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Domingo 4 diciembre 2022, II Domingo de Adviento, ciclo A.

viernes, 31 de enero de 2020

Rito de la Dedicación de una iglesia.

Ritual de la dedicación de iglesias y altares (3ª edición). 

DEDICACIÓN DE UNA IGLESIA 

RITOS INICIALES

Entrada en la iglesia

La entrada en la iglesia que se va a dedicar se hace, teniendo en cuenta los tiempos y lugares, según una de las siguientes formas:

1.ª forma: 

Procesión

La puerta de la iglesia estará cerrada. El pueblo se reúne en una iglesia vecina o en un sitio adecuado desde donde pueda dirigirse la procesión hacia la iglesia. En el mismo sitio se prepararán las reliquias de los mártires o santos, si es que hay que colocarlas bajo el altar.

El obispo y los presbíteros concelebrantes, los diáconos y ministros, revestidos con sus respectivas vestiduras litúrgicas, van al sitio donde está reunido el pueblo. El obispo deja el báculo, se quita la mitra y saluda al pueblo con estas u otras palabras tomadas preferentemente de la sagrada Escritura:
La gracia y la paz estén con todos vosotros, en la santa Iglesia de Dios.

El pueblo contesta: 
Y con tu espíritu.

O bien otras palabras adecuadas.

Luego, el obispo se dirige al pueblo con estas u otras palabras parecidas:
Llenos de alegría, queridos hermanos, nos hemos reunido para dedi­car una nueva iglesia, con la celebración del sacrificio del Señor. Par­ticipemos activamente, oigamos con fe la palabra de Dios, para que nuestra comunidad, renacida en la misma fuente bautismal y alimen­tada en la misma mesa, crezca para formar un templo espiritual y, re­unida junto al mismo altar, aumente su amor cristiano.

Terminada la monición, el obispo recibe la mitra y el báculo y comienza la procesión hacia la iglesia. No se llevan cirios fuera de los que van junto a las reliquias de los santos. No se quema incienso, ni durante la procesión ni en la misa antes del rito de incensación del altar y de la iglesia. Delante irá el crucífero, al que siguen los ministros, luego los diáconos o los presbíteros que llevan las reliquias de los santos, rodeados por ministros o fieles con antorchas encendidas, los presbíteros concelebrantes, el obispo con dos diáconos detrás suyo y finalmente los fieles.

Al comenzar la procesión, se canta la antífona siguiente, con el salmo 121 (sin Gloria al Padre), u otro canto adecuado: 

R. Llenos de alegría vamos a la casa del Señor [T. P. Aleluya].

¡Qué alegría cuando me dijeron:
«Vamos a la casa del Señor»!
Ya están pisando nuestros pies
tus umbrales, Jerusalén. R.

Jerusalén está fundada
como ciudad bien compacta.
Allá suben las tribus,
las tribus del Señor. R.

Según la costumbre de Israel,
a celebrar el nombre del Señor;
en ella están los tribunales de justicia,
en el palacio de David. R.

Desead la paz a Jerusalén:
«Vivan seguros los que te aman,
haya paz dentro de tus muros,
seguridad en tus palacios». R.

Por mis hermanos y compañeros,
voy a decir: «La paz contigo».
Por la casa del Señor, nuestro Dios,
te deseo todo bien. R.

Al llegar a la puerta de la iglesia, se detienen. Los delegados de quienes edificaron la iglesia (fieles de la parroquia o de la diócesis, donantes, arquitectos, obreros) hacen entrega del edificio al obispo, presentándole, según las circunstancias, o las escrituras de posesión del nuevo edificio, o las llaves, o el plano del edificio, o el libro que describe la marcha de la obra con los nombres de quienes la dirigieron y de los obreros. Uno de los delegados se dirige brevemente al obispo y a comunidad, para ilustrar, si es el caso, el significado de la arquitectura de la iglesia. Luego, el obispo pide al presbítero que habrá de gobernar pastoralmente la iglesia que abra las puertas de la iglesia.

Abierta la puerta, el obispo invita al pueblo a entrar en la iglesia, con estas u otras palabras parecidas:
Entrad por las puertas del Señor con acción de gracias, por sus atrios con himnos.

Entonces, detrás del crucífero, el obispo y los demás entran en la iglesia. Al entrar la procesión, se canta la antífona siguiente, con el salmo 23 (sin Gloria al Padre), u otro canto adecuado: 

R. Que se alcen las antiguas compuertas: 
va a entrar el Rey de la gloria.

Del Señor es la tierra y cuanto la llena,
el orbe y todos sus habitantes:
él la fundó sobre los mares,
él la afianzó sobre los ríos.
¿Quién puede subir al monte del Señor?
¿Quién puede estar en el recinto sacro? R.

El hombre de manos inocentes 
y puro corazón,
que no confía en los ídolos
ni jura con engaño.
Ese recibirá la bendición del Señor,
le hará justicia el Dios de salvación.
Esta es la generación que busca al Señor,
que busca tu rostro, Dios de Jacob. R.

¡Portones!, alzad los dinteles,
que se alcen las puertas eternales:
va a entrar el Rey de la gloria.
¿Quién es ese Rey de la gloria?
El Señor, héroe valeroso,
el Señor valeroso en la batalla. R.

¡Portones!, alzad los dinteles,
que se alcen las puertas eternales:
va a entrar el Rey de la gloria.
¿Quién es ese Rey de la gloria?
El Señor, Dios del universo,
él es el Rey de la gloria. R.

El obispo, sin besar el altar, va a la cátedra; los presbíteros concelebrantes, los diáconos y ministros van a sus puestos en el presbiterio. Las reliquias de los santos se colocan en un sitio adecuado del presbiterio, en medio de antorchas.

2.ª forma:

Entrada solemne

Si no hay procesión, los fieles se congregan delante de la puerta de la iglesia que se va a dedicar. En ésta se habrán colocado antes, privadamente, las reliquias de los santos.

Precedidos por el crucífero, el obispo y los presbíteros concelebrantes, los diáconos y ministros, revestidos con sus respectivas vestiduras litúrgicas, se acercan a la puerta de la iglesia, donde está reunido el pueblo. Conviene que la iglesia esté cerrada y que el obispo, los concelebrantes, los diáconos y ministros lleguen a ella desde fuera.

El obispo deja el báculo, se quita la mitra y saluda al pueblo con estas u otras palabras tomadas preferentemente de la sagrada Escritura:
La gracia y la paz estén con todos vosotros, en la santa Iglesia de Dios.

El pueblo contesta: 
Y con tu espíritu.

O bien otras palabras adecuadas.

Luego, el obispo se dirige al pueblo con estas u otras palabras parecidas:
Llenos de alegría, queridos hermanos, nos hemos reunido para dedicar una nueva iglesia, con la celebración del sacrificio del Señor. Participemos activamente, oigamos con fe la palabra de Dios, para que nuestra comunidad, renacida en la misma fuente bautismal y alimentad en la misma mesa, crezca para formar un templo espiritual y, reunida junto al mismo altar, aumente su amor cristiano.

Terminada la monición, el obispo recibe la mitra y, si se juzga oportuno, se canta la antífona siguiente, con el salmo 121 (sin Gloria al Padre), u otro canto adecuado: 

R. Llenos de alegría vamos a la casa del Señor [T. P. Aleluya].

¡Qué alegría cuando me dijeron:
«Vamos a la casa del Señor»!
Ya están pisando nuestros pies
tus umbrales, Jerusalén. R.

Jerusalén está fundada
como ciudad bien compacta.
Allá suben las tribus,
las tribus del Señor. R.

Según la costumbre de Israel,
a celebrar el nombre del Señor;
en ella están los tribunales de justicia,
en el palacio de David. R.

Desead la paz a Jerusalén:
«Vivan seguros los que te aman,
haya paz dentro de tus muros,
seguridad en tus palacios». R.

Por mis hermanos y compañeros,
voy a decir: «La paz contigo».
Por la casa del Señor, nuestro Dios,
te deseo todo bien. R.

Entonces, los delegados de quienes edificaron la iglesia (fieles de la parroquia o de la diócesis, donantes, arquitectos, obreros) hacen entrega del edificio al obispo, presentándole, según las circunstancias, o las escrituras de posesión del nuevo edificio, o las llaves, o el plano del edificio, o el libro que describe la marcha de la obra con los nombres de quienes la dirigieron y de los obreros. Uno de los delegados se dirige brevemente al obispo y a la comunidad, para ilustrar, si es el caso, el significado de la arquitectura de la iglesia. Luego, si las puertas están cerradas, el obispo pide al presbítero que habrá de gobernar pastoralmente la iglesia que abra las puertas de la iglesia.

Entonces, el obispo recibe el báculo e invita al pueblo a entrar en la iglesia, con estas u otras palabras parecidas:
Entrad por las puertas del Señor con acción de gracias, por sus atrios con himnos.

Después, detrás del crucífero, el obispo y los demás entran en la iglesia. Al entrar la procesión, se canta la antífona siguiente, con el salmo 23 (sin Gloria al Padre), u otro canto adecuado:

R. Que se alcen las antiguas compuertas: 
va a entrar el Rey de la gloria.

Del Señor es la tierra y cuanto la llena,
el orbe y todos sus habitantes:
él la fundó sobre los mares,
él la afianzó sobre los ríos.
¿Quién puede subir al monte del Señor?
¿Quién puede estar en el recinto sacro? R.

El hombre de manos inocentes 
y puro corazón,
que no confía en los ídolos
ni jura con engaño.
Ese recibirá la bendición del Señor,
le hará justicia el Dios de salvación.
Esta es la generación que busca al Señor,
que busca tu rostro, Dios de Jacob. R.

¡Portones!, alzad los dinteles,
que se alcen las puertas eternales:
va a entrar el Rey de la gloria.
¿Quién es ese Rey de la gloria?
El Señor, héroe valeroso,
el Señor valeroso en la batalla. R.

¡Portones!, alzad los dinteles,
que se alcen las puertas eternales:
va a entrar el Rey de la gloria.
¿Quién es ese Rey de la gloria?
El Señor, Dios del universo,
él es el Rey de la gloria. R.

El obispo, sin besar el altar, va a la cátedra; los presbíteros concelebrantes, le diáconos y ministros van a sus puestos en el presbiterio. Las reliquias de los santos se colocan en un sitio adecuado del presbiterio, en medio de antorchas.

3.ª forma:

Entrada sencilla

Si no se puede hacer entrada solemne, se hace la entrada sencilla.

Estando reunido el pueblo, el obispo y los presbíteros concelebrantes, los diáconos y ministros, revestidos con sus respectivas vestiduras litúrgicas, salen de la sacristía, precedidos por el crucífero, y se dirigen hacia el presbiterio por la nave de la iglesia.

Las reliquias de los santos, si hay que ponerlas debajo del altar, se llevan en esa misma procesión de entrada, desde la sacristía o desde la capilla donde ya desde la vigilia han sido expuestas a la veneración de los fieles. Sin embargo, por una causa justa, se pueden colocar, antes del comienzo del rito, en un sitio adecuado del presbiterio, en medio de antorchas.

Durante la procesión, se canta una de las antífonas de entrada siguientes, con el salmo 121 (sin Gloria al Padre), u otro canto adecuado:

Antífona de entrada Cf. Sal 67, 6-7. 36

R. Dios vive en su santa morada. 
Dios, el que hace habitar juntos en su casa, 
él mismo dará fuerza y poder a su pueblo [T. P. Aleluya].

O bien, con el salmo 121: Cf. Sal 121, 1

R. Llenos de alegría vamos a la casa del Señor [T. P. Aleluya].

¡Qué alegría cuando me dijeron:
«Vamos a la casa del Señor»!
Ya están pisando nuestros pies
tus umbrales, Jerusalén. R.

Jerusalén está fundada
como ciudad bien compacta.
Allá suben las tribus,
las tribus del Señor. R.

Según la costumbre de Israel,
a celebrar el nombre del Señor;
en ella están los tribunales de justicia,
en el palacio de David. R.

Desead la paz a Jerusalén:
«Vivan seguros los que te aman,
haya paz dentro de tus muros,
seguridad en tus palacios». R.

Por mis hermanos y compañeros,
voy a decir: «La paz contigo».
Por la casa del Señor, nuestro Dios,
te deseo todo bien. R.

Cuando la procesión llega al presbiterio, se colocan las reliquias en un sitio adecuado, en medio de antorchas. Los presbíteros concelebrantes, los diáconos y ministros van a sus puestos. El obispo, sin besar el altar, va a la cátedra. Luego, deja el báculo, se quita la mitra y saluda al pueblo con estas u otras palabras tomadas preferentemente de la sagrada Escritura:
La gracia y la paz estén con todos vosotros, en la santa Iglesia de Dios.

El pueblo contesta: 
Y con tu espíritu.

O bien otras palabras adecuadas.

Bendición y aspersión del agua

Terminado el rito de entrada, el obispo bendice el agua para rociar al pueblo en señal de penitencia y en recuerdo del bautismo, y para purificar el nuevo altar.

Los ministros llevan el agua al obispo, que está de pie en la cátedra. El obispo invita a todos a orar con estas u otras palabras parecidas:

Queridos hermanos, al dedicar a Dios nuestro Señor esta casa, supliquémosle que bendiga esta agua, creatura suya, con la cual seremos rociados, en señal de penitencia y en recuerdo del bautismo, y con la cual se purificarán los muros y el nuevo altar. Que el mismo Señor nos ayude con su gracia, para que, dóciles al Espíritu Santo que hemos recibido, permanezcamos fieles en su Iglesia.

Y todos oran, por unos instantes, en silencio. Luego, el obispo continúa:
Dios, Padre nuestro, fuente de luz y de vida, 
que tanto amas a los hombres 
que no sólo los alimentas con solicitud paternal,
sino que los purificas del pecado con el rocío de la caridad 
y los guías constantemente hacia Cristo, su Cabeza; 
y así has querido, en tu designio misericordioso, 
que los pecadores, al sumergirse en el baño bautismal, 
mueran con Cristo y resuciten inocentes, 
sean hechos miembros suyos y coherederos del premio eterno; 
santifica con tu bendición + esta agua, creatura tuya, 
para que, rociada sobre nosotros y sobre los muros de esta iglesia 
sea señal del bautismo, 
por el cual, lavados en Cristo, 
llegamos a ser templos de tu Espíritu; 
concédenos a nosotros 
y a cuantos en esta iglesia celebrarán los divinos misterios 
llegar a la celestial Jerusalén. 
Por Jesucristo nuestro Señor.
R. Amén.

El obispo, acompañado por los diáconos, rocía con agua bendita al pueblo y los muros de la iglesia, pasando por la nave de la misma; de regreso al presbiterio, rocía el altar. Mientras tanto, se canta una de las antífonas siguientes u otro canto adecuado:
Vi que manaba agua
del lado derecho del templo. Aleluya.
Y habrá vida donde quiera que llegue la corriente
y cantarán: Aleluya, aleluya.

En tiempo de Cuaresma:
Cuando os haga ver mi santidad,
os reuniré de todos los países;
derramaré sobre vosotros un agua pura
que os purificará de todas vuestras inmundicias
y os infundiré un espíritu nuevo.

Después de la aspersión, el obispo regresa a la cátedra y, terminado el canto, dice, de pie, con las manos juntas:
Dios, Padre de misericordia,
esté presente en esta casa de oración
y, con la gracia del Espíritu Santo,
purifique a quienes somos templo vivo para su gloria.
R. Amén.

Himno y colecta

Luego, se dice el himno Gloria a Dios en el cielo, salvo en los tiempos de Adviento y Cuaresma.

Terminado el himno, el obispo, con las manos juntas, dice:
Oremos.

Todos oran, por unos instantes, en silencio. Luego, el obispo, con las manos extendidas, dice:
Oración colecta
Dios todopoderoso y eterno,
derrama tu gracia sobre este lugar
y socorre a cuantos en él te invocan;
que el poder de tu palabra y de los sacramentos
fortalezcan aquí el corazón de todos los fieles.

Por nuestro Señor Jesucristo.
R. Amén.

LITURGIA DE LA PALABRA

Conviene celebrar la proclamación de la palabra de Dios de la siguiente manera: dos lectores, uno de los cuales lleva el leccionario de la misa, y un salmista se acercan al obispo. El obispo, de pie y con la mitra puesta, toma el leccionario, lo muestra al pueblo y dice:
Resuene siempre en esta casa la palabra de Dios, 
para que conozcáis el misterio de Cristo 
y se realice vuestra salvación dentro de la Iglesia.
R. Amén.

Luego, el obispo entrega el leccionario al primer lector. Y los lectores y el salmista se dirigen al ambón, llevando el leccionario a la vista de todos.

Las lecturas se disponen de la siguiente manera:


a) En primer lugar se proclama siempre la primera lectura del libro de Nehemías (8, 2-4a. 5-6. 8-10), seguida del canto del salmo responsorial (Sal 18 B, 8-9. 10. 15), con la respuesta: 
Tus palabras, Señor, son espíritu y vida.

b) La segunda lectura y el evangelio se toman de los textos propuestos en el leccionario para la celebración de la dedicación de una iglesia.

Para el evangelio no se llevan ciriales ni incienso.

Después del evangelio, el obispo hace la homilía, en la que explica las lecturas bíblicas y el sentido del rito.

Terminada la homilía, se dice el
Credo. En cambio, se omite la oración de los fieles ya que en su lugar se cantan las letanías de los santos.

ORACIÓN DE DEDICACIÓN Y UNCIONES

Letanías de los santos

Después, el obispo invita al pueblo a orar, con estas u otras palabras parecidas:
Oremos, queridos hermanos, a Dios Padre todopoderoso, quien de los corazones de los fieles ha hecho para sí templos espirituales, y juntemos nuestras voces con la súplica fraterna de los santos.

Fuera de los domingos y del tiempo pascual, el diácono dice:
Pongámonos de rodillas.

E, inmediatamente, el obispo se arrodilla ante su sede; también los demás se arrodillan.

Entonces, se cantan las letanías de los santos, a las que todos responden. En ellas se añadirán, en sus sitios respectivos, las invocaciones del titular de la iglesia, del patrono del lugar y, si es del caso, de los santos cuyas reliquias se van a colocar. Se pueden añadir también otras peticiones conforme a la naturaleza especial del rito y a la con­dición de los fíeles.


Señor, ten piedad. Señor, ten piedad.
Cristo, ten piedad. Cristo, ten piedad.
Señor, ten piedad. Señor, ten piedad.

Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros.
San Miguel, ruega por nosotros.
Santos Ángeles de Dios, rogad por nosotros.
San Juan Bautista, ruega por nosotros.
San José, ruega por nosotros.
Santos Pedro y Pablo, rogad por nosotros.
San Andrés, ruega por nosotros.
Santiago, ruega por nosotros.
San Juan, ruega por nosotros.
Santa María Magdalena, ruega por nosotros.
San Esteban, ruega por nosotros.
San Ignacio de Antioquía, ruega por nosotros.
San Lorenzo, ruega por nosotros.
Santas Perpetua y Felicidad, rogad por nosotros.
Santa Inés, ruega por nosotros.
San Gregorio,
 ruega por nosotros.
San Agustín,
 ruega por nosotros.
San Atanasio,
 ruega por nosotros.
San Basilio,
 ruega por nosotros.
San Martín,
 ruega por nosotros.
San Benito,
 ruega por nosotros.
Santos Francisco y Domingo,
 rogad por nosotros.
San Francisco Javier,
 ruega por nosotros.
San Juan María Vianney,
 ruega por nosotros.
Santa Catalina de Siena,
 ruega por nosotros.
Santa Teresa de Jesús,
 ruega por nosotros.
Santos y santas de Dios,
 rogad por nosotros.

Muéstrate propicio, líbranos, Señor.
De todo mal, líbranos, Señor.
De todo pecado, líbranos, Señor.
De la muerte eterna, líbranos, Señor.
Por tu encarnación, líbranos, Señor.
Por tu muerte y resurrección, líbranos, Señor.
Por el envío del Espíritu Santo, líbranos, Señor.

Nosotros que somos pecadores, te rogamos, óyenos.
Para que gobiernes y conserves a tu santa Iglesia, 
te rogamos, óyenos.
Para que asistas al Papa y a todos los miembros del clero en tu servicio santo, 
te rogamos, óyenos.
Para que concedas paz y concordia a todos los pueblos de la tierra, te rogamos, óyenos.
Para que nos fortalezcas y asistas en tu servicio santo, te rogamos, óyenos.
Para que consagres esta iglesia, te rogamos, óyenos.
Jesús, Hijo de Dios vivo, te rogamos, óyenos.
Cristo, óyenos. Cristo, óyenos.
Cristo, escúchanos. Cristo, escúchanos.

Acabadas las letanías, el obispo (si está arrodillado, se pone de pie), con las manos extendidas, dice:
Te pedimos, Señor, 
que, por la intercesión de la santa Virgen María 
y de todos los santos, 
aceptes nuestras súplicas, 
para que este lugar que va a ser dedicado a tu nombre 
sea casa de salvación y de gracia, 
donde el pueblo cristiano, 
reunido en la unidad, 
te adore con espíritu y verdad 
y se construya en el amor. 
Por Jesucristo nuestro Señor.
R. Amén.

Fuera de los domingos y del tiempo pascual, el diácono dice: 
Podéis levantaros.

Y todos se ponen de pie.

El obispo vuelve a ponerse la mitra.

Si no se colocan las reliquias de los santos, el obispo dice en seguida la oración de dedicación, como se indica más adelante.


Colocación de las reliquias

Si se van a colocar debajo del altar algunas reliquias de mártires o de otros santos, el obispo va al altar. Un diácono o un presbítero lleva las reliquias al obispo, quien las coloca en el sepulcro preparado para recibirlas. Mientras tanto, se canta una de las antífonas siguientes, con el salmo 14 (sin Gloria al Padre), u otro canto adecuado: 

R. Santos de Dios, que habéis recibido un lugar bajo el altar,
interceded por nosotros ante el Señor Jesucristo.

O bien:
Los cuerpos de los santos fueron sepultados en paz
y su fama vive por generaciones. (T. P. Aleluya.)

Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda
y habitar en tu monte santo? R.

El que procede honradamente
y practica la justicia,
el que tiene intenciones leales
y no calumnia con su lengua. R.

El que no hace mal a su prójimo
ni difama al vecino.
El que considera despreciable al impío
y honra a los que temen al Señor. R.

El que no retracta lo que juró
aun en daño propio,
el que no presta dinero a usura
ni acepta soborno contra el inocente.
El que así obra nunca fallará. R.

Mientras tanto, un albañil cierra el sepulcro, y el obispo regresa a la cátedra.

Oración de dedicación


Hecho lo anterior, el obispo, de pie y sin mitra, junto a la cátedra o junto al altar, dice en voz alta:

Oh Dios, santificador y guía de tu Iglesia,
celebramos tu nombre con alabanzas jubilosas,
porque en este día tu pueblo quiere dedicarte, para siempre,
con rito solemne, esta casa de oración,
en la cual te honra con amor,
se instruye con tu palabra
y se alimenta con tus sacramentos.

Este edificio hace vislumbrar el misterio de la Iglesia,
a la que Cristo santificó con su sangre,
para presentarla ante sí como Esposa llena de gloria,
como Virgen excelsa por la integridad de la fe,
y Madre fecunda por el poder del Espíritu.

Es la Iglesia santa, la viña elegida de Dios,
cuyos sarmientos llenan el mundo entero,
cuyos renuevos, adheridos al tronco,
son atraídos hacia lo alto, al reino de los cielos.

Es la Iglesia feliz, la morada de Dios con los hombres,
el templo santo, construido con piedras vivas,
sobre el cimiento de los Apóstoles,
con Cristo Jesús como suprema piedra angular.

Es la Iglesia excelsa,
la Ciudad colocada sobre la cima de la montaña,
accesible a todos, y a todos patente,
en la cual brilla perenne la antorcha del Cordero
y resuena agradecido el cántico de los bienaventurados.

Te suplicamos, pues, Padre santo,
que te dignes impregnar con santificación celestial
esta iglesia y este altar,
para que sean siempre lugar santo
y una mesa siempre lista para el sacrificio de Cristo.

Que en este lugar el torrente de tu gracia
lave las manchas de los hombres,
para que tus hijos, Padre, muertos al pecado,
renazcan a la vida nueva.

Que tus fieles, reunidos junto a este altar,
celebren el memorial de la Pascua
y se fortalezcan con la palabra y el cuerpo de Cristo.

Que resuene aquí la alabanza jubilosa
que armoniza las voces de los ángeles y de los hombres,
y que suba hasta ti la plegaria por la salvación del mundo.

Que los pobres encuentren aquí misericordia,
los oprimidos alcancen la verdadera libertad,
y todos los hombres sientan la dignidad de ser hijos tuyos,
hasta que lleguen, gozosos, a la Jerusalén celestial.

Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo,
que vive y reina contigo
en la unidad del Espíritu Santo
y es Dios, por los siglos de los siglos.


R. Amén.

Unción del altar y de los muros de la iglesia

Luego, el obispo se quita, si es necesario, la casulla y toma un gremial, va al altar con los diáconos y otros ministros, uno de los cuales lleva el recipiente con el crisma, y procede a la unción del altar y de los muros de la iglesia, tal como se describe más adelante.

Si el obispo quiere asociarse, en la unción de los muros, a algunos de los presbíteros que concelebran con él el rito sagrado, terminada la unción del altar, les entrega los recipientes con el sagrado crisma y procede con ellos a realizar las unciones.

El obispo puede encomendar también esta unción de los muros a los presbíteros para que la hagan ellos solos, en cuyo caso, después de la unción del altar, les hace entrega de los recipientes con el santo crisma.

El obispo, de pie ante el altar, dice en voz alta:

El Señor santifique con su poder 
este altar y esta casa que vamos a ungir, 
para que expresen con una señal visible 
el misterio de Cristo y de la Iglesia.

Luego, vierte el crisma en el medio y en los cuatro ángulos del altar, y es aconsejable que unja también toda la mesa.

A continuación, unge los muros de la iglesia, signando con el santo crisma las doce o cuatro cruces adecuadamente distribuidas, con la ayuda, si se juzga oportuno, de dos o cuatro presbíteros.

Si ha encomendado la unción de los muros a los presbíteros, éstos, cuando el obispo ha terminado la unción del altar, ungen los muros de la iglesia, signando las cruces con el santo crisma.

Mientras tanto, se canta una de las antífonas siguientes, con el salmo 83 (sin
Gloria al Padre), u otro canto adecuado:

R. Ésta es la morada de Dios con los hombres: 
acampará entre ellos; 
ellos serán su pueblo, 
y Dios estará con ellos y será su Dios. (T. P. Aleluya.)

O bien:
El templo del Señor es santo,
es campo de Dios,
es edificación de Dios.


¡Qué deseables son tus moradas,
Señor del universo!
Mi alma se consume y anhela
los atrios del Señor,
mi corazón y mi carne
retozan por el Dios vivo. R.

Hasta el gorrión ha encontrado una casa;
la golondrina, un nido
donde colocar sus polluelos:
tus altares, Señor del universo,
Rey mío y Dios mío. R.

Dichosos los que viven en tu casa,
alabándote siempre.
Dichoso el que encuentra en ti su fuerza
y tiene tus caminos en su corazón. R.

Cuando atraviesan áridos valles,
los convierten en oasis,
como si la lluvia temprana 
los cubriera de bendiciones;
caminan de baluarte en baluarte
hasta ver al Dios de los dioses en Sión. R.

Señor del universo, escucha mi súplica;
atiéndeme, Dios de Jacob.
Fíjate, oh Dios, escudo nuestro,
mira el rostro de tu Ungido. R.

Vale más un día en tus atrios
que mil en mi casa,
y prefiero el umbral de la casa de Dios
a vivir con los malvados. R.

Porque el Señor Dios es sol y escudo,
el Señor da la gracia y la gloria;
y no niega sus bienes
a los de conducta intachable. R.

¡Señor del universo, dichoso el hombre
que confía en ti! R.

Terminada la unción del altar y de los muros de la iglesia, el obispo regresa a la cátedra y se sienta. Los ministros le traen lo necesario para lavarse las manos. Luego, se quita el gremial y se pone la casulla. También los presbíteros se lavan las manos después de ungir los muros. 

Incensación del altar y de la iglesia

Después del rito de la unción, se coloca sobre el altar un brasero para quemar incienso o aromas, o, si se prefiere, se hace sobre el altar un montón de incienso mezclado con cerillas. El obispo echa incienso en el brasero o con un pequeño cirio que le entrega el ministro enciende el montón de incienso, diciendo:
Suba, Señor, nuestra oración 
como incienso en tu presencia 
y, así como esta casa se llena de suave olor, 
que en tu Iglesia se aspire el aroma de Cristo.

Entonces, el obispo echa incienso en los incensarios e inciensa el altar. Luego, vuelve a la cátedra, es incensado y se sienta. Los ministros, pasando por la nave de la iglesia, inciensan al pueblo y los muros.

Mientras tanto, se canta una de las antífonas siguientes, con el salmo 137, 1-6 (sin
Gloria al Padre), u otro canto adecuado: 

R. Llegó un ángel con un incensario de oro, 
y se puso junto al altar.

O bien:
Por manos del ángel subió a la presencia de Dios
el humo de los perfumes.

Te doy gracias, Señor, de todo corazón,
porque escuchaste las palabras de mi boca;
delante de los ángeles tañeré para ti;
me postraré hacia tu santuario,
daré gracias a tu nombre. R.

Por tu misericordia y tu lealtad,
porque tu promesa supera tu fama.
Cuando te invoqué, me escuchaste,
acreciste el valor en mi alma. R.

Que te den gracias, Señor, los reyes de la tierra,
al escuchar el oráculo de tu boca;
canten los caminos del Señor,
porque la gloria del Señor es grande. R.

El Señor es sublime, se fija en el humilde,
y de lejos conoce al soberbio. R.

Iluminación del altar y de la iglesia

Terminada la incensación, algunos ministros secan con toallas la mesa del altar y la tapan, si es necesario, con un lienzo impermeable; luego, cubren el altar con el mantel y lo adornan, según sea oportuno, con flores; colocan adecuadamente los candelabros con los cirios requeridos para la celebración de la misa y también, si es del caso, la cruz.

Después, el diácono se acerca al obispo, el cual, de pie, le entrega un pequeño cirio encendido, diciendo en voz alta:

Brille en la Iglesia la luz de Cristo 
para que todos los hombres lleguen a la plenitud de la verdad.

Luego, el obispo se sienta. El diácono va al altar y enciende los cirios para la celebración de la eucaristía.

Entonces, se hace una iluminación festiva: se encienden todos los cirios, las candelas colocadas donde se han hecho las unciones y todas las lámparas de la iglesia, en señal de alegría.

Mientras tanto, se canta una de las antífonas siguientes, con el cántico de Tobías, 13, 10. 13-14ab. 14c-15. 17, u otro canto adecuado, de preferencia en honor de Cristo, luz del mundo:


R. Llega tu luz, Jerusalén, 
y la gloria del Señor amanece sobre ti; 
caminarán los pueblos a tu luz. Aleluya.

En tiempo de Cuaresma:
Jerusalén, ciudad santa, como una luz esplendente
iluminarás todas las regiones de la tierra.

Que todos alaben al Señor
y le den gracias en Jerusalén. R.

Una luz esplendente iluminará
a todas las regiones de la tierra.
Vendrán a ti de lejos muchos pueblos.
Y los habitantes del confín de la tierra
vendrán a visitar al Señor, tu Dios,
con ofrendas para el Rey del cielo. R.

Generaciones sin fin
cantarán vítores en tu recinto,
y el nombre de la elegida
durará para siempre.
Saldrás entonces con júbilo
al encuentro del pueblo justo,
porque todos se reunirán
para bendecir al Señor del mundo. R.

LITURGIA EUCARÍSTICA

Los diáconos y los ministros preparan el altar como de costumbre. Algunos fieles traen el pan, el vino y el agua para la eucaristía. El obispo recibe los dones en la cátedra. Mientras se llevan éstos, conviene cantar la antífona siguiente u otro canto adecuado:

Señor Dios nuestro, con sincero corazón, te ofrezco todo esto, 
y veo, con alegría, a tu pueblo aquí reunido; 
Señor, Dios de Israel, consérvanos fieles a ti. (T. P. Aleluya.)

Cuando todo está preparado, el obispo va al altar, deja la mitra y lo besa.

La misa continúa como de costumbre, pero no se inciensan los dones ni el altar.

Se dice la plegaria eucarística I o la III.

En las plegarias eucarísticas se hace memoria de la dedicación de la iglesia, con las fórmulas que se hallan en el formulario de la misa ritual para la dedicación de una iglesia.

Cuando el obispo toma el cuerpo de Cristo, se empieza el canto para la comunión. Se canta una de las antífonas siguientes, con el salmo 127 (sin
Gloria al Padre), u otro canto adecuado:

R. Mi casa será casa de oración, dice el Señor; 
en ella, quien pide recibe, 
quien busca encuentra, 
y al que llama se le abre. (T. P. Aleluya.)

O bien:
Como renuevos de olivo
alrededor de la mesa del Señor
están los hijos de la Iglesia. (T. P. Aleluya.)

Dichoso el que teme al Señor
y sigue sus caminos. R.

Comerás del fruto de tu trabajo,
serás dichoso, te irá bien;
tu mujer, como parra fecunda,
en medio de tu casa. R.

Tus hijos, como renuevos de olivo,
alrededor de tu mesa:
Esta es la bendición del hombre
que teme al Señor. R.

Que el Señor te bendiga desde Sión,
que veas la prosperidad de Jerusalén
todos los días de tu vida;
que veas a los hijos de tus hijos.
¡Paz a Israel! R.

Si no se inaugura la capilla del santísimo sacramento, se continúa la misa como se indica más adelante.

Inauguración de la capilla del santísimo sacramento

Conviene hacer la inauguración de la capilla de la reserva de la santísima eucaristía de la siguiente manera: Después de la comunión, se deja sobre la mesa del altar el copón con el santísimo sacramento. El obispo va a la cátedra y todos oran, por unos instantes, en silencio. Luego, el obispo dice la oración después de la comunión.

Después, el obispo vuelve al altar e inciensa, de rodillas, el santísimo sacramento y, tomando el velo humeral, recibe el copón en sus manos, cubiertas con dicho velo. Se ordena la procesión, en la cual, marchando todos detrás del crucífero, se lleva el santísimo sacramento con cirios e incienso por la nave de la iglesia a la capilla de la reserva.

Mientras tanto, se canta la antífona siguiente, con el salmo 147 (sin 
Gloria al Padre), u otro canto adecuado: 

R. Glorifica al Señor, Jerusalén.

Glorifica al Señor, Jerusalén;
alaba a tu Dios, Sión.
Que ha reforzado los cerrojos de tus puertas,
y ha bendecido a tus hijos dentro de ti;
ha puesto paz en tus fronteras,
te sacia con flor de harina. R.

Él envía su mensaje a la tierra,
y su palabra corre veloz;
manda la nieve como lana,
esparce la escarcha como ceniza. R.

Hace caer el hielo como migajas;
ante su helada, ¿quien resistirá?
envía una orden, y se derriten;
sopla su aliento, y corren las aguas. R.

Anuncia su palabra a Jacob,
sus decretos y mandatos a Israel;
con ninguna nación obró así,
ni les dio a conocer sus mandatos. R.

Cuando la procesión llega a la capilla de la reserva, el obispo coloca el copón sobre el altar, o bien en el sagrario, dejando la puerta abierta, impone incienso e inciensa arrodillado el santísimo sacramento. Después de unos momentos de oración en silencio, el diácono pone el copón en el sagrario o bien cierra la puerta del mismo. Un ministro enciende la lámpara que arderá continuamente delante del santísimo sacramento.
Si la capilla de la reserva del santísimo sacramento puede ser vista fácilmente por los fieles, el obispo imparte allí inmediatamente la bendición del fin de la misa. En caso contrario, la procesión regresa al presbiterio por el camino más corto y el obispo imparte la bendición desde el altar o desde la cátedra.


Si no se inaugura la capilla del santísimo sacramento, terminada la comunión de los fieles, el obispo dice la oración después de la comunión.

Bendición final y despedida

El obispo torna la mitra y dice:

El Señor esté con vosotros.

El pueblo contesta: 
Y con tu espíritu.

Luego, el diácono, si se juzga oportuno, invita al pueblo a recibir la bendición, con estas palabras u otras semejantes:
Inclinaos para recibir la bendición.

Entonces, el obispo, con las manos extendidas sobre el pueblo, lo bendice diciendo:

Dios, Señor del cielo y de la tierra,
que os ha congregado hoy
para la dedicación de esta iglesia,
multiplique sobre vosotros las bendiciones del cielo.
R. Amén.

El obispo:
Él, que quiso reunir en su Hijo a todos los hijos dispersos,
haga de vosotros templo suyo y morada del Espíritu Santo.
R. Amén.

El obispo:
Para que así, felizmente purificados de toda mancha,
podáis tener en vosotros a Dios como huésped
y poseer, con todos los santos,
la herencia de la eterna dicha.
la heredad del reino eterno.
R. Amén.

El obispo toma el báculo y prosigue:
Y la bendición de Dios todopoderoso,
Padre
, Hijo , y Espíritu Santo,
descienda sobre vosotros y permanezca siempre.
R. Amén.

El diácono: 
Podéis ir en paz.
Todos: 
Demos gracias a Dios.

jueves, 30 de enero de 2020

Papa Francisco, Homilía en Panamá con sacerdotes, consagrados y movimientos laicales, 26-enero-2019.

VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD FRANCISCO A PANAMÁ, 
XXXIV JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD (23-28 ENERO 2019)
SANTA MISA CON LA DEDICACIÓN DEL ALTAR DE LA CATEDRAL BASÍLICA DE SANTA MARÍA LA ANTIGUA CON SACERDOTES, CONSAGRADOS Y MOVIMIENTOS LAICALES
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
Sábado, 26 de enero de 2019


En primer lugar, quiero felicitar al Señor Arzobispo, que por primera vez después de casi siete años puede encontrarse con su esposa, con esta iglesia, viuda provisoria durante todo este tiempo. Y felicitar a la viuda que deja de ser viuda hoy, con el encuentro con su esposo. También quiero agradecer a todos los que hicieron posible esto: las autoridades y a todo el pueblo de Dios, todo lo que hicieron para que el Señor Arzobispo pudiera encontrarse con su pueblo, no en casa prestada sino en la suya ¡Muchas gracias!

En el programa estaba previsto que esta ceremonia –por falta de tiempo– tuviera dos significados: la consagración del altar y el encuentro con sacerdotes, religiosas, religiosos, laicos consagrados. Así que, lo que voy a decir va a estar un poco en esta línea, pensando en los sacerdotes, en las religiosas, los religiosos, los laicos consagrados, sobre todo que trabajan en esta Iglesia particular.

«Jesús, fatigado del camino, se había sentado junto al pozo. Era la hora del mediodía. Una mujer de Samaría fue a sacar agua, y Jesús le dijo: “Dame de beber”» (Jn 4,6-7).

El evangelio que hemos escuchado no duda en presentarnos a Jesús cansado de caminar. Al mediodía, cuando el sol se hace sentir con toda su fuerza y poder, lo encontramos junto al pozo. Necesitaba calmar y saciar la sed, refrescar sus pasos, recuperar fuerzas para poder continuar con su misión.

Los discípulos vivieron en primera persona lo que significaba la entrega y disponibilidad del Señor para llevar la Buena Nueva a los pobres, vendar los corazones heridos, proclamar la liberación a los cautivos y la libertad a los prisioneros, consolar a los que estaban de duelo, proclamar el año de gracia a todos (cf. Is 61,1-3). Son todas situaciones que te toman la vida, te toman la energía; y “no ahorraron” en regalarnos tantos momentos importantes en la vida del Maestro donde también nuestra humanidad pueda encontrar una palabra de Vida.

Fatigado del camino

Es relativamente fácil para nuestra imaginación, compulsivamente productivista, contemplar y entrar en comunión con la actividad del Señor, pero no siempre sabemos o podemos contemplar y acompañar las “fatigas del Señor”, como si esto no fuera cosa de Dios. El Señor se fatigó y en esa fatiga encuentran espacio tantos cansancios de nuestros pueblos y de nuestra gente, de nuestras comunidades y de todos aquellos que están cansados y agobiados (cf. Mt 11,28).

Las causas y motivos que pueden provocar la fatiga del camino en nosotros sacerdotes, consagradas, consagrados, miembros de movimientos laicales son múltiples: desde largas horas de trabajo que dejan poco tiempo para comer, descansar, rezar y estar en familia, hasta “tóxicas” condiciones laborales y afectivas que llevan al agotamiento y agrietan el corazón; desde la simple y cotidiana entrega hasta el peso rutinario de quien no encuentra el gusto, el reconocimiento o el sustento necesario para hacer frente al día a día; desde habituales y esperables situaciones complicadas hasta estresantes y angustiantes horas de presión. Toda una gama de peso a soportar.

Sería imposible tratar de abarcar todas las situaciones que resquebrajan la vida de los consagrados, pero en todas sentimos la necesidad urgente de encontrar un pozo que pueda calmar y saciar la sed, el cansancio del camino. Todas reclaman, como grito silencioso, un pozo desde donde volver a empezar.

De un tiempo a esta parte no son pocas las veces que parece haberse instalado en nuestras comunidades una sutil especie de fatiga, que no tiene nada que ver con la fatiga del Señor. Y aquí tenemos que estar atentos. Se trata de una tentación que podríamos llamar el cansancio de la esperanza. Ese cansancio que surge cuando ―como en el evangelio― el sol cae como plomo y vuelve fastidiosas las horas, y lo hace con una intensidad tal que no deja avanzar ni mirar hacia adelante. Como si todo se volviera confuso. No me refiero aquí a la «peculiar fatiga del corazón» (cf. Carta enc. Redemptoris Mater, 17; Exhort. apost. Evangelii Gaudium, 287) de quienes “hechos trizas” por la entrega al final del día logran expresar una sonrisa serena y agradecida; sino a esa otra fatiga, la que nace de cara al futuro cuando la realidad “cachetea” y pone en duda las fuerzas, los recursos y la viabilidad de la misión en este mundo tan cambiante y cuestionador.

Es un cansancio paralizante. Nace de mirar para adelante y no saber cómo reaccionar ante la intensidad y perplejidad de los cambios que como sociedad estamos atravesando. Estos cambios parecieran cuestionar no solo nuestras formas de expresión y compromiso, nuestras costumbres y actitudes ante la realidad, sino que ponen en duda, en muchos casos, la viabilidad misma de la vida religiosa en el mundo de hoy. E incluso la velocidad de esos cambios puede llevar a inmovilizar toda opción y opinión y, lo que supo ser significativo e importante en otros tiempos parece que ya no tiene lugar.

Hermanas y hermanos, el cansancio de la esperanza nace al constatar una Iglesia herida por su pecado y que tantas veces no ha sabido escuchar tantos gritos en los que se escondía el grito del Maestro: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46).

Y así podemos acostumbrarnos a vivir con una esperanza cansada frente al futuro incierto y desconocido, y esto deja espacio a que se instale un gris pragmatismo en el corazón de nuestras comunidades. Todo aparentemente parecería proceder con normalidad, pero en realidad la fe se desgasta, se degenera. Comunidades y presbiterios desilusionados con la realidad que no entendemos o que creemos que no tiene ya lugar para nuestra propuesta, podemos darle “ciudadanía” a una de las peores herejías posibles para nuestra época: pensar que el Señor y nuestras comunidades no tienen ya nada que decir ni aportar en este nuevo mundo que se está gestando (cf. Exhort. apost. Evangelii Gaudium, 83). Y entonces sucede que lo que un día surgió para ser sal y luz del mundo termina ofreciendo su peor versión.

Dame de beber

Las fatigas del camino acontecen y se hacen sentir. Gusten o no gusten están, y es bueno tener la misma valentía que tuvo el Maestro para decir: «dame de beber». Como le sucedió a la Samaritana y nos puede suceder a cada uno de nosotros, no queremos calmar la sed con cualquier agua sino con ese «manantial que brotará hasta la vida eterna» (Jn 4,14). Sabemos, como bien lo sabía la Samaritana que cargaba desde hacía años los cántaros vacíos de amores fallidos, que no cualquier palabra puede ayudar a recuperar las fuerzas y la profecía en la misión. No cualquier novedad, por muy seductora que parezca, puede aliviar la sed. Sabemos, como bien lo sabía ella, que tampoco el conocimiento religioso, la justificación de determinadas opciones y tradiciones pasadas o novedades presentes, nos hacen siempre fecundos y apasionados «adoradores espíritu y en verdad» (Jn 4,23).

Dame de beber es lo que pide el Señor y es lo que nos pide que digamos nosotros. Y al decirlo, le abrimos la puerta a nuestra cansada esperanza para volver sin miedo al pozo fundante del primer amor, cuando Jesús pasó por nuestro camino, nos miró con misericordia, y nos eligió y nos pidió seguirlo; al decirlo recuperamos la memoria de aquel momento en el que sus ojos se cruzaron con los nuestros, el momento en que nos hizo sentir que nos amaba, que me amaba, y no solo de manera personal, también como comunidad (cf. Homilía en la Vigilia Pascual, 19 abril 2014). Poder decir “dame de beber” es volver sobre nuestros pasos y, en fidelidad creativa, escuchar cómo el Espíritu no engendró una obra puntual, un plan de pastoral o una estructura a organizar sino que, por medio de tantos “santos de la puerta de al lado” ―entre los cuales encontramos padres y madres fundadores de institutos seculares, obispos, párrocos que supieron poner fundamento a sus comunidades―, a través de esos santos de la puerta de al lado, regaló vida y oxígeno a un contexto histórico y determinado que parecía asfixiar y aplastar toda esperanza y dignidad.

“Dame de beber” significa animarse a dejarse purificar, a rescatar la parte más auténtica de nuestros carismas fundantes ―que no solo se reducen a la vida religiosa sino a la Iglesia toda― y ver de qué forma se pueden expresar hoy. Se trata no solo de mirar con agradecimiento el pasado sino de ir en búsqueda de las raíces de su inspiración y dejar que resuenen nuevamente con fuerza entre nosotros (cf. Papa Francisco - Fernando Prado, La fuerza de la vocación, 42).

“Dame de beber” significa reconocer que necesitamos que el Espíritu nos transforme en mujeres y hombres memoriosos de un encuentro y de un paso, del paso salvífico de Dios. Y con confianza, así como lo hizo ayer, lo seguirá haciendo mañana: «ir a las raíces nos ayuda sin lugar a dudas a vivir el presente, y a vivirlo sin miedo. Tenemos necesidad de vivir sin miedo respondiendo a la vida con la pasión de estar empeñados con la historia, inmersos en las cosas. Con pasión de enamorados» (cf. ibíd., 44).

La esperanza cansada será sanada y gozará de esa «particular fatiga del corazón» cuando no tema volver al lugar del primer amor y logre encontrar, en las periferias y desafíos que hoy se nos presentan, el mismo canto, la misma mirada que suscitó el canto y la mirada de nuestros mayores. Así evitaremos el riesgo de partir desde nosotros mismos y abandonaremos la cansadora auto-compasión para encontrar los ojos con los que Cristo hoy nos sigue buscando, nos sigue mirando, nos sigue llamando e invitando a la misión, como lo hizo en aquel primer encuentro, el encuentro del primer amor.

* * *

Y no, no me parece un acontecimiento menor que esta Catedral vuelva a abrir sus puertas después de mucho tiempo de renovación. Experimentó el paso de los años, como fiel testigo de la historia de este pueblo y con la ayuda y el trabajo de muchos quiso volver a regalar su belleza. Más que una formal reconstrucción, que siempre intenta volver a un original pasado, buscó rescatar la belleza de los años abriéndose a hospedar toda la novedad que el presente le podía regalar. Una Catedral española, india, afroamericana se vuelve así Catedral panameña, de los de ayer pero también de los de hoy que han hecho posible este hecho. Ya no pertenece solo al pasado, sino que es belleza del presente.

Y hoy nuevamente es regazo que impulsa a renovar y alimentar la esperanza, a descubrir cómo la belleza del ayer se vuelve base para construir la belleza del mañana.

Y así actúa el Señor. Nada de cansancio de la esperanza, sí la peculiar fatiga del corazón del que lleva adelante todos los días lo que le fue encomendado en la mirada del primer amor.

Hermanos, no nos dejemos robar la esperanza que hemos heredado, la belleza que hemos heredado de nuestros padres, que ella sea la raíz viva, la raíz fecunda que nos ayude a seguir haciendo bella y profética la historia de salvación en estas tierras.


miércoles, 29 de enero de 2020

Introducción a la Dedicación de una iglesia.

Ritual de la dedicación de iglesias y altares (3ª edición). 

INTRODUCCIÓN A LA DEDICACIÓN DE UNA IGLESIA

I. NATURALEZA Y DIGNIDAD DE LAS IGLESIAS

1. Cristo, por su muerte y resurrección, se convirtió en el verdadero y perfecto templo de la nueva Alianza (1) y reunió al pueblo adquirido por Dios. Este pueblo santo, unificado por virtud y a imagen del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, es la Iglesia (2), o sea, el templo de Dios edificado con piedras vivas, donde se da culto al Padre con espíritu y verdad (3).

Con razón, pues, desde muy antiguo se llamó «iglesia» el edificio en el cual la comunidad cristiana se reúne para escuchar la palabra de Dios, para orar unida, para recibir los sacramentos y celebrar la eucaristía.

2. Por el hecho de ser un edificio visible, esta casa es un signo peculiar de la Iglesia que peregrina en la tierra e imagen de la Iglesia celestial.

Y porque la iglesia se construye como edificio destinado de manera fija y exclusiva a reunir al pueblo de Dios y celebrar los sagrados misterios, conviene dedicarla al Señor con un rito solemne, según la antiquísima costumbre de la Iglesia.

3. La iglesia, como lo exige su naturaleza, debe ser apta para las celebraciones sagradas, hermosa, con una noble belleza que no consista únicamente en la suntuosidad, y ha de ser un auténtico símbolo y signo de las realidades sobrenaturales. «La disposición general del edificio sagrado conviene que se haga de tal manera que sea como una imagen de la asamblea reunida, que consienta un proporcionado orden de todas sus partes y que favorezca la perfecta ejecución de cada uno de los ministerios.» En lo que se refiere al presbiterio, el altar, la sede, el ambón y el lugar de la reserva del Santísimo Sacramento, se observará lo prescrito por las normas que establece la Ordenación general del Misal romano (4).

Se observará también cuidadosamente lo pertinente a las cosas y lugares destinados a los demás sacramentos, especialmente al bautismo y la penitencia (6).

1 Cf. Jn 2, 21.
2 Cf. S. Cipriano, Sobre la oración del Señor, 23: PL 4, 553; Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, ntm, 4.
3 Cf. Jn 4, 23.
4 Cf. Ordenación general del Misal romano, núms. 253. 257. 258. 259-267. 271. 272. 276-277. Cf. Ritual romano: La sagrada comunión y el culto del misterio eucarístico fuera de la misa, núms. 6 y 9-11.
5 Cf. Ritual romano: Bautismo de los niños, núm. 25; Ritual romano: Penitencia, núm. 12.

II. TITULAR DE LA IGLESIA Y LAS RELIQUIAS DE SANTOS QUE EN ELLA SE COLOCAN

4. Toda iglesia que se dedica debe tener un titular. Pueden figurar, para ello: la Santísima Trinidad; nuestro Señor Jesucristo, bajo la invocación de un misterio de su vida o de un nombre ya introducido en la liturgia; el Es­píritu Santo; la Virgen María, bajo una de las advocaciones admitidas en la liturgia; los santos ángeles; finalmente, los santos que figuran en el Martirologio romano o en su Apéndice debidamente aprobado. Para los bea­tos se requiere indulto de la Sede apostólica. El titular de la iglesia será uno solo, a no ser que se trate de santos que aparecen unidos en el calen­dario.

5. Es oportuno conservar la tradición de la liturgia romana de colocar reli­quias de mártires o de otros santos debajo del altar (7). Pero se tendrá en cuenta lo siguiente:

a) Las reliquias deben evidenciar, por su tamaño, que se trata de par­tes de un cuerpo humano. Se evitará, por tanto, colocar partículas pequeñas.

b) Debe averiguarse, con la mayor diligencia, la autenticidad de dichas reliquias. Es preferible dedicar el altar sin reliquias que colocar reliquias dudosas.

c) El cofre con las reliquias no se colocará ni sobre el altar, ni dentro de la mesa del mismo, sino debajo de la mesa; teniendo en cuenta la forma del altar.

6 Cf. Ordenación general del Misal romano, núm. 266. 

III. CELEBRACIÓN DE LA DEDICACIÓN

Ministro del rito


6. Es competencia del obispo, que tiene encomendado el cuidado pastoral de la Iglesia particular, dedicar a Dios las nuevas iglesias construidas en su diócesis.

Pero, si él no puede presidir el rito, confiará este oficio a otro obispo, en particular a quien tuviere como asociado y colaborador en el cuidado pastoral de los fieles para quienes se construye la nueva iglesia; en circunstancias especialísimas, puede dar un mandato especial para ello a un presbítero.

Elección del día

7. Para dedicar una nueva iglesia se elegirá un día en que sea posible gran asistencia de fieles, sobre todo el domingo. Y, puesto que en este rito el sentido de la dedicación lo invade todo, no se puede realizar aquellos días en que no conviene en modo alguno dejar de lado el misterio que se conmemora: Semana santa, Natividad del Señor, Epifanía, Ascensión, Pentecostés, Miércoles de ceniza y Conmemoración de todos los fieles difuntos.

Misa de la dedicación

8. La celebración de la misa está íntimamente ligada al rito de la dedicación; por lo tanto, en lugar de los textos del día, se utilizarán los textos propios, tanto para la liturgia de la palabra como para la liturgia eucarística.

9. Conviene que el obispo concelebre con los presbíteros que con él cooperan en la ejecución de los ritos de la dedicación y con los responsables de la parroquia o de la comunidad para la cual se ha construido la iglesia.

Oficio de la dedicación

10.
El día de la dedicación de una iglesia se ha de considerar como solemnidad en la misma iglesia que se dedica.

Se celebra el Oficio de la dedicación de la iglesia, que empieza con las primeras Vísperas. Si se van a colocar reliquias debajo del altar, es muy conveniente celebrar una Vigilia junto á las reliquias del mártir o santo, lo cual se puede hacer muy bien celebrando el Oficio de lectura, tomado del Común o del Propio conveniente. Para favorecer la participación del pueblo, se adaptará la Vigilia, según las normas de la Ordenación general de la Liturgia de las Horas (8).

8 Cf. Ordenación general de la liturgia de las Horas, núms. 70-73.

Partes del rito de la dedicación

A. Entrada en la iglesia

11.
El rito empieza con la entrada en la iglesia, la cual puede hacerse de tres maneras, de acuerdo con las circunstancias de tiempo y lugar:
a) Procesión a la iglesia que se va a dedicar: Se hace la reunión en una iglesia cercana, o en otro lugar apropiado, desde donde el obispo, los ministros y los fieles se dirigen orando y cantando hacia la iglesia que se va a dedicar.
b) Entrada solemne: Si no hay la procesión, la comunidad se reúne en la entrada de la iglesia.
c) Entrada sencilla: Los fieles se reúnen en la misma iglesia; el obispo, los concelebrantes y los ministros salen de la sacristía en la forma acostumbrada.

Dos ritos sobresalen en la entrada a la nueva iglesia:
a) Entrega de la iglesia: Los delegados de quienes edificaron la iglesia la entregan al obispo.
b) Aspersión de la iglesia: El obispo bendice agua y asperja con ella al pueblo, que es el templo espiritual, y asperja también los muros de la iglesia y el altar.

B. Liturgia de la palabra

12. En la liturgia de la palabra se hacen tres lecturas, escogidas de entre las que propone el Leccionario para la celebración de la dedicación de una iglesia.

Con todo, en la primera lectura se lee siempre, incluso en tiempo pascual, el texto de Nehemías que nos muestra al pueblo de Jerusalén congregado alrededor del escriba Esdras para escuchar la proclamación de la ley de Dios (Ne 8, 2-4a. 5-6. 8-10).

13. Después de las lecturas, el obispo hace la homilía, en la cual explica los textos bíblicos y el significado de la dedicación de la iglesia.

Se dice siempre el Credo. La oración universal o de los fieles se omite, ya que en su lugar se cantan las letanías de los santos.

C. Oración de dedicación y unción de la iglesia y del altar

Colocación de las reliquias de los santos

14. Después del canto de las letanías, se colocan, si es del caso, las reliquias de un mártir para significar que el sacrificio de los miembros tuvo principio en el sacrificio de la Cabeza (9). Si no se dispone de reliquias de mártir, puede colocarse en el altar reliquias de otro santo.

La oración de dedicación

15. La celebración de la eucaristía es el rito máximo y el único necesario para dedicar una iglesia; no obstante, de acuerdo con la común tradición de la Iglesia, tanto oriental como occidental, se dice también una peculiar oración de dedicación, en la que se expresa la voluntad de dedicar para siempre la iglesia al Señor y se pide su bendición.

Unción, incensación, revestimiento e iluminación del altar

16. Los ritos de unción, incensación, revestimiento e iluminación del altar expresan con signos visibles algo de aquella acción invisible que Dios realiza por medio de la Iglesia cuando ésta celebra los sagrados misterios, en especial la eucaristía.

a) Unción del altar y de las paredes de la iglesia:

En virtud de la unción con el crisma, el altar se convierte en símbolo de Cristo, que es llamado y es, por excelencia, el «Ungido», puesto que el Padre lo ungió con el Espíritu Santo y lo constituyó sumo Sacerdote para que, en el altar de su cuerpo, ofreciera el sacrificio de su vida por la salvación de todos.

La unción de la iglesia significa que ella está dedicada toda entera y para siempre al culto cristiano. Se hacen doce unciones, según la tradición litúrgica, o cuatro, según las circunstancias, para significar que la iglesia es imagen de la ciudad santa de Jerusalén.

b) Se quema incienso sobre el altar para significar que el sacrificio de Cristo, que se perpetúa allí sacramentalmente, sube hasta Dios como suave aroma y también para expresar que las oraciones de los fieles llegan agradables y propiciatorias hasta el trono de Dios (10).

La incensación de la nave de la iglesia indica, por su parte, que ésta, por la dedicación, llega a ser casa de oración; pero se inciensa primero al pueblo de Dios, ya que él es el templo vivo en el que cada uno de los fieles es un altar espiritual (11).

c) El revestimiento del altar indica que el altar cristiano es ara del sacrificio eucarístico y al mismo tiempo la mesa del Señor, alrededor de la cual los sacerdotes y los fieles, en una misma acción pero con funciones diversas, celebran el memorial de la muerte y resurrección de Cristo y comen la Cena del Señor. Por eso el altar, como mesa del banquete sacrificial, se viste y adorna festivamente. Ello significa claramente que es la mesa del Señor, a la cual todos los fieles se acercan alegres para nutrirse con el alimento celestial que es el cuerpo y la sangre de Cristo inmolado.

d) La iluminación del altar, seguida de la iluminación de la iglesia, nos advierte que Cristo es la «luz para alumbrar a las naciones» (12) con cuya claridad brilla la Iglesia y por ella toda la familia humana.

D. Celebración de la eucaristía

17. Una vez preparado el altar, el obispo celebra la eucaristía, que es la parte principal y más antigua del rito (13). La celebración eucarística se relaciona íntimamente con él. En efecto:

— Con la celebración del sacrificio eucarístico se alcanza el fin principal de la construcción de una iglesia y de un altar y se manifiesta con signos preclaros.

— Además, la eucaristía, que santifica los corazones de quienes la reciben, consagra en cierta manera el altar y el lugar de la celebración, como lo afirman repetidas veces los antiguos Padres de la Iglesia: «Este altar es admirable porque, siendo piedra por su naturaleza, ha llegado a ser cosa santa después que recibió el cuerpo de Cristo» (13).

— También se hace evidente el nexo profundo que relaciona la dedicación de una iglesia con la celebración eucarística por el hecho de que la misa de dedicación tiene prefacio propio, estrechamente vinculado al rito.

8 Cf. Misal romano, Común de mártires 8, oración sobre las ofrendas; S. Ambrosio, Carta 22, 13: PL 16, 1023: «Vengan luego las víctimas triunfales al lugar en que la víctima que se ofrece es Cris­to; pero él sobre el altar, ya que padeció por todos, ellos bajo el altar, ya que han sido redimidos por su pasión.» Cf. Pseudo Máximo de TurIn, Sermón 78: PL 57, 689-690. Ap 6, 9: «Vi al pie del altar ¡as almas de los asesinados por proclamar la palabra de Dios y por el testimonio que mantenían.»
9 Cf. Ap. 8, 3-4.
10 Cf. Rm 12, 1.
11 Lc 2, 32.
12 Cf. Vigilio, papa, Carta al obispo Profuturo, 4: PL 84, 832.
13 S. Juan Crisóstomo, Homilías sobre la segunda carta a los Corintios, 20, 3: PG 61, 540.


IV. ADAPTACIÓN DEL RITO

Adaptaciones que competen a las Conferencias episcopales


18. Las Conferencias episcopales pueden adaptar este ritual a las costumbres de cada país, pero sin quitarle nada de su nobleza y solemnidad.

Con todo, se observarán estas normas:
a) Nunca se omitirá la celebración de la misa, con su prefacio propio, ni la oración de dedicación.
b) Se conservarán aquellos ritos que, por tradición litúrgica, tienen un peculiar significado y fuerza expresiva (cf. núm. 16), a no ser que obsten graves razones, adaptando adecuadamente las fórmulas, si el caso lo requiere.

Al hacer las adaptaciones, la competente autoridad eclesiástica consultará a la Sede apostólica y con su aprobación introducirá las adaptaciones (14).

Acomodaciones que competen a los ministros

19. Concierne al obispo y a quienes preparan la celebración del rito lo siguiente:
a) Establecer el modo de realizar la entrada en la iglesia (cf. núm. 11).
b) Determinar la manera de hacer la entrega de la nueva iglesia al obispo (cf. núm. 11).
c) Resolver sobre la oportunidad de colocar o no reliquias de santos, buscando ante todo el bien espiritual de los fieles y observando lo prescrito en el número 5.

Corresponde al rector de la iglesia que se va a dedicar, con la ayuda de los que cooperan en la actuación pastoral, determinar y preparar todo lo referente a las lecturas y cantos, así como los recursos encaminados a fomentar una provechosa participación del pueblo y a promover una decorosa celebración.

14 Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, núm. 40. 

V. PREPARACIÓN PASTORAL

20. Para que los fieles participen con fruto en el rito de la dedicación, es necesario que el rector de la iglesia que se va a dedicar y los peritos en pastoral los instruyan sobre el contenido de la celebración y sobre su eficacia espiritual, eclesial y misional.

Por tanto, conviene explicar a los fieles las diversas partes de la iglesia y sus usos, el rito de la dedicación y los principales símbolos litúrgicos en él empleados, para que, con ayuda de los recursos oportunos, a través de los ritos y plegarias entiendan claramente el sentido de la dedicación de la iglesia, y así participen de la acción litúrgica en forma consciente, piadosa y activa.

VI. LO QUE DEBE PREPARARSE PARA LA DEDICACIÓN DE UNA IGLESIA

21. Para la dedicación de una iglesia, se preparará lo siguiente:
a) En el lugar donde se reúne la comunidad:
- el Pontifical romano;
- la cruz que se llevará en la procesión;
- si se han de llevar procesionalmente las reliquias de los santos, se tendrá en cuenta lo que se dice en el número 24a.
b) En la sacristía o en el presbiterio o en la nave de la iglesia, según el caso:
- el Misal romano y el Leccionario;
- agua para bendecir y el hisopo;
- recipiente con el santo crisma;
- toallas para secar la mesa del altar;
- si es del caso, un mantel de lino encerado o un lienzo impermeable a la medida del altar;
- jarra y palangana con agua, toallas y todo lo necesario para lavar las manos del obispo y de los presbíteros que ungirán los muros de la iglesia;
- un gremial;
- un brasero para quemar incienso o aromas; o granos de incienso y cerillas para quemar sobre el altar;
- incensarios y la naveta con la cucharilla;
- cáliz, corporal, purificadores y manutergio;
- pan, vino y agua para la misa;
- la cruz del altar, a no ser que ya haya una cruz situada en el presbiterio o que la cruz que se llevará en la procesión de entrada sea colocada luego cerca del altar;
- manteles, cirios, candelabros;
- si se quiere, flores.

22. Conviene conservar la antigua costumbre de colocar cruces de piedra o de bronce o de otra materia conveniente, o de esculpirlas en los muros de la iglesia. Así pues, se prepararán doce o cuatro cruces, según el número de las unciones (cf. núm. 16) y se distribuirán por las paredes de la iglesia armónicamente y a una altura conveniente. Debajo de cada cruz se colocará un pequeño candelabro con su cirio, el cual se encenderá oportunamente.

23. En la misa de la dedicación de una iglesia se usarán vestiduras litúrgicas de color blanco o festivo. Se preparará:
a) Para el obispo: alba, estola, casulla, mitra, báculo pastoral y palio, si tiene facultad de usarlo.
b) Para los presbíteros concelebrantes: las vestiduras para concelebrar la misa.
c) Para los diáconos: albas, estolas y, si se quiere, dalmáticas.
d) Para los demás ministros: albas u otras vestiduras legítimamente aprobadas.

24. Si se van a colocar debajo del altar reliquias de santos, se preparará lo siguiente:

a) En el lugar donde se reúne la asamblea:
- el cofre con las reliquias, rodeado de flores y antorchas; si se hace la entrada sencilla, se puede colocar el cofre en un lugar apropiado del presbiterio, antes de comenzar el rito;
- para los diáconos que llevarán las reliquias: alba, estola de color rojo, si se trata de reliquias de mártires, o de color blanco, en los demás casos, y dalmáticas, si las hay disponibles; si las reliquias las llevan presbíteros, en lugar de las dalmáticas, se les prepararán casullas.

Pueden llevar las reliquias también otros ministros, revestidos con albas u otras vestiduras legítimamente aprobadas.

b) En el presbiterio: una mesa pequeña para colocar las reliquias mientras se realiza la primera parte del rito de la dedicación.

c) En la sacristía: mezcla de cemento para tapar la cavidad; ha de haber también un albañil que, a su tiempo, tapará el sepulcro de las reliquias.

25. Se escribirán las actas de la dedicación de la iglesia en dos ejemplares, firmados por el obispo, el rector de la iglesia y delegados de la comunidad local. Un ejemplar se guardará en el archivo diocesano, otro en el de la iglesia dedicada. Cuando se colocan reliquias, se hará un tercer ejemplar,
que se guardará en el mismo cofre de las reliquias.

En las actas se mencionarán el día, mes y año de la dedicación de la iglesia, el nombre del obispo que preside la celebración, el titular de la iglesia y, si es del caso, los nombres de los mártires o santos cuyas reliquias se colocan bajo el altar.

Además, en un sitio apropiado de la iglesia, se colocará una inscripción que mencione el día, mes y año de la celebración, el titular de la iglesia y el nombre del obispo que celebró el rito.

VII ANIVERSARIO DE LA DEDICACIÓN

A. Aniversario de la dedicación de la iglesia catedral

26. Para manifestar la importancia y dignidad de la Iglesia particular, se celebrará cada año el día aniversario de la dedicación de su iglesia catedral, como solemnidad en la misma iglesia catedral, como fiesta en las de­ más iglesias de la diócesis (15). Si el mismo día aniversario está perpetuamente
impedido, se asignará su celebración para el día libre más cercano.

Conviene que en este día aniversario el obispo concelebre la eucaristía en la iglesia catedral con el capítulo de los canónigos o el consejo presbiteral y con la mayor participación posible de fieles.

B. Aniversario de la dedicación de la iglesia propia

27. Se celebra el día aniversario de la dedicación de la iglesia como solemnidad (16)

15 Cf. Calendario romano, Tabla de los días litúrgicos, I 4 b y II 8 b.
16 Cf. ibid., I 4 b.

lunes, 27 de enero de 2020

Colocación de la primera piedra o comienzo de la construcción de una iglesia.

Ritual de la dedicación de iglesias y altares (3ª edición). 

COLOCACIÓN DE LA PRIMERA PIEDRA O COMIENZO DE LA CONSTRUCCIÓN DE UNA IGLESIA

NORMAS GENERALES

Cuando se empieza la construcción de una nueva iglesia conviene celebrar un rito para implorar la bendición de Dios sobre la obra y para recordar a los fieles que el edificio de piedras materiales es signo visible de aquella Iglesia viva o edificación de Dios formada por ellos mismos (1).

Según el uso litúrgico, este rito consta de bendición del terreno de la nueva iglesia y de bendición y colocación de la primera piedra.

Si por alguna razón de tipo artístico o estructural no se coloca la primera piedra, conviene, con todo, celebrar el rito de bendición del terreno de la nueva iglesia, para consagrar a Dios el comienzo de la obra.

El rito de colocación de la primera piedra o del comienzo de la nueva iglesia puede realizarse en cualquier día y hora, excepto en el Triduo pascual, pero se escogerá un día de gran afluencia de fieles.

Conviene que el obispo diocesano celebre el rito. Si él no puede hacerlo, encomendará este oficio a otro obispo o presbítero, sobre todo al que tenga como asociado y colaborador en el cuidado pastoral de la diócesis o de la comunidad para la cual se edifica la Iglesia.

Se avisará con tiempo a los fieles el día y la hora de la celebración, y el párroco u otros encargados de ello los instruirán sobre el sentido del rito y sobre la veneración que merece la iglesia que para ellos se construye. Conviene invitar también a los fieles a que ayuden gustosamente en la construcción de la iglesia.

En cuanto sea posible, procúrese que el terreno de la futura iglesia esté bien delimitado y que se pueda circundar.

En el lugar del futuro altar se clavará una cruz de madera de altura conveniente.

Para este rito se preparará lo siguiente: a) el Pontifical romano y el Leccionario; b) la sede para el obispo; c) la primera piedra, si es del caso, la cual, según costumbre, será cuadrada y angular; además el cemento y las herramientas para colocar la piedra en los cimientos; d) agua bendita con el hisopo; e) el incensario y la naveta; f) la cruz procesional y los ciriales para los ministros.

Se utilizará un buen equipo de sonido, para que el pueblo congregado pueda oír fácilmente las lecturas, oraciones y moniciones.

Se usarán vestiduras de color blanco o festivo: a) para el obispo: alba, estola, capa pluvial, mitra y báculo; b) para el presbítero, si es él quien preside la celebración: alba, estola y capa pluvial; c) para los diáconos: alba, estola y, si se quiere, la dalmáti­ca ; d) para los demás ministros: alba u otras vestiduras legítimamente aprobadas.

(1) Cf, I Co 3, 9; Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, num. 6.

ACCESO AL LUGAR EN QUE SE CONSTRUIRÁ LA IGLESIA

La reunión del pueblo y el acceso al lugar donde se celebrará el rito se hace, teniendo en cuenta los tiempos y lugares, según una de las siguientes formas:

1.ª forma: 

Procesión

A la hora conveniente se hace la reunión en algún lugar apropiado, desde donde los fieles irán procesionalmente al lugar designado.

El obispo, con mitra y báculo, se dirige con los ministros al lugar donde se haya reunido el pueblo. Allí deja el báculo y la mitra y saluda a los fieles con estas u otras palabras tomadas preferentemente de la sagrada Escritura:
La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo esté con todos vosotros.

El pueblo contesta: 
Y con tu espíritu.

O bien otras palabras adecuadas.

Después, el obispo habla brevemente a los fieles para prepararlos a la celebración e ilustrar el sentido de la misma.

Terminada la monición, el obispo dice: 
Oremos.

Todos oran, por unos instantes, en silencio.
Luego, el obispo prosigue:
Padre celestial,
tú fundaste la Iglesia
edificada sobre el cimiento de los apóstoles
y con el mismo Cristo Jesús por piedra angular;
haz que tu pueblo, reunido en tu nombre,
te venere, te ame, te siga
y vaya creciendo hasta formar un templo donde habite tu gloria,
y así, llevado por ti, llegue finalmente a la ciudad celestial.
Por Jesucristo nuestro Señor.
R. Amén.

Terminada la oración, el obispo recibe la mitra y el báculo; el diácono, si es el caso, se dirige a los fieles con estas u otras palabras:
Iniciemos nuestra procesión al sitio de la nueva iglesia, cantando las alabanzas del Señor.

Y se ordena la procesión en la forma acostumbrada. Precede el crucífero entre dos ministros con los ciriales; sigue el clero, luego el obispo con los diáconos acompañantes y demás ministros y finalmente los fieles. Durante la procesión, se canta la antífona siguiente, con el salmo 83 (sin Gloria al Padre), u otro canto adecuado:

R. Mi alma anhela los atrios del Señor. (T. P. Aleluya.)

¡Qué deseables son tus moradas,
Señor del universo!
Mi alma se consume y anhela
los atrios del Señor,
mi corazón y mi carne
retozan por el Dios vivo. R.

Hasta el gorrión ha encontrado una casa;
la golondrina, un nido
donde colocar sus polluelos:
tus altares, Señor del universo,
Rey mío y Dios mío. R.

Dichosos los que viven en tu casa,
alabándote siempre.
Dichoso el que encuentra en ti su fuerza
y tiene tus caminos en su corazón. R.

Cuando atraviesan áridos valles,
los convierten en oasis,
como si la lluvia temprana los cubriera de bendiciones;
caminan de baluarte en baluarte
hasta ver al Dios de los dioses en Sión. R.

Señor del universo, escucha mi súplica;
atiéndeme, Dios de Jacob.
Fíjate, oh Dios, escudo nuestro,
mira el rostro de tu Ungido. R.

Vale más un día en tus atrios
que mil en mi casa,
y prefiero el umbral de la casa de Dios
a vivir con los malvados. R.

Porque el Señor Dios es sol y escudo,
el Señor da la gracia y la gloria;
y no niega sus bienes
a los de conducta intachable.
¡Señor del universo, dichoso el hombre
que confía en ti! R.

2.ª forma:

Reunión en el sitio de la futura iglesia

Si no se puede hacer la procesión o no parece conveniente, los fieles se reúnen en el sitio de la futura iglesia. Una vez reunido el pueblo, se canta la siguiente aclamación u otro canto adecuado:

La paz eterna venga sobre esta asamblea
de parte del eterno Padre,
la paz perenne, que es el Verbo del Padre,
sea paz para el pueblo de Dios,
y que el Espíritu consolador
conceda la paz a todos los hombres.

Mientras tanto, el obispo, con mitra y báculo, se dirige al lugar donde se haya reunido el pueblo. Allí deja el báculo y la mitra y saluda a los fieles con estas u otras palabras tomadas preferentemente de la sagrada Escritura:
La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor del Padre y la comunión del Espíritu Santo esté con todos vosotros.

El pueblo contesta: 
Y con tu espíritu.

O bien otras palabras adecuadas.

Después, el obispo habla brevemente a los fieles para prepararlos a la celebración e ilustrar el sentido de la misma.

Terminada la monición, el obispo dice: 
Oremos.

Todos oran, por unos instantes, en silencio. 
Luego, el obispo prosigue :
Padre celestial,
tú fundaste la Iglesia
edificada sobre el cimiento de los apóstoles
y con el mismo Cristo Jesús por piedra angular;
haz que tu pueblo, reunido en tu nombre,
te venere, te ame, te siga
y vaya creciendo hasta formar un templo donde habite tu gloria,
y así, llevado por ti, llegue finalmente a la ciudad celestial.
Por Jesucristo nuestro Señor.
R. Amén.

LECTURA DE LA PALABRA DE DIOS

Entonces se leen uno o varios textos de la sagrada Escritura entre los que se proponen en el Leccionario para la dedicación de una iglesia, intercalando oportunamente el salmo responsorial u otro canto apropiado. Conviene leer, sobre todo si se coloca la primera piedra, uno de los textos que se hallan en el Leccionario.

Terminadas las lecturas se hace la homilía, en la cual se ilustran las lecturas bíblicas y se explica el sentido de la celebración: que Cristo es la piedra angular de la Iglesia y que el edificio que la Iglesia viva de los fieles va a construir habrá de ser la casa de Dios y también del pueblo de Dios.

Después de la homilía, si es costumbre del lugar, se puede leer el documento de la bendición de la primera piedra y del comienzo de la construcción, que será firmado por el obispo y por los delegados de quienes van a construir la iglesia, y será incluido en los cimientos junto con la primera piedra.

BENDICIÓN DEL TERRENO DE LA NUEVA IGLESIA

Terminada la homilía, el obispo deja la mitra, se levanta y bendice el terreno de la nueva iglesia, diciendo:
Oremos.
Dios, Padre nuestro,
que llenas de tal manera el universo
que tu nombre es glorificado en todas partes,
bendice + a estos hijos tuyos
que, con su generosidad y su trabajo, han dispuesto este terreno
con la intención de edificar en él una iglesia para ti;
haz que, con los mismos sentimientos de unidad y de alegría
con que celebran hoy esta ceremonia inaugural,
puedan luego celebrar en tu templo los sagrados misterios
y alabarte para siempre en el cielo.
Por Jesucristo nuestro Señor.
R. Amén.

Luego, con la mitra puesta, el obispo asperja el sitio de la nueva iglesia con agua bendita, sea desde el centro o recorriendo procesionalmente el circuito de los cimientos con los ministros. En este caso, se canta la antífona siguiente, con el salmo 47, 2-4. 9-11. 13-15 (sin Gloria al Padre), u otro canto adecuado: 

R. Las murallas de Jerusalén serán adornadas con piedras preciosas y sus torres serán construidas con perlas (T. P. Aleluya.)

Grande es el Señor
y muy digno de alabanza
en la ciudad de nuestro Dios,
su monte santo, altura hermosa,
alegría de toda la tierra. R.

El monte Sión, confín del cielo,
ciudad del gran rey;
entre sus palacios,
Dios descuella como un alcázar. R.

Lo que habíamos oído lo hemos visto
en la ciudad del Señor del universo,
en la ciudad de nuestro Dios:
que Dios la ha fundado para siempre. R.

Oh Dios, meditamos tu misericordia
en medio de tu templo:
como tu nombre, oh Dios,
tu alabanza llega al confín de la tierra.
Tu diestra está llena de justicia. R.

Dad la vuelta en torno a Sión,
contando sus torreones;
14 fijaos en sus baluartes,
observad sus palacios. R.

Para poder decirle a la próxima generación:
«Porque este es Dios, nuestro Dios
eternamente y por siempre».
Él nos guiará por siempre jamás. R.

Una vez terminada la bendición del sitio, si se va a colocar la primera piedra, ésta se bendice y se coloca como se indica más adelante. En caso contrario, se termina con la conclusión del rito.

BENDICIÓN Y COLOCACIÓN DE LA PRIMERA PIEDRA

El obispo va al sitio donde se ha de colocar la primera piedra, deja la mitra y bendice la piedra diciendo:
Oremos.
Señor, Padre santo,
por el profeta Daniel prefiguraste a tu Hijo,
nacido de la Virgen María,
como la piedra desprendida de la montaña
sin intervención humana
y por el Apóstol lo designaste como único cimiento de tu Iglesia;
dígnate bendecir + esta primera piedra
que vamos a colocar en su nombre
y concédenos que el mismo Jesucristo,
a quien constituiste principio y fin de todas las cosas,
asegure el comienzo, el progreso y el término de esta obra.
Por Jesucristo nuestro Señor.
R. Amén.

A continuación, si se juzga oportuno, el obispo rocía la piedra con agua bendita y la inciensa. Luego, toma de nuevo la mitra.

Después, el obispo coloca la primera piedra en los cimientos; puede mientras tanto permanecer en silencio o decir estas u otras palabras:
Por nuestra fe en Jesucristo
colocamos la primera piedra en el cimiento de esta construcción,
para que, en la iglesia que aquí se levantará,
recibamos la fuerza y la gracia de los sacramentos celestiales,
y sea invocado y alabado el nombre de nuestro Señor Jesucristo.
A él la gloria y el poder por los siglos de los siglos.
R. Amén.

Luego, un obrero fija la piedra con cemento. Mientras tanto, se puede cantar la siguien­te antífona u otro canto adecuado:
La casa del Señor está construida sólidamente sobre roca firme. (T. P. Aleluya.)

CONCLUSIÓN DEL RITO

Terminado el canto, el obispo deja la mitra. Sigue la oración universal o de los fieles, usando la siguiente fórmula u otra adecuada:

El obispo invita a los fieles a orar, diciendo:
Queridos hermanos, invoquemos a Dios, Padre todopoderoso, para que él, que nos ha reunido aquí para edificarle una nueva iglesia, haga de nosotros templo vivo de su gloria, edificado sobre su Hijo Jesucristo, piedra angular del mismo. Digámosle: Señor, bendice y guarda a tu Iglesia.

Todos:
R. Señor, bendice y guarda a tu Iglesia.

Se prosigue con las invocaciones siguientes, después de cada una de las cuales, la asamblea repite la respuesta indicada.
- Para que reúna en torno a sí a todos sus hijos que el pecado ha dispersado, roguemos al Señor. R.
- Para que se digne cimentar sobre la roca firme de su Iglesia a todos los que con sus dádivas o con su trabajo contribuirán a la construcción de este edificio, roguemos al Señor. R.
- Por aquellos de nuestros hermanos a quienes unas circunstancias adversas impiden la construcción de iglesias dedicadas al nombre del Señor; que se esfuercen en edificarse a sí mismos como templo vivo, en testimonio de su fe y de su espíritu de alabanza, roguemos al Señor. R.
- Por todos los aquí presentes; para que, pulimentados por el divino Artífice, nos hagamos dignos de participar en los sagrados misterios que aquí se celebrarán, roguemos al Señor. R.

Luego, el obispo puede introducir la oración dominical con estas palabras u otras semejantes:
Unamos la voz de la Iglesia orante a la voz de Cristo y supliquemos al Padre celestial con las palabras que su Hijo nos enseñó.

Todos recitan la oración dominical.

El obispo prosigue:
Señor, Padre santo, te glorificamos,
porque a tus fieles,
construidos por el bautismo como templos a ti consagrados,
les concedes edificar santuarios dedicados a tu gloria;
mira propicio a tus hijos
que comienzan alegres la construcción de una nueva iglesia,
y concédeles crecer para formar un templo para tu gloria,
hasta que, perfeccionados con tu gracia,
lleguen a la ciudad celestial.
Por Jesucristo nuestro Señor.
R. Amén.

El obispo recibe la mitra y el báculo y bendice al pueblo como de costumbre. 

El diácono despide a la asamblea, diciendo:
Podéis ir en paz.

Todos:
Demos gracias a Dios.