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jueves, 29 de agosto de 2019

San Pablo VI, Discurso a los participantes en la XIII semana de actualización pastoral (6-septiembre-1963).

DISCURSO DE SU SANTIDAD PABLO VI
A LOS PARTICIPANTES EN LA XIII SEMANA DE ACTUALIZACIÓN PASTORAL

Castelgandolfo, Viernes 6 de septiembre de 1963

Venerados hermanos:

Habéis participado en la XIII Semana de Actualización Pastoral, promovida por el Centro de Orientación Pastoral, que tan bien conocemos, bajo los auspicios del siempre estimado monseñor Grazioso Ceriani, y acogida y fomentada por el celoso obispo de Orvieto, monseñor Virginio Dondeo, en el incomparable marco de la ciudad y de la catedral, como recuerdo del séptimo centenario del culto eucarístico del “Corpus Domini”, que, debido al milagro de la vecina Bolsena y a la Bulla Transiturus de nuestro lejano predecesor Urbano IV, se extendió universalmente. Nos complace vivamente esta manifestación, cuyo desarrollo hemos seguido con interés, y en la que Nos mismo hubiéramos participado, si la Providencia no hubiera dispuesto lo contrario con nuestra elección al Pontificado Romano, oficio que ha acrecentado enormemente en nuestro ánimo el aprecio por este Congreso, pero que no nos ha permitido participar en él personalmente. Tanto más grato nos es este encuentro, por cuanto que son vivos nuestros deseos de frutos copiosos y duraderos, que de la celebración de la mencionada Semana pueden emanar. Da fe de ello la carta que nuestro cardenal Secretario de Estado ha dirigido a monseñor Ceriani con esta ocasión, y que vosotros habéis recibido con tanta reverencia.

¿Qué nos resta por añadir a cuanto sobre el tema central de la Semana, “Eucaristía y Comunidad Cristiana”, se ha dicho ya, con tanta abundancia y con tanta competencia de doctrina, y a lo que con compresión y devoción se ha meditado y traducido en piadosísimos actos de culto.

Valores eternos de la verdad cristiana y su inserción en la realidad de la vida

Tratando de leer en vuestros ánimos, nos parece descubrir que esperáis nuestra aprobación, nuestra confirmación, a cuanto vuestra visita, haciendo de ello significativa ofrenda, nos presenta. Venís, ante todo, enarbolando una palabra introductoria como estandarte que define el método de vuestro trabajo: “aggiornamento”, palabra ésta que tuvo el honor de ser aceptada por nuestro venerado y llorado predecesor Juan XXIII, de feliz memoria, y que fue grabada por él en el programa del Concilio Ecuménico.

Aplicada al campo eclesiástico es una palabra que indica la relación entre los valores eternos de la verdad cristiana y su inserción en la realidad dinámica, hoy extraordinariamente mudable, de la vida humana, que en la historia presente, inquieta, turbulenta y fecunda, viene continua y diversamente modelándose. Es la palabra que indica el aspecto relativo y experimental del ministerio de la salvación, al que no hay nada que más le ataña que el ser eficaz, y que percibe cuán condicionada es su eficacia para el estado cultural, moral y social de las almas a las que se dirige, y cuán oportuno para la buena cultura, y especialmente para el incremento práctico del apostolado es conocer las experiencias ajenas y hacer propias las buenas: “Probad todo, y quedaos con lo bueno” (1Ts5, 21). Es la palabra que teme a los hábitos superados, a los cansancios que retardan, a las formas incomprensibles, a las distancias neutralizantes, a la ignorancia presuntuosa e inconsciente sobre los nuevos fenómenos humanos, como también a la escasa confianza en la perenne actualidad y fecundidad del Evangelio. Es la palabra que puede parecer obsequio servil a la moda caprichosa y pasajera, al existencialismo incrédulo en los valores objetivos trascendentes y ávido solamente de una momentánea y subjetiva plenitud, pero que a veces asigna al rápido e inexorable sucederse de los fenómenos, en los que se desenvuelve nuestra vida, la debida importancia, y trata de seguir el célebre consejo del Apóstol: “Redimiendo el tiempo, porque los días son malos” (Ef5, 16).

Es, por tanto, la palabra que Nos también aceptamos con gusto, como expresión de la caridad deseosa de dar testimonio sobre la perenne y, por ello, moderna vitalidad del ministerio eclesiástico.

Cómo desarrollar la pastoral ante el error y para salvar las almas

Y a este propósito debemos dar buena acogida también a otro término que califica la actividad de la que vosotros sois promotores o seguidores; nos referimos al término “pastoral”. Hoy es un término programático y glorioso. El Concilio Ecuménico, como es sabido, lo ha hecho suyo, y en él polariza su finalidad reformadora y renovadora. No es necesario ver en este adjetivo, que acompaña a las manifestaciones más profundas y características de la vida eclesiástica, una inadvertida pero nociva inclinación al pragmatismo y activismo de nuestro tiempo, con menoscabo de la interioridad y de la contemplación, que deben tener la primacía en nuestra valoración religiosa: esta primacía permanece, aunque en la práctica las exigencias apostólicas del reino de Dios, en las contingencias de la vida contemporánea, reclamen un lugar preferente de tiempo y energías para el ejercicio de la caridad con el prójimo. No se crea que esta preocupación pastoral que hoy la Iglesia se propone como programa principal que absorbe su atención y empeña sus cuidados significa cambio de juicio sobre los errores difundidos en nuestra sociedad y ya condenados por la Iglesia, como el marxismo ateo, por ejemplo; tratar de aplicar remedios saludables y presurosos a una enfermedad contagiosa y letal no significa cambiar de opinión sobre ella, sino que significa tratar de combatirla no sólo teórica, sino también prácticamente; significa que al diagnóstico sigue una terapia; es decir, a la condenación doctrinal la caridad salvadora.

Sería, por ello, igualmente incauto ver en la importancia atribuida a la actividad pastoral un olvido o una rivalidad en las relaciones con la especulación teológica: ésta conserva su dignidad y su excelencia, a pesar de que las urgentes necesidades de la vida eclesiástica reclamen que la doctrina sagrada no permanezca puramente especulativa, sino que sea considerada y cultivada en el marco completo de la economía cristiana, esto es: doctrina que se nos ha legado para practicar la verdadera religión, para ser anunciada a las almas y para demostrar en la realidad histórica su virtud salvadora. Hoy, mente y voluntad, pensamiento y trabajo, verdad y acción, doctrina y apostolado, fe y caridad, magisterio y ministerio, asumen en la vida de la Iglesia funciones complementarias, siempre más estrechas y orgánicas, con mutuo esplendor e incremento.

Contenido evangélico y apostólico del Buen Pastor

Pero después de afirmar esto, nos place rendir honor, también en esta ocasión, a lo evangélico y apostólico que esta denominación de “pastoral” nos presenta. Nos recuerda uno de los nombres con que Cristo se nos quiso definir; y con el nombre la figura inefable, delicada y heroica del Buen Pastor; y con la figura la misión de guía, de maestro, de custodio y salvador que Cristo hizo suyo por nuestro amor, y que a Pedro asignó entre todos. Nos recuerda una de las ramas más florecidas de la teología práctica: la teología pastoral; es decir, la ciencia y el arte propio de la Iglesia, enriquecida con particulares poderes y carismas, de salvar las almas, que es como decir, conocerlas, acercarlas, instruirlas, educarlas, guiarlas, servirlas, defenderlas, amarlas y santificarlas. Nos recuerda la humilde, grande y común expresión del ministerio sacerdotal: la cura de almas, la caridad de la Iglesia en acto, en la forma más ordinaria, más asidua, con frecuencia más generosa y, ciertamente, más necesaria.

Aprovechamos esta ocasión para manifestar nuestra profunda estima, nuestra especial benevolencia, nuestro fraternal y vivísimo aliento a los pastores de almas. Se les debe este particular recuerdo, que nuestra enseña pastoral inmediatamente recuerda, pues hemos sido constituidos Nos mismo Pastor en una diócesis que parece haber sido en los siglos pasados, con San Ambrosio, con San Carlos, y en nuestros días con los siervos de Dios, cardenales Ferrari y Schuster, y ser todavía campo experimental de típica y positiva importancia pastoral; y hoy sobre esta Cátedra de Pedro, llamado por Cristo a apacentar su Iglesia.

Les debemos esta expresión de nuestra afectuosa veneración, porque el ministerio pastoral obliga a una entrega completa, como nos enseña, con la palabra y el ejemplo Cristo nuestro Maestro: “El buen pastor da su vida por sus ovejas” (Jn 10, 10); y es, por tanto, entrega que raya el vértice de la caridad, o como también Cristo mismo nos alecciona: “Nadie tiene mayor amor que éste: entregar su vida por sus amigos” (Jn 15, 13), Debemos nuestro aliento a los pastores de almas, a los obispos y a los párrocos especialmente, y a todos cuantos están dedicados a la cura de almas, porque sabemos en qué condiciones trabajan hoy: el estado espiritual del mundo presenta hoy dificultades enormes, algunas de las cuales hasta ayer desconocidas.

Conocernos las preocupaciones que, con frecuencia, pesan sobre el corazón de un obispo; los sufrimientos que muchas veces lo afligen, no tanto por la falta de medios, también grave y mortificante, sino por la sordera de quien debería escuchar su palabra, por la desconfianza que lo rodea y lo aísla, por la indiferencia y la desestima, que deslucen su ministerio y lo paralizan. Sabemos cuántos párrocos y coadjutores ejercen la cura de almas en barrios extensos y populosos, donde el número, la mentalidad, las exigencias de los habitantes les obligan a un trabajo sin descanso y extenuante; y sabemos también cuántos sacerdotes, por su parte, han de ejercer el ministerio en la oscuridad de pequeñas aldeas, con la falta de conversación, de colaboración y de resultados consoladores; los unos y los otros, con frecuencia, en condiciones económicas penosas, muchas veces contradichos e incomprendidos, y obligados a vivir replegados sobre sí mismos; satisfechos solamente por descubrir en los humildes que los rodean, en el libro sagrado de la oración y en el tabernáculo el ministerio del divino Presente. Nos sentimos obligados a asegurar a estos queridos y venerados hermanos, fatigados obreros del Evangelio, también modestos y tenaces ministros de la Iglesia de Dios, que el Papa piensa en ellos, los comprende, los estima, los ama, los ayuda y, por ello, los sigue con su oración y con su bendición.

Esta referencia al espíritu que nos une a la gran escuadra de sacerdotes empeñados en la cura de almas, nos hace concluir nuestras palabras con una mención al tema tratado en vuestra Semana de actualización pastoral, al tema central “La Eucaristía y la comunidad cristiana”, para augurar que vuestra reflexión sobre tema de tanta riqueza doctrinal y espiritual continúe en el ejercicio de vuestro ministerio, para confirmar la convicción de que ninguna otra acción realiza su plenitud de gracia y eficacia pastoral, como la celebración del divino Sacrificio, en la que, por un lado, el sobrehumano poder del orden hace realmente presente, en forma sacramental, la humanidad real de Cristo, Cabeza de todo el Cuerpo Místico y de cada una de las comunidades locales, y, por otro, la misión pastoral, que se confía al sacerdote con cura de almas, obligada a hacer realmente presente, en forma comunitaria, el Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia.

Que continúe, decíamos, para alimentar en vuestro sacerdocio la orgullosa conciencia de su relación antecedente y consecuente con la Eucaristía, para la cual el sacerdote es ministro engendrador de tan gran Sacramento, y luego primer orador, sabio revelador e incansable distribuidor. Continúe asignando a vuestro mismo sacerdocio, como primer deber, también bajo el aspecto de la caridad y de la fecundidad pastoral, el común y sublime de “decir la misa”. Sí, decir la misa, pero de forma tal que sea puntual y perfecta en el rito, sencilla en la solemnidad y solemne en la sencillez, recogida en el silencio y en la compostura de la asamblea, y unánime en la oración y en el canto, elocuente y misteriosa en el significado, participada por todos en su desarrollo, y que todos asistan a ella cordial y devotamente: niños, jóvenes, estudiantes, obreros, todas las clases sociales, hombres y mujeres, familias enteras, asociaciones católicas e instituciones con sede en el territorio parroquial, y con la acogida más presurosa de las queridas hermanas, flores sagradas de nuestras parroquias; y luego los enfermos, todos los que sufren y padecen, los pobres, los ancianos; todo el pueblo de Dios; toda la comunidad invitada, a una con el sacerdote, que allí actúa, “in persona Christi”, al mismo tiempo, como jefe, intérprete y representante del pueblo cristiano, para expresar “su propio sacerdocio real”, de forma que renueve y perpetúe el fenómeno, índice y vértice de la realidad comunitaria, de la primera “comunidad de creyentes”, que era, coma está escrito en los Hechos de los Apóstoles: “un único corazón y una sola alma” (Hch 4, 32).

Continúe, repetimos, difundiéndose, llevando esos frutos deseados con nuestra bendición apostólica.

miércoles, 28 de agosto de 2019

Miércoles 2 octubre 2019, 1ª Lecturas del Miércoles de la XXVI semana del Tiempo Ordinario, año impar.

LITURGIA DE LA PALABRA
1ª Lecturas del Miércoles de la XXVI semana del Tiempo Ordinario, año impar (Lec. III-impar). Aleluya y Evangelio de la memoria (Lec. IV).

PRIMERA LECTURA Neh 2, 1-8
Si le parece bien al rey, permítame ir a la ciudad de mis padres para reconstruirla
Lectura del libro de Nehemías.

En el mes de nisán del año veinte del rey Artajerjes, siendo yo el responsable del vino, lo tomé y se lo serví al rey. Yo estaba muy triste en su presencia.
El rey me dijo:
«¿Por qué ese semblante tan triste? No estás enfermo, pero tu corazón parece estar afligido».
Entonces, con mucho miedo, dije al rey:
«¡Larga vida al rey! ¿Cómo no ha de estar triste mi semblante, cuando la ciudad donde se encuentran las tumbas de mis padres está destruida y sus puertas han sido devoradas por el fuego?».
El rey me dijo:
“¿Qué quieres?».
Yo, encomendándome al Dios del cielo, le dije:
«Si le parece bien al rey y quiere contentar a su siervo, permítame ir a Judá, a la ciudad de las tumbas de mis padres, para reconstruirla».
El rey, que tenía a la reina sentada a su lado, me preguntó:
«¿Cuánto durará tu viaje y cuándo volverás?».
Yo le fijé un plazo que le pareció bien y me permitió marchar. Después dije al rey:
«Si le parece bien al rey, redácteme unas cartas para los gobernadores de Transeufratina, para que me dejen el paso libre hasta Judá, y una carta dirigida a Asaf, el guarda del parque real, para que me proporcione madera para construir las puertas de la ciudadela del templo, para la muralla de la ciudad y la casa donde voy a vivir».
El rey las mandó redactar, porque la mano de Dios me protegía.

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Salmo responsorial Sal 136, 1-2. 3. 4-5. 6 (R.: 6ab)
R. Que se me pegue la lengua al paladar, si no me acuerdo de ti.
Adhæreat lingua mea fáucibus meis, si non memínero tui.

V. Junto a los canales de Babilonia
nos sentamos a llorar
con nostalgia de Sión;
en los sauces de sus orillas
colgábamos nuestras cítaras.
R. Que se me pegue la lengua al paladar, si no me acuerdo de ti.
Adhæreat lingua mea fáucibus meis, si non memínero tui.

V. Allí los que nos deportaron
nos invitaban a cantar;
nuestros opresores, a divertirlos:
«Cantadnos un cantar de Sión».
R. Que se me pegue la lengua al paladar, si no me acuerdo de ti.
Adhæreat lingua mea fáucibus meis, si non memínero tui.

V. ¡Cómo cantar un cántico del Señor
en tierra extranjera!
Si me olvido de ti, Jerusalén,
que se me paralice la mano derecha.
R. Que se me pegue la lengua al paladar, si no me acuerdo de ti.
Adhæreat lingua mea fáucibus meis, si non memínero tui.

V. Que se me pegue la lengua al paladar
si no me acuerdo de ti,
si no pongo a Jerusalén
en la cumbre de mis alegrías.
R. Que se me pegue la lengua al paladar, si no me acuerdo de ti.
Adhæreat lingua mea fáucibus meis, si non memínero tui.

martes, 27 de agosto de 2019

San Pablo VI, Mensaje para la XV Jornada Mundial de oración por las Vocaciones (1-febrero-1978).

MENSAJE DEL PAPA PABLO VI PARA LA 
XV JORNADA MUNDIAL DE ORACIÓN POR LAS VOCACIONES
1 de febrero de 1978

¡A todos los hermanos e hijos de la Iglesia católica!

En el clima del gozo pascual, que se abre en la esperanza llena de promesas del próximo Pentecostés, celebramos una vez más, desde hace ya quince años, la Jornada mundial de Oración por las Vocaciones.

Rogar al Señor de la mies que envíe obreros a su mies

En este período no breve, que coincide con el de nuestro pontificado, nos preguntamos: ¿cuántos "obreros de la mies" (cf. Mt 9, 37 ss.; Lc 10, 2) cuántos "obreros de la viña" (cf. Mt 20, 1 ss.) han llegado al atardecer de su jornada terrena y se han presentado al Señor para rendir cuentas de su trabajo y recibir la recompensa? ¿Cuántos otros han ocupado su puesto? Ciertamente muchos. Pero su vacío, ¿ha sido totalmente colmado? Las nuevas levas comprometidas en el sagrado ministerio ¿logran colmar en todas partes las necesidades espirituales de las poblaciones cada vez más numerosas? Y aquellos que ya trabajan en los múltiples e inmensos campos que el Señor ha confiado a su Iglesia, ¿sienten todos el amor evangélico, la valentía cristiana, el fervor apostólico necesarios para cumplir fiel, generosa y eficazmente su sublime misión?

Estas preguntas inquietantes nos hacen experimentar y sufrir nuestra poquedad frente a acontecimientos y problemas que consideramos muy grandes. Pero el Buen Pastor, cuya figura campea en la liturgia de este domingo, nos sale al encuentro y nos tiende la mano. Él conoce nuestras dificultades; ha dicho, en efecto, que "la mies es mucha, pero los obreros pocos". Por eso nos invita, más aún, nos manda: "Rogad al dueño de la mies que envíe obreros a su mies" (Mt 9, 7-38). Y Él mismo nos dio ejemplo de esta plegaria, ya que, antes de elegir a los Apóstoles, pasó la noche en coloquio con el Padre (cf. Lc 6, 12-13) y al final de la última Cena elevó a Él su oración sacerdotal (cf. Jn 17).

Sí, el Señor nos ha mandado orar y nosotros oramos. Ora la Iglesia en todas partes del mundo, unida en la misma fe y en la misma invocación, elevando aún más fervorosamente en esta Jornada su súplica universal, que no se interrumpe jamás.

Esta oración debe hacernos comprender y amar más a fondo cuanto el Señor ha querido decir acerca del don enaltecedor y gozoso de la vocación. Él habló a los primeros que llamó. Les enseñó muchas cosas. Los quiso junto a sí (cf. Mc 3, 13 ss.). Los iluminó acerca de su vida y de su misión al dirigir a sus discípulos el mensaje de las bienaventuranzas (cf. Mt 5, 1 ss.; Lc 6, 20 ss.), el discurso misionero (cf. Mt 10) y, en particular, el testamento sacerdotal, antes de su inmolación (cf. Jn 13; 14; 15, 16).

El don enaltecedor y gozoso de la vocación

Ahora quisiéramos preguntar sobre todo a vosotros, los jóvenes: ¿conocéis el pensamiento de Jesús al respecto? En otras palabras: ¿conocéis bien las cosas por las que rezáis? Oráis por los sacerdotes, por los religiosos, por los misioneros, pero, ¿conocéis bien las realidades misteriosas y maravillosas del sacerdocio católico, de la vida consagrada mediante los votos sagrados, de la dedicación misionera? Si no conocéis bien estas cosas, ¿cómo podréis amarlas, cómo podréis hacerlas vuestras y sentirlas como ideales de vida, a los cuales permanecer fieles por siempre?

Pues bien, el texto evangélico de hoy nos ilumina, con sus estupendas imágenes, acerca de estos dones de Dios y nos hace comprenderlos mejor.

Cuando Jesús habla del "pastor" y del "aprisco", se presenta a sí mismo, pastor bueno, y presenta a la comunidad de creyentes, esto es, su Iglesia, como aprisco abierto para acoger a toda la humanidad (cf. Jn 10 passim.; Lumen gentium, 6, 9).

Ahora bien, para comprender el sentido y el valor de la vocación, se requiere precisamente fijar la mente y el corazón en estas dos realidades: Cristo y la Iglesia. Aquí se encuentra la luz para acoger y el apoyo para perseverar en la vocación comprendida en toda su profundidad, libremente escogida, fuertemente amada.

Jesús de Nazaret, Hijo del Hombre e Hijo de Dios, Sumo Sacerdote, Pastor y Maestro

Mirad a Cristo. Lo decimos en particular a vosotros, jóvenes, con paterno afecto y con gran confianza. Mirad a Jesús de Nazaret, Hijo del Hombre e Hijo de Dios, Sumo Sacerdote del nuevo Pueblo de Dios, Pastor eterno de su Iglesia, que ha ofrecido la vida por su rebaño, "tomando la forma de siervo..., hecho obediente hasta la muerte y muerte de cruz" (Flp 2, 7-8). De Cristo proviene, como de un puro y divino manantial, el sacerdocio de la Nueva Alianza: tanto el común de los fieles, en virtud del sacramento del bautismo (cf. Lumen gentium, 10, 11), como el ministerial, en virtud del sacramento del orden (cf. por ejemplo, ib., 10, 21, 28); de Él proviene el don de los "consejos evangélicos de castidad consagrada a Dios, de pobreza y de obediencia, como fundados en las palabras y ejemplos del Señor" (ib., 43); de Él, también el mandato misionero "Id, pues; enseñad a todas las gentes" (Mt 28, 19), para llevar su verdad y su salvación al género humano "hasta la consumación del mundo" (ib., 28, 20; cf. Lumen gentium, 17). Sólo una intimidad vivida día a día con Él, en Él y por Él puede hacer nacer y acrecentarse en un corazón juvenil la voluntad de donarse irrevocablemente, sin compromisos ni debilidades, con una alegría siempre nueva y regeneradora, a las responsabilidades de ser "ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios" (cf. 1 Cor 4, 1); así como la de perseverar en los compromisos crucificadores, propios de la vocación cristiana que brota del bautismo y se desarrolla durante todo el curso de la vida. Mirad pues a Cristo siempre, para instaurar con Él un diálogo decisivo y fiel.

La Iglesia evangelizadora

Y además, mirad a la Iglesia. Es el rebaño del Señor, que Él ha reunido y que sigue guiando, como Pastor bueno y modelo de todos los Pastores. Es el aprisco que el Señor ha construido para acoger y defender su rebaño; es la familia de Dios, donde crecen sus hijos en todo tiempo y de toda nación. La Iglesia visible y espiritual, realidad histórica y misterio de fe, Iglesia de ayer, de hoy, de siempre, es la que, como ha dicho el Concilio, "sólo desea una cosa: continuar, bajo la guía del Espíritu Santo, la obra misma de Cristo, quien vino al mundo para dar testimonio de la verdad para salvar y no para juzgar, para servir y no para ser servido" (Gaudium et spes, 3).

Para esta Iglesia, Jesús ha instituido su sacerdocio; en esta Iglesia Jesús ha suscitado la vida consagrada con la profesión de los consejos evangélicos; a esta Iglesia Jesús ha confiado la tarea formidable de la empresa misionera universal.

Llamada a los jóvenes

Así, pues, os decimos a vosotros jóvenes y a vosotros menos jóvenes: procurad conocer mejor estas realidades y estas verdades para amarlas más, para descubrir y vivir vuestra vocación, para manteneros fieles a la misma con la gracia del Señor.

Pero debemos decir también a vosotros, Pastores de almas, religiosos, religiosas, misioneros, educadores, a vosotros expertos de espiritualidad, de pedagogía y de psicología de las vocaciones: haced conocer estas realidades, enseñad estas verdades, hacedlas comprensibles, estimulantes, atrayentes, como sabía hacerlo Jesús, Maestro y Pastor. Que nadie, por culpa nuestra, ignore aquello que debe saber, para orientar, en sentido diverso y mejor, la propia vida.

Concluyamos juntos estas consideraciones dirigiendo al mismo Cristo nuestra humilde oración.

Plegaria

Iluminados y animados por tu Palabra, te pedimos, Señor, por todos aquellos que ya han seguido y ahora viven tu llamada. Por tus obispos, presbíteros y diáconos; y también por tus consagrados religiosos, hermanos y religiosas; y también por tus misioneros y por los seglares generosos que trabajan en los ministerios instituidos o reconocidos por la Santa Iglesia. ¡Sostenlos en las dificultades, confórtalos en los sufrimientos, asístelos en la soledad, protégelos en la persecución, confírmalos en la fidelidad!

Te pedimos, Señor, por aquellos que están abriendo su alma a tu llamada o se preparan ya a seguirla. Que tu Palabra los ilumine, que tu ejemplo los conquiste, que tu gracia los guíe hasta la meta de las sagradas órdenes, de los votos religiosos, del mandato misionero.

Que tu Palabra, Señor, sea para todos ellos guía y apoyo para que sepan orientar, aconsejar y sostener a los hermanos con aquella fuerza de convicción y de amor que Tú posees y que Tú sólo puedes comunicar.

Confiando en la acción de Dios, "que suscita en nosotros el querer y el obrar según su beneplácito" (cf. Flp 2, 13), impartimos de corazón a todos y, en particular, a cuantos se preparan con la oración y el estudio a colaborar más directamente en el anuncio evangélico, nuestra confortadora bendición apostólica.

Vaticano, 1 de febrero de 1978, año XV de nuestro pontificado.

PAULUS PP. VI

lunes, 26 de agosto de 2019

San Pablo VI, Radiomensaje para la I Jornada Mundial de oración por las Vocaciones (11-abril-1964).

RADIOMENSAJE DE SU SANTIDAD PABLO VI PARA LA 
I JORNADA MUNDIAL DE ORACIÓN POR LAS VOCACIONES
11-abril-1964

«Pedid al Señor de la mies que mande obreros» a su Iglesia (cf. Mt 9, 38). Contemplando con mirada ansiosa la interminable extensión de los verdes campos espirituales, que en todo el mundo esperan las manos sacerdotales, brota del corazón una angustiosa invocación al Señor, según la invitación de Cristo. Sí, hoy como entonces «la mies es mucha, más los operarios son pocos» (ib. 9, 37), pocos con relación a las crecientes necesidades de la cura pastoral; pocos con relación a las exigencias del mundo moderno, a sus gemidos inquietantes, con relación a sus necesidades de claridad y de luz, que requieren maestros y padres comprensivos, abiertos y actuales; pocos también con relación a los alejados, indiferentes u hostiles, pero que quieren en el sacerdote un modelo viviente irreprensible de la doctrina que profesa. Y sobre todo escasean estas manos sacerdotales en los campos de misión do quiera haya hermanos y hombres que catequizar, socorrer y consolar.

Que el domingo de hoy, llamado del Buen Pastor en la liturgia por su Evangelio, vea unidas en un único palpitar de oraciones a las escuadras generosas de los católicos en todo el mundo para pedir al Señor los obreros que necesita su mies. Y para que esta Jornada mundial de oraciones por las vocaciones sacerdotales y religiosas tuviera la resonancia que merece, hemos querido dirigir nuestras palabras de aliento a todos nuestros hijos queridos, para que ninguno descuide un deber tan grave y responsable. El problema del número suficiente de sacerdotes afecta de cerca a todos los fieles, no sólo porque de él depende el futuro religioso de la sociedad cristiana, sino también porque este problema es el índice, preciso e inexorable, de la vitalidad de fe y amor de cada comunidad parroquial y diocesana, y testimonio de la salud moral de las familias cristianas. Donde son numerosas las vocaciones al estado eclesiástico y religioso, se vive generosamente de acuerdo con el Evangelio, es una prueba de que los padres son buenos y fervorosos, que no sólo no temen. sino que se llenan de alegría y orgullo al dar sus hijos a la Iglesia; allí habrá sacerdotes fieles y celosos, cuyo programa más importante en la cura pastoral será la continuidad de su sacerdocio; habrá sobre todo adolescentes, generosos y bizarros, puros y aguerridos, que alimentados de vida eucarística y sensibles a la voz de Cristo, saben nutrir en su joven corazón, el deseo de servir un día a la Iglesia, y darse a las almas para toda la vida, para reproducir en su persona los rasgos del Buen Pastor y seguir fielmente sus huellas.

Suba, pues, hasta el cielo nuestra oración, desde las familias, desde las parroquias, desde las comunidades religiosas, desde las salas de los hospitales, de los labios de los niños inocentes, para que aumenten las vocaciones sacerdotales y para que sean según los anhelos del Corazón de Cristo.

Oremos pues:

Jesús, divino Pastor de las almas, que llamaste a los Apóstoles para hacerlos pescadores de hombres, atrae a Ti también las almas ardientes y generosas de los jóvenes, para hacerlos tus seguidores y tus ministros; hazlos partícipes de tu sed de redención universal, para que se renueve sobre los altares tu Sacrificio. Tú, Señor, “siempre dispuesto a interceder por nosotros” (Hb 7, 25), descúbreles los horizontes del mundo entero, donde la muda súplica de tantos hermanos pide luz de verdad y el calor del amor; para que, respondiendo a tu llamada, prolonguen aquí en la tierra tu misión, edifiquen tu Cuerpo místico, la Iglesia, y sean “sal de la tierra y luz del mundo” (Mt 5, 13). Extiende también, Señor, tu amorosa llamada a muchas almas de mujeres puras y generosas, e infúndeles el ansia de la perfección evangélica, y la entrega al servicio de la Iglesia y de los hermanos necesitados de asistencia y de caridad. Así sea.

En prenda de las especiales predilecciones del Señor para todos aquellos que se unan a nuestra oración, y lancen hoy al cielo sus súplicas, de corazón, hijos e hijas, os impartimos la propiciadora bendición apostólica que extendemos de manera especial a todos los sacerdotes y almas consagradas, y a cuantos, en los seminarios y en las casas religiosas, se preparan con piedad, estudio y sacrificio a subir al altar, para ser un día los cooperadores del orden sacerdotal.

domingo, 25 de agosto de 2019

Domingo 29 septiembre 2019, XXVI Domingo del Tiempo Ordinario, Lecturas ciclo C.

XXVI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Monición de entrada
Año C
Al celebrar la Eucaristía en el día del Señor anticipamos aquello que estamos llamados a vivir por toda la eternidad: nuestra comunión con Dios. Esta esperanza en la vida eterna nos lleva a vigilar sobre nuestra vida ya en este mundo y a evitar que por nuestra falta de amor al prójimo nos apartemos del amor a Dios. Participemos con intensidad espiritual en esta celebración.

Acto penitencial
Todo como en el Ordinario de la Misa. Para la tercera fórmula pueden usarse las siguientes invocaciones:
Año C
- En ti creemos: Señor, ten piedad.
R. Señor, ten piedad.
- Queremos convertirnos a ti: Cristo, ten piedad.
R. Cristo, ten piedad.
- En ti ponemos nuestra esperanza: Señor, ten piedad.
R. Señor, ten piedad.
En lugar del acto penitencial, se puede celebrar el rito de la bendición y de aspersión del agua bendita.

LITURGIA DE LA PALABRA
Lecturas del Domingo de la XXVI semana del Tiempo Ordinario, ciclo C.

PRIMERA LECTURA Am 6, 1a. 4-7Ahora se acabará la orgía de los disolutos
Lectura de la profecía de Amós.

Esto dice el Señor omnipotente:
«¡Ay de aquellos que se sienten seguros en Sion,
confiados en la montaña de Samaría!
Se acuestan en lechos de marfil,
se arrellanan en sus divanes,
comen corderos del rebaño y terneros del establo;
tartamudean como insensatos
e inventan como David instrumentos musicales;
beben el vino en elegantes copas,
se ungen con el mejor de los aceites
pero no se conmueven para nada por la ruina de la casa de José. Por eso irán al destierro,
a la cabeza de los deportados,
y se acabará la orgía de los disolutos».

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Salmo responsorial Sal 145, 6c-7. 8-9a. 9bc-10 (R.: 1b)
R. Alaba, alma mía, al Señor.
Lauda, ánima mea, Dóminum.
O bien: Aleluya.

V. El Señor mantiene su fidelidad perpetuamente,
hace justicia a los oprimidos,
da pan a los hambrientos.
El Señor liberta a los cautivos.
R. Alaba, alma mía, al Señor.
Lauda, ánima mea, Dóminum.

V. El Señor abre los ojos al ciego,
el Señor endereza a los que ya se doblan,
el Señor ama a los justos.
El Señor guarda a los peregrinos.
R. Alaba, alma mía, al Señor.
Lauda, ánima mea, Dóminum.

V. Sustenta al huérfano y a la viuda
y trastorna el camino de los malvados.
El Señor reina eternamente,
tu Dios, Sión, de edad en edad.
R. Alaba, alma mía, al Señor.
Lauda, ánima mea, Dóminum.

SEGUNDA LECTURA 1 Tim 6, 11-16
Guarda el mandamiento hasta la manifestación del Señor
Lectura de la primera carta apóstol san Pablo a Timoteo.

Hombre de Dios, busca la justicia, la piedad, la fe, e! amor, la paciencia, la mansedumbre.
Combate el buen combate de la fe, conquista la vida eterna, a la que fuiste llamado y que tú profesaste noblemente delante de muchos testigos.
Delante de Dios, que da vida a todas las cosas, y de Cristo Jesús, que proclamó tan noble profesión de fe ante Poncio Pilato, te ordeno que guardes el mandamiento sin mancha ni reproche hasta la manifestación de nuestro Señor Jesucristo, que, en el tiempo apropiado, mostrará el bienaventurado y único Soberano, Rey de los reyes y Señor de los señores, el único que posee la inmortalidad, que habita una luz inaccesible, a quien ningún hombre ha visto ni puede ver.
A él honor y poder eterno. Amén.

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Aleluya 2Co 8, 9
R. Aleluya, aleluya, aleluya.
R. Jesucristo, siendo rico, se hizo pobre, para enriqueceros con su pobreza. R.
Iesus Christus egénus factus est, cum esset dives, ut illíus inópia vos dívites essétis.

EVANGELIO Lc 16, 19-31
Recibiste bienes, y Lázaro males: ahora él es aquí consolado, mientras que tú eres atormentado
Lectura del santo Evangelio según san Lucas.
R. Gloria a ti, Señor.

En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos:
«Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba cada día.
Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que caía de la mesa del rico.
Y hasta los perros venían y le lamían las llagas.
Sucedió que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán.
Murió también el rico y fue enterrado. Y, estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abrahán, y a Lázaro en su seno, y gritando, dijo:
“Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas”.
Pero Abrahán le dijo:
«Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso ahora él es aquí consolado, mientras que tú eres atormentado.
Y, además, entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que los que quieran cruzar desde aquí hacia vosotros no puedan hacerlo, ni tampoco pasar de ahí hasta nosotros”.
Él dijo:
“Te ruego, entonces, padre, que le mandes a casa de mi padre, pues tengo cinco hermanos: que les dé testimonio de estas cosas, no sea que también ellos vengan a este lugar de tormento”.
Abrahán le dice:
“Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen”. Pero él le dijo:
“No, padre Abrahán. Pero si un muerto va a ellos, se arrepentirán”.
Abrahán le dijo:
«Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto”».

Palabra del Señor.
R. Gloria a ti, Señor Jesús.

Papa Francisco
Jubileo personas excluidas.
Domingo 13 de noviembre de 2016.
«Os iluminará un sol de justicia que lleva la salud en las alas» (Ml 3, 20). Las palabras del profeta Malaquías, que hemos escuchado en la primera lectura, iluminan la celebración de esta jornada jubilar. Se encuentran en la última página del último profeta del Antiguo Testamento y están dirigidas a aquellos que confían en el Señor, que ponen su esperanza en él, que ponen nuevamente su esperanza en él, eligiéndolo como el bien más alto de sus vidas y negándose a vivir sólo para sí mismos y su intereses personales. Para ellos, pobres de sí mismos pero ricos de Dios, amanecerá el sol de su justicia: ellos son los pobres en el espíritu, a los que Jesús promete el reino de los cielos (cf. Mt 5, 3), y Dios, por medio del profeta Malaquías, llama mi «propiedad personal» (Ml 3, 17). El profeta los contrapone a los arrogantes, a los que han puesto la seguridad de su vida en su autosuficiencia y en los bienes del mundo. La lectura de esta última página del Antiguo Testamento suscita preguntas que nos interrogan sobre el significado último de la vida: ¿En dónde pongo yo mi seguridad? ¿En el Señor o en otras seguridades que no le gustan a Dios? ¿Hacia dónde se dirige mi vida, hacia dónde está orientado mi corazón? ¿Hacia el Señor de la vida o hacia las cosas que pasan y no llenan?
Preguntas similares se encuentran en el pasaje del Evangelio de hoy. Jesús está en Jerusalén para escribir la última y más importante página de su vida terrena: su muerte y resurrección. Está cerca del templo, «adornado de bellas piedras y ofrendas votivas» (Lc 21, 5). La gente estaba hablando de la belleza exterior del templo, cuando Jesús dice: «Esto que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra» (Lc 21, 6). Añade que habrá conflictos, hambre, convulsión en la tierra y en el cielo. Jesús no nos quiere asustar, sino advertirnos de que todo lo que vemos pasa inexorablemente. Incluso los reinos más poderosos, los edificios más sagrados y las cosas más estables del mundo, no duran para siempre; tarde o temprano caerán.
Ante estas afirmaciones, la gente inmediatamente plantea dos preguntas al Maestro: «¿Cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder?» (Lc 21, 7). Cuando y cuál? Siempre nos mueve la curiosidad: se quiere saber cuándo y recibir señales. Pero esta curiosidad a Jesús no le gusta. Por el contrario, él nos insta a no dejarnos engañar por los predicadores apocalípticos. El que sigue a Jesús no hace caso a los profetas de desgracias, a la frivolidad de los horóscopos, a las predicaciones y a las predicciones que generan temores, distrayendo la atención de lo que sí importa. Entre las muchas voces que se oyen, el Señor nos invita a distinguir lo que viene de Él y lo que viene del falso espíritu. Es importante distinguir la llamada llena de sabiduría que Dios nos dirige cada día del clamor de los que utilizan el nombre de Dios para asustar, alimentar divisiones y temores.
Jesús invita con fuerza a no tener miedo ante las agitaciones de cada época, ni siquiera ante las pruebas más severas e injustas que afligen a sus discípulos. Él pide que perseveren en el bien y pongan toda su confianza en Dios, que no defrauda: «Ni un cabello de vuestra cabeza perecerá» (Lc 21, 18). Dios no se olvida de sus fieles, su valiosa propiedad, que somos nosotros.
Pero hoy nos interpela sobre el sentido de nuestra existencia. Usando una imagen, se podría decir que estas lecturas se presentan como un «tamiz» en medio de la corriente de nuestra vida: nos recuerdan que en este mundo casi todo pasa, como el agua que corre; pero hay cosas importantes que permanecen, como si fueran una piedra preciosa en un tamiz. ¿Qué es lo que queda?, ¿qué es lo que tiene valor en la vida?, ¿qué riquezas son las que no desaparecen? Sin duda, dos: El Señor y el prójimo. Estas dos riquezas no desaparecen. Estos son los bienes más grandes, para amar. Todo lo demás ?el cielo, la tierra, las cosas más bellas, también esta Basílica? pasa; pero no debemos excluir de la vida a Dios y a los demás.
Sin embargo, precisamente hoy, cuando hablamos de exclusión, vienen rápido a la mente personas concretas; no cosas inútiles, sino personas valiosas. La persona humana, colocada por Dios en la cumbre de la creación, es a menudo descartada, porque se prefieren las cosas que pasan. Y esto es inaceptable, porque el hombre es el bien más valioso a los ojos de Dios. Y es grave que nos acostumbremos a este tipo de descarte; es para preocuparse, cuando se adormece la conciencia y no se presta atención al hermano que sufre junto a nosotros o a los graves problemas del mundo, que se convierten solamente en una cantinela ya oída en los titulares de los telediarios.
Hoy, queridos hermanos y hermanas, es vuestro Jubileo, y con vuestra presencia nos ayudáis a sintonizar con Dios, para ver lo que él ve: Él no se queda en las apariencias (cf. 1S 16, 7), sino que pone sus ojos «en el humilde y abatido» (Is 66.2), en tantos pobres Lázaros de hoy. Cuánto mal nos hace fingir que no nos damos cuenta de Lázaro que es excluido y rechazado (cf. Lc 16, 19-21). Es darle la espalda a Dios. ¡Es darle la espalda a Dios! Cuando el interés se centra en las cosas que hay que producir, en lugar de las personas que hay que amar, estamos ante un síntoma de esclerosis espiritual. Así nace la trágica contradicción de nuestra época: cuanto más aumenta el progreso y las posibilidades, lo cual es bueno, tanto más aumentan las personas que no pueden acceder a ello. Es una gran injusticia que nos tiene que preocupar, mucho más que el saber cuándo y cómo será el fin del mundo. Porque no se puede estar tranquilo en casa mientras Lázaro yace postrado a la puerta; no hay paz en la casa del que está bien, cuando falta justicia en la casa de todos.
Hoy, en las catedrales y santuarios de todo el mundo, se cierran las Puertas de la Misericordia. Pidamos la gracia de no apartar los ojos de Dios que nos mira y del prójimo que nos cuestiona. Abramos nuestros ojos a Dios, purificando la mirada del corazón de las representaciones engañosas y temibles, del dios de la potencia y de los castigos, proyección del orgullo y el temor humano. Miremos con confianza al Dios de la misericordia, con la seguridad de que «el amor no pasa nunca» (1Co 13, 8). Renovemos la esperanza en la vida verdadera a la que estamos llamados, la que no pasará y nos aguarda en comunión con el Señor y con los demás, en una alegría que durará para siempre y sin fin.
Y abramos nuestros ojos al prójimo, especialmente al hermano olvidado y excluido, al Lázaro que yace delante de nuestra puerta. Hacia allí se dirige la lente de la Iglesia. Que el Señor nos libre de dirigirla hacia nosotros. Que nos aparte de los oropeles que distraen, de los intereses y los privilegios, del aferrarse al poder y a la gloria, de la seducción del espíritu del mundo. Nuestra Madre la Iglesia mira «a toda la humanidad que sufre y que llora; ésta le pertenece por derecho evangélico» (Pablo VI, Discurso de apertura de la segunda sesión del Concilio Vaticano II, 29 septiembre 1963). Por derecho y también por deber evangélico, porque nuestra tarea consiste en cuidar de la verdadera riqueza que son los pobres. A la luz de estas reflexiones, quisiera que hoy sea la «Jornada de los pobres». Nos lo recuerda una antigua tradición, que se refiere al santo mártir romano Lorenzo. Él, antes de sufrir un atroz martirio por amor al Señor, distribuyó los bienes de la comunidad a los pobres, a los que consideraba como los verdaderos tesoros de la Iglesia. Que el Señor nos conceda mirar sin miedo a lo que importa, dirigir el corazón a él y a nuestros verdaderos tesoros.
JUBILEO EXTRAORDINARIO DE LA MISERICORDIA, JUBILEO DE LOS CATEQUISTAS
HOMILÍA, Plaza de San Pedro, Domingo 25 de septiembre de 2016
El Apóstol Pablo, en la segunda lectura, dirige a Timoteo, y también a nosotros, algunas recomendaciones muy importantes para él. Entre otras, pide que se guarde «el mandamiento sin mancha ni reproche» (1 Tm 6,14). Habla sencillamente de un mandamiento. Parece que quiere que tengamos nuestros ojos fijos en lo que es esencial para la fe. San Pablo, en efecto, no recomienda una gran cantidad de puntos y aspectos, sino que subraya el centro de la fe. Este centro, alrededor del cual gira todo, este corazón que late y da vida a todo es el anuncio pascual, el primer anuncio: el Señor Jesús ha resucitado, el Señor Jesús te ama, ha dado su vida por ti; resucitado y vivo, está a tu lado y te espera todos los días. Nunca debemos olvidarlo. En este Jubileo de los catequistas, se nos pide que no dejemos de poner por encima de todo el anuncio principal de la fe: el Señor ha resucitado. No hay un contenido más importante, nada es más sólido y actual. Cada aspecto de la fe es hermoso si permanece unido a este centro, si está permeado por el anuncio pascual. En cambio, si se le aísla, pierde sentido y fuerza. Estamos llamados a vivir y a anunciar la novedad del amor del Señor: «Jesús te ama de verdad, tal y como eres. Déjale entrar: a pesar de las decepciones y heridas de la vida, dale la posibilidad de amarte. No te defraudará».
El mandamiento del que habla san Pablo nos lleva a pensar también en el mandamiento nuevo de Jesús: «Que os améis unos a otros como yo os he amado» (Jn 15,12). A Dios-Amor se le anuncia amando: no a fuerza de convencer, nunca imponiendo la verdad, ni mucho menos aferrándose con rigidez a alguna obligación religiosa o moral. A Dios se le anuncia encontrando a las personas, teniendo en cuenta su historia y su camino. El Señor no es una idea, sino una persona viva: su mensaje llega a través del testimonio sencillo y veraz, con la escucha y la acogida, con la alegría que se difunde. No se anuncia bien a Jesús cuando se está triste; tampoco se transmite la belleza de Dios haciendo sólo bonitos sermones. Al Dios de la esperanza se le anuncia viviendo hoy el Evangelio de la caridad, sin miedo a dar testimonio de él incluso con nuevas formas de anuncio.
El Evangelio de este domingo nos ayuda a entender qué significa amar, sobre todo a evitar algunos peligros. En la parábola se habla de un hombre rico que no se fija en Lázaro, un pobre que «estaba echado a su puerta» (Lc16, 20). El rico, en verdad, no hace daño a nadie, no se dice que sea malo. Sin embargo, tiene una enfermedad peor que la de Lázaro, que estaba «cubierto de llagas» (ibíd.): este rico sufre una fuerte ceguera, porque no es capaz de ver más allá de su mundo, hecho de banquetes y ricos vestidos. No ve más allá de la puerta de su casa, donde yace Lázaro, porque no le importa lo que sucede fuera. No ve con los ojos porque no siente con el corazón. En su corazón ha entrado la mundanidad que adormece el alma. La mundanidad es como un «agujero negro» que engulle el bien, que apaga el amor, porque lo devora todo en el propio yo. Entonces se ve sólo la apariencia y no se fija en los demás, porque se vuelve indiferente a todo. Quien sufre esta grave ceguera adopta con frecuencia un comportamiento «estrábico»: mira con deferencia a las personas famosas, de alto nivel, admiradas por el mundo, y aparta la vista de tantos Lázaros de ahora, de los pobres y los que sufren, que son los predilectos del Señor.
Pero el Señor mira a los que el mundo abandona y descarta. Lázaro es el único personaje de las parábolas de Jesús al que se le llama por su nombre. Su nombre significa «Dios ayuda». Dios no lo olvida, lo acogerá en el banquete de su Reino, junto con Abraham, en una profunda comunión de afectos. El hombre rico, en cambio, no tiene siquiera un nombre en la parábola; su vida cae en el olvido, porque el que vive para sí no construye la historia. Y un cristiano debe construir la historia. Debe salir de sí mismo para construir la historia. Quien vive para sí no construye la historia. La insensibilidad de hoy abre abismos infranqueables para siempre. Y nosotros hemos caído, en este mundo, en este momento, en la enfermedad de la indiferencia, del egoísmo, de la mundanidad.
En la parábola vemos otro aspecto, un contraste. La vida de este hombre sin nombre se describe como opulenta y presuntuosa: es una continua reivindicación de necesidades y derechos. Incluso después de la muerte insiste para que lo ayuden y pretende su interés. La pobreza de Lázaro, sin embargo, se manifiesta con gran dignidad: de su boca no salen lamentos, protestas o palabras despectivas. Es una valiosa lección: como servidores de la palabra de Jesús, estamos llamados a no hacer alarde de apariencia y a no buscar la gloria; ni tampoco podemos estar tristes y disgustados. No somos profetas de desgracias que se complacen en denunciar peligros o extravíos; no somos personas que se atrincheran en su ambiente, lanzando juicios amargos contra la sociedad, la Iglesia, contra todo y todos, contaminando el mundo de negatividad. El escepticismo quejoso no es propio de quien tiene familiaridad con la Palabra de Dios.
El que proclama la esperanza de Jesús es portador de alegría y sabe ver más lejos, tiene horizontes, no tiene un muro que lo encierra; ve más lejos porque sabe mirar más allá del mal y de los problemas. Al mismo tiempo, ve bien de cerca, pues está atento al prójimo y a sus necesidades. El Señor nos lo pide hoy: ante los muchos Lázaros que vemos, estamos llamados a inquietarnos, a buscar caminos para encontrar y ayudar, sin delegar siempre en otros o decir: «Te ayudaré mañana, hoy no tengo tiempo, te ayudaré mañana». Y esto es un pecado. El tiempo para ayudar es tiempo regalado a Jesús, es amor que permanece: es nuestro tesoro en el cielo, que nos ganamos aquí en la tierra.
En conclusión, queridos catequistas y queridos hermanos y hermanas, que el Señor nos conceda la gracia de vernos renovados cada día por la alegría del primer anuncio: Jesús ha muerto y resucitado, Jesús nos ama personalmente. Que nos dé la fuerza para vivir y anunciar el mandamiento del amor, superando la ceguera de la apariencia y las tristezas del mundo. Que nos vuelva sensibles a los pobres, que no son un apéndice del Evangelio, sino una página central, siempre abierta a todos.
SANTA MISA PARA LA "JORNADA DE LOS CATEQUISTAS" EN EL AÑO DE LA FE
HOMILÍA, Plaza de San Pedro, Domingo 29 de septiembre de 2013
1. «¡Ay de los que se fían de Sión,... acostados en lechos de marfil!» (Am 6,1.4); comen, beben, cantan, se divierten y no se preocupan por los problemas de los demás.
Son duras estas palabras del profeta Amós, pero nos advierten de un peligro que todos corremos. ¿Qué es lo que denuncia este mensajero de Dios, lo que pone ante los ojos de sus contemporáneos y también ante los nuestros hoy? El riesgo de apoltronarse, de la comodidad, de la mundanidad en la vida y en el corazón, de concentrarnos en nuestro bienestar. Es la misma experiencia del rico del Evangelio, vestido con ropas lujosas y banqueteando cada día en abundancia; esto era importante para él. ¿Y el pobre que estaba a su puerta y no tenía para comer? No era asunto suyo, no tenía que ver con él. Si las cosas, el dinero, lo mundano se convierten en el centro de la vida, nos aferran, se apoderan de nosotros, perdemos nuestra propia identidad como hombres. Fíjense que el rico del Evangelio no tiene nombre, es simplemente «un rico». Las cosas, lo que posee, son su rostro, no tiene otro.
Pero intentemos preguntarnos: ¿Por qué sucede esto? ¿Cómo es posible que los hombres, tal vez también nosotros, caigamos en el peligro de encerrarnos, de poner nuestra seguridad en las cosas, que al final nos roban el rostro, nuestro rostro humano? Esto sucede cuando perdemos la memoria de Dios. “¡Ay de los que se fían de Sión!”, decía el profeta. Si falta la memoria de Dios, todo queda rebajado, todo queda en el yo, en mi bienestar. La vida, el mundo, los demás, pierden la consistencia, ya no cuentan nada, todo se reduce a una sola dimensión: el tener. Si perdemos la memoria de Dios, también nosotros perdemos la consistencia, también nosotros nos vaciamos, perdemos nuestro rostro como el rico del Evangelio. Quien corre en pos de la nada, él mismo se convierte en nada, dice otro gran profeta, Jeremías (cf. Jr 2,5). Estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, no a imagen y semejanza de las cosas, de los ídolos.
2. Entonces, mirándoles a ustedes, me pregunto: ¿Quién es el catequista? Es el que custodia y alimenta la memoria de Dios; la custodia en sí mismo y sabe despertarla en los demás. Qué bello es esto: hacer memoria de Dios, como la Virgen María que, ante la obra maravillosa de Dios en su vida, no piensa en el honor, el prestigio, la riqueza, no se cierra en sí misma. Por el contrario, tras recibir el anuncio del Ángel y haber concebido al Hijo de Dios, ¿qué es lo que hace? Se pone en camino, va donde su anciana pariente Isabel, también ella encinta, para ayudarla; y al encontrarse con ella, su primer gesto es hacer memoria del obrar de Dios, de la fidelidad de Dios en su vida, en la historia de su pueblo, en nuestra historia: «Proclama mi alma la grandeza del Señor... porque ha mirado la humillación de su esclava... su misericordia llega a sus fieles de generación en generación» (cf. Lc 1,46.48.50). María tiene memoria de Dios.
En este cántico de María está también la memoria de su historia personal, la historia de Dios con ella, su propia experiencia de fe. Y así es para cada uno de nosotros, para todo cristiano: la fe contiene precisamente la memoria de la historia de Dios con nosotros, la memoria del encuentro con Dios, que es el primero en moverse, que crea y salva, que nos transforma; la fe es memoria de su Palabra que inflama el corazón, de sus obras de salvación con las que nos da la vida, nos purifica, nos cura, nos alimenta. El catequista es precisamente un cristiano que pone esta memoria al servicio del anuncio; no para exhibirse, no para hablar de sí mismo, sino para hablar de Dios, de su amor y su fidelidad. Hablar y transmitir todo lo que Dios ha revelado, es decir, la doctrina en su totalidad, sin quitar ni añadir nada.
San Pablo recomienda a su discípulo y colaborador Timoteo sobre todo una cosa: Acuérdate, acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos, a quien anuncio y por el que sufro (cf. 2 Tm 2,8-9). Pero el Apóstol puede decir esto porque él es el primero en acordarse de Cristo, que lo llamó cuando era un perseguidor de los cristianos, lo conquistó y transformó con su gracia.
El catequista, pues, es un cristiano que lleva consigo la memoria de Dios, se deja guiar por la memoria de Dios en toda su vida, y la sabe despertar en el corazón de los otros. Esto requiere esfuerzo. Compromete toda la vida. El mismo Catecismo, ¿qué es sino memoria de Dios, memoria de su actuar en la historia, de su haberse hecho cercano a nosotros en Cristo, presente en su Palabra, en los sacramentos, en su Iglesia, en su amor? Queridos catequistas, les pregunto: ¿Somos nosotros memoria de Dios? ¿Somos verdaderamente como centinelas que despiertan en los demás la memoria de Dios, que inflama el corazón?
3. «¡Ay de los que se fían de Sión», dice el profeta. ¿Qué camino se ha de seguir para no ser «superficiales», como los que ponen su confianza en sí mismos y en las cosas, sino hombres y mujeres de la memoria de Dios? En la segunda Lectura, san Pablo, dirigiéndose de nuevo a Timoteo, da algunas indicaciones que pueden marcar también el camino del catequista, nuestro camino: Tender a la justicia, a la piedad, a la fe, a la caridad, a la paciencia, a la mansedumbre (cf. 1 Tm 6,11).
El catequista es un hombre de la memoria de Dios si tiene una relación constante y vital con él y con el prójimo; si es hombre de fe, que se fía verdaderamente de Dios y pone en él su seguridad; si es hombre de caridad, de amor, que ve a todos como hermanos; si es hombre de «hypomoné», de paciencia, de perseverancia, que sabe hacer frente a las dificultades, las pruebas y los fracasos, con serenidad y esperanza en el Señor; si es hombre amable, capaz de comprensión y misericordia.
Pidamos al Señor que todos seamos hombres y mujeres que custodian y alimentan la memoria de Dios en la propia vida y la saben despertar en el corazón de los demás. Amén.


Papa Benedicto XVI
ÁNGELUS, Palacio Apostólico de Castelgandolfo, Domingo 26 de septiembre de 2010
Queridos hermanos y hermanas:
En el evangelio de este domingo (Lc 16, 19-31) Jesús narra la parábola del hombre rico y del pobre Lázaro. El primero vive en el lujo y en el egoísmo, y cuando muere, acaba en el infierno. El pobre, en cambio, que se alimenta de las sobras de la mesa del rico, a su muerte es llevado por los ángeles a la morada eterna de Dios y de los santos. "Bienaventurados los pobres –había proclamado el Señor a sus discípulos– porque vuestro es el reino de Dios" (Lc 6, 20). Pero el mensaje de la parábola va más allá: recuerda que, mientras estamos en este mundo, debemos escuchar al Señor, que nos habla mediante las sagradas Escrituras, y vivir según su voluntad; si no, después de la muerte, será demasiado tarde para enmendarse. Por lo tanto, esta parábola nos dice dos cosas: la primera es que Dios ama a los pobres y les levanta de su humillación; la segunda es que nuestro destino eterno está condicionado por nuestra actitud; nos corresponde a nosotros seguir el camino que Dios nos ha mostrado para llegar a la vida, y este camino es el amor, no entendido como sentimiento, sino como servicio a los demás, en la caridad de Cristo.
Por una feliz coincidencia, mañana celebraremos la memoria litúrgica de san Vicente de Paúl, patrono de las organizaciones caritativas católicas, de quien se recuerda el 350º aniversario de fallecimiento. En la Francia del 1600, precisamente, conoció de primera mano el fuerte contraste entre los más ricos y los más pobres. De hecho, como sacerdote, tuvo ocasión de frecuentar tanto los ambientes aristocráticos como los campos, igual que las barriadas de París. Impulsado por el amor de Cristo, Vicente de Paúl supo organizar formas estables de servicio a las personas marginadas, dando vida a las llamadas "Charitées", las "Caridades", o bien grupos de mujeres que ponían su tiempo y sus bienes a disposición de los más marginados. De estas voluntarias, algunas eligieron consagrarse totalmente a Dios y a los pobres, y así, junto a santa Luisa de Marillac, san Vicente fundó las "Hijas de la Caridad", primera congregación femenina que vivió la consagración "en el mundo", entre la gente, con los enfermos y los necesitados.
Queridos amigos, ¡sólo el Amor con la "A" mayúscula da la verdadera felicidad! Lo demuestra también otro testigo, una joven que ayer fue proclamada beata aquí, en Roma. Hablo de Chiara Badano, una muchacha italiana, nacida en 1971, a quien una enfermedad llevó a la muerte en poco menos de 19 años, pero que fue para todos un rayo de luz, como dice su sobrenombre: "Chiara Luce". Su parroquia, la diócesis de Acqui Terme, y el Movimiento de los Focolares, al que pertenecía, están hoy de fiesta –y es una fiesta para todos los jóvenes, que pueden encontrar en ella un ejemplo de coherencia cristiana–.
Sus últimas palabras, de plena adhesión a la voluntad de Dios, fueron: "Mamá, adiós. Sé feliz porque yo lo soy". Alabemos a Dios, pues su amor es más fuerte que el mal y que la muerte; y demos gracias a la Virgen María, que guía a los jóvenes, también a través de las dificultades y los sufrimientos, a enamorarse de Jesús y a descubrir la belleza de la vida.
ÁNGELUS, Domingo 30 de septiembre de 2007
Queridos hermanos y hermanas: 
Hoy el evangelio de san Lucas presenta la parábola del hombre rico y del pobre Lázaro (cf. Lc 16, 19-31). El rico personifica el uso injusto de las riquezas por parte de quien las utiliza para un lujo desenfrenado y egoísta, pensando solamente en satisfacerse a sí mismo, sin tener en cuenta de ningún modo al mendigo que está a su puerta. El pobre, al contrario, representa a la persona de la que solamente Dios se cuida: a diferencia del rico, tiene un nombre, Lázaro, abreviatura de Eleázaro (Eleazar), que significa precisamente "Dios le ayuda". A quien está olvidado de todos, Dios no lo olvida; quien no vale nada a los ojos de los hombres, es valioso a los del Señor. La narración muestra cómo la iniquidad terrena es vencida por la justicia divina: después de la muerte, Lázaro es acogido "en el seno de Abraham", es decir, en la bienaventuranza eterna, mientras que el rico acaba "en el infierno, en medio de los tormentos". Se trata de una nueva situación inapelable y definitiva, por lo cual es necesario arrepentirse durante la vida; hacerlo después de la muerte no sirve para nada. 
Esta parábola se presta también a una lectura en clave social. Sigue siendo memorable la que hizo hace precisamente cuarenta años el Papa Pablo VI en la encíclica Populorum progressio. Hablando de la lucha contra el hambre, escribió: "Se trata de construir un mundo donde todo hombre (...) pueda vivir una vida plenamente humana, (...) donde el pobre Lázaro pueda sentarse a la misma mesa que el rico" (n. 47). Las causas de las numerosas situaciones de miseria son -recuerda la encíclica-, por una parte, "las servidumbres que le vienen de la parte de los hombres" y, por otra, "una naturaleza insuficientemente dominada" (ib.). Por desgracia, ciertas poblaciones sufren por ambos factores a la vez. ¿Cómo no pensar, en este momento, especialmente en los países de África subsahariana, afectados durante los días pasados por graves inundaciones? Pero no podemos olvidar otras muchas situaciones de emergencia humanitaria en diversas regiones del planeta, en las que los conflictos por el poder político y económico contribuyen a agravar problemas ambientales ya serios. El llamamiento que en aquel entonces hizo Pablo VI: "Los pueblos hambrientos interpelan hoy, con acento dramático, a los pueblos opulentos" (Populorum progressio, 3), conserva hoy toda su urgencia. No podemos decir que no conocemos el camino que hay que recorrer: tenemos la ley y los profetas, nos dice Jesús en el Evangelio. Quien no quiere escucharlos, no cambiará ni siquiera si alguien de entre los muertos vuelve para amonestarlo.
La Virgen María nos ayude a aprovechar el tiempo presente para escuchar y poner en práctica esta palabra de Dios. Nos obtenga que estemos más atentos a los hermanos necesitados, para compartir con ellos lo mucho o lo poco que tenemos, y contribuir, comenzando por nosotros mismos, a difundir la lógica y el estilo de la auténtica solidaridad.
Encíclica Spes salvi 44-45.
En la parábola del rico epulón y el pobre Lázaro (cf. Lc 16, 19-31), Jesús ha presentado como advertencia la imagen de un alma similar, arruinada por la arrogancia y la opulencia, que ha cavado ella misma un foso infranqueable entre sí y el pobre: el foso de su cerrazón en los placeres materiales, el foso del olvido del otro y de la incapacidad de amar, que se transforma ahora en una sed ardiente y ya irremediable. Hemos de notar aquí que, en esta parábola, Jesús no habla del destino definitivo después del Juicio universal, sino que se refiere a una de las concepciones del judaísmo antiguo, es decir, la de una condición intermedia entre muerte y resurrección, un estado en el que falta aún la sentencia última.
Esta visión del antiguo judaísmo de la condición intermedia incluye la idea de que las almas no se encuentran simplemente en una especie de recinto provisional, sino que padecen ya un castigo, como demuestra la parábola del rico epulón, o que por el contrario gozan ya de formas provisionales de bienaventuranza. Y, en fin, tampoco falta la idea de que en este estado se puedan dar también purificaciones y curaciones, con las que el alma madura para la comunión con Dios. La Iglesia primitiva ha asumido estas concepciones, de las que después se ha desarrollado paulatinamente en la Iglesia occidental la doctrina del purgatorio. No necesitamos examinar aquí el complicado proceso histórico de este desarrollo; nos preguntamos solamente de qué se trata realmente. La opción de vida del hombre se hace en definitiva con la muerte; esta vida suya está ante el Juez. Su opción, que se ha fraguado en el transcurso de toda la vida, puede tener distintas formas. Puede haber personas que han destruido totalmente en sí mismas el deseo de la verdad y la disponibilidad para el amor. Personas en las que todo se ha convertido en mentira; personas que han vivido para el odio y que han pisoteado en ellas mismas el amor. Ésta es una perspectiva terrible, pero en algunos casos de nuestra propia historia podemos distinguir con horror figuras de este tipo. En semejantes individuos no habría ya nada remediable y la destrucción del bien sería irrevocable: esto es lo que se indica con la palabra infierno (Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1033-1037).
Por otro lado, puede haber personas purísimas, que se han dejado impregnar completamente de Dios y, por consiguiente, están totalmente abiertas al prójimo; personas cuya comunión con Dios orienta ya desde ahora todo su ser y cuyo caminar hacia Dios les lleva sólo a culminar lo que ya son (Cf. ibíd., n. 1023-1029).
Jesús de Nazaret I. La parábola del rico epulón y el pobre Lázaro (Lc 16, 19-31)
De nuevo nos encontramos en esta historia dos figuras contrastantes: el rico, que lleva una vida disipada llena de placeres, y el pobre, que ni siquiera puede tomar las migajas que los comensales tiran de la mesa, siguiendo la costumbre de la época de limpiarse las manos con trozos de pan y luego arrojarlos al suelo. En parte, los Padres han aplicado a esta parábola el esquema de los dos hermanos, refiriéndolo a la relación entre Israel (el rico) y la Iglesia (el pobre Lázaro), pero con ello han perdido la tipología completamente diversa que aquí se plantea. Esto se ve ya en el distinto desenlace. Mientras los textos precedentes sobre los dos hermanos quedan abiertos, terminan con una pregunta y una invitación, aquí se describe el destino irrevocable tanto de uno como del otro protagonista.
Como trasfondo que nos permite entender este relato hay que considerar la serie de Salmos en los que se eleva a Dios la queja del pobre que vive en la fe en Dios y obedece a sus preceptos, pero sólo conoce desgracias, mientras los cínicos que desprecian a Dios van de éxito en éxito y disfrutan de toda la felicidad en la tierra. Lázaro forma parte de aquellos pobres cuya voz escuchamos, por ejemplo, en el Salmo 44: "Nos haces el escarnio de nuestros vecinos, irrisión y burla de los que nos rodean... Por tu causa nos degüellan cada día, nos tratan como ovejas de matanza" (Sal 44, 14 . 23; cf. Rm 8, 36). La antigua sabiduría de Israel se fundaba sobre el presupuesto de que Dios premia a los justos y castiga a los pecadores, de que, por tanto, al pecado le corresponde la infelicidad y a la justicia la felicidad. Esta sabiduría había entrado en crisis al menos desde el exilio. No era sólo el hecho de que Israel como pueblo sufriera más en conjunto que los pueblos de su alrededor, sino que lo expulsaron al exilio y lo oprimieron; también en el ámbito privado se mostraba cada vez más claro que el cinismo es ventajoso y que, en este mundo, el justo está destinado a sufrir. En los Salmos y en la literatura sapiencial tardía vemos la búsqueda afanosa para resolver esta contradicción, un nuevo intento de convertirse en "sabio", de entender correctamente la vida, de encontrar y comprender de un modo nuevo a Dios, que parece injusto o incluso del todo ausente.
Uno de los textos más penetrantes de esta búsqueda, el Salmo 73, puede considerarse en este sentido como el trasfondo espiritual de nuestra parábola. Allí vemos como cincelada la figura del rico que lleva una vida regalada, ante el cual el orante -Lázaro- se lamenta: "Envidiaba a los perversos, viendo prosperar a los malvados. Para ellos no hay sinsabores, están sanos y orondos; no pasan las fatigas humanas ni sufren como los demás. Por eso su collar es el orgullo... De las carnes les rezuma la maldad... su boca se atreve con el cielo... Por eso mi pueblo se vuelve a ellos y se bebe sus palabras. Ellos dicen: "¿Es que Dios lo va a saber, se va a enterar el Altísimo?"" (Sal 73, 3-11).
El justo que sufre, y que ve todo esto, corre el peligro de extraviarse en su fe. ¿Es que realmente Dios no ve? ¿No oye? ¿No le preocupa el destino de los hombres? "Para qué he purificado yo mi corazón... ? ¿Para qué aguanto yo todo el día y me corrijo cada mañana...? Mi corazón se agriaba..." (Sal 73, 13 s.21). El cambio llega de repente, cuando el justo que sufre mira a Dios en el santuario y, mirándolo, ensancha su horizonte. Ahora ve que la aparente inteligencia de los
cínicos ricos y exitosos, puesta a la luz, es estupidez: este tipo de sabiduría significa ser "necio e ignorante", ser "como un animal" (cf. Sal 73, 22).Se quedan en la perspectiva del animal y pierden la perspectiva del hombre que va más allá de lo material: hacia Dios y la vida eterna.
En este punto podemos recurrir a otro Salmo, en el que uno que es perseguido dice al final: "De tu despensa les llenarás el vientre, se saciarán sus hijos... Pero yo con mi apelación vengo a tu presencia, y al despertar me saciaré de tu semblante" (Sal 17, 14 s). Aquí se contraponen dos tipos de saciedad: el hartarse de bienes materiales y el llenarse "de tu semblante", la saciedad del corazón mediante el encuentro con el amor infinito. "Al despertar" hace referencia en definitiva al despertar a una vida nueva, eterna; pero también se refiere a un "despertar" más profundo ya en este mundo: despertar a la verdad, que ya ahora da al hombre una nueva forma de saciedad.
El Salmo 73 habla de este despertar en la oración. En efecto, ahora el orante ve que la felicidad del cínico, tan envidiada, es sólo "como un sueño al despertar"; ve que el Señor, al despertar, "desprecia sus sombras" (cf. Sal 73, 20). Y entonces el orante reconoce la verdadera felicidad: "Pero yo siempre estaré contigo, tú agarras mi mano derecha... ¿No te tengo a ti en el cielo?; y contigo, ¿qué me importa la tierra?... Para mí lo bueno es estar junto a Dios..." (Sal 73, 23.25.28). No se trata de una vaga esperanza en el más allá, sino del despertar a la percepción de la auténtica grandeza del ser humano, de la que forma parte también naturalmente la llamada a la vida eterna.
Con esto nos hemos alejado de la parábola sólo en apariencia. En realidad, con este relato el Señor nos quiere introducir en ese proceso del "despertar" que los Salmos describen. No se trata de una condena mezquina de la riqueza y de los ricos nacida de la envidia. En los Salmos que hemos considerado brevemente está superada la envidia; más aún, para el orante es obvio que la envidia por este tipo de riqueza es necia, porque él ha conocido el verdadero bien. Tras la crucifixión de Jesús, nos encontramos a dos hombres acaudalados -Nicodemo y José de Arimatea- que han encontrado al Señor y se están "despertando". El Señor nos quiere hacer pasar de un ingenio necio a la verdadera sabiduría, enseñarnos a reconocer el bien verdadero. Así, aunque no aparezca en el texto, a partir de los Salmos podemos decir que el rico de vida licenciosa era ya en este mundo un hombre de corazón fatuo, que con su despilfarro sólo quería ahogar el vacío en el que se encontraba: en el más allá aparece sólo la verdad que ya existía en este mundo. Naturalmente, esta parábola, al despertarnos, es al mismo tiempo una exhortación al amor que ahora debemos dar a nuestros hermanos pobres y a la responsabilidad que debemos tener respecto a ellos, tanto a gran escala, en la sociedad mundial, como en el ámbito más reducido de nuestra vida diaria.
En la descripción del más allá que sigue después en la parábola, Jesús se atiene a las ideas corrientes en el judaísmo de su tiempo. En este sentido no se puede forzar esta parte del texto: Jesús toma representaciones ya existentes sin por ello incorporarlas formalmente a su doctrina sobre el más allá. No obstante, aprueba claramente lo esencial de las imágenes usadas. Por eso no carece de importancia que Jesús recurra aquí a las ideas sobre el estado intermedio entre muerte y resurrección, que ya se habían generalizado en la fe judía. El rico se encuentra en el Hades como un lugar provisional, no en la "Gehenna"(el infierno), que es el nombre del estado final (Jeremias, p. 152). Jesús no conoce una "resurrección en la muerte", pero, como se ha dicho, esto no es lo que el Señor nos quiere enseñar con esta parábola. Se trata más bien, como Jeremias ha explicado de modo convincente, de la petición de signos, que aparece en un segundo punto de la parábola.
El hombre rico dice a Abraham desde el Hades lo que muchos hombres, entonces como ahora, dicen o les gustaría decir a Dios: si quieres que te creamos y que nuestras vidas se rijan por la palabra de revelación de la Biblia, entonces debes ser más claro. Mándanos a alguien desde el más allá que nos pueda decir que eso es realmente así. El problema de la petición de pruebas, la exigencia de una mayor evidencia de la revelación, aparece a lo largo de todo el Evangelio. La respuesta de Abraham, así como, al margen de la parábola, la que da Jesús a la petición de pruebas por parte de sus contemporáneos, es clara: quien no crea en la palabra de la Escritura tampoco creerá a uno que venga del más allá. Las verdades supremas no pueden someterse a la misma evidencia empírica que, por definición, es propia sólo de las cosas materiales.
Abraham no puede enviar a Lázaro a la casa paterna del rico epulón. Pero hay algo que nos llama la atención. Pensemos en la resurrección de Lázaro de Betania que nos narra el Evangelio de Juan. ¿Qué ocurre? "Muchos judíos... creyeron en él", nos dice el evangelista. Van a los fariseos y les cuentan lo ocurrido, tras lo cual se reúne el Sanedrín para deliberar. Allí se ve la cuestión desde el punto de vista político: se podía producir un movimiento popular que alertaría a los romanos y provocar una situación peligrosa. Entonces se decide matar a Jesús: el milagro no conduce a la fe, sino al endurecimiento (cf. Jn 11, 45-53).
Pero nuestros pensamientos van más allá. ¿Acaso no reconocemos tras la figura de Lázaro, que yace cubierto de llagas a la puerta del rico, el misterio de Jesús, que "padeció fuera de la ciudad" (Hb 13, 12) y, desnudo y clavado en la cruz, su cuerpo cubierto de sangre y heridas, fue expuesto a la burla y al desprecio de la multitud?: "Pero yo soy un gusano, no un hombre, vergüenza de la gente, desprecio del pueblo" (Sal 22, 7).
Este Lázaro auténtico ha resucitado, ha venido para decírnoslo. Así pues, si en la historia de Lázaro vemos la respuesta de Jesús a la petición de signos por parte de sus contemporáneos, estamos de acuerdo con la respuesta central que Jesús da a esta exigencia. En Mateo se dice: "Esta generación perversa y adúltera exige una señal; pues no se le dará más signo que el del profeta Jonás. Tres días y tres noches estuvo Jonás en el vientre del cetáceo, pues tres días y tres noches estará el Hijo del hombre en el seno de la tierra" (Mt 12, 39 s). En Lucas leemos: "Esta generación es una generación perversa. Pide un signo, pero no se le dará más signo que el signo de Jonás. Como Jonás fue un signo para los habitantes de Nínive, lo mismo será el Hijo del hombre para esta generación" (Lc 11, 29 s).
No necesitamos analizar aquí las diferencias entre estas dos versiones. Una cosa está clara: la señal de Dios para los hombres es el Hijo del hombre, Jesús mismo. Y lo es de manera profunda en su misterio pascual, en el misterio de muerte y resurrección. Él mismo es el "signo de Jonás". El, el crucificado y resucitado, es el verdadero Lázaro: creer en Él y seguirlo, es el gran signo de Dios, es la invitación de la parábola, que es más que una parábola. Ella habla de la realidad, de la realidad decisiva de la historia por excelencia.

DIRECTORIO HOMILÉTICO
Ap. I. La homilía y el Catecismo de la Iglesia Católica
Ciclo C. Vigésimo sexto domingo del Tiempo Ordinario.
La solidaridad humana
1939 El principio de solidaridad, enunciado también con el nombre de "amistad" o "caridad social", es una exigencia directa de la fraternidad humana y cristiana (cf SRS 38-40; CA 10):
Un error, "hoy ampliamente extendido, es el olvido de esta ley de solidaridad humana y de caridad, dictada e impuesta tanto por la comunidad de origen y la igualdad de la naturaleza racional en todos los hombres, cualquiera que sea el pueblo a que pertenezca, como por el sacrificio de redención ofrecido por Jesucristo en el altar de la cruz a su Padre del cielo, en favor de la humanidad pecadora" (Pío XII, enc. "Summi pontificatus").
1940 La solidaridad se manifiesta en primer lugar en la distribución de bienes y la remuneración del trabajo. Supone también el esfuerzo en favor de un orden social más justo en el que las tensiones puedan ser mejor resueltas, y donde los conflictos encuentren más fácilmente su salida negociada.
1941 Los problemas socio - económicos sólo pueden ser resueltos con la ayuda de todas las formas de solidaridad: solidaridad de los pobres entre sí, de los ricos y los pobres, de los trabajadores entre sí, de los empresarios y los empleados, solidaridad entre las naciones y entre los pueblos. La solidaridad internacional es una exigencia del orden moral. En buena medida, la paz del mundo depende de ella.
1942 La virtud de la solidaridad va más allá de los bienes materiales. Difundiendo los bienes espirituales de la fe, la Iglesia ha favorecido a la vez el desarrollo de los bienes temporales, al cual con frecuencia ha abierto vías nuevas. Así se han verificado a lo largo de los siglos las palabras del Señor: "Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura" (Mt 6, 33):
"Desde hace dos mil años vive y persevera en el alma de la Iglesia ese sentimiento que ha impulsado e impulsa todavía a las almas hasta el heroísmo caritativo de los monjes agricultores, de los libertadores de esclavos, de los que atienden enfermos, de los mensajeros de fe, de civilización, de ciencia, a todas las generaciones y a todos los pueblos con el fin de crear condiciones sociales capaces de hacer posible a todos una vida digna del hombre y del cristiano" (Pío XII, discurso de 1 Junio 1941).
La solidaridad entre las naciones, el amor a los pobres
2437 En el plano internacional la desigualdad de los recursos y de los medios económicos es tal que crea entre las naciones un verdadero "abismo" (SRS 14). Por un lado están los que poseen y desarrollan los medios de crecimiento, y por otro, los que acumulan deudas.
2438 Diversas causas, de naturaleza religiosa, política, económica y financiera, confieren hoy a la cuestión social "una dimensión mundial" (SRS 9). La solidaridad es necesaria entre las naciones cuyas políticas son ya interdependientes. Es todavía más indispensable cuando se trata de acabar con los "mecanismos perversos" que obstaculizan el desarrollo de los países menos avanzados (cf SRS 17; 45). Es preciso sustituir los sistemas financieros abusivos, si no usureros (cf CA 35), las relaciones comerciales inicuas entre las naciones, la carrera de armamentos, por un esfuerzo común para movilizar los recursos hacia objetivos de desarrollo moral, cultural y económico "fijando de nuevo las prioridades y las escalas de valores" (CA 28).
2439 Las naciones ricas tienen una responsabilidad moral grave respecto a las que no pueden por sí mismas asegurar los medios de su desarrollo, o han sido impedidas de realizarlo por trágicos acontecimientos históricos. Es un deber de solidaridad y de caridad; es también una obligación de justicia si el bienestar de las naciones ricas procede de recursos que no han sido pagados justamente.
2440 La ayuda directa constituye una respuesta apropiada a necesidades inmediatas, extraordinarias, causadas por ejemplo por catástrofes naturales, epidemias, etc. Pero no basta para reparar los graves daños que resultan de situaciones de indigencia ni para remediar de forma duradera las necesidades. Es preciso también reformar las instituciones económicas y financieras internacionales para que promuevan mejor relaciones equitativas con los países menos desarrollados (cf SRS 16). Es preciso sostener el esfuerzo de los países pobres que trabajan por su crecimiento y su liberación (cf CA 26). Esta doctrina exige ser aplicada de manera muy particular en el ámbito del trabajo agrícola. Los campesinos, sobre todo en el Tercer Mundo, forman la masa preponderante de los pobres.
2441 Acrecentar el sentido de Dios y el conocimiento de sí mismo constituye la base de todo desarrollo completo de la sociedad humana. Este multiplica los bienes materiales y los pone al servicio de la persona y de su libertad. Disminuye la miseria y la explotación económicas. Hace crecer el respeto de las identidades culturales y la apertura a la transcendencia (cf SRS 32; CA 51).
2442 No corresponde a los pastores de la Iglesia intervenir directamente en la actividad política y en la organización de la vida social. Esta tarea forma parte de la vocación de los fieles laicos, que actúan por su propia iniciativa con sus conciudadanos. La acción social puede implicar una pluralidad de vías concretas. Deberá atender siempre al bien común y ajustarse al mensaje evangélico y a la enseñanza de la Iglesia. Pertenece a los fieles laicos "animar, con su compromiso cristiano, las realidades y, en ellas, procurar ser testigos y operadores de paz y de justicia" (SRS 47; cf 42).
2443 Dios bendice a los que ayudan a los pobres y reprueba a los que se niegan a hacerlo: "a quien te pide da, al que desee que le prestes algo no le vuelvas la espalda" (Mt 5, 42). "Gratis lo recibisteis, dadlo gratis" (Mt 10, 8). Jesucristo reconocerá a sus elegidos en lo que hayan hecho por los pobres (cf Mt 25, 31-36). La buena nueva "anunciada a los pobres" (Mt 11, 5; Lc 4, 18) es el signo de la presencia de Cristo.
2444 "El amor de la Iglesia por los pobres… pertenece a su constante tradición" (CA 57). Está inspirado en el Evangelio de las bienaventuranzas (cf Lc 6, 20-22), en la pobreza de Jesús (cf Mt 8, 20), y en su atención a los pobres (cf Mc 12, 41-44). El amor a los pobres es también uno de los motivos del deber de trabajar, con el fin de "hacer partícipe al que se halle en necesidad" (Ef 4, 28). No abarca sólo la pobreza material, sino también las numerosas formas de pobreza cultural y religiosa (cf CA 57).
2445 El amor a los pobres es incompatible con el amor desordenado de las riquezas o su uso egoísta:
Ahora bien, vosotros, ricos, llorad y dad alaridos por las desgracias que están para caer sobre vosotros. Vuestra riqueza está podrida y vuestros vestidos están apolillados; vuestro oro y vuestra plata están tomados de herrumbre y su herrumbre será testimonio contra vosotros y devorará vuestras carnes como fuego. Habéis acumulado riquezas en estos días que son los últimos. Mirad: el salario que no habéis pagado a los obreros que segaron vuestros campos está gritando; y los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos. Habéis vivido sobre la tierra regaladamente y os habéis entregado a los placeres; habéis hartado vuestros corazones en el día de la matanza. Condenasteis y matasteis al justo; él no os resiste (St 5, 1-6).
2446 S. Juan Crisóstomo lo recuerda vigorosamente: "No hacer participar a los pobres de los propios bienes es robarles y quitarles la vida. Lo que tenemos no son nuestros bienes, sino los suyos" (Laz. 1, 6). "Satisfacer ante todo las exigencias de la justicia, de modo que no se ofrezca como ayuda de caridad lo que ya se debe a título de justicia" (AA 8):
"Cuando damos a los pobres las cosas indispensables no les hacemos liberalidades personales, sino que les devolvemos lo que es suyo. Más que realizar un acto de caridad, lo que hacemos es cumplir un deber de justicia" (S. Gregorio Magno, past. 3, 21).
2447 Las obras de misericordia son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales (cf. Is 58, 6-7; Hb 13, 3). Instruir, aconsejar, consolar, confortar, son obras de misericordia espiritual, como perdonar y sufrir con paciencia. Las obras de misericordia corporal consisten especialmente en dar de comer al hambriento, dar techo a quien no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos, enterrar a los muertos (cf Mt 25, 31-46). Entre estas obras, la limosna hecha a los pobres (cf Tb 4, 5-11; Si 17, 22) es uno de los principales testimonios de la caridad fraterna; es también una práctica de justicia que agrada a Dios (cf Mt 6, 2-4):
"El que tenga dos túnicas que las reparta con el que no tiene; el que tenga para comer que haga lo mismo (Lc 3, 11). Dad más bien en limosna lo que tenéis, y así todas las cosas serán puras para vosotros (Lc 11, 41). Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y alguno de vosotros les dice: "id en paz, calentaos o hartaos", pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve?" (St 2, 15-16; cf. 1Jn 3, 17).
2448 "Bajo sus múltiples formas -indigencia material, opresión injusta, enfermedades físicas o síquicas y, por último, la muerte- la miseria humana es el signo manifiesto de la debilidad congénita en que se encuentra el hombre tras el primer pecado y de la necesidad de salvación. Por ello, la miseria humana atrae la compasión de Cristo Salvador, que la ha querido cargar sobre sí e identificarse con los `más pequeños de sus hermanos'. También por ello, los oprimidos por la miseria son objeto de un amor de preferencia por parte de la Iglesia, que, desde los orígenes, y a pesar de los fallos de muchos de sus miembros, no ha cesado de trabajar para aliviarlos, defenderlos y liberarlos. Lo ha hecho mediante innumerables obras de beneficencia, que siempre y en todo lugar continúan siendo indispensables" (CDF, instr. "Libertatis conscientia" 68).
2449 En el Antiguo Testamento, toda una serie de medidas jurídicas (año jubilar, prohibición del préstamo a interés, retención de la prenda, obligación del diezmo, pago del jornalero, derecho de rebusca después de la vendimia y la siega) responden a la exhortación del Deuteronomio: "Ciertamente nunca faltarán pobres en este país; por esto te doy yo este mandamiento: debes abrir tu mano a tu hermano, a aquel de los tuyos que es indigente y pobre en tu tierra" (Dt 15, 11). Jesús hace suyas estas palabras: "Porque pobres siempre tendréis con vosotros; pero a mí no siempre me tendréis" (Jn 12, 8). Con esto, no hace caduca la vehemencia de los oráculos antiguos: "comprando por dinero a los débiles y al pobre por un par de sandalias… " (Am 8, 6), sino nos invita a reconocer su presencia en los pobres que son sus hermanos (cf Mt 25, 40):
El día en que su madre le reprendió por atender en la casa a pobres y enfermos, Santa Rosa de Lima le contestó: "cuando servimos a los pobres y a los enfermos, servimos a Jesús. No debemos cansarnos de ayudar a nuestro prójimo, porque en ellos servimos a Jesús".
El hambre en el mundo, solidaridad y oración
2831 Pero la existencia de hombres que padecen hambre por falta de pan revela otra hondura de esta petición. El drama del hambre en el mundo, llama a los cristianos que oran en verdad a una responsabilidad efectiva hacia sus hermanos, tanto en sus conductas personales como en su solidaridad con la familia humana. Esta petición de la Oración del Señor no puede ser aislada de las parábolas del pobre Lázaro (cf Lc 16, 19-31) y del juicio final (cf Mt 25, 31-46).
Lázaro
633 La Escritura llama infiernos, sheol, o hades (cf. Flp 2, 10; Hch 2, 24; Ap 1, 18; Ef 4, 9) a la morada de los muertos donde bajó Cristo después de muerto, porque los que se encontraban allí estaban privados de la visión de Dios (cf. Sal 6, 6; Sal 88, 11-13). Tal era, en efecto, a la espera del Redentor, el estado de todos los muertos, malos o justos (cf. Sal 89, 49;1S 28, 19; Ez 32, 17-32), lo que no quiere decir que su suerte sea idéntica como lo enseña Jesús en la parábola del pobre Lázaro recibido en el "seno de Abraham" (cf. Lc 16, 22-26). "Son precisamente estas almas santas, que esperaban a su Libertador en el seno de Abraham, a las que Jesucristo liberó cuando descendió a los infiernos" (Catech. R. 1, 6, 3). Jesús no bajó a los infiernos para liberar allí a los condenados (cf. Cc. de Roma del año 745; DS 587) ni para destruir el infierno de la condenación (cf. DS 1011; 1077) sino para liberar a los justos que le habían precedido (cf. Cc de Toledo IV en el año 625; DS 485; cf. también Mt 27, 52-53).
1021 La muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo (cf. 2Tm 1, 9-10). El Nuevo Testamento habla del juicio principalmente en la perspectiva del encuentro final con Cristo en su segunda venida; pero también asegura reiteradamente la existencia de la retribución inmediata después de la muerte de cada uno con consecuencia de sus obras y de su fe. La parábola del pobre Lázaro (cf. Lc 16, 22) y la palabra de Cristo en la Cruz al buen ladrón (cf. Lc 23, 43), así como otros textos del Nuevo Testamento (cf. 2Co 5, 8; Flp 1, 23; Hb 9, 27; Hb 12, 23) hablan de un último destino del alma (cf. Mt 16, 26) que puede ser diferente para unos y para otros.
2463 En la multitud de seres humanos sin pan, sin techo, sin patria, hay que reconocer a Lázaro, el mendigo hambriento de la parábola (cf Lc 16, 19-31). En dicha multitud hay que oír a Jesús que dice: "Cuanto dejásteis de hacer con uno de estos, también conmigo dejásteis de hacerlo" (Mt 25, 45).
2831 Pero la existencia de hombres que padecen hambre por falta de pan revela otra hondura de esta petición. El drama del hambre en el mundo, llama a los cristianos que oran en verdad a una responsabilidad efectiva hacia sus hermanos, tanto en sus conductas personales como en su solidaridad con la familia humana. Esta petición de la Oración del Señor no puede ser aislada de las parábolas del pobre Lázaro (cf Lc 16, 19-31) y del juicio final (cf Mt 25, 31-46).
El Infierno
1033 Salvo que elijamos libremente amarle no podemos estar unidos con Dios. Pero no podemos amar a Dios si pecamos gravemente contra El, contra nuestro prójimo o contra nosotros mismos: "Quien no ama permanece en la muerte. Todo el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna permanente en él" (1Jn 3, 15). Nuestro Señor nos advierte que estaremos separados de El si no omitimos socorrer las necesidades graves de los pobres y de los pequeños que son sus hermanos (cf. Mt 25, 31-46). Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de El para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra "infierno".
1034 Jesús habla con frecuencia de la "gehenna" y del "fuego que nunca se apaga" (cf. Mt 5, 22. 29; Mt 13, 42. 50; Mc 9, 43-48) reservado a los que, hasta el fin de su vida rehusan creer y convertirse, y donde se puede perder a la vez el alma y el cuerpo (cf. Mt 10, 28). Jesús anuncia en términos graves que "enviará a sus ángeles que recogerán a todos los autores de iniquidad… , y los arrojarán al horno ardiendo" (Mt 13, 41-42), y que pronunciará la condenación:" ¡Alejaos de Mí malditos al fuego eterno!" (Mt 25, 41).
1035 La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno, "el fuego eterno" (cf. DS 76; 409; 411; 801; 858; 1002; 1351; 1575; SPF 12). La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira.
1036 Las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia a propósito del infierno son un llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre debe usar de su libertad en relación con su destino eterno. Constituyen al mismo tiempo un llamamiento apremiante a la conversión: "Entrad por la puerta estrecha; porque ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la puerta y qué angosto el camino que lleva a la Vida!; y pocos son los que la encuentran" (Mt 7, 13-14) :
"Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Así, terminada la única carrera que es nuestra vida en la tierra, mereceremos entrar con él en la boda y ser contados entre los santos y no nos mandarán ir, como siervos malos y perezosos, al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde 'habrá llanto y rechinar de dientes'" (LG 48).
1037 Dios no predestina a nadie a ir al infierno (cf DS 397; 1567); para que eso suceda es necesaria una aversión voluntaria a Dios (un pecado mortal), y persistir en él hasta el final. En la liturgia eucarística y en las plegarias diarias de los fieles, la Iglesia implora la misericordia de Dios, que "quiere que nadie perezca, sino que todos lleguen a la conversión" (2P 3, 9):
"Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa, ordena en tu paz nuestros días, líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos" (MR Canon Romano 88).

Se dice Credo.

Oración de los fieles.
Año C
Oremos al Señor, nuestro Dios. El hace justicia a los oprimidos.
- Para que la Iglesia sepa dar a sus bienes un destino pastoral y social. Roguemos al Señor.
- Para que los economistas, en la ejecución de sus planes, no pierdan nunca de vista el desarrollo integral de la persona. Roguemos al Señor.
- Para que los ricos de nuestras sociedades opulentas, refinadas, caigan en la cuenta de los pobres Lázaros que están a la puerta de sus banquetes, esperando sus migajas. Roguemos al Señor.
- Para que no se endurezca nuestro corazón y seamos sensibles a la llamada de Dios a través de los pobres de este mundo. Roguemos al Señor.
ENSÉÑANOS, Señor, a ser misericordiosos, guardando el mandamiento de tu Hijo, sin mancha ni reproche, y así alcancemos tu misericordia. Por Jesucristo, nuestro Señor.