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Domingo 4 diciembre 2022, II Domingo de Adviento, ciclo A.

miércoles, 30 de septiembre de 2020

Miércoles 4 noviembre 2020, Lecturas Miércoles XXXI semana del Tiempo Ordinario, año par.

LITURGIA DE LA PALABRA
Lecturas del Miércoles de la XXXI semana del Tiempo Ordinario, año par (Lec. III-par).

PRIMERA LECTURA Flp 2, 12-18
Trabajad por vuestra salvación, porque es Dios quien activa el querer y el obrar

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Filipenses.

Queridos hermanos, ya que siempre habéis obedecido, no solo cuando yo estaba presente, sino mucho más ahora en mi ausencia, trabajad por vuestra salvación con temor y temblor, porque es Dios quien activa en vosotros el querer y el obrar para realizar su designio de amor.
Cualquier cosa que hagáis sea sin protestas ni discusiones, así seréis irreprochables y sencillos, hijos de Dios sin tacha, en medio de una generación perversa y depravada, entre la cual brilláis como lumbreras del mundo, manteniendo firme la palabra de la vida. Así, en el Día de Cristo, esa será mi gloria, porque mis trabajos no fueron inútiles ni mis fatigas tampoco. Y si mi sangre se ha de derramar, rociando el sacrificio litúrgico que es vuestra fe, yo estoy alegre y me asocio a vuestra alegría; por vuestra parte estad alegres y alegraos conmigo.

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Salmo responsorial Sal 26, 1bcde. 4. 13-14 (R.: 1b)
R.
El Señor es mi luz y mi salvación.
Dóminus illuminátio mea et salus mea.

V. El Señor es mi luz y mi salvación,
¿a quién temeré?
El Señor es la defensa de mi vida,
¿quién me hará temblar?
R. El Señor es mi luz y mi salvación.
Dóminus illuminátio mea et salus mea.

V. Una cosa pido al Señor,
eso buscaré:
habitar en la casa del Señor
por los días de mi vida;
gozar de la dulzura del Señor,
contemplando su templo.
R. El Señor es mi luz y mi salvación.
Dóminus illuminátio mea et salus mea.

V. Espero gozar de la dicha del Señor
en el país de la vida.
Espera en el Señor, sé valiente,
ten ánimo, espera en el Señor.
R. El Señor es mi luz y mi salvación.
Dóminus illuminátio mea et salus mea.

Aleluya 1P 4, 14
R.
Aleluya, aleluya, aleluya.
V. Si os ultrajan por el nombre de Cristo, bienaventurados vosotros, porque el Espíritu de Dios reposa sobre vosotros. R.
Si exprobrámini in nómine Christi, beáti éritis, quóniam Spíritus Dei super vos requiéscit.

EVANGELIO Lc 14, 25-33
Aquel que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío
Lectura del santo Evangelio según san Lucas.
R. Gloria a ti, Señor.

En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús; él se volvió y les dijo:
«Si alguno viene a mí y no pospone a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío.
Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser discípulo mío.
Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla?
No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que miran, diciendo:
“Este hombre empezó a construir y no pudo acabar”.
¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que lo ataca con veinte mil?
Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz.
Así pues, todo aquel de entre vosotros que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío».

Palabra del Señor.
R. Gloria a ti, Señor Jesús.

Papa Francisco, Homilía en Antanarivo, Madagascar 8-septiembre-2019
La Palabra de Dios que hemos escuchado nos invita a reanudar el camino y a atrevernos a dar ese salto cualitativo y adoptar esta sabiduría del desprendimiento personal como la base para la justicia y para la vida de cada uno de nosotros: porque juntos podemos darle batalla a todas esas idolatrías que llevan a poner el centro de nuestra atención en las seguridades engañosas del poder, de la carrera y del dinero y en la búsqueda patológica de glorias humanas.
Las exigencias que indica Jesús dejan de ser pesantes cuando comenzamos a gustar la alegría de la vida nueva que él mismo nos propone: la alegría que nace de saber que Él es el primero en salir a buscarnos al cruce de caminos, también cuando estábamos perdidos como aquella oveja o ese hijo pródigo. Que este humilde realismo –es un realismo, un realismo cristiano– nos impulse a asumir grandes desafíos, y os dé las ganas de hacer de vuestro bello país un lugar donde el Evangelio se haga vida, y la vida sea para mayor gloria de Dios.

Oración de los fieles
Ferias del Tiempo Ordinario XIV

Reunidos, hermanos, para recordar los beneficios de nuestro Dios, pidámosle que inspire nuestras plegarias para que merezcan ser atendidas.
- Por el papa N. por nuestro obispo N. por todo el clero y el pueblo a ellos encomendado. Roguemos al Señor.
- Por todos los gobernantes y sus ministros, encargados de velar por bien común. Roguemos al Señor
- Por los navegantes, por los que están de viaje, por los cautivos y por los encarcelados. Roguemos al Señor.
- Por todos nosotros, reunidos en este santo templo en la fe, devoción, amor y temor de Dios. Roguemos al Señor.
Que te sean gratos, Señor, los deseos de tu Iglesia suplicante, para que tu misericordia nos conceda lo que no podemos esperar por nuestros méritos. Por Jesucristo, nuestro Señor.
R. Amén.

martes, 29 de septiembre de 2020

Martes 3 noviembre 2020, Lecturas Martes de la XXXI semana del Tiempo Ordinario, año par.

LITURGIA DE LA PALABRA
Lecturas del Martes de la XXXI semana del Tiempo Ordinario, año par (Lec. III-par).

PRIMERA LECTURA Fil 2, 5-11
Se humilló a sí mismo, por eso Dios lo exaltó sobre todo

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Filipenses.

Hermanos:
Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús.
El cual, siendo de condición divina,
no retuvo ávidamente el ser igual a Dios;
al contrario, se despojó de sí mismo
tomando la condición de esclavo,
hecho semejante a los hombres.
Y así, reconocido como hombre por su presencia,
se humilló a sí mismo,
hecho obediente hasta la muerte,
y una muerte de cruz.
Por eso Dios lo exaltó sobre todo
y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre;
de modo que al nombre de Jesús
toda rodilla se doble
en el cielo, en la tierra, en el abismo,
y toda lengua proclame:
Jesucristo es Señor,
para gloria de Dios Padre.

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Salmo responsorial Sal 21, 26b-27. 28-30a. 31-32 (R.: 26a)
R.
El Señor es mi alabanza en la gran asamblea.
Apud te, Dómine, laus mea in ecclésia magna.

V. Cumpliré mis votos delante de sus fieles.
Los desvalidos comerán hasta saciarse,
alabarán al Señor los que lo buscan.
¡Viva su corazón por siempre!
R. El Señor es mi alabanza en la gran asamblea.
Apud te, Dómine, laus mea in ecclésia magna.

V. Lo recordarán y volverán al Señor
hasta de los confines del orbe;
en su presencia se postrarán
las familias de los pueblos.
R. El Señor es mi alabanza en la gran asamblea.
Apud te, Dómine, laus mea in ecclésia magna.

V. Porque del Señor es el reino,
el gobierna a los pueblos.
Ante él se postrarán los que duermen en la tierra.
R. El Señor es mi alabanza en la gran asamblea.
Apud te, Dómine, laus mea in ecclésia magna.

V. Mi descendencia le servirá;
hablarán del Señor a la generación futura,
contarán su justicia al pueblo que ha de nacer:
«Todo lo que hizo el Señor».
R. El Señor es mi alabanza en la gran asamblea.
Apud te, Dómine, laus mea in ecclésia magna.

Aleluya Mt 11, 28
R.
Aleluya, aleluya, aleluya.
V. Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados —dice el Señor—, y yo os aliviaré. R.
Veníte ad me, omnes qui laborátis et oneráti estis, et ego refíciam vos, dicit Dóminus.

EVANGELIO Lc 14, 15-24
Sal por los caminos y senderos, e insísteles hasta que entren y se me llene la casa
Lectura del santo Evangelio según san Lucas.
R. Gloria a ti, Señor.

En aquel tiempo, uno de los comensales dijo a Jesús:
«¡Bienaventurado el que coma en el reino de Dios!».
Jesús le contestó:
«Un hombre daba un gran banquete y convidó a mucha gente; a la hora del banquete mandó a su criado a avisar a los convidados:
“Venid, que ya está preparado”.
Pero todos a una empezaron a excusarse.
El primero le dijo:
«He comprado un campo y necesito ir a verlo. Dispénsame, por favor”.
Otro dijo:
«He comprado cinco yuntas de bueyes y voy a probarlas. Dispénsame, por favor”.
Otro dijo:
“Me acabo de casar y, por ello, no puedo ir”.
El criado volvió a contárselo a su señor. Entonces el dueño de casa, indignado, dijo a su criado:
“Sal aprisa a las plazas y calles de la ciudad y tráete aquí a los pobres, a los lisiados, a los ciegos y a los cojos”.
El criado dijo:
«Señor, se ha hecho lo que mandaste, y todavía queda sitio”.
Entonces el señor dijo al criado:
“Sal por los caminos y senderos, e insísteles hasta que entren y se llene mi casa. Y os digo que ninguno de aquellos convidados probará mi banquete”».

Palabra del Señor.
R. Gloria a ti, Señor Jesús.

Papa Francisco, Homilía en santa Marta 5-noviembre-2019
La reacción del Señor ante nuestro rechazo es decidida: quiere que a la fiesta sean llamadas todo tipo de personas, llevados, incluso obligados, malos y buenos. Todos están invitados. Todos, nadie puede decir: "Yo soy malo, no puedo…". No. El Señor porque eres malo te espera de modo especial. Recordad la actitud del padre del hijo pródigo que regresa a casa: el hijo comenzó un discurso, pero él no lo deja hablar y lo abraza. El Señor es así. Es la gratuidad. (...) El Señor ama a los más despreciados, pero nos llama a todos. Pero ante nuestra cerrazón se aleja y se indigna como dice el Evangelio recién leído. Pensemos en esta parábola que nos da el Señor hoy. ¿Cómo va nuestra vida? ¿Qué prefiero yo? ¿Aceptar siempre la invitación del Señor o encerrarme en mis cosas, en mis pequeñeces? Pidamos al Señor la gracia de aceptar siempre acudir a su fiesta, que es gratuita.

Oración de los fieles
Ferias del Tiempo Ordinario XIII

Hermanos, dirijamos nuestra oración a Dios Padre todopoderoso, que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.
- Por la santa Iglesia de Dios, para que se digne custodiarla y defenderla. Roguemos al Señor.
- Por los pueblos de toda la tierra, para que vivan en concordia y paz verdadera. Roguemos al Señor.
- Por los que viven angustiados por distintas necesidades, para que encuentren ayuda en Dios. Roguemos al Señor.
- Por nosotros mismos y por nuestra comunidad. para que el Señor nos acepte como ofrenda agradable. Roguemos al Señor.
Oh, Dios, refugio y fortaleza nuestra, escucha las oraciones de tu Iglesia y concédenos, por tu bondad, lo que te pedimos con fe. Por Jesucristo, nuestro Señor.
R. Amen.

lunes, 28 de septiembre de 2020

Lunes 2 noviembre 2020, Conmemoración de todos los fieles difuntos (1, I).

TEXTOS MISA

2 de noviembre
Conmemoración de todos los fieles difuntos 1.

Antífona de entrada 1 Tes 4, 14, ; 1Co 15, 22
Del mismo modo que Jesús ha muerto y resucitado, Dios llevará con él, por medio de Jesús, a los que han muerto. Lo mismo que en Adán mueren todos, así en Cristo todos serán vivificados.
Sicut Iesus mórtuus est et resurréxit, ita et Deus eos qui dormiérunt per Iesum addúcet cum eo. Et sicut in Adam omnes moriúntur, ita et in Christo omnes vivificabúntur.

Monición de entrada
Conmemoramos hoy en nuestra celebración a todos los fieles difuntos. La Iglesia intercede ante el Señor por cuantos nos precedieron en la fe y duermen en la esperanza de la resurrección; también ora por todos los difuntos desde el principio del mundo, cuya fe solo Dios conoce, para que, purificados de todo pecado, puedan gozar de la eterna bienaventuranza.

Oración colecta
Escucha con bondad, Señor, nuestras súplicas para que, al confesar nuestra fe en tu Hijo resucitado de entre los muertos, se afiance también nuestra esperanza en la futura resurrección de tus siervos. Por nuestro Señor Jesucristo.
Preces nostras, quaesumus, Dómine, benígnus exáudi, ut, dum attóllitur nostra fides in Fílio tuo a mórtuis suscitáto, in famulórum tuórum praestolánda resurrectióne spes quoque nostra firmétur. Per Dóminum.

LITURGIA DE LA PALABRA
Lecturas: Se escogen la 1ª, el salmo y el Evangelio de las propuestas para los difuntos. Por ejemplo (ver Lec. IV, 2 de noviembre I).

PRIMERA LECTURA (opción 1) Lam 3, 17-26
Es bueno esperar en silencio la salvación del Señor

Lectura del libro de las Lamentaciones.

He perdido la paz,
me he olvidado de la dicha;
me dije: «Ha sucumbido mi esplendor
y mi esperanza en el Señor».
Recordar mi aflicción y mi vida errante
es ajenjo y veneno;
no dejo de pensar en ello,
estoy desolado;
hay algo que traigo a la memoria,
por eso esperaré:
Que no se agota la bondad del Señor,
no se acaba su misericordia;
se renuevan cada mañana,
¡qué grande es tu fidelidad!;
me digo: «¡Mi lote es el Señor,
por eso esperaré en él!».
El Señor es bueno para quien espera en él,
para quien lo busca;
es bueno esperar en silencio
la salvación del Señor.

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

PRIMERA LECTURA (opción 2) Rom 6, 3-9
Ardemos en una vida nueva

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos.

¿Sabéis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús fuimos bautizados en su muerte?
Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que, lo mismo que Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva.
Pues si hemos sido incorporados a él en una muerte como la suya, lo seremos también en una resurrección como la suya; sabiendo que nuestro hombre viejo fue crucificado con Cristo, para que fuera destruido el cuerpo de pecado, y, de este modo, nosotros dejáramos de servir al pecado; porque quien muere ha quedado libre del pecado.
Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él, pues sabemos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre él.

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Salmo responsorial Sal 129, 1b-2. 3-4. 5-6. 7. 8 (R.: 1b; cf. 5)
R.
Desde lo hondo a ti grito, Señor.
De profúndis clamo ad te, Dómine.
O bien:
R. Espero en el Señor, espero en su palabra.
Spero in Dóminum, spero in verbum eius.

V. Desde lo hondo a ti grito, Señor;
Señor, escucha mi voz;
estén tus oídos atentos
a la voz de mi suplica. 
R. Desde lo hondo a ti grito, Señor.
De profúndis clamo ad te, Dómine.
O bien:
R. Espero en el Señor, espero en su palabra.
Spero in Dóminum, spero in verbum eius.

V. Si llevas cuenta de los delitos, Señor,
¿quien podrá resistir?
Pero de ti procede el perdón,
y así infundes respeto. 
R. Desde lo hondo a ti grito, Señor.
De profúndis clamo ad te, Dómine.
O bien:
R. Espero en el Señor, espero en su palabra.
Spero in Dóminum, spero in verbum eius.

V. Mi alma espera en el Señor,
espera en su palabra;
mi alma aguarda al Señor,
más que el centinela la aurora. 
R. Desde lo hondo a ti grito, Señor.
De profúndis clamo ad te, Dómine.
O bien:
R. Espero en el Señor, espero en su palabra.
Spero in Dóminum, spero in verbum eius.

V. Aguarde Israel al Señor,
como el centinela la aurora;
porque del Señor viene la misericordia,
la redención copiosa. 
R. Desde lo hondo a ti grito, Señor.
De profúndis clamo ad te, Dómine.
O bien:
R. Espero en el Señor, espero en su palabra.
Spero in Dóminum, spero in verbum eius.

V. Y el redimirá a Israel
de todos sus delitos. 
R. Desde lo hondo a ti grito, Señor.
De profúndis clamo ad te, Dómine.
O bien:
R. Espero en el Señor, espero en su palabra.
Spero in Dóminum, spero in verbum eius.

EVANGELIO Jn 14, 1-6
En la casa de mi Padre hay muchas moradas
Lectura del santo Evangelio según san Juan.
R. Gloria a ti, Señor.

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar. Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino». Tomás le dice:
«Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?».
Jesús le responde:
«Yo soy el camino y la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mi».

Palabra del Señor.
R. Gloria a ti, Señor Jesús.

Del Catecismo de la Iglesia Católica
958
La comunión con los difuntos. "La Iglesia peregrina, perfectamente consciente de esta comunión de todo el Cuerpo místico de Jesucristo, desde los primeros tiempos del cristianismo honró con gran piedad el recuerdo de los difuntos y también ofreció por ellos oraciones `pues es una idea santa y provechosa orar por los difuntos para que se vean libres de sus pecados' (2M 12, 45)" (LG 50). Nuestra oración por ellos puede no solamente ayudarles sino también hacer eficaz su intercesión en nuestro favor.
LA PURIFICACIÓN FINAL O PURGATORIO
1030
Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo.
1031 La Iglesia llama Purgatorio a esta purificación final de los elegidos que es completamente distinta del castigo de los condenados. La Iglesia ha formulado la doctrina de la fe relativa al Purgatorio sobre todo en los Concilios de Florencia (cf. DS 1304) y de Trento (cf. DS 1820: 1580). La tradición de la Iglesia, haciendo referencia a ciertos textos de la Escritura (por ejemplo 1Co 3, 15; 1P 1, 7) habla de un fuego purificador:
"Respecto a ciertas faltas ligeras, es necesario creer que, antes del juicio, existe un fuego purificador, según lo que afirma Aquél que es la Verdad, al decir que si alguno ha pronunciado una blasfemia contra el Espíritu Santo, esto no le será perdonado ni en este siglo, ni en el futuro (Mt 12, 31). En esta frase podemos entender que algunas faltas pueden ser perdonadas en este siglo, pero otras en el siglo futuro" (San Gregorio Magno, dial. 4, 39).
1032 Esta enseñanza se apoya también en la práctica de la oración por los difuntos, de la que ya habla la Escritura: "Por eso mandó [Judas Macabeo] hacer este sacrificio expiatorio en favor de los muertos, para que quedaran liberados del pecado" (2M 12, 46). Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico (cf. DS 856), para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios. La Iglesia también recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia en favor de los difuntos:
"Llevémosles socorros y hagamos su conmemoración. Si los hijos de Job fueron purificados por el sacrificio de su Padre (cf. Jb 1, 5), ¿por qué habríamos de dudar de que nuestras ofrendas por los muertos les lleven un cierto consuelo? No dudemos, pues, en socorrer a los que han partido y en ofrecer nuestras plegarias por ellos" (San Juan Crisóstomo, hom. in 1Co 41, 5).
Sufragios por los difuntos
1371
El sacrificio eucarístico es también ofrecido por los fieles difuntos "que han muerto en Cristo y todavía no están plenamente purificados" (Cc. de Trento: DS 1743), para que puedan entrar en la luz y la paz de Cristo:
"Enterrad este cuerpo en cualquier parte; no os preocupe más su cuidado; solamente os ruego que, dondequiera que os hallareis, os acordéis de mi ante el altar del Señor" (S. Mónica, antes de su muerte, a S. Agustín y su hermano; Conf. 9, 9, 27).
"A continuación oramos (en la anáfora) por los santos padres y obispos difuntos, y en general por todos los que han muerto antes que nosotros, creyendo que será de gran provecho para las almas, en favor de las cuales es ofrecida la súplica, mientras se halla presente la santa y adorable víctima… Presentando a Dios nuestras súplicas por los que han muerto, aunque fuesen pecadores, … presentamos a Cristo inmolado por nuestros pecados, haciendo propicio para ellos y para nosotros al Dios amigo de los hombres" (s. Cirilo de Jerusalén, Cateq. Mist. 5, 9. 10).
1479 Puesto que los fieles difuntos en vía de purificación son también miembros de la misma comunión de los santos, podemos ayudarles, entre otras formas, obteniendo para ellos indulgencias, de manera que se vean libres de las penas temporales debidas por sus pecados.


Oración de los fieles
Nuestro Dios es el Dios de la vida, el Dios de los vivos. Oremos confiadamente.
- Por toda la familia santa de Dios, para que viva en la esperanza de la futura resurrección. Roguemos al Señor.
- Por los que se sienten desolados por la muerte de personas queridas, para que los consuele la certeza de haber sido creados por amor. Roguemos al Señor.
- Por los que entregaron su vida generosamente por amor a los demás, para que Dios los haga gozar de su presencia. Roguemos al Señor.
- Por los que han muerto violentamente a causa de la guerra, el terrorismo, el odio, la venganza y los accidentes de tráfico, para que sean acogidos por el Príncipe de la Paz. Roguemos al Señor.
- Por los miembros de nuestras familias, amigos y bienhechores difuntos, a quienes hoy particularmente recordamos, para que estén con Cristo, a cuya imagen fueron creados. Roguemos al Señor.
Concede, Señor, a los que han muertos el perdón y la plenitud de la vida; y a nosotros vivir en la fe y la esperanza de nuestra resurrección en Cristo. Te le lo pedimos por el mismo Jesucristo, tu Hijo, vencedor del pecado y de la muerte, Señor de vivos y muertos, que vive y reina por los siglos de los siglos.

Oración sobre las ofrendas
Acepta en tu bondad nuestras ofrendas, Señor, para que tus siervos difuntos sean recibidos en la gloria con tu Hijo, a quien nos unimos por este gran sacramento de piedad. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Nostris, Dómine, propitiáre munéribus, ut fámuli tui defúncti assumántur in glóriam cum Fílio tuo, cuius magno pietátis iúngimur sacraménto. Qui vivit et regnat in saecula saeculórum.

PREFACIO I DE DIFUNTOS
LA ESPERANZA DE LA RESURRECCIÓN EN CRISTO
En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno, por Cristo, Señor nuestro.
En él brilla la esperanza de nuestra feliz resurrección; y así, aunque la certeza de morir nos entristece, nos consuela la promesa de la futura inmortalidad.
Porque la vida de tus fieles, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo.
Por eso, con los ángeles y arcángeles, tronos y dominaciones, y con todos los coros celestiales, cantamos sin cesar el himno de tu gloria:

Vere dignum et iustum est, aequum et salutáre, nos tibi semper et ubíque grátias ágere: Dómine, sancte Pater, omnípotens aetérne Deus: per Christum Dóminum nostrum.
In quo nobis spes beátae resurrectiónis effúlsit, ut, quos contrístat certa moriéndi condício, eósdem consolétur futúrae immortalitátis promíssio.
Tuis enim fidélibus, Dómine, vita mutátur, non tóllitur, et, dissolúta terréstris huius incolátus domo, aetérna in caelis habitátio comparátur.
Et ídeo cum Angelis et Archángelis, cum Thronis et Dominatiónibus, cumque omni milítia caeléstis exércitus, hymnum glóriae tuae cánimus, sine fine dicéntes:

Santo, Santo, Santo…

PLEGARIA EUCARÍSTICA II.

Antífona de la comunión Cf. Jn 11, 25-26

Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá, y el que está vivo y cree en mí no morirá para siempre, dice el Señor.
Ego sum resurréctio et vita, dicit Dóminus. Qui credit in me, étiam si mórtuus fúerit, vivet; et omnis, qui vivit et credit in me, non moriétur in aetérnum.

Oración después de la comunión
Te pedimos, Señor, que tus siervos difuntos, por quienes hemos celebrado el Misterio pascual, lleguen a la mansión de la luz y de la paz. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Praesta, quaesumus, Dómine, ut fámuli tui defúncti in mansiónem lucis tránseant et pacis, pro quibus paschále celebrávimus sacraméntum. Per Christum.

Se puede usar la bendición solemne en las celebraciones por los difuntos.
Dios, fuente de todo consuelo, que con amor inefable creó al hombre y en la resurrección de su Hijo ha dado a los creyentes la esperanza de resucitar, derrame sobre vosotros su bendición.
Benedícat vos Deus totíus consolatiónis, qui hóminem ineffábili bonitáte creávit, et in resurrectióne Unigéniti sui spem credéntibus resurgéndi concéssit.
R. Amén.
Él conceda el perdón de toda culpa a los que aún vivimos en el mundo, y otorgue a los que han muerto el lugar de la luz y de la paz.
Nobis, qui vívimus, véniam tríbuat pro peccátis, et ómnibus defúnctis locum concédat lucis et pacis.
R. Amén.
Y a todos nos conceda vivir eternamente felices con Cristo, al que proclamamos resucitado de entre los muertos.
Ut omnes cum Christo sine fine felíciter vivámus, quem resurrexísse a mórtuis veráciter crédimus.
R. Amén.
Y la bendición de Dios todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre vosotros y os acompañe siempre.
Et benedíctio Dei omnipoténtis, Patris, et Fílii, + et Spíritus Sancti, descéndat super vos et máneat semper.
R. Amén.

viernes, 25 de septiembre de 2020

Viernes 30 octubre 2020, Lecturas Viernes XXX semana del Tiempo Ordinario, año par.

LITURGIA DE LA PALABRA
Lecturas del Viernes de la XXX semana del Tiempo Ordinario, año par (Lec. III-par).

PRIMERA LECTURA Flp 1, 1-11
El que ha inaugurado entre vosotros esta buena obra la llevará adelante hasta el Día de Cristo

Comienzo de la carta del apóstol san Pablo a los Filipenses.

Pablo y Timoteo, siervos de Cristo Jesús, a todos los santos en Cristo que residen en Filipos, con sus obispos y diáconos. Gracia y paz a vosotros de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo.
Doy gracias a mi Dios cada vez que os recuerdo; siempre que rezo por vosotros, lo hago con gran alegría. Porque habéis sido colaboradores míos en la obra del Evangelio, desde el primer día hasta hoy. Esta es nuestra confianza: que el que ha inaugurado entre vosotros esta buena obra, la llevará adelante hasta el Día de Cristo Jesús. Esto que siento por vosotros está plenamente justificado: os llevo en el corazón, porque tanto en la prisión como en mi defensa y prueba del Evangelio, todos compartís mi gracia.
Testigo me es Dios del amor entrañable con que os quiero, en Cristo Jesús. Y esta es mi oración: que vuestro amor siga creciendo más y más en penetración y en sensibilidad para apreciar los valores. Así llegaréis al Día de Cristo limpios e irreprochables, cargados de frutos de justicia, por medio de Cristo Jesús, para gloria y alabanza de Dios.

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Salmo responsorial Sal 110, 1-2. 3-4. 5-6 (R.: 2a)
R.
Grandes son las obras del Señor.
Magna sunt ópera Dómini.

V. Doy gracias al Señor de todo corazón,
en compañía de los rectos, en la asamblea.
Grandes son las obras del Señor,
dignas de estudio para los que las aman.
R. Grandes son las obras del Señor.
Magna sunt ópera Dómini.

V. Esplendor y belleza son su obra,
su generosidad dura por siempre.
Ha hecho maravillas memorables,
el Señor es piadoso y clemente.
R. Grandes son las obras del Señor.
Magna sunt ópera Dómini.

V. Él da alimento a los que lo temen
recordando siempre su alianza.
Mostró a su pueblo la fuerza de su obrar,
dándoles la heredad de los gentiles.
R. Grandes son las obras del Señor.
Magna sunt ópera Dómini.

Aleluya Jn 10, 27
R.
Aleluya, aleluya, aleluya.
V. Mis ovejas escuchan mi voz -dice el Señor-, y yo las conozco y ellas me siguen. R.
Oves meæ vocem áudiunt, dicit Dóminus; et ego cognósco eas, et sequúntur me.

EVANGELIO Lc 14, 1-6
¿A quién se le cae al pozo el asno o el buey y no lo saca en día de sábado?
Lectura del santo Evangelio según san Lucas.
R. Gloria a ti, Señor.

Un sábado, entró Jesús en casa de uno de los principales fariseos para comer y ellos lo estaban espiando. Había allí, delante de él, un hombre enfermo de hidropesía, y tomando la palabra, dijo a los maestros de la ley y a los fariseos:
«¿Es lícito curar los sábados, o no?».
Ellos se quedaron callados.
Jesús, tocando al enfermo, lo curó y lo despidió.
Y a ellos les dijo:
«¿A quién de vosotros se le cae al pozo el asno o el buey y no lo saca enseguida en día de sábado?». Y no pudieron replicar a esto.

Palabra del Señor.
R. Gloria a ti, Señor Jesús.

San Cirilo, in Cat. graec. Patr
Menospreciadas la asechanzas de los judíos, cura de su enfermedad al hidrópico, el cual, temiendo a los fariseos, no pedía el remedio de su mal porque era sábado, sino que únicamente estaba en su presencia para ver si se compadecía de él y lo curaba. Conociendo esto, el Señor no le pregunta si quiere ser curado, sino que le curó en seguid. Por esto sigue: "El entonces le tomó, le curó y le despidió".

Oración de los fieles
Ferias del Tiempo Ordinario X

Pidamos, hermanos, a Dios nuestro Padre, en cuyas manos están los destinos del universo, que escuche las oraciones de su pueblo.
- Por la santa Iglesia de Dios: para que sea fiel a la voluntad de Cristo y se purifique de sus faltas y debilidades. Roguemos al Señor.
- Por los que gobiernan las naciones: para que trabajen por la paz del mundo, a fin de que todos los pueblos puedan vivir y progresar en justicia, en paz y en libertad. Roguemos al Señor.
- Por los pobres y los afligidos, por los enfermos y los moribundos, y por todos los que sufren: para que encuentren el consuelo y la salud. Roguemos al Señor.
- Por todos los que estamos aquí reunidos: para que perseveremos en la verdadera fe y crezcamos siempre en la caridad. Roguemos al Señor.
Dios todopoderoso y eterno, que por tu Hijo y Señor nuestro Jesucristo nos has dado el conocimiento de tu verdad: mira con bondad al pueblo que te suplica, líbralo de toda ignorancia y de todo pecado para que llegue a la gloria del reino eterno. Por Jesucristo nuestro Señor.

jueves, 24 de septiembre de 2020

Concilio Vaticano II, Const. Dogm. sobre la Iglesia "Lumen gentium" nn. 7. 10. 18-20. 23-29. 37 (21-noviembre-1964).

Concilio Vaticano II
CONSTITUCIÓN DOGMÁTICA SOBRE LA IGLESIA "LUMEN GENTIUM"
21 de noviembre de 1964.

CAPÍTULO I. EL MISTERIO DE LA IGLESIA

7.
El Hijo de Dios, en la naturaleza humana unida a sí, redimió al hombre, venciendo la muerte con su muerte y resurrección, y lo transformó en una nueva criatura (cf. Ga 6,15; 2 Co 5,17). Y a sus hermanos, congregados de entre todos los pueblos, los constituyó místicamente su cuerpo, comunicándoles su espíritu.

En ese cuerpo, la vida de Cristo se comunica a los creyentes, quienes están unidos a Cristo paciente y glorioso por los sacramentos, de un modo arcano, pero real [6]. Por el bautismo, en efecto, nos configuramos en Cristo: «porque también todos nosotros hemos sido bautizados en un solo Espíritu» (1 Co 12,13), ya que en este sagrado rito se representa y realiza el consorcio con la muerte y resurrección de Cristo: «Con El fuimos sepultados por el bautismo para participar de su muerte; mas, si hemos sido injertados en El por la semejanza de su muerte, también lo seremos por la de su resurrección» (Rm 6,4-5). Participando realmente del Cuerpo del Señor en la fracción del pan eucarístico, somos elevados a una comunión con El y entre nosotros. «Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan» (1 Co 10,17). Así todos nosotros nos convertimos en miembros de ese Cuerpo (cf. 1 Co 12,27) «y cada uno es miembro del otro» (Rm 12,5).

Y del mismo modo que todos los miembros del cuerpo humano, aun siendo muchos, forman, no obstante, un solo cuerpo, así también los fieles en Cristo (cf. 1 Co 12, 12). También en la constitución del cuerpo de Cristo está vigente la diversidad de miembros y oficios. Uno solo es el Espíritu, que distribuye sus variados dones para el bien de la Iglesia según su riqueza y la diversidad de ministerios (1 Co 12,1-11). Entre estos dones resalta la gracia de los Apóstoles, a cuya autoridad el mismo Espíritu subordina incluso los carismáticos (cf. 1 Co 14). El mismo produce y urge la caridad entre los fieles, unificando el cuerpo por sí y con su virtud y con la conexión interna de los miembros. Por consiguiente, si un miembro sufre en algo, con él sufren todos los demás; o si un miembro es honrado, gozan conjuntamente los demás miembros (cf.1 Co 12,26).

La Cabeza de este cuerpo es Cristo. El es la imagen de Dios invisible, y en El fueron creadas todas las cosas. El es antes que todos, y todo subsiste en El. El es la cabeza del cuerpo, que es la Iglesia. El es el principio, el primogénito de los muertos, de modo que tiene la primacía en todas las cosas (cf. Col 1,15-18). Con la grandeza de su poder domina los cielos y la tierra y con su eminente perfección y acción llena con las riquezas de su gloria todo el cuerpo (cf. Ef 1,18-23) [7].

Es necesario que todos los miembros se hagan conformes a El hasta el extremo de que Cristo quede formado en ellos (cf. Ga 4,19). Por eso somos incorporados a los misterios de su vida, configurados con El, muertos y resucitados con El, hasta que con El reinemos (cf. Flp 3,21; 2 Tm 2,11; Ef 2,6; Col 2,12, etc.). Peregrinando todavía sobre la tierra, siguiendo de cerca sus pasos en la tribulación y en la persecución, nos asociamos a sus dolores como el cuerpo a la cabeza, padeciendo con El a fin de ser glorificados con El (cf. Rm 8,17).

Por El «todo el cuerpo, alimentado y trabado por las coyunturas: y ligamentos, crece en aumento divino» (Col 2, 19). El mismo conforta constantemente su cuerpo, que es la Iglesia, con los dones de los ministerios, por los cuales, con la virtud derivada de El, nos prestamos mutuamente los servicios para la salvación, de modo que, viviendo la verdad en caridad, crezcamos por todos los medios en El, que es nuestra Cabeza (cf. Ef 4,11-16 gr.).

Y para que nos renováramos incesantemente en El (cf. Ef 4,23), nos concedió participar de su Espíritu, quien, siendo uno solo en la Cabeza y en los miembros, de tal modo vivifica todo el cuerpo, lo une y lo mueve, que su oficio pudo ser comparado por los Santos Padres con la función que ejerce el principio de vida o el alma en el cuerpo humano [8].

Cristo, en verdad, ama a la Iglesia como a su esposa, convirtiéndose en ejemplo del marido, que ama a su esposa como a su propio cuerpo (cf. Ef 5,25-28). A su vez, la Iglesia le está sometida como a su Cabeza (ib. 23-24). «Porque en El habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad» (Col 2,9), colma de bienes divinos a la Iglesia, que es su cuerpo y su plenitud (cf. Ef 1, 22-23), para que tienda y consiga toda la plenitud de Dios (cf. Ef 3,19).

[6] Cf. Santo Tomás, Summa Theol., III, q. 62, a. 5, ad 1.
[7] Cf. Pío XII, enc. Mystici Corporis, 29 jun. 1943: AAS 35 (1943), p. 208.
[8] Cf. León XIII, enc. Divinum illud, 9 mayo 1897: AAS 29 (1896-1807), p. 650. Pío XII, enc. Mystici Corporis, l. c., pp. 219-220. Denz., 2.288 (3807), San Agustín, Serm., 268, 2: PL 38, 1232, y en otros sitios; San J. Crisóstomo, In Eph. Hom., 9, 3: PG 62, 72. Dídimo Alej., Trin., 2, 1: PG 39, 449 s.; Santo Tomás, In Col., 1, 18, lect. 5; ed. Marietti, II, n. 46: «Así como se constituye un solo cuerpo por la unidad del alma, así la Iglesia por la unidad del Espíritu...».

CAPÍTULO II. EL PUEBLO DE DIOS

10.
Cristo Señor, Pontífice tomado de entre los hombres (cf. Hb 5,1-5), de su nuevo pueblo «hizo... un reino y sacerdotes para Dios, su Padre» (Ap 1,6; cf. 5,9-10). Los bautizados, en efecto, son consagrados por la regeneración y la unción del Espíritu Santo como casa espiritual y sacerdocio santo, para que, por medio de toda obra del hombre cristiano, ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien el poder de Aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz (cf. 1 P 2,4-10). Por ello todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabando juntos a Dios (cf. Hch 2,42-47), ofrézcanse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios (cf. Rm 12,1) y den testimonio por doquiera de Cristo, y a quienes lo pidan, den también razón de la esperanza de la vida eterna que hay en ellos (cf. 1 P 3,15).

El sacerdocio común de los fieles y el sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente y no sólo en grado, se ordenan, sin embargo, el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo [16]. El sacerdocio ministerial, por la potestad sagrada de que goza, forma y dirige el pueblo sacerdotal, confecciona el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo y lo ofrece en nombre de todo el pueblo a Dios. Los fieles, en cambio, en virtud de su sacerdocio regio, concurren a la ofrenda de la Eucaristía [17] y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y acción de gracias, mediante el testimonio de una vida santa, en la abnegación y caridad operante.

11. El carácter sagrado y orgánicamente estructurado de la comunidad sacerdotal se actualiza por los sacramentos y por las virtudes. Los fieles, incorporados a la Iglesia por el bautismo, quedan destinados por el carácter al culto de la religión cristiana, y, regenerados como hijos de Dios, están obligados a confesar delante de los hombres la fe que recibieron de Dios mediante la Iglesia [18]. Por el sacramento de la confirmación se vinculan más estrechamente a la Iglesia, se enriquecen con una fuerza especial del Espíritu Santo, y con ello quedan obligados más estrictamente a difundir y defender la fe, como verdaderos testigos de Cristo, por la palabra juntamente con las obras [19]. Participando del sacrificio eucarístico, fuente y cumbre de toda la vida cristiana, ofrecen a Dios la Víctima divina y se ofrecen a sí mismos juntamente con ella [20]. Y así, sea por la oblación o sea por la sagrada comunión, todos tienen en la celebración litúrgica una parte propia, no confusamente, sino cada uno de modo distinto. Más aún, confortados con el cuerpo de Cristo en la sagrada liturgia eucarística, muestran de un modo concreto la unidad del Pueblo de Dios, significada con propiedad y maravillosamente realizada por este augustísimo sacramento.

Quienes se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de la ofensa hecha a El y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la que hirieron pecando, y que colabora a su conversión con la caridad, con el ejemplo y las oraciones. Con la unción de los enfermos y la oración de los presbíteros, toda la Iglesia encomienda los enfermos al Señor paciente y glorificado, para que los alivie y los salve (cf. St 5,14-16), e incluso les exhorta a que, asociándose voluntariamente a la pasión y muerte de Cristo (cf. Rm 8,17; Col 1,24; 2 Tm 2,11-12; 1 P 4,13), contribuyan así al bien del Pueblo de Dios. A su vez, aquellos de entre los fieles que están sellados con el orden sagrado son destinados a apacentar la Iglesia por la palabra y gracia de Dios, en nombre de Cristo. Finalmente, los cónyuges cristianos, en virtud del sacramento del matrimonio, por el que significan y participan el misterio de unidad y amor fecundo entre Cristo y la Iglesia (cf. Ef 5,32), se ayudan mutuamente a santificarse en la vida conyugal y en la procreación y educación de la prole, y por eso poseen su propio don, dentro del Pueblo de Dios, en su estado y forma de vida [21]. De este consorcio procede la familia, en la que nacen nuevos ciudadanos de la sociedad humana, quienes, por la gracia del Espíritu Santo, quedan constituidos en el bautismo hijos de Dios, que perpetuarán a través del tiempo el Pueblo de Dios. En esta especie de Iglesia doméstica los padres deben ser para sus hijos los primeros predicadores de la fe, mediante la palabra y el ejemplo, y deben fomentar la vocación propia de cada uno, pero con un cuidado especial la vocación sagrada

Todos los fieles, cristianos, de cualquier condición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre.

[16] Cf. Pío XII, aloc. Magnificate Dominum, 2 nov. 1954: AAS 46 (1954) 669; enc. Mediator Dei, 20 nov. 1947: AAS 39 (1947) 555.
[17] Cf. Pío XI, enc. Miserentissimus Redemptor, 8 mayo 1928: AAS 20 (1928) 171s.; Pio XII, aloc. Vous nous avez, 22 sept. 1956: AAS 48 (1956) 714.
[18] Cf. Santo Tomás, Summa Theol., III, q. 63, a. 2.
[19] Cf. San Cirilo Hieros., Catech. 17, de Spiritu Sancto, II, 35-37: PG 33, 1009-1012. Nic. Cabasilas, De vita in Christo, libro III, "de utilitate chrismatis". PG 150, 569-580. Santo Tomás, Summa Theol., III, q. 65, a. 3 y q. 72, a. 1 y 5.
[20] Cf. Pío XII, enc. Mediator Dei, 20 nov. 1947: AAS 39 (1947), sobre todo 552s.
[21] 1 Co., 7, 7: «Cada uno tiene de Dios su propio don (idion=carisma): éste uno; aquél, otro». Cf. San Agustín, De dono persev., 14, 37: PL 45, 1015s: «No sólo la continencia, sino también la castidad conyugal es don de Dios».

CAPÍTULO III. CONSTITUCIÓN JERÁRQUICA DE LA IGLESIA, Y PARTICULARMENTE EL EPISCOPADO

18. Para apacentar el Pueblo de Dios y acrecentarlo siempre, Cristo Señor instituyó en su Iglesia diversos ministerios, ordenados al bien de todo el Cuerpo. Pues los ministros que poseen la sacra potestad están al servicio de sus hermanos, a fin de que todos cuantos pertenecen al Pueblo de Dios y gozan, por tanto, de la verdadera dignidad cristiana, tendiendo libre y ordenadamente a un mismo fin, alcancen la salvación.

Este santo Sínodo, siguiendo las huellas del Concilio Vaticano I, enseña y declara con él que Jesucristo, Pastor eterno, edificó la santa Iglesia enviando a sus Apóstoles lo mismo que El fue enviado por el Padre (cf. Jn 20,21), y quiso que los sucesores de aquéllos, los Obispos, fuesen los pastores en su Iglesia hasta la consumación de los siglos. Pero para que el mismo Episcopado fuese uno solo e indiviso, puso al frente de los demás Apóstoles al bienaventurado Pedro e instituyó en la persona del mismo el principio y fundamento, perpetuo y visible, de la unidad de fe y de comunión [37]. Esta doctrina sobre la institución, perpetuidad, poder y razón de ser del sacro primado del Romano Pontífice y de su magisterio infalible, el santo Concilio la propone nuevamente como objeto de fe inconmovible a todos los fieles, y, prosiguiendo dentro de la misma línea, se propone, ante la faz de todos, profesar y declarar la doctrina acerca de los Obispos, sucesores de los Apóstoles, los cuales, junto con el sucesor de Pedro, Vicario de Cristo [38] y Cabeza visible de toda la Iglesia, rigen la casa del Dios vivo.

19. El Señor Jesús, después de haber hecho oración al Padre, llamando a sí a los que El quiso, eligió a doce para que viviesen con El y para enviarlos a predicar el reino de Dios (cf. Mc 3,13-19; Mt 10,1-42); a estos Apóstoles (cf. Lc 6,13) los instituyó a modo de colegio, es decir, de grupo estable, al frente del cual puso a Pedro, elegido de entre ellos mismos (cf. Jn 21,15-17). Los envió primeramente a los hijos de Israel, y después a todas las gentes (cf. Rm 1,16), para que, participando de su potestad, hiciesen discípulos de El a todos los pueblos y los santificasen y gobernasen (cf. Mt 28,16-20; Mc 16, 15; Le 24,45-48; Jn 20,21-23), y así propagasen la Iglesia y la apacentasen, sirviéndola, bajo la dirección del Señor, todos los días hasta la consumación de los siglos (Mt 28,20). En esta misión fueron confirmados plenamente el día de Pentecostés (cf. Hch 2,1-36), según la promesa del Señor: «Recibiréis la virtud del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos así en Jerusalén como en toda la Judea y Samaría y hasta el último confín de la tierra» (Hch 1,8). Los Apóstoles, pues, predicando en todas partes el Evangelio (cf. Mc 16,20), recibido por los oyentes bajo la acción del Espíritu Santo, congregan la Iglesia universal que el Señor fundó en los Apóstoles y edificó sobre el bienaventurado Pedro, su cabeza, siendo el propio Cristo Jesús la piedra angular (cf. Ap 21, 14; Mt 16, 18; Ef 2, 20) [39].

20. Esta divina misión confiada por Cristo a los Apóstoles ha de durar hasta él fin del mundo (cf. Mt 28,20), puesto que el Evangelio que ellos deben propagar es en todo tiempo el principio de toda la vida para la Iglesia. Por esto los Apóstoles cuidaron de establecer sucesores en esta sociedad jerárquicamente organizada.

En efecto, no sólo tuvieron diversos colaboradores en el ministerio [40], sino que, a fin de que la misión a ellos confiada se continuase después de su muerte, dejaron a modo de testamento a sus colaboradores inmediatos el encargo de acabar y consolidar la obra comenzada por ellos [41], encomendándoles que atendieran a toda la grey, en medio de la cual el Espíritu Santo los había puesto para apacentar la Iglesia de Dios (cf. Hch 20,28). Y así establecieron tales colaboradores y les dieron además la orden de que, al morir ellos, otros varones probados se hicieran cargo de su ministerio [42]. Entre los varios ministerios que desde los primeros tiempos se vienen ejerciendo en la Iglesia, según el testimonio de la Tradición, ocupa el primer lugar el oficio de aquellos que, ordenados Obispos por una sucesión que se remonta a los mismos orígenes [43], conservan la semilla apostólica [44]. Así, como atestigua San Ireneo, por medio de aquellos que fueron instituidos por los Apóstoles Obispos y sucesores suyos hasta nosotros, se manifiesta [45] y se conserva la tradición apostólica en todo el mundo [46].

Los Obispos, pues, recibieron el ministerio de la comunidad con sus colaboradores, los presbíteros y diáconos [47], presidiendo en nombre de Dios la grey [48], de la que son pastores, como maestros de doctrina, sacerdotes del culto sagrado y ministros de gobierno [49]. Y así como permanece el oficio que Dios concedió personalmente a Pedro; príncipe de los Apóstoles, para que fuera transmitido a sus sucesores, así también perdura el oficio de los Apóstoles de apacentar la Iglesia, que debe ejercer de forma permanente el orden sagrado de los Obispos [50]. Por ello, este sagrado Sínodo enseña que los Obispos han sucedido [51], por institución divina, a los Apóstoles como pastores de la Iglesia, de modo que quien los escucha, escucha a Cristo, y quien los desprecia, desprecia a Cristo y a quien le envió (cf. Lc 10,16) [52].

[37] Cf. Conc. Vat. I, const. dogm. de Ecclesia Christi Pastor aeternus: Denz. 1821 (3.050s.).
[38] Cf. Conc. Flor., Decretum pro Graecis: Denz. 694 (1307), y Con. Vat. I, ibid.: Denz., 1826 (3059).
[39] Cf. Liber sacramentorum S. Gregorio, Praefacio in Cathedra S. Petri, in natali S. Mathiae et S. Thomae: PL 78, 50, 51 et 152; cf. Cod. Vat. Lat 3548, f. 19. San Hiliario, In Ps. 67, 10: PL 9, 450; CSEL, 22, p. 286. San Jerónimo, Adv. Iovin. 1, 26: PL 23, 247A. San Agustín, In Ps., 86, 4: PL 37, 1103. San Gregorio, M., Mor. in Iob, XXVIII V: PL 76, 455-456. Primasio, Comm. in Ap. V: PL 68, 924BC. Pascasio Radb., In Mt. 1. 8, c. 16: PL 120, 561C. Cf. León XIII, carta Et sane, 17 dic. 1888: AAS 21 (1888) 321.
[40] Cf. Hech, 6, 2-6; 11, 30; 13, 1; 14, 23; 20, 17; 1 Tes, 5, 12-13; Flp, 1, 1.; Col 4, 11 y passim.
[41] Cf. Hech, 20, 25-27; 2 Tm, 4, 6 s, comparado con 1 Tm, 5, 22; 2 Tm, 2, 2; Tit 1, 5; San Clem. Rom., Ad Cor. 44, 3; ed. Funk, I, p. 156.
[42] San Clem. Rom., Ad Cor. 44, 2; ed. Funk, I, p. 154s.
[43] Cf. Tertul., Praescr. haer. 32: PL 2, 52s. S. Ignacio, M., passim.
[44] Cf. Tertul., Praescr. haer. 32: PL 2, 63.
[45] Cf. Sam Ireneo, Adv. haer. III, 3, 1: PG 7, 848A; Harvey, 2, 8; Sagnard, p. 100 s.: "manifestatam".
[46] Cf. San Ireneo, Adv. haer. III, 2, 2: PG 7, 847; Harvey, 2, 7; Sagnard, p. 100: "custoditur"; cf. ib. IV, 26, 2; col. 1053; Harvey, 2, 236, y IV, 33, 8; col. 1077; Harvey, 2, 262.
[47] San Ign. M., Philad. praef.: ed. Funk, I, p. 264.
[48] San Ign. M., Philad. 1, 1; Magn. 6, 1; ed. Funk, I, páginas 264 y 234.
[49] San Clemente Rom., l. c., 42, 3-4; 44, 3-4; 57, 1-2: ed. Funk, I, 152, 156, 171s. San Ignacio M., Philad., 2; Smyrn. 8; Magn. 3; Trall. 7; ed. Funk, I. pp. 265s; 282; 232; 246s, etc. San Justino, Apol, 1, 65: PG 6, 428; San Cipriano, Epist. passim.
[50] Cf. León XIII, enc. Satis cognitum, 29 jun. 1896: ASS 28 (1895-96), p. 732.
[51] Cf. Conc. Trid., decr. De sacr. Ordinis, c.3 4: Denz. 960 (1768); Conc. Vat. I, const. Dogm. de Ecclesia Christi Pastor aeternus c. 4: Denz. 1828 (3061). Pío XII, enc. Mystici Corporis, 29 jun. 1943: AAS 35 (1943) 209 y 212. Cod. Iur. Can., 329, § 1.
[52] Cf. León XIII, epíst. Et sane, 17 dic. 1888: AAS 21 (1888) 321s.

CAPÍTULO III. CONSTITUCIÓN JERÁRQUICA DE LA IGLESIA, Y PARTICULARMENTE EL EPISCOPADO

23. La unión colegial se manifiesta también en las mutuas relaciones de cada Obispo con las Iglesias particulares y con la Iglesia universal. El Romano Pontífice, como sucesor de Pedro, es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad así de los Obispos como de la multitud de los fieles [66]. Por su parte, los Obispos son, individualmente, el principio y fundamento visible de unidad en sus Iglesias particulares [67], formadas a imagen de la Iglesia universal, en las cuales y a base de las cuales se constituye la Iglesia católica, una y única [68]. Por eso, cada Obispo representa a su Iglesia, y todos juntos con el Papa representan a toda la Iglesia en el vínculo de la paz, del amor y de la unidad.

Cada uno de los Obispos que es puesto al frente de una Iglesia particular, ejerce su poder pastoral sobre la porción del Pueblo de Dios a él encomendada, no sobre las otras Iglesias ni sobre la Iglesia universal. Pero en cuanto miembros del Colegio episcopal y como legítimos sucesores de los Apóstoles, todos y cada uno, en virtud de la institución y precepto de Cristo [69], están obligados a tener por la Iglesia universal aquella solicitud que, aunque no se ejerza por acto de jurisdicción, contribuye, sin embargo, en gran manera al desarrollo de la Iglesia universal. Deben, pues, todos los Obispos promover y defender la unidad de la fe y la disciplina común de toda la Iglesia, instruir a los fieles en el amor de todo el Cuerpo místico de Cristo, especialmente de los miembros pobres, de los que sufren y de los que son perseguidos por la justicia (cf. Mt 5,10); promover, en fin, toda actividad que sea común a toda la Iglesia, particularmente en orden a la dilatación de la fe y a la difusión de la luz de la verdad plena entre todos los hombres. Por lo demás, es cierto que, rigiendo bien la propia Iglesia como porción de la Iglesia universal, contribuyen eficazmente al bien de todo el Cuerpo místico, que es también el cuerpo de las Iglesias [70].

El cuidado de anunciar el Evangelio en todo el mundo pertenece al Cuerpo de los Pastores, ya que a todos ellos, en común, dio Cristo el mandato, imponiéndoles un oficio común, según explicó ya el papa Celestino a los Padres del Concilio de Efeso [71]. Por tanto, todos los Obispos, en cuanto se lo permite el desempeño de su propio oficio, están obligados a colaborar entre sí y con el sucesor de Pedro, a quien particularmente le ha sido confiado el oficio excelso de propagar el nombre cristiano [72]. Por lo cual deben socorrer con todas sus fuerzas a las misiones, ya sea con operarios para la mies, ya con ayudas espirituales y materiales; bien directamente por sí mismos, bien estimulando la ardiente cooperación de los fieles. Procuren, pues, finalmente, los Obispos, según el venerable ejemplo de la antigüedad, prestar con agrado una fraterna ayuda a las otras Iglesias, especialmente a las más vecinas y a las más pobres, dentro de esta universal sociedad de la caridad.

La divina Providencia ha hecho que varias Iglesias fundadas en diversas regiones por los Apóstoles y sus sucesores, al correr de los tiempos, se hayan reunido en numerosos grupos estables, orgánicamente unidos, los cuales, quedando a salvo la unidad de la fe y la única constitución divina de la Iglesia universal, tienen una disciplina propia, unos ritos litúrgicos y un patrimonio teológico y espiritual propios. Entre las cuales, algunas, concretamente las antiguas Iglesias patriarcales, como madres en la fe, engendraron a otras como hijas y han quedado unidas con ellas hasta nuestros días con vínculos más estrechos de caridad en la vida sacramental y en la mutua observancia de derechos y deberes [73]. Esta variedad de las Iglesias locales, tendente a la unidad, manifiesta con mayor evidencia la catolicidad de la Iglesia indivisa. De modo análogo, las Conferencias episcopales hoy en día pueden desarrollar una obra múltiple y fecunda, a fin de que el afecto colegial tenga una aplicación concreta.

[66] Cf. Conc. Vat. I. const. dogm. Pastor aeternus: Denz. 1821 (3050s).
[67] Cf. San Cipriano, Epist. 66, 8 (Hartel, III, 2 p. 733): "el obispo en la Iglesia y la Iglesia en el obispo".
[68] Cf. San Cipriano, Epist. 55, 24 (Hartel, p. 642, lín. 13): "única Iglesia, dividida en muchos miembros por todo el mundo". Epist. 36, 4: Hartel, p. 575, lín. 20-21.
[69] Cf. Pío XII, enc. Fidei Donum, 21 abr. 1957: AAS 49 (1957) 237.
[70] Cf. San Hilario Pict., In Ps. 14, 3: PL 9, 206; CSEL, 22, p. 86. San Gregorio M., Moral. IV, 7, 12: PL 75, 643C. Ps. Basilio, In Is. 15, 296: PG 30, 637C.
[71] San Celestino, Epist. 18, 1-2, ad Conc. Eph.: PL 50, 505AB; Schwartz, Acta Conc. Oec. I, 1, 1, p. 22. Cf. Benedicto XV. epist. apost. Maximum illud: AAS 11 (1919) 440. Pío XI, enc. Rerum Ecclesiae, 28 febr. 1926: AAS 18 (1926) 69. Pío XII, enc. Fidei Donum, l. c.
[72] León XIII, enc. Grande munus, 30 sept. 1880: AAS 13 (1880) 145. Cf. Cod. Iur. Can. can. 1327; can. 1350 § 2.
[73] Sobre los derechos de las Sedes patriarcales, cf. Conc. Niceno, can. 6 de Alexandria et Antiochia, y can. 7 de HierosolymisConc. Oec. Decr., p. 8. Conc. Later. IV, año 1215, constit. V: De dignitate Patriarcharum: ibid., p. 212, Conc. Ferr.-Flor.: ibid. p. 504.

24. Los Obispos, en cuanto sucesores de los Apóstoles, reciben del Señor, a quien ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra, la misión de enseñar a todas las gentes y de predicar el Evangelio a toda creatura, a fin de que todos los hombres consigan la salvación por medio de la fe, del bautismo y del cumplimiento de los mandamientos (cf. Mt 28,18-20; Mc 16,15-16; Hch 26, 17 s). Para el desempeño de esta misión, Cristo Señor prometió a los Apóstoles el Espíritu Santo, y lo envió desde el cielo el día de Pentecostés, para que, confortados con su virtud, fuesen sus testigos hasta los confines de la tierra ante las gentes, los pueblos y los reyes (cf. Hch 1,8; 2, 1 ss; 9,15). Este encargo que el Señor confió a los pastores de su pueblo es un verdadero servicio, que en la Sagrada Escritura se llama con toda propiedad diaconía, o sea ministerio (cf. Hch 1,17 y 25; 21,19; Rm 11,13; 1Tm 1,12).

La misión canónica de los Obispos puede hacerse por las legítimas costumbres que no hayan sido revocadas por la potestad suprema y universal de la Iglesia, o por leyes dictadas o reconocidas por la misma autoridad, o directamente por el mismo sucesor de Pedro; y ningún Obispo puede ser elevado a tal oficio contra la voluntad de éste, o sea cuando él niega la comunión apostólica [74].

25. Entre los principales oficios de los Obispos se destaca la predicación del Evangelio [75]. Porque los Obispos son los pregoneros de la fe que ganan nuevos discípulos para Cristo y son los maestros auténticos, o sea los que están dotados de la autoridad de Cristo, que predican al pueblo que les ha sido encomendado la fe que ha de ser creída y ha de ser aplicada a la vida, y la ilustran bajo la luz del Espíritu Santo, extrayendo del tesoro de la Revelación cosas nuevas y viejas (cf. Mt 13, 52), la hacen fructificar y con vigilancia apartan de su grey los errores que la amenazan (cf. 2 Tm 4,1-4). Los Obispos, cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice, deben ser respetados por todos como testigos de la verdad divina y católica; los fieles, por su parte, en materia de fe y costumbres, deben aceptar el juicio de su Obispo, dado en nombre de Cristo, y deben adherirse a él con religioso respeto. Este obsequio religioso de la voluntad y del entendimiento de modo particular ha de ser prestado al magisterio auténtico del Romano Pontífice aun cuando no hable ex cathedra; de tal manera que se reconozca con reverencia su magisterio supremo y con sinceridad se preste adhesión al parecer expresado por él, según su manifiesta mente y voluntad, que se colige principalmente ya sea por la índole de los documentos, ya sea por la frecuente proposición de la misma doctrina, ya sea por la forma de decirlo.

Aunque cada uno de los Prelados no goce por si de la prerrogativa de la infalibilidad, sin embargo, cuando, aun estando dispersos por el orbe, pero manteniendo el vínculo de comunión entre sí y con el sucesor de Pedro, enseñando auténticamente en materia de fe y costumbres, convienen en que una doctrina ha de ser tenida como definitiva, en ese caso proponen infaliblemente la doctrina de Cristo [76]. Pero todo esto se realiza con mayor claridad cuando, reunidos en concilio ecuménico, son para la Iglesia universal los maestros y jueces de la fe y costumbres, a cuyas definiciones hay que adherirse con la sumisión de la fe [77].

Esta infalibilidad que el divino Redentor quiso que tuviese su Iglesia cuando define la doctrina de fe y costumbres, se extiende tanto cuanto abarca el depósito de la Revelación, que debe ser custodiado santamente y expresado con fidelidad. El Romano Pontífice, Cabeza del Colegio episcopal, goza de esta misma infalibilidad en razón de su oficio cuando, como supremo pastor y doctor de todos los fieles, que confirma en la fe a sus hermanos (cf. Lc 22,32), proclama de una forma definitiva la doctrina de fe y costumbres [78]. Por esto se afirma, con razón, que sus definiciones son irreformables por sí mismas y no por el consentimiento de la Iglesia, por haber sido proclamadas bajo la asistencia del Espíritu Santo, prometida a él en la persona de San Pedro, y no necesitar de ninguna aprobación de otros ni admitir tampoco apelación a otro tribunal. Porque en esos casos, el Romano Pontífice no da una sentencia como persona privada, sino que, en calidad de maestro supremo de la Iglesia universal, en quien singularmente reside el carisma de la infalibilidad de la Iglesia misma, expone o defiende la doctrina de la fe católica [79]. La infalibilidad prometida a la Iglesia reside también en el Cuerpo de los Obispos cuando ejerce el supremo magisterio en unión con el sucesor de Pedro. A estas definiciones nunca puede faltar el asenso de la Iglesia por la acción del mismo Espíritu Santo, en virtud de la cual la grey toda de Cristo se mantiene y progresa en la unidad de la fe [80].

Mas cuando el Romano Pontífice o el Cuerpo de los Obispos juntamente con él definen una doctrina, lo hacen siempre de acuerdo con la misma Revelación, a la cual deben atenerse y conformarse todos, y la cual es íntegramente transmitida por escrito o por tradición a través de la sucesión legítima de los Obispos, y especialmente por cuidado del mismo Romano Pontífice, y, bajo la luz del Espíritu de verdad, es santamente conservada y fielmente expuesta en la Iglesia [81]. El Romano Pontífice y los Obispos, por razón de su oficio y la importancia del asunto, trabajan celosamente con los medios oportunos [82] para investigar adecuadamente y para proponer de una manera apta esta Revelación; y no aceptan ninguna nueva revelación pública como perteneciente al divino depósito de la fe [83].

[74] Cf. Cod. Iuris pro Eccl. Orient., can. 216-314: «de Patriarchis»; can. 324-339: «de Archiepiscopis maioribus»; can. 362-391: «de aliis dignatariis», especialmente los can. 238 § 3; 216. 240. 251. 255: «de Episcopis a Patriarcha nominadis.
[75] Cf. Conc. Trid., decr. De reform. ses. 5 can. 2 n. 9 y ses. 24 can. 4: Conc. Oec., Decr., p. 645 y 739.
[76] Cf. Conc. Vat. I. const. dogm. Dei Filius, 3: Denz. 1712 (3011). Cf. nota al esquema I De Eccl. (tomada de San Rob. Belarmino): Mansi, 51, 579C; también el esquema reformado de la constitución II De Ecclesia Christi con el comentario de Kleutgen: Mansi, 53, 313AB, Pío IX epíst. Tuas libenter: Denz., 1638 (2879).
[77] Cf. Cod. Iur. Can., can. 1322-1323.
[78] Cf. Conc. Vat. I. const. dogm. Pastor aeternus: Denz., 1839 (3074).
[79] Cf. la exposición de Gasser al Conc. Vat. I: Mansi, 52, 1213AC.
[80] Cf. Gasser, ibid.: Mansi, 1214A.
[81] Cf. Gasser, ibid.: Mansi, 1215CD, 1216-1217A.
[82] Gasser, ib.: Mansi, 1213.
[83] Conc. Vat. I. const. dogm. Pastor aeternus, 4: Denz. 1836 (3070).

26. El Obispo, por estar revestido de la plenitud del sacramento del orden, es «el administrador de la gracia del supremo sacerdocio» [84], sobre todo en la Eucaristía, que él mismo celebra o procura que sea celebrada [85], y mediante la cual la Iglesia vive y crece continuamente. Esta Iglesia de Cristo está verdaderamente presente en todas las legítimas reuniones locales de los fieles, que, unidas a sus pastores, reciben también en el Nuevo Testamento el nombre de iglesias [86]. Ellas son, en su lugar, el Pueblo nuevo, llamado por Dios en el Espíritu Santo y en gran plenitud (cf. 1 Ts 1,5). En ellas se congregan los fieles por la predicación del Evangelio de Cristo y se celebra el misterio de la Cena del Señor «para que por medio del cuerpo y de la sangre del Señor quede unida toda la fraternidad» [87]. En toda comunidad de altar, bajo el sagrado ministerio del Obispo [88], se manifiesta el símbolo de aquella caridad y «unidad del Cuerpo místico, sin la cual no puede haber salvación» [89]. En estas comunidades, aunque sean frecuentemente pequeñas y pobres o vivan en la dispersión, está presente Cristo, por cuya virtud se congrega la Iglesia una, santa, católica y apostólica [90]. Pues «la participación del cuerpo y sangre de Cristo hace que pasemos a ser aquello que recibimos» [91].

Ahora bien, toda legítima celebración de la Eucaristía es dirigida por el Obispo, a quien ha sido confiado el oficio de ofrecer a la Divina Majestad el culto de la religión cristiana y de reglamentarlo en conformidad con los preceptos del Señor y las leyes de la Iglesia, precisadas más concretamente para su diócesis según su criterio.

Así, los Obispos, orando y trabajando por el pueblo, difunden de muchas maneras y con abundancia la plenitud de la santidad de Cristo. Por medio del ministerio de la palabra comunican la virtud de Dios a los creyentes para la salvación (cf. Rm 1,16), y por medio de los sacramentos, cuya administración legítima y fructuosa regulan ellos con su autoridad [92], santifican a los fieles. Ellos disponen la administración del bautismo, por medio del cual se concede la participación en el sacerdocio regio de Cristo. Ellos son los ministros originarios de la confirmación, los dispensadores de las sagradas órdenes y los moderadores de la disciplina penitencial; y ellos solícitamente exhortan e instruyen a sus pueblos para que participen con fe y reverencia en la liturgia y, sobre todo, en el santo sacrificio de la Misa. Ellos, finalmente, deben edificar a sus súbditos con el ejemplo de su vida, guardando su conducta de todo mal y, en la medida que puedan y con la ayuda de Dios transformándola en bien, para llegar, juntamente con la grey que les ha sido confiada, a la vida eterna [93].

27. Los Obispos rigen, como vicarios y legados de Cristo, las Iglesias particulares que les han sido encomendadas [94], con sus consejos, con sus exhortaciones, con sus ejemplos, pero también con su autoridad y sacra potestad, de la que usan únicamente para edificar a su grey en la verdad y en la santidad, teniendo en cuenta que el que es mayor ha de hacerse como el menor, y el que ocupa el primer puesto, como el servidor (cf. Lc 22, 26-27). Esta potestad que personalmente ejercen en nombre de Cristo es propia, ordinaria e inmediata, aunque su ejercicio esté regulado en definitiva por la suprema autoridad de la Iglesia y pueda ser circunscrita dentro de ciertos límites con miras a la utilidad de la Iglesia o de los fieles. En virtud de esta potestad, los Obispos tienen el sagrado derecho, y ante Dios el deber, de legislar sobre sus súbditos, de juzgarlos y de regular todo cuanto pertenece a la organización del culto y del apostolado.

A ellos se les confía plenamente el oficio pastoral, o sea el cuidado habitual y cotidiano de sus ovejas, y no deben considerarse como vicarios de los Romanos Pontífices, ya que ejercen potestad propia y son, en verdad, los jefes de los pueblos que gobiernan [95] Así, pues, su potestad no es anulada por la potestad suprema y universal, sino que, por el contrario, es afirmada, robustecida y defendida [96], puesto que el Espíritu Santo mantiene indefectiblemente la forma de gobierno que Cristo Señor estableció en su Iglesia.

El Obispo, enviado por el Padre de familias a gobernar su familia, tenga siempre ante los ojos el ejemplo del Buen Pastor, que vino no a ser servido, sino a servir (cf. Mt 20,28; Mc 10,45) y a dar la vida por sus ovejas (cf. Jn 10,11). Tomado de entre los hombres y rodeado él mismo de flaquezas, puede apiadarse de los ignorantes y equivocados (Hb 5,1-2). No se niegue a oír a sus súbditos, a los que, como a verdaderos hijos suyos, alimenta y a quienes exhorta a cooperar animosamente con él. Consciente de que ha de dar cuenta a Dios de sus almas (cf. Hb 13,17), trabaje con la oración, con la predicación y con todas las obras de caridad tanto por ellos como por los que todavía no son de la única grey, a los cuales tenga como encomendados en el Señor. El mismo, siendo, como San Pablo, deudor para con todos, esté dispuesto a evangelizar a todos (cf. Rm 1,14-15) y a exhortar a sus fieles a la actividad apostólica y misionera. Los fieles, por su parte, deben estar unidos a su Obispo como la Iglesia a Jesucristo, y como Jesucristo al Padre, para que todas las cosas se armonicen en la unidad [97] y crezcan para gloria de Dios (cf. 2 Co 4,15).

[84] Oración de la consagración episcopal en el rito bizantino: Euchologion to mega (Romae 1873) p. 139.
[85] Cf. San Ignacio M., Smyrn. 8, 1; ed. Funk, I, p. 282.
[86] Cf. Hch 8, 1; 14, 22-23; 20, 17 y passim.
[87] Oración mozárabe: PL 96, 759 B.
[88] Cf. San Ignacio M., Smyrn., 8, 1; ed. Funk, I, p. 282.
[89] Santo Tomás, Summa Theol., III, q. 73, a. 3.
[90] Cf. San Agustín, C. Faustum, 12, 20; PL 42, 265; Serm., 57, 7: PL 38, 389, etc.
[91] San León M., Serm. 63, 7: PL 54, 357C.
[92] Cf. Traditio Apostolica Hippolity, 2-3; ed. Botte, p. 26-30.
[93] Cf. el texto de examen al comienzo de la consagración episcopal, y la oración al final de la misa de dicha consagración, después del Te Deum.
[94] Benedicto XIV, breve Romana Ecclesia, 5 oct. 1752, § 1: Bullarium Benedicti XIV, t. IV (Romae 1758) 21: "El obispo es figura de Cristo y vicario del mismo". Pío XII enc. Mystici Corporis, l. c., p. 21: "Cada obispo apacienta y rige en nombre de Cristo el rebaño particular que se le ha confiado".
[95] Cf. León XIII. enc. Satis cognitum, 29 jun. 1896: AAS 28 (1895-96) 732. Id. epíst. Officio sanctissimo, 22 dic. 1887: AAS 20 (1887) 264. Pío IX, carta apost. ad Episcopos Germaniae, 12 marzo 1875, y aloc. consist. 15 marzo 1875: Denz. 2113-3117, en la nueva ed. solamente.
[96] Cf. Conc. Vat. I, const. dogm. Pastor aeternus 3: Denz. 1828 (3061). Cf. la Relatio de Zinelli: Mansi, 52, 1114D.
[97] Cf. S. Ignacio M., Ad Ephes. 5, 1: ed. Funk, I, p. 216.

28. Cristo, a quien el Padre santificó y envió al mundo (cf. Jn 10,36), ha hecho partícipes de su consagración y de su misión, por medio de sus Apóstoles, a los sucesores de éstos, es decir, a los Obispos [98], los cuales han encomendado legítimamente el oficio de su ministerio, en distinto grado, a diversos sujetos en la Iglesia. Así, el ministerio eclesiástico, de institución divina, es ejercido en diversos órdenes por aquellos que ya desde antiguo vienen llamándose Obispos, presbíteros y diáconos [99]. Los presbíteros, aunque no tienen la cumbre del pontificado y dependen de los Obispos en el ejercicio de su potestad, están, sin embargo, unidos con ellos en el honor del sacerdocio[100] y, en virtud del sacramento del orden [101], han sido consagrados como verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento [102], a imagen de Cristo, sumo y eterno Sacerdote (cf. Hb 5,1-10; 7,24; 9,11-28), para predicar el Evangelio y apacentar a los fieles y para celebrar el culto divino. Participando, en el grado propio de su ministerio, del oficio del único Mediador, Cristo (cf. 1 Tm 2,5), anuncian a todos la divina palabra. Pero su oficio sagrado lo ejercen, sobre todo, en el culto o asamblea eucarística, donde, obrando en nombre de Cristo [103]y proclamando su misterio, unen las oraciones de los fieles al sacrificio de su Cabeza y representan y aplican [104] en el sacrificio de la Misa, hasta la venida del Señor (cf. 1 Co 11,26), el único sacrificio del Nuevo Testamento, a saber: el de Cristo, que se ofrece a sí mismo al Padre, una vez por todas, como hostia inmaculada (cf. Hb 9,11-28). Para con los fieles arrepentidos o enfermos desempeñan principalmente el ministerio de la reconciliación y del alivio, y presentan a Dios Padre las necesidades y súplicas de los fieles (cf. Hb 5,1-13). Ejerciendo, en la medida de su autoridad, el oficio de Cristo, Pastor y Cabeza [105], reúnen la familia de Dios como una fraternidad, animada con espíritu de unidad [106], y la conducen a Dios Padre por medio de Cristo en el Espíritu. En medio de la grey le adoran en espíritu y en verdad (cf. Jn 4,24). Se afanan, finalmente, en la palabra y en la enseñanza (cf. 1 Tm 5,17), creyendo aquello que leen cuando meditan la ley del Señor, enseñando aquello que creen, imitando lo que enseñan [107].

Los presbíteros, próvidos cooperadores del Orden episcopal [108] y ayuda e instrumento suyo, llamados para servir al Pueblo de Dios, forman, junto con su Obispo, un solo presbiterio [109], dedicado a diversas ocupaciones. En cada una de las congregaciones locales de fieles representan al Obispo, con el que están confiada y animosamente unidos, y toman sobre sí una parte de la carga y solicitud pastoral y la ejercen en el diario trabajo. Ellos, bajo la autoridad del Obispo, santifican y rigen la porción de la grey del Señor a ellos encomendada, hacen visible en cada lugar a la Iglesia universal y prestan eficaz ayuda en la edificación de todo el Cuerpo de Cristo (cf. Ef 4,12), Preocupados siempre por el bien de los hijos de Dios, procuren cooperar en el trabajo pastoral de toda la diócesis e incluso de toda la Iglesia. Por esta participación en el sacerdocio y en la misión, los presbíteros reconozcan verdaderamente al Obispo como a padre suyo y obedézcanle reverentemente. El Obispo, por su parte, considere a los sacerdotes, sus cooperadores, como hijos y amigos, a la manera en que Cristo a sus discípulos no los llama ya siervos, sino amigos (cf. Jn 15,15). Todos los sacerdotes, tanto diocesanos como religiosos, están, pues, adscritos al Cuerpo episcopal, por razón del orden y del ministerio, y sirven al bien de toda la Iglesia según vocación y gracia de cada cual.

En virtud de la común ordenación sagrada y de la común misión, todos los presbíteros se unen entre sí en íntima fraternidad, que debe manifestarse en espontánea y gustosa ayuda mutua, tanto espiritual como material, tanto pastoral como personal, en las reuniones, en la comunión de vida, de trabajo y de caridad.

Respecto de los fieles, a quienes han engendrado espiritualmente por el bautismo y la doctrina (cf. 1 Co 4,15; 1 P 1,23), tengan la solicitud de padres en Cristo. Haciéndose de buena gana modelos de la grey (cf. 1 P 5,3), gobiernen y sirvan a su comunidad local de tal manera, que ésta merezca ser llamada con el nombre que es gala del único y total Pueblo de Dios, es decir, Iglesia de Dios (cf. 1 Co 1,2; 2 Co 1,1 y passim). Acuérdense de que, con su conducta de cada día y con su solicitud, deben mostrar a los fieles e infieles, a los católicos y no católicos, la imagen del verdadero ministerio sacerdotal y pastoral, y de que están obligados a dar a todos el testimonio de verdad y de vida, y de que, como buenos pastores, han de buscar también a aquellos (cf. Lc 15,4- 7) que, bautizados en la Iglesia católica, abandonaron la práctica de los sacramentos o incluso han perdido la fe.

Como el mundo entero cada día tiende más a la unidad civil, económica y social, conviene tanto más que los sacerdotes, uniendo sus esfuerzos y cuidados bajo la guía de los Obispos y del Sumo Pontífice, eviten toda causa de dispersión, para que todo el género humano venga a la unidad de la familia de Dios.

29. En el grado inferior de la Jerarquía están los diáconos, que reciben la imposición de las manos «no en orden al sacerdocio, sino en orden al ministerio»[110]. Así, confortados con la gracia sacramental, en comunión con el Obispo y su presbiterio, sirven al Pueblo de Dios en el ministerio de la liturgia, de la palabra y de la caridad. Es oficio propio del diácono, según le fuere asignado por la autoridad competente, administrar solemnemente el bautismo, reservar y distribuir la Eucaristía, asistir al matrimonio y bendecirlo en nombre de la Iglesia, llevar el viático a los moribundos, leer la Sagrada Escritura a los fieles, instruir y exhortar al pueblo, presidir el culto y oración de los fieles, administrar los sacramentales, presidir el rito de los funerales y sepultura. Dedicados a los oficios de la caridad y de la administración, recuerden los diáconos el aviso del bienaventurado Policarpo: «Misericordiosos, diligentes, procediendo conforme a la verdad del Señor, que se hizo servidor de todos» [111].

Ahora bien, como estos oficios, necesarios en gran manera a la vida de la Iglesia, según la disciplina actualmente vigente de la Iglesia latina, difícilmente pueden ser desempeñados en muchas regiones, se podrá restablecer en adelante el diaconado como grado propio y permanente de la Jerarquía. Corresponde a las distintas Conferencias territoriales de Obispos, de acuerdo con el mismo Sumo Pontífice, decidir si se cree oportuno y en dónde el establecer estos diáconos para la atención de los fieles. Con el consentimiento del Romano Pontífice, este diaconado podrá ser conferido a varones de edad madura, aunque estén casados, y también a jóvenes idóneos, para quienes debe mantenerse firme la ley del celibato.

[98] Cf. S. Ignacio M., Ad Ephes. 5, 1: ed. Funk, 1, p. 218.
[99] Cf. Conc. Trid., De sacr. Ordinis, c. 2: Denz. 958 (1765) y can. 6: Denz., 966 (1776).
[100] Cf. Inocencio I, Epist. ad Decentium: PL 20, 554A: Mansi, 3, 1029; Denz., 98 (215): "Los presbíteros, aunque son sacerdotes segundos, no tienen, sin embargo, la cima del pontificado". San Cipriano, Epist. 61, 3: ed. Hartel, p. 696.
[101] Cf. Conc. Trid., l.c.: Denz., 956a-968 (1763-1778), y especialmente el can. 7: Denz., 967 (1777). Pío XII, const. apost. Sacramentum Ordinis: Denz., 2301 (3857-61).
[102] Cf. Inocencio I, l. c. San Gregorio Nac., Apol. II, 22: PG 35, 432B. Ps.-Dionisio, Eccl. Hier., 1, 2: PG 3, 372D.
[103] Cf. Conc. Trid., ses. 22: Denz. 940 (1743). Pío XII, enc. Mediator Dei, 20 nov. 1947: AAS 39 (1947) 553. Denz. 2300 (3850).
[104] Cf. Conc. Trid., ses. 22: Denz., 938 (1.739-40). Concilio Vaticano II, const. sobre la sagrada liturgia Sacrosanctum Concilium, n. 7 y n. 47: AAS 56 (1964) 100-103
[105] Cf. Pío XII, enc. Mediator Dei, l. c., n. 67.
[106] Cf. San Cipriano, Epist. 11, 3: PL 4, 242B: Hartel, II 2, p. 497.
[107] Cf. Pontifical Romano, ordenación de los presbíteros , en la imposición de los ornamentos.
[108] Cf. Pontifical Romano, ordenación de los presbíteros, en el prefacio.
[109] Cf. San Ignacio M., Philad. 4: ed. Funk, I, p. 266. San Cornelio I, en San Cipriano, Epist. 48, 2: Hartel, III, 2. p. 610.
[110] Constitutiones Ecclesiae aegyptiacae III, 2: ed. Funk, Didascalia, II, p. 103. Statuta Eccl. Ant. 37-41: Mansi, 3, 954.
[111] San Policarpo, Ad Phil. 5, 2 (ed. Funk, I, p. 300): Cristo es llamado "el diácono constituido para todos". Cf. Didaché 15, 1: ibid., p. 32. San Ignacio M., Trall. 2, 3: ibid., p. 242. Constitutiones Apostolorum, 8. 28, 4: ed. Funk, Didascalia I, p. 530.

CAPÍTULO IV. LOS LAICOS

37. Los laicos, al igual que todos los fieles cristianos, tienen el derecho de recibir con abundancia [117] de los sagrados Pastores los auxilios de los bienes espirituales de la Iglesia, en particular la palabra de Dios y les sacramentos. Y manifiéstenles sus necesidades y sus deseos con aquella libertad y confianza que conviene a los hijos de Dios y a los hermanos en Cristo. Conforme a la ciencia, la competencia y el prestigio que poseen, tienen la facultad, más aún, a veces el deber, de exponer su parecer acerca de los asuntos concernientes al bien de la Iglesia [118]. Esto hágase, si las circunstancias lo requieren, a través de instituciones establecidas para ello por la Iglesia, y siempre en veracidad, fortaleza y prudencia, con reverencia y caridad hacia aquellos que, por razón de su sagrado ministerio, personifican a Cristo.

Los laicos, como los demás fieles, siguiendo el ejemplo de Cristo, que con su obediencia hasta la muerte abrió a todos los hombres el dichoso camino de la libertad de los hijos de Dios, acepten con prontitud de obediencia cristiana aquello que los Pastores sagrados, en cuanto representantes de Cristo, establecen en la Iglesia en su calidad de maestros y gobernantes. Ni dejen de encomendar a Dios en la oración a sus Prelados, que vigilan cuidadosamente como quienes deben rendir cuenta por nuestras almas, a fin de que hagan esto con gozo y no con gemidos (cf. Hb 13,17).

Por su parte, los sagrados Pastores reconozcan y promuevan la dignidad y responsabilidad de los laicos en la Iglesia. Recurran gustosamente a su prudente consejo, encomiéndenles con confianza cargos en servicio de la Iglesia y denles libertad y oportunidad para actuar; más aún, anímenles incluso a emprender obras por propia iniciativa. Consideren atentamente ante Cristo, con paterno amor, las iniciativas, los ruegos y los deseos provenientes de los laicos [119]. En cuanto a la justa libertad que a todos corresponde en la sociedad civil, los Pastores la acatarán respetuosamente.

Son de esperar muchísimos bienes para la Iglesia de este trato familiar entre los laicos y los Pastores; así se robustece en los seglares el sentido de la propia responsabilidad, se fomenta su entusiasmo y se asocian más fácilmente las fuerzas de los laicos al trabajo de los Pastores. Estos, a su vez, ayudados por la experiencia de los seglares, están en condiciones de juzgar con más precisión y objetividad tanto los asuntos espirituales como los temporales, de forma que la Iglesia entera, robustecida por todos sus miembros, cumpla con mayor eficacia su misión en favor de la vida del mundo.

[117] Cf. Cod. Iur. Can. can. 682.
[118] Cf. Pío XII, aloc. De quelle consolation, l. c., p. 789: "En las batallas decisivas, es muchas veces del frente, de donde salen las más felices iniciativas...". Id. aloc. L'importance de la presse catholique, 17 febr. 1950: AAS 42 (1950) 256.
[119] Cf. 1 Tes, 5, 19 y 1 Jn, 4, 1.

miércoles, 23 de septiembre de 2020

San Juan Pablo II, Oración ante el Santísimo Sacramento solemnemente expuesto (2-diciembre-1981).

ORACIÓN DE JUAN PABLO II
ANTE EL SANTÍSIMO SACRAMENTO SOLEMNEMENTE EXPUESTO EN LA BASÍLICA VATICANA
Capilla del Sacramento de la Basílica de San Pedro, Miércoles 2 de diciembre de 1981

1. "Quédate con nosotros. Señor".

Estas palabras las pronunciaron por primera vez los discípulos de Emaús. Luego, en el curso de los siglos, las han repetido infinitas veces los labios de muchos discípulos y confesores tuyos, oh Cristo.

Las mismas palabras las pronuncio hoy yo como Obispo de Roma y primer servidor de este templo erigido en el lugar del martirio de San Pedro.

Las pronuncio para invitarte, Cristo, realmente presente en la Eucaristía, a recibir la adoración cotidiana, prolongada durante todo el día en este templo, en esta basílica, en esta capilla.

Quédate con nosotros hoy y quédate, de ahora en adelante, todos los días, según el deseo de mi corazón, que acoge la llamada de muchos corazones de diversas partes, a veces lejanas; y atiende así sobre todo el deseo de muchos moradores de esta Sede Apostólica.

¡Quédate!, para que podamos encontrarnos contigo en la plegaria de adoración y de acción de gracias, en la plegaria de expiación y petición, a la que están invitados todos los que visitan esta basílica.

¡Quédate!, Tú que estás simultáneamente velado en el misterio eucarístico de la fe y, a la vez, desvelado bajo las especies del pan y del vino, que has asumido en este sacramento.

¡Quédate!, para que se confirme de nuevo incesantemente tu presencia en este templo, y todos los que entran en él se den cuenta de que es tu casa "la morada de Dios entre los hombres" (Ap 21, 3) y, al visitar esta basílica, encuentren en ella la fuente misma "de vida y santidad que desborda de tu corazón eucarístico".

2. Comenzamos esta adoración perpetua, cotidiana, al Santísimo Sacramento, al principio del Adviento del año del Señor 1981, año en que se han celebrado jubileos y aniversarios importantes para la Iglesia, año de relevantes acontecimientos.

Todo esto tuvo y tiene lugar entre tu primera y segunda Venida.

La Eucaristía es el testimonio sacramental de tu primera Venida, con la cual quedaron ratificadas las palabras de los Profetas y se realizaron las esperanzas. Nos has dejado, Señor, tu Cuerpo y tu Sangre bajo las especies del pan y del vino, para que atestigüen que se ha realizado la redención del mundo, a fin de que mediante ellas tu misterio pascual llegue a todos los hombres, como sacramento de la vida y de la salvación. La Eucaristía es, al mismo tiempo, un anuncio constante de tu segunda Venida y el signo del Adviento definitivo y, a la vez, de la espera de toda la Iglesia: "Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección; ¡ven, Señor Jesús!".

Deseamos adorarte cada día y cada hora a ti, oculto bajo las especies del pan el vino, para renovar la esperanza de la.."llamada a la gloria" (cf. 1 Pe 5, 10), cuyo comienzo, lo has constituido Tú con tu Cuerpo glorificado "a la derecha del Padre".

5. Señor, un día preguntaste a Pedro: "¿Me amas?".

Se lo preguntaste por tres veces, y tres veces el Apóstol respondió: "Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo" (Jn 21, 15-17).

Que la respuesta de Pedro, sobre cuyo sepulcro ha sido erigida esta basílica, se exprese mediante esta adoración cada día y de todo el día, que hoy hemos comenzado.

Que el indigno Sucesor de Pedro en la Sede romana, y todos los que participarán en la adoración de tu presencia eucarística, con cada una de sus visitas den testimonio y hagan resonar aquí la verdad encerrada en las palabras del Apóstol:

"Señor, Tú lo sabes todo; Tú sabes que te amo".

Amén.

lunes, 21 de septiembre de 2020

San Juan Pablo II, Mensaje al Congreso eucarístico internacional de Lourdes (21-julio-1981).

MENSAJE TELEVISIVO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL CONGRESO EUCARÍSTICO INTERNACIONAL DE LOURDES
Policlínico Gemelli, Roma, Martes 21 de julio de 1981

Queridos hermanos y hermanas que participáis en el Congreso Eucarístico de Lourdes:

¡Alabado sea Jesucristo!

Desde que se anunció el Congreso Eucarístico, deseé ardientemente participar en él con mi presencia personal. Deseaba recoger, para ofrecérselo a Cristo, el inmenso homenaje que desde la ciudad mariana subiría hacia El. Quería unirme directamente a vosotros con el fin de dar testimonio de la gran firmeza en la fe, del gran impulso de adoración, de gratitud y de alegría, y también del compromiso decidido con que la Iglesia acoge, celebra y conserva el memorial del sacrificio del Señor, "pan partido para un mundo nuevo", para la salvación de sus hermanos. En ese escenario, con vosotros, junto a la gruta bendita, pensaba implorar de María, Madre nuestra y Virgen Inmaculada, las gracias de conversión que corresponden a este sacramento del Amor divino y que son indispensables para la llegada de ese mundo nuevo según el mensaje confiado por Nuestra Señora a Bernardita Soubirous.

Siento mucho no estar físicamente presente entre vosotros. Pero la Providencia me invita a ofrecer este sacrificio, lo mismo que invita a muchas otras personas enfermas o imposibilitadas, y a participar en el Congreso sin veros ni oíros, pero con un corazón tanto más ardiente, cuanto más percibe el precio del amor del Señor y más seguro está de vuestra devoción eucarística.

Bendigo con todo afecto a aquellos que habría querido saludar y animar ahí con mis palabras: ante todo a vosotros, mis amados hermanos en el Episcopado, reunidos en torno al cardenal Bernardin Gantin, a quien os he enviado como Legado; a vosotros, sacerdotes y diáconos, ministros con ellos de la Santa Eucaristía; a vosotros, seminaristas, algunos de los cuales recibirán el sacerdocio en esta ocasión; a vosotros, religiosos, religiosas y personas consagradas, cuyo estado de vida es el signo del "mundo nuevo"; a vosotros, padres y madres de familia, seglares delegados por vuestras parroquias o movimientos, que representáis los diversos ambientes, muchos países y toda la gama de las edades; a vosotros en particular, niños, adolescentes y jóvenes, tan preparados para comprender el dinamismo del amor de Cristo. He reservado un lugar especial para los enfermos, tan cercanos a la cruz. Y doy las gracias a todos los que han colaborado en la acogida de los congresistas en Lourdes. Saludo también a los hermanos y hermanas que, a pesar de no estar en plena comunión con nosotros, han tenido interés en asociarse a la reflexión ya la plegaria eucarísticas, deseando que un día podamos participar en el mismo cáliz del Señor. Mi oración se extiende a todas las comunidades de la Iglesia católica representadas en Lourdes, pidiendo a Cristo que aumente su cohesión fervorosa en la fe y la caridad. Pido en particular por el crecimiento de las jóvenes Iglesias, implorando para ellas el pan de cada día al mismo tiempo que el Pan de vida. Saludo, en fin, cordialmente a los hijos e hijas de Francia, de quienes me despedí el año pasado en Lisieux con un "hasta la vista", y que acogen en su casa, en Lourdes, el Congreso del centenario.

Sé que el conjunto del Congreso —encuentros, conferencias, veladas, Liturgia de las Horas, procesiones, actos de adoración y sobre todo la celebración de la Santa Misa— contribuirán a hacer presente en vosotros el misterio eucarístico a fin de captar sus diversos aspectos, celebrar sus maravillas, buscar sus prolongaciones en la vida. Ya decía Jesús: "Dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen" (Mt 13, 16). Vosotros habéis reconocido a Cristo, realmente presente en el sacramento que inaugura el "mundo nuevo", por el cual El partió el pan de su Cuerpo y derramó su sangre. Al mismo tiempo, habéis realizado la experiencia de la fraternidad de los hijos de Dios, y de la satisfacción que se experimenta al compartir y recibir unos de otros. Juntos, habéis comprendido que los hombres no viven sólo de pan, ni siquiera de amistad humana, sino de Dios; y que son capaces de reunirse por cualquier palabra y cualquier gesto que pretendan significar y construir el mundo nuevo con Cristo. ¡Bienaventurados vosotros!

Permitidme ahora, como Sucesor de Pedro, que os dirija mi mensaje. Os lo ofrezco como una meditación particular sobre la "fracción del pan". Os lo confío a fin de que viváis de él y lo transmitáis a otros.

La experiencia que habéis hecho ahí en Lourdes, durante el Congreso, os ha investido de una misión de testigos en el interior de la Iglesia y para el mundo. A la manera de los discípulos de Emaús, felices por haber encontrado de nuevo al Señor resucitado y haberlo reconocido en la "fracción del pan"(Lc 24, 35), vosotros volveréis a vuestros países "con el corazón aún ardiente" (cf.Lc 24, 32) por las palabras recibidas. Os corresponderá hacer comprender en torno a vosotros que, también en nuestros días, al Señor se le encuentra en la "fracción del pan" y que este encuentro da sentido a la vida. Quisiera ahora hablaros de las condiciones indispensables para tal encuentro, expresando claramente al mismo tiempo tres convicciones.

1. La primera es que "el mundo nuevo" —del que hallamos un signo y un esbozo efectivo en el reparto, el intercambio mutuo, la hospitalidad, la comunidad de ideal, la generosidad en el servicio, la unidad de la fe y el fervor de la caridad— no tiene otro fundamento que Jesucristo, el Hijo del Padre, hecho por amor hermano nuestro en humanidad. Este mundo nuevo ha sido anunciado por El durante toda su vida terrena como Reino de Dios; ha sido merecido por su sacrificio, inaugurado por su resurrección y por el don del Espíritu Santo. Este Reino se construye ahora en torno a Cristo presente en el corazón de los hombres, Primogénito de entre los muertos y Cabeza de la Iglesia (cf.Col 1, 18); conseguirá su perfección cuando Cristo lo haya llenado todo con su plenitud (cf.Ef 1, 24), en el más allá, "cielo nuevo y tierra nueva"(Ap 21, 1), de los que el mundo ahora renovado según su Espíritu no es otra cosa que un esbozo (cf. Gaudium et spes, 38-39). En definitiva, la nueva humanidad, para la fe cristiana, ha nacido de la cruz, y es ante todo en la cruz donde encuentra su sentido la "fracción del pan": "Esto es mi cuerpo que se da por vosotros... éste es el cáliz de la Nueva Alianza en mi sangre"(1 Cor 11, 24-25).

Sí, la auténtica fracción del pan, la que es fundamental para nosotros los cristianos no es otra que la del sacrificio de la cruz. De ésta derivan las otras y hacia ella confluyen. En efecto, Cristo aceptó ser El mismo en la cruz la víctima ofrecida por el pecado, por la incredulidad y la injusticia, con el fin de que la humanidad no se encerrara en su rechazo, de que la última palabra no la dijera la injusticia, de que el odio fuera abolido y que la historia se abriera a un porvenir mejor. En aquella hora El, el Pan vivo bajado del cielo, realizó en nuestra tierra la fracción del pan por excelencia, extendiendo libremente sus manos en la cruz para destruir la muerte y conducir a la vida. El mundo nuevo dependía de este sacrificio: el muro de separación fue entonces destruido, fue confirmada la resurrección de los muertos y, con ella, la posibilidad de una humanidad unida (cf.Ef 2, 15). Esta será, pues, la primera convicción de la que tendréis que vivir y de la que os pido que seáis testigos.

2. Y he aquí el principio que deriva de ello: el sacrificio de la cruz es tan decisivo para el futuro del hombre, que Cristo sólo lo ha realizado plenamente y sólo ha vuelto al Padre después de habernos dejado el medio de participar en él como si hubiéramos estado presentes en el mismo. El ofrecimiento de Cristo en la cruz —que es el auténtico pan de vida partido— es el primer valor que debe comunicarse y compartirse. Por esta razón, antes de subir al Calvario Cristo quiso, en el sagrado silencio del Cenáculo, tomarse el tiempo necesario para realizar una fracción litúrgica del pan; la celebró con los Doce y les pidió que la renovaran en memoria suya hasta el día en que volvería para inaugurar los tiempos nuevos. Sobre el pan y la copa de la primera pascua cristiana realizó entonces los gestos y pronunció las palabras que, por el ministerio de vuestros obispos, sucesores de los Apóstoles, y de los sacerdotes colaboradores suyos, se han repetido aquí para haceros llegar hasta el sacrificio de Cristo y, por El, a la resurrección que transformará todas las cosas.

Sabéis muy bien, queridos hermanos y hermanas, que esta celebración eucarística no es una realidad distinta del sacrificio de la cruz; ni se añade a ella ni la multiplica. La celebración eucarística y la cruz no son más que un solo y único sacrificio (cf. Carta Dominicae Cenae, 9). Ello no obstante, la fracción eucarística del pan tiene una función esencial, la de poner a nuestra disposición la ofrenda primordial de la cruz. Ella la actualiza hoy para nuestra generación. Al hacer realmente presentes el Cuerpo y la Sangre de Cristo bajo las especies de pan y de vino, hace de la misma forma actual y accesible para nuestra generación el sacrificio de la cruz, que sigue siendo, en su unicidad, el eje de la historia de la salvación, la articulación esencial entre el tiempo y la eternidad. Por ello, la Eucaristía es en la Iglesia la institución sacramental que, en cada etapa, sirve de "parada" al sacrificio de la cruz y le ofrece una presencia al mismo tiempo real y operante. De esta forma puede demostrar a cada época su potencia de salvación y de resurrección. Gracias a la sucesión apostólica y a las ordenaciones, Cristo ha dado a las palabras institucionales de su Eucaristía, unidas a la acción de su Espíritu, fuerza y potencia hasta el tiempo de su retorno. El es quien las pronuncia por la boca del sacerdote que consagra; El es quien nos hace participar de este modo en la fracción del pan de su único sacrificio.

Esta es la maravilla de la Eucaristía. Por su importancia pertenece, junto con la pasión y la resurrección, a la historia de nuestra salvación humana. Es una de las estructuras constitutivas de la Iglesia: "ella hace la Iglesia". Nuestra época no debe llamarse a engaño, sino que debe reconocer a la Eucaristía el lugar que le corresponde en el mapa del mundo nuevo.

Para que ello sea así, ni que decir tiene que es sumamente importante seguir reconociendo toda la fuerza que tienen las palabras del Señor, como la Tradición unánime de la Iglesia, los Padres, los Concilios, el Magisterio y el sentido común de los fieles las recibieron y entendieron siempre, a saber, que el Señor crucificado y resucitado está verdadera, real y sustancialmente presente en la Eucaristía y permanece allí mientras subsisten las especies del pan y del vino; y que no sólo se le debe el mayor respeto, sino también nuestro culto y nuestra adoración (cf. Carta Dominicae Cenae,3, 12). Esto es el corazón de la Iglesia, aquí está el secreto, de su vigor; ella debe velar con celoso cuidado en torno a este misterio y afirmarlo en su integridad.

3. En fin, estimados hermanos y hermanas: El Congreso os habrá hecho comprender mejor la función de los ministros de la Eucaristía y el de todo el pueblo de los bautizados en lo que se refiere a la Misa.

Los sacerdotes, por el hecho de haber recibido el sacramento del orden, asumen en medio de vosotros el lugar de Cristo, Cabeza de su Iglesia; su sagrado ministerio es indispensable para significar que la fracción del pan realizada por ellos es un don recibido de Cristo, que sobrepasa radicalmente el poder de la asamblea; y es irreemplazable para ligar válidamente la consagración eucarística al sacrificio de la cruz y a la cena (cf. Carta Dominicae Cenae,9). Por ello, procurad estar cada vez más dispuestos para acoger con respeto y reconocimiento este ministerio y rogar para que a la Iglesia nunca le falten sacerdotes, sacerdotes santos.

Pero vuestro bautismo os convierte también a vosotros en "un pueblo de sacerdotes", por otro título y con otro sentido. En virtud de esta cualificación, cada uno de vosotros está llamado a presentarse a sí mismo como ofrenda generosa y agradable al Padre en Cristo. Os corresponde dar a vuestra participación eucarística el mismo sentido que Cristo dio a su sacrificio. El no murió para desaparecer, sino para resucitar, a fin de que su palabra y su acción continúen, a fin de que la misión recibida del Padre se lleve a término con el poder del Espíritu. Sus miembros son llamados a la libertad según el Espíritu y a la iniciativa; el camino de la fe y de la unidad está abierto, están ya proclamadas las normas de la humanidad nueva. Cristo espera de su pueblo sacerdotal la valentía de avanzar y de lanzarse, por el camino de la caridad, a sufrir y también a morir, ciertamente, como los mártires, pero creyendo como ellos en el éxito conseguido por medio del sacrificio.

Esta reflexión teologal tiene prolongaciones humanas de orden fraterno. El Congreso os ha enseñado a vivir la fracción del pan como Iglesia, con todas sus exigencias; la acogida, el intercambio, la participación, la superación de fronteras, la voluntad de conversión, la renuncia a los prejuicios, la preocupación por transformar nuestros ambientes sociales hasta en sus estructuras y su espíritu. Habéis comprendido que, para ser verdadero y lógico vuestro encuentro en la mesa eucarística, debe tener consecuencias prácticas. Ya que si es verdad que en la Eucaristía Cristo hace sacramentalmente presentes su Cuerpo y su Sangre, lo mismo que su sacrificio de la cruz con el correspondiente poder de resurrección, lo hace para que comulguemos con ellos en plenitud, no sólo en espíritu, sino también de manera sacramental, a fin de ir hasta la fuente que es Cristo y después, en la vida concreta y en la historia, hasta el final de nuestro esfuerzo, sin descuidar nada de lo que depende del hombre.

Este es el mensaje que afectuosamente dirijo a cada uno de vosotros, congresistas y peregrinos de Lourdes. Os recordará cuáles son los tres elementos constitutivos del "mundo nuevo" en el cual estáis decididos a trabajar. Hoy la Iglesia no puede desestimar ninguno.

Estimados hermanos y hermanas: Al contemplar de esta forma a Cristo en su misterio eucarístico, vuestra mirada se ha cruzado con la de María, su Madre. En Ella, por obra del Espíritu Santo, se formó Jesús, el cuerpo y la sangre de Jesús. "Nació de la Virgen María", ¡Feliz, Ella que creyó! Después de su intervención tuvo lugar en Caná el primer signo de Jesús, que interpeló la fe de los discípulos. Ella se unió en el Calvario al don supremo de su Hijo. En su presencia, al mismo tiempo que oraba con los discípulos el día de Pentecostés, descendió con abundancia el don del Espíritu Santo. Asociada a partir de entonces a la gloria de Cristo, en el "mundo nuevo", se manifestó precisamente ahí, en Lourdes, ante los ojos de Bernardita, tan cercana a los hombres, a los hombres pecadores, a su necesidad de conversión y a su sed de felicidad plena

Estad seguros de que María intercede por vosotros a fin de conduciros y de conducir a la Iglesia a la plenitud de la fe eucarística y de la renovación espiritual.

Al terminar este mensaje, me dirijo con Ella al Señor:

¡Oh Cristo Salvador, te damos gracias por tu sacrificio redentor, esperanza única de los hombres!

¡Oh Cristo Salvador, te damos gracias por la fracción eucarística del Pan, que Tú instituiste para encontrar siempre de nuevo realmente a tus hermanos en el curso de los siglos!

¡Oh Cristo Salvador, pon en el corazón de los bautizados el deseo de ofrecerse contigo y de comprometerse para la salvación de sus hermanos!

¡Tú que estás realmente presente en el Santísimo Sacramento, reparte con abundancia tus bendiciones sobre tu pueblo reunido en Lourdes, a fin de que este Congreso sea realmente un signo duradero del "mundo nuevo"! Amén.