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martes, 31 de octubre de 2017

Ritual de Exequias. Extracto. Presentación e introducción (22-febrero-2017).

RITUAL DE EXEQUIAS. EXTRACTO

EXTRACTO DE LA EDICIÓN TÍPICA ADAPTADA Y APROBADA POR LA CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA Y CONFIRMADA POR LA CONGREGACIÓN PARA EL CULTO DIVINO Y LA DISCIPLINA DE LOS SACRAMENTOS

PRESENTACIÓN

El año 1988 la Conferencia Episcopal Española publicó una nueva edición oficial del Ritual de exequias mejor estructurada y enriquecida con el fin de responder a las distintas circunstancias que se presentaban, a veces extraordinarias, a la hora de celebrar los ritos que la Iglesia reserva para acompañar a los fieles cristianos a su última morada terrena en coherencia con la fe y ofreciendo a sus allegados el consuelo de la esperanza. La riqueza litúrgica y teológica y, al mismo tiempo, las posibilidades pastorales de este Ritual siguen siendo importantes y válidas.

Sin embargo, también han sido numerosas las peticiones de los sacerdotes y de otros responsables de la vida litúrgica, solicitando un libro más breve y de fácil manejo para su uso en pequeñas comunidades, tanatorios, y en otros momentos según lo aconseje la conveniencia pastoral.

Por este motivo la Comisión Episcopal de Liturgia ofrece el presente extracto del Ri­tual de exequias en la confianza de que sus posibles destinatarios encuentren de forma clara, sintética y completa los ritos principales y una selección de los textos de la Palabra de Dios y de la plegaria de la Iglesia sin necesidad de recurrir al volumen completo.

Madrid, 22 de febrero de 2017
Fiesta de la Cátedra del apóstol san Pedro

Julián López Martín
Obispo de León
Presidente de la Comisión Episcopal de Liturgia

INTRODUCCIÓN

«Las exequias cristianas son una celebración litúrgica de la Iglesia. El ministerio de la Igle­sia pretende expresar también aquí la comunión eficaz con el difunto, y hacer participar en esa
comunión a la asamblea reunida para las exequias y anunciarle la vida eterna» (CEC, n. 1684).

El Concilio Vaticano II pidió que las exequias cristianas manifestaran claramente el sen­tido pascual de la muerte del cristiano y que el rito respondiera a las circunstancias y tradi­ciones de cada país (cf. SC, n. 81). Este deseo expresaba el fuerte interés de la Iglesia en que la liturgia resplandezca en su ser más genuino y profundo y en que los fieles puedan vivir el culto con una participación activa, consciente y fructuosa (cf. SC, n. 11).

En lo que se refiere a las exequias, estas palabras recogen también el testimonio que nos ofrece la historia de la liturgia, por el que sabemos que a lo largo de los siglos la forma de dar sepultura a los cristianos ha ido variando y acomodándose a los distintos tiempos y lugares, si bien la fe en la resurrección de los muertos ha permanecido invariable.

El ritual, publicado en su edición típica en el año 1969 y en su versión en español en el año 1971, vio la luz con la pretensión de mostrar al mundo de hoy que la fe cristiana confiere un profundo sentido a la muerte y que, lejos de una concepción desgarradora, vacía o nihi­lista, puede llegar a ser vivida como un anuncio gozoso y confiado de la vida eterna y de la esperanza en la resurrección propias de nuestra fe.

La edición española actualmente en vigor del Ritual de exequias, publicada en el año 1988, aporta un notable enriquecimiento litúrgico que no ha de ser puesto en duda. En efec­to, dicho ritual contiene una gran variedad de textos, tanto eucológicos como bíblicos, para las distintas circunstancias en que acontecen las exequias de los cristianos, así como varios «esquemas» de celebraciones que responden a las diversas necesidades y situaciones que se plantean en el contexto social actual.

La presente publicación recoge dos formas típicas de la celebración de las exequias en toda su extensión, es decir, con las tres clásicas estaciones en casa del difunto, en la iglesia y en el cementerio. Asimismo, se encuentran otros dos ritos simplificados, cada vez de mayor uso, sobre todo en el ámbito urbano, donde no es posible realizar las tres estaciones citadas.

El extracto ofrece también los textos propios para determinadas exequias; en concreto, para aquellos casos especialmente significativos, como la exequias de un obispo o de un presbítero, un religioso o religiosa, o de un párvulo. Para comodidad del ministro, estos textos se presentan siguiendo el orden lógico de la celebración litúrgica, pues en el ritual se encuentran dispersos.

Se recoge también el rito de las exequias ante la urna de las cenizas, forma cada vez más utilizada debido al incremento del recurso de la incineración del cadáver. A este respecto conviene recordar, como lo ha hecho recientemente la Congregación para la Doctrina de la Fe (1), que el destino de las cenizas de los cuerpos ha de ser coherente con la fe y la esperanza en la resurrección, es decir; la sepultura en cementerios o columbarios, en la iglesia u en otro lugar sagrado, apto para la oración y el recuerdo a los difuntos. Por esta razón no se permiten otros usos, como la práctica de diseminarlas, convertirlas en objetos de joyería o conservarlas en las casas.

Desde el punto de vista pastoral es muy útil la recopilación de textos —monición intro­ductoria, oración de los fieles, invitación para el último adiós— para casos especiales, así como el esquema de lecturas, estructuradas por temas y circunstancias; sin duda será una buena ayuda en orden a la oportuna selección de las mismas.

El breve elenco de lecturas pretende ser de ayuda para un momento puntual o para una oración más prolongada en la casa del difunto o en el tanatorio u otro lugar oportuno, pero nunca debe entenderse como una alternativa al leccionario de las exequias, que se encuentra en su volumen correspondiente, para ser usado en el ambón, su lugar litúrgico propio.

El repertorio de cantos ofrece una sencilla selección de los más usados o conocidos pre­sentes en el ritual.

Finalmente, la selección de formularios para orar en la capilla ardiente puede resultar útil para los sacerdotes y diáconos que tienen una determinada misión pastoral, pero también para todo fiel que ha de visitar y acompañar a los familiares de un difunto en su casa o en el tanatorio y desea realizar una oración por él.

Luis García Gutiérrez
Director del Secretariado de la Comisión Episcopal de Liturgia

(1) Cf. Instrucción Ad resurgendum cum Christo, acerca de la sepultura de los difuntos y la conservación de las cenizas en caso de cremación (15 de agosto de 2016).

domingo, 29 de octubre de 2017

Domingo 3 diciembre 2017, I Domingo de Adviento, Lecturas ciclo B.

LITURGIA DE LA PALABRA
Lecturas del I Domingo de Adviento, ciclo B (Lec. I B).

PRIMERA LECTURA Is 63, 16c-17. 19c; 64, 2b-7
¡Ojalá rasgases el cielo y descendieses!

Lectura del libro de Isaías.

Tú, Señor, eres nuestro padre,
tu nombre desde siempre es «nuestro Libertador».
¿Por qué nos extravías, Señor, de tus caminos,
y endureces nuestro corazón para que no te tema?
Vuélvete, por amor a tus siervos
y a las tribus de tu heredad.
¡Ojalá rasgases el cielo y descendieses!
En tu presencia se estremecerían las montañas.
«Descendiste, y las montañas se estremecieron».
Jamás se oyó ni se escuchó,
ni ojo vio un Dios, fuera de ti,
que hiciera tanto por quien espera en él.
Sales al encuentro
de quien practica con alegría la justicia
y, andando en tus caminos, se acuerda de ti.
He aquí que tu estabas airado
y nosotros hemos pecado.
Pero en los caminos de antiguo
seremos salvados.
Todos éramos impuros,
nuestra justicia era un vestido manchado;
todos nos marchitábamos como hojas,
nuestras culpas nos arrebataban como el viento.
Nadie invocaba tu nombre,
nadie salía del letargo para adherirse a ti;
pues nos ocultabas tu rostro
y nos entregabas al poder de nuestra culpa.
Y, sin embargo, Señor, tú eres nuestro padre,
nosotros la arcilla y tú nuestro alfarero:
todos somos obra de tu mano.

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Salmo responsorial Sal 79, 2ac y 3b. 15-16. 18-19 (R.: 4)
R.
Oh, Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve. Deus, convérte nos, illústra fáciem tuam, et salvi érimus.

V. Pastor de Israel, escucha;
tú que te sientas sobre querubines, resplandece;
despierta tu poder y ven a salvarnos. R.
Oh, Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve. Deus, convérte nos, illústra fáciem tuam, et salvi érimus.

V. Dios de los ejércitos, vuélvete:
mira desde el cielo, fíjate,
ven a visitar tu viña.
Cuida cepa que tu diestra plantó,
y al hijo del hombre que tú has fortalecido. R.
Oh, Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve. Deus, convérte nos, illústra fáciem tuam, et salvi érimus.

V. Que tu mano proteja a tu escogido,
al hombre que tú fortaleciste.
No nos alejaremos de ti:
danos vida, para que invoquemos tu nombre. R.
Oh, Dios, restáuranos, que brille tu rostro y nos salve. Deus, convérte nos, illústra fáciem tuam, et salvi érimus.

SEGUNDA LECTURA 1 Cor 1, 3-9
Aguardamos la manifestación de nuestro Señor Jesucristo

Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios.

Hermanos:
A vosotros gracia y paz de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo.
Doy gracias a mi Dios continuamente por vosotros, por la gracia de Dios os ha dado en Cristo Jesús; pues en él habéis sido enriquecidos en todo: en toda palabra y en toda ciencia; porque en vosotros se ha probado el testimonio de Cristo, de modo que no carecéis de ningún don gratuito, mientras aguardáis la manifestación de nuestro Señor Jesucristo.
Él os mantendrá firmes hasta el final, para que seáis irreplensibles el día de nuestro Señor Jesucristo.
Fiel es Dios, el cual os llamó a la comunión con su Hijo, Jesucristo nuestro Señor.

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Aleluya Sal 84, 8
R. Aleluya, aleluya, aleluya.
V. Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación. R. Osténde nobis, Dómine, misericórdiam tuam, et salutáre tuum da nobis.

EVANGELIO Mc 13, 33-37
Velad, pues no sabéis cuándo vendrá el señor de la casa

Lectura del santo Evangelio según san Marcos.
R. Gloria a ti, Señor.

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Estad atentos, vigilad: pues no sabéis cuándo es el momento.
Es igual que un hombre que se fue de viaje, y dejó su casa y dio a cada uno de sus criados su tarea, encargando al portero que velara.
Velad entonces, pues no sabéis cuándo vendrá el señor de la casa, si al atardecer, o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer: no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos.
Lo que os digo a vosotros, lo digo a todos: ¡Velad!».

Palabra del Señor.
R. Gloria a ti, Señor Jesús.

Del Papa Benedicto XVI
ÁNGELUS, I domingo de Adviento, 27 de noviembre de 2011
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy iniciamos con toda la Iglesia el nuevo Año litúrgico: un nuevo camino de fe, para vivir juntos en las comunidades cristianas, pero también, como siempre, para recorrer dentro de la historia del mundo, a fin de abrirla al misterio de Dios, a la salvación que viene de su amor. El Año litúrgico comienza con el tiempo de Adviento: tiempo estupendo en el que se despierta en los corazones la espera del retorno de Cristo y la memoria de su primera venida, cuando se despojó de su gloria divina para asumir nuestra carne mortal.
"¡Velad!". Este es el llamamiento de Jesús en el Evangelio de hoy. Lo dirige no sólo a sus discípulos, sino a todos: "¡Velad!" (Mc 13, 37). Es una exhortación saludable que nos recuerda que la vida no tiene sólo la dimensión terrena, sino que está proyectada hacia un "más allá", como una plantita que germina de la tierra y se abre hacia el cielo. Una plantita pensante, el hombre, dotada de libertad y responsabilidad, por lo que cada uno de nosotros será llamado a rendir cuentas de cómo ha vivido, de cómo ha utilizado sus propias capacidades: si las ha conservado para sí o las ha hecho fructificar también para el bien de los hermanos.
Del mismo modo, Isaías, el profeta del Adviento, nos hace reflexionar hoy con una apremiante oración, dirigida a Dios en nombre del pueblo. Reconoce las faltas de su gente, y en cierto momento dice: "Nadie invocaba tu nombre, nadie salía del letargo para adherirse a ti; pues nos ocultabas tu rostro y nos entregabas al poder de nuestra culpa" (Is 64, 6). ¿Cómo no quedar impresionados por esta descripción? Parece reflejar ciertos panoramas del mundo posmoderno: las ciudades donde la vida resulta anónima y horizontal, donde Dios parece ausente y el hombre el único amo, como si fuera él el artífice y el director de todo: construcciones, trabajo, economía, transportes, ciencias, técnica, todo parece depender sólo del hombre. Y, a veces, en este mundo que se presenta casi perfecto, suceden cosas desconcertantes, en la naturaleza o en la sociedad, por las que pensamos que Dios se ha retirado, que, por así decir, nos ha abandonado a nosotros mismos.
En realidad, el verdadero "señor" del mundo no es el hombre, sino Dios. El Evangelio dice: "Velad entonces, pues no sabéis cuándo vendrá el señor de la casa, si al atardecer o a medianoche, o al canto del gallo, o al amanecer: no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos" (Mc 13, 35-36). El Tiempo de Adviento viene cada año a recordarnos esto, para que nuestra vida recupere su orientación correcta, hacia el rostro de Dios. El rostro no de un "señor", sino de un Padre y de un Amigo. Con la Virgen María, que nos guía en el camino del Adviento, hagamos nuestras las palabras del profeta. "Señor, tú eres nuestro padre; nosotros la arcilla y tú nuestro alfarero: todos somos obra de tu mano" (Is 64, 7).
ÁNGELUS, I Domingo de Adviento, 30 de noviembre de 2008
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, con el primer domingo de Adviento, comenzamos un nuevo año litúrgico. Este hecho nos invita a reflexionar sobre la dimensión del tiempo, que siempre ejerce en nosotros una gran fascinación. Sin embargo, siguiendo el ejemplo de lo que solía hacer Jesús, deseo partir de una constatación muy concreta: todos decimos que "nos falta tiempo", porque el ritmo de la vida diaria se ha vuelto frenético para todos.
También a este respecto, la Iglesia tiene una "buena nueva" que anunciar: Dios nos da su tiempo. Nosotros tenemos siempre poco tiempo; especialmente para el Señor no sabemos, o a veces no queremos, encontrarlo. Pues bien, Dios tiene tiempo para nosotros. Esto es lo primero que el inicio de un año litúrgico nos hace redescubrir con una admiración siempre nueva. Sí, Dios nos da su tiempo, pues ha entrado en la historia con su palabra y con sus obras de salvación, para abrirla a lo eterno, para convertirla en historia de alianza. Desde esta perspectiva, el tiempo ya es en sí mismo un signo fundamental del amor de Dios: un don que el hombre puede valorar, como cualquier otra cosa, o por el contrario desaprovechar; captar su significado o descuidarlo con necia superficialidad.
Además, el tiempo de la historia de la salvación se articula en tres grandes "momentos": al inicio, la creación; en el centro, la encarnación-redención; y al final, la "parusía", la venida final, que comprende también el juicio universal. Pero estos tres momentos no deben entenderse simplemente en sucesión cronológica. Ciertamente, la creación está en el origen de todo, pero también es continua y se realiza a lo largo de todo el arco del devenir cósmico, hasta el final de los tiempos. Del mismo modo, la encarnación-redención, aunque tuvo lugar en un momento histórico determinado -el período del paso de Jesús por la tierra-, extiende su radio de acción a todo el tiempo precedente y a todo el siguiente. A su vez, la última venida y el juicio final, que precisamente tuvieron una anticipación decisiva en la cruz de Cristo, influyen en la conducta de los hombres de todas las épocas.
El tiempo litúrgico de Adviento celebra la venida de Dios en sus dos momentos: primero, nos invita a esperar la vuelta gloriosa de Cristo; después, al acercarse la Navidad, nos llama a acoger al Verbo encarnado por nuestra salvación. Pero el Señor viene continuamente a nuestra vida.
Por tanto, es muy oportuna la exhortación de Jesús, que en este primer domingo se nos vuelve a proponer con fuerza: "Velad" (Mc 13, 33.35.37). Se dirige a los discípulos, pero también "a todos", porque cada uno, en la hora que sólo Dios conoce, será llamado a rendir cuentas de su existencia. Esto implica un justo desapego de los bienes terrenos, un sincero arrepentimiento de los propios errores, una caridad activa con el prójimo y, sobre todo, un abandono humilde y confiado en las manos de Dios, nuestro Padre tierno y misericordioso. La Virgen María, Madre de Jesús, es icono del Adviento. Invoquémosla para que también a nosotros nos ayude a convertirnos en prolongación de la humanidad para el Señor que viene.
ÁNGELUS, Primer domingo de Adviento 27 de noviembre de 2005
Queridos hermanos y hermanas: 
Este domingo comienza el Adviento, un tiempo de gran profundidad religiosa, porque está impregnado de esperanza y de expectativas espirituales: cada vez que la comunidad cristiana se prepara para recordar el nacimiento del Redentor siente una sensación de alegría, que en cierta medida se comunica a toda la sociedad. En el Adviento el pueblo cristiano revive un doble movimiento del espíritu: por una parte, eleva su mirada hacia la meta final de su peregrinación en la historia, que es la vuelta gloriosa del Señor Jesús; por otra, recordando con emoción su nacimiento en Belén, se arrodilla ante el pesebre. La esperanza de los cristianos se orienta al futuro, pero está siempre bien arraigada en un acontecimiento del pasado. En la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios nació de la Virgen María: "Nacido de mujer, nacido bajo la ley", como escribe el apóstol san Pablo (Ga 4, 4). 
El Evangelio nos invita hoy a estar vigilantes, en espera de la última venida de Cristo: "Velad -dice Jesús-: pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa" (Mc 13, 35. 37). La breve parábola del señor que se fue de viaje y de los criados a los que dejó en su lugar muestra cuán importante es estar preparados para acoger al Señor, cuando venga repentinamente. La comunidad cristiana espera con ansia su "manifestación", y el apóstol san Pablo, escribiendo a los Corintios, los exhorta a confiar en la fidelidad de Dios y a vivir de modo que se encuentren "irreprensibles" (cf. 1Co 1, 7-9) el día del Señor. Por eso, al inicio del Adviento, muy oportunamente la liturgia pone en nuestros labios la invocación del salmo: "Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación" (Sal 84, 8). 
Podríamos decir que el Adviento es el tiempo en el que los cristianos deben despertar en su corazón la esperanza de renovar el mundo, con la ayuda de Dios. A este propósito, quisiera recordar también hoy la constitución Gaudium et spes del concilio Vaticano II sobre la Iglesia en el mundo actual: es un texto profundamente impregnado de esperanza cristiana. Me refiero, en particular, al número 39, titulado "Tierra nueva y cielo nuevo". En él se lee: "La revelación nos enseña que Dios ha preparado una nueva morada y una nueva tierra en la que habita la justicia (cf. 2Co 5, 2; 2P 3, 13). (...) No obstante, la espera de una tierra nueva no debe debilitar, sino más bien avivar la preocupación de cultivar esta tierra". En efecto, recogeremos los frutos de nuestro trabajo cuando Cristo entregue al Padre su reino eterno y universal. María santísima, Virgen del Adviento, nos obtenga vivir este tiempo de gracia siendo vigilantes y laboriosos, en espera del Señor.

DIRECTORIO HOMILÉTICO
III. LOS DOMINGOS DE ADVIENTO
78. «Las lecturas del Evangelio tienen una característica propia: se refieren a la venida del Señor al final de los tiempos (I domingo), a Juan Bautista (II y III domingo), a los acontecimientos que prepararon de cerca el nacimiento del Señor (IV domingo). Las lecturas del Antiguo Testamento son profecías sobre el Mesías y el tiempo mesiánico, tomadas principalmente del libro de Isaías. Las lecturas del Apóstol contienen exhortaciones y amonestaciones conformes a las diversas características de este tiempo» (OLM 93). El Adviento es el tiempo que prepara a los cristianos a las gracias que serán dadas, una vez más en este año, en la celebración de la gran Solemnidad de la Navidad. Ya desde el I domingo de Adviento, el homileta exhorta al pueblo para que emprenda su preparación caracterizada por distintas facetas, cada una de ellas sugerida por la rica selección de pasajes bíblicos del Leccionario de este tiempo. La primera fase del Adviento nos invita a preparar la Navidad animándonos no sólo a dirigir la mirada al tiempo de la primera Venida del nuestro Señor, cuando, como dice el prefacio I de Adviento, Él asume «la humildad de nuestra carne», sino también, a esperar vigilantes su Venida «en la majestad de su gloria», cuando «podamos recibir los bienes prometidos».
79. Por tanto, existe un doble significado de Adviento, un doble significado de la Venida del Señor. Este tiempo nos prepara para su Venida en la gracia de la fiesta de la Navidad y a su retorno para el juicio al final de los tiempos. Los textos bíblicos deberían ser explicados considerando este doble significado. Según el texto, se puede evidenciar una u otra Venida, aunque, con frecuencia, el mismo pasaje presenta palabras e imágenes relativas a ambas. Existe, además, otra Venida: escuchamos estas lecturas en la asamblea eucarística, donde Cristo está verdaderamente presente. Al comienzo del tiempo de Adviento la Iglesia recuerda la enseñanza de san Bernardo, es decir, que entre las dos Venidas visibles de Cristo, en la historia y al final de los tiempos, existe una venida invisible, aquí y ahora (cf. Oficio de lecturas, Lunes, I semana de Adviento), así como hace suyas las palabras de san Carlos Borromeo: «Este tiempo (&) nos enseña que la venida de Cristo no solo aprovechó a los que vivían en el tiempo del Salvador, sino que su eficacia continúa y aún hoy se nos comunica si queremos recibir, mediante la fe y los sacramentos, la gracia que él nos prometió, y si ordenamos nuestra conducta conforme a sus mandamientos (Oficio de lecturas, Lunes, I semana de Adviento)».
A. I domingo de Adviento
80. El evangelio del I domingo de Adviento, en los tres ciclos, es una narración sinóptica que anuncia la venida inminente del Hijo del Hombre en gloria, un día y una hora desconocidos. Nos exhorta a estar vigilantes y en alerta, a esperar signos espaventosos en el cielo y en la tierra, a no dejarnos sorprender. Siempre nos da una cierta impresión empezar de este modo el Adviento, ya que, de modo inevitable, este tiempo nos trae a la mente la Navidad y, en muchos lugares, el sentir común está ya sumergido con las dulces representaciones del Nacimiento de Jesús en Belén. No obstante, la Liturgia nos presenta estas imágenes a la luz de otras que nos recuerdan cómo el mismo Señor nacido en Belén «de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos», como dice el Credo. En este domingo, es responsabilidad del homileta recordar a los cristianos que siempre deben preparase para esta venida y para el juicio. Realmente, el Adviento constituye tal preparación: la Venida de Jesús en la Navidad está conectada íntimamente con su Venida en el último día.
81. Durante los tres años, la lectura del Profeta puede interpretarse ya sea como indicativa del glorioso advenimiento final del Señor como de su primer advenimiento «en la humildad de nuestra carne», de la que nos habla la Navidad. Tanto Isaías (en el año A) como Jeremías (en el año C), anuncian que «llegan días». En el contexto de esta Liturgia, las palabras que siguen apuntan claramente al tiempo final; pero se refieren, también, a la inminente Solemnidad de la Navidad.
83. La primera lectura del libro de Isaías en el año B se presenta como una oración que instruye a la Iglesia en la actitud penitencial propia de este periodo. Se inicia presentando un problema: el de nuestro pecado. «Señor, ¿por qué nos extravías de tus caminos y endureces nuestro corazón para que no te tema?». Es evidente que esta pregunta debe ser considerada. ¿Quién puede comprender el misterio de la iniquidad humana? (cf. 2Ts 2, 7). Nuestra experiencia, ya sea en nosotros mismos o en el mundo que nos rodea - el homileta puede presentar ejemplos - solo puede hacer brotar de lo profundo de los corazones un grito inmenso dirigido a Dios: «¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia!». Esta sentida petición encuentra respuesta definitiva en Jesucristo. En él Dios ha rasgado los cielos y ha descendido entre nosotros. Y en él, como había pedido el profeta, Dios «cuando ejecutarás portentos inesperados: "descendiste y las montañas se estremecieron". Jamás se oyó ni se escuchó &». La Navidad es la celebración de las obras maravillosas realizadas por Dios y que nunca hubiéramos podido esperar.
84. La Iglesia, en este I domingo de Adviento, fija además la mirada en el Retorno de Jesús en gloria y majestad. «¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia!» Los Evangelios, con este mismo tono, describen la Venida final. Y ¿estamos preparados? No, no lo estamos, y por ello tenemos necesidad de un tiempo de preparación. La oración del profeta continúa: «Sales al encuentro del que practica la justicia y se acuerda de tus caminos». Una cosa muy parecida se invoca en la oración colecta de este domingo: «Dios todopoderoso, aviva en tus fieles el deseo de salir al encuentro de Cristo, acompañados por las buenas obras.».
86. Naturalmente la Eucaristía que nos disponemos a celebrar es la preparación más intensa de la comunidad para la Venida del Señor, ya que ella misma señala dicha Venida. En el prefacio que abre la plegaria eucarística en este domingo, la comunidad se presenta a Dios «en vigilante espera». Nosotros, que damos gracias, pedimos hoy ya poder cantar con todos los ángeles: «Santo, Santo, Santo, es el Señor Dios del universo». Aclamando el «Misterio de la fe» expresamos el mismo espíritu de vigilante espera: «Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, anunciamos tu muerte, Señor, hasta que vuelvas». En la plegaria eucarística los cielos se abren y Dios desciende. Hoy recibimos el Cuerpo y la Sangre del Hijo del Hombre que llegará sobre las nubes con gran poder y gloria. Con su gracia, dada en la Sagrada Comunión, esperamos que cada uno de nosotros pueda exclamar: «Me levantaré y alzaré la cabeza; se acerca mi liberación».
Ap. I. La homilía y el Catecismo de la Iglesia Católica
Ciclo B. Primer domingo de Adviento.
La tribulación final y la venida de Cristo en gloria
Cristo reina ya mediante la Iglesia…
668 "Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos" (Rm 14, 9). La Ascensión de Cristo al Cielo significa su participación, en su humanidad, en el poder y en la autoridad de Dios mismo. Jesucristo es Señor: Posee todo poder en los cielos y en la tierra. El está "por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación" porque el Padre "bajo sus pies sometió todas las cosas"(Ef 1, 20-22). Cristo es el Señor del cosmos (cf. Ef 4, 10; 1Co 15, 24. 27-28) y de la historia. En él, la historia de la humanidad e incluso toda la Creación encuentran su recapitulación (Ef 1, 10), su cumplimiento transcendente.
669 Como Señor, Cristo es también la cabeza de la Iglesia que es su Cuerpo (cf. Ef 1, 22). Elevado al cielo y glorificado, habiendo cumplido así su misión, permanece en la tierra en su Iglesia. La Redención es la fuente de la autoridad que Cristo, en virtud del Espíritu Santo, ejerce sobre la Iglesia (cf. Ef 4, 11-13). "La Iglesia, o el reino de Cristo presente ya en misterio", "constituye el germen y el comienzo de este Reino en la tierra" (LG 3;5).
670 Desde la Ascensión, el designio de Dios ha entrado en su consumación. Estamos ya en la "última hora" (1Jn 2, 18; cf. 1P 4, 7). "El final de la historia ha llegado ya a nosotros y la renovación del mundo está ya decidida de manera irrevocable e incluso de alguna manera real está ya por anticipado en este mundo. La Iglesia, en efecto, ya en la tierra, se caracteriza por una verdadera santidad, aunque todavía imperfecta" (LG 48). El Reino de Cristo manifiesta ya su presencia por los signos milagrosos (cf. Mc 16, 17-18) que acompañan a su anuncio por la Iglesia (cf. Mc 16, 20).
esperando que todo le sea sometido
671 El Reino de Cristo, presente ya en su Iglesia, sin embargo, no está todavía acabado "con gran poder y gloria" (Lc 21, 27; cf. Mt 25, 31) con el advenimiento del Rey a la tierra. Este Reino aún es objeto de los ataques de los poderes del mal (cf. 2Ts 2, 7) a pesar de que estos poderes hayan sido vencidos en su raíz por la Pascua de Cristo. Hasta que todo le haya sido sometido (cf. 1Co 15, 28), y "mientras no haya nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia, la Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este mundo que pasa. Ella misma vive entre las criaturas que gimen en dolores de parto hasta ahora y que esperan la manifestación de los hijos de Dios" (LG 48). Por esta razón los cristianos piden, sobre todo en la Eucaristía (cf. 1Co 11, 26), que se apresure el retorno de Cristo (cf. 2P 3, 11-12) cuando suplican: "Ven, Señor Jesús" (cf. 1Co 16, 22; Ap 22, 17-20).
672 Cristo afirmó antes de su Ascensión que aún no era la hora del establecimiento glorioso del Reino mesiánico esperado por Israel (cf. Hch 1, 6-7) que, según los profetas (cf. Is 11, 1-9), debía traer a todos los hombres el orden definitivo de la justicia, del amor y de la paz. El tiempo presente, según el Señor, es el tiempo del Espíritu y del testimonio (cf Hch 1, 8), pero es también un tiempo marcado todavía por la "tristeza" (1Co 7, 26) y la prueba del mal (cf. Ef 5, 16) que afecta también a la Iglesia(cf. 1P 4, 17) e inaugura los combates de los últimos días (1Jn 2, 18; 1Jn 4, 3; 1Tm 4, 1). Es un tiempo de espera y de vigilia (cf. Mt 25, 1-13; Mc 13, 33-37).
El glorioso advenimiento de Cristo, esperanza de Israel
673 Desde la Ascensión, el advenimiento de Cristo en la gloria es inminente (cf Ap 22, 20) aun cuando a nosotros no nos "toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad" (Hch 1, 7; cf. Mc 13, 32). Este advenimiento escatológico se puede cumplir en cualquier momento (cf. Mt 24, 44:1Ts 5, 2), aunque tal acontecimiento y la prueba final que le ha de preceder estén "retenidos" en las manos de Dios (cf. 2Ts 2, 3-12).
674 La Venida del Mesías glorioso, en un momento determinado de la historia se vincula al reconocimiento del Mesías por "todo Israel" (Rm 11, 26; Mt 23, 39) del que "una parte está endurecida" (Rm 11, 25) en "la incredulidad" respecto a Jesús (Rm 11, 20). San Pedro dice a los judíos de Jerusalén después de Pentecostés: "Arrepentíos, pues, y convertíos para que vuestros pecados sean borrados, a fin de que del Señor venga el tiempo de la consolación y envíe al Cristo que os había sido destinado, a Jesús, a quien debe retener el cielo hasta el tiempo de la restauración universal, de que Dios habló por boca de sus profetas" (Hch 3, 19-21). Y San Pablo le hace eco: "si su reprobación ha sido la reconciliación del mundo ¿qué será su readmisión sino una resurrección de entre los muertos?" (Rm 11, 5). La entrada de "la plenitud de los judíos" (Rm 11, 12) en la salvación mesiánica, a continuación de "la plenitud de los gentiles (Rm 11, 25; cf. Lc 21, 24), hará al Pueblo de Dios "llegar a la plenitud de Cristo" (Ef 4, 13) en la cual "Dios será todo en nosotros" (1Co 15, 28).
La última prueba de la Iglesia
675 Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes (cf. Lc 18, 8; Mt 24, 12). La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra (cf. Lc 21, 12; Jn 15, 19-20) desvelará el "Misterio de iniquidad" bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un seudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne (cf. 2Ts 2, 4-12 1Ts 5, 2-3 2Jn 7; 1Jn 2, 18. 22).
676 Esta impostura del Anticristo aparece esbozada ya en el mundo cada vez que se pretende llevar a cabo la esperanza mesiánica en la historia, lo cual no puede alcanzarse sino más allá del tiempo histórico a través del juicio escatológico: incluso en su forma mitigada, la Iglesia ha rechazado esta falsificación del Reino futuro con el nombre de milenarismo (cf. DS 3839), sobre todo bajo la forma política de un mesianismo secularizado, "intrínsecamente perverso" (cf. Pío XI, "Divini Redemptoris" que condena el "falso misticismo" de esta "falsificación de la redención de los humildes"; GS 20  - 21).
677 La Iglesia sólo entrará en la gloria del Reino a través de esta última Pascua en la que seguirá a su Señor en su muerte y su Resurrección (cf. Ap 19, 1-9). El Reino no se realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia (cf. Ap 13, 8) en forma de un proceso creciente, sino por una victoria de Dios sobre el último desencadenamiento del mal (cf. Ap 20, 7-10) que hará descender desde el Cielo a su Esposa (cf. Ap 21, 2-4). El triunfo de Dios sobre la rebelión del mal tomará la forma de Juicio final (cf. Ap 20, 12) después de la última sacudida cósmica de este mundo que pasa (cf. 2P 3, 12-13).
La Iglesia, consumada en la gloria
769 La Iglesia "sólo llegará a su perfección en la gloria del cielo" (LG 48), cuando Cristo vuelva glorioso. Hasta ese día, "la Iglesia avanza en su peregrinación a través de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios" (San Agustín, civ. 18, 51;cf. LG 8). Aquí abajo, ella se sabe en exilio, lejos del Señor (cf. 2Co 5, 6; LG 6), y aspira al advenimimento pleno del Reino, "y espera y desea con todas sus fuerzas reunirse con su Rey en la gloria" (LG 5). La consumación de la Iglesia en la gloria, y a través de ella la del mundo, no sucederá sin grandes pruebas. Solamente entonces, "todos los justos desde Adán, `desde el justo Abel hasta el último de los elegidos' se reunirán con el Padre en la Iglesia universal" (LG 2).
¡Ven, Señor Jesús!”
451 La oración cristiana está marcada por el título "Señor", ya sea en la invitación a la oración "el Señor esté con vosotros", o en su conclusión "por Jesucristo nuestro Señor" o incluso en la exclamación llena de confianza y de esperanza: "Maran atha" ("¡el Señor viene!") o "Maran atha" ("¡Ven, Señor!") (1Co 16, 22): "¡Amén! ¡ven, Señor Jesús!" (Ap 22, 20).
esperando que todo le sea sometido
671 El Reino de Cristo, presente ya en su Iglesia, sin embargo, no está todavía acabado "con gran poder y gloria" (Lc 21, 27; cf. Mt 25, 31) con el advenimiento del Rey a la tierra. Este Reino aún es objeto de los ataques de los poderes del mal (cf. 2Ts 2, 7) a pesar de que estos poderes hayan sido vencidos en su raíz por la Pascua de Cristo. Hasta que todo le haya sido sometido (cf. 1Co 15, 28), y "mientras no haya nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia, la Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este mundo que pasa. Ella misma vive entre las criaturas que gimen en dolores de parto hasta ahora y que esperan la manifestación de los hijos de Dios" (LG 48). Por esta razón los cristianos piden, sobre todo en la Eucaristía (cf. 1Co 11, 26), que se apresure el retorno de Cristo (cf. 2P 3, 11-12) cuando suplican: "Ven, Señor Jesús" (cf. 1Co 16, 22; Ap 22, 17-20).
LOS SACRAMENTOS DE LA VIDA ETERNA
1130 La Iglesia celebra el Misterio de su Señor "hasta que él venga" y "Dios sea todo en todos" (1Co 11, 26; 1Co 15, 28). Desde la era apostólica, la Liturgia es atraída hacia su término por el gemido del Espíritu en la Iglesia: "¡Marana tha!" (1Co 16, 22). La liturgia participa así en el deseo de Jesús: "Con ansia he deseado comer esta Pascua con vosotros… hasta que halle su cumplimiento en el Reino de Dios" (Lc 22, 15-16). En los sacramentos de Cristo, la Iglesia recibe ya las arras de su herencia, participa ya en la vida eterna, aunque "aguardando la feliz esperanza y la manifestación de la gloria del Gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo" (Tt 2, 13). "El Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven!… ¡Ven, Señor Jesús!" (Ap 22, 17. 20).
S. Tomás resume así las diferentes dimensiones del signo sacramental: "Unde sacramentum est signum rememorativum eius quod praecessit, scilicet passionis Christi; et desmonstrativum eius quod in nobis efficitur per Christi passionem, scilicet gratiae; et prognosticum, id est, praenuntiativum futurae gloriae" ("Por eso el sacramento es un signo que rememora lo que sucedió, es decir, la pasión de Cristo; es un signo que demuestra lo que sucedió entre nosotros en virtud de la pasión de Cristo, es decir, la gracia; y es un signo que anticipa, es decir, que preanuncia la gloria venidera", STh 3, 60, 3).)
1403 En la última cena, el Señor mismo atrajo la atención de sus discípulos hacia el cumplimiento de la Pascua en el reino de Dios: "Y os digo que desde ahora no beberé de este fruto de la vid hasta el día en que lo beba con vosotros, de nuevo, en el Reino de mi Padre" (Mt 26, 29; cf. Lc 22, 18; Mc 14, 25). Cada vez que la Iglesia celebra la Eucaristía recuerda esta promesa y su mirada se dirige hacia "el que viene" (Ap 1, 4). En su oración, implora su venida: "Maran atha" (1Co 16, 22), "Ven, Señor Jesús" (Ap 22, 20), "que tu gracia venga y que este mundo pase" (Didaché 10, 6).
2817 Esta petición es el "Marana Tha", el grito del Espíritu y de la Esposa: "Ven, Señor Jesús":
"Incluso aunque esta oración no nos hubiera mandado pedir el advenimiento del Reino, habríamos tenido que expresar esta petición, dirigiéndonos con premura a la meta de nuestras esperanzas. Las almas de los mártires, bajo el altar, invocan al Señor con grandes gritos: '¿Hasta cuándo, Dueño santo y veraz, vas a estar sin hacer justicia por nuestra sangre a los habitantes de la tierra?' (Ap 6, 10). En efecto, los mártires deben alcanzar la justicia al fin de los tiempos. Señor, ¡apresura, pues, la venida de tu Reino!" (Tertuliano, or. 5).
Dios dona a los hombres la gracia para poder aceptar la revelación y acoger al Mesías
35 Las facultades del hombre lo hacen capaz de conocer la existencia de un Dios personal. Pero para que el hombre pueda entrar en su intimidad, Dios ha querido revelarse al hombre y darle la gracia de poder acoger en la fe esa revelación en la fe. Sin embargo, las pruebas de la existencia de Dios pueden disponer a la fe y ayudar a ver que la fe no se opone a la razón humana.
Reconocer que todos somos pecadores
827 "Mientras que Cristo, santo, inocente, sin mancha, no conoció el pecado, sino que vino solamente a expiar los pecados del pueblo, la Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de purificación y busca sin cesar la conversión y la renovación" (LG 8; cf UR 3; 6). Todos los miembros de la Iglesia, incluso sus ministros, deben reconocerse pecadores (cf 1Jn 1, 8-10). En todos, la cizaña del pecado todavía se encuentra mezclada con la buena semilla del Evangelio hasta el fin de los tiempos (cf Mt 13, 24-30). La Iglesia, pues, congrega a pecadores alcanzados ya por la salvación de Cristo, pero aún en vías de santificación:
"La Iglesia es, pues, santa aunque abarque en su seno pecadores; porque ella no goza de otra vida que de la vida de la gracia; sus miembros, ciertamente, si se alimentan de esta vida se santifican; si se apartan de ella, contraen pecados y manchas del alma, que impiden que la santidad de ella se difunda radiante. Por lo que se aflige y hace penitencia por aquellos pecados, teniendo poder de librar de ellos a sus hijos por la sangre de Cristo y el don del Espíritu Santo" (SPF 19).
1431 La penitencia interior es una reorientación radical de toda la vida, un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, una aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su gracia. Esta conversión del corazón va acompañada de dolor y tristeza saludables que los Padres llamaron "animi cruciatus" (aflicción del espíritu), "compunctio cordis" (arrepentimiento del corazón) (cf Cc. de Trento: DS 1676 - 1678; 1705; Catech. R. 2, 5, 4).
2677 "Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros… " Con Isabel, nos maravillamos y decimos: "¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?" (Lc 1, 43). Porque nos da a Jesús su hijo, María es madre de Dios y madre nuestra; podemos confiarle todos nuestros cuidados y nuestras peticiones: ora para nosotros como oró para sí misma: "Hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38). Confiándonos a su oración, nos abandonamos con ella en la voluntad de Dios: "Hágase tu voluntad".
"Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte". Pidiendo a María que ruegue por nosotros, nos reconocemos pecadores y nos dirigimos a la "Madre de la Misericordia", a la Virgen Santísima. Nos ponemos en sus manos "ahora", en el hoy de nuestras vidas. Y nuestra confianza se ensancha para entregarle desde ahora, "la hora de nuestra muerte". Que esté presente en esa hora, como estuvo en la muerte en Cruz de su Hijo y que en la hora de nuestro tránsito nos acoja como madre nuestra (cf Jn 19, 27) para conducirnos a su Hijo Jesús, al Paraíso.
2839 Con una audaz confianza hemos empezado a orar a nuestro Padre. Suplicándole que su Nombre sea santificado, le hemos pedido que seamos cada vez más santificados. Pero, aun revestidos de la vestidura bautismal, no dejamos de pecar, de separarnos de Dios. Ahora, en esta nueva petición, nos volvemos a él, como el hijo pródigo (cf Lc 15, 11-32) y nos reconocemos pecadores ante él como el publicano (cf Lc 18, 13). Nuestra petición empieza con una "confesión" en la que afirmamos al mismo tiempo nuestra miseria y su Misericordia. Nuestra esperanza es firme porque, en su Hijo, "tenemos la redención, la remisión de nuestros pecados" (Col 1, 14; Ef 1, 7). El signo eficaz e indudable de su perdón lo encontramos en los sacramentos de su Iglesia (cf Mt 26, 28; Jn 20, 23).

jueves, 26 de octubre de 2017

San Pablo VI, Const. Ap. "Paenitemini", por la que se reforma la disciplina eclesiástica sobre la Penitencia (17-febrero-1966).

CONSTITUCIÓN APOSTÓLICA "PAENITEMINI"(17-febrero-1966)
DE SU SANTIDAD PABLO VI
POR LA QUE SE REFORMA LA DISCIPLINA ECLESIÁSTICA DE LA PENITENCIA

Pablo Obispo,
Siervo de los siervos de Dios,
en memoria perpetua de este acto

«Convertíos y creed en el Evangelio»[1], nos parece que debemos repetir hoy estas palabras del Señor, en los momentos en que —clausurado el Concilio ecuménico Vaticano II— la Iglesia continúa su camino con paso más decidido. De entre los graves y urgentes problemas que se plantean a nuestra solicitud pastoral, se encuentra, y no en último lugar, el de recordar a nuestros hijos —y a todos los hombres de espíritu religioso de nuestro tiempo— el significado y la importancia de la penitencia. Nos sentimos movidos a ello por la visión más rica y profunda de la naturaleza de la Iglesia y de sus relaciones con el mundo que la suprema Asamblea ecuménica nos ha ofrecido en estos años.

Durante el Concilio, la Iglesia, meditando con más profundidad en su misterio, ha examinado su naturaleza en toda su dimensión, y ha escrutado sus elementos humanos y divinos, visibles e invisibles, temporales y eternos. Profundizando, ante todo, en el lazo que la une a Cristo y a su obra salvadora, ha subrayado especialmente que todos sus miembros están llamados a participar en la obra de Cristo, y, consiguientemente, a participar en su expiación; [2] además, ha tomado conciencia más clara de que, aun siendo por designio de Dios santa e irreprensible, [3] es en sus miembros defectible y está continuamente necesitada de conversión y renovación, [4] renovación que debe llevarse a cabo no sólo interiormente e individualmente, sino también externa y socialmente;[5] finalmente la Iglesia ha considerado más atentamente su papel en la ciudad terrena, [6] es decir, su misión de indicar a los hombres la forma recta de usar los bienes terrenos y de colaborar en la consecratio mundi, y al mismo tiempo estimularlos a esa saludable abstinencia que los defiende del peligro de dejarse encantar, en su peregrinación hacia la patria celestial, por las cosas de este mundo [7].

Por estos motivos, queremos hoy repetir a nuestros hijos las palabras pronunciadas por Pedro en su primer discurso después de Pentecostés: "Convertíos... para que se os perdonen los pecados", [8] y también queremos repetir, una vez más, a todas las naciones de la tierra, la invitación de Pablo a los gentiles de Listra: "Convertíos al Dios vivo". [9]

[1] Mc 1,15.
[2] Cf. Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, núms. 5 y 8.
[3] Cf. Ef 5, 27.
[4] Cf. Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, núm. 8; Decreto Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, núms. 4, 7 y 8.
[5] Cf. Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, núm. 110.
[6] Cf. Constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, num 40.
[7] Cf. 1 Co 7, 31; Rm 12, 2; Decreto Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, num 6 Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, núms. 8 y 9; Constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, núms. 37, 39 y 93.
[8] Hch 2, 38.
[9] Hch 14, 14; Cf. Pablo VI, Alocución a la Asamblea general de las Naciones Unidas, 4 de octubre de 1965: AAS 57 (1965), p. 885.



I

La Iglesia —que durante el Concilio ha examinado con mayor atención sus relaciones, no sólo con los hermanos separados, sino también con las religiones no cristianas— ha descubierto de buen grado cómo casi en todas las partes y en todos los tiempos la penitencia ocupa un papel de primer plano, por estar íntimamente unida al íntimo sentido religioso que penetra la vida de los pueblos más antiguos, y a las expresiones más elaboradas de las grandes religiones que marchan de acuerdo con el progreso de la cultura. [10]

En el Antiguo Testamento se descubre cada vez con una riqueza mayor el sentido religioso de la penitencia. Aunque a ella recurra el hombre después del pecado para aplacar la ira divina [11], o con motivo de graves calamidades [12], o ante la inminencia de especiales peligros [13], o mas frecuentemente para obtener beneficios del Señor [14], sin embargo, podemos advertir que el acto penitencial externo va acompañado de una actitud interior de "conversión" es decir, de reprobación y alejamiento del pecado y de acercamiento hacia Dios [15]. Se priva del alimento y se despoja de sus propios bienes (el ayuno va generalmente acompañado de la oración y de la limosna) [16], aun después que el pecado ha sido perdonado, e independientemente de la petición de gracias se ayuna y se emplean vestiduras penitenciales para someter a aflicción "el alma" [17], para humillarse ante el rostro de Dios [18], para volver la mirada hacia Dios [19], para prepararse a la oración [20], para comprender más íntimamente las cosas divinas, para prepararse al encuentro con Dios [21]. La penitencia es, consiguientemente —ya en el Antiguo Testamento—, un acto religioso personal, que tiene como término el amor y el abandono en el Señor ayunar para Dios, no para si mismo [22].

Así había de establecerse también en los diversos ritos penitenciales sancionados por la ley. Cuando esto no se realiza, el Señor se lamenta: "No ayunéis como ahora, haciendo oír en el cielo vuestras voces"[23]. "Rasgad los corazones y no las vestiduras; convertíos al Señor, Dios vuestro"[24].

No falta en el Antiguo Testamento el aspecto social de la penitencia: las liturgias penitenciales de la Antigua Alianza no son solamente una toma de conciencia colectiva del pecado, sino que también constituyen la condición de pertenencia al pueblo de Dios [25].

También podemos advertir que la penitencia se presenta, antes de Cristo igualmente como medio y prueba de perfección y santidad: Judit [26], Daniel [27], la profetisa Ana y otras muchas almas elegidas servían a Dios noche y día con ayunos y oraciones [28], con gozo y alegría [29].

Finalmente, encontramos, en los justos del Antiguo Testamento, quienes se ofrecen a satisfacer, con su penitencia personal, por los pecados de la comunidad, así lo hizo Moisés en los cuarenta días que ayunó para aplacar al Señor por las culpas del pueblo infiel [30]; sobre todo así se nos presenta la figura del Siervo de Yahvé, el cual "soportó nuestros sufrimientos" y en el cual "el Señor cargó... todos nuestros crímenes"[31].

Cristo, que en su vida siempre hizo lo que enseñó, antes de iniciar su ministerio, pasó cuarenta días y cuarenta noches en la oración y en el ayuno, e inauguró su misión pública con este mensaje gozoso: "Está cerca el reino de Dios", al que sumé este mandato: "Convertíos y creed en el Evangelio" [33]. Estas palabras constituyen, en cierto modo, el compendio de toda la vida cristiana.

Al reino de Cristo se puede llegar solamente por la metánoia, es decir, por esa íntima y total transformación y renovación de todo el hombre —de todo su, sentir, juzgar y disponer— que se lleva a cabo en él a la luz de la santidad y caridad de Dios, santidad y caridad que, en el Hijo, se nos han manifestado y comunicado con plenitud [34].

La invitación del Hijo a la metánoia resulta mucho más indeclinable en cuanto que él no sólo la predica, sino que él mismo se ofrece como ejemplo de penitencia. Pues Cristo es el modelo supremo de penitentes; quiso padecer la pena por pecados que no eran suyos, sino de los demás [35].

Con Cristo, el hombre queda iluminado con una luz nueva, y consiguientemente reconoce la santidad de Dios y la gravedad del pecado, [36] por medio de la palabra de Cristo se le transmite el mensaje que invita a la conversión y concede el perdón de los pecados, dones que consigue plenamente en el bautismo. Pues este sacramento lo configura de acuerdo con la pasión, muerte y resurrección del Señor, [37] y bajo el sello de este misterio plantea toda la vida futura del bautizado.

Por ello, siguiendo al Maestro, cada cristiano debe renunciar a sí mismo, tomar su cruz, participar en los padecimientos de Cristo; transformado de esta forma en una imagen de su muerte, se hace capaz de merecer la gloria de la resurrección [38]. También, siguiendo al Maestro, ya no podrá vivir para si mismo [39], sino para aquél que lo amó y se entregó por él [40] y tendrá también que vivir para los hermanos, "completando en su carne los dolores de Cristo, sufriendo por su cuerpo que es la Iglesia" [41].

Además, estando la Iglesia íntimamente unida a Cristo, la penitencia de cada cristiano tiene también una propia e íntima relación con toda la comunidad eclesial, pues no sólo en el seno de la Iglesia, en el bautismo, recibe el don primario de la metánoia, sino que este don se restaura y adquiere nuevo vigor por medio del sacramento de la penitencia, en aquellos miembros del Cuerpo de Cristo que han caído en el pecado. "Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen el perdón de la ofensa hecha a Dios por la misericordia de éste y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la que, pecando, ofendieron, la cual con caridad, con ejemplos y con oraciones, les ayuda en su conversión" [42]. Finalmente, también en la Iglesia el pequeño acto penitencial impuesto a cada uno en el sacramento, se hace participe de forma especial de la infinita expiación de Cristo, al paso que, por una disposición general de la Iglesia, el penitente puede íntimamente unir a la satisfacción sacramental todas sus demás acciones, padecimientos y sufrimientos [43].

De esta forma, la misión de llevar en el cuerpo y en el alma la "mortificación" del Señor [44], afecta a toda la vida del bautizado, en todos sus momentos y expresiones.

[10] Cf. Declaración Nostra aetate, sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, núms, 2 y 3.
[11] Cf. 1S 7, 6; 1R 21, 20.27; Jr 36, 9; Jon 3, 4- 5.
[12] Cf. 1S 31, 13; 2S 1, 12; 3,35; Ba 1, 3-5; Jdt 20, 26.
[13] Cf. Jdt 4, 8.12; Est 4,15-16; Sal 34, 13; 2Cro 20, 3.
[14] Cf. 1S 14, 24; 28 12,16; Esd 8, 21.
[15] Cf. 1S 7, 3; Jr 36, 6-7; Ba 1, 17-18; Jdt 8, 16-17; Jon 3, 3; Za 8, 19-21.
[16] Cf. Is 58, 6-7; Tb 12, 8-9.
[17] Cf. Lv 16, 31.
[18] Cf. Dn 10, 12.
[19] Cf. Dn 9, 3.
[20] Cf. Dn 9, 3.
[21] Cf. Ex 34, 28.
[22] Cf. Za 7, 5.
[23] Is 58, 5.
[24] Jl 2, 13; Cf. Is 58, 3-6; Am 5; Is 1, 13-20; Jr 14, 12; Za 7, 4-14; Tb 12, 8; Sal 50, 18-19; etc.
[25] Cf. Lv 23, 29.
[26] Cf. Jdt 8, 6.
[27] Cf. Dn 10, 3.
[28] Cf. Lc 2, 37; Si 31, 12.17-19; 37, 32-34.
[29] Cf. Za 8,19; Mt 6, 17.
[30] Cf. Dt 9, 9.18 Ex 24, 18.
[31] Cf. Is 53, 4- 11.

[33] Mc 1,15.
[34] Cf. Hb 1, 2; Col 1, 19ss.; Ef 1, 23ss.
[35] CF. Sto. Tomás, Summa Theologica, III, q. 15, a. 1, ad 5.
[36] Cf. Lc 5, 8; 7, 36-50.
[37] Cf. Rm 6,3-11; Col 2, 11-15; 3, 1-4.
[38] Cf. Flp 3, 10-11; Rm 8, 17.
[39] Cf. Rm 6, 10; 14, 8; 2Co 5, 15; Flp 1, 21.
[40] Cf. Ga 2, 20; Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, núm. 7.
[41] Col 1, 24; Concilio Vaticano II, Decreto Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, núm. 36; Decreto Optatam totius, sobre la formación sacerdotal, núm. 2.
[42] Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, núm. II; Cf. Decreto Presbyterorum ordinis, sobre el ministerio y la vida de los presbíteros, núms. 5 y 6.
[43] CF. Sto. Tomás, Quaestiones Quodlibetales, III, q. 13, a. 28.
[44] Cf. 2Co 4, 10.


II

El carácter eminentemente interior y religioso de la penitencia, y los maravillosos aspectos que adquiere "en Cristo y en la Iglesia", no excluyen ni atenúan en modo alguno la práctica externa de esta virtud, más aún, exigen con particular urgencia su necesidad [45] y estimulan a la Iglesia —atenta siempre a los signos de los tiempos— a buscar, además de la abstinencia y el ayuno, nuevas expresiones, más capaces de realizar, según la condición de las diversas épocas, el fin de la penitencia.

Sin embargo, la verdadera penitencia no puede prescindir, en ninguna época de una "ascesis" que incluya la mortificación del cuerpo; todo nuestro ser, cuerpo y alma (más aún, la misma naturaleza irracional, como frecuentemente nos recuerda la Escritura [46], debe participar activamente en este acto religioso, en el que la criatura reconoce la santidad y majestad divina. La necesidad de la mortificación del cuerpo se manifiesta, pues, claramente, si se considera la fragilidad de nuestra naturaleza, en la cual, después del pecado de Adán, la carne y el espíritu tienen deseos contrarios [47]. Este ejercicio de mortificación del cuerpo —ajeno a cualquier forma de estoicismo— no implica una condena de la carne, que el Hijo de Dios se dignó asumir [48]; al contrario, la mortificación corporal mira por la "liberación" del hombre [49], que con frecuencia se encuentra, por causa de la concupiscencia desordenada, como encadenado [50] por la parte sensitiva de su ser; por medio del "ayuno corporal" [51] el hombre adquiere vigor y, "esforzado por la saludable templanza cuaresmal, restaña la herida que en nuestra naturaleza humana había causado el desorden" [52].

En el Nuevo Testamento y en la historia de la Iglesia —aunque el deber de hacer penitencia esté motivado sobre todo por la participación en los sufrimientos de Cristo—, se afirma, sin embargo, la necesidad de la ascesis que castiga el cuerpo y lo reduce a esclavitud, con particular insistencia para seguir el ejemplo de Cristo [53].

Contra el real y siempre ordinario peligro del formalismo y fariseísmo, en la Nueva Alianza los Apóstoles, los Padres, los Sumos Pontífices, como lo hizo el Divino Maestro, han condenado abiertamente cualquier forma de penitencia que sea puramente externa. En los textos litúrgicos y por los autores de todos los tiempos se ha afirmado y desarrollado ampliamente la relación íntima que existe en la penitencia, entre el acto externo, la conversión interior, la oración y las obras de caridad [54].

Corresponde, sin embargo, a los Obispos —reunidos en Conferencia Episcopal— establecer las normas que, según su solicitud pastoral y prudencia, por el conocimiento directo que tienen de las condiciones locales, estimen más oportunas y eficaces; sin embargo, queda establecido cuanto sigue:

[45] Cf. Concilio Vaticano II, Decreto Presbyterorum ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros, núm. 16; Constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, núms. 49 y 52; Cf. Pío XII, Discurso a los Cardenales, Arzobispos, Obispos y demás Ordinarios del lugar, con motivo de la solemne definición dogmática de la Asunción de la Virgen María, de 2 de noviembre de 1950: AAS 42 (1950), pp. 786-788; Cf. S. Justino, Dialogus cum Tryphone, 141, 2-3: PG 6, 797, 799; cf. 2 Clementis, 8, 1-3: F. X. Funk, Patres Apostolici, 2ª. edic., Tubinga 1961, I, pp. 192-194.
[46] Cf. Jn 3, 7-8.
[47] Cf. Ga 5, 16-17; Rm 7,23.
[48] Cf. Martyrologium Romanum, en la Vigilia de la Natividad de nuestro Señor Jesucristo; Cf. 1Tm 4, 4-5; Flp 4, 8; Cf. Orígenes, Contra Celsum, 7, 36: PG 11, 1472.
[49] Liturgia de Cuaresma, passim.
[50]. Cf. Rm 7, 23.
[51] Missale Romanum, Prefacio IV de Cuaresma.
[52] Missale Romanum, Oración del jueves de la semana de Pasión (edición de 1962).
[53] Cf. A) En el Nuevo Testamento: 1) Palabras y ejemplo de Cristo: Mt 17, 20; 5, 29-30; 11, 21-243, 4; 11, 7-11 (Cristo elogia a Juan Bautista); 4, 2; Mc 1, 13; Lc 4, 1-2 (Cristo ayuna); 2)Testimonio y doctrina de san Pablo: 1Co 9, 24-27; Ga 5, 16; 2Co 6,5; 11, 27; 3) En la primitiva Iglesia: Hch 13, 3; 14, 22. B) En los santos Padres: Didaché, 1, 4: F. X. Funk, I, p. 2; S. CF. Clemente Romano, 1 Corinthios, 7, 4-8, 5: F. X. Funk, I, pp. 108-110; 2 Clementis, 16, 4: F. X. Funk, II, p.204; Arístides, Apología, 15, 9: Goodspeed, Gotinga 1914, p. 21; Hermas, Pastor, sim. 5, 1,3- 5: F. X. Funk, 1, p. 530; Tertuliano, De paenitentia, 9: PL 1, 1243-1244; De ieiunio, 17: PL 2, 1978; Orígenes, Homiliae in Leviticum, homilía 10, 2: PG 12, 528; San Atanasio, De virginitate, 6: PG 28, 257; 7 8: PG 28, 260, 261; S. Basilio, Homiliae, homilía 2, 5: PG 31, 192; 8. Ambrosio De virginibus, 3, 2, 5: PL 16, 221; De Elia et Ieiunio, 2, 2; 3, 4; 8, 22; 10, 33: PL, 698, 708; S. Jerónimo, Epístola 22, 17: PL 22, 404; Epístola 130,10: PL 22, 1115; S. Agustín, Sermo 208, 2: PL 38, 1045; Epístola 211, 8 PL 33, 960; Casiano, Collationes, 21, 13, 14, 17: PL 49, 1187; S. Nilo, De octo spiritibus malitiae 1: PG 79, 1145; Diadoco de Fotice , Capita centum de perfectione spirituali, 47: PG 65, 1182; S. León Magno, Sermo 12, 4: PL 57, 171; Sermo 86, 1: PL 54, 437-438; Sacramentarium Leonianum, Prefacio de las Témporas de otoño; PL 55, 112.
[54] Cf. A) En el Nuevo Testamento: Mt 6, 16-18; 15, 11; Hb 13, 9; Rm 14, 15-23. B) En los santos Padres véase la nota 53, B).

III

Por ello, la Iglesia —al paso qué reafirma la primacía de los valores religiosos y sobrenaturales de la penitencia (valores capaces como ninguno para devolver hoy al mundo el sentido de Dios y de su soberanía sobre el hombre, y el sentido de Cristo y de su salvación)— [55] invita a todos a acompañar la conversión interior del espíritu con el ejercicio voluntario de obras externas de penitencia:

a) Ante todo insiste en que se ejercite la virtud de la penitencia con la fidelidad perseverante a los deberes del propio estado, con la aceptación de las dificultades procedentes del trabajo propio y de la convivencia humana, con el paciente sufrimiento de las pruebas de la vida terrena y de la inseguridad que la invade, que es causa de ansiedad [56].

b) Los miembros de la Iglesia afligidos por la debilidad, las enfermedades, la pobreza, la desgracia, o "los perseguidos por causa de la justicia", son invitados a unir sus dolores al sufrimiento de Cristo, para que puedan no sólo satisfacer más intensamente el precepto de la penitencia, sino también obtener para los hermanos la vida de la gracia, y para ellos la bienaventuranza que se promete en el Evangelio a quienes sufren [57].

c) Los sacerdotes, más íntimamente unidos a Cristo por el carácter sagrado, y quienes profesan los consejos evangélicos para seguir más de cerca el "anonadamiento" del Señor y tender más fácil y eficazmente a la perfección de la caridad, han de satisfacer de forma más perfecta el deber de la abnegación [58].

La Iglesia, sin embargo, invita a todos los cristianos, indistintamente, a responder al precepto divino de la penitencia con algún acto voluntario, además de las renuncias impuestas por el peso de la vida diaria [59].

Para recordar y estimular a todos los fieles la observancia del precepto divino de la penitencia, la Sede Apostólica pretende, pues, reorganizar la disciplina penitencial con formas más apropiadas a nuestro tiempo.

En primer lugar, la Iglesia, a pesar de que siempre ha tutelado de forma particular la abstinencia de carne y el ayuno, sin embargo, quiere indicar en la tríada tradicional "oración —ayuno— caridad" las formas fundamentales para cumplir con el precepto divino de la penitencia. Estas formas han sido comunes a todos los siglos; sin embargo, en nuestro tiempo hay motivos especiales, por los cuales, de acuerdo con las exigencias de las diversas regiones, es necesario inculcar, con preferencia, sobre las demás, algunas formas especiales de penitencia [60]; por ello, donde abunda más el bienestar económico habrá de darse un mayor testimonio de abnegación, para que los hijos de la Iglesia no se vean arrollados por el espíritu del mundo [61], y habrá que dar al mismo tiempo testimonio de caridad para con los hermanos que sufren hambre y pobreza, superando las barreras nacionales y continentales [62]; en cambio, en los países en que el tenor de vida es menos afortunado, será más acepto al Padre y más útil a los miembros del Cuerpo de Cristo que los cristianos —al paso que buscan con todos los medios promover una mejor justicia social— ofrezcan por medio de la oración su sufrimiento al Señor, en íntima unión con la cruz de Cristo.

Por ello, la Iglesia, conservando —donde oportunamente pueda ser mantenida— la costumbre (observada a lo largo de muchos siglos, según las normas canónicas) de ejercitar la penitencia mediante la abstinencia de la carne y el ayuno, piensa dar vigor con sus prescripciones también a las demás formas de hacer penitencia, allí donde a las Conferencias Episcopales les parezca oportuno sustituir la observancia de la abstinencia de la carne y el ayuno por ejercicios de oración y obras de caridad.

Sin embargo, con objeto de que todos los fieles estén unidos en una celebración común de la penitencia, la Sede Apostólica pretende fijar algunos días y tiempos penitenciales [63], elegidos entre los que, a lo largo del año litúrgico, están más cercanos al misterio pascual de Cristo [64] o sean exigidos por las especiales necesidades de la comunidad eclesial [65].

[55] Cf. Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, núms. 10 y 41.
[56] Cf. Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, núms. 34, 36 y 41; Constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, núm. 4.
[57] Cf. Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, núm. 41.
[58] Cf. Concilio Vaticano 11, Decreto Presbyterorum ordinis, sobre el ministerio y vida de los presbíteros, núms. 12, 13, 16 y 17; Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, núms. 41 y 42; Decreto Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, núm. 24; Decreto Perfectae caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, núms. 7, 12, 13, 14 y 25; Decreto Optatam totius Ecclesiae, sobre la formación sacerdotal, núms. 2, 8 y 9.
[59] CF. Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, núm. 42; Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, núms. 9, 12 y 104.

[60] Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, núm. 110.
[61] Cf. Rm 12, 2; Mc 2, 19; Mt 9, 15; Cf. Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, núm. 37.
[62] CF. Rm 15, 26-27; Ga 2, 10; 2Co 8, 9; Hch 24, 17; Cf. Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, núm. 18.
[63] Cf. Concilio Vaticano II, Constitución Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia núm. 105.
[64] Cf. ibid. núms. 102, 106, 107 y 109; Cf. Eusebio, De solemnitate paschali, 12: PG 24, 705; ibid., 7: PG 24, 701; S. Juan Crisósotmo, In epistolam I ad Timotheum, 5, 3: PG 62, 529-530.
[65] Cf. Hch 13, 3.



Por ello se declara y establece cuanto sigue:

I.§ 1. Por ley divina todos los fieles están obligados a hacer penitencia.

§ 2. Las prescripciones de la ley eclesiástica sobre la penitencia quedan reorganizadas totalmente de acuerdo con las normas siguientes.

II.§ 1. El tiempo de Cuaresma conserva su carácter penitencial.

§.2. Los días de penitencia que han de observarse obligatoriamente en toda la Iglesia son los viernes de todo el año y el Miércoles de Ceniza, o bien el primer día de la Gran Cuaresma, de acuerdo con la diversidad de los ritos; su observancia sustancial obliga gravemente.

§ 3. Quedando a salvo las facultades de que se habla en los números VI y VIII, respecto al modo de cumplir el precepto de la penitencia en dichos días, la abstinencia se guardará todos los viernes que no caigan en fiestas de precepto, mientras que la abstinencia y el ayuno se guardarán el Miércoles de Ceniza o, según la diversidad de los ritos, el primer día de la Gran Cuaresma, y el Viernes de la Pasión y Muerte del Señor.

III. § 1. La ley de la abstinencia prohíbe el uso de carnes, pero no el uso de huevos, lacticinios y cualquier condimento a base de grasa de animales.

§ 2. La ley del ayuno obliga a hacer una sola comida durante el día, pero no prohíbe tomar un poco de alimento por la mañana y por la noche, ateniéndose, en lo que respecta a la calidad y cantidad, a las costumbres locales aprobadas.

IV. A la ley de la abstinencia están obligados cuantos han cumplido los catorce años; a la ley del ayuno, en cambio, están obligados todos los fieles desde los veintiún años cumplidos hasta que cumplan los cincuenta y nueve. En cuanto respecta a los de edades inferiores, los pastores de almas y los padres se deben aplicar con particular cuidado a educarlos en el verdadero sentido de la penitencia.

V. Quedan abrogados todos los privilegios e indultos generales y particulares; pero en virtud de estas normas no se cambia nada referente a los votos de cualquier persona física o moral, ni de las reglas y constituciones de ninguna Congregación religiosa o Institución que hubiesen sido aprobados.

VI. § 1 De acuerdo con el Decreto conciliar Christus Dominus, sobre el ministerio pastoral de los Obispos, número 38, 4, compete a las Conferencias Episcopales:
a) trasladar, por causa justa, los días de penitencia, teniendo siempre en cuenta el tiempo cuaresmal;
b) sustituir del todo o en parte la abstinencia y el ayuno por otras formas de penitencia, especialmente por obras de caridad y ejercicios de piedad.

§ 2 Las Conferencias Episcopales, a guisa de información, han de comunicar a la Sede Apostólica cuanto hayan establecido a este respecto.

VII. Queda en pie la facultad de cada Obispo de dispensar, de acuerdo con el mismo Decreto Christus Dominus, número 8, b; también el párroco, por justo motivo y de conformidad con las prescripciones de los Ordinarios, puede conceder, a cada fiel o a cada familia en particular, la dispensa o conmutación de la abstinencia o del ayuno por otras obras piadosas; de estas mismas facultades goza el superior de una casa religiosa o de un Instituto clerical con respecto a sus subordinados.

VIII. En las Iglesias orientales corresponde al Patriarca, juntamente con el Sínodo, o a la suprema autoridad de cada Iglesia, juntamente con el Concilio de los jerarcas, el derecho a determinar los días de ayuno y abstinencia, de acuerdo con el Decreto conciliar De Ecclesiis orientalibus catholicis, número 23.

IX. § 1 Deseamos vivamente que los Obispos y todos los pastores de almas además del empleo más frecuente del sacramento de la penitencia, promuevan con celo, especialmente durante el tiempo de Cuaresma, actos extraordinarios de penitencia con fines de expiación e impetración.

§ 2 Se recomienda encarecidamente a todos los fieles que arraiguen sólidamente en su alma un genuino espíritu cristiano penitencial, que les mueva a realizar obras de caridad y penitencia.

X. § 1 Estas prescripciones, que, de forma excepcional, son promulgadas por medio de L'Osservatore Romano, entrarán en vigor el Miércoles de Ceniza de este año, es decir, el 23 del corriente mes.

§ 2 Donde hasta ahora estuvieran en vigor especiales privilegios e indultos tanto generales como particulares de cualquier tipo, se les concede que haya allí vacatio legis durante seis meses; a partir del día de la promulgación

Establecemos y hacemos eficaces estas normas nuestras para el presente y el futuro sin que lo impidan —en cuanto sea necesario— las Constituciones y Ordenanzas apostólicas emanadas de nuestros predecesores y todas las demás prescripciones, aunque sean dignas de peculiar mención y derogación.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 17 de febrero de 1996, año tercero de Nuestro Pontificado.

PAULUS PP. VI

viernes, 13 de octubre de 2017

San Pablo VI, Constitución Apostólica "Indulgentiarum doctrina" (1-enero-1967).

Manual de indulgencias (4ª ed. 16-julio-1999; ed. española 2007)

CONSTITUCIÓN APOSTÓLICA INDULGENTIARUM DOCTRINA

PABLO OBISPO

SIERVO DE LOS SIERVOS DE DIOS,
PARA MEMORIA PERPETUA DE ESTE ACTO

I

1. La doctrina y el uso de las indulgencias, vigentes en la Iglesia Católica desde hace muchos siglos, se basan en el sólido fundamento de la revelación divina (1), la cual, transmitida por los apóstoles, «se desenvuelve en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo», mientras «la Iglesia camina a través de los siglos hacia la plenitud de la verdad divina, hasta que se cumplan plenamente en ella las palabras de Dios» (2).

Mas para entender debidamente esta doctrina y su uso saludable, conviene recordar algunas verdades que toda la Iglesia, iluminada por la palabra de Dios, ha creído siempre, y que los obispos, sucesores de los apóstoles, en primer lugar los Romanos Pontífices, sucesores de san Pedro, han ensenado y continúan enseñando en el transcurso de los siglos, a través de la práctica pastoral y de sus documentos doctrinales.

(1) Cf. Concilio Tridentino, sesión XXV, Decretum de indulgentiis: «Puesto que Cristo ha otorgado a la Iglesia la potestad de conceder indulgencias, y que ella desde tiempos remotos ha usado de esta potestad que le ha sido dada por Dios...»: DS 1835; cf. Mt 28, 18.

(2) Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Dei verbum, sobre la revelación divina, núm. 8: AAS, 58 (1966), p. 821; Concilio Vaticano I, Constitución dogmática Dei Filius, sobre la fe católica, cap. 4, sobre la fe y la razón: DS 3020.

2. Tal como nos enseña la revelación divina, los pecados tienen como consecuencia las penas infligidas por la santidad y la justicia divinas, penas que se han de sufrir, ya sea en este mundo, por los dolores y tribulaciones de la vida presente, y principalmente con la muerte (3), ya sea también por el fuego o las penas purificadoras en el mundo futuro (4). Por esto los fieles cristianos han de estar siempre convencidos de que el mal camino contiene muchos tropiezos y de que es áspero, espinoso y nocivo para quienes lo siguieren (5).

Estas penas las impone el justo y misericordioso juicio de Dios para purificar las almas y defender la santidad del orden moral, y para restablecer la gloria de Dios en su plena majestad. Todo pecado, en efecto, implica una perturbación del orden universal que Dios restableció con inefable sabiduría e infinita caridad, así como la destrucción de un cúmulo de bienes, tanto respecto al pecador mismo como respecto de la comunidad humana. Los cristianos de todos los tiempos siempre han tenido claro que el pecado no sólo es una transgresión de la ley divina, sino también, aunque no siempre de manera directa y manifiesta, un desprecio u olvido de la amistad personal entre Dios y el hombre (6) y una verdadera y nunca suficientemente valorada ofensa de Dios, más aún, un ingrato rechazo del amor de Dios que se nos ha ofrecido en Cristo, ya que Cristo ha llamado a sus discípulos amigos, no siervos (7).

(3) Cf. Gn 3, 16-19: «A la mujer le dijo Dios: Mucho te haré sufrir en tu preñez, parirás hijos con dolor, tendrás ansia de tu marido, y él te dominara. Al hombre le dijo: Porque le hiciste caso a tu mujer y comiste del árbol que te prohibí comer, maldito el suelo por tu culpa: comerás de el con fatiga mientras vivas; brotará para ti cardos y espinas... con sudor de tu frente comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella te sacaron; porque eres polvo y al polvo volverás».
    Cf. también Lc 19, 41-44; Rm 2, 9 y 1Co 11, 30.
    Cf. S. AGUSTIN, Enarr. in Ps. LVIII, 1, 13: «Todo pecado, sea grande o pequeño, debe ser castigado, o por el mismo hombre penitente, o por la justicia de Dios»; CCL 39, p. 739; PL 36, 701.
    Cf. STO. TOMÁS, S. Th. 1-24. 87, a. 1: «Puesto que el pecado es un acto desordenado, todo el que peca actúa contra algún orden. Por lo tanto, ese mismo orden exige que se restaure el equilibrio. Y esta restauración del equilibrio es el castigo».

(4) Cf. Mt 25, 41-42: «Apartaos de mi, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer». Véase también Mc 9, 42-43; Jn 5, 28-29; Rm 2, 9; Ga 6, 6-8.
    Cf. II Concilio de Lyon, Sesión IV, Profesión de fe del emperador Miguel Paleologo: DS 856-858.
    Cf. Concilio de Florencia, Decretum pro Graecis: DS 1304-1306.
    C. AGUSTIN, Enchiridion, 66, 17: «Parece como si muchas cosas meran aquí perdonadas y quedaran sin castigo; pero es que este castigo queda reservado para más tarde. No sin razón aquel dia se llama con propiedad dia del juicio, cuando vendrá el juez de vivos y muertos. Como por el contrario, son castigadas aquí y, si quedan perdonadas, ya no habrá que responder por ellos en el mundo futuro. Por eso, refiriéndose a algunos castigos temporales que sufren en esta vida los pecadores, a ellos, cuyos pecados ya han sido borrados, para que no sean reservados para el castigo final, les dice el Apóstol (1 Co 11, 31-32): " Si nos hiciésemos la debida autocrítica, no seriamos condenados. De cualquier manera, el Señor, al castigarnos, nos corrige para que no seamos condenados junto con el mundo"»: ed. Scheel, Tubinga 1930, p. 42: PL 40, 263.

(5) Cf. Hermae pastor: Mand. 6, 1, 3: Funk, Patres Apostolici 1. p. 487.

(6) Cf. Is 1, 2-3: «Hijos he criado y educado, y ellos se han rebelado contra mi. Conoce el buey a su amo, y el asno, el pesebre del dueño. Israel no conoce, mi pueblo no recapacita», cf. también Dt 8, 11 y 32, 15 ss; Sal 105, 21 y 118, passim; Sb 7, 14; Is 17, 10 y 44, 21; Jr 33, 88; Ez 20, 27.
    Cf. Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Dei verbum, sobre la revelación divina, núm. 2: «En esta revelación, Dios invisible (cf. Col 1, 15; 1 Tm 1, 17), por la abundancia de su caridad, habla a los hombres como amigos (cf. Ex 33, 11; Jn 15, 14-15) y convive con ellos (cf. Ba 3, 38), para invitarlos y recibirlos en su compañía»: AAS, 58 (1966) p. 818. Cf. también ibid., núm. 21; 1. c. pp. 827-828.

(7) Cf. Jn 15, 14-15.
    Cf. Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, núm. 22: AAS, 58 (1966) p. 1042, y Decreto Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, núm. 13: AAS, 58 (1966) p. 962.

3. Por consiguiente, es necesario, para la plena remisión y reparación, como se dice, de los pecados, no sólo que se restablezca la amistad con Dios por medio de una sincera conversión interior y que se expíen las ofensas inferidas a su sabiduría y bondad, sino también que se retornen a su primitiva integridad todos los bienes tanto personales como sociales, como los que pertenecen al mismo orden universal, disminuidos o destruidos por el pecado, y esto por medio de la reparación voluntaria, que comporta siempre una pena, o por medio del sufrimiento de las penas establecidas por la justa y santísima sabiduría de Dios, de manera que quede patente a los ojos del mundo entero la santidad y el esplendor de la gloria de Dios. En efecto, por la existencia y gravedad de las penas, se descubre la insensatez y la malicia del pecado y sus malas consecuencias.

Que es posible y que en realidad pasa muchas veces que, aún después de que la culpa ya ha sido perdonada, quedan las penas no satisfechas o las secuelas de los pecados no purificadas (8), lo demuestra de manera diáfana la doctrina sobre el purgatorio: en él, efectivamente, las almas de los difuntos que «verdaderamente arrepentidos, han muerto en el amor de Dios, antes de que hayan satisfecho con dignos frutos de penitencia sus acciones y omisiones» (9), después de la muerte son purificadas con penas purgadoras. Las mismas preces litúrgicas son suficiente indicio de la misma realidad, ya que desde tiempos muy remotos la comunidad cristiana, cuando se reúne para la Eucaristía, pide en ellas: «pues estamos afligidos por nuestros pecados, líbranos con amor para gloria de tu nombre» (10).

En efecto, todos los hombres que peregrinan en este mundo cometen pecados por lo menos leves y los llamados cotidianos (11), de manera que todos necesitamos de la misericordia de Dios para vernos libres de las secuelas punibles de los pecados.

(8) Cf. Nm 20, 12: «El Señor dijo a Moisés y a Aarón: Por no haberme creído, por no haber reconocido mi santidad en presencia de los israelitas, no haréis entrar a esta comunidad en la tierra que les voy a dar».
    Cf. Nm 27, 13-14: «Después de verla, te reunirás también tú con los tuyos, como ya Aarón, tu hermano, se ha reunido con ellos. Porque os rebelasteis en el desierto de Sin, cuando la comunidad protestó, y no les hicisteis ver mi santidad junto a la fuente».
    Cf. 2R 12, 13-14: «David respondió a Natán: ¡He pecado contra el Señor! Natán le dijo: El Señor ha perdonado ya tu pecado, no morirás. Pero por haber despreciado al Señor con lo que has hecho, el hijo que te ha nacido morirá».
    Cf. INOCENCIO IV, Instructio pro Graecis: DS 838.
    Cf. Concilio Tridentino, sesión VI, canon 30: «Si alguien dijere que a cualquier pecador arrepentido, después de haber recibido la gracia de la justificación, se le remite la culpa y se le borra el reato de la pena eterna, de modo que no queda reato de pena temporal por satisfacer en este mundo o en el futuro en el purgatorio, antes de que se pueda abrir la entrada en el reino de los cielos: sea anatema»: DS 1580; cf. también DS 1689,1693.
    Cf. S. AGUSTÍN, In Io. ev. tr. 124, 5: «El hombre se ve obligado a soportar (esta vida) incluso después de que se le han perdonado los pecados, aunque el pecado sea la causa que lo ha llevado a esta miseria. Y por eso o para la manifestación de la propia miseria, o para la enmienda de la frágil vida, o para la necesaria penitencia, retiene temporalmente la pena al hombre, al que ya no retiene la culpa como reo de condenación eterna». CCL 36, pp. 683-684; PL 35, 1972-1973.

(9) Concilio de Lyon II, sesión IV: DS 856.

(10) Cf. Misal Romano (1962). Oración colecta del Domingo de Septuagésima: «Escucha, Señor, las oraciones de tu pueblo: para que, los que somos afligidos justamente a causa de nuestros pecados, seamos liberados misericordiosamente por la gloria de tu nombre».
    Cf. ibid., Oración sobre el pueblo del lunes de la I semana de Cuaresma: «Rompe, Señor, las cadenas de nuestros pecados, y aparta de nosotros el castigo que por ellos merecemos».
    Cf. ibid., Oración después de la comunión del Domingo III de Cuaresma: «Libra, Señor, de toda falta y de todo peligro a quienes hemos participado de tan gran misterio».

(11) Cf. St 3, 2: «Todos faltamos a menudo».
    Cf. 1 Jn, 1, 8: «Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y no somos sinceros». El Concilio Cartaginense comenta así este texto: «Asimismo se ha decidido que aquello de San Juan apóstol: Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y no somos sinceros: si alguien pensare que hay que entender que lo dice por razón de humildad, no porque sea así realmente, sea anatema»: DS 228.
    Cf. Concilio Tridentino, sesión VI, Decr. de iustificatione, cap. II: DS 1537.
    Cf. Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, núm. 40: «Puesto que todos faltamos a menudo (cf. St 3, 2), necesitamos continuamente de la misericordia de Dios y debemos pedir cada dia: "Perdona nuestras ofensas" (Mt 6, 12): AAS, 57 (1965) p. 45.

II

4. Por un recóndito y benigno misterio de la disposición divina, los hombres están unidos entre sí por un vinculo sobrenatural, por el cual el pecado de uno perjudica también a los demás, como también la santidad de uno aporta a los demás un beneficio (12). De este modo, los fieles cristianos se ayudan mutuamente en la consecución del fin sobrenatural. Encontramos un testimonio de esta comunión en el mismo Adán, cuyo pecado pasa a todos los hombres por propagación. Pero el máximo y más perfecto principio, fundamento y ejemplar de este vínculo sobrenatural es el mismo Cristo, a cuya unión Dios nos ha llamado (13).

(12) Cf. S. AGUSTÍN De baptismo contra Donatistas 1, 28: PL 43, 124.

(13) Cf. Jn 15,5: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos: el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante».
    Cf. 1 Co 12, 27: «Vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno es miembro». Cf. también 1 Co 1,9 y 10, 17; Ef 1, 20-23 y 4, 4.
    Cf. Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, núm. 7: AAS, 57 (1965) pp. 10-11.
    Cf. Pío XII, Carta encíclica Mystici Corporis: «La comunicación del Espíritu de Cristo hace que... la Iglesia venga a ser como la plenitud y el complemento del Redentor, y que Cristo, en cierto modo, sea complementado en todo por la Iglesia (cf. STO. TOMAS, Comm. in epist. ad Eph. 1. Lect. 8). Por estas palabras comprendemos la razón por la que la Cabeza mística, que es Cristo, y la Iglesia, que en la tierra, como otro Cristo, representa a su persona, constituyen un hombre nuevo, en el que se unen el cielo y la tierra al perpetuar la obra salvadora de la cruz: llamamos Cristo a la cabeza y al Cuerpo, al Cristo total»: DS 3813: AAS, 35 (1943) pp. 230-231.
    Cf. S. AGUSTÍN, Enarr. 2 in Ps XC, 1: «Nuestro Señor Jesucristo, como hombre consumado y completo, es cabeza y es cuerpo: reconocemos la cabeza en el hombre concreto que nació de la Virgen María... ésta es la cabeza de la Iglesia. El cuerpo de esta cabeza es la Iglesia, no la que se halla en este lugar, sino la que está en este lugar y en todo el orbe de la tierra; ni tampoco la de este tiempo, sino la que va desde Abel hasta los que nacerán hasta el fin y creerán en Cristo, todo el pueblo de los santos, que pertenecen a una misma ciudad; ciudad que es el cuerpo de Cristo, que tiene a Cristo por Cabeza»: CCL 39, p. 1266; PL 37, 1159.

5. Cristo, en efecto, que «no cometió pecado», «padeció por nosotros» (14); «fue herido por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes... sus cicatrices nos curaron» (15).

Siguiendo las huellas de Cristo (16), los fieles cristianos siempre se han esforzado en ayudarse mutuamente en el camino hacia el Padre celestial, con la oración, con el testimonio de los bienes espirituales y con la expiación penitencial; cuanto más fervorosa era la caridad que los movía, más iban en pos de Cristo paciente, llevando su propia cruz en expiación de los pecados suyos y de los demás, convencidos de que podían ayudarlos ante Dios, Padre misericordioso, a conseguir la salvación (17). Éste es el antiquísimo dogma de la comunión de los santos (18), en virtud del cual la vida de cada uno de los hijos de Dios, en Cristo y por Cristo, está unida con un nexo admirable con la vida de los demás hermanos, en la unidad sobrenatural del Cuerpo místico de Cristo, formando como una sola mística persona (19).

De este modo, se explica el «tesoro de la Iglesia» (20). Éste, ciertamente, no es como un cúmulo de bienes a la manera de las riquezas materiales, que va aumentando a través del tiempo, sino que es el valor infinito e inagotable que tienen ante Dios las expiaciones y merecimientos de Cristo Señor, ofrecidas para que toda la humanidad sea liberada del pecado y llegue a la comunión con el Padre; es el mismo Cristo redentor, en el cual se hallan con toda su eficacia las satisfacciones y merecimientos de su redención (21).

Además, a este tesoro pertenece también el valor realmente inmenso e inconmensurable y siempre nuevo que tienen ante Dios las oraciones y las buenas obras de santa María Virgen y de todos los santos, los cuales, siguiendo los pasos de Cristo el Señor, por su gracia se santificaron a sí mismos y cumplieron la misión recibida del Padre; de este modo, llevando a término su propia salvación, contribuyeron también a la salvación de sus hermanos, en la unidad del Cuerpo místico.

«En efecto, todos los que son de Cristo, por poseer su Espíritu, constituyen una misma Iglesia y mutuamente se unen en él (cf. Ef 4, 16). La unión de los vivos con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo de ninguna manera se interrumpe, antes bien, según la constante fe de la Iglesia, se robustece con la comunicación de bienes espirituales. Por lo mismo que los bienaventurados están más íntimamente unidos a Cristo, consolidan más eficazmente toda la Iglesia en la santidad... y contribuyen de múltiples maneras a su más amplia edificación (cf. 1 Co 12, 12-27). Porque ellos, habiendo llegado a la patria y viviendo junto al Señor (cf. 2 Co 5, 8), no cesan de interceder por él, con él y en él en favor nuestro ante el Padre, presentando los méritos que en la tierra consiguieron por el mediador único entre Dios y los hombres, Cristo Jesús (cf. 1 Tm 2,5), como fruto de haber servido al Señor en todas las cosas y de haber completado en su carne los dolores de Cristo, sufriendo por su cuerpo, que es la Iglesia (cf. Col 1, 24). Su fraterna solicitud contribuye, pues, a remediar nuestra debilidad» (22).

Por tanto, entre los fieles, tanto los que ya gozan de la patria celestial, como los que expían sus culpas en el purgatorio, o los que aún peregrinan en el mundo, existe ciertamente un perenne vínculo de caridad y un abundante intercambio de todos los bienes, con lo cual se expían todos los pecados de todo el cuerpo místico y se aplaca la justicia divina; la misericordia de Dios incita al perdón, y así los pecadores, arrepentidos, llegan más pronto a la plena fruición de los bienes de la familia de Dios.


(14) Cf. 1P 2, 22 y 21.

(15) Cf. Is 53, 4-6, con 1 P 2, 21-25; cf. también Jn 1, 29; Rm 4, 25; 5, 9ss.; 1 Co 15, 3; 2 Co 5, 21; Ga 1, 4; Ef 1, 7ss.; Hb 1, 3, etc.; 1 Jn 3, 5.

(16) Cf. 1 P 2,21.

(17) Cf. Col 1, 24: «Me alegro de sufrir por vosotros, así completo en mi carne los dolores de Cristo, sufriendo por su cuerpo que es la Iglesia».
Cf. S. CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, Lib. Quis dives salvetur (42): San Juan apóstol exhorta al joven ladrón a que se convierta, exclamando: «Yo responderé de ti ante Cristo. Si es necesario sufriré de buena gana tu muerte, del mismo modo que el Señor sufrió la muerte por nosotros. Daré mi vida en vez de la tuya» CGS Clemens 3, p. 190: PG 9 ,650.
    Cf. S. CIPRIANO, De lapsis 17; 36: «Creemos ciertamente que los mártires y las obras de los justos pesan mucho ante el juez, pero cuando llegue el dia del juicio, cuando después del ocaso de este mundo y esta tierra se presente ante el tribunal de Cristo su pueblo». «Puede perdonar con clemencia al que se arrepiente, al que se esfuerza, al que ruega, puede transferir en su favor lo que por ellos pidan los mártires y hagan los sacerdotes»: CSEL 31, pp. 249-250 y 263; PL 4, 495 y 508.
    Cf. S. JERÓNIMO, Contra Vigilantium 6: «Dices en tu opúsculo que, mientras vivimos, podemos orar los unos por los otros, pero que cuando hayamos muerto ninguna oración a favor de otro será escuchada, sobre todo si tenemos en cuenta que los mártires no han podido lograr que su sangre sea vengada (Ap 6, 10). Si los apóstoles y los mártires cuando aún vivian corporalmente pudieron orar por los demás, a pesar de que todavía debían preocuparse por sí mismos, ¿cuánto más después de haber alcanzado la corona, la victoria y el triunfo?»: PL 23, 359.
    Cf. S. BASILIO MAGNO, Homilía in martyrem Julittam 9: «Conviene, por tanto, llorar con los que lloran. Cuando veas a un hermano que llora por el dolor de sus pecados, llora con él y compadécete de él. Así podrás corregir tus males a la vista de los ajenos. Porque quien derrama ardientes lágrimas por el pecado del prójimo, al llorar por su hermano, se pone remedio a sí mismo. Llora por el pecado. El pecado es la enfermedad del alma, es la muerte del alma inmortal, el pecado es digno de llanto y de lamento inconsolable»: PG 31, 258-259.
    Cf. S. Juan CRISÓSTOMO, In epist. ad Philipp. 1 hom. 3, 3: «Por tanto, no lloremos indistintamente por los que mueren, ni nos alegremos indistintamente por los que viven. ¿Qué haremos pues? Lloremos por los pecadores, no sólo por los que mueren, sino también por los que viven: alegrémonos por los justos, no sólo mientras viven, sino también después que ellos han muerto»: PG 62, 223.
    Cf. STO. TOMÁS, S. Th. 1-2, q. 87, a. 8: «Si nos referimos a la pena satisfactoria que uno voluntariamente asume, se da el caso de que uno cargue con la pena del otro, en cuanto que son como una misma cosa... Pero si nos referimos a la pena infringida por el pecado, en cuanto considerada como pena, entonces sólo es castigado cada uno por su propio pecado, ya que el acto pecaminoso es algo personal. Y si nos referimos a la pena de carácter medicinal, entonces se da el caso de que uno es castigado por el pecado del otro. Ya se ha dicho, en efecto, que el deterioro de las cosas corporales, o incluso del mismo cuerpo, es una pena medicinal ordenada a la salvación del alma. Nada, pues, impide que alguien sea castigado con tales penas por el pecado de otro, o por Dios o por el hombre».

(18) Cf. LEON XIII, Carta encíclica Mirae caritatis: «La comunión de los santos no es otra cosa... que la mutua comunicación de ayuda, de expiación, de preces, de beneficios, entre los fieles que ya gozan de la patria celestial, o los que están sometidos al fuego purificador, o los que aún peregrinan en la tierra, ya que todos tienden a reunirse en una misma ciudad, cuya cabeza es Cristo, cuya forma es la caridad»: Acta Leonis XIII, 22 (1902) p. 129; DS 3363.

(19) Cf. 1 Co 12, 12-13: «Porque lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Todos nosotros... hemos sido bautizados en un mismo espíritu para formar un solo cuerpo».
    Cf. Pio XII, Carta encíclica Mystici Corporis: «Así, (Cristo) en cierta manera vive en la Iglesia, de tal modo que ésta sea como otra persona de Cristo. Es lo que afirma el Maestro de los gentiles escribiendo a los Corintios, cuando llama a la Iglesia "Cristo" sin más (cf. 1 Co 12, 12), imitando en esto al divino Maestro, que le había dicho desde el cielo cuando perseguía encarnizadamente a la Iglesia: "Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?" (cf. Hch 9, 4; 22, 7; 26, 14). Más aún, si hemos de creer al Niseno, repetidamente el Apóstol designa a la Iglesia con el nombre de Cristo (cf. De vita Moysis: PG 44, 385) ni os es desconocida, venerables hermanos, aquella expresión de san Agustín: "Cristo predica a Cristo"» (Sermones 354, 1: PL 39, 1563), AAS, 35 (1943) p. 218.
    Cf. STO. TOMÁS, S. Th. 3, q. 48, a. 2 ad 1 y q. 49, a. 1.

(20) Cf. CLEMENTE VI, Bula del jubileo Unigenitus Dei Filius: «El Hijo único de Dios... ganó un tesoro para la Iglesia militante... Tesoro que... encargó que fuera distribuido saludablemente a los fieles por medio de san Pedro, guardián de las llaves del cielo, y de sus sucesores, vicarios suyos en la tierra... Es sabido que los méritos de la santa Madre de Dios y de todos los elegidos, desde el primero al último justo contribuyen a reforzar la magnitud de este tesoro...»: (DS 1025, 1026, 1027).
    Cf. SIXTO IV, Carta encíclica Romani Pontificis: «Nos, que hemos recibido de lo alto la plenitud de la potestad, deseando llevar a las almas del purgatorio ayuda y sufragio del tesoro de la Iglesia universal a Nos encomendado, que consta de los méritos de Cristo y de los santos...»: DS 1406.
    Cf. LEON X, Decreto Cum postquam a Cayetano de Vio, legado papal: «...distribuir el tesoro de los méritos de Jesucristo y de los santos...»: DS 1448, cf. DS. 1467 y 2641.

(21) Cf. Hb 7, 23-25, 9, 11-28.

(22) Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, núm. 49: AAS, 57 (1965) pp. 54-55.

III

6.
La Iglesia, consciente de estas verdades ya desde tiempo remoto, tuvo en cuenta y puso en práctica diversos métodos para que se aplicaran a todos los fieles los frutos de la redención del Señor y para que los fieles contribuyeran a la salvación de los hermanos, y así todo el cuerpo de la Iglesia se fuera disponiendo en la justicia y la santidad para la perfecta venida del reino de Dios, cuando Dios lo será todo para todos.

Los mismos apóstoles exhortaban a sus discípulos a orar por la salvación de los pecadores
(23), costumbre antiquísima que la Iglesia conservó santamente (24), máxime cuando los penitentes imploraban la intercesión de toda la comunidades (25), y en el hecho de ayudar a los difuntos con sufragios, sobre todo con la oblación del sacrificio eucarístico (26). También, ya desde tiempos antiguos, en la Iglesia se ofrecían a Dios buenas obras, en especial aquellas que resultaban difíciles para la fragilidad humana, por la salvación de los pecadores (27). Puesto que eran tenidos en gran estima los tormentos que los mártires sufrían por la fe y por la ley de Dios, los penitentes acostumbraban pedirles que, ayudados por sus méritos, obtuvieran más pronto la reconciliación de parte de los obispos (28). Es que las oraciones y las buenas obras de los justos eran tenidas en tan gran estima que se afirmaba que el penitente era lavado, limpiado y redimido con la ayuda de todo el pueblo cristiano (29).

En todas estas cosas, se consideraba que no era cada fiel, sólo con sus propias fuerzas, quien trabajaba por la remisión de los pecados ajenos, se tenía la convicción de que era la misma Iglesia, como un solo cuerpo, unido a Cristo, su cabeza, quien satisfacía en cada uno de sus miembros (30). La Iglesia de la edad patrística estaba firmemente persuadida de que realizaba su obra salvadora en comunión y bajo la autoridad de los pastores que el Espíritu Santo ha puesto para apacentar a la Iglesia de Dios (31). Así, los obispos, después de una prudente reflexión, establecían el modo y la medida de la satisfacción que se había de cumplir, más aún, permitían también que las penitencias canónicas fueran redimidas con otras obras, quizá más fáciles, provechosas para el bien común o favorecedoras de la piedad, realizadas por los mismos penitentes, e incluso a veces por otros fieles (32).

(23) Cf. St 5, 16: «Así, pues, confesaos los pecados unos a otros, y rezad unos por otros, para que os curéis. Mucho puede hacer la oración intensa del justo».
    Cf. 1 Jn 5, 16: «Si alguno ve que su hermano comete un pecado que no es de muerte, pida y se le dará vida, a los que cometan pecados que no sean de muerte».

(24) Cf. S. CLEMENTE ROMANO, Ad Cor. 56, 1: «Oremos pues nosotros por los que están implicados en algún pecado, para que les sea concedida la moderación y la humildad, y así se sometan, no a nosotros, sino a la voluntad divina. De este modo, la mención que de ellos se hace con misericordia ante Dios y los santos les será provechosa y perfecta»: Funk, Patres Apostolici 1, p. 171.
    Cf. Martyrium S. Polycarpi 8, 1: «Cuando por fin terminó su oración, en la que había hecho mención de todos los que con él se habían relacionado alguna vez, tanto pequeños como mayores, tanto ilustres como desconocidos, y de toda la Iglesia católica por doquier de la tierra...»: Funk, Patres Apostolici 1. p. 321-323.

(25) Cf. SOZOMENO, Hist. Eccl. 7, 16: En la penitencia pública terminada ya la misa, los penitentes, en la Iglesia romana, con gemidos y lamentos se postran en tierra. Entonces el obispo, con lágrimas en los ojos, se dirige hacia ellos desde el lado opuesto y se postra él también en el suelo; y toda la multitud de la Iglesia, uniéndose a su confesión, se baña en lágrimas. Después de esto, se levanta primero el obispo, hace levantar a los postrados y, dicha la conveniente oración por los pecadores que hacen penitencia, los despide»: PG 67, 1462.

(26) Cf. S. CIRILO DE JERUSALÉN, Catechesis 23 (mystag. 5), 9; 10: «Luego (oramos) por los santos padres y obispos difuntos y en general por todos los que han muerto entre nosotros, porque creemos firmemente que con la oración podemos ayudar a aquellas almas por las que se ofrece la plegaria, mientras está depositada sobre el altar la sagrada y muy venerada víctima». Confirmando la cuestión con el ejemplo de la corona que se trenza para el emperador para que perdone a los exiliados, el mismo santo doctor concluye su razonamiento, diciendo: «De modo semejante, nosotros, ofreciendo plegarias a Dios por los difuntos, aunque sean pecadores, no trenzamos una corona, sino que ofrecemos a Cristo, inmolado por nuestros pecados, buscando alcanzar el favor del Dios clemente y que nos sea propicio tanto a ellos como a nosotros): PG 33, 1115, 1118.
    Cf. S. AGUSTÍN, Confessiones 9, 12, 32; PL 32, 777; y 9, 11, 27: PL 32, 775; Sermones 172, 2: PL 38, 936; De cura pro mortuis gerenda I, 3: PL 40, 593.

(27) Cf. S. CLEMENTE DE ALEJANDRIA, Lib. Quis dives salvetur 42: (San Juan Apóstol, en la conversión del joven ladrón) «Después de esto, invocando a Dios con repetidas oraciones por una parte, practicando junto con el joven continuos ayunos por otra, mirando finalmente de influir en su ánimo con palabras llenas de dulzura, no cejó, según dicen, hasta que, con firme constancia, lo introdujo en el seno de la Iglesia...» CGS 17, pp. 189-190: PG 9, 651.

(28) Cf. TERTULIANO, Ad martyres 1, 6: «Algunos que no estaban reconciliados con la Iglesia, introdujeron la costumbre de suplicar a los mártires que se hallaban en la cárcel»: CCL 1, p. 3: PL 1,695.
    Cf. S. CIPRIANO, Epist, 18 (alias: 12), 1: «Pienso que hay que ir al encuentro de nuestros hermanos, de manera que los que han obtenido documentos de los mártires... después de habérseles impuesto la mano en señal de penitencia, vayan al Señor con la reconciliación que los mártires han recomendado en las cartas que nos han escrito»: CSEL 3 (2), p. 523-524; PL 4, 265; cf. ibid., Epist 19 (alias: 13), 2: CSEL 3 (2), p. 525; PL 4, 267.
    Cf. EUSEBIO DE CESAREA, Hist. Eccle. 1, 6, 42: CGS Eus. 2, 2, 610: PG 20, 614-615.

(29) Cf. S. AMBROSIO, De paenitentia 1, 15: «...del mismo modo que es purificado por determinadas obras de todo el pueblo, y es lavado por las lágrimas del pueblo, aquel que es librado del pecado por las oraciones y lágrimas del pueblo y es limpiado en su interior. Cristo, en efecto, ha concedido a su Iglesia el que uno sea redimido por todos, ella que ha merecido la venida de Jesús, el Santo, para que todos fueran redimidos por uno»: PL 16,511.

(30) Cf. TERTULIANO, De paenitentia 10, 5-6: «No puede el cuerpo alegrarse de la humillación de un miembro; todo el debe dolerse y ayudar a remediarlo. En uno y en otro está la Iglesia, y la Iglesia es Cristo: por tanto, cuando acudes a la oración de los hermanos, entras en contacto con Cristo, ruegas a Cristo; del mismo modo, cuando ellos lloran por ti, Cristo implora al Padre. Fácilmente se alcanza siempre lo que pide el Hijo»: CCL 1, p. 337; PL 1, 1356.
    Cf. S. AGUSTIN, Enarr: in Ps LXXXV, 1: CCL 39, pp. 1176-1177; PL 37, 1082.

(31) Cf. Hch 20, 28. Cf. también Concilio Tridentino, sesión XXIII. Decr. de sacramento ordinis, c. 4; DS 1768; Concilio Vaticano I, sesión IV, Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Pastor æternus, sobre la Iglesia c. 3: DS 3061; Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, núm. 20: AAS, 57 (1965) p. 23.
    Cf. S. IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Ad Smyrnaeos 8, 1: «Nadie haga nada con independencia del obispo, en las cosas que atañen a la Iglesia...»: Funk, Patres Apostolici 1, p. 283.

(32) Cf. Concilio Niceno I, canon 12: «... todos los que con su temor, sus lagrimas, su paciencia y sus buenas obras hayan dado muestras de conversión en sus costumbres y en sus actos, éstos, una vez terminado el tiempo establecido para su institución, tendrán derecho a beneficiarse de la comunión de oraciones, y ello hará posible una mayor benignidad por parte del obispo...): MANSI, SS. Conciliorum collectio, 2, 674.
    Cf. Concilio de Neocesarea, can. 3: 1. c. 540.
    Cf. INOCENCIO I, Epist. 25, 7, 10: PL 20, 559.
    Cf. LEÓN MAGNO, Epist. 159, 6: PL 54, 1138.
    Cf. S. BASILIO MAGNO, Epist. 217 (canónica 3), 74: «Y si alguno de los que están implicados en los pecados antes mencionados hace penitencia y se corrige, si aquel a quien la benignidad de Dios le ha confiado el poder de atar y desatar, considerando la magnitud de la penitencia practicada por el que ha pecado, se inclina a la clemencia y le abrevia el Tiempo de las penas, no será digno de condena, ya que la historia bíblica nos enseña que quienes hacen penitencia con mayor rigor pronto alcanzan la misericordia de Dios»: PG 32, 803.
    Cf. S. AMBROSIO, De paenitentia, 1, 15 (véase antes, en la Nota 29).

IV

7.
La convicción vigente en la Iglesia de que los pastores del rebaño del Señor pueden liberar a cada fiel de las secuelas de los pecados mediante la aplicación de los méritos de Cristo y de los santos, introdujo progresivamente, bajo la inspiración del Espíritu Santo, que alienta constantemente al pueblo de Dios, la práctica de las indulgencias, la cual representó un progreso, no un cambio
(33), en la misma doctrina y disciplina de la Iglesia, y un nuevo bien, sacado de la raíz de la revelación, para aprovechamiento de los fieles y de toda la Iglesia.

La práctica de las indulgencias, propagada progresivamente, se manifestó como un hecho destacado en la historia de la Iglesia, principalmente cuando los Romanos Pontífices decretaron que ciertas obras, convenientes para el bien común de la Iglesia, «habían de ser consideradas como substitutivas de cualquier penitencia»
(34), y que a los fieles «verdaderamente arrepentidos y confesados), que realizaban alguna de estas obras «apoyados en la misericordia de Dios todopoderoso yen los méritos y autoridad de sus apóstoles», «con plenitud de la autoridad apostólica», concedían «no sólo un pleno y amplio, sino más bien un plenísimo perdón de los pecados» (35).

En efecto, «el Hijo único de Dios...adquirió un tesoro para la Iglesia militante... Este tesoro...por mediación de Pedro, encargó que fuera distribuido en provecho de los fieles y, por causas propias y razonables, para la remisión, ora total, ora parcial, de la pena temporal debida por los pecados, de manera tanto general como especial (según vieran que convenía ante Dios), para ser aplicado misericordiosamente a los verdaderamente arrepentidos y confesados. A este tesoro acumulado...es sabido que contribuyen los méritos de la bienaventurada Madre de Dios y de todos los elegidos» (36).

(33) Cf. S. VICENTE DE LERINS, Commonitorium primum 23; PL 50, 667-668.

(34) Cf. Concilio de Claromontano, can. 2: «A todo aquel que, sólo por devoción, no para conseguir honores o riquezas, se ponga en marcha para liberar a la Iglesia de Dios de Jerusalén, su marcha le será considerada como substitutiva de cualquier penitencia»: MANSI, SS. Conciliorum collectio 20, 816.

(35) Cf. BONIFACIO VIII, Bula Antiquorum habet: «Según consta por una fiable relación de los antepasados, se concedieron grandes remisiones e indulgencias de los pecados a los que accedían a la honorable basílica del príncipe de los Apóstoles, en la Urbe; Nos, por tanto, teniendo por ratificadas y conformes todas y cada una de estas remisiones e indulgencias, las confirmamos y aprobamos con la autoridad apostólica... Nos, apoyados en la misericordia de Dios todopoderoso y en los méritos y autoridad de sus Apóstoles, en el beneplácito de Nuestros hermanos y en la plenitud de la autoridad apostólica, a todos los que entren con reverencia en dichas basílicas, verdaderamente arrepentidos y confesados.... en el año presente y en los centenarios que vendrán, concederemos y concedemos, no sólo un pleno y amplio, sino más bien un plenísimo perdón de todos sus pecados...»: DS 868.

(36) CLEMENTE VI, Bula del jubileo Unigenitus Dei Filius: DS 1025, 1026 y 1027.

8. Esta remisión de la pena temporal debida por los pecados ya borrados en cuanto a la culpa, es lo que se llama propiamente «indulgencias» (37).

Estas indulgencias en algunos casos coinciden con otros sistemas empleados para quitar las secuelas de los pecados, pero al mismo tiempo se distinguen claramente de dichas maneras.

En la indulgencia, en efecto, la Iglesia, usando de su potestad de administradora de la redención de Cristo Señor, no sólo ruega, sino que otorga autoritativamente al fiel cristiano, debidamente dispuesto, el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los santos, para la remisión de la pena temporal
(38).

La finalidad que se propone la autoridad eclesiástica, al conceder indulgencia, consiste no sólo en ayudar a los fieles cristianos a satisfacer las penas debidas, sino también en inducirlos a realizar obras de piedad, de penitencia y de caridad, principalmente aquellas que conducen a un aumento de fe y al bien común
(39).

Y si los fieles cristianos transfieren las indulgencias en sufragio de los difuntos, practican la caridad de un modo excelente, y así, pensando en las cosas celestiales, enderezan con más rectitud las terrenales.

El magisterio de la Iglesia ha reivindicado y explicado esta doctrina a través de varios documentos
(40). En la práctica de las indulgencias, efectivamente, se han introducido a veces algunos abusos, ya sea porque «a causa de unas indulgencias indiscriminadas y superfluas» el poder de las llaves que tiene la Iglesia era despreciado y perdía fuerza la satisfacción sacramental (41), ya sea porque, debido a unas «torcidas ganancias», era vilipendiado el nombre de indulgencias (42). La Iglesia, enmendando y corrigiendo los abusos, «enseña y manda que la práctica de las indulgencias, tan saludable para el pueblo cristiano y aprobada por la autoridad de los sagrados concilios, ha de conservarse en la Iglesia, y condena con anatema a los que afirman que son inútiles o niegan que la Iglesia tenga el poder de concederlas» (43).

(37) Cf. LEON X, Decreto Cum postquam: «... hemos creído oportuno hacerte saber que la Iglesia romana, a la que las demás deben seguir como a una madre, ha enseñado por tradición: que el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, guardián de las llaves, y vicario de Jesucristo en la tierra, por el poder de las llaves, al que pertenece abrir el reino de los cielos, quitando en los fieles de Cristo los impedimentos de este reino (a saber, la culpa y la pena merecida por los pecados actuales, la culpa, mediante el sacramento de la penitencia, la pena temporal debida a los pecados actuales, según la justicia divina, mediante la indulgencia eclesiástica), puede, por causas razonables, conceder a los fieles de Cristo, que son miembros de Cristo por la caridad que los une, ya estén en esta vida, ya en el purgatorio, indulgencias procedentes de la sobreabundancia de los méritos de Cristo y de los santos; y que al conceder indulgencia por su autoridad apostólica tanto por los vivos como por los difuntos, ha observado la costumbre de distribuir el tesoro de los méritos de Cristo y de los santos, de conceder la indulgencia a manera de absolución, o de transferirla a manera de sufragio. Y que por esto todos, vivos y difuntos, los que ganan de verdad estas indulgencias, quedan liberados de la pena temporal, merecida según la justicia divina por sus pecados actuales, equivalentes a la indulgencia concedida y ganada»: DS 1447-1448

(38) Cf. PABLO VI, Carta Sacrosancta Portiunculae: «La indulgencia, que la Iglesia concede a los penitentes, es una manifestación de aquella admirable comunión de los santos que, con un mismo vinculo de la caridad de Cristo, une místicamente a la santísima Virgen María y a la asamblea de los fieles cristianos que triunfan en el cielo, que se hallan en el purgatorio, o que peregrinan en la tierra. En efecto, por la indulgencia concedida por el poder de la Iglesia, se disminuye o se suprime del todo la pena que impide en cierto modo que el hombre alcance una más intima unión con Dios, por esto el fiel penitente actual encuentra ayuda, en esta singular forma de caridad eclesial, para despojarse del hombre viejo y revestirse del nuevo, que se va renovando como imagen de su Creador, hasta llegar a conocerlo" (Col 3, 10)»: AAS, 59 (1966) pp. 633-634.

(39) Cf. PABLO VI, Carta citada: «A aquellos fieles cristianos que, movidos por el arrepentimiento, se esfuerzan por alcanzar esta "metanoia" en cuanto después del pecado aspiran a aquella santidad con la que antes fueron revestidos en Cristo por el bautismo, la Iglesia les sale al encuentro, ya que ella, con la concesión de indulgencias, sostiene a sus hijos endebles y débiles con una especie de abrazo maternal y con su ayuda. La indulgencia, por tanto, no es un camino más fácil con el que podamos evitar la necesaria penitencia por los pecados, sino más bien un apoyo que todos los fieles, humildemente conscientes de su debilidad, encuentran en el cuerpo mistico de Cristo, el cual, todo él, "coopera a su conversión con la caridad, el ejemplo y la oración"» (Constitución dogmática Lumen gentium, núm. 11): AAS, 58 (1966) p. 632.

(40) CLEMENTE VI, Bula del Jubileo Unigenitus Dei Filius: DS 1026. CLEMENTE VI, Carta Super quibusdam: DS 1059; MARTÍN V, Bula Inter cunctas: DS 1266; SIXTO IV, Bula Salvator noster: DS 1398; SIXTO IV, Carta Encíclica Romani Pontificis provida: «Nos, queriendo salir al paso de estos escándalos y errores... hemos escrito a los prelados por medio de nuestros Breves, para que declaren a los fieles que la indulgencia plenaria por las almas del purgatorio a manera de sufragio fue concedida Por Nos, no para que estos fieles dejaran de lado, por causa de esta indulgencia, las obras piadosas y buenas, sino para que sirvan para la salvación de las almas a manera de sufragio, y para que esta indulgencia sea beneficiosa del mismo modo que si se dijeran y ofrecieran devotas oraciones y piadosas limosnas por la salvación de estas almas..., no que pretendiéramos, como no hemos pretendido, ni queremos tampoco insinuar, que la indulgencia es más provechosa o eficaz que las oraciones o las limosnas, o que las limosnas y oraciones son tan provechosas y eficaces como la indulgencia a manera de sufragio, ya que sabemos que media una gran distancia entre las oraciones y limosnas y la indulgencia a manera de sufragio; lo que dijimos es que la indulgencia es eficaz "del mismo modo", esto es, de la misma manera "que si', esto es, por la cual, son eficaces las oraciones y limosnas. Y, puesto que las oraciones y limosnas tienen eficacia en cuanto sufragio aplicado a las almas, Nos, a quien se nos ha concedido de lo alto la plenitud de la potestad, con el deseo de aportar ayuda y sufragio a las almas del purgatorio, del tesoro, a Nos encomendado, de la Iglesia universal antes mencionada.»: DS 1405-1406.
    LEÓN X, Bula Exsurge Domine: DS 1467-1472.
    PÍO VI, Constitución Auctorem fidei, proposición 40: «La proposición que afirma que "la indulgencia, en su significado exacto, no es otra cosa que la remisión de una parte de la penitencia que los cánones establecían para el pecador", en el sentido de que la indulgencia, fuera de la mera remisión de la pena canónica, no es también eficaz para la remisión de la pena temporal merecida ante la justicia divina por los pecados actuales: -falsa, temeraria, injuriosa para los méritos de Cristo, condenada hace algún tiempo en el artículo 19 de Lutero: DS 2640. Ibid., proposición 41: «Así mismo, en lo que se añade, que "los escolásticos, excediéndose en sus subtilidades, introdujeron un tesoro mal entendido de los méritos de Cristo y de los santos, y substituyeron la clara noción de la absolución de la pena canónica por la noción confusa y falsa de la aplicación de los méritos”, en el sentido de que los tesoros de la Iglesia, de donde el Papa da las indulgencias, no son los méritos de Cristo y de los santos: -falsa, temeraria, injuriosa para los méritos de Cristo y de los santos, condenada hace algún tiempo en el artículo 17 de Lutero»: DS 2641. Ibid., proposición 42: «Así mismo, en aquello que añade luego, que "es más lamentable todavía que esta quimérica aplicación se haya querido transferir a los difuntos": -falsa, temeraria, ofensiva para los oídos piadosos, injuriosa para los Romanos Pontífices y para la práctica y el sentir de la Iglesia universal, inductora al error tachado de herético en Pedro de Osma, condenado también en el artículo 22 de Lutero»: DS 2642.
    PÍO XI, Promulgación del Año Santo Quod nuper: «...concedemos e impartimos misericordiosamente en el Señor una indulgencia plenísima de toda la pena, que deben expiar por los pecados, obtenida antes la remisión y el perdón de los mismos»: AAS, 25 (1933), p. 8.
    PÍO XII, Promulgación del jubileo universal Iubilaeum maximum: «En el transcurso de este año expiatorio, a todos... los fieles cristianos que, debidamente purificados por el sacramento de la penitencia y alimentados por la sagrada comunión... visiten piadosamente... las basílicas... y.. oren, concedemos e impartimos misericordiosamente en el Señor una plenísima indulgencia y perdón de toda la pena que deben expiar por los pecados»: AAS 41 (1949), PP. 258-259.

(41) Concilio Lateranense IV, capitulo 62: DS 819.

(42) Concilio de Trento, Decreto sobre las indulgencias: DS 1835.

(43) Cf. Concilio de Trento, Decreto sobre las indulgencias: DS 1835.

9. La Iglesia, aún hoy, invita a todos sus hijos a que ponderen y consideren el gran valor de la práctica de las indulgencias para la vida de cada uno, más aún, para la vida de toda la sociedad cristiana.

Para recordar en pocas palabras los aspectos principales de la cuestión, esta práctica saludable nos recuerda en primer lugar que «es cosa mala y amarga apartarse...del Señor Dios»
(44). Los fieles, en efecto, cuando ganan indulgencias, comprenden que con sus propias fuerzas no pueden expiar el mal que al pecar se han hecho a sí mismos e incluso a toda la comunidad, y ello los lleva a una saludable humildad.

(44) Jr 2, 19.

10. Asimismo, el culto de las indulgencias levanta los ánimos hacia la confianza y la esperanza de la plena reconciliación con Dios Padre; pero lo hace de manera que no da ocasión a negligencia alguna ni disminuye en modo alguno el interés por las disposiciones requeridas para la plena comunión con Dios. Las indulgencias, en efecto, aunque son beneficios gratuitos, sin embargo, tanto para los vivos como para los difuntos, sólo se conceden si se cumplen unas determinadas condiciones, ya que para conseguirlas se requiere de un lado que se realicen determinadas obras buenas y de otro que el fiel esté dotado de las debidas disposiciones: a saber, que ame a Dios, y crea firmemente que la comunión de los santos le es de gran utilidad.

Y no hay que olvidar que los fieles, al ganar indulgencias, contribuyen a su manera a presentar ante Cristo una Iglesia sin mancha ni arruga, sino santa e inmaculada
(45), unida admirablemente a Cristo con el vínculo sobrenatural de la caridad. En efecto, gracias a las indulgencias, los miembros de la Iglesia purgante se incorporan antes a la Iglesia celestial, y así, por medio de las indulgencias, el reino de Cristo se instaura con mayor intensidad y prontitud, «hasta que lleguemos todos a la unidad en la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios, al hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud» (46).

(45) Cf. Ef 5, 27

(46) Ef 4, 13.

11. Apoyada en estas verdades, la santa madre Iglesia, al mismo tiempo que una vez más recomienda a sus fieles la práctica de las indulgencias, tan gratas al pueblo cristiano durante muchos siglos, e incluso en nuestro tiempo como demuestra la experiencia, en modo alguno pretende menoscabar otros procedimientos de santificación y purificación, en especial el santo sacrificio de la misa y los sacramentos, principalmente el sacramento de la penitencia, la importante ayuda derivada de aquellos actos comprendidos bajo el nombre común de sacramentales, у finalmente las  obras de piedad de penitencia y de caridad. Todas estas ayudas tienen en común el que realizan la santificación y la purificación con tanta más eficacia cuanto más estrecha sea la unión por la caridad con Cristo cabeza y con la Iglesia, su cuerpo. Las indulgencias reafirman también la supremacía de la caridad, ya que las indulgencias no pueden ganarse sin una sincera metanoia y unión con Dios, a las que se añade el cumplimiento de las obras prescritas. No se pierde, por tanto, el orden de la caridad, en el cual se inserta la remisión de las penas por la distribución del tesoro de la Iglesia.

La Iglesia, al exhortar a sus fieles a que no abandonen ni tengan en menos las santas tradiciones de los padres, sino que las acojan piadosamente, como un valioso tesoro de la familia católica, y que se sometan a ellas, permite, sin embargo, que cada cual se sirva de estos medios de purificación y de santificación con la santa y justa libertad de los hijos de Dios: pero les recuerda sin cesar aquellas cosas a las que hay que dar preferencia porque son necesarias, mejores o más eficaces
(47).

Pero con el fin de proveer a una mayor dignidad y estima de la práctica de las «indulgencias», la santa madre Iglesia ha creído oportuno introducir alguna innovación en la disciplina de las mismas y ha decretado dar nuevas normas.

(47) Cf. STO. TOMÁS, In 4 Sentencias dist. 20. q. 1 a. 3. q. 1a 2. ad 2 (S. Th. Suppl. q. 25, a2, ad2): «...aunque las indulgencias tengan mucho valor para la remisión de la pena, no obstante, existen también otras obras de satisfacción más meritorias por lo que atañe al premio esencial, y esto es infinitamente mejor que el perdón de la pena temporal».

V

12.
Las normas que siguen, introducen las variaciones oportunas en la disciplina de las indulgencias, después de haber asumido también los deseos de las asambleas episcopales.

Las disposiciones del Código de Derecho Canónico y de los decretos de la Santa Sede, relativos a las indulgencias, continúan en vigor mientras concuerden con las nuevas normas.

Al preparar las normas, se han tenido en cuenta principalmente tres aspectos: establecer una nueva medida para la indulgencia parcial, introducir una adecuada reducción en las indulgencias plenarias y, en lo referente a las indulgencias llamadas reales y locales, restablecer y ajustar una forma más simple y más digna. En lo que atañe a la indulgencia parcial, dejando de lado la antigua delimitación de días y años, se ha buscado una nueva norma o medida, según la cual lo que se toma en consideración es la acción misma del fiel cristiano que realiza la obra enriquecida con indulgencias.

Ahora bien, puesto que el fiel cristiano con su acción puede obtener-además del mérito, que es el fruto principal de la acción- una remisión de la pena temporal, tanto mayor cuanto mayor sea la caridad del que actúa y la importancia de la obra, ha parecido bien tomar como medida de la remisión de pena que la autoridad añade generosamente con la indulgencia parcial, aquella misma remisión de pena que obtiene el fiel cristiano con su acción.

En lo referente a la indulgencia plenaria, ha parecido oportuno reducir adecuadamente su número, para que los fieles cristianos estimen en su justa medida la indulgencia plenaria y puedan ganarla con las debidas disposiciones. En efecto, las cosas repetidas con frecuencia pierden interés y las que se conceden en abundancia se tienen en poca estima; la mayoría de los fieles cristianos necesitan un determinado espacio de tiempo para prepararse adecuadamente a ganar la indulgencia plenaria.

En cuanto a las indulgencias reales y locales, no sólo se ha reducido mucho su número, sino que se ha suprimido esta misma denominación, para que se vea más claramente que lo que se enriquece con indulgencias son las acciones de los cristianos, no las cosas o los lugares, que son únicamente ocasiones de ganar indulgencias. Más aún, los miembros de las asociaciones piadosas pueden ganar las indulgencias que les son propias cumpliendo las obras prescritas, sin que se requiera el uso de las insignias.

NORMAS

1.
La indulgencia es la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados ya borrados en cuanto a la culpa, que el fiel cristiano, debidamente dispuesto y cumpliendo unas ciertas y determinadas condiciones, consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como administradora de la redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los Santos.

2. La indulgencia es parcial o plenaria, según libre en parte o en todo de la pena temporal debida por los pecados.

3. Las indulgencias, tanto parciales como plenarias, pueden aplicarse siempre a los difuntos a modo de sufragio.

4. La indulgencia parcial, en adelante, se designará sólo con estas palabras indulgencia parcial, sin añadir ninguna determinación de días o años.

5. Al fiel cristiano que, al menos arrepentido interiormente, realiza una obra enriquecida con indulgencia parcial, se le concede, por medio de la Iglesia, una remisión de la pena temporal equivalente a la que ya recibe él mismo con su acción.

6. La indulgencia plenaria sólo puede ganarse una vez al día, salvo lo prescrito en la norma 18 para los que se hallan en peligro de muerte inminente.
La indulgencia parcial puede ganarse varias veces al dia, a no ser que expresamente se establezca lo contrario.

7. Para ganar una indulgencia plenaria, se requiere la ejecución de la obra enriquecida con indulgencia y el cumplimiento de tres condiciones, que son: la confesión sacramental, la comunión eucarística у la oración por las intenciones del Sumo Pontífice. Se requiere, además, la exclusión de todo afecto a cualquier pecado, incluso venial.

Si falta esta plena disposición o no se cumplen las condiciones antes mencionadas, salvo lo prescrito en el número 11 para los que tienen un legítimo impedimento, la indulgencia será sólo parcial.

8. Las tres condiciones pueden cumplirse unos días antes o después de la ejecución de la obra prescrita, pero conviene que la comunión y la oración por las intenciones del Sumo Pontífice se realicen el mismo día en que se cumple la obra.

9. Con una sola confesión sacramental pueden ganarse varias indulgencias plenarias; en cambio, con una sola comunión eucarística y una sola oración por las intenciones del Sumo Pontífice, sólo se gana una indulgencia plenaria.

10. La condición de orar por las intenciones del Sumo Pontífice se cumple plenamente si se reza a su intención un solo Padrenuestro y una sola Avemaría; pero se concede a cada fiel la facultad de rezar cualquier otra formula, Según su piedad y devoción al Romano Pontífice.

11. Sin menoscabo de la facultad que el canon 935 del CIC otorga a los confesores, de conmutar para los que tiene un legítimo impedimento la obra prescrita o las condiciones, los Ordinarios del lugar pueden conceder, a los fieles sobre los cuales ejercen su autoridad según las normas del derecho, si viven en lugares donde de ningún modo o, por lo menos, no sin gran dificultad pueden acceder a la confesión o la comunión, que puedan ganar indulgencia plenaria sin confesión o la comunión actuales, a condición de que estén interiormente arrepentidos y hagan el propósito de recibir, tan pronto como puedan, los mencionados sacramentos.

12. La división de las indulgencias en personales, reales y locales ya no se se aplica, para que conste con más claridad que lo que se enriquece con indulgencias son los actos de los fieles cristianos, aunque algunas veces estén relacionados con algún objeto o lugar.

13. Se revisará el Enchiridion de las indulgencias con el criterio de que sólo se enriquezcan con indulgencias las principales preces y las principales obras de piedad.

14. Se revisarán lo antes posible las listas y sumarios de indulgencias de las órdenes, congregaciones religiosas, sociedades de vida común sin votos, institutos seculares y asociaciones piadosas de fieles, de manera que la indulgencia plenaria sólo pueda ganarse en unos días especiales, que determinará la Santa Sede, a propuesta del máximo superior o, si se trata de asociaciones piadosas, del Ordinario del lugar.

15. En todas las iglesias, oratorios públicos o -por parte de quienes los utilizan legítimamente- semipúblicos, puede ganarse indulgencia plenaria, aplicable sólo a los difuntos, el 2 de noviembre.

En las iglesias parroquiales puede ganarse, además, indulgencia plenaria dos veces al año: en el día de la fiesta titular y el día 2 de agosto, en que coincide la indulgencia de la Porciúncula, u otro día oportuno que determinará el Ordinario.

Todas las indulgencias antes mencionadas pueden ganarse en los días antes designados, o, con el consentimiento del Ordinario, el domingo anterior o posterior.

Las demás indulgencias anejas a iglesias u oratorios se revisarán lo antes posible.

16. La obra prescrita para la obtención de una indulgencia plenaria aneja a una iglesia u oratorio consiste en la visita piadosa de este lugar, rezando el Padrenuestro y el Credo.

17. El fiel cristiano que usa con devoción algún objeto de piedad (crucifijo, cruz, rosario, escapulario, medalla), debidamente bendecido por cualquier sacerdote, gana indulgencia parcial.

Si el objeto de piedad ha sido bendecido por el sumo Pontífice o por cualquier obispo, el fiel cristiano que lo usa con sentimientos de piedad puede también ganar indulgencia plenaria en la fiesta de los santos apóstoles Pedro y Pablo, pero añadiendo la profesión de fe con cualquier fórmula legítima.

18. La piadosa Madre Iglesia, si no es posible la presencia de un sacerdote que administre los sacramentos y la bendición apostólica con la adjunta indulgencia plenaria, de la que se trata en el canon 468 $ 2 del CIC, a un fiel cristiano que se halla en peligro de muerte, le concede benignamente indulgencia plenaria, para ganar en peligro de muerte, si está debidamente dispuesto, con tal de que, durante su vida, haya rezado habitualmente algunas oraciones. Para ganar esta indulgencia plenaria es aconsejable utilizar un crucifijo o una cruz.

Esta indulgencia plenaria en peligro de muerte inminente, el fiel cristiano podrá ganarla aunque en el mismo día ya haya ganado otra indulgencia plenaria.

19. Las normas promulgadas sobre las indulgencias plenarias, especialmente las que se relacionan con la norma 6, se aplican también a las indulgencias plenarias que hasta ahora se acostumbraban llamar toties quoties (tantas cuantas veces).

20. La piadosa Madre Iglesia, que tiene una gran solicitud por los fieles difuntos, abrogando todo privilegio en esta materia, determina que cualquier sacrificio de la misa proporciona a los difuntos un amplísimo sufragio.

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Las nuevas normas en que se basa la adquisición de indulgencias entrarán en vigor una vez cumplidos tres meses desde el día en que esta Constitución se publicará en Acta Apostolicae Sedis.

Las indulgencias anejas al uso de objetos de piedad no mencionadas antes, cesan una vez cumplidos tres meses desde el día en que esta Constitución se publicará en Acta Apostolicae Sedis.

Las revisiones de que se habla en los números 14 y 15 deben presentarse a la Sagrada Penitenciaria Apostólica antes de un año; una vez cumplimentados dos años desde el día de esta Constitución, las indulgencias que no hayan sido confirmadas perderán todo vigor.

Queremos que estos nuestros estatutos y prescripciones sean firmes y eficaces ahora y en el futuro, sin que obsten, si se da el caso, las Constituciones y Ordenaciones Apostólicas promulgadas por nuestros antecesores, ni las demás prescripciones, aún las dignas de especial mención o derogación.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 1 del mes de enero, octava de la Natividad de nuestro Señor Jesucristo, del año MCMLXVII, cuarto de Nuestro Pontificado.

PABLO PP. VI