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viernes, 31 de julio de 2020

Viernes 4 septiembre 2020, Lecturas Viernes XXII semana del Tiempo Ordinario, año par.

LITURGIA DE LA PALABRA
Lecturas del Viernes de la XXII semana del Tiempo Ordinario, año par (Lec. III-par).

PRIMERA LECTURA 1 Cor 4, 1-5
El Señor pondrá al descubierto los designios del corazón

Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios.

Hermanos:
Que la gente solo vea en nosotros servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios. Ahora, lo que se busca en los administradores es que sean fieles. Para mí lo de menos es que me pidáis cuentas vosotros o un tribunal humano; ni siquiera yo me pido cuentas. La conciencia, es verdad, no me remuerde; pero tampoco por eso quedo absuelto: mi juez es el Señor.
Así, pues, no juzguéis antes de tiempo, dejad que venga el Señor. Él iluminará lo que esconden las tinieblas y pondrá al descubierto los designios del corazón; entonces cada uno recibirá de Dios lo que merece.

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Salmo responsorial Sal 36, 3-4. 5-6. 27-28. 39-40 (R.: 39a)
R.
El Señor es quien salva a los justos.
Salus iustórum a Dómino est.

V. Confía en el Señor y haz el bien:
habitarás tu tierra y reposarás en ella en fidelidad;
sea el Señor tu delicia,
y él te dará lo que pide tu corazón.
R. El Señor es quien salva a los justos.
Salus iustórum a Dómino est.

V. Encomienda tu camino al Señor,
confía en él, y él actuará:
hará tu justicia como el amanecer,
tu derecho como el mediodía.
R. El Señor es quien salva a los justos.
Salus iustórum a Dómino est.

V. Apártate del mal y haz el bien,
y siempre tendrás una casa;
porque el Señor ama la justicia
y no abandona a sus fieles.
Los inicuos son exterminados,
la estirpe de los malvados se extinguirá.
R. El Señor es quien salva a los justos.
Salus iustórum a Dómino est.

V. El Señor es quien salva a los justos,
él es su alcázar en el peligro;
el Señor los protege y los libra,
los libra de los malvados y los salva
porque se acogen a él.
R. El Señor es quien salva a los justos.
Salus iustórum a Dómino est.

Aleluya Jn 8, 12b
R.
Aleluya, aleluya, aleluya.
V. Yo soy la luz del mundo -dice el Señor-; el que me sigue tendrá la luz de la vida. R.
Ego sum lux mundi, dicit Dóminus; qui séquitur me, habébit lumen vitæ.

EVANGELIO Lc 5, 33-39
Les arrebatarán al esposo, entonces ayunarán
Lectura del santo Evangelio según san Lucas.
R. Gloria a ti, Señor.

En aquel tiempo, los fariseos y los escribas dijeron a Jesús:
«Los discípulos de Juan ayunan a menudo y oran, y los de los fariseos también; en cambio, los tuyos, a comer y a beber».
Jesús les dijo:
«¿Acaso podéis hacer ayunar a los invitados a la boda mientras el esposo está con ellos? Llegarán días en que les arrebatarán al esposo, entonces ayunarán en aquellos días».
Les dijo también una parábola:
«Nadie recorta una pieza de un manto nuevo para ponérsela a un manto viejo; porque, si lo hace, el nuevo se rompe y al viejo no le cuadra la pieza del nuevo.
Nadie echa vino nuevo en odres viejos: porque, si lo hace, el vino nuevo reventará los odres y se derramará, y los odres se estropearán.
A vino nuevo, odres nuevos.
Nadie que cate vino añejo quiere del nuevo, pues dirá: “El añejo es mejor”».

Palabra del Señor.
R. Gloria a ti, Señor Jesús.

San Agustín, de quaest. evang. 2, 18
Los apóstoles también son comparados a los pellejos antiguos, porque cuando reciben el vino nuevo de los preceptos espirituales, más bien se rompen que lo contienen. De aquí prosigue: "Porque de otra manera el vino nuevo rompe los odres, y el vino se vierte", etc. Fueron ya odres nuevos cuando fueron renovados por medio de la oración y de la esperanza, después de la ascensión del Señor, y cuando recibieron el Espíritu Santo, por el deseo que tenían de ser consolados. De donde prosigue: "Mas el vino nuevo debe echarse en odres nuevos, para que ambos se conserven".

San Juan Pablo II, Homilía en la Misa para los alumnos del Seminario Mayor de Roma (14-octubre-1980).

MISA PARA LOS ALUMNOS DEL SEMINARIO MAYOR DE ROMA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Capilla Paulina del Vaticano, Martes 14 de octubre de 1980

¡Queridísimos seminaristas del seminario romano mayor!

Os expreso mi paterna alegría por la ocasión que aquí os reúne: termináis vuestros ejercicios espirituales en torno al altar del Señor con una celebración litúrgica con el Papa, vuestro Obispo. Os doy las gracias por la alegría que me proporcionáis; y pienso que estaréis bien dispuestos a dejar entrar en vuestra alma, sin ninguna condición, todas esas iluminaciones y exhortaciones que en estos días os han venido del Espíritu Santo mediante la palabra del predicador; por tanto, deseo que sepáis traducir en la práctica los oportunos propósitos para un ulterior avance en el camino de la perfección espiritual, a la que el Señor os llama no sólo como cristianos, sino también y sobre todo como candidatos al sacerdocio.

Si para mí es siempre motivo de alegría y consuelo encontrarme con todos los jóvenes (¡y en todos mis viajes no dejo de hacerlo!), lo es aún más encontrarme con vosotros, jóvenes seminaristas de mi diócesis de Roma, a los que amo realmente como a las pupilas de mis ojos, porque veo en vosotros a los futuros colaboradores del Sucesor de Pedro en la sede romana. Y esta alegría que veo brillar también en vuestros ojos y que comparto con vosotros en este momento litúrgico, parece encontrar un eco significativo en la Palabra de Dios que acaba de ser proclamada. En efecto, en la primera lectura, San Pablo nos exhorta a que vivamos "alegres con la esperanza" (Rom 12, 12), y a alegrarnos "con los que se alegran" (Rom 12, 15). El Salmo responsorial nos indica la raíz de estos sentimientos: "En tu voluntad está mi alegría" (Sal 118, 16). Y por último, el Evangelio, con la narración de la parábola de los talentos, mientras nos alienta al empleo generoso de todas nuestras energías, nos señala al mismo tiempo la meta final, que es la consecución y la consumación de la alegría perfecta: "Siervo bueno y fiel..., entra en el gozo de tu señor" (cf. Mt 25, 21-23).

Todo esto indica un estilo de vida, dice sobre todo con qué espíritu el candidato al sacerdocio debe emprender su exigente itinerario espiritual. Este espíritu tiene que manifestarse en los diversos quehaceres de la vida cotidiana, en una gozosa donación de sí mismo, hecha de optimismo, de entusiasmo y de empuje para comprender mejor hoy la Buena Nueva que estáis llamados a vivir en la intimidad de vuestra alma y de vuestro seminario, y para comunicar mejor mañana al pueblo cristiano "el gozo de su salvación" (Sal 50, 14).

Sólo esta riqueza interior os dará la fuerza para responder fielmente a una llamada tan exigente como es la sacerdotal, que no os promete nada de lo que el mundo considera atrayente, sino al contrario, os pide generosidad, renuncia a uno mismo, sacrificio y, a veces, incluso heroísmo. En esta visión, el mismo celibato, que a los ojos del mundo profano puede parecer negativo, se convierte en consoladora expresión de amor único, incomparable e inextinguible hacia Cristo y las almas, a quienes asegura total disponibilidad en el ministerio pastoral.

Si estáis animados por ese espíritu sabréis alejaros de ciertas formas de comportamiento vacío y estéril, que tiende más a disgregar y destruir que a edificar y realizar; encontraréis la capacidad de saberos someter tanto a la necesaria disciplina y a la obediencia debida a vuestros superiores, como a la mortificación voluntariamente escogida por vosotros; en una palabra, sabréis ser decididos y prudentes en la conducta moral, dando a vuestro sello espiritual tal energía de fidelidad que no os deje retroceder frente a las dificultades que inevitablemente se presentarán en vuestro camino.

Hijos carísimos: El tiempo de vuestra preparación al sacerdocio os permitirá realizar todo esto si tenéis esta gozosa y, por tanto, desinteresada visión de los deberes que os esperan: sabed aprovecharla sobre todo en la oración y en la meditación de la Sagrada Escritura, para tener siempre esa reserva espiritual que es necesaria para desarrollar mañana la misión que la Iglesia tiene intención de confiaros. "Aprovechad estos años en el seminario —como ya dije a los seminaristas de Guadalajara— para llenaros de los sentimientos del mismo Cristo... Veréis cómo, a medida que va madurando vuestra vocación en esta escuela, vuestra vida irá asumiendo gozosamente una marca específica, una indicación bien precisa: la orientación a los demás... De este modo, lo que humanamente podría parecer un fracaso, se convierte en un radiante proyecto de vida, ya examinado y aprobado por Jesús: no existir para ser servido, sino para servir (cf. Mt 20, 28)" (L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 11 de febrero de 1979, pág. 6).

Y ahora, mientras presentamos al Padre la ofrenda que se convertirá en el Cuerpo y la Sangre de su Hijo Divino, roguémosle juntos para que nos conceda todas estas gracias, por la intercesión de la Virgen Santísima, Madre de la Confianza y celestial Patrona de vuestro seminario. Amén.

jueves, 30 de julio de 2020

San Juan Pablo II, Homilía en la Misa inaugural del X Congreso Eucarístico de Brasil (9-julio-1980).

VIAJE APOSTÓLICO A BRASIL
MISA INAUGURAL DEL X CONGRESO EUCARÍSTICO DE BRASIL
HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II 

Fortaleza, Miércoles 9 de julio de 1980

Señor cardenal Aloísio Lorscheider, arzobispo de Fortaleza,
mis amados hermanos en el Episcopado, en el sacerdocio,
hijos e hijas carísimos:

1. "Banquete sagrado en el cual Cristo es el pan, en el cual su pasión es por nosotros revivida: nuestra alma se llena de gracia y se nos ofrece en prenda la eternidad".

A partir de este momento, y durante varios días, Fortaleza se convierte, de modo especialísimo, en el cenáculo donde se celebra ese banquete de que habla la liturgia, cantando y afirmando la fe de la Iglesia en el Santísimo Sacramento.

Esta celebración nos recuerda nuevamente que el Dios de nuestra fe no es un ser lejano, que contemple con indiferencia la suerte de los hombres, sus afanes, sus luchas y sus angustias. Es un Padre que ama a sus hijos, hasta el punto de enviarles a su Hijo, a su Verbo, "para que tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10, 10).

Es ese Padre amoroso, que ahora nos atrae suavemente, por la acción del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones (cf. Rom 5, 5).

¡Cuántas veces en nuestra vida hemos visto separarse a dos personas que se aman! Durante la horrenda y dura guerra, en mi juventud, vi partir a jóvenes sin esperanza de volver, a padres arrancados de casa sin saber si volverían algún día a encontrar a los suyos. Y en la hora de la partida, un gesto, una fotografía, un objeto que pasa de una mano a otra para prolongar de algún modo la presencia en la ausencia., Y nada más. El amor humano sólo es capaz de estos símbolos.

En testimonio y como lección de amor, en el momento de la despedida, "viendo Jesús que llegaba su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin" (Jn13, 1). Y así. en las vísperas de aquella última Pascua pasada en este mundo con sus amigos, Jesús "tomó el pan y, después de dar gracias, lo partió y dijo: esto es mi cuerpo, que se da por vosotros; haced esto en memoria mía. Y asimismo, después de cenar, tomó el cáliz, diciendo: Este es el cáliz de la Nueva Alianza en mi sangre; cuantas veces lo bebáis, haced esto en memoria mía" (1 Cor 11, 23-25).

Así, al despedirse, el Señor Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, no deja a sus amigos un símbolo, sino la realidad de Sí mismo. Va junto al Padre, pero permanece entre nosotros los hombres. No deja un simple objeto para evocar su memoria. Bajo las especies del pan y del vino está El, realmente presente, con su Cuerpo y su Sangre, su alma y divinidad. Así, como decía un clásico de vuestra lengua (fray Antonio das Chagas, Sermões,1764, pág. 220, San Cayetano): "juntándose un infinito poder con un infinito amor, ¿qué había de conseguirse sino el mayor milagro y la mayor maravilla?".

Cada vez que nos congregamos para celebrar, como Iglesia pascual que somos, la fiesta del Cordero inmolado y vuelto a la vida, del Resucitado presente en medio de nosotros, por fuerza hay que tener bien vivo en la mente el significado del encuentro sacramental y de la intimidad con Cristo (cf. Carta a todos los obispos de la Iglesia sobre el Misterio y culto de la Sagrada Eucaristía, 24 febrero, 1980, núm. 4).

2. De esta conciencia, madura en la fe, brota la respuesta más profunda y agradecida a la pregunta que orienta a la reflexión en este Congreso Eucarístico Nacional: "¿Dónde vas?". ¿Hacia qué horizontes se dirigen los esfuerzos con los que construyes fatigosamente tu mañana? ¿Cuáles son las metas que esperas alcanzar a través de las luchas, del trabajo, de los sacrificios, a que te sometes en tu vivir cotidiano? Sí; ¿hacia dónde va el hombre peregrino por el camino del mundo y de la historia? Creo que, si prestásemos atención a la respuestas, decididas o vacilantes, esperanzadas o dolorosas, que tales preguntas suscitan en cada persona —no solamente en este país, sino también en otras regiones de la tierra—, quedaríamos sorprendidos con la identidad sustancial que hay entre ellas. Los caminos de los hombres son, frecuentemente, muy diferentes entre sí, los objetivos inmediatos que se proponen, presentan normalmente características no sólo divergentes, sino a veces hasta contrarias. Y sin embargo, la meta última hacia la que todos indistintamente se dirigen es siempre la misma: todos buscan la plena felicidad personal en el contexto de una verdadera comunión de amor. Si tratarais de penetrar hasta en lo más profundo de vuestros anhelos y de los anhelos de quienes pasan por vuestro lado, descubriríais que es ésta la aspiración común de todos, ésta la esperanza que, después de los fracasos, resurge siempre en el corazón humano, de las cenizas de toda desilusión.

Nuestro corazón busca la felicidad y quiere experimentarla en un contexto de amor verdadero. Pues bien; el cristiano sabe que la satisfacción auténtica de esta aspiración sólo se puede encontrar en Dios, a cuya imagen el hombre fue creado (cf. Gén 1, 27). "Nos hiciste para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti" (Confes. 1, 1). Cuando Agustín, de vuelta de una tortuosa e inútil búsqueda de la felicidad en toda clase de placer y de vanidad, escribía en la primera página de sus Confesiones estas famosas palabras, no hacía sino dar expresión a la exigencia esencial que surge de lo más profundo de nuestro ser.

3. Es una exigencia que no está destinada a la decepción y a la frustración: la fe nos asegura que Dios vino al encuentro del hombre en la persona de Cristo, en el cual "habita toda la plenitud de la divinidad" (Col 2, 9). Así, pues, si el hombre desea encontrar satisfacción para la sed de felicidad que le abrasa el corazón, debe orientar sus pasos hacia Cristo. Cristo no está lejos de él. Nuestra vida aquí, en la tierra, es en realidad un continuo sucederse de encuentros con Cristo; con Cristo presente en la Sagrada Escritura, como Palabra de Dios; con Cristo, presente en sus ministros, como Maestro, sacerdote y Pastor; con Cristo presente en el prójimo, especialmente en los pobres, en los enfermos, en los marginados, que constituyen sus miembros dolientes; con Cristo presente en los sacramentos, que son canales de su acción salvadora; con Cristo, huésped silencioso de nuestros corazones, donde habita comunicando su vida divina.

Todo encuentro con Cristo deja marcas profundas. Sean encuentros nocturnos, como el de Nicodemus; encuentros casuales, como el de la samaritana; encuentros buscados, como el de la pecadora arrepentida; encuentros suplicantes como el del ciego a las puertas de Jericó; o encuentros por curiosidad, como el de Zaqueo; o también, encuentros de intimidad, como los de los Apóstoles llamados para seguirlo; encuentros fulgurantes, como el de Pablo en el camino de Damasco.

Pero el encuentro más íntimo y transformador, hacia el cual se ordenan todos los otros encuentros, es el encuentro en la "mesa del misterio eucarístico, esto es, en la mesa del pan del Señor" (Carta a todos los obispos de la Iglesia sobre el Misterio y culto de la Sagrada Eucaristía, 11). Aquí es Cristo en persona quien acoge al hombre, maltratado por las asperezas del camino y lo conforta con el calor de su comprensión y de su amor. En la Eucaristía hallan su plena actuación las dulcísimas palabras: "Venid a Mí, todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré" (Mt 11, 28). Ese alivio personal y profundo, que constituye la razón última de toda nuestra fatiga por los caminos del mundo, lo podemos encontrar —al menos como participación y pregustación— en ese Pan divino que Cristo nos ofrece en la mesa eucarística.

4. Una mesa. No fue casualidad que el Señor, deseando darse por entero a nosotros, eligiera la forma de comida en familia. El encuentro en torno a una mesa dice relación interpersonal y posibilidad de conocimiento recíproco, de cambios mutuos, de diálogo enriquecedor. El convite eucarístico se hace así signo expresivo de comunión, de perdón y de amor.

¿No son estas las realidades de las que se siente necesitado nuestro corazón peregrino? No puede pensarse en una felicidad humana auténtica, fuera de este contexto de conciliación y de amistad sincera. Pues bien, la Eucaristía no sólo significa esta realidad, sino que la promueve eficazmente. San Pablo tiene una frase sumamente clara a este respecto: "Nosotros —observa— somos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan" (1 Cor 10, 17). El alimento eucarístico, haciéndonos "consanguíneos" de Cristo, nos hace hermanos y hermanas entre nosotros. San Juan Crisóstomo sintetiza así, con estilo incisivo, los efectos de la participación en la Eucaristía: "Nosotros somos ese mismo cuerpo. ¿Qué es en realidad el pan? El Cuerpo de Cristo. ¿Qué se hacen los que comulgan? Cuerpo de Cristo. De hecho, como el pan es el resultado de muchos granos que, aunque sigan siendo ellos mismos, sin embargo no se distinguen porque están unidos, así también nosotros nos unimos mutuamente con Cristo. No se alimenta uno de un cuerpo y otro de otro cuerpo distinto, sino todos del mismo cuerpo" (Comentario a la Primera Carta a los Corintios).

La comunión eucarística constituye, pues, el signo de reunión de todos los fieles. Signo verdaderamente sugestivo porque en la sagrada mesa desaparece toda diferencia de raza o de clase social permaneciendo solamente la participación de todos en el mismo alimento sagrado. Esa participación, idéntica en todos, significa y realiza la supresión de todo lo que divide a los hombres y efectúa el encuentro de todos a un nivel superior, donde toda oposición queda eliminada. La Eucaristía se hace de ese modo el gran instrumento de aproximación de los hombres entre si. Siempre que los fieles participan de ella con corazón sincero, no pueden dejar de recibir un nuevo impulso para una mejor relación entre sí, con el reconocimiento recíproco de los propios derechos y también de los correspondientes deberes. De esa forma, se facilita el cumplimiento de las exigencias pedidas por la justicia, debido precisamente al clima particular de relaciones interpersonales que la caridad fraterna va creando dentro de la propia comunidad.

Es instructivo recordar, a este respecto, lo que sucedía entre los cristianos de los primeros tiempos, a quienes los Hechos de los Apóstoles los describen "asiduos... en la fracción del pan" (Act 2, 42). De ellos se decía que "vivían unidos, teniendo todos sus bienes en común; pues vendían sus posesiones y haciendas y las distribuían entre todos según la necesidad de cada uno" (ib., vv. 44-45). Con tal procedimiento, los primeros cristianos ponían en práctica espontáneamente "el principio, según el cual los bienes de este mundo están destinados por el Creador para atender las necesidades de todos, sin excepción" (cf. Pablo VI, Mensaje de Cuaresma de 1978). La caridad, alimentada en la común "fracción del pan", se expresaba con natural continuidad en la alegría de gozar juntos de los bienes que Dios generosamente había puesto a disposición de todos. De la Eucaristía brota, como actitud cristiana, fundamental, la repartición fraterna.

5. A este respecto y bajo esta luz, me viene espontáneamente al alma la difícil condición de aquellos que, por razones diversas, deben abandonar su tierra de origen y trasladarse a otras regiones: los emigrantes. La pregunta: "¿Dónde vas?" adquiere en su caso una dimensión especialmente realista: la dimensión de malestar y de soledad y, a menudo, la dimensión de incomprensión y de repulsa.

El cuadro de la movilidad humana, en este vuestro país, es amplio y complejo. Amplio, porque abarca millones de personas de todas las categorías. Complejo, por las causas que supone, por las consecuencias que provoca, por las decisiones que exige. El número de los que emigran dentro de esta inmensa nación alcanza, por lo que he podido saber, alturas que preocupan a los responsables; una buena parte de esos emigrantes va en busca de mejores condiciones de vida, saliendo de ambientes saturados de población, hacia lugares más deshabitados, o de mejores condiciones de clima, que ofrecen, por eso mismo, la posibilidad de un progreso económico y social más fácil. Y no son pocos también los brasileños que traviesan la frontera.

Pero Brasil, como también los otros países del continente americano, es una nación que ya dio mucho y debe mucho a la inmigración; quiero recordar aquí a los portugueses, los españoles, los polacos, los italianos, los alemanes, los franceses, los holandeses y tantos otros de África, del Medio y del Extremo Oriente, prácticamente del mundo entero, que aquí encontraron vida y bienestar. Y todavía hoy, no son pocos los extranjeros que piden trabajo y casa a este siempre generoso Brasil. En esta compleja situación, ¿cómo no pensar, por tanto, en el desarraigo cultural y tal vez lingüístico, en la separación, temporal o definitiva, de la familia, en las dificultades de inserción y de integración en el nuevo ambiente, en el desequilibrio socio-político, en los dramas psicológicos y en tantas otras consecuencias, especialmente, de carácter interior y espiritual?

La Iglesia en Brasil ha querido unir la celebración de este Congreso Eucarístico con el problema de las migraciones. "¿Dónde vas?". Es una pregunta a la cual cada uno debe dar su respuesta, que respete las legítimas aspiraciones de los demás. La Iglesia nunca se cansó ni se cansará de proclamar los derechos fundamentales del hombre: "el derecho a habitar libremente en el propio país, a tener una patria, a emigrar por el interior y hacia el extranjero y establecerse por motivos legítimos; o convivir en cualquier lugar con la propia familia; a disponer de los bienes necesarios para la vida; a conservar y desarrollar el propio patrimonio étnico, cultural, lingüístico; a profesar públicamente la propia religión, a ser reconocido y tratado en conformidad con la dignidad de persona en cualquier circunstancia" (Iglesia y movilidad humana, 1978, II, 3; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 4 de junio, 1978, pág. 9). Por ese motivo la Iglesia no puede eximirse de denunciar las situaciones que obligan a muchos a la emigración como lo hizo en Puebla (cf. Documento, núms. 29 y 71).

Es, sin embargo, necesario, que esta denuncia de la Iglesia sea confirmada con una acción pastoral concreta, que empeñe todas sus energías. Las de las Iglesias del punto de procedencia, a través de una preparación adecuada de quienes se disponen a emigrar. Las de las Iglesias del lugar de llegada, que deberán sentirse responsables de una buena acogida, que deberá traducirse en gestos fraternos para con los emigrantes.

Que esta fraternidad, la cual encuentra en la Eucaristía su punto más alto, se haga aquí una realidad cada día más vigorosa. Al lado de los indios, primeros moradores de estas tierras, los emigrantes, procedentes de todas las partes del mundo, formaron un pueblo sólido y dinámico que, amalgamado por la Eucaristía, supo afrontar y superar en el pasado grandes dificultades. Mi deseo es que la fe cristiana, alimentada en la mesa eucarística, continúe siendo el fermento unificador de las nuevas generaciones, de tal modo que Brasil pueda mirar serenamente su futuro y avanzar por el camino de un progreso humano auténtico.

6. Al comienzo de esta celebración cantasteis con entusiasmo: "Reuniste en un solo pueblo / emigrantes, nordestinos / extranjeros y nativos: / somos todos peregrinos".

Es una verificación plenamente ligada a la realidad. Sí; todos somos peregrinos; perseguidos por el tiempo que pasa, errantes por las veredas de la tierra, caminamos en las sombras de lo temporal en busca de la paz verdadera, de esa alegría segura que tanto necesita nuestro corazón cansado. En el banquete eucarístico, Cristo viene a nuestro encuentro para ofrecernos, bajo las humildes apariencias de pan y de vino, la prenda de aquellos bienes supremos hacia los cuales tiende nuestra esperanza. Digámosle, pues, con fe renovada:

"Nosotros formamos tu pueblo / que es santo y pecador: / crea en nosotros corazones nuevos / transformados por el amor".

Hombres de corazón nuevo, un corazón transformado por el amor: esto es lo que necesita Brasil para caminar confiado al encuentro de su futuro. Por eso, mi petición, mi deseo es que esta nación pueda prosperar siempre espiritual, moral y materialmente, animada con ese espíritu fraterno, que Cristo vino a traer al mundo. Que desaparézcanlo se reduzcan progresivamente al mínimo, en su interior, las diferencias entre regiones dotadas de especial bienestar material y regiones menos afortunadas. ¡Que desaparezcan la pobreza, la miseria moral y espiritual, la marginación, y que todos los ciudadanos se reconozcan y se abracen como auténticos hermanos en Cristo!

Todo eso será ciertamente posible si una nueva era de vida eucarística vuelve a animar la vida de la Iglesia en Brasil. ¡Que el amor y la adoración de Jesús Sacramentado sean, pues, la señal más luminosa de vuestra fe, de la fe del pueblo brasileño!

¡Oh Jesús Eucaristía, bendice a tu Iglesia, bendice a esta gran nación, y concédele la prosperidad tranquila y la paz auténtica! ¡Amén!

miércoles, 29 de julio de 2020

San Juan Pablo II, Homilía en la concelebración eucarística y ordenación sacerdotal (2-julio-1980).

VIAJE APOSTÓLICO A BRASIL
CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA Y ORDENACIÓN SACERDOTAL DE DIÁCONOS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Estadio de Maracaná, Miércoles 2 de julio de 1980

Venerables hermanos y carísimos hijos:

1. Es solemne esta hora. El Señor está presente aquí, en medio de nosotros. Para darnos seguridad sobre esto, bastaría su promesa: "Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos" (Mt 18, 20), Y en su nombre estamos reunidos para la ordenación sacerdotal de estos jóvenes que están aquí, delante del altar. Sobre ellos, elegidos de entre la maravillosa y generosa tierra de Brasil con afecto de predilección, Jesús hará descender, dentro de poco, el Espíritu del Padre y el Suyo. Y el Espíritu Santo, marcándolos con su sello a través de la imposición de las manos del obispo, enriqueciéndolos de gracias y poderes particulares, realizará en ellos una misteriosa y real configuración con Cristo, Cabeza y Pastor de la Iglesia y hará de ellos sus ministros para siempre.

Conviene, en este momento del solemne rito, detenernos a meditar. El Evangelio que hemos escuchado y la ceremonia litúrgica que precedió a su lectura son temas capaces de fijar nuestra mente en una contemplación sin fin. Es natural que en este momento de intensa alegría, yo me dirija de modo especial a vosotros, carísimos ordenandos, que sois el motivo de esta celebración. Y lo hago con las palabras del Apóstol Pablo: "Os nostrum patet ad vos... cor nostrum dilatatum est". "Os abrimos nuestra boca... ensanchamos nuestro corazón" (2 Cor 6, 11). Deseo ardientemente ayudaros a comprender la grandeza y el significado del paso que os disponéis a dar. Esta solemne hora tendrá indudablemente un reflejo sobre todas las que vendrán después en el transcurso de vuestra existencia. Deberéis volver muchas veces a recordar este momento a fin de tomar impulso para continuar, con renovado ardor y generosidad, el servicio que hoy sois llamados a ejercer en la Iglesia.

2. "¿Quién soy yo? ¿Qué se exige de mí? ¿Cuál es mi identidad?" Es esta la angustiosa pregunta que más frecuentemente se plantea hoy el sacerdote, ciertamente expuesto a los contraataques de la crisis de transformación que sacude al mundo.

Vosotros, carísimos hijos, no sentís ciertamente la necesidad de haceros esas preguntas. La luz que hoy os invade os da una certeza casi sensible de lo que sois, de aquello para lo que estáis llamados. Pero puede suceder que encontréis mañana a hermanos en el sacerdocio que, en medio de incertidumbres, se pregunten sobre su propia identidad. Puede suceder que, adormecido y distante el primer fervor, lleguéis también vosotros un día a interrogaros. Por eso, yo quisiera proponeros algunas reflexiones sobre la verdadera fisonomía del sacerdote, que sirviesen de poderosa ayuda para vuestra fidelidad sacerdotal.

Ciertamente, no encontraremos nuestra respuesta en las ciencias del comportamiento humano ni en las estadísticas socio-religiosas, pero sí en Cristo y en la fe. Interrogaremos humildemente al Divino Maestro y le preguntaremos quiénes somos, cómo quiere El que seamos, cuál es, ante El, nuestra identidad.

3. Una primera respuesta se nos da inmediatamente: somos llamados. La historia de nuestro sacerdocio comienza por un llamamiento divino, como sucedió a los Apóstoles. Al elegirlos, es manifiesta la intención de Jesús. Es El quien toma la iniciativa. El mismo lo hará notar: "No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros" (Jn 15, 16). Las sencillas y enternecedoras escenas que nos representan la llamada de cada discípulo revelan la actuación precisa de determinadas preferencias (cf. Lc 6, 13), sobre las cuales es conveniente meditar.

¿A quién elige El? No parece que considere la clase social de sus elegidos (cf. 1 Cor 1, 27), ni que cuente con entusiasmos superficiales (cf. Mt 8, 19-22). Una cosa es cierta: somos llamados por Cristo, por Dios. Lo que quiere decir que somos amados por Cristo, por Dios. ¿Pensamos en esto bastante? En realidad, la vocación al sacerdocio es una señal de predilección por parte de Aquel que, escogiéndoos entre tantos hermanos, os llamó a participar, de un modo totalmente especial, de su amistad: "Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os digo amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer" (Jn 15, 15). Nuestro llamamiento al sacerdocio, al señalar el momento más alto en el uso de nuestra libertad, provocó la grande e irrevocable opción de nuestra vida y, por tanto, la página más bella en la historia de nuestra experiencia humana. ¡Nuestra felicidad consiste en no despreciarla jamás!

4. Con el rito de la sagrada ordenación seréis introducidos, hijos carísimos, en un nuevo género de vida, que os separa de todo y os une a Cristo con un vínculo original, inefable, irreversible. Así, vuestra identidad se enriquece con otra distinción: sois consagrados.

Esa misión del sacerdocio no es un simple título jurídico. No consiste precisamente en un servicio eclesial prestado a la comunidad, delegado por ella y, por tanto, revocable por la misma comunidad o renunciable por libre decisión del "funcionario". Se trata, por el contrario, de una real e íntima transformación por la que pasó vuestro organismo sobrenatural gracias a una "señal" divina, el "carácter", que os habilita para obrar "in persona Christi" (haciendo las veces de Cristo), y por eso os califica en relación a El como instrumentos vivos de su acción.

Comprenderéis ahora cómo el sacerdote se convierte en un "segregatus in Evangelium Dei" (elegido para anunciar el Evangelio de Dios, cf. Rom 1, 1); no pertenece a este mundo, sino que se halla, de ahora en adelante, en un estado de exclusiva propiedad del Señor. El carácter sagrado le afecta de modo tan profundo que orienta integralmente todo su ser y su obrar hacia un destino sacerdotal. De modo que no queda en él ya nada de lo que pueda disponer como si no fuese sacerdote y, menos todavía, como si estuviese en contraste con tal dignidad. Aun cuando realiza acciones que, por su naturaleza son de orden temporal, el sacerdote es siempre ministro de Dios. En él, todo, incluso lo profano, debe convertirse en "sacerdotalizado", como en Jesús, que siempre fue sacerdote, siempre actuó como sacerdote, en todas las manifestaciones de su vida.

Jesús nos identifica de tal modo consigo en el ejercicio de los poderes que nos confirió, que nuestra personalidad es como si desapareciese delante de la suya, ya que es El quien actúa por medio de nosotros. "Por el sacramento del orden —dijo alguien acertadamente—, el sacerdote se capacita efectivamente para prestar a Nuestro Señor la voz, las manos, todo su ser. Es Jesucristo quien, en la Santa Misa, con las palabras de la Consagración, cambia la sustancia del pan y del vino en su Cuerpo y en su Sangre" (cf. J. M. Escrivá de Balaguer, Sacerdote para la eternidad, pág. 20. Madrid, 1973). Y podemos añadir: Es el propio Jesús quien, en el sacramento de la penitencia, pronuncia la palabra autorizada y paterna: "Tus pecados te son perdonados" (Mt 9, 2; Lc 5, 20; 7, 48; cf. Jn 20, 23). Y es El quien habla, cuando el sacerdote, ejerciendo su ministerio en nombre y en el espíritu de la Iglesia, anuncia la Palabra de Dios. Es el propio Cristo quien cuida los enfermos, los niños y los pecadores, cuando les envuelve el amor y la solicitud pastoral de los ministros sagrados.

Como veis, nos encontramos aquí en la culminación del sacerdocio de Cristo, del que somos partícipes y que hacía exclamar al autor de la Carta a los Hebreos: "... Grandis sermo et inínterpretabilis ad dicendum", "tenemos mucho que decir, de difícil inteligencia" (Heb 5,11).

La expresión "Sacerdos, alter Christus", "el sacerdote es otro Cristo", acuñada por la intuición del pueblo cristiano, no es un simple modo de hablar, una metáfora, sino una maravillosa, sorprendente y consoladora realidad.

5. Este don del sacerdocio, no os olvidéis nunca de ello, es un prodigio que fue realizado en vosotros, pero no para vosotros. Lo fue para la Iglesia, lo que quiere decir para que el mundo se salve. La dimensión sagrada del sacerdocio está totalmente ordenada a la dimensión apostólica; es decir, a la misión, al ministerio pastoral. "Como me envió mi Padre, así os envío yo" (Jn 20, 21).

El sacerdote es, por tanto, un enviado. Es ésta otra nota esencial de la identidad sacerdotal.

El sacerdote es el hombre de la comunidad, ligado de forma total e irrevocable a su servicio, lo explicó claramente el Concilio (cf. Presbyterorum ordinis, 12). Bajo este aspecto, estáis destinados al cumplimiento de una doble función, que bastaría, de por sí, para una interminable meditación sobre el sacerdocio. Revistiéndoos de la persona de Cristo ejerceréis de algún modo su función de mediador. Seréis intérpretes de la Palabra de Dios, dispensadores de los misterios divinos (cf. 1 Cor 4, 1; 2 Cor 6, 4) ante el pueblo. Y seréis, ante Dios, los representantes del pueblo en todos sus componentes: los niños, los jóvenes, las familias, los trabajadores, los pobres, los humildes, los enfermos, e incluso los distanciados y los enemigos. Seréis los portadores de sus ofrendas. Seréis su voz orante y suplicante, alegre y llorosa. Seréis su expiación (cf. 2 Cor 5, 21).

Llevemos, por tanto, grabada en la memoria y en el corazón la palabra del Apóstol: "Pro Cristo legatione fungimur, tamquam Deo exhortante per nos", "Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios os exhortase por medio de nosotros" (2 Cor 5, 20), para hacer de nuestra vida una íntima, progresiva y firme imitación de Cristo Redentor.

6. Queridos hijos: con esta rápida exposición he procurado trazaros los rasgos fundamentales del perfil del sacerdote.

Deseo ahora sacar algunas consecuencias prácticas que os ayudarán en el cumplimiento de vuestra actividad sacerdotal, dentro o fuera de la sociedad eclesial.

Ante todo, en el mundo eclesial. Sabéis que la doctrina del sacerdocio común de los fieles, tan ampliamente desarrollada por el Concilio, ofreció al laicado la ocasión providencial de descubrir cada vez más la vocación de todo bautizado al apostolado y su necesario compromiso, activo y consciente, con la tarea de la Iglesia. De ello resultó un amplio y consolador florecimiento de iniciativas y de obras que constituyen una inestimable contribución para el anuncio del mensaje cristiano, tanto en tierras de misión como en países como el vuestro, donde se siente más agudamente la necesidad de suplir, con el auxilio de los laicos, la presencia del sacerdote.

Es algo consolador y debemos ser los primeros en alegrarnos con esta colaboración del laicado y alentarla.

Urge decir, mientras tanto, que nada de eso disminuye en modo alguno la importancia y la necesidad del ministerio sacerdotal, ni puede justificar un menor interés por las vocaciones eclesiásticas. Menos aún, puede justificar el intento de trasladar a la asamblea o a la comunidad el poder que Cristo confirió exclusivamente a los ministros sagrados. El papel del sacerdote sigue siendo insustituible. Debemos, ciertamente, solicitar, de todos modos, la colaboración de los laicos. Pero, en la economía de la Redención, existen tareas y funciones —como la ofrenda del sacrificio eucarístico, el perdón de los pecados, el oficio del magisterio— que Cristo quiso ligar esencialmente al sacerdocio y en las cuales nadie nos podrá sustituir sin haber recibido las sagradas órdenes. Sin el ministerio sacerdotal, la vitalidad religiosa corre el riesgo de ver cortadas sus fuentes; la comunidad cristiana, de disgregarse; y la Iglesia, de secularizarse.

Es verdad que la gracia de Dios puede actuar de igual modo, especialmente donde existe la imposibilidad de tener un ministro de Dios, y donde nadie tiene culpa del hecho de no tenerlo. Es necesario, sin embargo, no olvidar que el camino normal y seguro de los bienes de la Redención pasa a través de los medios instituidos por Cristo y en las formas establecidas por El.

De aquí se deduce también el interés que cada uno de nosotros debemos tener por el problema de las vocaciones. Os exhortamos a consagrar las primeras y más desveladas preocupaciones de vuestro ministerio a este sector. Es un problema de la Iglesia (cf. Optatam totius, 2). Es un problema que sobresale entre todos. De él depende la certeza del futuro religioso de vuestra patria. Podrán tal vez desanimaros las dificultades reales para hacer llegar al mundo joven la invitación de la Iglesia. Pero ¡tened confianza! También la juventud de nuestro tiempo siente poderosamente la atracción hacia las alturas, hacia las cosas arduas, hacia los grandes ideales. No os ilusionéis con que la perspectiva de un sacerdocio menos austero en sus exigencias de sacrificio y de renuncia —como por ejemplo en la disciplina del celibato eclesiástico— pueda aumentar el número de quienes pretenden comprometerse en el seguimiento de Cristo. Por el contrario, más bien es una mentalidad de fe vigorosa y consciente lo que falta y se hace necesario crearla en nuestras comunidades. Allí donde el sacrificio cotidiano mantiene despierto el ideal evangélico y eleva a alto nivel el amor de Dios, las vocaciones continúan siendo numerosas. Lo confirma la situación religiosa en el mundo. Los países donde la Iglesia es perseguida son, paradójicamente, aquellos en que las vocaciones son más florecientes y algunas veces incluso más abundantes.

7. Es necesario, además, que toméis conciencia, amados sacerdotes, de que vuestro ministerio se desarrolla hoy en el ámbito de una sociedad secularizada, cuya característica es el eclipse progresivo de lo sagrado y la eliminación sistemática de los valores religiosos. Estáis llamados a realizar en ella la salvación como signos e instrumentos del mundo invisible.

Prudentes, pero confiados, viviréis entre los hombres para compartir sus angustias y esperanzas, para alentarles en sus esfuerzos de liberación y de justicia. No os dejéis, sin embargo, poseer por el mundo ni por su príncipe, el maligno (cf. Jn 17, 14-15). No os acomodéis a las opiniones y a los gustos de este mundo, como exhorta San Pablo: "Nolíte conformari huic saeculo" (Rom 12, 1-2). Por el contrario, ajustad vuestra personalidad, con sus aspiraciones, a la línea de la voluntad de Dios.

La fuerza del signo no está en el conformismo, sino en la distinción. La luz es distinta de las tinieblas para poder iluminar el camino de quien anda en la oscuridad. La sal es distinta de la comida para darle sabor. El fuego es distinto del hielo para calentar los miembros ateridos por el frío. Cristo nos llama luz y sal de la tierra. En un mundo disipado y confuso como el nuestro, la fuerza del signo está exactamente en ser diferente. El signo debe destacarse tanto más cuanto que la acción apostólica exige mayor inserción en la masa humana.

A este propósito, ¿cómo negar que una cierta absorción de la mentalidad del mundo, la frecuentación de ambientes disipadores, así como también el abandono del modo externo de presentarse, distintivo de los sacerdotes, pueden disminuir la sensibilidad del propio valor del signo?

Cuando se pierden de vista esos horizontes luminosos, la figura del sacerdote se oscurece, su identidad entra en crisis, sus deberes peculiares no se justifican ya y se contradicen, se debilita su razón de ser.

Y no se recupera esa fundamental razón de ser haciéndose el sacerdote "un hombre para los demás". ¿Acaso no lo debe ser quienquiera que desee seguir al Divino Maestro? . "Hombre para los demás" el sacerdote lo es, ciertamente, pero en virtud de su manera peculiar de ser "hombre para Dios". El servicio de Dios es el cimiento sobre el que hay que construir el genuino servicio de los hombres, el que consiste en liberar a las almas de la esclavitud del pecado y volver a conducir al hombre al necesario servicio de Dios. Dios, en efecto, quiere hacer de la humanidad un pueblo que lo adore, "en espíritu y en verdad" (Jn 4, 23).

Quede así bien claro que el servicio sacerdotal, si quiere permanecer fiel a sí mismo, es un servicio excelente y esencialmente espiritual. Que se acentúe esto hoy, contra las multiformes tendencias a secularizar el servicio del cura, reduciéndolo a una función meramente filantrópica. Su servicio no es el del médico, del asistente social, del político o del sindicalista. En ciertos casos, tal vez, el cura podrá prestar, quizá de manera supletoria, esos servicios y, en el pasado, los prestó de forma muy notable. Pero hoy, esos servicios son realizados adecuadamente por otros miembros de la sociedad, mientras que nuestro servicio se especifica cada vez más claramente como un servicio espiritual. Es en el campo de las almas, de sus relaciones con Dios, y de su relación interior con sus semejantes, donde el sacerdote tiene una función esencial que desempeñar. Es ahí donde debe realizar su asistencia a los hombres de nuestro tiempo. Ciertamente, siempre que las circunstancias lo exijan, no debe eximirse de prestar también una asistencia material, mediante las obras de caridad y la defensa de la justicia. Pero, como he dicho, eso es en definitiva un servicio secundario, que no debe jamás perder de vista el servicio principal, que es el de ayudar a las almas a descubrir al Padre, abrirse a El y amarlo sobre todas las cosas.

Solamente así, es como el sacerdote jamás podrá sentirse un inútil, un fracasado, aun cuando se viere obligado a renunciar a alguna actividad exterior. El Santo Sacrifico de la Misa, la oración, la penitencia, lo mejor, —más aún, lo esencial— de su sacerdocio, permanecería íntegro, como lo fue para Jesús en los treinta años de su vida oculta. A Dios le sería dada una gloria todavía más inmensa. La Iglesia y el mundo no quedarían privados de un auténtico servicio espiritual.

8. Queridos ordenandos, carísimos sacerdotes: al llegar aquí, mi plática se transforma en oración, en una oración que deseo confiar a la intercesión de María Santísima, Madre de la Iglesia y Reina de los Apóstoles. En la ansiosa espera del sacerdocio, os colocasteis ciertamente cerca de Ella, como los Apóstoles en el Cenáculo. Que Ella os obtenga las gracias que más necesitáis para vuestra santificación y para la prosperidad religiosa de vuestro país. Que Ella os conceda sobre todo el amor, su amor, el que le dio la gracia de engendrar a Cristo, para ser capaces de cumplir la misión de engendrar a Cristo en las almas. Que Ella os enseñe a ser puros, como Ella lo fue, os haga fieles al llamamiento divino, os haga comprender, toda la belleza, la alegría y la fuerza de un ministerio vivido sin reservas en la dedicación y en la inmolación por el servicio de Dios y de las almas. Pedimos finalmente a María, para vosotros y para todos nosotros los aquí presentes, que nos ayude a decir, a ejemplo suyo, la gran palabra: SÍ a la voluntad de Dios, aun cuando sea exigente, aun cuando sea incomprensible, aun cuando sea dolorosa para nosotros. ¡Así sea!

martes, 28 de julio de 2020

Martes 1 septiembre 2020, Lecturas Martes XXII semana del Tiempo Ordinario, año par.

LITURGIA DE LA PALABRA
Lecturas del Martes de la XXII semana del Tiempo Ordinario, año par (Lec. III-par).

PRIMERA LECTURA 1 Cor 2, l0b-16
El hombre natural no capta lo que es propio del Espíritu de Dios; en cambio, el hombre espiritual lo juzga todo

Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios.

Hermanos:
El Espíritu lo sondea todo, incluso lo profundo de Dios. Pues, ¿quién conoce lo íntimo del hombre, sino el espíritu del hombre, que está dentro de él? Del mismo modo, lo íntimo de Dios lo conoce solo el Espíritu de Dios.
Pero nosotros hemos recibido un Espíritu que no es del mundo; es el Espíritu que viene de Dios, para que conozcamos los dones que de Dios recibimos.
Cuando explicamos verdades espirituales a hombres de espíritu, no las exponemos en el lenguaje que enseña el saber humano, sino en el que enseña el Espíritu. Pues el hombre natural no capta lo que es propio del Espíritu de Dios, le parece una necedad; no es capaz de percibirlo, porque solo se puede juzgar con el criterio del Espíritu. En cambio, el hombre espiritual lo juzga todo, mientras que él no está sujeto al juicio de nadie. «Quién ha conocido la mente del Señor para poder instruirlo?». Pues bien, nosotros tenemos la mente de Cristo.

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Salmo responsorial Sal 144, 8-9. 10-11. 12-13ab. 13cd-14 (R.: 17a)
R.
El Señor es justo en todos sus caminos.
Iustus est Dominus in ómnibus viis suis.

V. El Señor es clemente y misericordioso,
lento a la cólera y rico en piedad;
el Señor es bueno con todos,
es cariñoso con todas sus criaturas.
R. El Señor es justo en todos sus caminos.
Iustus est Dominus in ómnibus viis suis.

V. Que todas tus criaturas te den gracias, Señor,
que te bendigan tus fieles.
Que proclamen la gloria de tu reinado,
que hablen de tus hazañas.
R. El Señor es justo en todos sus caminos.
Iustus est Dominus in ómnibus viis suis.

V. Explicando tus hazañas a los hombres,
la gloria y majestad de tu reinado.
Tu reinado es un reinado perpetuo,
tu gobierno va de edad en edad.
R. El Señor es justo en todos sus caminos.
Iustus est Dominus in ómnibus viis suis.

V. El Señor es fiel a sus palabras,
bondadoso en todas sus acciones.
El Señor sostiene a los que van a caer,
endereza a los que ya se doblan.
R. El Señor es justo en todos sus caminos.
Iustus est Dominus in ómnibus viis suis.

Aleluya Lc 7, 16
R.
Aleluya, aleluya, aleluya.
V. Un gran Profeta ha surgido entre nosotros. Dios ha visitado a su pueblo. R.
Prophéta magnus surréxit in nobis, et Deus visitávit plebem suam.

EVANGELIO Lc 4, 31-37
Sé quien eres: el Santo de Dios
Lectura del santo Evangelio según san Lucas.
R. Gloria a ti, Señor.

En aquel tiempo, Jesús bajó a Cafarnaún, ciudad de Galilea, y los sábados les enseñaba.
Se quedaban asombrados de su enseñanza, porque su palabra estaba llena de autoridad.
Había en la sinagoga un hombre poseído por un espíritu de demonio inmundo y se puso a gritar con fuerte voz:
«¡Basta! ¿Qué tenemos que ver nosotros contigo, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios».
Pero Jesús le increpó diciendo:
«¡Cállate y sal de él!».
Entonces el demonio, tirando al hombre por tierra en medio de la gente, salió sin hacerle daño.
Quedaron todos asombrados y comentaban entre sí:
«¿Qué clase de palabra es esta? Pues da órdenes con autoridad y poder a los espíritus inmundos, y salen».
Y su fama se difundía por todos los lugares de la comarca.

Palabra del Señor.
R. Gloria a ti, Señor Jesús.

San Atanasio, in Cat. graec. Patrum
No le llamaba un Santo de Dios, porque entonces daría a entender que era como los demás santos, sino existiendo singularmente Santo, añadiendo el artículo. El es, pues, el Santo por naturaleza. Todos los demás se llaman santos, porque participan algo de El y, sin embargo, no decía esto porque lo conociese en verdad, sino que fingía conocerlo.

San Juan Pablo II, Homilía en la Ordenación sacerdotal de 45 jóvenes diáconos (15-junio-1980).

ORDENACIÓN SACERDOTAL DE 45 JÓVENES DIÁCONOS
HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

Basílica de San Pedro, Domingo 15 de junio de 1980

1. Carísimos:

Es necesario que os encontréis a vosotros mismos. Es necesario que encontréis la grandeza justa del momento que vivís, a la luz de las palabras de Cristo, que habéis escuchado en el Evangelio de hoy.

Cristo dirige su oración al Padre. Ora en alta voz, ante los Doce que El había elegido. Ora en el Cenáculo, el Jueves Santo, después de haber instituido el sacramento de la Nueva y Eterna Alianza. Esta oración se llama comúnmente la "oración sacerdotal". Dice así:

"He manifestado tu nombre a los hombres que de este mundo me has dado. Tuyos eran, y tú me los diste... No pido que los tomes del mundo, sino que los guardes del mal" (Jn 17, 6. 15).

"Santifícalos en la verdad, pues tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así yo los envié a ellos al mundo, y yo por ellos me santifico, para que ellos sean santificados en la verdad" (Jn 17, 17-19).

2. Los que en este momento vais a recibir la ordenación sacerdotal, escuchad estas palabras, porque se refieren a vosotros. Hablan de vosotros. Brotan directamente del Corazón de Cristo, que se reveló ante sus discípulos como sacerdote de la Nueva y Eterna Alianza... y se refieren a vosotros. Y hablan de vosotros. Dicen lo que sois —en lo que os vais a convertir—, lo que debéis ser. Escuchad bien estas palabras y grabadlas profundamente en vuestros corazones, porque deben constituir durante toda la vida el fundamento de vuestra identidad sacerdotal.

3. Por lo tanto, ante todo:

— sois "escogidos del mundo y entregados a Cristo".

Dentro de poco, esto se realizará definitivamente. Seréis "tomados de entre los hombres" (como dice la Carta a los Hebreos 5, 1), "tomados del mundo" y "entregados a Cristo". ¿Por quién? Por el Padre. No por los hombres, aunque "de entre los hombres" y ciertamente también por obra de varios hombres: vuestros padres, vuestros coetáneos, vuestros educadores..., en particular quizá por obra de otros sacerdotes: muchos o sólo alguno, mediante quien se os reveló la Voluntad divina...

Pero, en definitiva, siempre y exclusivamente: por el Padre. El Padre os entrega hoy a Cristo, lo mismo que le entregó aquellos primeros Doce, que estuvieron con El en la hora de la última Cena. Así también a vosotros: "os toma del mundo y os da a Cristo". Esto se va a realizar precisamente dentro de poco en el corazón mismo de la Iglesia, mediante mi servicio sacramental.

4. En la liturgia de la Palabra se ha leído la descripción de la vocación de un Profeta, la llamada de Jeremías, para que podáis recordar una vez más cómo se ha desarrollado vuestra propia llamada, de qué modo se ha revelado Dios a cada uno de vosotros con su gracia, cómo ha llamado a cada uno de vosotros...

El Profeta se defendía, se excusaba, tenía miedo. Quizá muchos de vosotros han experimentado lo mismo. En la vocación presbiteral hay siempre un misterio, frente al que se encuentra el corazón humano, misterio atrayente y al mismo tiempo nada fácil: fascinosum et tremendum. El hombre debe sentir miedo, para que luego se manifieste tanto más la potencia de la llamada, y tanto más límpidamente se ponga de relieve que es el Señor quien llama, y que el llamado actuará no por la propia voluntad ni por la propia fuerza, sino solamente por la voluntad y la fuerza de Dios mismo. "Y ninguno se toma por sí este honor, sino el que es llamado por Dios", como afirma la Carta a los Hebreos (5, 4) en su texto clásico sobre el sacerdocio.

5. Así, pues, es preciso conservar en este momento y durante toda la vida, un sentido profundo de las justas proporciones. Es preciso conservar la humildad: "llevamos este tesoro en vasos de barro para que la excelencia del poder sea de Dios y no parezca nuestra" (2 Cor 4, 7). Sí. Es necesario conservar la humildad. También es ella la fuente de un celo auténtico. El celo, efectivamente, no es más que la profunda gratitud por el don, que se expresa en toda la vida y en el propio comportamiento. ¡Sed, pues, fervorosos! ¡No os concedáis reposo en el celo! La verdad interior de vuestro sacerdocio ministerial se irradie sobre los otros, en particular sobre los jóvenes, de modo que también ellos sigan vuestras huellas. La Iglesia, mediante aquellos a los que ordena sacerdotes, llama constantemente a nuevos candidatos al camino del ministerio sacerdotal. Vuestra ordenación va acompañada de mi oración y, juntamente, de la de toda la Iglesia por las vocaciones sacerdotales.

6. "No pido que los tomes del mundo, sino que los guardes del mal... Santifícalos en la verdad" (Jn 17, 15. 17). Sí. Sois "tomados de entre los hombres", "entregados a Cristo" por el Padre, para estar en el mundo, en el corazón de las masas. Sois "instituidos en favor de los hombres" (Heb 5, 1). El sacerdocio es el sacramento, en el que la Iglesia se manifiesta como la sociedad del Pueblo de Dios, es el sacramento "social". Los sacerdotes deben "convocar" a cada una de las comunidades del Pueblo de Dios en torno a sí, pero no para sí. ¡Para Cristo!, "pues no nos predicamos a nosotros mismos, sino a Cristo Jesús, Señor; y cuanto a nosotros nos predicamos siervos vuestros por amor de Jesús" (2 Cor 4, 5).

Por esto debéis ser fieles. Debe transparentarse en vosotros el sacerdocio de Cristo mismo. En vosotros debe manifestarse Cristo, Buen Pastor. Debe hablar, mediante vosotros, su voluntad y sólo su voluntad.

Mirad lo que dice también el Apóstol: "Desechando los tapujos vergonzosos, no procediendo con astucia, ni falsificando la Palabra de Dios, manifestamos la verdad y nos recomendamos nosotros mismos a toda humana conciencia ante Dios" (2 Cor 4, 2). Sí. Cada uno de los hombres tendrá derecho de juzgaros por la verdad de vuestras palabras y de vuestras obras, en el nombre de ese "sentido de la fe", que se da a todo el Pueblo de Dios como fruto de la participación en la misión profética de Jesucristo.

7. Y por esto vuelvo una vez más a esas espléndidas palabras de Pablo de la segunda lectura de hoy, y por esto los deseos más cordiales que hoy tengo para vosotros, y que tiene toda la Iglesia conmigo, vuestro Obispo, son éstos: Dios, que mandó que de las tinieblas brillase la luz, brille en vuestros corazones, para hacer resplandecer el conocimiento de la gloria divina que brilla sobre el rostro de Cristo (cf. 2 Cor 4, 6). Este es el primer deseo.

Y el segundo es que vosotros, investidos de este ministerio por la misericordia de que habéis sido objeto, no desfallezcáis (cf. 2 Cor 4, 1).

Cristo está con vosotros. Su Madre es vuestra Madre. Los santos, cuya intercesión invocamos hoy, están con vosotros. La Iglesia está con vosotros. Si vaciláis en algún momento, recordad que en el Cuerpo de Cristo están las potentes fuerzas del Espíritu, capaces de levantar a cada uno de los hombres y sostenerlo en el camino de la vocación. En el camino al que lo ha llamado Dios mismo.

8. Estos son los pensamientos que nacen de la meditación sobre la Palabra de Dios, que nos ofrece la Iglesia en este momento solemne. ¡Y ahora acercaos! Que se realicen en cada uno de vosotros las palabras de la oración sacerdotal de Cristo: las palabras que pronunció en el Cenáculo, en el umbral de su misterio pascual. Que se realicen estas palabras: Padre, "como tú me enviaste al mundo, así yo los envié a ellos al mundo, y yo por ellos me santifico, para que ellos sean santificados en la verdad" (Jn 17, 18-19). Amén.

lunes, 27 de julio de 2020

Lunes 31 agosto 2020, Lecturas Lunes XXII semana del Tiempo Ordinario, año par.

LITURGIA DE LA PALABRA
Lecturas del Lunes de la XXII semana del Tiempo Ordinario, año par (Lec. III-par).

PRIMERA LECTURA 1 Cor 2, 1-5
Os anuncié a Cristo crucificado

Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios.

Yo, hermanos, cuando vine a vosotros a anunciaros el misterio de Dios, no lo hice con sublime elocuencia o sabiduría, pues nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y este crucificado.
También yo me presenté a vosotros débil y temblando de miedo; mi palabra y mi predicación no fue con persuasiva sabiduría humana, sino en la manifestación y el poder del Espíritu, para que vuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios.

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Salmo responsorial Sal 118, 97. 98. 99. 100. 101. 102 (R.: 97a)
R.
¡Cuánto amo tu ley, Señor!
Quomodo diléxi legem tuam, Dómine!

V. ¡Cuánto amo tu voluntad:
todo el día estoy meditando.
R. ¡Cuánto amo tu ley, Señor!
Quomodo diléxi legem tuam, Dómine!

V. Tu mandato me hace más sabio
que mis enemigos,
siempre me acompaña.
R. ¡Cuánto amo tu ley, Señor!
Quomodo diléxi legem tuam, Dómine!

V. Soy más docto que todos mis maestros,
porque medito tus preceptos.
R. ¡Cuánto amo tu ley, Señor!
Quomodo diléxi legem tuam, Dómine!

V. Soy más sagaz que los ancianos,
porque cumplo tus leyes.
R. ¡Cuánto amo tu ley, Señor!
Quomodo diléxi legem tuam, Dómine!

V. Aparto mi pie de toda senda mala,
para guardar tu palabra.
R. ¡Cuánto amo tu ley, Señor!
Quomodo diléxi legem tuam, Dómine!

V. No me aparto de tus mandamientos,
porque tú me has instruido.
R. ¡Cuánto amo tu ley, Señor!
Quomodo diléxi legem tuam, Dómine!

Aleluya Cf. Lc 4, 18
R.
Aleluya, aleluya, aleluya.
V. El Espíritu del Señor está sobre mí; me ha enviado a evangelizar a los pobres. R.
Spíritus Dómini super me, evangelizáre paupéribus misti me.

EVANGELIO Lc 4, 16-30
Me ha enviado a evangelizar a los pobres...Ningún profeta es aceptado en su pueblo
Lectura del santo Evangelio según san Lucas.
R. Gloria a ti, Señor.

En aquel tiempo, Jesús fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el rollo del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito:
«El Espíritu del Señor está sobre mí,
porque él me ha ungido.
Me ha enviado a evangelizar a los pobres,
a proclamar a los cautivos la libertad,
y a los ciegos, la vista;
a poner en libertad a los oprimidos;
a proclamar el año de gracia del Señor».
Y, enrollando el rollo y devolviéndolo al que lo ayudaba, se sentó.
Toda la sinagoga tenía los ojos clavados en él.
Y él comenzó a decirles:
«Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír».
Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca.
Y decían:
«¿No es este el hijo de José?».
Pero Jesús les dijo:
«Sin duda me diréis aquel refrán: “Médico, cúrate a ti mismo”, haz también aquí, en tu pueblo, lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún».
Y añadió:
«En verdad os digo que ningún profeta es aceptado en su pueblo, Puedo aseguraros que en Israel había muchas viudas en los días de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías sino a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, sin embargo, ninguno de ellos fue curado sino Naamán, el sirio».
Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta un precipicio del monte sobre el que estaba edificado su pueblo, con intención de despeñarlo.
Pero Jesús se abrió paso entre ellos y seguía su camino.

Palabra del Señor.
R. Gloria a ti, Señor Jesús.

Papa Francisco, Homilía en santa Marta 3-septiembre-2018
Esto nos enseña que, cuando se da este modo de obrar, en el que no se quiere ver la verdad, siempre queda el silencio. El silencio que vence, pero mediante la Cruz. El silencio de Jesús. Cuántas veces en las familias comienzan discusiones sobre política, deporte, dinero…, y una y otra vez esas familias acaban rotas por esas discusiones en las que se ve que el diablo está ahí queriendo destruir. ¡Silencio! Decir lo que haya que decir y luego callarse. Porque la verdad es mansa, la verdad es silenciosa, la verdad no es ruidosa. No es fácil lo que hizo Jesús; pero tenemos la dignidad del cristiano que está anclada en la fuerza de Dios. Con las personas que no tienen buena voluntad, con las personas que buscan solo el escándalo, que solo buscan la división, que buscan solo la destrucción, también en las familias, ¡silencio! ¡Y oración!

San Juan Pablo II, Homilía en la Misa de la solemnidad del Corpus Christi (8-junio-1980).

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II 
EN LA MISA DE LA SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI 

Domingo 8 de junio de 1980

1. La Iglesia ha escogido, desde hace siglos, el jueves siguiente a la fiesta de la Santísima Trinidad como día dedicado a una especial veneración pública de la Eucaristía: el día del Corpus Domini. Pero, a causa de ser ahora ese jueves día laborable, celebramos dicha solemnidad hoy, domingo. La celebramos junto a la basílica de San Pedro, deseando asociar a ella toda la fe y todo el amor de Pedro y de los Apóstoles, los cuales, el Jueves Santo, antes de Pascua, participaron en la última Cena, es decir, en la institución de este Sacramento, que fue siempre considerado en la Iglesia como el más santo: el sacramento del Cuerpo y de la Sangre del Señor. El sacramento de la Pascua divina. El sacramento de la muerte y de la resurrección. El sacramento del Amor, que es más poderoso que la muerte. El sacramento del sacrificio y del banquete de la redención. El sacramento de la comunión de las almas con Cristo en el Espíritu Santo. El sacramento de la fe de la Iglesia peregrinante y de la esperanza de la unión eterna. El alimento de las almas. El sacramento del pan y del vino, de las especies más pobres, que se convierten en nuestro tesoro y en nuestra riqueza más grandes. "He aquí el pan de los ángeles, convertido en pan de los caminantes" (secuencia), "...no como el pan que comieron los padres y murieron; el que come de este pan vivirá para siempre" (Jn 6, 58).

2. ¿Por qué ha sido escogido un jueves para la solemnidad del Corpus Domini? La respuesta es fácil. Esta solemnidad se refiere al misterio ligado históricamente a ese día, al Jueves Santo. Y tal día es, en el sentido más estricto de la palabra, la fiesta eucarística de la Iglesia. El Jueves Santo se cumplieron las palabras que Jesús había pronunciado una vez en la sinagoga de Cafarnaún; al oírle, "muchos de sus discípulos se retiraron y ya no le seguían", mientras los Apóstoles respondieron por boca de Pedro: "¿A quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna" (Jn 6, 66-68). La Eucaristía encierra en sí el cumplimiento de esas palabras. En ella la vida eterna tiene su anticipo y su comienzo.

"El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna, y yo le resucitaré el último día" (Jn 6, 54). Eso vale ya para el mismo Cristo, que inicia su triduo pascual el Jueves Santo con la última Cena, es condenado a muerte y crucificado el Viernes Santo, y resucitará al tercer día. La Eucaristía es el sacramento de esa muerte y de esa resurrección.

En ella, el Cuerpo de Cristo se transforma verdaderamente en comida y la Sangre en bebida para la vida eterna, para la resurrección. En efecto, el que come ese Cuerpo eucarístico del Señor y bebe en la Eucaristía la Sangre derramada por El para la redención del mundo, llega a esa comunión con Cristo, de la que el Señor mismo dice: "Permanece en mí y yo en él" (Jn 15, 4). Y el hombre, permaneciendo en Cristo, en el Hijo que vive del Padre, vive también, mediante El, de esa vida que constituye la unión del Hijo con el Padre en el Espíritu Santo: vive la vida divina.

3. Celebramos, por tanto, la solemnidad del Cuerpo y de la Sangre de Cristo el jueves después de la Santísima Trinidad, para poner de relieve precisamente esa Vida que nos da la Eucaristía. Mediante el Cuerpo y la Sangre de Cristo permanece en ella un reflejo más completo de la Santísima Trinidad, de modo que la Vida divina es participada, en este sacramento, por nuestras almas. Este es el misterio más profundo, más íntimo que asumimos con todo nuestro corazón, con todo nuestro "yo" interior. Y lo vivimos en la intimidad, en el recogimiento más profundo, sin encontrar ni las palabras justas, ni los gestos adecuados para corresponder a él. Las palabras más exactas quizá sean éstas: "Señor, yo no soy digno de que entres bajo mi techo..." (Mt 8, 8), unidas a una actitud de adoración profunda.

Sin embargo, existe un único día —y un determinado tiempo— en el que nosotros queremos dar, a una realidad tan íntima, una especial expresión exterior y pública. Esto sucede precisamente hoy. Es una expresión de amor y de veneración.

Cristo pensando en su muerte, de la que dejó su propio memorial en la Eucaristía, ¿no dijo acaso una vez "Padre, glorifícame cerca de Ti mismo, con la gloria que tuve cerca de Ti antes que el mundo existiese" (Jn 17, 5)?

Cristo permanece en esa gloria después de la resurrección. El sacramento de su expoliación y de su muerte es al mismo tiempo el sacramento de esa gloria en la que permanece. Y aunque a la glorificación, de que goza en Dios, no corresponda ninguna expresión adecuada de adoración humana, es justo sin embargo, que con la Eucaristía del Jueves Santo se enlace también esa liturgia especial de adoración, que lleva consigo la fiesta de hoy. Este es el día en que no solamente recibimos la Hostia de la vida eterna, sino que también caminamos con la mirada fija en la Hostia eucarística, juntos todos en procesión, que es un símbolo de nuestra peregrinación con Cristo en la vida terrena.

Caminamos por las plazas y calles de nuestras ciudades, por esos caminos nuestros en los que se desarrolla normalmente nuestra peregrinación. Allí donde viviendo, trabajando, andando con prisas, lo llevamos en lo íntimo de nuestros corazones, allí queremos llevarlo en procesión y mostrárselo a todos, para que sepan que, gracias al Cuerpo del Señor, todos tienen o pueden tener en sí la vida (cf. Jn 6, 52 Y para que respeten esa nueva vida que hay en el hombre.

¡Iglesia santa, alaba a tu Señor! Amén.

domingo, 26 de julio de 2020

Domingo 30 agosto 2020, XXII Domingo del Tiempo Ordinario, Lecturas ciclo A.

XXII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO.

Monición de entrada
Año A

Iniciamos una semana más alrededor del altar que nos convoca. El altar simboliza la fidelidad de Dios que nos garantiza su presencia cada domingo. Es necesaria la fidelidad y retomar la cruz, para que nuestra vida no se ajuste a los criterios mundanos sino a la voluntad de Dios. Comencemos la eucaristía con la fe en Dios, que siempre es fiel.

Acto penitencial
Todo como en el Ordinario de la Misa. Para la tercera fórmula pueden usarse las siguientes invocaciones:
Año A

-Tú, Palabra ardiente de Dios que abrasa nuestros corazones: Señor, ten piedad.
R. Señor, ten piedad.
Tú, fuente del agua viva que sacia nuestra sed: Cristo, ten piedad.
R. Cristo, ten piedad.
- Tú, Hijo del hombre que volverás con gloria al fin de los tiempos: Señor, ten piedad.
R. Señor, ten piedad.
En lugar del acto penitencial, se puede celebrar el rito de la bendición y de la aspersión del agua bendita.

LITURGIA DE LA PALABRA
Lecturas del XXII Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo A.

PRIMERA LECTURA Jer 20, 7-9
La palabra del Señor me ha servido de oprobio

Lectura del libro de Jeremías.

Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir;
has sido más fuerte que yo y me has podido.
He sido a diario el hazmerreír,
todo el mundo se burlaba de mí.
Cuando hablo, tengo que gritar,
proclamar violencia y destrucción.
La palabra del Señor me ha servido
de oprobio y desprecio a diario.
Pensé en olvidarme del asunto y dije:
«No lo recordaré; no volveré a hablar en su nombre»;
pero había en mis entrañas como fuego,
algo ardiente encerrado en mis huesos.
Yo intentaba sofocarlo, y no podía.

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Salmo responsorial Sal 62, 2. 3-4. 5-6. 8-9
R.
Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío.
Sitívit in te ánima mea, Dómine, Deus meus.

V. Oh, Dios, tú eres mi Dios,
por ti madrugo,
mi alma está sedienta de ti;
mi carne tiene ansia de ti,
como tierra reseca, agostada, sin agua.
R. Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío.
Sitívit in te ánima mea, Dómine, Deus meus.

V. ¡Cómo te contemplaba en el santuario
viendo tu fuerza y tu gloria!
Tu gracia vale más que la vida,
te alabarán mis labios.
R. Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío.
Sitívit in te ánima mea, Dómine, Deus meus.

V. Toda mi vida te bendeciré
y alzaré las manos invocándote.
Me saciaré como de enjundia y de manteca,
y mis labios te alabarán jubilosos.
R. Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío.
Sitívit in te ánima mea, Dómine, Deus meus.

V. Porque fuiste mi auxilio,
y a la sombra de tus alas canto con júbilo;
mi alma está unida a ti,
y tu diestra me sostiene.
R. Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío.
Sitívit in te ánima mea, Dómine, Deus meus.

SEGUNDA LECTURA Rom 12, 1-2
Presentad vuestros cuerpos como sacrificio vivo

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos.

Os exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, a que presentéis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo, agradable a Dios; este es vuestro culto espiritual.
Y no os amoldéis a este mundo, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto.

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Aleluya Cf. Ef 1, 17-18
R.
Aleluya, aleluya, aleluya.
El Padre de nuestro Señor Jesucristo ilumine los ojos de nuestro corazón, para que comprendamos cuál es la esperanza a la que nos llama.
Pater Dómini nostri Iesu Christi illúminet óculos cordis nostri, ut sciámus quæ sit spes vocationis nostræ.

EVANGELIO Mt 16, 21-27
Si alguno quiere venir en pos de mí que se niegue a sí mismo
Lectura del santo Evangelio según san Mateo.
R. Gloria a ti, Señor.

En aquel tiempo, comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día. Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo:
«¡Lejos de ti tal cosa, Señor! Eso no puede pasarte».
Jesús se volvió y dijo a Pedro:
«¡Ponte detrás de mí, Satanás! Eres para mí piedra de tropiezo, porque tú piensas como los hombres, no como Dios».
Entonces dijo a los discípulos:
«Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga.
Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí, la encontrará.
¿Pues de qué le servirá a un hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma? ¿O qué podrá dar para recobrarla?
Porque el Hijo del hombre vendrá, con la gloria de su Padre, entre sus ángeles, y entonces pagará a cada uno según su conducta.

Palabra del Señor.
R. Gloria a ti, Señor Jesús.

Papa Francisco
ÁNGELUS. Domingo 3 de septiembre de 2017.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El pasaje del Evangelio de hoy (cf. Mt 16, 21-27) es la continuación de aquel del pasado domingo, en el cual se resaltaba la profesión de fe de Pedro, «roca» sobre la cual Jesús quiere construir su Iglesia. Hoy, en un contraste evidente, Mateo nos muestra la reacción del propio Pedro cuando Jesús revela a sus discípulos que en Jerusalén deberá sufrir, ser matado y resucitar al tercer día. (cf. Mt 16, 21). Pedro lleva a parte al maestro y lo reprende porque esto –le dice– no le puede suceder a Él, a Cristo. Pero Jesús, a su vez, reprende a Pedro con duras palabras: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Escándalo eres para mí, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres!» (Mt 16, 23). Un momento antes, el apóstol fue bendecido por el Padre, porque había recibido de Él aquella revelación, era una «piedra» sólida para que Jesús pudiese construir encima su comunidad; y justo después se convierte en un obstáculo, una piedra pero no para construir, una piedra de obstáculo en el camino del Mesías. ¡Jesús sabe bien que Pedro y el resto todavía tienen mucho camino por recorrer para convertirse en sus apóstoles!
En aquel punto, el Maestro se dirige a todos los que lo seguían, presentándoles con claridad la vía a recorrer: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame» (Mt 16, 24) Siempre, también hoy. Está la tentación de querer seguir a un Cristo sin cruz, es más, de enseñar a Dios el camino justo, como Pedro: «No, no Señor, esto no, no sucederá nunca». Pero Jesús nos recuerda que su vía es la vía del amor, y no existe el verdadero amor sin sacrificio de sí mismo. Estamos llamados a no dejarnos absorber por la visión de este mundo, sino a ser cada vez más conscientes de la necesidad y de la fatiga para nosotros cristianos de caminar siempre a contracorriente y cuesta arriba. Jesús completa su propuesta con palabras que expresan una gran sabiduría siempre válida, porque desafían la mentalidad y los comportamientos egocéntricos. Él exhorta: «Quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará». (Mt 16, 25). En esta paradoja está contenida la regla de oro que Dios ha inscrito en la naturaleza humana creada en Cristo: la regla de que solo el amor da sentido y felicidad a la vida.
Gastar los talentos propios, las energías y el propio tiempo solo para cuidarse, custodiarse y realizarse a sí mismos conduce en realidad a perderse, o sea, a una experiencia triste y estéril. En cambio, vivamos para el Señor y asentemos nuestra vida sobre su amor, como hizo Jesús: podremos saborear la alegría auténtica y nuestra vida no será estéril, será fecunda. En la celebración de la Eucaristía revivimos el misterio de la cruz; no solo recordamos sino que cumplimos el memorial del Sacrificio redentor, en el que el Hijo de Dios se pierde completamente a Sí mismo para recibirse de nuevo en el Padre y así encontrarnos, que estábamos perdidos, junto con todas las criaturas.
Cada vez que participamos en la Santa Misa, el amor de Cristo crucificado y resucitado se nos comunica como alimento y bebida, porque podemos seguirlo a Él en el camino de cada día, en el servicio concreto de los hermanos. Que María Santísima, que siguió a Jesús hasta el calvario, nos acompañe también a nosotros y nos ayude a no tener miedo de la cruz, pero con Jesús crucificado, no una cruz sin Jesús, la cruz con Jesús, es decir la cruz de sufrir por el amor de Dios y de los hermanos, porque este sufrimiento, por la gracia de Cristo, es fecundo de resurrección.
ÁNGELUS, Plaza de San Pedro, Domingo 31 de agosto de 2014
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el itinerario dominical con el Evangelio de Mateo, llegamos hoy al punto crucial en el que Jesús, tras verificar que Pedro y los otros once habían creído en Él como Mesías e Hijo de Dios, comenzó «a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho..., ser ejecutado y resucitar al tercer día» (16, 21). Es un momento crítico en el que emerge el contraste entre el modo de pensar de Jesús y el de los discípulos. Pedro, incluso, siente el deber de reprender al Maestro, porque no puede atribuir al Mesías un final tan infame. Entonces Jesús, a su vez, reprende duramente a Pedro, lo pone «a raya», porque no piensa «como Dios, sino como los hombres» (cf. v. 23) y sin darse cuenta hace las veces de Satanás, el tentador.
Sobre este punto insiste, en la liturgia de este domingo, también el apóstol Pablo, quien, al escribir a los cristianos de Roma, les dice: «No os amoldéis a este mundo —no entrar en los esquemas de este mundo—, sino transformaos por la renovación de la mente, para que sepáis discernir cuál es la voluntad de Dios» (Rm 12, 2).
En efecto, nosotros cristianos vivimos en el mundo, plenamente incorporados en la realidad social y cultural de nuestro tiempo, y es justo que sea así; pero esto comporta el riesgo de convertirnos en «mundanos», el riesgo de que «la sal pierda el sabor», como diría Jesús (cf. Mt 5, 13), es decir, que el cristiano se «agüe», pierda la carga de novedad que le viene del Señor y del Espíritu Santo. En cambio, tendría que ser al contrario: cuando en los cristianos permanece viva la fuerza del Evangelio, ella puede transformar «los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida» (Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 19). Es triste encontrar cristianos «aguados», que se parecen al vino diluido, y no se sabe si son cristianos o mundanos, como el vino diluido no se sabe si es vino o agua. Es triste esto. Es triste encontrar cristianos que ya no son la sal de la tierra, y sabemos que cuando la sal pierde su sabor ya no sirve para nada. Su sal perdió el sabor porque se entregaron al espíritu del mundo, es decir, se convirtieron en mundanos.
Por ello es necesario renovarse continuamente recurriendo a la savia del Evangelio. ¿Cómo se puede hacer esto en la práctica? Ante todo leyendo y meditando el Evangelio cada día, de modo que la Palabra de Jesús esté siempre presente en nuestra vida. Recordadlo: os ayudará llevar siempre el Evangelio con vosotros: un pequeño Evangelio, en el bolsillo, en la cartera, y leer un pasaje durante el día. Pero siempre con el Evangelio, porque así se lleva la Palabra de Jesús y se la puede leer. Además, participando en la misa dominical, donde encontramos al Señor en la comunidad, escuchamos su Palabra y recibimos la Eucaristía que nos une a Él y entre nosotros; y además son muy importantes para la renovación espiritual las jornadas de retiro y de ejercicios espirituales. Evangelio, Eucaristía y oración. No lo olvidéis: Evangelio, Eucaristía, oración. Gracias a estos dones del Señor podemos configurarnos no al mundo, sino a Cristo, y seguirlo por su camino, la senda del «perder la propia vida» para encontrarla de nuevo (v. 25). «Perderla» en el sentido de donarla, entregarla por amor y en el amor —y esto comporta sacrificio, incluso la cruz— para recibirla nuevamente purificada, libre del egoísmo y de la hipoteca de la muerte, llena de eternidad.
La Virgen María nos precede siempre en este camino; dejémonos guiar y acompañar por ella.

Papa Benedicto XVI
ÁNGELUS. Castelgandolfo Domingo 28 de agosto de 2011
Queridos hermanos y hermanas:
En el Evangelio de hoy, Jesús explica a sus discípulos que deberá "ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día" (Mt 16, 21). ¡Todo parece alterarse en el corazón de los discípulos! ¿Cómo es posible que "el Cristo, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16, 16) pueda padecer hasta la muerte? El apóstol Pedro se rebela, no acepta este camino, toma la palabra y dice al Maestro: "¡Lejos de ti tal cosa, Señor! Eso no puede pasarte" (Mt 16, 22). Aparece evidente la divergencia entre el designio de amor del Padre, que llega hasta el don del Hijo Unigénito en la cruz para salvar a la humanidad, y las expectativas, los deseos y los proyectos de los discípulos. Y este contraste se repite también hoy: cuando la realización de la propia vida está orientada únicamente al éxito social, al bienestar físico y económico, ya no se razona según Dios sino según los hombres (cf. Mt 16, 23). Pensar según el mundo es dejar aparte a Dios, no aceptar su designio de amor, casi impedirle cumplir su sabia voluntad. Por eso Jesús le dice a Pedro unas palabras particularmente duras: "¡Aléjate de mí, Satanás! Eres para mí piedra de tropiezo" (ib.). El Señor enseña que "el camino de los discípulos es un seguirle a él [ir tras él], el Crucificado. Pero en los tres Evangelios este seguirle en el signo de la cruz se explica también... como el camino del "perderse a sí mismo", que es necesario para el hombre y sin el cual le resulta imposible encontrarse a sí mismo" (cf. Jesús de Nazaret, Madrid 2007, p. 337).
Como a los discípulos, también a nosotros Jesús nos dirige la invitación: "El que quiera venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga" (Mt 16, 24). El cristiano sigue al Señor cuando acepta con amor la propia cruz, que a los ojos del mundo parece un fracaso y una "pérdida de la vida" (cf. ib. 25-26), sabiendo que no la lleva solo, sino con Jesús, compartiendo su mismo camino de entrega. Escribe el siervo de Dios Pablo VI: "Misteriosamente, Cristo mismo, para desarraigar del corazón del hombre el pecado de suficiencia y manifestar al Padre una obediencia filial y completa, acepta... morir en una cruz" (Ex. ap. Gaudete in Domino, 9 de mayo de 1975: aas 67 [1975] 300-301). Aceptando voluntariamente la muerte, Jesús lleva la cruz de todos los hombres y se convierte en fuente de salvación para toda la humanidad. San Cirilo de Jerusalén comenta: "La cruz victoriosa ha iluminado a quien estaba cegado por la ignorancia, ha liberado a quien era prisionero del pecado, ha traído la redención a toda la humanidad" (Catechesis Illuminandorum XIII, 1: de Christo crucifixo et sepulto: PG 33, 772 b).
Queridos amigos, confiamos nuestra oración a la Virgen María y también a san Agustín, cuya memoria litúrgica se celebra hoy, para que cada uno de nosotros sepa seguir al Señor en el camino de la cruz y se deje transformar por la gracia divina, renovando –como dice san Pablo en la liturgia de hoy– su modo de pensar para "poder discernir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto" (Rm 12, 2).

DIRECTORIO HOMILÉTICO
Ap. I. La homilía y el Catecismo de la Iglesia Católica
Ciclo A. Vigésimo segundo domingo del Tiempo Ordinario.
Cristo llama a sus discípulos a tomar la cruz y a seguirle

618 La Cruz es el único sacrificio de Cristo "único mediador entre Dios y los hombres" (1Tm 2, 5). Pero, porque en su Persona divina encarnada, "se ha unido en cierto modo con todo hombre" (GS 22, 2), él "ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de Dios sólo conocida, se asocien a este misterio pascual" (GS 22, 5). El llama a sus discípulos a "tomar su cruz y a seguirle" (Mt 16, 24) porque él "sufrió por nosotros dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas" (1P 2, 21). El quiere en efecto asociar a su sacrificio redentor a aquéllos mismos que son sus primeros beneficiarios(cf. Mc 10, 39; Jn 21, 18-19; Col 1, 24). Eso lo realiza en forma excelsa en su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sufrimiento redentor (cf. Lc 2, 35):
"Fuera de la Cruz no hay otra escala por donde subir al cielo" (Sta. Rosa de Lima, vida).
La cruz es el camino para entrar en la Gloria de Cristo
555
Por un instante, Jesús muestra su gloria divina, confirmando así la confesión de Pedro. Muestra también que para "entrar en su gloria" (Lc 24, 26), es necesario pasar por la Cruz en Jerusalén. Moisés y Elías habían visto la gloria de Dios en la Montaña; la Ley y los profetas habían anunciado los sufrimientos del Mesías (cf. Lc 24, 27). La Pasión de Jesús es la voluntad por excelencia del Padre: el Hijo actúa como siervo de Dios (cf. Is 42, 1). La nube indica la presencia del Espíritu Santo: "Tota Trinitas apparuit: Pater in voce; Filius in homine, Spiritus in nube clara" ("Apareció toda la Trinidad: el Padre en la voz, el Hijo en el hombre, el Espíritu en la nube luminosa" (Santo Tomás, s. th. 3, 45, 4, ad 2):
"Tú te has transfigurado en la montaña, y, en la medida en que ellos eran capaces, tus discípulos han contemplado Tu Gloria, oh Cristo Dios, a fin de que cuando te vieran crucificado comprendiesen que Tu Pasión era voluntaria y anunciasen al mundo que Tú eres verdaderamente la irradiación del Padre" (Liturgia bizantina, Kontakion de la Fiesta de la Transfiguración, )
1460 La penitencia que el confesor impone debe tener en cuenta la situación personal del penitente y buscar su bien espiritual. Debe corresponder todo lo posible a la gravedad y a la naturaleza de los pecados cometidos. Puede consistir en la oración, en ofrendas, en obras de misericordia, servicios al prójimo, privaciones voluntarias, sacrificios, y sobre todo, la aceptación paciente de la cruz que debemos llevar. Tales penitencias ayudan a configurarnos con Cristo que, el Unico que expió nuestros pecados (Rm 3, 25; 1Jn 2, 1-2) una vez por todas. Nos permiten llegar a ser coherederos de Cristo resucitado, "ya que sufrimos con él" (Rm 8, 17; cf Cc. de Trento: DS 1690):
"Pero nuestra satisfacción, la que realizamos por nuestros pecados, sólo es posible por medio de Jesucristo: nosotros que, por nosotros mismos, no podemos nada, con la ayuda "del que nos fortalece, lo podemos todo" (Flp 4, 13). Así el hombre no tiene nada de que pueda gloriarse sino que toda "nuestra gloria" está en Cristo… en quien satisfacemos "dando frutos dignos de penitencia" (Lc 3, 8) que reciben su fuerza de él, por él son ofrecidos al Padre y gracias a él son aceptados por el Padre" (Cc. de Trento: DS 1691).
2100 El sacrificio exterior, para ser auténtico, debe ser expresión del sacrificio espiritual. "Mi sacrificio es un espíritu contrito… " (Sal 51, 19). Los profetas de la Antigua Alianza denunciaron con frecuencia los sacrificios hechos sin participación interior (cf Am 5, 21-25) o sin amor al prójimo (cf Is 1, 10-20). Jesús recuerda las palabras del profeta Oseas: "Misericordia quiero, que no sacrificio" (Mt 9, 13; Mt 12, 7; cf Os 6, 6). El único sacrificio perfecto es el que ofreció Cristo en la cruz en ofrenda total al amor del Padre y por nuestra salvación (cf Hb 9, 13-14). Uniéndonos a su sacrificio, podemos hacer de nuestra vida un sacrificio para Dios.
El camino de la perfección pasa por el camino de la cruz
2015
El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin combate espiritual (cf 2 Tm 4). El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas:
"El que asciende no cesa nunca de ir de comienzo en comienzo mediante comienzos que no tienen fin. Jamás el que asciende deja de desear lo que ya conoce" (S. Gregorio de Nisa, hom. in Cant. 8).
Llevar la cruz en la vida de cada día
2427
El trabajo humano procede directamente de personas creadas a imagen de Dios y llamadas a prolongar, unidas y para mutuo beneficio, la obra de la creación dominando la tierra (cf Gn 1, 28; GS 34; CA 31). El trabajo es, por tanto, un deber: "Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma" (2Ts 3, 10; cf. 1Ts 4, 11). El trabajo honra los dones del Creador y los talentos recibidos. Puede ser también redentor. Soportando el peso del trabajo (cf Gn 3, 14-19), en unión con Jesús, el carpintero de Nazaret y el crucificado del Calvario, el hombre colabora en cierta manera con el Hijo de Dios en su Obra redentora. Se muestra discípulo de Cristo llevando la Cruz cada día, en la actividad que está llamado a realizar (cf LE 27). El trabajo puede ser un medio de santificación y una animación de las realidades terrenas en el espíritu de Cristo.


Se dice Credo.

Oración de los fieles
Año A

Oremos al Señor, nuestro Dios.
- Por la Iglesia, para que acepte el sufrimiento que le viene por su fidelidad al Evangelio. Roguemos al Señor.
- Por los que gobiernan las naciones, para que promuevan la libertad religiosa de todos los ciudadanos. Roguemos al Señor.
- Por los misioneros y catequistas que anuncian el Evangelio en situaciones particularmente conflictivas, para que el Espíritu de Cristo los anime y sostenga. Roguemos al Señor.
- Por nosotros, para que aprendamos a negarnos a nosotros mismos, a cargar con la cruz de cada día y seguir con amor a Jesucristo. Roguemos al Señor.
Escúchanos, Señor, y enséñanos a discernir tu voluntad: lo bueno, lo que te agrada, lo perfecto. Por Jesucristo, nuestro Señor.

San Juan Pablo II, Homilía en la concelebracíon eucarística en la solemnidad del Corpus Christi (5-junio-1980).

CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN LA SOLEMNIDAD DE CORPUS CHRISTI
HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

Castelgandolfo, Jueves 5 de junio de 1980

¡Alabado sea Jesucristo!

"Tu alabanza y gloria". Queridos hermanos, hermanas, connacionales y peregrinos:

Muchas son las canciones polacas en las que adoramos la Eucaristía, el Santísimo Sacramento y el Sagrado Corazón. Estas dos ideas están enlazadas entre sí. Entre todas las canciones que, sobre todo hoy, resuenan por las calles de nuestras ciudades, en Cracovia y en otras, precisamente ésta alaba a Dios, le rinde gloria, declara que esta alabanza llena todo el universo. La alabanza de Dios. "Tu alabanza y gloria, eterno Señor nuestro, no cesará por toda la eternidad. A Ti hoy rendimos adoración y elevamos hacia Ti, nosotros tus siervos, el cántico junto con las milicias celestiales". Así cantamos caminando con la custodia, llevada por el cardenal, el obispo o un sacerdote. Caminamos dando gracias a la omnipotencia de Dios por el don "grandioso" de su "grandeza". Se trata de una canción antigua. Basta leer las palabras que la componen para comprenderla. Pero, como tantas canciones antiguas polacas, está llena de contenido teológico. Y quizá ésta sea la más llena de ese contenido que inunda la fiesta que hoy celebramos: la fiesta del Corpus Domini.

En este día adoramos a Dios por aquel don que penetra toda la creación. Adoramos a Dios porque se ha dado a todo lo creado y, sobre todo, porque ha llamado a la existencia a todo cuanto existe. Damos gracias también a Dios por el don de la existencia, el primero que nos ha dado; le damos gracias por el misterio de la creación. Damos gracias a Dios por el don de la redención que realizó por medio de su Hijo; y se las damos muy especialmente porque su redención se perpetúa y se renueva. Esto es la Eucaristía; esto es el Corpus Domini.

Cantando esta canción, que contiene en sí tan excelente sentido teológico, salimos hoy del Wawel, de la catedral, por las calles de Cracovia, en una procesión que ya desde el año pasado sale de nuevo sobre Rynek y vuelve nuevamente a la catedral. Así ocurre también en otras ciudades: en Varsovia. en Gniezno, en Postdam, en Wroclaw y por todas partes. Este es nuestro Corpus Domini polaco.

El Corpus Domini es la fiesta de la Iglesia universal; es la fiesta de todas las Iglesias en la Iglesia universal. El Corpus Domini, entre nosotros en Polonia, contiene una riqueza especial. Alguien diría que la riqueza de la tradición. Es justo. Pero se trata de una tradición escrita con la riqueza de los corazones polacos. Por ahí comienza. Los corazones polacos están agradecidos a Dios desde hace muchas generaciones por todos sus dones: por el don de la creación, de la redención, de la Eucaristía.

Están agradecidos a Dios por la Eucaristía, por el Cuerpo del Señor. En este don se expresa la redención y la creación. Es precisamente ésta la tradición interior del corazón polaco. Por eso los polacos están tan apegados a la fiesta del Corpus Domini, celebrada precisamente este día, el jueves después de la Santísima Trinidad, en que fue instituida la fiesta por la Iglesia hace muchos siglos y enriquecida después en la vida de cada una de las Iglesias y de cada nación, por la tradición de los corazones.

Deseo agradeceros el que hayáis venido aquí precisamente en este día y porque me dais la posibilidad, al menos en parte, de vivir esta fiesta cracoviana del Corpus Domini polaco aquí en Roma e incluso fuera de Roma, en Castelgandolfo. Me alegra mucho vuestra presencia, que me recuerda la mía en Polonia hace ahora justamente un año, en Mogila, en Nowa Huta, en Kalwaria Zebrzydowska y también en otros sitios. Este encuentro es para mí una especie de nueva visita, densa de un significado profundo y personal, porque viéndoos aquí, encontrándome con vosotros, celebrando con vosotros este maravilloso Corpus Domini en Castelgandolfo, pero en polaco, mi pensamiento y mi corazón vuelven hacia atrás, al año pasado, a tantos y tantos años de mi vida, llenos de la tradición polaca del Corpus Domini, desde los tiempos de mi juventud, en mi ciudad natal, en Wadowice. Y me doy cuenta, precisamente hoy, precisamente gracias a vuestra presencia, de cómo mi corazón, primero de adolescente, después de joven, de sacerdote, de obispo, participaba en esta maravillosa tradición del "corazón polaco" el cual, desde siglos, siente que a Dios hay que darle gracias por la Eucaristía. Y celebrando la Eucaristía le agradecemos el don que hay en nosotros y para nosotros. Por todo. Por la creación, por la redención, por nuestra existencia y por nuestra participación en el misterio de la salvación, por Cristo y por la Iglesia. Es precisamente ésta la gratitud de la gente que vive sistemáticamente de la vida eucarística, pero también de todos los que se dan cuenta de ello. Por eso, en el transcurso del año hay un día en que cantamos esta gratitud con el corazón rebosante, saliendo de nuestra intimidad. En efecto, esa gratitud es algo íntimo, profundo y, en cierto modo, es justo que permanezca sobre todo en nuestro interior. Pero se trata de un día, uno al año, en el que deseamos exteriorizar esa gratitud y llevarla por las calles de nuestras ciudades y hacer de esta gratitud culto público; y todos deberían reconocer este culto público. Este es precisamente el Corpus Domini; tal es su significado para nosotros; y este significado lo ha tenido, lo tiene y lo debería tener para toda la Iglesia.

Me alegra que, gracias a vuestra presencia, pueda darme cuenta nuevamente de todo esto. Por vuestra presencia, puedo prepararme mejor todavía al servicio del Corpus Domini en Roma, ante la Iglesia romana, ante toda la Iglesia.

¡Que Dios sea vuestra recompensa!