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viernes, 29 de marzo de 2019

S.C. Culto Divino, Notificación sobre la memoria de la bienaventurada Virgen María, Madre de la Iglesia (27.03.2018)

Notificación de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos sobre la memoria de la bienaventurada Virgen María, Madre de la Iglesia, 27.03.2018

NOTIFICACIÓN
Sobre la memoria de la bienaventurada Virgen María, Madre de la Iglesia


Tras la inscripción en el Calendario Romano de la memoria obligatoria de la bienaventurada Virgen María, Madre de la Iglesia, que todos deben celebrar ya este año el lunes después de Pentecostés, parece oportuno ofrecer las siguientes indicaciones.

La rúbrica que se lee en el Misal Romano después de los formularios de la Misa de Pentecostés: «Donde el lunes o también el martes después de Pentecostés son días en los que los fieles deben o suelen asistir a misa, puede utilizarse la misa del domingo de Pentecostés o decirse la misa votiva del Espíritu Santo» (Misal Romano), sigue siendo válida porque no deroga la precedencia de los días litúrgicos que, por su celebración, son regulados únicamente por la Tabla de los días litúrgicos (cf. Normas universales sobre el año litúrgico y sobre el calendario, n. 59). Del mismo modo, la precedencia está ordenada por la normativa para las Misas votivas: «Las misas votivas, de suyo, están prohibidas los días en que coincide una memoria obligatoria, o una feria de Adviento hasta el día 16 de diciembre, o una feria del tiempo de Navidad desde el 2 de enero, o del tiempo pascual después de la octava de Pascua. Pero si la utilidad pastoral lo pide, en la celebración con el pueblo puede utilizarse una misa votiva que responda a esa utilidad, a juicio del rector de la iglesia o del mismo sacerdote celebrante» (Misal Romano; cf. Ordenación general del Misal Romano, n. 376).

Sin embargo, en igualdad de condiciones, se prefiere la memoria obligatoria de la bienaventurada Virgen María, Madre de la Iglesia, cuyos textos van anexos al Decreto, con las lecturas indicadas, consideradas propias, porque iluminan el misterio de la Maternidad espiritual. En una futura edición del Ordo Lectionum Missae n. 572 bis, la rúbrica indicará expresamente que las lecturas son propias y, por tanto, aunque se trate de una memoria, deben tomarse en lugar de las lecturas del día (cf. Leccionario, Prenotandos, n. 83).

En el caso que coincida esta memoria con otra memoria, se siguen los principios de las normas generales para el Año litúrgico y el Calendario (cf. Tabla de los días litúrgicos, n. 60). Dada la vinculación de la memoria de la bienaventurada Virgen María, Madre de la Iglesia con Pentecostés, al igual que la memoria del Inmaculado Corazón de la bienaventurada Virgen María con la celebración del Sagrado Corazón de Jesús, en caso de coincidencia con otra memoria de un Santo o de un Beato, según la tradición litúrgica de la preeminencia entre personas, prevalece la memoria de la bienaventurada Virgen María.

En la sede de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, a 24 de marzo de 2018.

Robert Card. Sarah
Prefecto
+ Arthur Roche
Arzobispo Secretario

miércoles, 27 de marzo de 2019

San Juan XXIII, Encíclica "Sacerdotii nostri primordia" (1-agosto-1959).

ENCÍCLICA "SACERDOTII NOSTRI PRIMORDIA" (1-agosto-1959)
DE SU SANTIDAD JUAN XXIII

EN EL I CENTENARIO DEL TRÁNSITO DEL SANTO CURA DE ARS

INTRODUCCIÓN

Las primicias de Nuestro sacerdocio abundantemente acompañadas de purísimas alegrías, van para siempre unidas, en Nuestra memoria, a la profunda emoción que experimentamos el día 8 de enero de 1905, en la Basílica Vaticana, con motivo de la gloriosa beatificación de aquel humilde sacerdote de Francia que se llamó Juan María Bautista Vianney. Elevados Nos también pocos meses antes al sacerdocio, fuimos cautivados por la admirable figura sacerdotal que Nuestro predecesor San Pío X, el antiguo párroco de Salzano, se consideraba tan feliz en proponer como modelo a todos los pastores de almas.

Pasados ya tantos años, no podemos menos de revivir este recuerdo sin agradecer una vez más a Nuestro Divino Redentor, como una insigne gracia, el impulso espiritual así impreso, ya desde su comienzo, a Nuestra vida sacerdotal.

También recordamos cómo en el mismo día de aquella beatificación tuvimos conocimiento de la elevación al episcopado de Monseñor Giacomo María Radini-Tedeschi, aquel gran Obispo que pocos días después Nos había de llamar a su servicio y que para Nos fue maestro y padre carísimo. Acompañándole, al principio del mismo año 1905, Nos dirigimos por vez primera como peregrino a Ars, la modesta aldea que su santo Cura hizo para siempre tan célebre.

Por una nueva disposición de la Providencia, en el mismo año en que recibimos la plenitud del sacerdocio, el papa Pío XI, de gloriosa memoria, el 31 de mayo, de 1925, procedía a la solemne canonización del "pobre cura de Ars". En su homilía se complacía el Pontífice en describir la «grácil figura corpórea de Juan Bautista Vianney, resplandeciente la cabeza con una especie de blanca corona de largos cabellos, su cara menuda y demacrada por los ayunos, de la que de tal modo irradiaban la inocencia y la santidad de un espíritu tan humilde y tan dulce que las muchedumbres, ya desde el primer momento de verle, se sentían arrastradas a saludables pensamientos» [1]. Poco después, el mismo Sumo Pontífice, en el año de su jubileo sacerdotal, completaba el acto ya realizado por San Pío X para con los párrocos de Francia, extendiendo al mundo entero el celestial patrocinio de San Juan María Vianney «a fin de promover el bien espiritual de los párrocos de todo el mundo» [2].

Estos actos de Nuestros Predecesores, ligados a tantos caros recuerdos personales, Nos place, Venerables Hermanos, recordarlos en este Centenario de la muerte del Santo Cura de Ars.

En efecto, el 4 de agosto de 1859 entregó él su alma a Dios, consumado por las fatigas de un excepcional ministerio pastoral de más de cuarenta años, y siendo objeto de unánime veneración. Y Nos bendecimos a la Divina Providencia que ya por dos veces se ha dignado alegrar e iluminar las grandes horas de Nuestra vida sacerdotal con el esplendor de la santidad del Cura de Ars, porque de nuevo Nos ofrece, ya desde los comienzos de Nuestro supremo Pontificado, la ocasión de celebrar la memoria tan gloriosa de este pastor de almas. No os maravilléis, por otra parte, si al escribiros esta Carta Nuestro espíritu y Nuestro corazón se dirigen de modo singular a los sacerdotes, Nuestros queridos hijos, para exhortar a todos insistentemente y, sobre todo, a los que se hallan ocupados en el ministerio pastoral a que mediten los admirables ejemplos de un hermano suyo en el sacerdocio, llegado a ser su celestial Patrono.

Son ciertamente numerosos los documentos pontificios que hace tiempo recuerdan a los sacerdotes las exigencias de su estado y les guían en el ejercicio de su ministerio. Aun no recordando sino los más importantes, de nuevo recomendamos la exhortación Haerent animo de San Pío X [3], que estimuló el fervor de Nuestros primeros años de sacerdocio, la magistral encíclica Ad catholici sacerdotii de Pío XI [4] y, entre tantos Documentos y Alocuciones de Nuestro inmediato predecesor sobre el sacerdote, su exhortación Menti Nostrae [5], así como la admirable trilogía en honor del sacerdocio [6], que la canonización de San Pío X le sugirió. Conocéis bien, Venerables Hermanos, tales textos. Mas permitirnos recordar aquí con ánimo conmovido el último discurso que la muerte le impidió pronunciar a Pío XII, y que subsiste como el último y solemne llamamiento de este gran Pontífice a la santidad sacerdotal: «El carácter sacramental del Orden sella por parte de Dios un pacto eterno de su amor de predilección, que exige de la criatura preescogida la correspondencia de la santificación... El clérigo será un preescogido de entre el pueblo, un privilegiado de los carismas divinos, un depositario del poder divino, en una palabra, un alter Christus... No se pertenece a sí mismo, como no pertenece a sus parientes, amigos, ni siquiera a una determinada patria: la caridad universal es lo que siempre habrá de respirar. Sus propios pensamientos, voluntad, sentimientos no son suyos, sino de Cristo, que es su vida misma» [7].

Hacia estas cimas de la santidad sacerdotal nos arrastra a todos San Juan María Vianney, y Nos sirve de alegría el invitar a los sacerdotes de hoy; porque si sabemos las dificultades que ellos encuentran en su vida personal y en las cargas del ministerio, si no ignoramos las tentaciones y las fatigas de algunos, Nuestra experiencia Nos dice también la valiente fidelidad de la gran mayoría y las ascensiones espirituales de los mejores. A los unos y a los otros, en el día de la Ordenación, les dirigió el Señor estas palabras tan llenas de ternura: Iam non dicam vos servos, sed amicos [8]. Que esta Nuestra Carta encíclica pueda ayudarles a todos a perseverar y crecer en esta amistad divina, que constituye la alegría y la fuerza de toda vida sacerdotal.

No es Nuestra intención, Venerables Hermanos, afrontar aquí todos los aspectos de la vida sacerdotal contemporánea; más aún, a ejemplo, de San Pío X, «no os diremos nada que no sea sabido, nada nuevo para nadie, sino lo que importa mucho que todos recuerden» [9]. De hecho, al delinear los rasgos de la santidad del Cura de Ars, llegaremos a poner de relieve algunos aspectos de la vida sacerdotal, que en todos tiempos son esenciales, pero que en los días que vivimos adquieren tanta importancia que juzgamos un deber de Nuestro mandato apostólico el insistir en ellos de un modo especial con ocasión de este Centenario.

La Iglesia, que ha glorificado a este sacerdote «admirable por el celo pastoral y por un deseo constante de oración y de penitencia» [10], hoy, un siglo después de su muerte, tiene la alegría de presentarlo a los sacerdotes del mundo entero como modelo de ascesis sacerdotal, modelo de piedad y sobre todo de piedad eucarística, y modelo de celo pastoral.

[1] AAS 17 (1925), 224.
[2] Carta apostólica Anno Iubilari: AAS 21 (1929) 313.

[3] Acta Pio X, IV, pp. 237-264.
[4] AAS 28 (1936), 5-53.
[5] AAS 42 (1950), 357-702.
[6] AAS 46 (1954), 131-317, y 666-667.
[7] Cf. Osservatore Romano 17 oct. 1958.
[8] Pontificale Romanum: cf. Jn. 15, 15.
[9] Exhortación Haerent animo; Acta Pii X, 238
[10] Oración de la Misa de la fiesta de S. Juan María Vianney.

I. ASCÉTICA SACERDOTAL

Hablar de San Juan María Vianney es recordar la figura de un sacerdote extraordinariamente mortificado que, por amor de Dios y por la conversión de los pecadores, se privaba de alimento y de sueño, se imponía duras disciplinas y que, sobre todo, practicaba la renuncia de sí mismo en grado heroico. Si es verdad que en general no se requiere a los fieles seguir esta vía excepcional, sin embargo, la Providencia divina ha dispuesto que en su Iglesia nunca falten pastores de almas que, movidos por el Espíritu Santo, no dudan en encaminarse por esta senda, pues tales hombres especialmente son los que obran milagros de conversiones. El admirable ejemplo de renuncia del Cura de Ars, «severo consigo y dulce con los demás» [11], recuerda a todos, en forma elocuente e insistente, el puesto primordial de la ascesis en la vida sacerdotal.

Nuestro predecesor Pío XII, queriendo aclarar aún más esta doctrina y disipar ciertos equívocos, quiso precisar cómo era falso el afirmar «que el estado clerical —como tal y en cuanto procede de derecho divino— por su naturaleza o al menos por un postulado de su misma naturaleza, exige que sean observados por sus miembros los consejos evangélicos» [12]. Y el Papa concluía justamente: «Por lo tanto, el elegido no está obligado por derecho divino a los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia» [13]. Mas sería equivocarse enormemente sobre el pensamiento de este Pontífice, tan solícito por la santidad de los sacerdotes, y sobre la enseñanza constante de la Iglesia, creer, por lo tanto, que el sacerdote secular está llamado a la perfección menos que el religioso. La verdad es lo contrario, puesto que para el cumplimiento de las funciones sacerdotales «se requiere una santidad interior mayor aún que la exigida para el estado religioso» [14]. Y, si para alcanzar esta santidad de vida, no se impone al sacerdote, en virtud del estado clerical, la práctica de los consejos evangélicos, ciertamente que a él, y a todos los discípulos del Señor, se le presenta como el camino real de la santificación cristiana. Por lo demás, con gran consuelo Nuestro, muy numerosos son hoy los sacerdotes generosos que lo han comprendido así, puesto que, aún permaneciendo en las filas del clero secular, acuden a piadosas asociaciones aprobadas por la Iglesia para ser guiados y sostenidos en los caminos de la perfección.

Persuadidos de que «la grandeza del sacerdote consiste en la imitación de Jesucristo» [15], los sacerdotes, por lo tanto, escucharán más que nunca el llamamiento, del Divino Maestro: «Sí alguno quiere seguirme, renuncie a sí mismo, tome su cruz y me siga» [16]. El Santo Cura de Ars, según se refiere, había meditado con frecuencia esta frase de nuestro Señor y procuraba ponerla en práctica [17]. Dios le hizo la gracia de que permaneciera heroicamente fiel; y su ejemplo nos guía aún por los caminos de la ascesis, en la que brilla con gran esplendor por su pobreza, castidad y obediencia.

Ante todo, observad la pobreza del humilde Cura de Ars, digno émulo de San Francisco de Asís, de quien fue fiel discípulo en la Orden Tercera [18]. Rico para dar a los demás, mas pobre para sí, vivió con total despego de los bienes de este mundo y su corazón verdaderamente libre se abría generosamente a todas las miserias materiales y espirituales que a él llegaban. «Mi secreto —decía él — es sencillísimo: dar todo y no conservar nada» [19]. Su desinterés le hacía muy atento hacia los pobres, sobre todo a los de su parroquia, con los cuales mostraba una extremada delicadeza, tratándolos «con verdadera ternura, con muchas atenciones y, en cierto modo, con respeto» [20]. Recomendaba que nunca se dejara atender a los pobres, pues tal falta sería contra Dios; y cuando un pordiosero llamaba a su puerta, se consideraba feliz en poder decirle, al acogerlo con bondad: «Yo soy pobre como vosotros; hoy soy uno de los vuestros» [21]. Al final de su vida, le gustaba repetir: «Estoy contentísimo; ya no tengo nada y el buen Dios me puede llamar cuando quiera» [22].

Por todo esto podréis comprender, Venerables Hermanos, con qué afecto exhortamos a Nuestros caros hijos en el sacerdocio católico a que mediten este ejemplo de pobreza y caridad. «La experiencia cotidiana demuestra —escribía Pío XI pensando precisamente en el Santo Cura de Ars —, que un sacerdote verdadera y evangélicamente pobre hace milagros de bien en el pueblo cristiano» [23]. Y el mismo Pontífice, considerando la sociedad contemporánea, dirigía también a los sacerdotes este grave aviso: «En medio de un mundo corrompido, en el que todo se vende y todo se compra, deben mantenerse (los sacerdotes) lejos de todo egoísmo, con santo desprecio por las viles codicias de lucro, buscando almas, no dinero; buscando la gloria de Dios, no la propia gloria» [24].

Queden bien esculpidas estas palabras en el corazón de todos los sacerdotes. Si los hay que legítimamente poseen bienes personales, que no se apeguen a ellos. Recuerden, más bien, la obligación enunciada en el Código de Derecho Canónico, a propósito de los beneficios eclesiásticos, de destinar lo sobrante para los pobres y las causas piadosas [25]. Y quiera Dios que ninguno merezca el reproche del Santo Cura a sus ovejas: «¡Cuántos tienen encerrado el dinero, mientras tantos pobres se mueren de hambre!» [26]. Mas Nos consta que hoy muchos sacerdotes viven efectivamente en condiciones de pobreza real. La glorificación de uno de ellos, que voluntariamente vivió tan despojado y que se alegraba con el pensamiento de ser el más pobre de la parroquia [27], les servirá de providencial estímulo para renunciar a sí mismos en la práctica de una pobreza evangélica. Y si Nuestra paternal solicitud les puede servir de algún consuelo, sepan que Nos gozamos vivamente por su desinterés en servicio de Cristo y de la Iglesia.

Verdad es que, al recomendar esta santa pobreza, no entendemos en modo alguno, Venerables Hermanos, aprobar la miseria a la que se ven reducidos, a veces, los ministros del Señor en las ciudades o en las aldeas. En el Comentario sobre la exhortación del Señor al desprendimiento de los bienes de este mundo, San Beda el Venerable nos pone precisamente en guardia contra toda interpretación abusiva: «Mas no se crea —escribe— que esté mandado a los santos el no conservar dinero para su uso propio o para los pobres; pues se lee que el Señor mismo tenía, para formar su Iglesia, una caja... ; sino más bien que no se sirva a Dios por esto, ni se renuncie a la justicia por temor a la pobreza» [28]. Por lo demás el obrero tiene derecho a su salario [29]; y Nos, al hacer Nuestra la solicitud de Nuestro inmediato Predecesor [30], pedimos con insistencia a todos los fieles que respondan con generosidad al llamamiento de los Obispos, con tanta razón preocupados por asegurar a sus colaboradores los convenientes recursos.

San Juan María Vianney, pobre en bienes, fue igualmente mortificado en la carne. «No hay sino una manera de darse a Dios en el ejercicio de la renuncia y del sacrificio —decía— y es darse enteramente» [31]. Y durante toda su vida practicó en grado heroico la ascesis de la castidad.

Su ejemplo en este punto aparece singularmente oportuno, pues en muchas regiones, por desgracia, los sacerdotes están obligados, a vivir, por razón de su oficio, en un mundo en el que reina una atmósfera de excesiva libertad y sensualidad. Y es demasiado verdadera para ellos la expresión de Santo Tomás de Aquino: «Es a veces muy difícil vivir bien en la cura de almas, por razón de los peligros exteriores» [32]. Añádase a ello que muchas veces se hallan moralmente solos, poco comprendidos y poco sostenidos por los fieles a los que se hallan dedicados. A todos, pero singularmente a los más aislados y a los más expuestos, Nos les dirigimos aquí un cálido llamamiento para que su vida íntegra sea un claro testimonio rendido a esta virtud que San Pío X llamaba «ornamento insigne de nuestro Orden» [33]. Y con viva insistencia, Venerables Hermanos, os recomendamos que procuréis a vuestros sacerdotes, en la mejor forma posible, condiciones de vida y de trabajo tales que sostengan su generosidad. Necesario es, por lo tanto, combatir a toda costa los peligros del aislamiento, denunciar las imprudencias, alejar las tentaciones de ocio o los peligros de exagerada actividad. Recuérdese también, a este propósito, las magníficas enseñanzas de Nuestro Predecesor en su encíclica Sacra Virginitas [34].

En su mirada brillaba la castidad, se ha dicho del Cura de Ars [35]. En verdad, quien le estudia queda maravillado no sólo por el heroísmo con que este sacerdote redujo su cuerpo a servidumbre [36], sino también por el acento de convicción con que lograba atraer tras de sí la muchedumbre de sus penitentes. El conocía, a través de una larga práctica del confesionario, las tristes ruinas de los pecados de la carne: «Si no hubiera algunas almas puras —suspiraba— para aplacar a Dios.... veríais cómo éramos castigados». Y hablando por experiencia, añadía a su llamamiento esta advertencia fraternal: «¡La mortificación tiene un bálsamo y sabores de que no se puede prescindir una vez que se les ha conocido! ... ¡En este camino, lo que cuesta es sólo el primer paso!» [37].

Esta ascesis necesaria de la castidad, lejos de encerrar al sacerdote en un estéril egoísmo, lo hace de corazón más abierto y más dispuesto a todas las necesidades de sus hermanos: «Cuando el corazón es puro —decía muy bien el Cura de Ars— no puede menos de amar, porque ha vuelto a encontrar la fuente del amor que es Dios». ¡Gran beneficio para la sociedad el tener en su seno hombres que, libres de las preocupaciones temporales, se consagran por completo al servicio divino y dedican a sus propios hermanos su vida, sus pensamientos y sus energías! ¡Gran gracia para la Iglesia los sacerdotes fieles a esta santa virtud! Con Pío XI, Nos la consideramos como «la gloria más pura del sacerdocio católico y como la mejor respuesta a los deseos del Corazón Sacratísimo de Jesús y sus designios sobre el alma sacerdotal» [38]. En estos designios del amor divino pensaba el Santo Cura de Ars, cuando exclamaba: «El sacerdocio es el amor del Corazón de Jesús» [39].

Del espíritu de obediencia del Santo son innumerables los testimonios, pudiendo afirmarse que para él la exacta fidelidad al promitto de la Ordenación fue la ocasión para una renuncia continuada durante cuarenta años. En efecto; durante toda su vida aspiró a la soledad de un santo retiro y la responsabilidad pastoral le fue carga demasiado pesada, de la que muchas veces intentó liberarse. Mas su obediencia total al Obispo fue todavía más admirable. Escuchemos, Venerables Hermanos, algunos testigos de su vida: «Desde la edad de quince años —dice uno de ellos— este deseo (de la soledad) estaba en su corazón, para atormentarlo y quitarle las alegrías de que hubiere podido disfrutar en su posesión» [40]; pero «Dios no permitió —afirma otro— que pudiera realizar su designio, pues la divina Providencia quería indudablemente que, al sacrificar su propio gusto a la obediencia, el placer al deber, tuviese en ello Vianney una continua ocasión para vencerse a sí mismo» [41]. Y un tercero concluye que «Vianney continuó siendo Cura de Ars con una obediencia, ciega, hasta su muerte» [42].

Esta sumisión total a la voluntad de sus Superiores era —justo es precisarlo bien— totalmente sobrenatural en sus motivos: era un acto de fe en la palabra de Cristo que dice a sus apóstoles: «Quien a vosotros oye, a mí me oye» [43]; y para permanecer fiel a ello, continuamente se ejercitaba en renunciar a su voluntad, aceptando el duro ministerio del confesionario y todas las demás tareas cotidianas en las que la colaboración entre compañeros hace más fructuoso el apostolado.

Nos place presentar aquí esta rígida obediencia como ejemplo para los sacerdotes, con la confianza de que comprenderán toda su grandeza, logrando, el placer espiritual de ella. Mas si alguna vez estuvieran tentados a dudar de la importancia de esta virtud capital, hoy tan desconocida, sepan que en contra están las claras y precisas afirmaciones de Pío XII, quien aseveró que «la santidad de la vida propia, y la eficacia del apostolado se fundan y se apoyan, como sobre sólido cimiento, en el respeto constante y fiel a la sagrada Jerarquía» [44]. Y bien recordáis, Venerables Hermanos, la energía con que Nuestros últimos Predecesores denunciaron los grandes peligros del espíritu de independencia en el clero, así en lo relativo a la enseñanza doctrinal como en lo tocante a métodos de apostolado y a la disciplina eclesiástica.

Ya no queremos insistir más sobre este punto. Preferimos más bien exhortar a Nuestros hijos sacerdotes a que desarrollen en sí mismos el sentimiento filial de pertenecer a la Iglesia, nuestra Madre. Se decía del Cura de Ars que no vivía sino en la Iglesia y para la Iglesia, como, brizna de paja perdida en ardiente brasero. Sacerdotes de Jesucristo, estamos en el fondo del brasero animado por el fuego del Espíritu Santo; todo lo hemos recibido de la Iglesia; obramos en su nombre y en virtud de los poderes que ella nos ha conferido; gocemos de servirla mediante los vínculos de la unidad y al modo como ella desea ser servida [45].

[11] Cf. Archivo secreto Vaticano C. SS. Rituum, Processus, t, 227, p. 196.
[12] Alocución Annus sacer: AAS 43 (1950), 29
[13] Ibíd.
[14] Sto. Thomas, Sum. Th. II-II, q. 184, a 8, in. C.
[15] Pío XII: Discurso, 16 de abril 1953: AAS 45 (1953) 288.
[16] Mt 16 24.
[17] Cf. Archivo secreto Vaticano, t, 227, p. 42.

[18] Cf. Ibíd., t. 227, p. 137.
[19] Cf. Ibíd., t. 227, p. 92.
[20] Cf. Ibíd., t. 3897, p. 510.
[21] Cf. Ibid., t. 227, p. 334.
[22] Cf. Ibid., t. 227, p. 305.
[23] Encíclica Divini Redemptoris: AAS 29 (1937), 99.
[24] Encíclica Ad catholici sacerdotii: AAS 28 (1936), 28.
[25] C.I.C., can. 1473.
[26] Cf. Sermons du B. Jean B-M. Vianney, 1909, t. I, 364.
[27] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 227, p. 91.
[28] In. Lucae evang. Expositio, IV, in c. 12: PL 92, 494-5.
[29] Cf. Lc. 10,7.
[30] Cf. Menti Nostrae: AAS 42 (1950), 697-699.

[31] Cf. Archivo secreto Vaticano, t, 27 91.
[32] Sto. Tomas, Sum Th., l. c.
[33] Cf. Exhortación Haerent animo: Acta Pii X, 4, 260.
[34] AAS 46 (1954), 161-191.
[35] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 3897, p. 536.
[36] Cf. 1 Cor 9, 27.
[37] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 3897, p. 304.
[38] Encíclica Ad catholici sacerdotii: AAS 28 (1936), 28.
[39] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 227, p. 29.
[40] Cf. Ibid., t. 227,p. 74.
[41] Cf. Ibid., t. 227, p. 39.
[42] Cf. Ibid., t. 3895, p.153.
[43] Lc 10, 16.
[44] Exhortación In auspicando: AAS 40 (1948), 375.
[45] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 227, p. 136.



II. ORACIÓN Y CULTO EUCARÍSTICO

Hombre de penitencia, San Juan María Vianney había comprendido igualmente que «el sacerdote ante todo ha de ser hombre de oración» [46]. Todos conocen las largas noches de adoración que, siendo joven cura de una aldea, entonces poco cristiana, pasaba ante el Santísimo Sacramento.

El tabernáculo de su Iglesia se convirtió muy pronto en el foco de su vida personal y de su apostolado, de tal suerte que no sería posible recordar mejor la parroquia de Ars, en los tiempos del Santo, que con estas palabras de Pío XII sobre la parroquia cristiana: «El centro es la iglesia, y en la iglesia el tabernáculo, y a su lado el confesionario: allí las almas muertas retornan a la vida y las enfermas recobran la salud» [47].

A los sacerdotes de hoy, tan fácilmente atraídos por la eficacia de la acción y tan fácilmente tentados por un peligroso activismo, ¡cuán saludable es este modelo de asidua oración en una vida íntegramente consagrada a las necesidades de las almas! «Lo que nos impide a los sacerdotes —decía— ser santos es la falta de reflexión; no entra uno en sí mismo; no se sabe lo que se hace; necesitamos la reflexión, la oración, la unión con Dios?». Y él mismo —afirma uno de sus contemporáneos— se hallaba en estado de continua oración, sin que de él lo distrajeran ni la pesada fatiga de las confesiones ni las demás obligaciones pastorales. «Conservaba una unión constante con Dios en medio de una vida excesivamente ocupada» [48].

Escuchémoslo aún. Inagotable es cuando habla de las alegrías y de los beneficios de la oración. «El hombre es un pobre que tiene necesidad de pedirlo todo a Dios» [49]. «¡Cuántas almas podríamos convertir con nuestras oraciones!» [50]. Y repetía: «La oración, esa es la felicidad del hombre sobre la tierra» [51]. Felicidad ésta que el mismo gustaba abundantemente, mientras su mirada iluminada por la fe contemplaba los misterios divinos y, con la adoración del Verbo encarnado, elevaba su alma sencilla y pura hacia la Santísima Trinidad, objeto supremo de su amor. Y los peregrinos que llenaban la iglesia de Ars comprendían que el humilde sacerdote les manifestaba algo del secreto de su vida interior en aquella frecuente exclamación, que le era tan familiar: «Ser amado por Dios, estar unido a Dios, vivir en la presencia de Dios, vivir para Dios: ¡cuán hermosa vida, cuán bella muerte!» [52].

Nos quisiéramos, Venerables Hermanos, que todos los sacerdotes de vuestras diócesis se dejaran convencer por el testimonio del Santo Cura de Ars, de la necesidad de ser hombres de oración y de la posibilidad de serlo, por grande que sea el peso, a veces agobiante, de las ocupaciones ministeriales. Mas se necesita una fe viva, como la que animaba a Juan María Vianney y que le llevaba a hacer maravillas: «¡Qué fe! —exclamaba uno de sus compañeros—, con ella bastaría para enriquecer a toda una diócesis» [53].

Esta fidelidad a la oración es, por lo demás, para el sacerdote un deber de piedad personal, donde la sabiduría de la Iglesia ha precisado algunos puntos importantes, como la oración mental cotidiana, la visita al Santísimo Sacramento, el Rosario y el examen de conciencia [54]. Y es también una estricta obligación contraída con la Iglesia, la tocante al rezo cotidiano del Oficio divino [55]. Tal vez por haber descuidado algunas de estas prescripciones, algunos miembros del Clero poco a poco se han visto víctimas de la inestabilidad exterior, del empobrecimiento interior y expuestos un día, sin defensa, a las tentaciones de la vida. Por lo contrario, «trabajando continuamente por el bien de las almas, Vianney no olvidaba la suya. Se santificaba a sí mismo, para mejor poder santificar a los demás» [56].

Con San Pío X «tenemos, pues, que estar persuadidos de que el sacerdote, para poder estar a la altura de su dignidad y de su deber, necesita darse de lleno a la oración... Mucho más que nadie, debe obedecer al precepto de Cristo: Es preciso orar siempre, precepto del que San Pablo se hace eco con tanta insistencia: Perseverar en la oración, velando en ella con acción de gracias. Orad sin cesar» [57]. Y de buen grado, como para concluir este punto, hacemos Nuestra la consigna que Nuestro inmediato Predecesor Pío XII, ya en el alba de su Pontificado, daba a los sacerdotes: «¡Orad, orad más y más, orad con mayor insistencia» [58].

La oración del Cura de Ars que pasó, digámoslo así, los últimos treinta años de su vida en su iglesia, donde le retenían sus innumerables, penitentes, era, sobre todo, una oración eucarística. Su devoción a nuestro Señor, presente en el Santísimo Sacramento del altar, era verdaderamente extraordinaria: «Allí está —decía— Aquel que tanto nos ama; ¿por qué no habremos de amarle nosotros?» [59]. Y ciertamente que él le amaba y se sentía irresistiblemente atraído hacia el Sagrario: «No es necesario hablar mucho para orar bien —así explicaba a sus parroquianos—. Sabemos que el buen Dios está allí, en el santo Tabernáculo: abrámosle el corazón, alegrémonos de su presencia. Esta es la mejor oración» [60]. En todo momento inculcaba él a los fieles el respeto y el amor a la divina presencia eucarística, invitándoles a acercarse con frecuencia a la santa mesa, y él mismo les daba ejemplo de esta tan profunda piedad: «Para convencerse de ello —refieren los testigos— bastaba verle celebrar la santa Misa, y verle cómo se arrodillaba cuando pasaba ante el Tabernáculo» [61].

«El admirable ejemplo del Santo Cura de Ars conserva también hoy todo su valor», afirma Pío XII [62]. En la vida de un sacerdote, nada puede sustituir a la oración silenciosa y prolongada ante el altar. La adoración de Jesús, nuestro Dios; la acción de gracias, la reparación por nuestras culpas y por las de los hombres, la súplica por tantas intenciones que le están encomendadas, elevan sucesivamente al sacerdote a un mayor amor hacia el Divino Maestro, al que se ha entregado, y hacia los hombres que esperan su ministerio sacerdotal. Con la práctica de este culto, iluminado y ferviente, a la Eucaristía, el sacerdote aumenta su vida espiritual, y así se reparan las energías misioneras de los apóstoles más valerosos.

Es preciso añadir el provecho que de ahí resulta para los fieles, testigos de esta piedad de sus sacerdotes y atraídos por su ejemplo. «Si queréis que los fieles oren con devoción —decía Pío XII al clero de Roma— dadles personalmente el primer ejemplo, en la iglesia, orando ante ellos. Un sacerdote arrodillado ante el tabernáculo, en actitud digna, en un profundo recogimiento, es para el pueblo ejemplo de edificación, una advertencia, una invitación para que el pueblo le imite» [63]. La oración fue, por excelencia, el arma apostólica del joven Cura de Ars. No dudemos de su eficacia en todo momento.

Mas no podemos olvidar que la oración eucarística, en el pleno significado de la palabra, es el Santo Sacrificio de la Misa. Conviene insistir, Venerables Hermanos, especialmente sobre este punto, porque toca a uno de los aspectos esenciales de la vida sacerdotal.

Y no es que tengamos intención de repetir aquí la exposición de la doctrina tradicional de la Iglesia sobre el sacerdocio y el sacrificio eucarístico; Nuestros Predecesores, de f.m., Pío XI y Pío XII en magistrales documentos, han recordado con tanta claridad esta enseñanza que no Nos resta sino exhortaros a que los hagáis conocer ampliamente a los sacerdotes y fieles que os están confiados. Así es como se disiparán las incertidumbres y audacias de pensamiento que aquí y allá, se han manifestado a este propósito.

Mas conviene mostrar en esta Encíclica el sentido profundo con que, el Santo Cura de Ars, heroicamente fiel a los deberes de su ministerio, mereció en verdad ser propuesto a los pastores de almas como ejemplo suyo, y ser proclamado su celestial Patrono. Porque si es cierto que el sacerdote ha recibido el carácter del Orden para servir al altar y si ha comenzado el ejercicio de su sacerdocio con el sacrificio eucarístico, éste no cesará, en todo el decurso de su vida, de ser la fuente de su actividad apostólica y de su personal santificación. Y tal fue precisamente el caso de San Juan María Vianney.

De hecho, ¿cuál es el apostolado del sacerdote, considerado en su acción esencial, sino el de realizar, doquier que vive la Iglesia, la reunión, en torno al altar, de un pueblo unido por la fe, regenerado y purificado? Precisamente entonces es cuando el sacerdote en virtud de los poderes que sólo él ha recibido, ofrece el divino sacrificio en el que Jesús mismo renueva la única inmolación realizada sobre el Calvario para la redención del mundo y para la glorificación de su Padre. Allí es donde reunidos ofrecen al Padre celestial la Víctima divina por medio del sacerdote y aprenden a inmolarse ellos mismos como «hostias vivas, santas, gratas a Dios» [64]. Allí es donde el pueblo de Dios, iluminado por la predicación de la fe, alimentado por el cuerpo de Cristo, encuentra su vida, su crecimiento y, sí es necesario, refuerza su unidad. Allí es, en una palabra, donde por generaciones y generaciones, en todas las tierras del mundo, se construye en la caridad el Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia.

A este propósito, puesto que el Santo Cura de Ars cada día estuvo más exclusivamente entregado a la enseñanza de la fe y a la purificación de las conciencias, y porque todos los actos de su ministerio convergían hacia el altar, su vida debe ser proclamada como eminentemente sacerdotal y pastoral. Verdad les que en Ars los pecadores afluían espontáneamente a la iglesia, atraídos por la fama espiritual del pastor, mientras otros sacerdotes han de emplear esfuerzos muy largos y laboriosos para reunir a su grey; verdad es también que otros tienen un cometido más misionero, y se encuentran apenas en el primer anuncio de la buena nueva del Salvador; mas estos trabajos apostólicos y, a veces, tan difíciles no pueden hacer olvidar a los apóstoles el fin al que deben tender y al que llegaba el Cura de Ars cuando en su humilde iglesia rural se consagraba a las tareas esenciales de la acción pastoral.

Más aún. Toda la santificación personal del sacerdote ha de modelarse sobre el sacrificio que celebra, según la invitación del Pontifical Romano: «Conoced lo que hacéis; imitad lo que tratáis». Mas cedamos aquí la palabra a Nuestro, inolvidable Predecesor en su exhortación Menti Nostrae: «Como toda la vida del Salvador estuvo orientada al sacrificio de sí mismo, así también la vida del sacerdote —que debe reproducir en sí mismo la imagen de Cristo—, debe ser con El, por El y en El un sacrificio aceptable... Por lo tanto, no se contentará con celebrar la Santa Misa, sino que la vivirá íntimamente; sólo de esta manera podrá alcanzar la fuerza sobrenatural que le transformará y le hará participar en cierto modo de la vida de expiación del mismo Divino Redentor» [65]. Y el mismo Pontífice concluía así: «El sacerdote debe tratar de reproducir en su alma todo lo que ocurre sobre el altar. Así como Jesucristo se inmola a sí mismo, su ministro debe inmolarse con El; así como Jesús expía los pecados de los hombres, también él, siguiendo el arduo camino de la ascética cristiana, debe trabajar por la propia y por la ajena purificación» [66].

La Iglesia tiene presente esta elevada doctrina cuando invita a sus ministros a una vida de ascesis y les recomienda que celebren con profunda piedad el sacrificio eucarístico. Y ¿no es tal vez por no haber comprendido bastante bien el estrecho nexo, y casi reciprocidad que une el don cotidiano de sí mismo con la obligación de la Misa por lo que algunos sacerdotes poco a poco han llegado a perder la prima caritas de la Ordenación? Tal era la experiencia del Cura de Ars. «La causa —decía— de la tibieza en el sacerdocio es que no se pone atención a la Misa». Y el Santo, que, tenía esta «costumbre de ofrecerse en sacrificio por los pecadores» [67], derramaba abundantes lágrimas «pensando en la desgracia de los sacerdotes que no corresponden a la santidad de su vocación» [68].

Con afecto paternal, Nos pedimos a Nuestros amados sacerdotes que periódicamente se examinen sobre la forma en que celebran los santos misterios, y sobre las espirituales disposiciones con que ascienden al altar y sobre los frutos que se esfuerzan por obtener de él. El Centenario de este admirable sacerdote, que del «consuelo y fortuna de celebrar la santa Misa» [69] lograba ánimos para su propio sacrificio, les invita a ello; Nos abrigamos la firme esperanza de que su intercesión les obtendrá abundantes gracias de luz y de fuerza.

[46] Cf. Ibid., 227, p. 33.
[47] Discurso, 11 de enero 1953, en Discorsi e Radiomessaggi di S. S Pio XII, t.14, p. 452.
[48] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 227, p. 131.
[49] Cf. Ibid., t. 227, p. 1100.
[50] Cf. Ibid., t. 227, p. 54.
[51] Cf. Ibid., t. 227, p. 45
[52] Cf. Ibid., t. 227, p. 29

[53] Cf. Ibid., t. 227, p. 976.
[54] C.I.C., can. 125.
[55] Ibid., can. 135.
[56] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 227, p. 36.
[57] Exhortación Haerent animo: Acta Pii X , 4, 248-249.
[58] Discurso, 24 de junio 1939. AAS 31 (1939), 249.
[59] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 227, p. 1103.
[60] Cf. Ibid., t. 227, p. 45.
[61] Cf. Ibid., t. 227, p. 459.

[62] Cf. Mensaje, 25 de junio 1956: AAS 48 (1956), 579
[63] Cf. Discurso, 13 de marzo 1943: AAS 35 (1943), 114-115.
[64] Rom 12, 1.
[65] Menti Nostrae: AAS 42 (1950), 666-667
[66] Ibid., 667-668.
[67] Archivo secreto Vaticano, t. 227, p. 319.
[68] Cf. Ibid., t . 227, p. 47.
[69] Cf. Ibid., pp. 667- 668.

III. CELO PASTORAL

La vida fervorosa de ascesis y oración, de que os hemos hablado, Venerables Hermanos, manifiesta además el secreto del celo pastoral de San Juan María Vianney y la sorprendente eficacia sobrenatural de su ministerio. «Recuerde, además, el sacerdote —escribía Nuestro Predecesor, de f.m., Pío XII— que su ministerio será tanto más fecundo cuanto más estrechamente esté él unido a Cristo y se guíe en la acción por el espíritu de Cristo» [70]. La vida del Cura de Ars confirma una vez más esta gran ley de todo apostolado, fundado en la palabra misma de Jesucristo: «Sin mí nada podéis hacer» [71].

Es evidente que no se trata aquí de recordar toda la admirable historia de este humilde cura de pueblo, cuyo confesionario durante treinta años se vio asediado por multitudes tan numerosas que algunos espíritus fuertes de la época osaron acusarle de perturbar el siglo XIX [72], tampoco creemos oportuno tratar aquí de sus métodos de apostolado, no siempre aplicables al apostolado contemporáneo. Nos basta recordar sobre este punto que el Santo Cura fue en su tiempo un modelo de celo pastoral en aquella aldea de Francia, donde la fe y las costumbres se resentían todavía de los trastornos de la Revolución. «No, hay mucho amor de Dios en esa parroquia; ya lo introducirá usted» [73], le dijeron al enviarle a ella. Apóstol infatigable, lleno de iniciativas para ganar la juventud y santificar los hogares, atento a las humanas necesidades de sus ovejas, cercano a su vida, solícito en prodigarse sin medida por la fundación de escuelas cristianas y en favor de las misiones parroquiales, él fue, en verdad, para su pequeña grey, el buen pastor que conoce a sus ovejas, que las libera de los peligros y las guía con autoridad y con prudencia. Sin darse cuenta, tejía tal vez su propio elogio, cuando así exclamó en uno de sus sermones: «Un buen pastor, un pastor según el corazón de Dios: ved el mayor tesoro que la bondad de Dios puede conceder a una parroquia» [74].

El ejemplo del Cura de Ars conserva un valor permanente y universal en tres puntos esenciales que Nos place, Venerables Hermanos, proponer ahora a vuestra consideración.

Lo que primeramente llama la atención es el sentido profundo que él tenía de su responsabilidad pastoral. La humildad y el conocimiento sobrenatural que tenía sobre el valor de las almas, le hicieron llevar con temor su oficio de párroco. «Amigo mío —confiaba en cierto día a un compañero—, ¡no sabéis lo que es para un párroco presentarse ante el tribunal de Dios!» [75]. Y bien conocido es su deseo, que tanto tiempo le atormentó, de retirarse a un lugar solitario para llorar allí su pobre vida, y cómo la obediencia y el celo de las almas le hicieron volver cada vez a su puesto.

Pero si en algunos momentos estuvo tan agobiado por la carga que le resultaba excepcionalmente pesada, fue, en verdad, a causa de la idea heroica que tenía de su deber y de su responsabilidad de pastor. «Dios mío —oraba en sus, primeros años—, concededme la conversión de mi parroquia; acepto sufrir lo que queráis durante todo el tiempo de mi vida» [76]. Obtuvo del cielo aquella conversión. Pero más tarde declaraba: «Si, cuando vine a Ars, hubiese previsto los sufrimientos que me esperaban, en el acto me hubiese muerto de aprensión» [77]. A ejemplo de los apóstoles de todos los tiempos, veía en la cruz el gran medio sobrenatural para cooperar a la salvación de las almas que le estaban confiadas. Sin lamentarse, por ellas sufría las calumnias, las incomprensiones, las contradicciones; por ellas aceptó el verdadero martirio físico y moral de una presencia casi ininterrumpida en el confesionario, día por día, durante treinta años; por ellas luchó como atleta del Señor contra los poderes infernales; por ellas, mortificó su cuerpo. Y bien conocida es la respuesta que dio a un compañero, cuando éste se quejaba de la poca eficacia de su ministerio: «Habéis orado, habéis llorado, gemido y suspirado. Pero ¿habéis ayunado, habéis velado, habéis dormido en el suelo, os habéis disciplinado? Mientras a ello no neguéis, no creáis haberlo hecho todo» [78].

Nos dirigimos a todos los sacerdotes con cura de almas y les conjuramos a que escuchen estas palabras tan vehementes. Cada uno, según la sobrenatural prudencia que debe siempre regular nuestras acciones, examine su propia conducta con relación al pueblo confiado a su pastoral solicitud. Sin dudar nunca de la divina misericordia que viene en ayuda de nuestra debilidad, considere a la luz de los ejemplos de San Juan María Vianney su propia responsabilidad. «La gran desgracia para nosotros los párrocos —deploraba el Santo— es que el alma se atrofia», y él entendía por esto un peligroso habituarse del pastor al estado de pecado en que viven muchas de sus ovejas. Y aún más, para mejor seguir en la escuela del Cura de Ars, que «estaba convencido de que para hacer bien a los hombres es necesario amarles» [79], que cada uno se pregunte a sí mismo, sobre la caridad de que está animado hacia aquellos por los que ha de responder ante Dios y por los que Cristo murió.

Bien es cierto que la libertad de los hombres o determinados acontecimientos independientes de su voluntad pueden a veces oponerse a los esfuerzos de los mayores santos. Pero el sacerdote tiene el deber de recordar que, según los designios insondables de la Divina Providencia, la suerte de muchas almas está ligada a su celo pastoral y al ejemplo de su vida. Y este pensamiento ¿no bastará para provocar una saludable inquietud en los tibios y para estimular a los más fervorosos?

«Siempre dispuesto a responder a las necesidades de las almas» [80], San Juan María Vianney brilló como buen pastor en procurarles con abundancia el alimento primordial de la verdad religiosa. Durante toda su vida fue predicador y catequista.

Bien conocido es el trabajo ímprobo y perseverante que se impuso para satisfacer plenamente a este deber de oficio, primum et maximum officium, según el Concilio de Trento. Sus estudios, hechos tardíamente, fueron laboriosos; y sus sermones le costaron al principio muchas vigilias. Pero ¡qué ejemplo para los ministros de la palabra de Dios! Algunos se apoyarían de buen grado en la poca instrucción de San Juan María, para disculparse a sí mismos de la falta de interés por los estudios. Mejor sería que imitasen el esfuerzo del Santo Cura, para hacerse digno de un tan gran ministerio, según la medida de los dones que le habían sido conferidos; por otra parte, éstos no eran tan escasos como a veces se anda diciendo, porque «él tenía una inteligencia muy serena y clara» [81]. En todo caso, cada sacerdote tiene el deber de adquirir y cultivar los conocimientos generales y la ciencia teológica proporcionada a su capacidad y a sus funciones. ¡Quiera Dios que los pastores de almas hagan siempre cuanto el Cura de Ars hizo para desarrollar las posibilidades de su inteligencia y memoria. y sobre todo para sacar luces del libro más rico de ciencia que pueda leerse, la cruz de Cristo! Su Obispo decía de él a algunos de sus detractores: «No sé si es docto, pero es claro» [82].

Con mucha razón, pues, Nuestro Predecesor, de f. m., Pío XII, no dudaba en señalar a este humilde cura de pueblo como modelo para los predicadores de la Ciudad Eterna. «El Santo Cura de Ars no tenía ciertamente el genio natural de un Segneri o de un Bossuet, pero la convicción viva, clara, profunda de que estaba animado, vibraba, brillaba en sus ojos, sugería a su fantasía y a su sensibilidad ideas, imágenes, comparaciones justas, apropiadas, deliciosas, que habrían cautivado a un San Francisco de Sales. Tales predicadores conquistan verdaderamente a su auditorio. Quien está lleno de Cristo, no encontrará difícil ganar a los demás para Cristo» [83]. Estas palabras describen maravillosamente al Cura de Ars como catequista y predicador. Y cuando, al final ya de su vida, su voz debilitada no podía llegar a todo el auditorio, todavía su mirada de fuego, sus lágrimas, sus exclamaciones de amor a Dios, y sus expresiones de dolor ante el solo pensamiento del pecado, convertían a los fieles aglomerados a los pies del púlpito. ¿Cómo no quedar cautivados por el testimonio de una vida tan totalmente consagrada al amor de Cristo?

Hasta su santa muerte, San Juan María Vianney fue de ese modo fiel en instruir a su pueblo y a los peregrinos que llenaban su iglesia, denunciando «opportune, importune» [84] el mal bajo todas sus formas y, sobre todo, elevando las almas hacia Dios, porque «prefería mostrar el aspecto atrayente de la virtud más bien que la fealdad del vicio» [85]. Este humilde sacerdote había en realidad comprendido en grado no común la dignidad y la grandeza del ministerio de la palabra de Dios: «Nuestro Señor que es la misma Verdad —decía— no tiene menor cuidado de su palabra que de su Cuerpo».

Bien se comprende, pues, la alegría de Nuestros Predecesores al ofrecer este pastor de almas como modelo a los sacerdotes, porque es de suma importancia que el clero sea, siempre y doquier, fiel a su deber de enseñar. «Importa mucho —decía a propósito San Pío X— asentar bien e insistir en este punto esencial: que para todo sacerdote éste es el deber más grave, más estricto, que le obliga» [86].

Este vibrante llamamiento, constantemente renovado por Nuestros Predecesores, y del que se hace eco el Derecho Canónico [87], también Nos, a Nuestra vez, os lo dirigimos, Venerables Hermanos, en este Centenario del santo catequista y predicador de Ars. Estimulamos los intentos, hechos con prudencia y bajo vuestra vigilancia, en diversos países para mejorar las condiciones de la enseñanza religiosa, así para jóvenes como para adultos, en sus diferentes formas y teniendo cuenta de los diversos ambientes. Mas, por muy útiles que sean tales trabajos, Dios nos recuerda en este Centenario del Cura de Ars el irresistible poder apostólico de un sacerdote que, tanto con su vida como con sus palabras, da testimonio de Cristo crucificado «non in persuasibilibus humanae sapientiae verbis, sed in ostensione spiritus et virtutis» [88].

Nos queda, finalmente, evocar, en la vida de San Juan María Vianney, aquella forma de ministerio pastoral, que le fue como un largo martirio, y es su gloria: la administración del sacramento de la Penitencia donde brilló con particular esplendor y produjo frutos muy copiosos y saludables. «Ordinariamente pasaba él unas quince horas en el confesionario. Este trabajo cotidiano comenzaba a la una o dos de la mañana y no terminaba si no de noche» [89]. Y cuando cayó, agotado ya, cinco días antes de su muerte, los últimos penitentes se apiñaban junto a la cabecera del moribundo. Se calcula que hacia el final de su vida el número anual de los peregrinos alcanzaba la cifra de ochenta mil. [90]

Con dificultad se imaginan las molestias, las incomodidades, los sufrimientos físicos de estas interminables "sentadas" en el confesionario para un hombre ya agotado, por los ayunos, mortificaciones, enfermedades, falta de reposo y de sueño. Pero, sobre todo, él estuvo moralmente como oprimido por el dolor. Escuchad este lamento suyo: «Se ofende tanto al buen Dios, que vendría la tentación de invocar el fin del mundo. Necesario es venir a Ars, para saber lo que es el pecado... No se sabe qué hacer, nada se puede hacer sino llorar y rezar». Se olvidaba el Santo de añadir que también él tomaba sobre sí mismo una parte de la expiación: «Cuanto a mí —confiaba a uno que lo pedía consejo— les señalo una pequeña penitencia, y el resto lo cumplo yo en su lugar» [91].

Mas lo acerbo de su pena y la vehemencia de su palabra provienen menos del temor de las penas eternas que amenazan al pecador impenitente, que de la emoción experimentada por el pensamiento del amor divino desconocido y ofendido. Ante la obstinación del pecador y su ingratitud hacia un Dios tan bueno, las lágrimas manaban de sus ojos. «Oh, amigo mío –decía—, lloro yo precisamente por lo que no lloráis vos» [94]. En cambio, ¡con qué delicadeza y con qué fervor hace renacer la esperanza en los corazones arrepentidos! Para ellos se hace incansablemente ministro de la misericordia divina, la cual, como él decía, es poderosa «como, un torrente desbordado que arrastra los corazones a su paso» [95] y más tierna que la solicitud de una madre, porque Dios está «pronto a perdonar más aún que lo estaría una madre para sacar del fuego a un hijo suyo» [96].

Los pastores de almas se esforzarán, pues, a ejemplo del Cura de Ars, por consagrarse, con competencia y entrega, a este ministerio tan importante, porque fundamentalmente es aquí donde la misericordia divina triunfa sobre la malicia de los hombres y donde el pecador se reconcilia con su Dios.

Téngase también presente que Nuestro predecesor Pío XII ha condenado con fuertes palabras la opinión errónea, según la cual no se habría de tener muy en cuenta la confesión de los pecados veniales: «Para progresar cada día con mayor fervor en el camino de la perfección, queremos recomendar con mucho encarecimiento el piadoso uso de la confesión frecuente, introducido por la Iglesia no sin una inspiración del Espíritu Santo» [97]. Finalmente, Nos queremos confiar que los ministros del Señor serán ellos mismos los primeros, según las prescripciones del Derecho Canónico [98], en acudir regular y fervientemente al sacramento de la Penitencia, tan necesario para su propia santificación, y que tendrán muy en cuenta las apremiantes insistencias de Pío XII, que muchas veces y entrañablemente creyó deber suyo el dirigirles sobre esto [99].

[70] Menti Nostrae, AAS 42 (1950) 676.
[71] Jn 15,5.
[72] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 227, p. 629.
[73] Cf. Ibid., t. 227, p. 15.
[74] Cf. Sermons, l.c., t 2, 86.
[75] Cf Archivo secreto Vaticano t. 227, p. 1210.
[76] Cf. Ibid., t. 227, p. 53.
[77] Cf. Ibid., t. 227, p. 991.
[78] Cf. Ibid., t. 227, p. 53.
[79] Cf. Ibid., t. 227, p. 1002.

[80] Cf. Ibid., t. 227, p. 580.
[81] Cf. Ibid., t. 3897, p. 444.
[82] Cf. Ibid., t. 3897, p. 272.
[83] Cf. Discurso, 16 de marzo 1946: AAS 38 (1946), 186.
[84] 2 Tim 4, 2.
[85] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 227, p. 185.
[86] Cf. Encíclica Acerbo nimis; Acta Pii X, 2, 75.
[87] C.I.C. can. 1330-1332.
[88] 1 Cor 2, 4.
[89] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 227, p. 18.
[90] Cf. Ibidem.
[91] Cf. Ibid., t. 227, p. 1018.
[94] Cf. Ibid., t. 227, p. 999.
[95] Cf. Ibid., t. 227, p. 978.
[96] Cf. Ibid., t. 3900, p. 1554.
[97] Enciclica Mystici Corporis; AAS 35 (1943), 235.
[98] C.I.C. can 125 §1.
[99] Enciclica Mystici Corporis; AAS 35 (1943), 235; encíclica Mediator Dei; AAS 39 (1947), 585; exhort. apost. Menti Nostrae; AAS 42 (1950), 674.

CONCLUSIÓN

Al terminar esta Carta, Venerables Hermanos, deseamos deciros toda Nuestra muy dulce esperanza de que, con la gracia de Dios, este Centenario de la muerte del Santo Cura de Ars pueda despertar en cada sacerdote el deseo de cumplir más generosamente su ministerio y, sobre todo, su «primer deber de sacerdote, esto es, el deber de alcanzar la propia santificación» [100].

Cuando, desde estas alturas del Supremo Pontificado, donde la Providencia Nos ha querido colocar, consideramos la inmensa expectación de las almas, los graves problemas de la evangelización en tantos países y las necesidades religiosas de las poblaciones cristianas, siempre y doquier se presenta a Nuestra mirada la figura del sacerdote. Sin él, sin su acción cotidiana, ¿qué sería de las iniciativas, aun las más adaptadas a las necesidades de la hora presente? ¿Qué harían aún los más generosos apóstoles del laicado? Y precisamente a estos sacerdotes tan amados y sobre los que se fundan tantas esperanzas para el progreso de la Iglesia, Nos atrevemos a pedirles, en nombre de Cristo Jesús, una íntegra fidelidad a las exigencias espirituales de su vocación sacerdotal.

Avaloren Nuestro llamamiento estas palabras, llenas de sabiduría, de San Pío X: «Para hacer reinar a Jesucristo en el mundo, ninguna cosa es tan necesaria como la santidad del clero, para que con su ejemplo, con la palabra y con la ciencia sea guía de los fieles» [101]. Casi lo mismo decía San Juan María Vianney a su Obispo: «Si queréis convertir vuestra diócesis, habéis de hacer santos a todos vuestros párrocos».

A vosotros, Venerables Hermanos, que tenéis la responsabilidad de la santificación de vuestros sacerdotes, os recomendamos que les ayudéis en las dificultades, a veces muy graves, de su vida personal y de su ministerio. ¿Qué, no puede hacer un Obispo que ama a sus sacerdotes, si se ha conquistado su confianza, si los conoce, si los sigue de cerca y los guía con autoridad siempre firme y siempre paternal? Pastores de todas las diócesis, sedlo sobre todo y de modo particular para quienes tan estrechamente colaboran con vosotros y con quienes os unen vínculos tan sagrados.

A todos los fieles pedimos también en este año centenario, que rueguen por los sacerdotes y que contribuyan, en cuanto puedan, a su santificación. Hoy los cristianos fervientes esperan mucho del sacerdote. Ellos quieren ver en él —en un mundo donde triunfan el poder del dinero, la seducción de los sentidos, el prestigio de la técnica— un testigo del Dios invisible, un hombre de fe, olvidado de sí mismo y lleno de caridad. Sepan tales cristianos que ellos pueden influir mucho en la fidelidad de sus sacerdotes a tal ideal, con el religioso respeto a su carácter sacerdotal, con una más exacta comprensión de su labor pastoral y de sus dificultades y con una más activa colaboración a su apostolado.

Finalmente, dirigimos una mirada llena de afecto y repleta de esperanza a la juventud cristiana. La mies es mucha, mas los operarios son pocos [102]. En muchas regiones los apóstoles, consumidos por las fatigas, con vivísimo deseo esperan a quien les sustituirá. Pueblos enteros sufren un hambre espiritual, mucho más grave aún que la material; ¿quién les llevará el celestial alimento de la verdad y de la vida? Tenemos firme confianza de que la juventud de nuestro siglo no será menos generosa en responder al llamamiento del Maestro que la de los tiempos pasados. No cabe duda de que a veces la situación del sacerdote es difícil. No es de maravillar que sea el primer expuesto en la persecución de los enemigos de la Iglesia, porque, decía el Cura de Ars, cuando se trata de destruir la religión, se comienza atacando al sacerdote. Mas, no obstante estas gravísimas dificultades, nadie dude de la suerte, altamente dichosa que es la herencia del sacerdote fervoroso, llamado por Jesús Salvador a colaborar en la más santa de las empresas: la redención de las almas y el crecimiento del Cuerpo Místico. Las familias cristianas valoren, pues, su responsabilidad, y con alegría y agradecimiento den sus hijos para el servicio de la Iglesia. No pretendemos desarrollar aquí este llamamiento, que también es el vuestro, Venerables Hermanos. Porque estamos bien seguros de que comprenderéis y participaréis en la angustia de Nuestro corazón y en la fuerza de convicción que en Nuestras palabras desearíamos poner. A San Juan María Vianney confiamos esta causa tan grave, de la cual depende lo futuro de tantos millares de almas.

Y ahora dirigimos Nuestra mirada hacia la Virgen Inmaculada. Poco antes de que el Cura de Ars terminase su carrera tan llena de méritos. Ella se había aparecido en otra región de Francia a una joven humilde y pura, para comunicarle un mensaje de oración y de penitencia, cuya inmensa resonancia espiritual es bien conocida desde hace un siglo. En realidad, la vida de este sacerdote cuya memoria celebramos, era anticipadamente una viva ilustración de las grandes verdades sobrenaturales enseñadas a la vidente de Massabielle. Él mismo sentía una devoción vivísima hacia la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen; él, que ya en 1836 había consagrado su parroquia a María concebida sin pecado, y que con tanta fe y alegría había de acoger la definición dogmática de 1854 [103].

También Nos complacemos en unir Nuestro pensamiento y Nuestra gratitud hacia Dios en estos dos Centenarios, de Lourdes y de Ars, que providencialmente se suceden y que tanto honran a la Nación querida de Nuestro corazón, a la que pertenecen aquellos lugares santísimos. Acordándonos de los muchos beneficios recibidos y con la esperanza de nuevos favores, hacemos Nuestra la invocación mariana que era tan familiar al Santo Cura de Ars:

«Sea bendita la Santísima e Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María, Madre de Dios! ¡Que las naciones todas glorifiquen, que toda la tierra invoque y bendiga a vuestro Corazón Inmaculado!» [104].

Con la viva esperanza de que este Centenario de la muerte de San Juan María Vianney pueda suscitar en todo el mundo una renovación de fervor entre los sacerdotes y entre los jóvenes llamados al sacerdocio, y consiga también atraer, más viva y operante, la atención de todo fiel hacia los problemas que se refieren a la vida y al ministerio de los sacerdotes, a todos, y en primer lugar a vosotros, Venerables Hermanos, impartimos de corazón, como prenda de las gracias celestiales y testimonio de Nuestra benevolencia, la Bendición Apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 1 de agosto de 1959, año primero de Nuestro Pontificado.

IOANNES PP. XXIII

[102] Cf. Mt 9, 37.
[103] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 227, p. 90.
[104] Cf. Archivo secreto Vaticano, t. 227, p.1021.


martes, 26 de marzo de 2019

Papa Francisco, Catequesis sobre la Santa Misa (14), 21-marzo-2018.

PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL
Plaza de San Pedro, Miércoles, 21 de marzo de 2018


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Y hoy es el primer día de primavera: ¡buena primavera! Pero, ¿qué sucede en primavera? Florecen las plantas, florecen los árboles. Yo os haré alguna pregunta. ¿Un árbol o una planta enfermos, florecen bien si están enfermos? ¡No! Un árbol, una planta que ha cortado las raíces y que no tiene raíces, ¿puede florecer? No. Pero, ¿sin raíces se puede florecer? ¡No! Y este es un mensaje: la vida cristiana debe ser una vida que debe florecer en las obras de caridad, al hacer el bien. Pero si tú no tienes raíces, no podrás florecer y, ¿la raíz quien es? ¡Jesús! Si tú no estás con Jesús, allí, en la raíz, no florecerás. Si no riegas tu vida con la oración y los sacramentos, ¿tendrás flores cristianas? ¡No! Porque la oración y los sacramentos riegan las raíces y nuestra vida florece. Os deseo que esta primavera para vosotros sea una primavera florida, como será la Pascua florida. Florida de buenas obras, de virtud, de hacer el bien a los demás. Recordad esto, este es un verso muy hermoso de mi patria: «Lo que el árbol tiene de florecido, viene de lo que tiene de enterrado». Nunca cortéis las raíces con Jesús.

Y continuamos ahora con la catequesis sobre la santa misa. La celebración de la misa, de la que estamos recorriendo los varios momentos, está encaminada a la Comunión, es decir, a unirnos con Jesús. La comunión sacramental: no la comunión espiritual, que puedes hacerla en tu casa diciendo: «Jesús, yo quisiera recibirte espiritualmente». No, la comunión sacramental, con el cuerpo y la sangre de Cristo. Celebramos la eucaristía para nutrirnos de Cristo, que se nos da a sí mismo, tanto en la Palabra como en el Sacramento del altar, para conformarnos a Él. Lo dice el Señor mismo: «El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él» (Juan 6, 56). De hecho, el gesto de Jesús que dona a sus discípulos su Cuerpo y Sangre en la última Cena, continúa todavía hoy a través del ministerio del sacerdote y del diácono, ministros ordinarios de la distribución a los hermanos del Pan de la vida y del Cáliz de la salvación.

En la misa, después de haber partido el Pan consagrado, es decir, el cuerpo de Jesús, el sacerdote lo muestra a los fieles invitándoles a participar en el banquete eucarístico. Conocemos las palabras que resuenan desde el santo altar: «Dichosos los invitados a la Cena del Señor: he aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo». Inspirado en un pasaje del Apocalipsis —«Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero» (Apocalipsis 19, 9): dice «bodas» porque Jesús es el esposo de la Iglesia— esta invitación nos llama a experimentar la íntima unión con Cristo, fuente de alegría y de santidad. Es una invitación que alegra y juntos empuja hacia un examen de conciencia iluminado por la fe. Si por una parte, de hecho, vemos la distancia que nos separa de la santidad de Cristo, por la otra creemos que su Sangre viene «esparcida para la remisión de los pecados». Todos nosotros fuimos perdonados en el bautismo y todos nosotros somos perdonados o seremos perdonados cada vez que nos acercamos al sacramento de la penitencia. Y no os olvidéis: Jesús perdona siempre. Jesús no se cansa de perdonar. Somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón. Precisamente pensando en el valor salvador de esa Sangre, san Ambrosio exclama: «Yo que peco siempre, debo siempre disponer de la medicina» (De sacramentis, 4, 28: PL 16, 446a). En esta fe, también nosotros queremos la mirada al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo y lo invocamos: «oh, Señor, no soy digno de que entres en mi casa: pero una palabra bastará para sanarme». Esto lo decimos en cada Misa.

Si somos nosotros los que nos movemos en procesión para hacer la comunión, nosotros vamos hacia el altar en procesión para hacer la comunión, en realidad es Cristo quien viene a nuestro encuentro para asimilarnos a él. ¡Hay un encuentro con Jesús! Nutrirse de la eucaristía significa dejarse mutar en lo que recibimos. Nos ayuda san Agustín a comprenderlo, cuando habla de la luz recibida al escuchar decir de Cristo: «Manjar soy de grandes: crece y me comerás. Y tú no me transformarás en ti como al manjar de tu carne, sino tú te transformarás en mí» (Confesiones VII, 10, 16: pl 32, 742). Cada vez que nosotros hacemos la comunión, nos parecemos más a Jesús, nos transformamos más en Jesús. Como el pan y el vino se convierten en Cuerpo y Sangre del Señor, así cuantos le reciben con fe son transformados en eucaristía viviente. Al sacerdote que, distribuyendo la eucaristía, te dice: «El Cuerpo de Cristo», tú respondes: «Amén», o sea reconoces la gracia y el compromiso que conlleva convertirse en Cuerpo de Cristo. Porque cuando tú recibes la eucaristía te conviertes en cuerpo de Cristo. Es bonito, esto; es muy bonito. Mientras nos une a Cristo, arrancándonos de nuestros egoísmos, la comunión nos abre y une a todos aquellos que son una sola cosa en Él. Este es el prodigio de la comunión: ¡nos convertimos en lo que recibimos!

La Iglesia desea vivamente que también los fieles reciban el Cuerpo del Señor con hostias consagradas en la misma misa; y el signo del banquete eucarístico se expresa con mayor plenitud si la santa comunión se hace bajo las dos especies, incluso sabiendo que la doctrina católica enseña que bajo una sola especie se recibe a Cristo todo e íntegro (cf. Instrucción General del Misal Romano, 85; 281-282). Según la praxis eclesial, el fiel se acerca normalmente a la eucaristía en forma de procesión, como hemos dicho, y se comunica en pie con devoción, o de rodillas, como establece la Conferencia Episcopal, recibiendo el sacramento en la boca o, donde está permitido, en la mano, como se prefiera (cf. IGMR, 160-161). Después de la comunión, para custodiar en el corazón el don recibido nos ayuda el silencio, la oración silenciosa. Prologar un poco ese momento de silencio, hablando con Jesús en el corazón nos ayuda mucho, como también cantar un salmo o un himno de alabanza (cf. IGMR, 88) que nos ayuda a estar con el Señor. La Liturgia eucarística se concluye con la oración después de la comunión. En esta, en nombre de todos, el sacerdote se dirige a Dios para darle las gracias por habernos hecho sus comensales y pedir que lo que hemos recibido transforme nuestra vida. La eucaristía nos hace fuertes para dar frutos de buenas obras para vivir como cristianos. Es significativa la oración de hoy, en la que pedimos al Señor que «el sacramento que acabamos de recibir sea medicina para nuestra debilidad, sane las enfermedades de nuestro espíritu y nos asegure tu constante protección» (Misal Romano, Miércoles de la V semana de Cuaresma).

Acerquémonos a la eucaristía: recibir a Jesús que nos trasforma en Él, nos hace más fuertes. ¡Es muy bueno y muy grande el Señor!

lunes, 18 de marzo de 2019

Papa Francisco, Catequesis sobre la Santa Misa (13), 14-marzo-2018.

PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL
Plaza de San Pedro, Miércoles, 14 de marzo de 2018


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Continuamos con la catequesis sobre la santa misa. En la Última Cena, después de que Jesús tomó el pan y el cáliz del vino, y dio gracias a Dios, sabemos que «partió el pan». A esta acción corresponde, en la Liturgia Eucarística de la misa, la fracción del Pan, precedida por la oración que el Señor nos ha enseñado, es decir, por el «Padre Nuestro».

Y así comenzamos los ritos de la Comunión, prolongando la alabanza y la súplica de la Oración eucarística con el rezo comunitario del «Padre Nuestro». Esta no es una de las muchas oraciones cristianas, sino que es la oración de los hijos de Dios: es la gran oración que nos enseñó Jesús. De hecho, entregado el día de nuestro bautismo, el «Padre Nuestro» nos hace resonar en nosotros esos mismos sentimientos que estaban en Cristo Jesús. Cuando nosotros rezamos el «Padre Nuestro», rezamos como rezaba Jesús. Es la oración que hizo Jesús, y nos la enseñó a nosotros; cuando los discípulos le dijeron: «Maestro, enséñanos a rezar como tú rezas. Y Jesús rezaba así. ¡Es muy hermoso rezar como Jesús! Formados en su divina enseñanza, osamos dirigirnos a Dios llamándolo «Padre» porque hemos renacido como sus hijos a través del agua y el Espíritu Santo (cf. Efesios 1, 5). Ninguno, en realidad, podría llamarlo familiarmente «Abbà» —«Padre»— sin haber sido generado por Dios, sin la inspiración del Espíritu, como enseña san Pablo (cf. Romanos 8, 15). Debemos pensar: nadie puede llamarlo «Padre» sin la inspiración del Espíritu. Cuántas veces hay gente que dice «Padre Nuestro», pero no sabe qué dice. Porque sí, es el Padre, ¿pero tú sientes que cuando dices «Padre» Él es el Padre, tu Padre, el Padre de la humanidad, el Padre de Jesucristo? ¿Tú tienes una relación con ese Padre? Cuando rezamos el «Padre Nuestro», nos conectamos con el Padre que nos ama, pero es el Espíritu quien nos da ese vínculo, ese sentimiento de ser hijos de Dios. ¿Qué oración mejor que la enseñada por Jesús puede disponernos a la Comunión sacramental con Él? Más allá de en la misa, el «Padre Nuestro» debe rezarse por la mañana y por la noche, en los Laudes y en las Vísperas; de tal modo, el comportamiento filial hacia Dios y de fraternidad con el prójimo contribuyen a dar forma cristiana a nuestros días.

En la oración del Señor —en el «Padre nuestro»— pidamos el «pan cotidiano», en el que vemos una referencia particular al Pan Eucarístico, que necesitamos para vivir como hijos de Dios. Imploramos también el «perdón de nuestras ofensas» y para ser dignos de recibir el perdón de Dios nos comprometemos a perdonar a quien nos ha ofendido. Y esto no es fácil. Perdonar a las personas que nos han ofendido no es fácil; es una gracia que debemos pedir: «Señor, enséñame a perdonar como tú me has perdonado». Es una gracia. Con nuestras fuerzas nosotros no podemos: es una gracia del Espíritu Santo perdonar. Así, mientras nos abre el corazón a Dios, el «Padre nuestro» nos dispone también al amor fraternal. Finalmente, le pedimos nuevamente a Dios que nos «libre del mal» que nos separa de Él y nos separa de nuestros hermanos. Entendemos bien que estas son peticiones muy adecuadas para prepararnos para la Sagrada Comunión (cf. Instrucción General del Misal Romano, 81). De hecho, lo que pedimos en el «Padre nuestro» se prolonga con la oración del sacerdote que, en nombre de todos, suplica: «Líbranos, Señor, de todos los males, danos la paz en nuestros días». Y luego recibe una especie de sello en el rito de la paz: lo primero, se invoca por Cristo que el don de su paz (cf. Juan 14, 27) —tan diversa de la paz del mundo— haga crecer a la Iglesia en la unidad y en la paz, según su voluntad; por lo tanto, con el gesto concreto intercambiado entre nosotros, expresamos «la comunión eclesial y la mutua caridad, antes de la comunión sacramental» (IGMR, 82). En el rito romano, el intercambio de la señal de paz, situado desde la antigüedad antes de la comunión, está encaminado a la comunión eucarística. Según la advertencia de san Pablo, no es posible comunicarse con el único pan que nos hace un solo cuerpo en Cristo, sin reconocerse a sí mismos pacificados por el amor fraterno (cf. 1 Corintios 10, 16-17; 11, 29). La paz de Cristo no puede arraigarse en un corazón incapaz de vivir la fraternidad y de recomponerla después de haberla herido. La paz la da el Señor: Él nos da la gracia de perdonar a aquellos que nos han ofendido.

El gesto de la paz va seguido de la fracción del Pan, que desde el tiempo apostólico dio nombre a la entera celebración de la Eucaristía (cf. IGMR, 83; Catequismo de la Iglesia Católica, 1329). Cumplido por Jesús durante la Última Cena, el partir el Pan es el gesto revelador que permitió a los discípulos reconocerlo después de su resurrección. Recordemos a los discípulos de Emaús, los que, hablando del encuentro con el Resucitado, cuentan «cómo le habían conocido en la fracción del pan» (cf. Lucas 24, 30-31.35).

La fracción del Pan eucarístico está acompañada por la invocación del «Cordero de Dios», figura con la que Juan Bautista indicó en Jesús al «que quita el pecado del mundo» (Juan 1, 29). La imagen bíblica del cordero habla de la redención (cf. Esdras 12, 1-14; Isaías 53, 7; 1 Pedro 1, 19; Apocalipsis 7, 14). En el Pan eucarístico, partido por la vida del mundo, la asamblea orante reconoce al verdadero Cordero de Dios, es decir, el Cristo redentor y le suplica: «ten piedad de nosotros... danos la paz».

«Ten piedad de nosotros», «danos la paz» son invocaciones que, de la oración del «Padre nuestro» a la fracción del Pan, nos ayudan a disponer el ánimo a participar en el banquete eucarístico, fuente de comunión con Dios y con los hermanos. No olvidemos la gran oración: lo que Jesús enseñó, y que es la oración con la cual Él rezaba al Padre. Y esta oración nos prepara para la comunión.

miércoles, 13 de marzo de 2019

San Pablo VI, Carta Apostólica "Summi Dei Verbum" (4-noviembre-1963).

CARTA APOSTÓLICA "SUMMI DEI VERBUM" (4-noviembre-1963)
DE SU SANTIDAD EL PAPA PABLO VI


A LOS PATRIARCAS, PRIMADOS, ARZOBISPOS Y OBISPOS DEL ORBE CATÓLICO, CON MOTIVO DEL IV CENTENARIO DE LA CONSTITUCIÓN DE LOS SEMINARIOS POR EL CONCILIO ECUMÉNICO DE TRENTO

Venerables hermanos, saludo y bendición apostólica:

El Verbo de Dios, “luz verdadera que ilumina a todos los hombres que vienen al mundo” (Jn 1, 9), queriendo hacerse hombre por nuestra salvación, y habitar entre nosotros para mostrarnos la “gloria, que como unigénito tiene del Padre, lleno de gracia y de verdad” (ibíd. 1, 14), se dignó vivir escondido durante treinta años en la humilde casita de Nazaret, para preparar dignamente su misión apostólica con la oración y el trabajo, y darnos ejemplo de todas las virtudes, Así, pues, bajo la mirada amorosa de su padre adoptivo, José, y de su santísima madre, María, el niño Jesús “crecía en sabiduría, edad y gracia, delante de Dios y de los hombres” (Lc 2, 52).

Pues bien, si imitar al Verbo encarnado es obligación de todos los cristianos, se impone de forma especial a los que Él ha llamado para ser sus representantes ante los hombres con la predicación de la doctrina evangélica, la administración de los sacramentos, y también, en primer término con la santidad de vida.

Precedentes históricos de la constitución de los seminarios

La autoridad de la Iglesia, consciente del sagrado deber que tienen los ministros de Cristo de aparecer ante los hombres como maestros de la virtud, primero con el ejemplo y en segundo lugar con la palabra, para ser en realidad “sal de la tierra... y luz del mundo” (Mt 5, 15), ha mostrado particulares cuidados en la instrucción y educación de la juventud destinada al sacerdocio. Tenemos de esto un autorizado testimonio de San León Magno, que escribe: “Venerandas son las prescripciones de los padres hablando de la elección de los sacerdotes, que solamente consideraron aptos para el sagrado ministerio, a los que, después de una larga etapa en cada uno de los grados de los divinos oficios, demostraron probada experiencia, para poder dar testimonio de su vida con sus obras” [1]. Concilios generales y particulares fijaron luego las tradiciones ininterrumpidas, precisando paso a paso una legislación y una praxis, que serían en el futuro norma sagrada para toda la Iglesia. Bastaría citar a este respecto las precisas prescripciones de los Concilios Lateranenses III y IV [2]

Motivos de la institución de los seminarios

Pero desgraciadamente, debido a la malicia del mundo que cada vez más se iba extendiendo en el ambiente eclesiástico, y al espíritu pagano que empezaba a renacer en las aulas donde se educaba la juventud, las precedentes normas dictadas por la Iglesia para la preparación de los futuros sacerdotes, resultaron inadecuadas. Por esta razón en los siglos XV y XVI se advirtió con urgencia la necesidad de una reforma general de las costumbres en la Iglesia de Cristo, y el apremio por preservar a los jóvenes levitas de los peligros que les amenazaban, asegurándoles una formación conveniente en lugares apropiados, bajo la guía de sabios educadores y maestros.

[1] Epis. 12, PL 54, 650.
[2] Mansi, Ampliss. Concil. Collect., XXII, 227, 999, 1013.



La institución de los seminarios por el Concilio de Trento

En Roma, en el siglo XV, trataron de acudir a tan urgente y fundamental necesidad de la Iglesia, los cardenales Domingo Capránica y Esteban Nardini, con la fundación de los Colegios que llevan sus nombres; en el siglo siguiente San Ignacio de Loyola, al fundar en Roma los dos célebres Colegios Romano y Germánico, uno para profesores y el otro para los alumnos. Por la misma época el cardenal Reinaldo Pote, arzobispo de Canterbury, después de haber exhortado a los obispos de Cambray y de Tournay a imitar el ejemplo de San Ignacio, estudió para Inglaterra su famoso decreto sobre los seminarios, que, aprobado por el Sínodo de Londres de 1556 y publicado el 10 de febrero del mismo año, sirvió de modelo a la ley dictada, pocos años después, por el Concilio de Trento para la Iglesia universal, por el capítulo 18 del decreto “De Reformatione”, aprobado el 15 de julio de 1563 [3].

Por ello este año se conmemora el IV centenario de un acontecimiento tan importante para la historia de la Iglesia católica. Centenario aún más digno de ser dignamente conmemorado por coincidir con la celebración del Concilio Ecuménico Vaticano II, en el que la Iglesia, preocupada en dictar oportunos decretos para promover la renovación de las costumbres del pueblo cristiano, habrá de dedicar particulares atenciones a un sector de vital interés para todo el Cuerpo Místico de Cristo, como es el formado por los jóvenes que se dedican en los seminarios a su preparación al sacerdocio.

Importancia del Seminario en la historia de la Iglesia y de la sociedad

No pretendemos evocar la serie de trabajos que precedieron a la aprobación del canon sobre la Institución de los seminarios, ni detenernos en cada una de las prescripciones en él contenidas. Pues creemos más de acuerdo con el objeto de una fructuosa celebración del IV centenario de este decreto, exponer con vivo relieve los beneficios espirituales que con él consiguió la Iglesia y la sociedad civil, para luego llamar la atención sobre algunos aspectos de la formación ascética, intelectual y pastoral del joven seminarista o sacerdote, que requieren hoy una más profunda consideración.

Los mismos padres del Concilio de Trento, al votar por unanimidad dicho canon, en la sesión XXIII, previeron que la institución de los seminarios proporcionaría un gran beneficio espiritual a cada una de las diócesis de la Santa Iglesia.

A este propósito el cardenal Sforza Pallavicino escribe: “Ante todo fue aprobada la institución de los seminarios, llegando muchos a decir que, aunque no se hubiera sacado más beneficio que éste del Concilio, él sólo recompensaba todas las fatigas y trastornos, por ser el único instrumento eficaz para restablecer la disciplina, pues es sentencia cierta que en cualquier estado los ciudadanos serán como sean sus educadores” [4].

Otra prueba de la gran confianza puesta por la Jerarquía en los seminarios para dar lozanía a la Iglesia y hacer florecer la vida sacerdotal en el clero, la ofreció el intrépido celo con que, apenas clausurado el Concilio, se trató de llevar a cabo las prescripciones de tan providencial decreto, en medio de todo género de dificultades. El mismo Pontífice Pío IV fue de los primeros en dar ejemplo, abriendo su seminario el 1 de febrero de 1565; lo había precedido su sobrino San Carlos Borromeo, en Milán, en 1564, y en forma más modesta, los obispos de Rieti, Larino, Camerino y Montepulciano. Siguió poco después la erección de otros seminarios por parte de los obispos preocupados en la restauración de sus propias diócesis, al paso que una selecta escuadra de hombres celosos del bien de la Iglesia acudía en su ayuda. Entre ellos nos place recordar, en Francia, al cardenal Pedro de Berulle, a Andrés Bourdoise, a San Vicente de Paúl con sus sacerdotes de la misión, a San Juan Eudes, a Olier, con la compañía de San Sulpicio. En Italia se destacó, sobre todo, San Gregorio Barbarigo, prodigando incansables cuidados en la organización de los seminarios de Bérgamo y Padua, según las normas del Concilio de Trento y el ejemplo de San Carlos, teniendo también presente las exigencias espirituales y culturales de su tiempo. El ejemplo que este celoso Pastor dio a los demás obispos de las diócesis italianas conserva hoy día todo su valor, por haber sabido conjuntar la fidelidad a las normas tradicionales con sabias iniciativas, entre las cuales es de recordar el estudio de las lenguas orientales para mejor conocimiento de los padres y escritores eclesiásticos del Oriente cristiano, con miras al acercamiento religioso entre la Iglesia católica y las Iglesias separadas. A esta obra insigne del gran obispo de Padua se refirió nuestro predecesor Juan XXIII de venerable memoria, en su homilía con motivo de la inscripción de Barbarigo en el catálogo de los Santos [5].

A la buena, semilla lanzada por el Concilio de Trento en el campo fértil, de la Iglesia, por medio del citado decreto, se debe también el florecimiento de los seminarios o colegios con fines especiales, como el de Propaganda Fide en Roma, el de Misiones Extranjeras de París, y los colegios de las diversas naciones surgidos en Roma, en España, los Países Bajos y todo el complejo de providenciales centros de formación eclesiástica, que hoy, existen en la Iglesia, pueden compararse con el árbol de la parábola evangélica, que, nacido de una minúscula semilla, crece y se extiende con gigantescas proporciones, hasta llegar a albergar entre sus ramas a innumerables pajarillos del cielo (Cfr. Mt 13, 31-32).

Por tanto debemos estar inmensamente agradecidos al Señor, de que la institución de los seminarios, decidida por los padres del Concilio de Trento, lejos de debilitarse en los siglos siguientes, ganados en muchas naciones por ideologías y praxis contrarias a la doctrina y a la misión salvífica de la Iglesia, se moviera siempre en un continuo desarrollo, llegando pronto a superar los confines de Europa y seguir los progresos del catolicismo en América y en los países de misiones. Por su parte, la Iglesia se ha preocupado de dictar normas para los seminarios de acuerdo con las necesidades espirituales y culturales del clero, según las circunstancias de tiempo y lugar. En este campo, que es sin duda uno de los más delicados que el Espíritu Santo, inspirador de todas las sabias decisiones conciliares (Cfr. Hch 15, 28), ha confiado en primer lugar al Supremo Pastor de la Iglesia, es deber nuestro recordar los siguientes méritos de nuestros predecesores, entre los que brillan los nombres de Gregorio XIII, Sixto V, Clemente VIII Urbano VIII, Inocencio Xl, Inocencio XIII, Benedicto XIII, Benedicto XIV, Clemente XIII, Pío VI, Gregorio XVI, Pío IX, León XIII, San Pío X, Benedicto XV, Pío XI, Pío XII y Juan XXIII.

No es, por tanto, de extrañar que los seminarios, objeto de solícitos cuidados de la Sede Apostólica y de muchos celosos pastores esparcidos por el mundo católico, hayan prosperado para decoro y beneficio no sólo de la Iglesia, sino de la misma sociedad civil. Esta es la página gloriosa, de la historia de los seminarios, que nuestro predecesor Pío IX quiso recordar en su carta apostólica Cum Romani Pontífices del 28 de junio de 1853, por la que fundaba el Seminario Pío. En ella llamaba la atención de los gobiernos y de todas las personas preocupadas por el verdadero bien de la sociedad humana, por ser “de gran importancia la exquisita y cuidada formación del clero para conseguir la prosperidad e incolumidad de la religión y de la sociedad humana, y para defender la verdadera y sana doctrina” [6].

[3] Cfr. Rocaberti, Bibliotheca maxima Pontificia, XVIII, p. 362; L. von Pastor, Historia de los Papas, Roma 1944, vol. VI, p. 569 y vol. VII, p. 329.
[4] P. Sforza Pallavicino, Istoria del Concilio di Trento, ed. de A. M. Zaccaria, Tom. IV, Roma 1833, p. 344.

[5] Cfr. AAS 62 (1960), pp. 458-459.
[6] Pii IX, Pont. M., Acta, vol. I (1846-1854), p. 473.


Importancia actual de los seminarios

Este mismo lazo beneficioso que vincula el progreso religioso moral y cultural de los pueblos al numero suficiente de buenos y doctos ministros del Señor, fue nuevamente recordado por Pío XI con estas memorables palabras: “Es algo que está ligado a la dignidad, eficacia y a la misma vida de la Iglesia; y es de gran interés para la salvación del género humano, pues aunque Cristo Redentor dio al mundo inmensos beneficios, éstos no son comunicados a los hombres más que a través de los ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios” [7]. De buen grado, por tanto, hacemos nuestra, siguiendo el ejemplo de nuestro predecesor Pío XII, la sabia sentencia pronunciada por León XIII, de i. m., a propósito de los seminarios: “el porvenir de la Iglesia está íntimamente ligado a su situación” [8].

Así, pues, al paso que, por un lado, invitamos a todos nuestros hermanos en el episcopado, a los sacerdotes y a los fieles, a rendir a Dios omnipotente dador de todos los bienes, las debidas gracias por los grandes beneficios emanados de la providencial institución de los seminarios, aprovechamos la ocasión de este centenario para dirigir a todos una paternal exhortación. Queremos decir a todos los miembros de la Iglesia católica que se sientan solidarios en la obra de ayuda a los seminarios, cualquiera que sea el género de ésta. Indudablemente los supremos pastores de las diócesis, los rectores y directores espirituales de los seminarios, los profesores de las distintas disciplinas, han de ser los primeros en sentirse empeñados en la obra compleja del mantenimiento oportuno, de instrucción y educación de los aspirantes al sacerdocio. Pero su acción será imposible, o mucho más ardua, y mucho menos eficaz, si no está precedida y afianzada por la cooperación ferviente y continua de los párrocos, de los sacerdotes, y de los religiosos y de los seglares, que se dedican a la enseñanza de la juventud, y de forma particular, por la de los padres cristianos.

[7] Epist. Apost. Officiorum omnium: AAS 14 (1922), p. 449.
[8] Epist.. Paternae providaeque: Acta Leonis, 1899, p. 194; cfr.. Pii XII, Epis. Ad Ep. Poloniae: Per hos postremos annos: AAS 37 (1945), p. 207.



Crear un ambiente favorable para las vocaciones sacerdotales

Y ¿cómo no advertir que la vocación sacerdotal, desde su nacimiento hasta su pleno desarrollo, aunque es principalmente un don de Dios, exige, sin embargo, la generosa colaboración de muchos, tanto del clero como del laicado? Pues, al paso que la civilización moderna ha difundido en medio del pueblo cristiano la estima y la ambición por los bienes de este mundo, se ha enfriado en muchos espíritus el aprecio por los bienes sobrenaturales y eternos. ¿Surgirán como entonces numerosas y auténticas vocaciones sacerdotales en ambientes familiares y escolares, en los que se exaltan casi únicamente los valores y beneficios inherentes a las profesiones terrenas? Qué pocos, por desgracia, reflexionan seriamente sobre el consejo del Salvador: “¿De qué le aprovecha al hombre ganar todo el mundo, si es en detrimento de su alma?” (Mc 8, 36). ¡Qué difícil es en medio de las infinitas distracciones y seducciones del mundo, aplicarse la sentencia del Apóstol: “No ponemos nosotros la mira en las cosas que se ven, sino en las que no se ven. Pues las que se ven son pasajeras; mas las que no se ven, eternas” (2Cor 4, 18). ¿Y no fue abriendo la mente y el corazón a la visión y a la esperanza de las recompensas celestiales, cómo el Señor invitó a los pobres pescadores de Galilea a cooperar en su misión divina? Al ver a los dos hermanos, Simón y Andrés, que eran pescadores, les dijo: “Seguidme y os haré pescadores de hombres” (Mt 4, 19). A Pedro, que en nombre de los demás discípulos le preguntó qué suerte les estaba reservada, después de haber abandonado todo por su amor, Cristo le aseguró solemnemente: “En verdad os digo que vosotros, que me habéis seguido, al tiempo de la regeneración, cuando se sentare el Hijo del Hombre en el trono de su gloria, os sentaréis también vosotros sobre doce tronos para juzgar las doce tribus de Israel” (Mt 19, 28).

Por lo tanto, para que en los corazones de los niños y de los jóvenes germine y se desarrolle la estima y el santo entusiasmo por la vida sacerdotal, es necesario crear un ambiente espiritual apto, tanto en la familia como en la escuela. En otras palabras, aunque no sean muchos los cristianos llamados al sacerdocio y al estado religioso, todos, sin embargo, están obligados a vivir y a juzgar de acuerdo con el espíritu de fe sobrenatural (Hb 10, 28)), y, consiguientemente, a demostrar la más alta estima y veneración hacia las personas que consagran enteramente su vida a su propia santificación, a los intereses espirituales de la humanidad, y a la mayor gloria de Dios. Sólo así se difundirá entre el pueblo cristiano el “sensus Christi” (el sentido de Cristo) y se facilitará el florecimiento de las vocaciones sacerdotales (1Cor 2, 16).

Naturaleza de la vocación

Sin embargo, el primer deber que incumbe a todos los cristianos, en orden a la vocación sacerdotal, es la oración, según el precepto del Señor: “La mies es mucha, pero los operarios son pocos. Pedid al Señor de la mies que envíe obreros a su mies” (Mt9, 37-38). En estas palabras del Divino Redentor está claramente indicado que la primera fuente de la vocación sacerdotal es Dios mismo, su misericordiosa y libérrima voluntad. He aquí por qué les decía a los Apóstoles: “No me habéis elegido, fui yo quien os elegí y determiné que fuerais y consiguierais fruto, y vuestro fruto permanezca” (Jn 15, 16). Y San Pablo, exaltando también el sacerdocio de Cristo sobre el de la Antigua Alianza, hacía observar que todo legítimo sacerdote, siendo por naturaleza un mediador ante Dios y los hombres, depende principalmente del beneplácito divino, afirmando: “El pontífice elegido de entre los hombres está puesto entre los hombres para las cosas de Dios... Y nadie se apropia este honor sino cuando es llamado por Dios, como lo fue Aarón” (Hb 5, 1, 4). Por tanto, muy excelsa y gratuita es la vocación de participar en el sacerdocio de Cristo, del que el mismo Apóstol escribe: “Así también Cristo no se glorificó a sí mismo en hacerse Pontífice...; y, consumado, vino a ser para todos los que le obedecen causa de salud eterna, proclamado por Dios Sumo Sacerdote, según el orden de Melquisedec” (Ibíd., 5, 5,9). Por ello escribe justamente San Juan Crisóstomo en su tratado De Sacerdotio: “El sacerdocio se realiza en la tierra, pero tiene el rango de las órdenes celestiales, y ciertamente con justicia. Pues no el hombre, ni los ángeles, ni los arcángeles, ni cualquier otro poder creado, sino el mismo Paráclito, instituyó este oficio: él hizo que los mortales pudieran realizar un ministerio de ángeles”[9].

Pero con respecto ala vocación divina al sacerdocio, a la que no se tiene ningún derecho, conviene advertir que no se refiere solamente a las facultades espirituales del elegido, es decir, a su inteligencia y a su libre voluntad, sino que se extiende también a sus sentidos y al cuerpo mismo, con el fin de que toda la persona sea idónea para el eficaz y digno cumplimiento de las arduas tareas del sagrado ministerio, que con frecuencia exige renuncias y sacrificios, y a veces la inmolación de la propia vida, siguiendo el ejemplo del Buen Pastor, Cristo. No hay, por tanto, que pensar que Dios llama al sacerdocio a los niños y a los jóvenes, que por falta de suficientes dotes intelectuales y afectivas, o por evidentes taras sicopáticas, o por graves defectos orgánicos, no puedan cumplir debidamente sus diversos oficios y sobrellevar las cargas inherentes al estado eclesiástico. Al contrario, es consolador defender con el doctor Angélico que se exija en todo elegido al sacerdocio lo que afirmó el Apóstol de los primeros predicadores del Evangelio. Así se expresa Santo Tomás: “Dios de tal forma prepara y dispone a los que elige, que hace sean aptos para la función a que han sido elegidos”, según 2Cor 3,6: “Nos hizo idóneos ministros del Nuevo Testamento” [10].

[9] De Sacerdotio, lib. III, n. 4: PG 48, 642.
[10] Summa Theol., III, q. 27, a. 4 c.



Necesidad y obligación de una cultura oportuna

Además de crear el ambiente apto para las vocaciones sacerdotales y pedir la gracia del Señor para las nuevas escuadras de seminaristas, los padres y los pastores de almas, y todos los que tengan cargos de responsabilidad con los niños y los jóvenes, habrán de preocuparse, en la medida de sus posibilidades, de prepararlos para el seminario o cualquier instituto religioso apenas hayan dado claras muestras de aspiración e idoneidad para el sacerdocio. Sólo así quedarán salvaguardados de la corruptela del mundo y podrán cultivar la semilla de la vocación divina en el sitio más apto. Y entonces comienza la tarea propia de los superiores, del director espiritual y de los profesores: discernir con mayor agudeza las pruebas de elección por parte de Cristo en sus futuros ministros y ayudar a los mismos a prepararse dignamente a esa excelsa misión. Esta obra compleja de educación física, moral, religiosa e intelectual, que ha de darse en el seminario, está claramente indicada en el canon del decreto tridentino con las palabras: “Nutrir y formar religiosamente e iniciar en las disciplinas eclesiásticas” [11].

Vocación sacerdotal y recta intención

Pero he aquí un problema de suma importancia: ¿Cuál es la prueba más característica, indispensable de la vocación sacerdotal, en la que habrá de detenerse con preferencia la mirada de los responsables en el seminario de la instrucción y formación de los jóvenes alumnos, y, sobre todo, del director espiritual? Indudablemente es la recta intención, es decir, la voluntad clara y decidida de consagrarse enteramente al servicio del Señor, como se puede advertir en el decoro conciliar que prescribe, que solamente han de admitirse en el seminario aquellos jóvenes “cuya índole y voluntad dé esperanza que han de servir perpetuamente al ministerio eclesiástico” [12]. Por ello, hablando de esta recta intención, nuestro predecesor Pío XI, en su célebre encíclica Ad catholici sacerdotii, no dudó afirmar: “El que aspire a tan sagrada institución por una noble causa, como el entregarse al divino servicio y salvación de las almas, y al mismo tiempo a una sólida, probada y oportuna castidad de vida, y, como hemos dicho, adquiera o se esfuerce en adquirir la doctrina, como es manifiesto, con certeza es llamado por Dios al ministerio sacerdotal” [13].

[11] Mansi, Amplissima Conc. Collect., 23, 147.
[12] Conc. Oecumen. Decr.; Centro de Documentación. Instituto de las Ciencias Religiosas, Herder, 1962, p. 726, 38-39.
[13] Litt. Enc. Ad catholici sacerdotii: AAS 28 (1936), p. 40.



La llamada del obispo

Sin embargo, aunque es suficiente para ser aceptado en el seminario que los jóvenes den al menos una primera prueba de recta intención, y de aptitud para el sagrado ministerio y las obligaciones que de él se siguen, para la admisión a las órdenes, y especialmente al presbiterado, los candidatos deben demostrar al obispo o al superior regular una madurez de santos propósitos y de progreso en la piedad, en el estudio y en la disciplina, que infunda en ellos la certeza moral de que está elegido por el Señor (Cfr. 1 S 16, 6). Tremenda es en verdad la responsabilidad del ordinario a quien corresponde el deber de pronunciar el juicio definitivo sobre la demostración de vocación divina del ordenado y al que está reservado el derecho de llamarlo al sacerdocio, haciendo de esta forma auténtica y operante ante la Iglesia la llamada divina que ha ido lentamente madurándose. Con razón podía afirmar en este sentido el catecismo del Concilio de Trento: “Se tienen por llamados por Dios, los llamados por los legítimos ministros de la Iglesia” [14].

También hoy, ante las deplorables defecciones de algunos ministros del santuario, que una mayor severidad en la elección y en la formación hubiera podido prevenir, los pastores de las diócesis habrán de tener presente la severa amonestación de San Pablo a Timoteo:” A nadie impongas las manos de ligero, ni te hagas cómplice de los pecados ajenos” (1Tm 5, 22).

Otros elementos necesarios para la vocación

Después de esta breve referencia al elemento indispensable de la vocación sacerdotal que es la clara, decidida y constante voluntad de abrazar el estado sacerdotal, mirando principalmente a la gloria de Dios, a la salvación de la propia alma y de los hermanos; más aún, de todos los redimidos por la Sangre preciosa del Divino Salvador no quedará fuera de lugar mencionar los restantes elementos que contribuyen a la perfecta preparación del futuro ministro del altar. De este importantísimo problema de la vida de la Iglesia se han ocupado en numerosas ocasiones nuestros predecesores y todos conocen sus más recientes documentos, como la encíclica Ad catholici sacerdotii [15] de Pío XI; la exhortación Menti Nostrae [16] de Pío XII; encíclica Sacerdotii Nostri primordia, de Juan XXIII [17]. Y también el Concilio Ecuménico examinará un esquema de Constitución “De sacrorum alumnis formandis”, cuya aprobación, completando en nuestro tiempo las providenciales disposiciones del decreto tridentino y los diversos documentos de la Sede Apostólica, que le han seguido, estará destinada a despertar un notable avance también en la obra de reclutamiento de las vocaciones eclesiásticas, y en la más importante y comprometedora, de su conveniente formación ascética y litúrgica, intelectual y pastoral.

Esperando confiados las sabías deliberaciones conciliares con respecto a los seminarios, Nos creemos apremiante deber de nuestro supremo oficio pastoral considerar algunos peligros que amenazan la eficacia de la pedagogía en uso en los seminarios y los elementos que en dicha formación es preciso cultivar con mayor diligencia.

[14] Catech. Conc. Trid., p. III, de Ordine, 3.
[15] AAS 28 (1936), pp. 5-53.
[16] AAS 42 (1950), pp. 657-702.
[17] AAS 51 (1959), pp. 545-579.



Peligros y desviaciones

Con respecto a los peligros, que como hierbas maléficas, hoy más que en el pasado, tratan de invadir el campo abierto a toda semilla, señalamos el espíritu de crítica de todo y de todos, que acecha a su mente. Y en la voluntad, aún de los más pequeños, lamentamos no soporten ningún vínculo moral, proceda de la ley natural o de la autoridad jerárquica o civil y, por tanto, la ambición de una libertad de acción sin freno. Debilitadas de esta forma sus facultades superiores en su ascesis hacia las cimas del bien y de la verdad, no es de extrañar que los sentidos, interiores y exteriores, escapen al obligado control de la recta razón y de la buena voluntad, estando apartadas estas facultades del influjo continuo y eficaz de la gracia y de las virtudes sobrenaturales. Por ello, la conducta del adolescente parece inclinada a formas de hablar y de actuar que están en discordancia con las normas de humildad, obediencia, modestia, castidad necesarias para la dignidad de un ser racional y, sobre todo, de un cristiano cuyo cuerpo es, en virtud de la gracia, miembro de Cristo y templo del Espíritu Santo. ¿Cómo no advertir en semejantes manifestaciones de una psicología juvenil superficial y hasta desordenada, los síntomas de una futura personalidad que exigirá muchos derechos y admitirá pocos deberes, y, consiguientemente, un peligro muy grande para el nacimiento y desarrollo de convencidas y generosas vocaciones sacerdotales? Es preciso, por tanto, oponerse vigorosamente a todo lo que amenaza seriamente la sana educación de la juventud, especialmente cuando se trata de la llamada por Cristo a la continuación de su obra de Redención, pero ¿con qué medios?

Virtudes naturales y sobrenaturales

Es deber, ante todo, de los padres y maestros, cultivar en sus hijos o alumnos, desde sus más tiernos años y especialmente en aquellos que manifiesten una índole más dócil, más generosa e inclinada al ideal del sacerdocio, al espíritu de oración, de humildad, de obediencia, de entrega y de sacrificio. Y será obligación de los superiores y de los profesores del seminario no solamente conservar y desarrollar en los jóvenes, que en él se admiten, las dotes arriba mencionadas, sino procurar que también con el progreso de los años aparezcan y se afiancen en el espíritu del candidato a las sagradas órdenes otras cualidades que han de tenerse como esenciales para una sólida y completa formación moral. Entre ellas juzgamos de más fundamental importancia el espíritu reflexivo y la rectitud de intención en el actuar; la libre y personal elección del bien; más aún, de lo mejor; el dominio de la voluntad y de los sentidos ante las manifestaciones del amor propio, del mal ejemplo ajeno, de las inclinaciones al mal procedentes, tanto de la naturaleza que arrastra las consecuencias del pecado original como del mundo y del espíritu del mal, que también hoy cerca con particular ensañamiento a los elegidos del Señor, ansiosos de su ruina. Y con relación al prójimo, el que aspira a ser con Cristo y por Cristo testigo ante el mundo de la verdad que hace libres y salva (cfr. Jn 18, 37; 8, 32), habrá de ser educado en el culto a la verdad tanto en palabras como en hechos y, por consiguiente, en la sinceridad, en la lealtad, en la constancia y en la fidelidad, de acuerdo con la exhortación de San Pablo a su apreciado Timoteo: “No te pierdas en logomaquias —cosa que para nada aprovecha— para el completo trastorno de los oyentes. Procura diligentemente presentarte tal ante Dios, que merezcas su aprobación, obrero que no tiene de qué ruborizarse, que reparte rectamente la palabra de la verdad” (2Tm 2, 14, 15).

Formación humana cristiana y sacerdotal

Pero en esta obra de purificación o preservación del espíritu del adolescente de las peligrosas semillas del pecado y el vicio, y de siembra y cultivo de las plantas salutíferas habrá que atender a las buenas cualidades de la naturaleza humana, para que todo el edificio espiritual esté también apoyado en la sólida base de las virtudes naturales. Muy oportuna es a este respecto la sabia afirmación del Aquinatense: “Dado que la gracia no anula la naturaleza, sino que la perfecciona, es conveniente que la inclinación natural esté al servicio de la fe y la inclinación natural de la voluntad llegue a la caridad” [18]. Sin embargo, las buenas cualidades y virtudes naturales no han de ser sobrevaloradas, como si el éxito duradero y verdadero del ministerio sacerdotal dependiera prevalentemente de los recursos humanos, como igualmente hay que tener presente que no es posible educar con perfección el espíritu de la juventud en las mismas virtudes naturales de la prudencia, otras virtudes que están ligadas con ellas, recurriendo solamente a los principios de la recta razón y a los métodos humanos, como la psicología experimental y la pedagogía. Pues es doctrina católica que sin la gracia saludable del Redentor no se pueden cumplir todos los mandamientos de la misma ley natural y, consiguientemente, adquirir perfectas y sólidas virtudes [19]. De este principio inconcuso se deduce una consecuencia de indudable valor práctico: la formación del hombre ha de ir al mismo paso que la del cristiano y futuro sacerdote, con el fin de que las energías naturales estén purificadas y auxiliadas por la oración, la gracia de los sacramentos de la Penitencia y Eucaristía recibidos con frecuencia, y el influjo de las virtudes sobrenaturales, y éstas encuentren en las virtudes naturales una defensa y a la vez una ayuda en su actuación. ¡Pero no es suficiente! Es preciso también que las energías naturales, intelectuales y volitivas, sean dóciles a las directrices de la fe y al impulso de la caridad, con el fin de que todas nuestras acciones, realizadas en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo merezcan el premio eterno (cfr. Col 3, 17; 1Cor 13, 1-3.).

El espíritu de sacrificio y la imitación de Cristo

Es evidente que todo cuanto hemos afirmado ha de estar bien presente en los que han sido llamados a ser con el Salvador víctimas de amor y de obediencia por la salvación de los hombres, y a vivir en castidad virginal y en un ejemplar abandono tanto interno como externo, de las superfluas riquezas de este mundo, para que su ministerio sea más digno y más rico en frutos saludables. Por este motivo, un día se les exigirá no sólo que todas sus buenas cualidades estén al servicio del sagrado ministerio, sino que también estén dispuestos a sacrificar no pocos legítimos deseos de la naturaleza y a soportar trabajos y persecuciones, cumpliendo fiel y generosamente el oficio del Buen Pastor. Todo fiel ministro ha de poder repetir con San Pablo: “Me hice con los débiles débil, para ganar a los débiles; me he hecho todo a todos, para de todos modos salvar a algunos. Y todo esto lo hago por causa del Evangelio, para tener también yo alguna parte en él” (1Cor 9, 22-23). Esta es también la conducta de muchos obispos y sacerdotes que la Iglesia propone como ejemplo a todo el ambiente eclesiástico; elevándoles a la gloria de los altares.

[18] Summa Theol., I, q. 1, a. 8 c.
[19] Cfr. Summa Theol., I-II, q. 109, a. 4 c.


El ejemplo de los santos

Esta es, en sus trazos esenciales, la altísima tarea de formación disciplinaria y espiritual, confiada al rector y al director espiritual del seminario bajo la alta dirección del obispo. Pero ha de integrarse con la colaboración de los profesores de las diversas disciplinas, en cuanto respecta al debido desarrollo de todas las facultades del alumno candidato al sacerdocio. Fruto, pues, de la inteligente y armónica colaboración de educadores y profesores será la formación completa del joven, su personalidad, no simplemente humana y cristiana, sino, sobre todo, sacerdotal, que está totalmente invadida por la luz de la divina revelación, de la cual depende principalmente “el que sea perfecto el nombre de Dios, dispuesto a toda obra buena” (2Tm 3, 17). Hay que tener presente, pues, cuanto afirma el Crisóstomo: “Es preciso que el espíritu del sacerdote brille como luz que ilumina a todo el orbe” [20].

Los estudios

En el patrimonio cultural del joven sacerdote ha de tener parte, indudablemente, un discreto conocimiento de las lenguas y, particularmente, de la lengua latina, en especial para los sacerdotes de rito latino; además la posesión de los principales conocimientos históricos, científicos, matemáticos, geográficos y artísticos que en nuestros tiempos son propios de las personas cultas, de acuerdo con las respectivas naciones. Pero la riqueza principal de la mente de un sacerdote ha de estar formada por la sabiduría humana y cristiana, que es fruto de una sólida formación filosófica y teológica, según el método, doctrina y principios de Santo Tomás, con perfecta adhesión a las enseñanzas de la Revelación divina y del Magisterio de la Iglesia. De esta formación teológica forman parte esencial o complementaria diversas disciplinas, como la Exégesis bíblica, según las reglas de la hermenéutica católica, el Derecho canónico, la Historia eclesiástica, la Sagrada Liturgia, la Arqueología, la Patrología, la Historia de los dogmas, la Teología ascética y mística, la Hagiografía, la Santa Elocuencia...

Participación en la vida diocesana

Al acercarse el momento de las Ordenes mayores, y en los primeros años después de recibir el Presbiterado, habrá que iniciar al alumno en los problemas de la Teología Pastoral y facilitarle una participación cada vez más amplia y responsable en la vida diocesana, es decir, en el culto litúrgico, en la instrucción catequística, en la asistencia a la juventud de Acción Católica, en las obras de apostolado en favor de las misiones, de forma que gradual y oportunamente, el futuro pastor de almas conozca el campo de su futura actividad y se prepare para ella adecuadamente. A este fin le será una gran ayuda un buen conocimiento del canto gregoriano y de la música sagrada. Aprenderá, pues, a dar a sus estudios una mayor unidad y una orientación pastoral más eficaz, persuadido de que todo en él ha de tener como última meta el advenimiento del Reino de Cristo y de Dios, según la sabia advertencia de San Pablo: “Todo es vuestro, mas vosotros de Cristo y Cristo de Dios” (1Cor 3, 22-23). Sí, al paso que hoy se van menospreciando cada vez más los derechos de Dios en los diversos campos de la actividad humana, es preciso que el sacerdote brille en el mundo como “otro Cristo y hombre de Dios” (1Tm 6, 11).

[20] De Sacerdotio, lib. VI, n. 4: PG 48, 681.


Santidad eximia

Santidad y ciencia habrán de ser las prerrogativas de quien está llamado a ser embajador del Verbo de Dios, Redentor del mundo. Santidad eximia, en primer lugar, es decir, superior a la de los fieles seglares y a la de los simples religiosos, porque como justamente observa el Doctor Angélico: “Si el religioso no está investido con el orden, habrá de destacar la superioridad del orden en lo que se refiere a dignidad. Pues él es deputado en virtud del orden sagrado para el sagrado ministerio, del que el mismo Cristo se sirve en el sacramento del altar” [21]. Por ello, resplandecerá en una ferviente devoción a la Sagrada Eucaristía en la vida de aquel que aspira a ser su consagrador y dispensador, y con la devoción al Cuerpo y Sangre de Cristo las devociones que con ella se armonizan, es decir, la del Nombre de Jesús y la de Sacratísimo Corazón.

Elogios y exhortaciones

Como conclusión de nuestras exhortaciones, queremos dirigir una palabra de paternal complacencia a cuantos trabajan con celo y no leves sacrificios en la obra de reclutamiento y educación de las vocaciones sacerdotales, tanto del clero secular como regular, y un especial elogio a los que desarrollan estas mismas tareas en las regiones donde hay mayor escasez de clero y donde es más arduo y frecuentemente peligroso procurar a la Iglesia nuevos ministros del santuario. Llegue también nuestro aplauso a aquellos que, siguiendo las directrices e indicaciones de la Sagrada Congregación de Seminarios y Universidades, se preocupan de perfeccionar con publicaciones y congresos los métodos de formación de seminaristas, de conformidad con las particulares exigencias de tiempo y lugar, y con el progreso de las disciplinas pedagógicas, pero siempre con el debido respeto a la meta y espíritu propio de la vida sacerdotal, por el mayor bien de la Iglesia.

Oración y caridad fraterna

A vosotros, finalmente, queridos hijos, que recogidos en oración asidua y caridad fraterna dentro de los muros sagrados del seminario, como estaban los Apóstoles en el Cenáculo, os preparáis bajo la mirada materna de la Reina de los Ángeles, a recibir el poder sobrehumano de consagrar el Cuerpo y la Sangre del Señor y perdonar los pecados, y al mismo tiempo para una mayor efusión de la gracia del Espíritu Santo que os capacite para realizar dignamente “el ministerio de la reconciliación” (2Cor 5, 18), digamos con San Pablo: “Cada uno persevere en la vocación a que ha sido llamado” (1Cor 7, 20). Docilidad y fidelidad a la llamada de Dios son, pues, indispensables para el que quiera cooperar más íntimamente con Cristo en la salvación de las almas y asegurarse una corona más brillante en la gloria de la eternidad. Apreciad el don maravilloso que el Señor os ha regalado, servidlo desde vuestros jóvenes años “con gozo y alegría” (Cfr Sal 99, 2).

Finalmente, al paso que os exhortamos, venerables hermanos, a poner en práctica en vuestras diócesis estos consejos, que únicamente el amor a la Iglesia nos ha dictado, os manifestamos a vosotros, a los fieles confiados a vuestros cuidados y, sobre todo, a los seminaristas, nuestra viva benevolencia, os impartimos de todo corazón a todos la bendición apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro. en la fiesta de Son Carlos Borromeo, el 4 de noviembre de 1963, primer año de nuestro Pontificado.

PABLO PP. VI


[21] Summa Theol., II-II, q. 184, a. 8 c.