum discípulis suis postrémum discúmbens,
accipit panem, eumque parum elevatum super altare tenens, prosequitur:
accépit panem, grátias egit, fregit dedítque eis dicens:
Parum se inclinat.
ACCÍPITE ET MANDUCÁTE EX HOC OMNES:
HOC EST ENIM CORPUS MEUM,
QUOD PRO VOBIS TRADÉTUR.
Hostiam consecratam ostendit participantibus, reponit super patenam et genuflexus adorat.

4. Postea prosequitur.
Simíliter,
Deinde accipit calicem, eumque parum elevatum super altare tenens, prosequitur:
accípiens cálicem, vino replétum, grátias egit, dedítque discípulis suis dicens:
Parum se inclinat.
ACCÍPITE ET BÍBITE EX EO OMNES:
HIC EST ENIM CALIX SÁNGUINIS MEI NOVI ET AETÉRNI TESTAMÉNTI,
QUI PRO VOBIS ET PRO MULTIS
EFFUNDÉTUR IN REMISSIÓNEM PECCATÓRUM.
 Deínde dixit ad eos: hoc fácite in meam commemoratiónem.
Calicem ostendit participantibus, deponit super corporale, et genuflexus adorat.

5. Deinde sacerdos, extensis manibus, dicit:
Mystérium fídei.
Omnes acclamant:
Christum, qui mórtuus est pro nobis et resurréxit, exspectámus veniéntem in glória.
Vel:
Mortem tuam annuntiámus, Dómine, et tuam resurrectiónem confitémur, donec vénias.
Vel:
Quotiescúmque manducámus panem hunc et cálicem bíbimus, mortem tuam annuntiámus, Dómine, donec vénias.
Vel:
Salvátor mundi, salva nos, qui per crucem et resurrectiónem tuam liberásti nos.

6. Postea, extensis manibus, sacerdos dicit:
Quaprópter hic, Pater sancte, tibi astámus, cum gáudio mémores eórum, quae Iesus Christus pro salúte nostra est operátus. In hoc sancto sacrifício, quod ipse Ecclésiae suae commísit, mortem eius ac resurrectiónem recólimus. Pater sancte, qui es in caelis, nos súscipe, quaésumus, una cum Fílio tuo dilécto. Ipse mortem voluntárie pro nobis sustínuit. Tu autem eum resuscitásti; unde acclamémus:
Omnes acclamant:
Te Deum, qui bonus es, laudámus; tibi grátias ágimus.
Sacerdos, extensis manibus, prosequitur:
Qui cum apud te semper vivit, tamen nobíscum conversátur.
Omnes acclamant:
Te Deum, qui bonus es, laudámus; tibi grátias ágimus.
Sacerdos, extensis manibus, prosequitur:
In fine autem ventúrus est cum glória, in cuius Regno non ámplius erit, qui miséria affligátur, qui lacrimétur, qui tristítiam hábeat, nec peccátum nec mors ultra dominabúntur.
Omnes acclamant:
Te Deum, qui bonus es, laudámus; tibi grátias ágimus.
Sacerdos, extensis manibus, prosequitur:
Pater sancte, qui nos vocásti, ut de hac mensa in laetítia Corpus Christi sumerémus, tríbue, quaesumus, ut huius cibi virtúte roboráti, tibi magis magísque placeámus, et per communiónem Spíritus Sancti unum corpus in caritáte fiámus. Recordáre, Dómine, Papae nostri N., Epíscopi nostri N., (*) et ceterórum Episcopórum.

*Adiuva cunctos Christi discípulos, ut pacem concílient aliísque laetítiae donum impértiant. *
Tempore paschali sacerdos dicit:
*Fac ut corda fidélium paschálibus gáudiis repleántur, et hanc laetítiam ad cunctos pérferant hómines, qui tristítiam habent. *

Nobis ómnibus concéde, ut cum beáta Vírgine María, Matre Dei, cum Sancto N. et univérsis Sanctis, apud Christum in caeléstibus quondam habitémus, et apud te simus cum illo in sempitérnum.

7. Iungit manus, accipit patenam cum hostia et calicem, et utrumque elevans, solus sacerdos dicit:
Per ipsum, et cum ipso, et in ipso, est tibi Deo Patri omnipoténti in unitáte Spíritus Sancti, omnis honor et glória per ómnia saecula saeculórum.
Omnes acclamant:
Amen.

martes, 29 de octubre de 2019

San Pablo VI, Alocución en la apertura de la Segunda sesión del Concilio Vaticano II (29-septiembre-1963).

SOLEMNE APERTURA DE LA SEGUNDA SESIÓN DEL CONCILIO ECUMÉNICO VATICANO II
ALOCUCIÓN DE SU SANTIDAD PABLO VI

Domingo 29 de septiembre de 1963

Os saludamos, hermanos amadísimos en Cristo, a quienes Nos hemos convocado de todas las partes del mundo donde la santa Iglesia católica ha llegado a implantar su jerarquía. Os saludamos a cuantos, acogiendo nuestra invitación, habéis acudido a celebrar juntamente con Nos la segunda sesión del Concilio Ecuménico Vaticano II que hoy, bajo la égida del arcángel San Miguel, celeste protector del pueblo de Dios, tenemos la dicha de inaugurar.

En verdad que cuadra a esta solemne y fraterna asamblea, en la que se reúnen el Oriente y el Occidente, las latitudes septentrionales y las meridionales, el profético nombre de “Ecclesia”, es decir, congregación, convocación. En verdad que, de una manera nueva, se cumple la palabra que en este momento nos viene a la memoria: “Por toda la tierra resonó la voz y hasta los últimos confines de la habitada tierra llegó el mensaje” (cf. Rm 10, 18; Ps18, 5). En verdad que un misterio de unidad resplandece sobre otro misterio de catolicidad; y este espectáculo de universalidad evoca el origen apostólico que, fidelísimamente reflejado y celebrado, evoca a su vez la finalidad santificadora de nuestra queridísima Iglesia de Dios. Refulgen sus notas características, el rostro de la Esposa de Cristo resplandece, nuestros ánimos se embriagan con aquella conocidísima, pero siempre arcana experiencia, que nos hace sentirnos Cuerpo místico de Cristo y gustar el gozo incomparable y todavía ignorado por el mundo profano del “quam iucundum habitare fratres in unum” (Ps 132, 1). No es inútil acoger en nuestros espíritus, desde este primer momento, la advertencia del fenómeno humano y divino que estamos llevando a cabo: aquí otra vez, como el nuevo cenáculo, que resulta estrecho no por las dimensiones amplísimas de su mole, sino por la multitud de cuantos en él están reunidos; aquí, con la asistencia segura desde el cielo de la Virgen Madre de Cristo; aquí, hermanos, en torno al último de los sucesores de Pedro en el tiempo y en el mérito, pero idéntico al primer apóstol en la autoridad y en la misión, congregados como los apóstoles, pues lo sois, originarios del colegio apostólico y sus auténticos continuadores; aquí, juntamente orando y juntamente unificados por una misma fe y una misma caridad; aquí, disfrutaremos del carisma del Espíritu Santo que no dejará de estar presente, animando, enseñando, fortaleciendo; aquí todas las lenguas serán una sola voz, y una sola voz será el mensaje al universo entero; aquí llega con paso franco, después casi veinte siglos de camino, la Iglesia peregrina, aquí, en la fuente que apaga toda sed y despierta toda sed nueva, se restaura todo junto el escuadrón apostólico esparcido por el mundo y de aquí volverá a emprender confiadamente el camino en el mundo y en el tiempo hacia la meta que está más allá de la tierra y más allá del siglo.

¡Os saludamos, hermanos! Así os acoge el más pequeño de entre vosotros, el siervo de los siervos de Dios por más que esté cargado con las llaves supremas entregadas a Pedro por Cristo Señor nuestro; así os agradece la prueba de obediencia y de la confianza que vuestra presencia le trae; así os demuestra con hechos su voluntad de orar con vosotros, de dialogar con vosotros, de deliberar con vosotros y de trabajar con vosotros. ¡Oh!, el Señor Nos es testigo cuando desde este momento inicial de la segunda sesión del gran Sínodo os decimos que no hay en nuestro ánimo ningún propósito de humano dominio, celos algunos de poder exclusivo, sino tan sólo deseo y voluntad de ejercitar el divino mandato que entre vosotros y de vosotros, hermanos, nos hace Pastor supremo, y que de vosotros demanda lo que constituye su gozo y su corona, la “comunión de los santos”, vuestra fidelidad, vuestra adhesión, vuestra colaboración; y a vosotros os ofrece, en cambio, lo que más le regocija dar: su veneración, su estima, su confianza y su caridad.

Era pensamiento nuestro, como una sagrada costumbre nos lo prescribe, enviaros a todos vosotros nuestra primera Carta Encíclica; pero, ¿para qué, Nos hemos dicho, confiar al escrito lo que, gracias a una felicísima y singularísima ocasión —es decir, gracias a este Concilio Ecuménico— podemos manifestar de viva voz? Es cierto que no podemos decir ahora de palabra todo lo que tenemos en el corazón y que por escrito es más fácil expresar. Pero valga, por esta vez la presente alocución como preludio no solamente de este Concilio, sino también de nuestro Pontificado. Sustituya la palabra viva a la Carta Encíclica que, Dios mediante, transcurridos estos días laboriosos, esperamos más adelante dirigiros.

Así, pues, después de haberos saludado, Nos presentamos a vosotros. Somos, en efecto, nuevos en el oficio pontifical que estamos ejercitando, o, por mejor decir, inaugurando. Sabéis, efectivamente, que el Sagrado Colegio cardenalicio aquí presente, al que queremos honrar una vez más con nuestro cordial respeto, no mirando a nuestros desmerecimientos y a nuestra pequeñez, el día 21 de junio pasado, día por feliz coincidencia dedicado este año a la fiesta del Corazón santísimo de Cristo, nos ha querido elegir para la sede episcopal de Roma, y, por tanto, para el sumo pontificado de la Iglesia universal.

Evocación de Juan XXIII

No podemos recordar este suceso sin acordarnos de nuestro Predecesor, de feliz e inmortal memoria, de Nos amadísimo, Juan XXIII. Su nombre evoca en Nos, y ciertamente en cuantos tuvisteis la dicha de verle, aquí en este mismo sitio, su amable y majestuosa figura, cuando abría, el 11 de octubre del pasado año, la primera sesión de este Concilio Ecuménico Vaticano segundo y pronunciaba aquel discurso, que pareció a la Iglesia y al mundo la voz profética para nuestro siglo y que todavía resuena en nuestra memoria y en nuestra conciencia para trazar al Concilio el camino que ha de recorrer y liberar nuestros ánimos de toda duda, de todo cansancio que en este recorrido nada fácil nos pudiera sorprender. ¡Oh, querido y venerado Papa Juan, gracias y alabanzas sean dadas a ti, que por divina inspiración, como creemos, quisiste y convocaste este Concilio a fin de abrir a la Iglesia nuevos derroteros y hacer brotar sobre la tierra nuevas venas de aguas escondidas y fresquísimas de la doctrina y de la gracia de Cristo Señor. Tú solo, sin que te moviese algún estímulo terrenal o alguna particular circunstancia apremiante, sino como adivinando los celestes designios y penetrando en las oscuras y atormentadas necesidades de la Edad Moderna, has unido el hilo interrumpido del Concilio Vaticano primero, y has deshecho, sin dificultad, la desconfianza, sin razón, que en algunos nacía de la idea de que ya bastaban los supremos poderes reconocidos como dados por Cristo al Romano Pontífice para gobernar y vivificar la Iglesia; has llamado a tus hermanos sucesores de los Apóstoles no sólo para que continúen el estudio interrumpido y la legislación pendientes, sino para que sintiéndose unidos con el Papa en un cuerpo unitario, sean confortados por él y por él dirigidos “para que el depósito de la doctrina cristiana se conserve y exponga de un modo más eficaz” (AAS 1962, pág. 790). Pero tú, señalando así el fin más alto del Concilio, le has añadido una finalidad más urgente y actualmente más provechosa, la finalidad pastoral, cuando afirmabas: “Ni nuestra obra mira como fin principal el que se discutan algunos puntos principales de la doctrina de la Iglesia...”, sino más bien “el que se investigue y se exponga de la manera que requieren nuestros tiempos” íbid., 791-792). Has reavivado en la conciencia del magisterio eclesiástico la persuasión de que la doctrina cristiana no debe ser solamente una verdad capaz de impulsar al estudio teórico sino palabra creadora de vida y de acción, y que no sólo se debe limitar la disciplina de la fe a condenar los errores que la perjudican, sino que se debe extender a proclamar las enseñanzas positivas y vitales que la fecundan. El oficio del magisterio eclesiástico, ni sólo especulativo ni sólo negativo, debe manifestar con preferencia en este Concilio la virtud vivificante del mensaje de Cristo, que dijo: “Las palabras que yo os he dicho son espíritu y vida” (Jn 6, 63). Por esto no olvidaremos las normas que tú, primer Padre de este Concilio, le has trazado sabiamente y que gustosamente vamos a repetir ahora:

“... Nuestro deber no es sólo custodiar este tesoro precioso —el de la doctrina católica—, como si únicamente nos ocupásemos de la antigüedad, sino también dedicarnos con voluntad diligente, sin temores, a la labor que exige nuestro tiempo, prosiguiendo el camino que la Iglesia recorre desde hace veinte siglos. Ni nuestra obra mira como fin principal el que se discutan algunos puntos principales de la doctrina de la Iglesia...; hay que buscar aquellas formas de exponerla que más se adapten al magisterio cuyo carácter es prevalentemente pastoral” (AAS 1962, 791-792).

Ni dejaremos a un lado el gran problema de la unificación en un solo redil de cuantos creen en Cristo y ansían ser miembros de su Iglesia, que tú, Juan, has señalado como la casa del padre abierta a todos, de tal forma, que el desarrollo de esta sesión del Concilio promovido e inaugurado por ti, proceda fiel y coherente por los caminos que tú le has trazado y pueda, con la ayuda de Dios, alcanzar las metas que tan ardientemente deseaste y esperaste.

Metas de nuestro camino

Volvemos, pues, hermanos, a emprender el camino. Este sencillo propósito trae a nuestro ánimo otro pensamiento tan importante y tan luminoso que nos obliga a comunicarlo a esta asamblea, aun cuando ya está informada e ilustrada sobre él.

Hermanos, ¿de dónde arranca nuestro viaje? ¿Qué ruta pretende recorrer si ponemos la atención, más que en las indicaciones prácticas hace un momento recordadas, en las normas divinas a las que debe obedecer? ¿Y qué meta, hermanos, deberá fijarse nuestro itinerario, de modo que se asiente, sí, sobre el plano de la historia terrena, en el tiempo y en el modo de esta nuestra vida presente, pero que se oriente también al límite final y supremo que estamos seguros no puede faltar al término de nuestra peregrinación?

Estas tres preguntas sencillísimas y capitales, tienen, como bien sabemos, una sola respuesta, que aquí, en esta hora, debemos darnos a nosotros mismos, y anunciarla al mundo que nos rodea: ¡Cristo! Cristo, nuestro principio; Cristo, nuestra vida y nuestro guía; Cristo, nuestra esperanza y nuestro término.

Que preste este Concilio plena atención a la relación múltiple y única, firme y estimulante, misteriosa y clarísima, que nos apremia y nos hace dichosos, entre nosotros y Jesús bendito, entre esta santa y viva Iglesia, que somos nosotros, y Cristo, del cual venimos, por el cual vivimos y al cual vamos. Que no se cierna sobre esta reunión otra luz si no es Cristo, luz del mundo; que ninguna otra verdad atraiga nuestros ánimos fuera de las palabras del Señor, único Maestro; que ninguna otra aspiración nos anime si no es el deseo de serle absolutamente fieles; que ninguna otra esperanza nos sostenga sino aquella que conforta, mediante su palabra, nuestra angustiosa debilidad: “Y he aquí que Yo estoy con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos” (Mt 28, 20).

¡Ojalá fuésemos capaces en esta hora de elevar a nuestro Señor Jesucristo una voz digna de Él! Diremos con la de la sagrada liturgia: “Solamente te conocemos a Ti, Cristo; — a Ti con alma sencilla y pura — llorando y cantando te buscamos; — Mira nuestros sentimientos!” (Himno ad Laudes, feria VI). Y al clamar así, nos parece que se presenta Él mismo a nuestros ojos, extasiados y atónitos, en la majestad propia del Pantocrátor de vuestras basílicas, hermanos de las Iglesias orientales, y también de las occidentales: Nos nos vemos representados en el humildísimo adorador, nuestro Predecesor Honorio III, que aparece en el espléndido mosaico del ábside de la basílica de San Pablo, extramuros, pequeño y casi aniquilado, besando en tierra el pie de Cristo, de enormes dimensiones, el cual, en actitud de maestro soberano domina y bendice a la asamblea reunida en la misma basílica, es decir, a la Iglesia. Nos parece que la escena se repite, aquí, pero no ya en una imagen diseñada o pintada, sino más bien en una realidad histórica y humana que reconoce en Cristo la fuente de la humanidad redimida, de su Iglesia y en la Iglesia como su efluvio y continuación terrena, y al mismo tiempo misteriosa. De tal manera, que parece representarse a nuestro espíritu la visión apocalíptica del Apóstol: “Y me mostró el río de agua viva, resplandeciente del trono de Dios y del Cordero” (Ap 22, 1).

Es conveniente, a nuestro juicio, que este Concilio arranque de esta visión, más aún, de esta mística celebración, que confiesa que Él, nuestro Señor Jesucristo, es el Verbo Encarnado, el Hijo de Dios y el hijo del Hombre, el Mesías del mundo, esto es, la esperanza de la humanidad y su único supremo Maestro. Él el Pastor, Él el Pan de la vida, Él nuestro Pontífice y nuestra Víctima. Él el único Mediador entre Dios y los hombres, Él el Salvador de la tierra, Él el que ha de venir Rey del siglo eterno; visión que declara que nosotros somos sus llamados, sus discípulos, sus apóstoles, sus testigos, sus ministros, sus representantes, y junto con los demás fieles, sus miembros vivos, entrelazados en el inmenso y único Cuerpo místico, que Él, mediante la fe y los sacramentos, se va formando en el sucederse de las generaciones humanas, su Iglesia, espiritual y visible, fraterna y jerárquica, temporal hoy y mañana eterna.

Si nosotros, venerables hermanos, colocamos delante de nuestro espíritu esta soberana concepción que Cristo es nuestro Fundador, nuestra Cabeza, invisible pero real, y que nosotros lo recibimos todo de Él; que formamos con Él el “Cristo total” del que habla San Agustín y del que está penetrada toda la teología de la Iglesia, podremos comprender mejor los fines principales de este Concilio, que, por razones de brevedad y de mejor inteligencia, reduciremos a cuatro puntos: el conocimiento, o si se prefiere de otro modo, la conciencia de la Iglesia, su reforma, la reconstrucción de la unidad de todos los cristianos y el coloquio de la Iglesia con el mundo contemporáneo.

Necesidad y deber de que la Iglesia se defina mejor a sí misma

Está fuera de duda que es deseo, necesidad y deber de la Iglesia, que se dé finalmente una más meditada definición de sí misma. Todos nosotros recordamos las magníficas imágenes con que la Sagrada Escritura nos hace pensar en la naturaleza de la Iglesia, llamada frecuentemente el edificio construido por Cristo, la casa de Dios, el templo y tabernáculo de Dios, su pueblo, su rebaño, su viña, su campo, su ciudad, la columna de la verdad, y, por fin, la Esposa de Cristo, su Cuerpo místico. La misma riqueza de estas imágenes luminosas ha hecho desembocar la meditación de la Iglesia en un reconocimiento de sí misma como sociedad histórica, visible y jerárquicamente organizada pero vivificada misteriosamente. La célebre encíclica del Papa Pío XII, Mystici Corporis, ha respondido por una parte al anhelo que la Iglesia tenía de manifestarse por fin a sí misma con una doctrina completa, y ha estimulado, por otra, el deseo de dar de sí misma una definición más exhaustiva. Ya el Concilio Vaticano primero había señalado este tema y muchas causas externas concurrían a presentarlo al estudio religioso dentro y fuera de la Iglesia católica como el aumento de la sociabilidad de la civilización temporal, el desarrollo de las comunicaciones entre los hombres, la necesidad de enjuiciar las diversas denominaciones cristianas según la verdadera y unívoca concepción contenida en la revelación divina, etc.

No hay por qué extrañarse si después de veinte siglos de cristianismo y del gran desarrollo histórico y geográfico de la Iglesia católica y de las confesiones religiosas que llevan el nombre de Cristo y se honran con el de Iglesias, el concepto verdadero, profundo y completo de la Iglesia, como Cristo la fundó y los Apóstoles la comenzaron a construir, tiene todavía necesidad de ser enunciado con más exactitud. La Iglesia es misterio, es decir, realidad penetrada por la divina presencia y por esto siempre capaz de nuevas y más profundas investigaciones.

El entendimiento humano progresa. De una verdad conocida experimentalmente pasa a un conocimiento científico más racional, de una verdad cierta deduce lógicamente otra, y ante una realidad permanente y complicada se detiene a considerar ya un aspecto ya otro, dando lugar así al desarrollo de su actividad, que la Historia registra. Nos parece que ha llegado la hora en la que la verdad acerca de la Iglesia de Cristo debe ser estudiada, organizada y formulada, no, quizá, con los solemnes enunciados que se llaman definiciones dogmáticas, sino con declaraciones que dicen a la misma Iglesia con el magisterio más vario, pero no por eso menos explícito y autorizado, lo que ella piensa de sí misma. Es la conciencia de la Iglesia la que se aclara con la adhesión fidelísima a las palabras y al pensamiento de Cristo, con el recuerdo sagrado de la enseñanza autorizada de la tradición eclesiástica y con la docilidad a la iluminación interior del Espíritu Santo, que parece precisamente querer hoy de la Iglesia que haga todo lo posible para ser reconocida verdaderamente tal cual es.

Y creemos que en este Concilio Ecuménico el Espíritu de verdad encenderá en el cuerpo docente de la Iglesia una luz más radiante e inspirará una doctrina más completa sobre la naturaleza de la Iglesia de modo tal que la Esposa de Cristo en Él se refleje y en Él, con ardentísimo amor, quiera descubrir su propia imagen, aquella belleza que Él quiere resplandezca en ella.

Será, pues, para esto, tema principal de esta sesión del presente Concilio el que se refiere a la Iglesia misma y pretende estudiar su íntima esencia para darnos, en cuanto es posible al humano lenguaje, la definición que mejor nos instruya sobre la real y fundamental constitución de la Iglesia y nos muestre su múltiple y salvadora misión. La doctrina teológica puede obtener de aquí magníficos progresos que merecen atenta consideración por parte también de los hermanos separados, ya que como Nos ardientemente deseamos, les abre más fácilmente el camino hacia un consentimiento unitario.

Entre los varios problemas que presentará esta meditación a la que el Concilio se dispone será el primero el que se refiere a todos vosotros, venerables hermanos, como obispos de la Iglesia de Dios. Nos no vacilamos en deciros que aguardamos con viva expectación y sincera confianza este próximo estudio, que dejando a salvo las declaraciones dogmáticas del Concilio Vaticano primero sobre el Pontificado romano, deberá ahora profundizar la doctrina sobre el Episcopado, sobre sus funciones y sobre sus relaciones con Pedro, y nos ofrecerá ciertamente a Nos mismo los criterios doctrinales y prácticos por los que nuestro apostólico oficio, aunque dotado por Cristo de la plenitud y la suficiencia de potestad que vosotros conocéis, pueda ser mejor asistido y ayudado según las formas que se determinen con una más eficaz y responsable colaboración de nuestros amados y venerables hermanos en el Episcopado.

A tal declaración doctrinal deberá luego seguir la que se refiere a la variada composición del cuerpo visible y místico que es la Iglesia, militante y peregrina en el mundo, es decir, los sacerdotes, los religiosos y los fieles sin olvidar a los hermanos separados de nosotros llamados también ellos a la unión de manera plena y completa.

Nadie dejará de ver la importancia de semejante tarea doctrinal del Concilio, de donde la Iglesia puede sacar una luminosa, elevada y santificadora conciencia de sí misma. Quiera Dios que sean oídas nuestras esperanzas.

Esperanzas que también se vuelven hacia otro objetivo principalísimo de este Concilio, el de la así llamada reforma de la Santa Iglesia.

Aun este fin debería derivarse, a nuestro juicio, de nuestra conciencia de la relación que une a Cristo con su Iglesia. Decíamos que deseábamos que la Iglesia se reflejase en Él. Si alguna sombra o defecto al compararla con Él apareciese en el rostro de la Iglesia o sobre su veste nupcial, ¿qué debería hacer ella como por instinto, con todo valor? Esta claro: reformarse, corregirse y esforzarse por devolver a sí misma la conformidad con su divino modelo que constituye su deber fundamental.

Recordemos las palabras del Señor en su oración sacerdotal al aproximarse su inminente pasión: “Yo me santifico a Mí mismo para que ellos sean santificados en la verdad” (Jn 17, 19). El Concilio Ecuménico Vaticano segundo debe colocarse, a nuestro parecer, en este orden esencial querido por Cristo. Solamente después de esta obra de santificación interior la Iglesia podrá mostrar su rostro al mundo entero diciendo: el que me ve a mí, ve a Cristo, como Cristo había dicho de sí: “el que me ve a Mí, ve al Padre” (Jn 14, 9).

Decidido propósito de rejuvenecimiento y reforma

Bajo este aspecto el Concilio quiere ser un despertar primaveral de inmensas energías espirituales y morales latentes en el seno de la Iglesia. Se presenta como un decidido propósito de rejuvenecimiento no sólo de las fuerzas interiores, sino también de las normas que regulan sus estructuras canónicas y sus formas rituales. Es decir, el Concilio pretende dar o acrecentar a la Iglesia la hermosura de perfección y santidad que sólo la imitación de Cristo y la mística unión con Él, en el Espíritu Santo, le pueden conferir.

Sí, el Concilio tiende a una nueva reforma. Pero, atención: no es que al hablar así y expresar estos deseos reconozcamos que la Iglesia católica de hoy pueda ser acusada de infidelidad sustancial al pensamiento de su divino Fundador, sino que más bien el reconocimiento profundo de su fidelidad sustancial la llena de gratitud y humildad y le infunde el valor de corregirse de las imperfecciones que son propias de la humana debilidad. No es, pues, la reforma que pretende el Concilio, un cambio radical de la vida presente de la Iglesia, o bien una ruptura con la tradición en lo que ésta tiene de esencial y digno de veneración, sino que más bien en esa reforma rinde homenaje a esta tradición al querer despojarla de toda caduca y defectuosa manifestación para hacerla genuina y fecunda.

¿No dijo Jesús a sus discípulos: “Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el labrador. A todo sarmiento que en Mí no lleva fruto, lo arranca, y a todo el que lleva fruto lo poda para que lleve fruto más abundante”? (Jn 15, 1-2). Basta esta alusión evangélica para presentarnos los capítulos principales del perfeccionamiento al que hoy aspira la Iglesia: el primero se refiere a su vitalidad interior y exterior. A Cristo vivo debe responder una Iglesia viva. Si la fe y la caridad son los principios de su vida es evidente que no se deberá descuidar nada para dar a la fe una gozosa seguridad y un nuevo alimento y para hacer eficaz la iniciación y la pedagogía cristiana indispensable a un tal fin: un estudio más asiduo y un culto más devoto de la palabra de Dios serán ciertamente el fundamento de esta primera reforma. Y la formación de la caridad tendrá en adelante el puesto de honor: deberíamos ansiar la Iglesia de la caridad si queremos que esté en disposición de renovarse profundamente y de renovar el mundo a su alrededor: ¡inmensa tarea! También, como es sabido, porque la caridad es la reina y la raíz de las demás virtudes cristianas: la humildad, la pobreza, la religiosidad, el espíritu de sacrificio, el valor de la verdad y el amor de la justicia, y toda cualquier fuerza activa en el hombre.

El programa del Concilio se dilata aquí en campos inmensos: uno de éstos, selectísimos y rebosante de caridad, es la sagrada liturgia, a la que la primera sesión dedicó largas discusiones y a la que esperamos que esta segunda reserve acertadísimas conclusiones. Otros campos atraerán, asimismo, la interesada atención de los padres conciliares, aunque tememos que la brevedad del tiempo de que disponemos no nos permita estudiarlos todos como convendría y que, por tanto, nos ofrezcan trabajo para una futura sesión.

Hacia una ecumenicidad total

Existe un tercer fin que toca a este Concilio y que constituye en cierto sentido su drama espiritual: y es el que nos propuso también el Papa Juan XXIII y se refiere “a los otros cristianos”, es decir, a los que creen en Cristo, pero a los que no tenemos la dicha de contar unidos con nosotros en perfecta unidad con Cristo. Unidad que sólo la Iglesia católica les puede ofrecer, siendo así que de por sí les sería debida por el Bautismo y ellos la desean ya virtualmente. Porque los recientes movimientos que aun ahora están en pleno desarrollo en el seno de las comunidades cristianas separadas de nosotros, nos demuestran con evidencia dos cosas: que la Iglesia de Cristo es una sola y por eso debe ser única, y que esta misteriosa y visible unión no se puede alcanzar sino en la identidad de la fe, en la participación de unos mismos sacramentos y en la armonía orgánica de una única dirección eclesiástica, aun cuando esto puede darse junto con el respeto a una amplia variedad de expresiones lingüísticas de formas rituales, de tradiciones históricas, de prerrogativas locales, de corrientes espirituales, de instituciones legítimas y actividades preferidas.

¿Cuál es la postura del Concilio frente a estos inmensos bloques de hermanos separados y ante el posible pluralismo en el desarrollo de la unidad? Es clara. La convocación de este Concilio es característica también bajo este aspecto. Tiende a una ecumenicidad que quisiera ser total, universal, por lo menos en el deseo, en la invocación, en la preparación. Hoy en esperanza, para que mañana lo sea en realidad. Es decir, que este Concilio al mismo tiempo que llama, cuenta y guarda en el redil de Cristo las ovejas que lo forman y que le pertenecen con pleno y justo derecho, abre también la puerta y levanta la voz, espera ansioso tantas otras ovejas de Cristo, que no están todavía en el único redil. Es, por tanto, un Concilio de invitación, de esperanza, de confianza en una más ancha y fraternal participación en su auténtica ecumenicidad.

Aquí nuestras palabras se dirigen con respeto a los representantes de las denominaciones cristianas separadas de la Iglesia católica, pero que han sido por ella invitados a asistir en calidad de observadores a esta solemne asamblea.

Nos los saludamos de corazón.

Nos les agradecemos su intervención.

Nos enviamos valiéndonos de su presencia nuestro mensaje de paternidad y fraternidad a las venerables comunidades cristianas que están representando aquí.
Nuestra voz tiembla, nuestro corazón late porque tanto mayor es para nosotros inefable consolación y dulcísima esperanza su proximidad de hoy, cuanto su persistente separación nos llena de profundo dolor.

Si alguna culpa se nos puede imputar por esta separación, nosotros pedimos perdón a Dios humildemente y rogamos también a los hermanos que se sientan ofendidos por nosotros, que nos excusen. Por nuestra parte estamos dispuestos a perdonar las ofensas de las que la Iglesia católica ha sido objeto y a olvidar el dolor que le ha producido la larga serie de disensiones y separaciones.

Que el Padre celeste acoja esta nuestra declaración y haga que todos gocemos de nuevo una paz verdaderamente fraternal.

Quedan, como sabemos, graves y complejas cuestiones objetivas por estudiar, tratar y resolver. Quisiéramos que esto aconteciese en seguida porque la caridad de Cristo “nos apremia”; pero estamos persuadidos de que semejantes problemas exigen muchas condiciones para que sean allanados y resueltos; condiciones que hoy todavía no están maduras, y no tememos esperar pacientemente la hora dichosa de la perfecta reconciliación.

Entretanto, sin embargo, queremos confirmar a los observadores presentes, para que lo refieran a sus respectivas comunidades cristianas y para que llegue también nuestra voz a las otras venerables comunidades cristianas, separadas de nosotros y que no han acogido nuestra invitación a asistir, aun sin ningún compromiso recíproco a este Concilio, algunos criterios en los que se inspira nuestra actitud en orden a la reconstrucción de la unidad eclesiástica con los hermanos separados. Ya conocen, como creemos, tales criterios, pero el proponerlos aquí puede ser provechoso.

Nuestro lenguaje con ellos quiere ser pacifico y absolutamente leal y sincero. No esconde asechanzas ni intereses temporales. Nosotros debemos a nuestra fe, que creemos divina, la más pura y firme adhesión; pero estamos convencidos que ella no es obstáculo a la deseada unión con los hermanos separados, precisamente porque es la verdad del Señor y, por eso, principio de unión y no de diferencia y separación. De todos modos no queremos hacer de nuestra fe motivo de polémica con ellos.

En segundo lugar miramos con reverencia su patrimonio religioso originalmente común, conservado y aun en parte bien desarrollado en nuestros hermanos separados. Vemos con complacencia el empeño de los que tratan honradamente de poner en evidencia y de honrar los auténticos tesoros de verdad y de vida espiritual, poseídos por los mismos hermanos separados, a fin de mejorar nuestras relaciones con ellos. Esperamos que también ellos, con igual deseo, querrán estudiar nuestra doctrina y su lógica derivación del depósito de la revelación y conocer mejor nuestra historia y nuestra vida religiosa.

Declaramos, finalmente, a este respecto que, conscientes de las enormes dificultades que se oponen hasta ahora a la deseada unificación ponemos humildemente nuestra confianza en Dios. Seguiremos orando, trataremos de testimoniar mejor nuestro esfuerzo por una vida genuinamente cristiana y una caridad fraternal. Y recordaremos cuando la realidad histórica tratase de desilusionar nuestra esperanza, las palabras de Cristo: “Lo que es imposible para los hombres es posible para Dios” (Lc 18, 27).

Un puente hacia el mundo contemporáneo.

Por último, tratará el Concilio de tender un puente hacia el mundo contemporáneo. Singular fenómeno: mientras la Iglesia, buscando cómo animar su vitalidad interior del Espíritu del Señor, se diferencia y se separa de la sociedad profana en la que vive sumergida, al mismo tiempo se define como fermento vivificador e instrumento de salvación de ese mismo mundo descubriendo y reafirmando su vocación misionera, que es como decir su destino esencial a hacer de la humanidad, en cualesquiera condiciones en que ésta se encuentre, el objeto de su apasionada misión evangelizadora.

Vosotros mismos, venerables hermanos, habéis experimentado este prodigio. Vosotros, en efecto, al iniciar los trabajos de la primera sesión, y como inflamados por las palabras inaugurales del Papa Juan XXIII, sentisteis inmediatamente la necesidad de abrir, por así decirlo, las puertas de esta asamblea y gritar en seguida al mundo desde los umbrales abiertos de par en par, un mensaje de saludo, de hermandad y de esperanza. ¡Original, pero admirable gesto! Se diría que el carisma profético de la Santa Iglesia se despertó en un momento, y como Pedro el día de Pentecostés, sintió en seguida el impulso de levantar su voz y hablar al pueblo, así vosotros quisisteis en seguida tratar no ya de vuestras cosas, sino de las del mundo, no ya entablar el diálogo entre vosotros mismos, sino entablarlo con el mundo.

Esto significa, venerables hermanos, que el presente Concilio está caracterizado por el amor, por el amor más amplio y urgente, por el amor que se preocupa de los otros antes que de sí mismo, ¡por el amor universal de Cristo!

Este amor es el que nos sostiene ahora porque al tender nuestra mirada sobre la vida humana contemporánea deberíamos estar espantados más bien que alentados, afligidos más bien que regocijados, dispuestos a la defensa y a la condena más bien que a la confianza y a la amistad.

Debemos ser realistas, no ocultando la herida que no pocas regiones causan a este mismo Sínodo universal. ¿Podemos estar ciegos y no advertir que muchos puestos de esta asamblea están vacíos? ¿Dónde están nuestros hermanos de naciones en las que la Iglesia es combatida y en qué condiciones se encuentra la religión en estos territorios? Ante este recuerdo se aflige nuestro ánimo por las cosas que conocemos y todavía más por todo lo que no Nos es dado saber, sea referente a la sagrada jerarquía, a los religiosos y religiosas, como a tantos hijos nuestros sometidos a temores, vejaciones, privaciones y opresiones por causa de su fidelidad a Cristo y a su Iglesia. ¡Cuánta tristeza por estos dolores y cuánta amargura al ver que en ciertos países la libertad religiosa, así como otros derechos fundamentales del hombre, son conculcados por principios y métodos de intolerancia política, racial o antirreligiosa! Duele el corazón al tener que ver cómo en el mundo existen todavía tantas injusticias contra la honrada y libre profesión de la propia fe religiosa. Pero más que con amargas palabras queremos todavía expresar nuestro dolor con una franca y humana exhortación a cuantos fuesen responsables de estas cosas, para que noblemente depongan su injustificada hostilidad hacia la religión católica, cuyos miembros deben ser considerados no como enemigos o como ciudadanos desleales, sino más bien como miembros honrados y laboriosos de la sociedad civil a la que pertenecen. Y enviamos, además, en esta ocasión, a los católicos que sufren por causa de su fe, nuestro afectuoso saludo e invocamos para ellos el consuelo del Señor.

No termina aquí nuestra amargura. La mirada sobre el mundo nos llena de inmensa tristeza al contemplar tantas calamidades: el ateísmo invade parte de la humanidad y arrastra consigo el desequilibrio del orden intelectual, moral y social del que el mundo pierde la verdadera noción. Mientras aumenta la luz de la ciencia de las cosas, se extiende la oscuridad sobre la ciencia de Dios y, consiguientemente, sobre la verdadera ciencia del hombre. Mientras el progreso perfecciona maravillosamente los instrumentos de toda clase de que el hombre dispone, su corazón va cayendo hacia el vacío, la tristeza y la desesperación.

Tendríamos muchas cosas que decir sobre estas difíciles y por tantos motivos tristes condiciones del hombre moderno. Pero no es ahora el momento. Ahora, decíamos, el amor llena nuestro corazón y el de la Iglesia reunida en Concilio. Miramos a nuestro tiempo y a sus variadas y opuestas manifestaciones con inmensa simpatía y con un inmenso deseo de presentar a los hombres de hoy el mensaje de amistad, de salvación y de esperanza que Cristo ha traído al mundo. “Porque no ha enviado Dios al mundo a su Hijo para que juzgue al mundo, sino para que el mundo se salve por Él” (Jn 3, 17).

Que lo sepa el mundo: La Iglesia lo mira con profunda comprensión, con sincera admiración y con sincero propósito no de conquistarlo, sino de servirlo; no de despreciarlo, sino de valorizarlo; no de condenarlo, sino de confortarlo y de salvarlo.

La Iglesia asomada a la ventana del Concilio, abierta sobre el mundo, mira con particular interés a determinadas categorías de personas. Mira a los pobres, a los necesitados, a los afligidos, a los hambrientos, a los enfermos, a los encarcelados, es decir, mira a toda la humanidad que sufre y que llora; ésta le pertenece por derecho evangélico y Nos nos complacemos en repetir a cuantos la forman “Venid a Mí todos” (Mt 11, 28).

Mira a los hombres de la cultura, a los estudiosos, a los científicos, a los artistas y también de éstos tiene la Iglesia una grandísima estima y un grandísimo deseo de recibir sus experiencias, de fomentar su pensamiento, de defender su libertad y de ensanchar gozosamente la dilatación de su espíritu atormentado en las esferas luminosas de la Palabra y la Gracia divina.

Mira a los trabajadores, a la dignidad de sus personas y de sus fatigas, a la legitimidad de sus esperanzas, a la necesidad de mejora social y de elevación interior que tanto los aflige todavía, a la misión que se les puede reconocer, si es buena, si es cristiana, de crear un mundo nuevo de hombres libres y hermanos. ¡La Iglesia, Madre y Maestra está junto a ellos!

Mira a los jefes de los pueblos, y las palabras graves y amonestadoras que con frecuencia Ella se ve obligada a dirigirles las sustituye hoy con una palabra de aliento y de confianza: ¡Animo, gobernantes de las naciones, vosotros podéis dar a vuestros pueblos muchos de los bienes que la vida necesita: el pan, la instrucción, el trabajo, el orden, la dignidad de ciudadanos libres y concordes, con sólo que conozcáis verdaderamente qué es el hombre, y sólo la sabiduría cristiana os lo puede decir con plenitud de luz; vosotros podéis, trabajando a una en la justicia y el amor, crear la paz, bien supremo tan deseado, y tan defendido y promovido por la Iglesia, y hacer de la humanidad una sola ciudad. ¡Dios sea con vosotros!

Pero la Iglesia católica mira más allá, por encima de los confines del horizonte cristiano: ¿cómo podría Ella poner límites a su amor si debe hacer suyo el de Dios Padre que hace descender la lluvia de sus gracias sobre todos (Mt5, 48) y ha amado al mundo de tal manera que le ha dado a su Hijo Unigénito (Jn 3, 16)? Ella mira, por tanto, más allá de su propia esfera y ve las otras religiones que conservan el sentido y el concepto de Dios, único, creador, providente, sumo y trascendente, que tributan a Dios un culto con actos de sincera piedad y que fundan sobre estas creencias y prácticas los principios de la vida moral y social. La Iglesia católica descubre, naturalmente, y con dolor, lagunas, insuficiencias y errores en muchas de estas expresiones religiosas; pero no puede dejar de volver hacia ellas su pensamiento, para recordarles que por todo lo que en ellas hay de verdadero, de bueno y de humano, la religión católica tiene el aprecio que merecen, y que para conservar en la sociedad moderna el sentido religioso y el culto de Dios —deber y necesidad de la verdadera civilización— Ella está en primera línea como el más válido sostén de los derechos de Dios sobre la humanidad.

La mirada de la Iglesia se extiende todavía sobre otros inmensos campos humanos: los de las nuevas generaciones de juventud que suben con el deseo de vivir y afirmarse, los de los pueblos nuevos que están adquiriendo conciencia de sí, independencia y organización civil, y los de las innumerables criaturas humanas que se sienten solas, en medio del torbellino de una sociedad que no es capaz de darles una palabra verdadera para su espíritu, y a todos, a todos, lanza su grito de saludo y de esperanza, a todos desea y ofrece la luz de la verdad, de la vida y de la salvación, Porque Dios “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (Tm 2, 4).

Venerables hermanos:

Nuestra misión de ministros de la salvación es grande y grave. Para mejor llevarla a cabo estamos ahora reunidos en esta solemne asamblea. La comunión de nuestros ánimos, profunda y fraternal, nos sirva de guía y nos dé vigor. La comunión con la Iglesia celeste nos sea propicia: asístannos los santos de nuestras diócesis y de nuestras familias religiosas, asístannos los ángeles y santos todos, especialmente los santos Pedro y Pablo y San Juan Bautista, y en particular San José, declarado Patrono de este Concilio. Maternal y potente nos sea la asistencia de María Santísima a quien de corazón invocamos; presida Cristo y todo sea a la gloria de Dios, de la Santísima Trinidad, cuya bendición nos atrevemos a daros a todos vosotros, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

lunes, 28 de octubre de 2019

Plegaria Eucarística Niños II


Misal Romano (3ª edición).

Apéndice V

PLEGARIAS EUCARISTICAS PARA LAS MISAS CON NIÑOS

1. El uso de estas plegarias eucarísticas debe tender siempre a que los niños se vayan introduciendo progresivamente en la participación activa y consciente en las misas habituales de toda la comunidad cristiana.

2. Por ello el uso de estas plegarias está limitado a las misas con niños, salvo siempre el derecho del Obispo, que puede autorizarías en aquellas misas en las que la presencia de los niños, sin ser exclusiva, es, con todo, muy relevante (Cf. Directorio para las misas con niños, núm, 19). El uso de estas plegarias puede ser especialmente aconsejable en las misas de las catequesis, en las celebradas en las escuelas y, sobre todo, en las de primera comunión.

3. Esta finalidad de introducir a los niños en la celebración de toda la familia cristiana es la razón por la cual no conviene que se modifiquen en estas plegarias las expresiones más comunes, como son el diálogo del prefacio, el canto del Santo (salvo lo que se dice con referencia al Santo en la Plegaria 1) y sobre todo las palabras de la consagración.

4. La participación más activa de los niños en la Eucaristía aconseja que, en algunas ocasiones, se aumente el número de las aclamaciones en el interior de la plegaria; con todo, hay que velar para que no se pierda en la celebración el carácter presidencial de la oración eucarística.

5. Para que los niños descubran con mayor facilidad que el sacerdote que preside la celebración representa a Jesucristo, no resulta ni pedagógico ni aconsejable en estas misas la concelebración. Si, con todo, on algún caso concreto parece conveniente la con-celebración, ha de velarse el modo especial en que los celebrantes observen la norma de pronunciar la plegaria eucarística -sobre todo las palabras de la consagración-en voz secreta. Por esta misma razón es mejor no usar en estas misas la posibilidad -siempre facultativa (Cf Ord. Gen. Misal romano, núms. 172, 181, 185 y 189)- de distribuir entre los concelebrantes las diversas intercesiones.

PLEGARIA EUCARÍSTICA PARA LAS MISAS CON NIÑOS II

7. En esta plegaria eucarística las aclamaciones, excepto la del Santo y la de después de la anámnesis, son facultativas.

PLEGARIA EUCARÍSTICA PARA LAS MISAS CON NIÑOS II

V. El Señor esté con vosotros.
R. Y con tu espíritu.
V. Levantemos el corazón.
R. Lo tenemos levantado hacia el Señor.
V. Demos gracias al Señor, nuestro Dios.
R. Es justo y necesario.

En verdad, Padre bueno, hoy estamos de fiesta:
nuestro corazón está lleno de agradecimiento
y con Jesús te cantamos nuestra alegría:

Todos aclaman:
¡Gloria a ti, Señor, porque nos amas!

El sacerdote, con las manos extendidas, prosigue:
Tú nos amas tanto,
que has hecho para nosotros
este mundo inmenso y maravilloso.
Por eso te aclamamos:

Todos aclaman:
¡Gloria a ti, Señor, porque nos amas!

El sacerdote. con las manos extendidas, prosigue:
Tú nos amas tanto,
que nos das a tu Hijo, Jesús,
para que él nos acompañe hasta ti.
Por eso te aclamamos:

Todos aclaman:
¡Gloria a ti, Señor, porque nos amas!

El sacerdote, con las manos extendidas, prosigue:
Tú nos amas tanto,
que nos reúnes con Jesús
como a los hijos de una misma familia.
Por eso te aclamamos:

Todos aclaman:
¡Gloria a ti, Señor, porque nos amas!

El sacerdote, con las manos extendidas, prosigue:
Por ese amor tan grande,
queremos darte gracias y cantarte
con los ángeles y los santos
que te adoran en el cielo:

Todos aclaman:
Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios del Universo.
Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria.
Hosanna en el cielo.
Bendito el que viene en nombre del Señor.
Hosanna en el cielo.

El sacerdote, con las manos extendidas, dice:
Bendito sea Jesús, tu enviado,
el amigo de los niños y de los pobres.
Él vino para enseñarnos
cómo debemos amarte a ti
y amarnos los unos a los otros.

Él vino para arrancar de nuestros corazones
el mal que nos impide ser amigos
y el odio que no nos deja a ser felices.

Él ha prometido que su Espíritu Santo
estará siempre con nosotros
para que vivamos como verdaderos hijos tuyos.

Todos aclaman:
Bendito el que viene en el nombre del Señor.
Hosanna en el cielo.

Junta las manos y, manteniéndolas extendidas sobre las ofrendas, dice:
A ti, Dios y Padre nuestro, te pedimos
que nos envíes tu Espíritu,
para que este pan y este vino
Junta las manos y traza el signo de la cruz sobre el pan y el cáliz conjuntamente, diciendo:
sean el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, nuestro Señor.
Junta las manos.

En las fórmulas que siguen, las palabras del Señor han de pronunciarse claramente y con precisión, como lo requiere la naturaleza de las mismas palabras.
El mismo Jesús, poco antes de morir,
nos dio la prueba de tu amor.
Cuando estaba sentado a la mesa con sus discípulos,
Toma el pan y, sosteniéndolo un poco elevado sobre el altar, prosigue:
tomó el pan,
dijo una oración para bendecirte y darte gracias,
lo partió
y lo dio a sus discípulos, diciéndoles:
Si inclina un poco.
TOMAD Y COMED TODOS DE ÉL,
PORQUE ESTO ES MI CUERPO,
QUE SERÁ ENTREGADO POR VOSOTROS.
Muestra el pan consagrado al pueblo, mientras todos aclaman:
¡Señor Jesús, tú te entregaste por nosotros!

Deposita luego el pan consagrado sobre la patena y lo adora, haciendo genuflexión.

Después, toma el cáliz y, sosteniéndolo un poco elevado sobre el altar, prosigue:
Después, tomó el cáliz lleno de vino
y, dándote gracias de nuevo,
lo pasó a sus discípulos, diciendo:
Se inclina un poco.
TOMAD Y BEBED TODOS DE ÉL,
PORQUE ESTE ES EL CÁLIZ DE MI SANGRE,
SANGRE DE LA ALIANZA NUEVA Y ETERNA,
QUE SERÁ DERRAMADA
POR VOSOTROS Y POR MUCHOS
PARA EL PERDÓN DE LOS PECADOS.
Muestra el cáliz al pueblo, mientras todos aclaman:
¡Señor Jesús, tú te entregaste por nosotros!

El sacerdote prosigue:
Y les dijo también:
HACED ESTO EN CONMEMORACIÓN MÍA.

Deposita luego el cáliz sobre el corporal y lo adora, haciendo genuflexión.

Después, el sacerdote, con las manos extendidas, dice:
Por eso, Padre bueno, recordamos ahora
la muerte y Resurrección de Jesús, el Salvador del mundo.
Él se ha puesto en nuestras manos
para que te lo ofrezcamos como sacrificio nuestro
y junto con él nos ofrezcamos a ti.

Todos aclaman:
¡Gloria y alabanza a nuestro Dios!
O bien:
¡Te alabamos, te bendecimos, te damos gracias!

El sacerdote, con las manos extendidas, prosigue:
Escúchanos, Señor Dios nuestro;
danos tu Espíritu de amor
a los que participamos en esta comida,
para que vivamos cada día
más unidos en la Iglesia,
con el santo Padre, el papa N.,
con nuestro obispo N.,
[Aquí se ha ce mención del obispo coadjutor o de los obispos auxiliares: con el obispo coadjutor (auxiliar) N., o bien: y sus obispos auxiliares,. El obispo, cuando celebra en su diócesis, dice: conmigo, indigno siervo tuyo. O bien, cuando celebra un obispo que no es el ordinario diocesano, dice: con mi hermano N., obispo de esta Iglesia de N., conmigo, indigno siervo tuyo,]
los demás obispos,
y todos los que trabajan por tu pueblo.

Todos aclaman:
¡Que todos seamos una sola familia para gloria tuya!

El sacerdote, con las mano extendidas, prosigue:
No te olvides de las personas que amamos
ni de aquellas a las que debiéramos querer más.
___________________________
En la misa de primera comunión:
Acuérdate de nuestros amigos [N. y N.],
que por vez primera invitas en este día
a participar del pan de vida y del cáliz de salvación,
en la mesa de tu familia.
Concédeles crecer siempre en tu amistad.
___________________________

Acuérdate también de los que ya murieron
y recíbelos con amor en tu casa.

Todos aclaman:
¡Que todos seamos una sola familia para gloria tuya!

El sacerdote, con las manos extendidas, prosigue:
Y un día, reúnenos cerca de ti,
con María, la Virgen, Madre de Dios y Madre nuestra,
para celebrar en tu reino la gran fiesta del cielo.
Entonces, todos los amigos de Jesús, nuestro Señor,
podremos cantarte sin fin.

Todos aclaman:
¡Que todos seamos una sola familia para gloria tuya!

El sacerdote junta las manos, toma la patena, con el pan consagrado, y el cáliz y, sosteniéndolos elevados, dice:
Por Cristo, con él y en él,
a ti, Dios Padre omnipotente,
en la unidad del Espíritu Santo,
todo honor y toda gloria
por los siglos de los siglos.
Todos aclaman:
Amén.

Después sigue el rito de comunión.

TEXTO LATINO
1.
V. Dóminus vobíscum.
R. Et cum spíritu tuo.
V. Sursum corda.
R. Habémus ad Dóminum.
V. Grátias agámus Dómino Deo nostro.
R. Dignum et iustum est.

Vere, amantíssime Pater, hoc gáudium nobis praebétur, ut tibi grátias agámus et una cum Iesu Christo in Ecclésia tua exsultémus. Sic nos dilexísti, ut pro nobis cónderes hunc mundum imménsum et pulchrum.
Omnes acclamant:
Glória tibi, Dómine, qui nos hómines amas.
Sacerdos, manibus extensis, prosequitur:
Sic nos díligis, ut nobis des Iesum Fílium tuum, qui ad te nos addúcat.
Omnes acclamant:
Glória tibi, Dómine, qui nos hómines amas.
Sacerdos, manibus extensis, prosequitur:
Sic nos díligis, ut in Christo nos cóngreges, et per Spíritum adoptiónis uníus famíliae fílios nos fácias.
Omnes acclamant:
Glória tibi, Dómine, qui nos hómines amas.
Sacerdos, manibus extensis, prosequitur:
Pro tanti amóris dono tibi grátias ágimus cum Angelis et Sanctis, qui te adórant, canéntes:
Omnes acclamant:
Sanctus, Sanctus, Sanctus Dóminus Deus Sábaoth. Pleni sunt caeli et terra glória tua. Hosánna in excélsis. Benedíctus qui venit in nómine Dómini. Hosánna in excélsis.

2. Sacerdos, manibus extensis, prosequitur:
Vere benedíctus sit Iesus, missus a te, amícus parvulórum et páuperum. Ipse venit, ut nos docéret, te, Pater noster, et nosmet ipsos ad ínvicem dilígere. Ipse venit, ut a córdibus hóminum peccátum et malum auférret, quod amicítiam ímpedit, et ódium, quod non sinit esse felíces. Ipse promísit Spíritum Sanctum cunctis diébus nobis adfutúrum, ut de tua vita tamquam fílii viverémus.
Omnes acclamant:
Benedíctus qui venit in nómine Dómini. Hosánna in excélsis.

3. Iungit manus, easque expansas super oblata tenens, dicit:
Te Deum, Patrem nostrum, rogámus mitte Spíritum tuum, ut haec dona panis et vini
Iungit manus, et signat semel super panem et calicem simul, dicens:
Corpus et + Sanguis fiant Iesu Christi, Dómini nostri.
4. In formulis quae sequuntur, verba Domini proferantur distincte et aperte, prouti natura eorundem verborum requirit.
Qui prídie quam paterétur infinítum tuum manifestávit amórem, in cena enim cum discípulis discúmbens,
accipit panem, eumque parum elevatum super altare tenens, prosequitur:
accépit panem, grátias egit, fregit dedítque eis dicens:
Parum se inclinat.
ACCÍPITE ET MANDUCÁTE EX HOC OMNES:
HOC EST ENIM CORPUS MEUM,
QUOD PRO VOBIS TRADÉTUR.
Hostiam consecratam ostendit participantibus, dum omnes acclamant:
Iesus Christus pro nobis tráditus.
Hostiam consecratam deponit super patenam et genuflexus adorat.

5. Postea prosequitur.
Item accépit cálicem vino replétum,
Deinde accipit calicem, eumque parum elevatum super altare tenens, prosequitur:
orávit tibi, grátias agens, et porréxit eis cálicem, dicens:
Parum se inclinat.
ACCÍPITE ET BÍBITE EX EO OMNES:
HIC EST ENIM CALIX SÁNGUINIS MEI NOVI ET AETÉRNI TESTAMÉNTI,
QUI PRO VOBIS ET PRO MULTIS
EFFUNDÉTUR IN REMISSIÓNEM PECCATÓRUM.
Calicem ostendit participantibus, dum omnes acclamant: 
Iesus Christus pro nobis tráditus.
Sacerdos prosequitur:
Deínde dixit ad eos: Hoc fácite in meam commemoratiónem
Calicem deponit super corporale et genuflexus adorat.

6. Deinde sacerdos, extensis manibus, dicit:
Mystérium fídei.
Omnes acclamant:
Christum, qui mórtuus est pro nobis et resurréxit, exspectámus veniéntem in glória.
Vel:
Mortem tuam annuntiámus, Dómine, et tuam resurrectiónem confitémur, donec vénias.
Vel:
Quotiescúmque manducámus panem hunc et cálicem bíbimus, mortem tuam annuntiámus, Dómine, donec vénias.
Vel:
Salvátor mundi, salva nos, qui per crucem et resurrectiónem tuam liberásti nos.

7. Postea, extensis manibus, sacerdos dicit:
Mémores ígitur sumus, amantíssime Pater, mortis et resurrectiónis Iesu, mundi Salvatóris, qui in manus nostras dedit se ipsum, ut esset hóstia reconciliatiónis et pacis sacrifícium nostrum, quo ad te traherémur.
Omnes acclamant:
Glória et laus Deo nostro.
Vel:
Te laudámus, te benedícimus, tibi grátias ágimus.

8. Sacerdos, extensis manibus, dicit:
Exáudi nos, Dómine Deus, et dona Spíritum tui amóris cunctis, qui de hoc partícipant convívio, ut in Ecclésia magis magísque sint unum, cum Papa nostro N. et Epíscopo nostro N., (*) ceterísque Epíscopis et ómnibus, qui plebi tuae mínistrant.
Omnes acclamant:
Unum corpus, unus spíritus sint ad glóriam tuam, Dómine.
Sacerdos, extensis manibus, prosequitur:
Ne obliviscáris illórum, quos dilígimus: paréntum, fratrum et amicórum nostrórum et eórum, quos non satis amámus. Recordáre étiam illórum, qui ex hac vita in pace migrárunt (N. et N.), eósque in gáudium domus tuae benígnus admítte.
Omnes acclamant:
Unum corpus, unus spíritus sint ad glóriam tuam, Dómine.
Sacerdos, extensis manibus, prosequitur:
Ad te, Pater, nos quondam cóngrega, cum beáta Vírgine María, Matre Dei et nostra, ad diem aetérnam in Regno tuo celebrándam, ubi omnes amíci Iesu Christi, Dómini nostri, laudis cánticum tibi sine fine cantábunt.
Omnes, pro opportunitate, acclamant:
Unum corpus, unus spíritus sint ad glóriam tuam, Dómine.

9. Iungit manus, accipit patenam cum hostia et calicem, et utrumque elevans, solus sacerdos dicit:
Per ipsum, et cum ipso, et in ipso, est tibi Deo Patri omnipoténti in unitáte Spíritus Sancti, omnis honor et glória per ómnia saecula saeculórum.
Omnes acclamant:
Amen.