HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
Capilla Paulina del Palacio Apostólico, Viernes 24 de abril de 1981
Capilla Paulina del Palacio Apostólico, Viernes 24 de abril de 1981
Muy queridos en Cristo:
1. Después de su resurrección, nuestro Señor Jesucristo vuelve a la compañía de sus discípulos. Se siente feliz de encontrarse de nuevo entre ellos. Les muestra su profundo interés personal por ellos; les llama "amigos" y come con ellos. Es la tercera vez que se aparece a sus discípulos, como nos lo hace notar San Juan en el Evangelio de esta mañana. Y al hacerlo, Jesús pone de manifiesto la vida nueva y el poder de su resurrección.
2. Es importante para nosotros hoy hacer notar que los discípulos a quienes se apareció Jesús —Pedro y Tomás, Natanael, Santiago y Juan— eran ya sacerdotes suyos; eran de los que habían estado con El poco antes en la última Cena; eran de los que le habían oído decir: "Haced esto en memoria mía" (Lc 22, 19). Según la enseñanza conjunta de la Iglesia y la declaración solemne del Concilio de Trento, con estas palabras confirió Jesús el sacerdocio a sus Apóstoles y les mandó que ellos y sus sucesores en el sacerdocio ofrecieran el sacrificio de su Cuerpo y Sangre (cf. sesión 22, cap. 1, can. 2).
3. Esta mañana nuestra celebración de la resurrección del Señor va unida a la celebración del sacerdocio sagrado.Rendimos homenaje a este sacerdocio en el Señor resucitado, en Jesucristo mismo. Le rendimos homenaje en el arzobispo White y en los otros de su mismo año que están conmemorando el XXV aniversario de ordenación. Y así rendimos homenaje a este sacerdocio del Nuevo Testamento tal y como se ha transmitido a través de la ininterrumpida sucesión apostólica y según se comunicará en un futuro próximo a los nuevos diáconos aquí presentes hoy; el sacerdocio sacrificial que perpetuará el misterio pascual y fortalecerá a la Iglesia hasta que Cristo venga de nuevo en gloria a juzgar a los vivos y a los muertos.
4. El sacerdocio que estamos celebrando actualiza de nuevo sacramentalmente en la Eucaristía, la muerte y la glorificación del Señor. La Eucaristía es la proclamación de la resurrección de Cristo en su forma más elevada, del mismo modo que es fuente y cumbre de toda evangelización (cf. Presbyterorum ordinis, 5). Y todos los esfuerzos de quienes participan en el sacerdocio de Cristo deben encaminarse a anunciar el misterio del Salvador resucitado.
Tanto si parece oportuno o desacorde con los modelos del mundo, el sacerdocio de la Iglesia católica debe proclamar incesantemente la doctrina de la resurrección. Para actuar así ha sido maravillosamente investido del poder del Espíritu Santo. Y por este poder del Espíritu Santo, la proclamación de la resurrección tiene hoy la misma capacidad de suscitar la fe y convertir los corazones como cuando lo hicieron los Apóstoles Pedro y Juan. El nombre de Jesús crucificado y resucitado debe proclamarse ante el mundo. En nombre de Jesús, ofrece la Iglesia a todos los individuos y pueblos esperanza invencible, esperanza capaz de disipar toda tristeza, desterrar todo pesimismo, vencer todo pecado y triunfar finalmente sobre la misma muerte. Cristo resucitado da esperanza al mundo. En el nombre de Jesús hay esperanza de salvación, resurrección y novedad de vida. Ciertamente "ningún otro nombre nos ha sido dado entre los hombres por el cual podamos ser salvos" (Act 4. 12).
5. Después de haber pasado un cierto número de años en el ministerio sacerdotal ejercido de modos diferentes según la Iglesia de Dios y su providencia lo han dispuesto, no hay nadie entre los que concelebramos hoy esta Misa que pueda imaginar mayor gozo en nuestro sacerdocio' que la alegría de proclamar repetidamente el misterio pascual en su re-actualización sacramental en el Sacrificio eucarístico.
En ningún momento Jesucristo es más eminentemente el Señor de la vida que en la Eucaristía, de donde dimana sobre la tierra su poder salvador y dador de vida. A través de la Eucaristía, la victoria y el triunfo de la resurrección de Cristo se comunican a la humanidad ansiosa de reconciliación, salud y vida.
6. Queridos sacerdotes que celebráis este aniversario: La proclamación sacramental del misterio pascual de Cristo no engloba todo vuestro ministerio en la Iglesia, pero contiene ciertamente su aspecto más importante. La Misa es el centro de vuestra vida sacerdotal. Es la aportación más dinámica y efectiva que podéis prestar al bien del Pueblo de Dios; muriendo Jesús mismo ha vencido la muerte y resucitando ha devuelto su pueblo a la vida. Y esto se comunica por la Eucaristía, la cual sólo es posible por el sacerdocio.
Estas reflexiones esenciales no minimizan otros aspectos de vuestro ministerio sacerdotal; no os hacen menos disponibles a los numerosos servicios que el Pueblo de Dios os pide. Pero todo lo demás adquiere perspectiva en su relación con la Eucaristía y en su relación con la vida nueva que vive Jesús por su resurrección para gloria de su Padre. Así que al mirar atrás, al día feliz de vuestra ordenación, y recordar a vuestros padres y familiares y a los que os ayudaron en el sacerdocio, debéis mirar también adelante y pensar en cuantos dependen de vosotros y podrán "vivir una vida nueva" (Rom 6, 4), gracias a vuestra fidelidad en el ministerio. Para vosotros, mis hermanos sacerdotes, éste es un día de acción de gracias y de renovar la fidelidad. Para vosotros, queridos diáconos, ésta es una ocasión que debe infundiros confianza, generosidad y deseos de oración. Y para toda la Iglesia, representada aquí por vuestros familiares y amigos, es una hora de gozo, gozo que todos compartimos con María, Reina del cielo, que se regocija en la victoria pascual de su Hijo resucitado, Señor nuestro y Sumo Sacerdote, Jesucristo. Amén.
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