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lunes, 30 de agosto de 2021

Lunes 4 octubre 2021, Lecturas Lunes XXVII semana del Tiempo Ordinario, año impar.

LITURGIA DE LA PALABRA
Lecturas del Lunes de la XXVII semana del Tiempo Ordinario, año impar (Lec. III-impar)

PRIMERA LECTURA Jon 1, 1—2, 1. 11
Jonás se puso en marcha para huir lejos del Señor
Comienzo de la profecía de Jonás.

El Señor dirigió su palabra a Jonás, hijo de Amitai, en estos términos:
«Ponte en marcha, ve a Nínive, la gran ciudad, y llévale este mensaje contra ella, pues me he enterado de sus crímenes».
Jonás se puso en marcha para huir a Tarsis, lejos del Señor. Bajó a Jafa y encontró un barco que iba a Tarsis; pagó el pasaje y embarcó para ir con ellos a Tarsis, lejos del Señor.
Pero el Señor envió un viento recio y una fuerte tormenta en el mar, y el barco amenazaba con romperse.
Los marineros se atemorizaron y se pusieron a rezar, cada uno a su dios. Después echaron al mar los objetos que había en el barco, para aliviar la carga. Jonás bajó al fondo de la nave y se quedó allí dormido.
El capitán se le acercó y le dijo:
«¿Qué haces durmiendo? Levántate y reza a tu dios; quizá se ocupe ese dios de nosotros y no muramos».
Se dijeron unos a otros:
«Echemos suertes para saber quién es el culpable de que nos haya caído esta desgracia».
Echaron suertes y le tocó a Jonás. Entonces le dijeron:
«Dinos quién tiene la culpa de esta desgracia que nos ha sobrevenido, de qué se trata, de dónde vienes, cuál es tu país y de qué pueblo eres».
Jonás les respondió:
«Soy hebreo y adoro al Señor, Dios del cielo, que hizo el mar y la tierra firme».
Muchos de aquellos hombres se asustaron y le preguntaron:
«Por qué has hecho eso?».
Pues se enteraron por el propio Jonás de que iba huyendo del Señor.
Después le dijeron:
«¿Qué vamos a hacer contigo para que se calme el mar?».
Pues la tormenta arreciaba por momentos.
Jonás les respondió:
«Agarradme, echadme al mar y se calmará. Bien sé que soy el culpable de que os haya sobrevenido esta tormenta».
Aquellos hombres intentaron remar hasta tierra firme, pero no lo consiguieron, pues la tormenta arreciaba. Entonces rezaron así al Señor:
«¡Señor!, no nos hagas desaparecer por culpa de este hombre; no nos imputes sangre inocente, pues tú, Señor, actúas como te gusta».
Después agarraron a Jonás y lo echaron al mar. Y el mar se calmó.
Tras ver lo ocurrido, aquellos hombres temieron profundamente al Señor, le ofrecieron un sacrificio y le hicieron votos.
El Señor envió un gran pez para que se tragase a Jonás, y allí estuvo Jonás, en el vientre del pez, durante tres días con sus noches.
Y el Señor habló al pez, que vomitó a Jonás en tierra firme.

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Salmo responsorial Jon 2, 3. 4. 5. 8
R. Tú, Señor, me sacaste vivo de la fosa.
Sublevábis de corruptióne vitam meam, Dómine.

V. Invoqué al Señor en mi desgracia y me escuchó;
desde lo hondo del Abismo pedí auxilio
y escuchaste mi llamada.
R. Tú, Señor, me sacaste vivo de la fosa.
Sublevábis de corruptióne vitam meam, Dómine.

V. Me arrojaste a las profundidades de alta mar,
las corrientes me rodeaban,
todas tus olas y oleajes se echaron sobre mí.
R. Tú, Señor, me sacaste vivo de la fosa.
Sublevábis de corruptióne vitam meam, Dómine.

V. Me dije: «Expulsado de tu presencia,
¿cuándo volveré a contemplar tu santa morada?».
R. Tú, Señor, me sacaste vivo de la fosa.
Sublevábis de corruptióne vitam meam, Dómine.

V. Cuando ya desfallecía mi ánimo,
me acordé del Señor;
y mi oración llegó hasta ti,
hasta tu santa morada.
R. Tú, Señor, me sacaste vivo de la fosa.
Sublevábis de corruptióne vitam meam, Dómine.

Aleluya Jn 13, 34
R. Aleluya, aleluya, aleluya.
V. Os doy un mandamiento nuevo -dice el Señor-: que os améis unos a otros, como yo os he amado. R.
Mandátum novum do vobis, dicit Dóminus, ut diligátis ínvicem, sicut diléxi vos.

EVANGELIO Lc 10, 25-37
¿Quién es mi prójimo?
Lectura del santo Evangelio según san Lucas.
R. Gloria a ti, Señor.

En aquel tiempo, se levantó un maestro de la ley y preguntó a Jesús para ponerlo a prueba:
«Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?».
Él le dijo:
«¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?».
El respondió:
«“Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza” y con toda tu mente. Y “a tu prójimo como a ti mismo”».
Él le dijo:
«Has respondido correctamente. Haz esto y tendrás la vida». Pero el maestro de la ley, queriendo justificarse, dijo a Jesús:
«¿Y quién es mi prójimo?».
Respondió Jesús diciendo:
«Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo.
Pero un samaritano que iba de viaje llegó adonde estaba él y, al verlo, se compadeció, y acercándose, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y le dijo:
“Cuida de él, y lo que gastes de más yo te lo pagaré cuando vuelva”.
¿Cuál de estos tres te parece que ha sido prójimo del que cayó en manos de los bandidos?». Él dijo:
«El que practicó la misericordia con él».
Jesús le dijo:
«Anda y haz tú lo mismo».

Palabra del Señor.
R. Gloria a ti, Señor Jesús.

Beato Álvaro del Portillo, Carta pastoral, 9-I-1993
Para ocuparse del herido, el samaritano recurrió también al mesonero. ¿Cómo se hubiera desenvuelto sin él? (...) [San Josemaría] admiraba la figura de este hombre –el dueño de la posada– que pasó inadvertido, hizo la mayor parte del trabajo y actuó profesionalmente. Al contemplar su conducta, entended, por una parte, que todos podéis actuar como él, en el ejercicio de vuestro trabajo, porque cualquier tarea profesional ofrece de un modo más o menos directo la ocasión de ayudar a las personas necesitadas.


Oración de los fieles
Ferias del Tiempo Ordinario XII

Invoquemos, hermanos, con corazón unánime, a Dios Padre todopoderoso, fuente y origen de todo bien.
- Por la santa Iglesia católica, extendida por todo el universo. Roguemos al Señor.
- Por nuestro santo Padre el papa N., por nuestro obispo N., por los sacerdotes y demás ministros de Dios.
Roguemos al Señor.
- Por esta ciudad (este pueblo) de N., por su prosperidad y por todos los que en ella (él) habitan.
Roguemos al Señor.
- Por los que sufren, por nuestros hermanos enfermos o encarcelados. Roguemos al Señor.
- Por los que cuidan de los ancianos, pobres y atribulados. Roguemos al Señor.
- Por todos nuestros difuntos: para que Dios los reciba en su reino de luz y de paz. Roguemos al Señor.
Dios todopoderoso y eternos, que gobiernas cuanto existe en el cielo y en la tierra: escucha las oraciones de tu pueblo y concede a nuestro tiempo la paz. Por Jesucristo nuestro Señor.

Papa Francisco, Encuentro con los sacerdotes de la Diócesis de Caserta (26-julio-2914).

VISITA DEL SANTO PADRE A CASERTA
ENCUENTRO CON LOS SACERDOTES DE LA DIÓCESIS
DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Caserta, Sábado 26 de julio de 2014

Al llegar a Caserta el Papa Francisco se reunió con los sacerdotes de la diócesis en la capilla palatina del palacio real y mantuvo con ellos un diálogo. Introdujo la conversación el obispo Giovanni D’Alise con estas palabras.

Santidad, no he preparado nada escrito porque comprendí inmediatamente que usted quiere una relación cercana y profunda con los sacerdotes. Por lo tanto, le digo: bienvenido. Esta es nuestra Iglesia, los sacerdotes, y luego iremos a ver el resto de la Iglesia, en tanto celebraremos la Eucaristía. Para mí este momento es importante, porque hace dos meses que estoy aquí, y comenzar este episcopado con su presencia y su bendición es para mí una gracia en la gracia. Y ahora esperamos su palabra. Sabiendo que usted desea un diálogo, los sacerdotes prepararon algunas preguntas para usted.

El Papa Francisco dio las gracias al prelado e invitó a los presentes a formular sus preguntas.

He preparado un discurso, pero lo entregaré al obispo. Muchas gracias por la acogida. Gracias. Estoy contento y me siento un poco culpable de haber causado tantos problemas el día de la fiesta patronal. Pero yo no sabía. Cuando llamé al obispo para decirle que quería venir a realizar una visita privada, aquí, a un amigo, el pastor Traettino, él me dijo: «Ah, precisamente el día de la fiesta patronal». E inmediatamente pensé: «Al día siguiente en los periódicos aparecerá: en la fiesta patronal de Caserta el Papa estuvo con los protestantes». Un buen titular, ¿eh? Y así hemos acomodado la cuestión, con un poco de prisa, pero el obispo me ha ayudado mucho, y también la gente de la Secretaría de Estado. Cuando llamé al sustituto le dije: «Por favor, quítame la cuerda del cuello». Y lo hizo bien. Gracias por las preguntas que haréis, podemos comenzar; se hacen las preguntas y yo veo si podemos agrupar dos o tres, de lo contrario respondo a cada una.

Siguió el diálogo con los sacerdotes, del cual publicamos la traducción de la transcripción.

Santidad, gracias. Soy el vicario general de Caserta, don Pasquariello. Un gracias inmenso por su visita aquí a Caserta. Quisiera hacer una pregunta: el bien que usted está trayendo a la Iglesia católica con sus homilías cotidianas, los documentos oficiales, especialmente la Evangelii gaudium, están marcadas, sobre todo, por la conversión espiritual, íntima, personal. Es una reforma que compromete, según mi modesto parecer, sólo el ámbito de la teología, de la exégesis bíblica y de la filosofía. Junto a esta conversión personal, que es esencial para la salvación eterna, vería útil alguna intervención, por parte de Su Santidad, que implique más al pueblo de Dios, precisamente como pueblo. Me explico. Nuestra diócesis, desde hace novecientos años, cuenta con límites absurdos: algunos territorios comarcales están divididos por la mitad con la diócesis de Capua y con la de Acerra. Incluso, la estación de la ciudad de Caserta, a menos de un kilómetro del municipio, pertenece a Capua. Por este motivo, Beatísimo Padre, le pido una intervención que traiga solución para que nuestras comunidades ya no tengan que sufrir a causa de traslados inútiles y no sea ulteriormente mortificada la unidad pastoral de nuestros fieles. Está claro, Santidad, que usted en el número 10 de la Evangelii gaudium dice que estas cosas pertenecen al episcopado; sin embargo, yo recuerdo que siendo joven sacerdote —hace 47 años— fuimos a ver a monseñor Roberti —él había salido de la Secretaría de Estado— y llevamos un poco de problemas también allí; y dijeron, después de explicar la cuestión: «Poneos de acuerdo con los obispos y nosotros firmaremos». Esto es una bellísima cosa. ¿Pero cuándo se ponen de acuerdo los obispos?

Algunos historiadores de la Iglesia dicen que en algunos de los primeros Concilios los obispos llegaron incluso a los puñetazos, pero luego se ponían de acuerdo. Y esto es un mal signo. Es mala cosa cuando los obispos hablan mal uno del otro, o forman cordada. No digo tener unidad de pensamiento o unidad de espiritualidad, porque esto es bueno, digo cordada en el sentido negativo de la palabra. Esto es feo porque se rompe precisamente la unidad de la Iglesia. Esto no es de Dios. Y nosotros obispos debemos dar el ejemplo de unidad que Jesús pidió al Padre para la Iglesia. Pero no se puede ir hablando mal uno del otro: «Este lo hace así y aquel hace la cosas así...». Anda, y dilo de frente. Nuestros antepasados en los primeros Concilios llegaban a los puñetazos, y yo prefiero que se griten cuatro cosas de esas fuertes y luego se abracen y no que se hablen a escondidas uno contra el otro. Esto, como principio general, o sea: en la unidad de la Iglesia es importante la unidad entre los obispos. Usted destacó luego un camino que el Señor quiso para su Iglesia. Y esta unidad entre los obispos es la que favorece el ponerse de acuerdo sobre esto y sobre aquello. En un país —no en Italia, en otra parte— hay una diócesis cuyos límites se establecieron de nuevo, pero con motivo de la ubicación del tesoro de la catedral están en conflicto en los tribunales desde hace más de cuarenta años. Por dinero: ¡esto no se comprende! ¡Es aquí donde festeja el diablo! Es él quien gana. Es hermoso que usted diga que los obispos deban siempre estar de acuerdo: pero de acuerdo en la unidad, no en la uniformidad. Cada uno tiene su carisma, cada uno tiene su modo de pensar, de ver las cosas: esta variedad a veces es fruto de errores, pero muchas veces es fruto del Espíritu mismo. El Espíritu Santo quiso que en la Iglesia exista esta variedad de carismas. El Espíritu mismo hace la diversidad, luego logró formar la unidad; una unidad en la diversidad de cada uno, sin que nadie pierda la propia personalidad. Deseo que lo que usted ha dicho siga adelante. Además, todos somos buenos, porque todos tenemos el agua del Bautismo, tenemos el Espíritu Santo dentro que nos ayuda a seguir adelante.

Soy el padre Angelo Piscopo, párroco de San Pedro apóstol y de San Pedro en la Cátedra. Mi pregunta es esta: Santidad, en la exhortación apostólica Evangelii gaudium usted invitó a alentar y reforzar la piedad popular, como precioso tesoro de la Iglesia católica. Al mismo tiempo, sin embargo, mostró el riesgo —lamentablemente cada vez más real— de la difusión de un cristianismo individual y sentimental, más atento a las formas tradicionales y a la revelación, privado de los aspectos fundamentales de la fe y de incidencia en la vida social. ¿Qué sugerencia puede darnos para una pastoral que, sin mortificar la piedad popular, pueda relanzar el primado del Evangelio? Gracias, Santidad.

Se oye decir que este es un tiempo donde la religiosidad ha disminuido, pero yo no creo mucho en eso. Porque son estas corrientes, estas escuelas de religiosidad intimistas, como los gnósticos, que hacen una pastoral similar a una oración pre-cristiana, una oración pre-bíblica, una oración gnóstica, y el gnosticismo entró en la Iglesia en estos grupos de piedad intimista: a esto llamo intimismo. El intimismo no hace bien, es algo para mí, estoy tranquilo, me siento lleno de Dios. Es un poco —no es lo mismo—, pero va en cierto sentido por el camino de la New Age. Hay religiosidad, sí, pero una religiosidad pagana, o incluso herética; no debemos tener miedo de pronunciar esta palabra, porque el gnosticismo es una herejía, fue la primera herejía de la Iglesia. Cuando hablo de religiosidad, hablo de ese tesoro de piedad, con muchos valores, que el gran Pablo VI describía en la Evangelii nuntiandi. Pensad una cosa: el Documento de Aparecida, el documento de la quinta Conferencia del episcopado latinoamericano, para hacer una síntesis al final del documento mismo, en el último párrafo, ya que los otros dos eran de agradecimiento y de oración, tuvo que ir cuarenta años atrás y tomar un trozo de la Evangelii nuntiandi, que es el documento pastoral post-conciliar que aún no se ha superado. Tiene una actualidad enorme. En ese documento Pablo VI describe la piedad popular, afirmando que la misma algunas veces debe ser también evangelizada. Sí, porque como toda piedad existe el riesgo de ir un poco por una parte y un poco por otra y no contar con una expresión de fe fuerte. Pero la piedad que tiene la gente, la piedad que entra en el corazón con el Bautismo es una fuerza enorme, a tal punto que el pueblo de Dios que tiene esta piedad, en su conjunto, no puede equivocarse, es infalible in credendo: así dice la Lumen gentium en el número 12. La piedad popular verdadera nace de ese sensus fidei del que habla este documento conciliar y guía en la devoción de los santos, de la Virgen, incluso con expresiones folklóricas en el sentido bueno de la palabra. Por ello la piedad popular está fundamentalmente inculturada, no puede ser una piedad popular de laboratorio, fría, sino que siempre nace de nuestra vida. Se pueden cometer pequeños errores —es necesario, por lo tanto, vigilar—, sin embargo, la religiosidad popular es un instrumento de evangelización. Pensemos en los jóvenes de hoy. Los jóvenes —al menos la experiencia que tuve en la otra diócesis—, los jóvenes, los movimientos juveniles en Buenos Aires no funcionaban. ¿Por qué? Se les decía: hagamos una reunión para hablar... y al final los jóvenes se aburrían. Pero cuando los párrocos encontraron el camino para implicar a los jóvenes en las pequeñas misiones, ir de misión en vacaciones, la catequesis en los pueblos que tienen necesidad, en los poblados que no tienen sacerdote, entonces ellos se sumaban. Los jóvenes quieren de verdad este protagonismo misionero y de ahí aprenden a vivir una forma de piedad que se puede incluso llamar piedad popular: el apostolado misionero de los jóvenes tiene algo de piedad popular. La piedad popular es activa, es un sentido de fe profundo —dice Pablo VI—, que sólo los sencillos y los humildes son capaces de tener. ¡Esto es grande! En los santuarios, por ejemplo, se ven milagros. Cada 27 de julio yo iba al santuario de San Pantaleón, en Buenos Aires, y confesaba por la mañana. Volvía renovado por esa experiencia, volvía avergonzado por la santidad que encontraba en la gente sencilla, pecadora pero santa, porque decía los propios pecados y luego contaba cómo vivía, cómo era el problema del hijo o de la hija o de esto o de lo otro, y cómo visitaba a los enfermos. Se transparentaba un sentido evangélico. En los santuarios se encuentran estas cosas. Los confesonarios de los santuarios son un sitio de renovación para nosotros sacerdotes y obispos; son un curso de actualización espiritual, por el contacto con la piedad popular. Y los fieles, cuando vienen a confesarse, te dicen sus miserias, pero tú ves detrás de esas miserias la gracia de Dios que los conduce a ese momento. Ese contacto con el pueblo de Dios que reza, que es peregrino, que manifiesta su fe con esa forma de piedad, nos ayuda mucho en nuestra vida sacerdotal.

¿Me permite llamarle padre Francisco?, porque la paternidad implica inevitablemente una santidad, cuándo es auténtica. Como discípulo de los padres jesuitas, a quienes debo mi formación, cultural y sacerdotal, digo primero mi impresión, y luego una pregunta que dirijo a usted de modo especial. El identikit del sacerdote del tercer milenio: equilibrio humano y espiritual; conciencia misionera; apertura al diálogo con otros credos, religiosos o no. ¿Por qué esto? Usted ciertamente ha realizado una revolución copernicana por lenguaje, estilo de vida, comportamiento y testimonio sobre las temáticas más destacadas a nivel mundial, incluso de los ateos y de los alejados de la Iglesia cristiano-católica. La pregunta que le hago: ¿cómo es posible en esta sociedad —con una Iglesia que desea crecer y desarrollarse, en esta sociedad en evolución dinámica y conflictiva y muy a menudo lejana de los valores del Evangelio de Cristo— ser nosotros una Iglesia, con mucha frecuencia, con cierto retraso? Su revolución lingüística, semántica, cultural y de testimonio evangélico está suscitando ciertamente en las conciencias una crisis existencial para nosotros sacerdotes. ¿De qué modo nos sugiere los caminos, soñadores y creativos, para superar, o al menos para atenuar, esta crisis que advertimos? Gracias.

Eso. ¿Cómo es posible, con la Iglesia en crecimiento y desarrollo, ir hacia adelante? Usted decía algunas cosas: equilibrio, apertura dialógica... Pero, ¿cómo es posible caminar? Usted mencionó una palabra que me gusta mucho: es una palabra divina, y si es humana es porque es un don de Dios: creatividad. Es el mandamiento que Dios dio a Adán: «Ve y haz crecer la Tierra. Sé creativo». Es también el mandamiento que Jesús dio a los suyos, a través del Espíritu Santo, por ejemplo la creatividad de la primera Iglesia en las relaciones con el judaísmo: Pablo fue un creativo; Pedro, ese día cuando fue a ver a Cornelio, tenía un gran miedo, porque estaba haciendo algo nuevo, algo creativo. Pero él fue allí. Creatividad es la palabra. ¿Y cómo se puede encontrar esta creatividad? Antes que nada —y esta es la condición si queremos ser creativos en el Espíritu, es decir en el Espíritu del Señor Jesús— no hay otro camino más que la oración. Un obispo que no reza, un sacerdote que no reza ha cerrado la puerta, ha cerrado la senda de la creatividad. Es precisamente en la oración cuando el Espíritu te hace percibir algo, y viene el diablo y te hace sentir otra cosa; pero en la oración está la condición para seguir adelante. Incluso si la oración muchas veces puede parecer aburrida. La oración es muy importante. No sólo la oración del Oficio divino, sino la liturgia de la misa, serena, bien hecha con devoción, la oración personal con el Señor. Si nosotros no rezamos, seremos tal vez buenos empresarios pastorales y espirituales, pero la Iglesia sin oración se convierte en una ONG, no tiene esa unctio Spiritus Sancti. La oración es el primer paso, porque es un abrirse al Señor para poder abrirse a los demás. Es el Señor que dice: «Ve por aquí, ve por allá, haz esto...», te suscita esa creatividad que a muchos santos les costó tanto. Pensad en el beato Antonio Rosmini, quien escribió Las cinco llagas de la Iglesia, fue precisamente un crítico creativo, porque rezaba. Escribió lo que el espíritu le hizo percibir, por esto fue a la cárcel espiritual, es decir, a su casa: no podía hablar, no podía enseñar, no podía escribir, sus libros estaban en el Índice. ¡Hoy es beato! Muchas veces la creatividad te lleva a la cruz. Pero cuando viene de la oración, da fruto. No la creatividad un poco a la sans façon y revolucionaria, porque hoy está de moda ser revolucionario; no, esto no es del Espíritu. Pero cuando la creatividad viene del Espíritu y nace de la oración te puede traer problemas. La creatividad que viene de la oración tiene una dimensión antropológica de trascendencia, porque mediante la oración te abres a la trascendencia, a Dios. Pero está también la otra trascendencia: abrirse a los demás, al prójimo. No hay que ser una Iglesia cerrada en sí, que se mira el ombligo, una Iglesia autorreferencial, que se mira a sí misma y no es capaz de trascender. Es importante la trascendencia dúplice: hacia Dios y hacia el prójimo. Salir de sí no es una aventura, es un camino, es el camino que Dios ha indicado a los hombres, al pueblo desde el primer momento cuando dijo a Abrahán: «Deja tu tierra». Salir de sí. Y cuando salgo de mí, encuentro a Dios y encuentro a los demás. ¿Cómo encuentro a los demás? ¿De lejos o de cerca? Es necesario encontrarlos de cerca, la cercanía. Creatividad, trascendencia y cercanía. Cercanía es una palabra clave: ser cercano. No asustarse de nada. Ser cercano. El hombre de Dios no se asusta. Pablo mismo, cuando vio tantos ídolos en Atenas, no se asustó, y dijo a esa gente: «Vosotros sois religiosos, con tantos ídolos... pero yo os hablaré de otro». No se asustó y se acercó a ellos, y citó también a sus poetas: «Como dicen vuestros poetas...». Se trata de cercanía a una cultura, cercanía a las personas, a su modo de pensar, a sus dolores, a sus resentimientos. Muchas veces esta cercanía es precisamente una penitencia, porque tenemos que escuchar cosas aburridas, cosas ofensivas. Hace dos años, un sacerdote misionero en Argentina —era de la diócesis de Buenos Aires y había ido a una diócesis del sur, en una zona donde no había sacerdote desde hacía años, y habían llegado los evangelistas— me contaba que fue a visitar a una mujer que había sido la maestra del pueblo y luego la directora de la escuela del poblado. Esta señora lo invitó a sentarse y comenzó a insultarlo, no con palabras feas, sino a insultarlo con fuerza: «Nos habéis abandonado, nos habéis dejado solos, y yo que necesito la Palabra de Dios me vi obligada a ir al culto protestante y me hice protestante». Este sacerdote joven, que es humilde, es alguien que reza, cuando la mujer acabó la catarata, le dijo: «Señora, sólo una palabra: perdón. Perdónanos, perdónanos. Hemos abandonado al rebaño. Y el tono de esa mujer cambió. Siguió siendo protestante y el sacerdote no mencionó el tema de cuál es la verdadera religión: en ese momento no se podía hacer eso. Al final, la señora comenzó a sonreír y dijo: «Padre, ¿quiere un café?» —«Sí, tomemos un café». Y cuando el sacerdote estaba por salir, le dijo: «Quédese padre, venga», y lo llevó a la habitación, abrió el armario y estaba la imagen de la Virgen: «Usted debe saber que jamás la abandoné. La escondí por el pastor, pero en casa está». Es una anécdota que enseña cómo la cercanía, la mansedumbre hicieron que esta mujer se reconciliase con la Iglesia, porque se sentía abandonada por la Iglesia. Y yo le hice una pregunta que no se debe hacer nunca: «Y luego, ¿cómo acabó todo? ¿Cómo acabó la cuestión?». Pero el sacerdote me corrigió: «Ah, no, yo no pedí nada: ella sigue participando en el culto protestante, pero se ve que es una mujer que reza: que obre el Señor Jesús». Y no fue más allá, no invitó a volver a la Iglesia católica. Es esa cercanía prudente, que sabe hasta dónde se debe llegar. Pero cercanía significa también diálogo; hay que leer en la Ecclesiam suam la doctrina sobre el diálogo, que luego repitieron los demás Papas. El diálogo es muy importante, pero para dialogar son necesarias dos cosas: la propia identidad como punto de partida y la empatía con los demás. Si yo no estoy seguro de mi identidad y voy a dialogar, termino por canjear mi fe. No se puede dialogar si no es partiendo de la propia identidad; y la empatía, es decir, no condenar a priori. Cada hombre, cada mujer tiene algo propio para darnos; todo hombre, toda mujer, tiene la propia historia, la propia situación y debemos escucharla. Luego la prudencia del Espíritu Santo nos dirá cómo responder a ello. Partir de la propia identidad para dialogar, pero el diálogo no es hacer apologética, incluso si algunas veces se nos presentan preguntas que requieren una explicación. El diálogo es una cuestión humana, son los corazones, las almas los que dialogan, y esto es muy importante. No tener miedo de dialogar con nadie. Se decía de un santo, un poco bromeando —no recuerdo, creo que se trataba de san Felipe Neri, pero no estoy seguro—, que era capaz de dialogar incluso con el diablo. ¿Por qué? Porque tenía esa libertad de escuchar a todas las personas, pero partiendo de la propia identidad. Estaba muy seguro, pero estar seguro de la propia identidad no significa hacer proselitismo. El proselitismo es una trampa, que incluso Jesús en cierto sentido lo condena, en passant, cuando habla a los fariseos y a los saduceos: «Vosotros que dais la vuelta al mundo para encontrar un prosélito y luego os acordáis de aquello...». Es una trampa. El Papa Benedicto tiene una expresión muy hermosa, la dijo en Aparecida pero creo que la repitió en otros lugares: «La Iglesia crece no por proselitismo, sino por atracción». ¿Y, qué es la atracción? Es esa empatía humana que luego la guía el Espíritu Santo. Así, pues, ¿cómo será el perfil del sacerdote de este siglo tan secularizado? Un hombre de creatividad, que sigue el mandamiento de Dios —«crear las cosas»—; un hombre de trascendencia, tanto con Dios en la oración como con los demás, siempre; un hombre de cercanía que se acerca a la gente. Alejar a la gente no es sacerdotal y de esta actitud la gente, a menudo, está cansada, y, sin embargo, viene igualmente a nosotros. Pero quien acoge a la gente y es cercano a ella, dialoga con la gente, lo hace porque se siente seguro de la propia identidad, que lo impulsa a tener el corazón abierto a la empatía. Esto es lo que se me ocurre decirle a su pregunta.

Queridísimo padre: Mi pregunta se refiere al lugar donde vivimos: la diócesis, con nuestros obispos, la relación con nuestros hermanos. Y le pregunto: este momento histórico que estamos viviendo, ¿tiene expectativas en nosotros, presbíteros, es decir, de un testimonio claro, abierto, gozoso —como usted nos está invitando—, precisamente en la novedad del Espíritu Santo? Le pregunto: ¿qué podría ser propiamente, según usted, lo específico, el fundamento de una espiritualidad del sacerdote diocesano? Me parece haber leído en algún lugar que usted dice: «El sacerdote no es un contemplativo». Pero antes, no era así. Por lo tanto, ¿puede darnos un icono para tener presente con vistas al renacimiento, al crecimiento en la comunión de nuestra diócesis? Y, sobre todo, a mí me interesa cómo podemos ser fieles hoy al hombre, no tanto a Dios.

¡Bien! Usted ha dicho «la novedad del Espíritu Santo». Es verdad. Pero Dios es el Dios de las sorpresas, siempre nos sorprende, siempre, siempre. Leemos el Evangelio y encontramos una sorpresa tras otra. Jesús nos sorprende porque llega antes que nosotros: nos espera antes, nos ama antes, cuando nosotros lo buscamos, Él ya nos está buscando. Como dice el profeta Isaías o Jeremías, no recuerdo bien: Dios es como la flor del almendro, que florece antes de la primavera. Es el primero, siempre el primero, siempre nos espera. Y esta es la sorpresa. Muchas veces buscamos a Dios acá y Él nos está esperando allá. Y ahora vamos a la espiritualidad del clero diocesano. Sacerdote contemplativo, pero no como uno que está en la cartuja, no me refería a esa contemplación. El sacerdote debe tener contemplación, capacidad de contemplación tanto de Dios como de los hombres. Es un hombre que mira, que llena sus ojos y su corazón con esta contemplación: con el Evangelio ante Dios, y con los problemas humanos ante los hombres. En este sentido debe ser contemplativo. No hay que confundirse: el monje es otra cosa. Pero, ¿dónde está el centro de la espiritualidad del sacerdote diocesano? Diría que en la «diocesanidad». Es tener la capacidad de abrirse a la diocesanidad. La espiritualidad de un religioso, por ejemplo, es la capacidad de abrirse a Dios y a los demás en la comunidad: tanto la más pequeña como la más grande de las congregaciones. En cambio, la espiritualidad del sacerdote diocesano es abrirse a la diocesanidad. Y vosotros, religiosos, que trabajáis en la parroquia, debéis hacer las dos cosas. Por eso el dicasterio de los obispos y el dicasterio de la vida consagrada están trabajando en una nueva versión de la Mutuae relationes, para que el religioso pertenezca a ambas. Pero volvamos a la diocesanidad: ¿qué significa? Significa tener una relación con el obispo y una relación con los demás sacerdotes. La relación con el obispo es importante, necesaria. Un sacerdote diocesano no puede estar separado del obispo. «Pero es que el obispo no me quiere, el obispo esto, el obispo lo otro…». Quizá el obispo sea un hombre con mal carácter, pero es tu obispo. Y debes encontrar también en esa actitud no positiva un camino para mantener la relación con él. De todos modos, esta es una excepción. Soy sacerdote diocesano porque tengo una relación con el obispo, una relación necesaria. Es muy significativo que en el rito de ordenación se haga voto de obediencia al obispo. «Yo prometo obediencia a ti y a tus sucesores». Diocesanidad significa una relación con el obispo, que se debe realizar y hacer crecer continuamente. En la mayoría de los casos no es un problema catastrófico, sino una realidad normal. En segundo lugar, la diocesanidad comporta una relación con los demás sacerdotes, con todo el presbiterio. No hay espiritualidad del sacerdote diocesano sin estas dos relaciones: con el obispo y con el presbiterio. Y son necesarias. «Yo me llevo bien con el obispo, pero a las reuniones del clero no voy porque se dicen estupideces». Con esa actitud te falta algo: no tienes la verdadera espiritualidad del sacerdote diocesano. Esto es todo: es sencillo, pero al mismo tiempo no es fácil. No es fácil, porque ir de acuerdo con el obispo no siempre es fácil, porque uno piensa de una manera y el otro piensa de otra, pero se puede discutir… ¡y que se discuta! ¿Y se puede hacer en voz alta? ¡Que se haga! Cuántas veces un hijo discute con su papá, pero al final son siempre padre e hijo. Sin embargo, cuando en estas dos relaciones, con el obispo y con el presbiterio, entra la diplomacia, no está el Espíritu del Señor, porque falta el espíritu de libertad. Hay que tener la valentía de decir «yo no pienso así, pienso de otra manera», y también la humildad de aceptar una corrección. Es muy importante. ¿Y cuál es el enemigo más grande de estas dos relaciones? Las habladurías. Muchas veces pienso —porque también yo tengo esta tentación de murmurar, la tenemos dentro; el diablo sabe que esta semilla le da frutos, y siembra bien—, pienso si no es consecuencia de una vida célibe vivida con esterilidad y no con fecundidad. Un hombre solo termina amargado, no es fecundo y murmura de los demás. Este es un aire que no hace bien, es precisamente lo que impide la relación evangélica, espiritual y fecunda con el obispo y con el presbiterio. Las habladurías son el enemigo más fuerte de la diocesanidad, es decir, de la espiritualidad. Pero tú eres un hombre, por lo tanto, si tienes algo contra el obispo, ve y díselo. Luego tendrá consecuencias, llevarás la cruz, pero ¡sé hombre! Si eres un hombre maduro y ves algo en tu hermano sacerdote que no te agrada o que crees que está equivocado, ve y díselo en la cara, o si ves que no acepta ser corregido, ve a decírselo al obispo o al amigo más íntimo de ese sacerdote, para que pueda ayudarle a corregirse. Pero no se lo digas a los demás: porque es ensuciarse unos a otros. Y el diablo es feliz con ese «banquete», porque así ataca precisamente el centro de la espiritualidad del clero diocesano. Para mí, las habladurías hacen mucho daño. Y no son una novedad posconciliar… San Pablo ya debió afrontarlas. ¿Recordáis la frase: «Yo soy de Pablo, yo soy de Apolo…»? Las habladurías son una realidad ya presente en el inicio de la Iglesia, porque el demonio no quiere que la Iglesia sea una madre fecunda, unida, gozosa. ¿Cuál es, en cambio, el signo de que estas dos relaciones, entre el sacerdote y el obispo y entre el sacerdote y los demás sacerdotes están bien? Es la alegría. Así como la amargura es el signo de que no hay una verdadera espiritualidad diocesana, porque falta una hermosa relación con el obispo o con el presbiterio, la alegría es el signo de que las cosas funcionan bien. Uno puede discutir, puede enfadarse, pero la alegría está por encima de todo, y es importante que permanezca siempre en estas dos relaciones que son esenciales para la espiritualidad del sacerdote diocesano.

Quiero volver a otro signo, el signo de la amargura. Una vez me decía un sacerdote, en Roma: «Veo que muchas veces somos una Iglesia de enfadados, siempre enfadados unos con otros; tenemos siempre algo por lo cual enfadarnos». Esto lleva a la tristeza y a la amargura: no hay alegría. Cuando encontramos en una diócesis a un sacerdote que vive tan enfadado y con esa tensión, pensamos: este hombre, a la mañana, en el desayuno toma vinagre; después, en el almuerzo, verduras en vinagre; y, por último, a la noche, un buen jugo de limón. Así su vida no va bien, porque es la imagen de una Iglesia de enfadados. Al contrario, la alegría es el signo de que funciona bien. Uno puede enfadarse: incluso es sano enfadarse alguna vez. Pero el estado de enfado no es del Señor y lleva a la tristeza y a la desunión. Y al final, usted ha dicho: «la fidelidad a Dios y al hombre». Es lo mismo que hemos dicho antes. Es la doble fidelidad y la doble trascendencia: ser fieles a Dios es buscarlo, abrirse a Él en la oración, recordando que Él es fiel, que no puede renegar de sí mismo, es siempre fiel. Y también abrirse al hombre; es la empatía, el respeto, escucharlo, y decir la palabra justa con paciencia.

Debemos detenernos por amor con los fieles que esperan… Os doy verdaderamente las gracias y os pido que recéis por mí, porque también yo tengo las dificultades de cualquier obispo y también debo retomar cada día el camino de la conversión. La oración de unos por otros nos hará bien para seguir adelante. Gracias por vuestra paciencia.


domingo, 29 de agosto de 2021

Domingo 3 octubre 2021, XXVII Domingo del Tiempo Ordinario, Lecturas ciclo B.

TEXTOS MISA

XXVII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Monición de entrada
Año B

En cada eucaristía, el Señor, Esposo de la Iglesia, nos habla y nos hace partícipes de su pan de vida. Somos la gran familia de la Iglesia unida en alabanza a Dios. La participación en la eucaristía tiene que llevarnos, en nuestras relaciones interpersonales, a mantener actitudes de fidelidad, gratuidad, perdón y sobre todo de amor, que es regalo, donación de uno mismo sin intereses escondidos.

Acto penitencial
Todo como en el Ordinario de la Misa. Para la tercera fórmula pueden usarse las siguientes invocaciones:
Año B

- Tú, que has padecido la muerte para bien de todos: Señor, ten piedad.
R. Señor, ten piedad.
- Tú, perfeccionado y consagrado con sufrimientos para salvarnos: Cristo, ten piedad.
R. Cristo, ten piedad.
- Tú, coronado de gloria y honor por tu Pasión y muerte: Señor, ten piedad.
R. Señor, ten piedad.
En lugar del acto penitencial, se puede celebrar el rito de la bendición y de la aspersión del agua bendita.

LITURGIA DE LA PALABRA
Lecturas del XXVII Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo B (Lec. I B).

PRIMERA LECTURA Gén 2, 18-24
Y serán los dos una sola carne

Lectura del libro del Génesis.

El Señor Dios se dijo:
«No es bueno que el hombre esté solo; voy a hacerle a alguien como él, que le ayude».
Entonces el Señor Dios modeló de la tierra todas las bestias del campo y todos los pájaros del cielo, y se los presentó a Adán, para ver qué nombre les ponía. Y cada ser vivo llevaría el nombre que Adán le pusiera.
Así Adán puso nombre a todos los ganados, a los pájaros del cielo y a las bestias del campo; pero no encontró ninguno como él, que le ayudase.
Entonces el Señor Dios hizo caer un letargo sobre Adán, que se durmió; le sacó una costilla, y le cerró el sitio con carne.
Y el Señor Dios formó, de la costilla que había sacado de Adán, una mujer, y se la presentó a Adán.
Adán dijo:
«Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Su nombre será “mujer», porque ha salido del varón».
Por eso abandonará el varón a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne.

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Salmo responsorial Sal 127, 1bc-2.3. 4-5. 6 (R.: cf. 5)
R.
Que el Señor nos bendiga todos los días de nuestra vida.
Benedícat nobis Dóminus ómnibus diébus vitæ nostræ.

V. Dichoso el que teme al Señor
y sigue sus caminos.
Comerás del fruto de tu trabajo,
serás dichoso, te irá bien.
R. Que el Señor nos bendiga todos los días de nuestra vida.
Benedícat nobis Dóminus ómnibus diébus vitæ nostræ.

V. Tu mujer, como parra fecunda,
en medio de tu casa;
tus hijos, como renuevos de olivo,
alrededor de tu mesa.
R. Que el Señor nos bendiga todos los días de nuestra vida.
Benedícat nobis Dóminus ómnibus diébus vitæ nostræ.

V. Esta es la bendición del hombre
que teme al Señor.
Que el Señor te bendiga desde Sión,
que veas la prosperidad de Jerusalén
todos los días de tu vida.
R. Que el Señor nos bendiga todos los días de nuestra vida.
Benedícat nobis Dóminus ómnibus diébus vitæ nostræ.

V. Que veas a los hijos de tus hijos.
¡Paz a Israel!
R. Que el Señor nos bendiga todos los días de nuestra vida.
Benedícat nobis Dóminus ómnibus diébus vitæ nostræ.

SEGUNDA LECTURA Heb 2, 9-11
El santificador y los santificados proceden todos del mismo

Lectura de la carta a los Hebreos.

Hermanos:
Al que Dios había hecho un poco inferior a los ángeles, a Jesús, lo vemos ahora coronado de gloria y honor por su pasión y muerte. Pues, por la gracia de Dios, gustó la muerte por todos.
Convenía que aquel, para quien y por quien existe todo, llevara muchos hijos a la gloria perfeccionando mediante el sufrimiento al jefe que iba a guiarlos a la salvación.
El santificador y los santificados proceden todos del mismo. Por eso no se avergüenza de llamarlos hermanos.

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Aleluya 1Jn 4, 12
R.
Aleluya, aleluya, aleluya.
V. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros, y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud. R.
Si diligámus ínvicem, Deus in nobis manet, et cáritas eius in nobis perfécta est.

EVANGELIO (forma larga) Mc 10, 2-16
Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre
Lectura del santo Evangelio según san Marcos.
R. Gloria a ti, Señor.

En aquel tiempo, acercándose unos fariseos, preguntaban a Jesús para ponerlo a prueba:
«¿Le es lícito al hombre repudiar a su mujer?».
Él les replicó:
«¿Qué os ha mandado Moisés?».
Contestaron:
«Moisés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla».
Jesús les dijo:
«Por la dureza de vuestro corazón dejó escrito Moisés este precepto. Pero al principio de la creación Dios los creó hombre y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre».
En casa, los discípulos volvieron a preguntarle sobre lo mismo.
Él les dijo:
«Si uno repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio».
Acercaban a Jesús niños para que los tocara, pero los discípulos los regañaban.
Al verlo, Jesús se enfadó y les dijo:
«Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis, pues de los que son como ellos es el reino de Dios. En verdad os digo que quien no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él».
Y tomándolos en brazos los bendecía imponiéndoles las manos.

Palabra del Señor.
R. Gloria a ti, Señor Jesús.

EVANGELIO (forma breve) Mc 10, 2-12
Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre
Lectura del santo Evangelio según san Marcos.
R. Gloria a ti, Señor.

En aquel tiempo, acercándose unos fariseos, preguntaban a Jesús para ponerlo a prueba:
«¿Le es lícito al hombre repudiar a su mujer?».
Él les replicó:
«¿Qué os ha mandado Moisés?».
Contestaron:
«Moisés permitió escribir el acta de divorcio y repudiarla».
Jesús les dijo:
«Por la dureza de vuestro corazón dejó escrito Moisés este precepto. Pero al principio de la creación Dios los creó hombre y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Pues lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre».
En casa, los discípulos volvieron a preguntarle sobre lo mismo.
Él les dijo:
«Si uno repudia a su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera. Y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio».

Palabra del Señor.
R. Gloria a ti, Señor Jesús.

Papa Francisco
ÁNGELUS. Domingo, 7 de octubre de 2018.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este domingo (cf. Mc 10, 2-16) nos ofrece la palabra de Jesús sobre el matrimonio. El relato se abre con la provocación de los fariseos que preguntan a Jesús si es lícito para un marido repudiar a la propia mujer, así como preveía la ley de Moisés (cf. Mc 10, 2-4). Jesús, ante todo, con la sabiduría y la autoridad que le vienen del Padre, redimensiona la prescripción mosaica diciendo: «Teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón escribió para vosotros este precepto» (Mc 10, 5). Se trata de una concesión que sirve para poner un parche en las grietas producidas por nuestro egoísmo, pero no se corresponde con la intención originaria del Creador.
Y Jesús retoma el Libro del Génesis: «Pero desde el comienzo de la creación, Él los hizo varón y hembra. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y los dos se harán una sola carne» (Mc 10, 6-7). Y concluye: «Lo que Dios unió, no lo separe el hombre» (Mc 10, 9).
En el proyecto originario del Creador, no es el hombre el que se casa con una mujer, y si las cosas no funcionan, la repudia. No. Se trata, en cambio, de un hombre y una mujer llamados a reconocerse, a completarse, a ayudarse mutuamente en el matrimonio
Esta enseñanza de Jesús es muy clara y defiende la dignidad del matrimonio como una unión de amor que implica fidelidad. Lo que permite a los esposos permanecer unidos en el matrimonio es un amor de donación recíproca sostenido por la gracia de Cristo.
Si en vez de eso, en los cónyuges prevalece el interés individual, la propia satisfacción, entonces su unión no podrá resistir. Y es la misma página evangélica la que nos recuerda, con gran realismo, que el hombre y la mujer, llamados a vivir la experiencia de la relación y del amor, pueden dolorosamente realizar gestos que la pongan en crisis. Jesús no admite todo lo que puede llevar al naufragio de la relación. Lo hace para confirmar el designio de Dios, en el que destacan la fuerza y la belleza de la relación humana. La Iglesia, por una parte no se cansa de confirmar la belleza de la familia como nos ha sido entregada por la Escritura y la Tradición, pero al mismo tiempo se esfuerza por hacer sentir concretamente su cercanía materna a cuantos viven la experiencia de relaciones rotas o que siguen adelante de manera sufrida y fatigosa.
El modo de actuar de Dios mismo con su pueblo infiel –es decir, con nosotros– nos enseña que el amor herido puede ser sanado por Dios a través de la misericordia y el perdón. Por eso a la Iglesia, en estas situaciones, no se le pide inmediatamente y solo la condena. Al contrario, ante tantos dolorosos fracasos conyugales, esta se siente llamada a vivir su presencia de amor, de caridad y de misericordia para reconducir a Dios los corazones heridos y extraviados.
Invoquemos a la Virgen María para que ayude a los cónyuges a vivir y renovar siempre su unión a partir del don originario de Dios.
Sínodo de la familia 2015. Apertura
XXVII Domingo del Tiempo Ordinario, 4 de octubre de 2015.
Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros su amor ha llegado en nosotros a su plenitud (1Jn 4, 12).
Las lecturas bíblicas de este domingo parecen elegidas a propósito para el acontecimiento de gracia que la Iglesia está viviendo, es decir, la Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos sobre el tema de la familia que se inaugura con esta celebración eucarística.
Dichas lecturas se centran en tres aspectos: el drama de la soledad, el amor entre el hombre y la mujer, y la familia.
La soledad
Adán, como leemos en la primera lectura, vivía en el Paraíso, ponía los nombres a las demás creaturas, ejerciendo un dominio que demuestra su indiscutible e incomparable superioridad, pero aun así se sentía solo, porque no encontraba ninguno como él que lo ayudase (Gn 2, 20) y experimentaba la soledad.
La soledad, el drama que aún aflige a muchos hombres y mujeres. Pienso en los ancianos abandonados incluso por sus seres queridos y sus propios hijos; en los viudos y viudas; en tantos hombres y mujeres dejados por su propia esposa y por su propio marido; en tantas personas que de hecho se sienten solas, no comprendidas y no escuchadas; en los emigrantes y los refugiados que huyen de la guerra y la persecución; y en tantos jóvenes víctimas de la cultura del consumo, del usar y tirar, y de la cultura del descarte.
Hoy se vive la paradoja de un mundo globalizado en el que vemos tantas casas de lujo y edificios de gran altura, pero cada vez menos calor de hogar y de familia; muchos proyectos ambiciosos, pero poco tiempo para vivir lo que se ha logrado; tantos medios sofisticados de diversión, pero cada vez más un profundo vacío en el corazón; muchos placeres, pero poco amor; tanta libertad, pero poca autonomía? Son cada vez más las personas que se sienten solas, y las que se encierran en el egoísmo, en la melancolía, en la violencia destructiva y en la esclavitud del placer y del dios dinero.
Hoy vivimos en cierto sentido la misma experiencia de Adán: tanto poder acompañado de tanta soledad y vulnerabilidad; y la familia es su imagen. Cada vez menos seriedad en llevar adelante una relación sólida y fecunda de amor: en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, en la buena y en la mala suerte. El amor duradero, fiel, recto, estable, fértil es cada vez más objeto de burla y considerado como algo anticuado. Parecería que las sociedades más avanzadas son precisamente las que tienen el porcentaje más bajo de tasa de natalidad y el mayor promedio de abortos, de divorcios, de suicidios y de contaminación ambiental y social.
El amor entre el hombre y la mujer
Leemos en la primera lectura que el corazón de Dios se entristeció al ver la soledad de Adán y dijo: No está bien que el hombre esté solo; voy a hacerle alguien como él que le ayude (Gn 2, 18). Estas palabras muestran que nada hace más feliz al hombre que un corazón que se asemeje a él, que le corresponda, que lo ame y que acabe con la soledad y el sentirse solo. Muestran también que Dios no ha creado al ser humano para vivir en la tristeza o para estar solo, sino para la felicidad, para compartir su camino con otra persona que le sea complementaria; para vivir la extraordinaria experiencia del amor: es decir de amar y ser amado; y para ver su amor fecundo en los hijos, como dice el salmo que se ha proclamado hoy (cf. Sal 128).
Este es el sueño de Dios para su criatura predilecta: verla realizada en la unión de amor entre hombre y mujer; feliz en el camino común, fecunda en la donación recíproca. Es el mismo designio que Jesús resume en el Evangelio de hoy con estas palabras: Al principio de la creación Dios los creó hombre y mujer. Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne (Mc 10, 6-8; cf. Gn 1, 27; Gn 2, 24).
Jesús, ante la pregunta retórica que le habían dirigido ? probablemente como una trampa, para hacerlo quedar mal ante la multitud que lo seguía y que practicaba el divorcio, como realidad consolidada e intangible-, responde de forma sencilla e inesperada: restituye todo al origen, al origen de la creación, para enseñarnos que Dios bendice el amor humano, es él el que une los corazones de un hombre y una mujer que se aman y los une en la unidad y en la indisolubilidad. Esto significa que el objetivo de la vida conyugal no es sólo vivir juntos, sino también amarse para siempre. Jesús restablece así el orden original y originante.
La familia
Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre (Mc 10, 9). Es una exhortación a los creyentes a superar toda forma de individualismo y de legalismo, que esconde un mezquino egoísmo y el miedo de aceptar el significado auténtico de la pareja y de la sexualidad humana en el plan de Dios.
De hecho, sólo a la luz de la locura de la gratuidad del amor pascual de Jesús será comprensible la locura de la gratuidad de un amor conyugal único y usque ad mortem.
Para Dios, el matrimonio no es una utopía de adolescente, sino un sueño sin el cual su creatura estará destinada a la soledad. En efecto el miedo de unirse a este proyecto paraliza el corazón humano.
Paradójicamente también el hombre de hoy ?que con frecuencia ridiculiza este plan? permanece atraído y fascinado por todo amor auténtico, por todo amor sólido, por todo amor fecundo, por todo amor fiel y perpetuo. Lo vemos ir tras los amores temporales, pero sueña el amor autentico; corre tras los placeres de la carne, pero desea la entrega total.
En efecto ahora que hemos probado plenamente las promesas de la libertad ilimitada, empezamos a entender de nuevo la expresión "la tristeza de este mundo?. Los placeres prohibidos perdieron su atractivo cuando han dejado de ser prohibidos. Aunque tiendan a lo extremo y se renueven al infinito, resultan insípidos porque son cosas finitas, y nosotros, en cambio, tenemos sed de infinito (Joseph Ratzinger, Auf Christus schauen. Einübung in Glaube, Hoffnung, Liebe, Freiburg 1989, p. 73).
En este contexto social y matrimonial bastante difícil, la Iglesia está llamada a vivir su misión en la fidelidad, en la verdad y en la caridad.
Vive su misión en la fidelidad a su Maestro como voz que grita en el desierto, para defender el amor fiel y animar a las numerosas familias que viven su matrimonio como un espacio en el cual se manifiestan el amor divino; para defender la sacralidad de la vida, de toda vida; para defender la unidad y la indisolubilidad del vínculo conyugal como signo de la gracia de Dios y de la capacidad del hombre de amar en serio.
Vivir su misión en la verdad que no cambia según las modas pasajeras o las opiniones dominantes. La verdad que protege al hombre y a la humanidad de las tentaciones de autoreferencialidad y de transformar el amor fecundo en egoísmo estéril, la unión fiel en vínculo temporal. Sin verdad, la caridad cae en mero sentimentalismo. El amor se convierte en un envoltorio vacío que se rellena arbitrariamente. Éste es el riesgo fatal del amor en una cultura sin verdad (Benedicto XVI, Enc. Caritas in veritate, 3).
Y la Iglesia está llamada a vivir su misión en la caridad que no señala con el dedo para juzgar a los demás, sino que fiel a su naturaleza como madre se siente en el deber de buscar y curar a las parejas heridas con el aceite de la acogida y de la misericordia; de ser hospital de campo, con las puertas abiertas para acoger a quien llama pidiendo ayuda y apoyo; aún más, de salir del propio recinto hacia los demás con amor verdadero, para caminar con la humanidad herida, para incluirla y conducirla a la fuente de salvación.
Una Iglesia que enseña y defiende los valores fundamentales, sin olvidar que el sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado (Mc 2, 27); y que Jesús también dijo: No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar justos, sino pecadores (Mc 2, 17). Una Iglesia que educa al amor auténtico, capaz de alejar de la soledad, sin olvidar su misión de buen samaritano de la humanidad herida.
Recuerdo a san Juan Pablo II cuando decía: El error y el mal deben ser condenados y combatidos constantemente; pero el hombre que cae o se equivoca debe ser comprendido y amado. Nosotros debemos amar nuestro tiempo y ayudar al hombre de nuestro tiempo. (Discurso a la Acción Católica italiana, 30 diciembre 1978, 2 c: L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 21 enero 1979, p. 9). Y la Iglesia debe buscarlo, acogerlo y acompañarlo, porque una Iglesia con las puertas cerradas se traiciona a sí misma y a su misión, y en vez de ser puente se convierte en barrera: El santificador y los santificados proceden todos del mismo. Por eso no se avergüenza de llamarlos hermanos (Hb 2, 11).
Con este espíritu, le pedimos al Señor que nos acompañe en el Sínodo y que guíe a su Iglesia a través de la intercesión de la Santísima Virgen María y de San José, su castísimo esposo.

Papa Benedicto XVI
Homilía. Domingo 7 de octubre de 2012
Venerables hermanos, queridos hermanos y hermanas:
(...) Las lecturas bíblicas de la Liturgia de la Palabra de este domingo nos ofrecen dos puntos principales de reflexión: el primero sobre el matrimonio, que retomaré más adelante; el segundo sobre Jesucristo, que abordo a continuación. No tenemos el tiempo para comentar el pasaje de la carta a los Hebreos, pero debemos, al comienzo de esta Asamblea sinodal, acoger la invitación a fijar los ojos en el Señor Jesús, "coronado de gloria y honor por su pasión y muerte" (Hb 2, 9). La Palabra de Dios nos pone ante el crucificado glorioso, de modo que toda nuestra vida, y en concreto la tarea de esta asamblea sinodal, se lleve a cabo en su presencia y a la luz de su misterio. La evangelización, en todo tiempo y lugar, tiene siempre como punto central y último a Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios (cf. Mc 1, 1); y el crucifijo es por excelencia el signo distintivo de quien anuncia el Evangelio: signo de amor y de paz, llamada a la conversión y a la reconciliación. Que nosotros venerados hermanos seamos los primeros en tener la mirada del corazón puesta en él, dejándonos purificar por su gracia.
(...) El tema del matrimonio, que nos propone el Evangelio y la primera lectura, merece en este sentido una atención especial. El mensaje de la Palabra de Dios se puede resumir en la expresión que se encuentra en el libro del Génesis y que el mismo Jesús retoma: "Por eso abandonará el varón a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán una sola carne" (Gn 1, 24, Mc 10, 7-8). ¿Qué nos dice hoy esta palabra? Pienso que nos invita a ser más conscientes de una realidad ya conocida pero tal vez no del todo valorizada: que el matrimonio constituye en sí mismo un evangelio, una Buena Noticia para el mundo actual, en particular para el mundo secularizado. La unión del hombre y la mujer, su ser "una sola carne" en la caridad, en el amor fecundo e indisoluble, es un signo que habla de Dios con fuerza, con una elocuencia que en nuestros días llega a ser mayor, porque, lamentablemente y por varias causas, el matrimonio, precisamente en las regiones de antigua evangelización, atraviesa una profunda crisis. Y no es casual. El matrimonio está unido a la fe, no en un sentido genérico. El matrimonio, como unión de amor fiel e indisoluble, se funda en la gracia que viene de Dios Uno y Trino, que en Cristo nos ha amado con un amor fiel hasta la cruz. Hoy podemos percibir toda la verdad de esta afirmación, contrastándola con la dolorosa realidad de tantos matrimonios que desgraciadamente terminan mal. Hay una evidente correspondencia entre la crisis de la fe y la crisis del matrimonio. Y, como la Iglesia afirma y testimonia desde hace tiempo, el matrimonio está llamado a ser no sólo objeto, sino sujeto de la nueva evangelización. Esto se realiza ya en muchas experiencias, vinculadas a comunidades y movimientos, pero se está realizando cada vez más también en el tejido de las diócesis y de las parroquias, como ha demostrado el reciente Encuentro Mundial de las Familias.
Una de las ideas clave del renovado impulso que el Concilio Vaticano II ha dado a la evangelización es la de la llamada universal a la santidad, que como tal concierne a todos los cristianos (cf. Const. Lumen gentium, 39-42). Los santos son los verdaderos protagonistas de la evangelización en todas sus expresiones. Ellos son, también de forma particular, los pioneros y los que impulsan la nueva evangelización: con su intercesión y el ejemplo de sus vidas, abierta a la fantasía del Espíritu Santo, muestran la belleza del Evangelio y de la comunión con Cristo a las personas indiferentes o incluso hostiles, e invitan a los creyentes tibios, por decirlo así, a que con alegría vivan de fe, esperanza y caridad, a que descubran el "gusto" por la Palabra de Dios y los sacramentos, en particular por el pan de vida, la eucaristía. Santos y santas florecen entre los generosos misioneros que anuncian la buena noticia a los no cristianos, tradicionalmente en los países de misión y actualmente en todos los lugares donde viven personas no cristianas. La santidad no conoce barreras culturales, sociales, políticas, religiosas. Su lenguaje - el del amor y la verdad - es comprensible a todos los hombres de buena voluntad y los acerca a Jesucristo, fuente inagotable de vida nueva.
(...) La mirada sobre el ideal de la vida cristiana, expresado en la llamada a la santidad, nos impulsa a mirar con humildad la fragilidad de tantos cristianos, más aun, su pecado, personal y comunitario, que representa un gran obstáculo para la evangelización, y a reconocer la fuerza de Dios que, en la fe, viene al encuentro de la debilidad humana. Por tanto, no se puede hablar de la nueva evangelización sin una disposición sincera de conversión. Dejarse reconciliar con Dios y con el prójimo (cf. 2Co 5, 20) es la vía maestra de la nueva evangelización. Únicamente purificados, los cristianos podrán encontrar el legítimo orgullo de su dignidad de hijos de Dios, creados a su imagen y redimidos con la sangre preciosa de Jesucristo, y experimentar su alegría para compartirla con todos, con los de cerca y los de lejos.
Queridos hermanos y hermanas, encomendemos a Dios los trabajos de la Asamblea sinodal con el sentimiento vivo de la comunión de los santos, invocando la particular intercesión de los grandes evangelizadores, entre los cuales queremos contar con gran afecto al beato Papa Juan Pablo II, cuyo largo pontificado ha sido también ejemplo de nueva evangelización. Nos ponemos bajo la protección de la bienaventurada Virgen María, Estrella de la nueva evangelización. Con ella invocamos una especial efusión del Espíritu Santo, que ilumine desde lo alto la Asamblea sinodal y la haga fructífera para el camino de la Iglesia hoy, en nuestro tiempo. Amen.
II ASAMBLEA PARA ÁFRICA DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS
Basílica de San Pedro, 4 de octubre de 2009
Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
ilustres señores y señoras;
queridos hermanos y hermanas:
Pax vobis! - ¡Paz a vosotros! Con este saludo litúrgico me dirijo a todos vosotros, reunidos en la basílica vaticana, donde hace quince años, el 10 de abril de 1994, el siervo de Dios Juan Pablo II abrió la primera Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos. El hecho de que hoy nos encontremos aquí para inaugurar la segunda significa que aquel fue un acontecimiento ciertamente histórico, pero no aislado. Fue el punto de llegada de un camino, que a continuación prosiguió, y que ahora llega a una nueva y significativa etapa de verificación y de relanzamiento. Alabemos al Señor por ello.
Doy mi más cordial bienvenida a los miembros de la Asamblea sinodal, que concelebran conmigo esta santa Eucaristía, a los expertos y a los oyentes, en particular a cuantos provienen de la tierra africana. Saludo con especial reconocimiento al secretario general del Sínodo y a sus colaboradores. Me alegra mucho la presencia entre nosotros de Su Santidad Abuna Paulos, patriarca de la Iglesia ortodoxa Tewahedo de Etiopía, a quien doy las gracias cordialmente, y de los delegados fraternos de las demás Iglesias y de las comunidades eclesiales. Me complace también acoger a las autoridades civiles y a los señores embajadores que han querido participar en este momento; saludo con afecto a los sacerdotes, a las religiosas y los religiosos, a los representantes de organismos, movimientos y asociaciones, y al coro congolés que, junto con la Capilla Sixtina, anima nuestra celebración eucarística.
Las lecturas bíblicas de este domingo hablan del matrimonio. Pero, más estrictamente, hablan del proyecto de la creación, del origen y, por lo tanto, de Dios. En este plano converge también la segunda lectura, tomada de la Carta a los Hebreos, donde dice: "Tanto el santificador –es decir, Jesucristo– como los santificados –es decir, los hombres– tienen todos el mismo origen. Por eso no se avergüenza de llamarles hermanos" (Hb 2, 11). Así pues, del conjunto de las lecturas destaca de manera evidente el primado de Dios Creador, con la perenne validez de su impronta originaria y la precedencia absoluta de su señorío, ese señorío que los niños saben acoger mejor que los adultos, por lo que Jesús los indica como modelo para entrar en el reino de los cielos (cf. Mc 10, 13-15). Ahora bien, el reconocimiento del señorío absoluto de Dios es ciertamente uno de los rasgos relevantes y unificadores de la cultura africana. Naturalmente en África existen múltiples y diversas culturas, pero todas parecen concordar en este punto: Dios es el Creador y la fuente de la vida. Pero la vida, como sabemos bien, se manifiesta primariamente en la unión entre el hombre y la mujer y en el nacimiento de los hijos; por tanto, la ley divina, inscrita en la naturaleza, es más fuerte y preeminente que cualquier ley humana, según la afirmación clara y concisa de Jesús: "Lo que Dios unió, que no lo separe el hombre" (Mc 10, 9). La perspectiva no es ante todo moral: antes que al deber, se refiere al ser, al orden inscrito en la creación.
Queridos hermanos y hermanas, en este sentido la liturgia de la Palabra de hoy –más allá de la primera impresión– se revela especialmente adecuada para acompañar la apertura de una Asamblea sinodal dedicada a África. Quiero subrayar en particular algunos aspectos que emergen con fuerza y que interpelan el trabajo que nos espera. El primero, ya mencionado: el primado de Dios, Creador y Señor. El segundo: el matrimonio. El tercero: los niños. Sobre el primer aspecto, África es depositaria de un tesoro inestimable para el mundo entero: su profundo sentido de Dios, que he podido percibir directamente en los encuentros con los obispos africanos en visita ad limina y más todavía en el reciente viaje apostólico a Camerún y Angola, del que conservo un grato y emocionante recuerdo. Es precisamente a esta peregrinación en tierra africana a la que desearía remitirme, porque en aquellos días abrí idealmente esta Asamblea sinodal, entregando el Instrumentum laboris a los presidentes de las Conferencias episcopales y a los máximos responsables de los Sínodos de los obispos de las Iglesias orientales católicas.
Cuando se habla de tesoros de África, enseguida se piensa en los recursos en los que su territorio es rico y que desgraciadamente se han convertido y a veces siguen siendo motivo de explotación, de conflictos y de corrupción. En cambio la Palabra de Dios nos hace contemplar otro patrimonio: el espiritual y cultural, que la humanidad necesita más todavía que las materias primas. "Pues –diría Jesús –¿de qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida?" (Mc 8, 36). Desde este punto de vista, África representa un inmenso "pulmón" espiritual para una humanidad que se halla en crisis de fe y esperanza. Pero este "pulmón" puede enfermar. Y por el momento al menos dos peligrosas patologías están haciendo mella en él: ante todo, una enfermedad ya extendida en el mundo occidental, es decir, el materialismo práctico, combinado con el pensamiento relativista y nihilista. Sin entrar en el análisis de la génesis de estos males del espíritu, es indiscutible que a veces el llamado "primer" mundo ha exportado, y sigue exportando, residuos espirituales tóxicos que contagian a las poblaciones de otros continentes, en especial las africanas. En este sentido el colonialismo, ya concluido en el plano político, jamás ha acabado del todo. Pero precisamente en esta misma perspectiva hay que señalar un segundo "virus" que podría afectar también a África, o sea, el fundamentalismo religioso, mezclado con intereses políticos y económicos. Grupos que se remiten a diferentes pertenencias religiosas se están difundiendo en el continente africano; lo hacen en nombre de Dios, pero según una lógica opuesta a la divina, es decir, enseñando y practicando no el amor y el respeto a la libertad, sino la intolerancia y la violencia.
En cuanto al tema del matrimonio, el texto del capítulo 2 del Libro del Génesis ha recordado el perenne fundamento, que Jesús mismo ha confirmado: "Por ello dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne" (Gn 2, 24). ¿Cómo no recordar el admirable ciclo de catequesis que el siervo de Dios Juan Pablo II dedicó a este tema, a partir de una exégesis muy profunda de este texto bíblico? Hoy, proponiéndonoslo precisamente en la apertura del Sínodo, la liturgia nos ofrece la luz sobreabundante de la verdad revelada y encarnada de Cristo, con la cual se puede considerar la compleja temática del matrimonio en el contexto africano eclesial y social. Pero también con respecto a este punto deseo recordar brevemente una idea que precede a toda reflexión e indicación de tipo moral, y que enlaza de nuevo con el primado del sentido de lo sagrado y de Dios. El matrimonio, como la Biblia lo presenta, no existe fuera de la relación con Dios. La vida conyugal entre el hombre y la mujer, y por lo tanto de la familia que de ella se genera, está inscrita en la comunión con Dios y, a la luz del Nuevo Testamento, se transforma en imagen del Amor trinitario y sacramento de la unión de Cristo con la Iglesia. En la medida en que custodia y desarrolla su fe, África hallará inmensos recursos para dar en beneficio de la familia fundada en el matrimonio.
Incluyendo en el pasaje evangélico también el texto sobre Jesús y los niños (Mc 10, 13-15), la liturgia nos invita a tener presente desde ahora, en nuestra solicitud pastoral, la realidad de la infancia, que constituye una parte grande y por desgracia doliente de la población africana. En la escena de Jesús que acoge a los niños, oponiéndose con desdén a los discípulos mismos que querían alejarlos, vemos la imagen de la Iglesia que en África, y en cualquier otra parte de la tierra, manifiesta su maternidad sobre todo hacia los más pequeños, también cuando no han nacido aún. Como el Señor Jesús, la Iglesia no ve en ellos principalmente destinatarios de asistencia, y todavía menos de pietismo o de instrumentalización, sino a personas de pleno derecho, cuyo modo de ser indica el camino real para entrar en el reino de Dios, es decir, el de abandonarse sin condiciones a su amor.
Queridos hermanos, estas indicaciones provenientes de la Palabra de Dios se insertan en el amplio horizonte de la Asamblea sinodal que hoy comienza, y que se enlaza con la dedicada anteriormente al continente africano, cuyos frutos fueron presentados por el Papa Juan Pablo II, de venerada memoria, en la exhortación apostólica Ecclesia in Africa. Sigue siendo naturalmente válida y actual la tarea primaria de la evangelización, es más, de una nueva evangelización que tenga en cuenta los rápidos cambios sociales de nuestra época y el fenómeno de la globalización mundial. Lo mismo se debe decir de la decisión pastoral de edificar la Iglesia como familia de Dios (cf. ib., 63). En esta gran estela se sitúa la segunda Asamblea, cuyo tema es: "La Iglesia en África al servicio de la reconciliación, de la justicia y de la paz. "Vosotros sois la sal de la tierra... Vosotros sois la luz del mundo" (Mt 5, 13.14)". En los últimos años la Iglesia católica en África ha conocido un gran dinamismo, y la Asamblea sinodal es ocasión para dar gracias al Señor por ello. Y puesto que el crecimiento de la comunidad eclesial en todos los campos implica también desafíos ad intra y ad extra, el Sínodo es un momento propicio para replantearse la actividad pastoral y renovar el impulso de evangelización. Para ser luz del mundo y sal de la tierra hay que aspirar siempre a la "medida elevada" de la vida cristiana, es decir, a la santidad. Los pastores y todos los miembros de la comunidad eclesial están llamados a ser santos; los fieles laicos están llamados a difundir el buen olor de la santidad en la familia, en los lugares de trabajo, en la escuela y en cualquier otro ámbito social y político. Que la Iglesia en África sea siempre una familia de auténticos discípulos de Cristo, donde la diferencia entre etnias se convierta en motivo y estímulo para un recíproco enriquecimiento humano y espiritual.
Con su obra de evangelización y promoción humana, la Iglesia puede ciertamente aportar en África una gran contribución para toda la sociedad, que lamentablemente conoce en varios países pobreza, injusticias, violencias y guerras. La Iglesia, comunidad de personas reconciliadas con Dios y entre sí, tiene la vocación de ser profecía y fermento de reconciliación entre los distintos grupos étnicos, lingüísticos y también religiosos, dentro de cada una de las naciones y en todo el continente. La reconciliación, don de Dios que los hombres deben implorar y acoger, es fundamento estable para construir la paz, condición indispensable del auténtico progreso de los hombres y de la sociedad, según el proyecto de justicia querido por Dios. Así, África, abierta a la gracia redentora del Señor resucitado, será iluminada cada vez más por su luz y, dejándose guiar por el Espíritu Santo, se convertirá en una bendición para la Iglesia universal, aportando su propia y cualificada contribución a la edificación de un mundo más justo y fraterno.
Queridos padres sinodales, gracias por la aportación que cada uno de vosotros dará a los trabajos de las próximas semanas, que serán para nosotros una renovada experiencia de comunión fraterna que redundará en beneficio de toda la Iglesia, especialmente en el contexto de este Año sacerdotal. Y a vosotros, queridos hermanos y hermanas, os ruego que nos acompañéis con vuestra oración. Lo pido a los presentes; lo pido a los monasterios de clausura y a las comunidades religiosas extendidas en África y en todas las partes del mundo, a las parroquias y a los movimientos, a los enfermos y a los que sufren: pido a todos que recéis para que el Señor haga fructífera esta segunda Asamblea especial para África del Sínodo de los obispos. Invocamos sobre ella la protección de san Francisco de Asís, a quien hoy recordamos, de todos los santos y santas africanos y, de manera especial, de la santísima Virgen María, Madre de la Iglesia y Nuestra Señora de África. Amén.
ÁNGELUS. Domingo 8 de octubre de 2006
Queridos hermanos y hermanas: 
Este domingo, el evangelio nos presenta las palabras de Jesús sobre el matrimonio. A quien le preguntaba si era lícito al marido repudiar a su mujer, como preveía un precepto de la ley mosaica (cf. Dt 24, 1), responde que se trataba de una concesión hecha por Moisés por la "dureza del corazón", mientras que la verdad del matrimonio se remontaba "al principio de la creación", cuando "Dios -como está escrito en el libro del Génesis- los creó hombre y mujer. Por eso el hombre abandonará a su padre y a su madre y serán los dos una sola carne" (Mc 10, 6-7; cf. Gn 1, 27; 2, 24). Y Jesús añadió: "De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre" (Mc 10, 8-9). Este es el proyecto originario de Dios, como recordó también el concilio Vaticano II en la constitución Gaudium et spes: "La íntima comunidad de vida y amor conyugal, fundada por el Creador y provista de leyes propias, se establece con la alianza del matrimonio... El mismo Dios es el autor del matrimonio" (n. 48). 
Mi pensamiento se dirige a todos los esposos cristianos: juntamente con ellos doy gracias al Señor por el don del sacramento del matrimonio, y los exhorto a mantenerse fieles a su vocación en todas las etapas de la vida, "en las alegrías y en las tristezas, en la salud y en la enfermedad", como prometieron en el rito sacramental. Ojalá que, conscientes de la gracia recibida, los esposos cristianos construyan una familia abierta a la vida y capaz de afrontar unida los numerosos y complejos desafíos de nuestro tiempo. Hoy su testimonio es especialmente necesario. Hacen falta familias que no se dejen arrastrar por modernas corrientes culturales inspiradas en el hedonismo y en el relativismo, y que más bien estén dispuestas a cumplir con generosa entrega su misión en la Iglesia y en la sociedad. 
En la exhortación apostólica Familiaris Consortio, el siervo de Dios Juan Pablo II escribió que "el sacramento del matrimonio constituye a los cónyuges y padres cristianos en testigos de Cristo "hasta los últimos confines de la tierra", como auténticos "misioneros" del amor y de la vida" (cf. n. 54). Esta misión se ha de realizar tanto en el seno de la familia -especialmente mediante el servicio recíproco y la educación de los hijos- como fuera de ella, pues la comunidad doméstica está llamada a ser signo del amor que Dios tiene a todos. La familia cristiana sólo puede cumplir esta misión si cuenta con la ayuda de la gracia divina. Por eso es necesario orar sin cansarse jamás y perseverar en el esfuerzo diario de mantener los compromisos asumidos el día del matrimonio. Sobre todas las familias, especialmente sobre las que atraviesan dificultades, invoco la protección maternal de la Virgen y de su esposo san José. María, Reina de la familia, ruega por nosotros.

DIRECTORIO HOMILÉTICO
Ap I. La homilía y el Catecismo de la Iglesia Católica.
Ciclo B. Vigésimo séptimo domingo del Tiempo Ordinario.

La fidelidad conyugal
EL MATRIMONIO EN EL PLAN DE DIOS

1602
La Sagrada Escritura se abre con el relato de la creación del hombre y de la mujer a imagen y semejanza de Dios (Gn 1, 26-27) y se cierra con la visión de las "bodas del Cordero" (Ap 19, 7. 9). De un extremo a otro la Escritura habla del matrimonio y de su "misterio", de su institución y del sentido que Dios le dio, de su origen y de su fin, de sus realizaciones diversas a lo largo de la historia de la salvación, de sus dificultades nacidas del pecado y de su renovación "en el Señor" (1Co 7, 39) todo ello en la perspectiva de la Nueva Alianza de Cristo y de la Iglesia (cf Ef 5, 31-32).
El matrimonio en el orden de la creación
1603
"La íntima comunidad de vida y amor conyugal, fundada por el Creador y provista de leyes propias, se establece sobre la alianza del matrimonio… un vínculo sagrado… no depende del arbitrio humano. El mismo Dios es el autor del matrimonio" (GS 48, 1). La vocación al matrimonio se inscribe en la naturaleza misma del hombre y de la mujer, según salieron de la mano del Creador. El matrimonio no es una institución puramente humana a pesar de las numerosas variaciones que ha podido sufrir a lo largo de los siglos en las diferentes culturas, estructuras sociales y actitudes espirituales. Estas diversidades no deben hacer olvidar sus rasgos comunes y permanentes. A pesar de que la dignidad de esta institución no se trasluzca siempre con la misma claridad (cf GS 47, 2), existe en todas las culturas un cierto sentido de la grandeza de la unión matrimonial. "La salvación de la persona y de la sociedad humana y cristiana está estrechamente ligada a la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar" (GS 47, 1).
1604 Dios que ha creado al hombre por amor lo ha llamado también al amor, vocación fundamental e innata de todo ser humano. Porque el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios (Gn 1, 2), que es Amor (cf 1Jn 4, 8. 16). Habiéndolos creado Dios hombre y mujer, el amor mutuo entre ellos se convierte en imagen del amor absoluto e indefectible con que Dios ama al hombre. Este amor es bueno, muy bueno, a los ojos del Creador (cf Gn 1, 31). Y este amor que Dios bendice es destinado a ser fecundo y a realizarse en la obra común del cuidado de la creación. "Y los bendijo Dios y les dijo: "Sed fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra y sometedla'" (Gn 1, 28).
1605 La Sagrada Escritura afirma que el hombre y la mujer fueron creados el uno para el otro: "No es bueno que el hombre esté solo". La mujer, "carne de su carne", su igual, la criatura más semejante al hombre mismo, le es dada por Dios como una "auxilio", representando así a Dios que es nuestro "auxilio" (cf Sal 121, 2). "Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne" (cf Gn 2, 18-25). Que esto significa una unión indefectible de sus dos vidas, el Señor mismo lo muestra recordando cuál fue "en el principio", el plan del Creador: "De manera que ya no son dos sino una sola carne" (Mt 19, 6).
El matrimonio bajo la esclavitud del pecado
1606
Todo hombre, tanto en su entorno como en su propio corazón, vive la experiencia del mal. Esta experiencia se hace sentir también en las relaciones entre el hombre y la mujer. En todo tiempo, la unión del hombre y la mujer vive amenazada por la discordia, el espíritu de dominio, la infidelidad, los celos y conflictos que pueden conducir hasta el odio y la ruptura. Este desorden puede manifestarse de manera más o menos aguda, y puede ser más o menos superado, según las culturas, las épocas, los individuos, pero siempre aparece como algo de carácter universal.
1607 Según la fe, este desorden que constatamos dolorosamente, no se origina en la naturaleza del hombre y de la mujer, ni en la naturaleza de sus relaciones, sino en el pecado. El primer pecado, ruptura con Dios, tiene como consecuencia primera la ruptura de la comunión original entre el hombre y la mujer. Sus relaciones quedan distorsionadas por agravios recíprocos (cf Gn 3, 12); su atractivo mutuo, don propio del creador (cf Gn 2, 22), se cambia en relaciones de dominio y de concupiscencia (cf Gn 3, 16b); la hermosa vocación del hombre y de la mujer de ser fecundos, de multiplicarse y someter la tierra (cf Gn 1, 28) queda sometida a los dolores del parto y los esfuerzos de ganar el pan (cf Gn 3, 16-19).
1608 Sin embargo, el orden de la Creación subsiste aunque gravemente perturbado. Para sanar las heridas del pecado, el hombre y la mujer necesitan la ayuda de la gracia que Dios, en su misericordia infinita, jamás les ha negado (cf Gn 3, 21). Sin esta ayuda, el hombre y la mujer no pueden llegar a realizar la unión de sus vidas en orden a la cual Dios los creó "al comienzo".
El matrimonio bajo la pedagogía de la antigua Ley
1609
En su misericordia, Dios no abandonó al hombre pecador. Las penas que son consecuencia del pecado, "los dolores del parto" (Gn 3, 16), el trabajo "con el sudor de tu frente" (Gn 3, 19), constituyen también remedios que limitan los daños del pecado. Tras la caída, el matrimonio ayuda a vencer el repliegue sobre sí mismo, el egoísmo, la búsqueda del propio placer, y a abrirse al otro, a la ayuda mutua, al don de si.
1610 La conciencia moral relativa a la unidad e indisolubilidad del matrimonio se desarrolló bajo la pedagogía de la Ley antigua. La poligamia de los patriarcas y de los reyes no es todavía prohibida de una manera explícita. No obstante, la Ley dada por Moisés se orienta a proteger a la mujer contra un dominio arbitrario del hombre, aunque ella lleve también, según la palabra del Señor, las huellas de "la dureza del corazón" de la persona humana, razón por la cual Moisés permitió el repudio de la mujer (cf Mt 19, 8; Dt 24, 1).
1611 Contemplando la Alianza de Dios con Israel bajo la imagen de un amor conyugal exclusivo y fiel (cf Os 1-3; Is 54. 62; Jr 2-3. 31; Ez 16, 62), los profetas fueron preparando la conciencia del Pueblo elegido para una comprensión más profunda de la unidad y de la indisolubilidad del matrimonio (cf Ml 2, 13-17). Los libros de Rut y de Tobías dan testimonios conmovedores del sentido hondo del matrimonio, de la fidelidad y de la ternura de los esposos. La Tradición ha visto siempre en el Cantar de los Cantares una expresión única del amor humano, en cuanto que éste es reflejo del amor de Dios, amor "fuerte como la muerte" que "las grandes aguas no pueden anegar" (Ct 8, 6-7).
El matrimonio en el Señor
1612
La alianza nupcial entre Dios y su pueblo Israel había preparado la nueva y eterna alianza mediante la que el Hijo de Dios, encarnándose y dando su vida, se unió en cierta manera con toda la humanidad salvada por él (cf. GS 22), preparando así "las bodas del cordero" (Ap 19, 7. 9).
1613 En el umbral de su vida pública, Jesús realiza su primer signo - a petición de su Madre - con ocasión de un banquete de boda (cf Jn 2, 1-11). La Iglesia concede una gran importancia a la presencia de Jesús en las bodas de Caná. Ve en ella la confirmación de la bondad del matrimonio y el anuncio de que en adelante el matrimonio será un signo eficaz de la presencia de Cristo.
1614 En su predicación, Jesús enseñó sin ambigüedad el sentido original de la unión del hombre y la mujer, tal como el Creador la quiso al comienzo: la autorización, dada por Moisés, de repudiar a su mujer era una concesión a la dureza del corazón (cf Mt 19, 8); la unión matrimonial del hombre y la mujer es indisoluble: Dios mismo la estableció: "lo que Dios unió, que no lo separe el hombre" (Mt 19, 6).
1615 Esta insistencia, inequívoca, en la indisolubilidad del vínculo matrimonial pudo causar perplejidad y aparecer como una exigencia irrealizable (cf Mt 19, 10). Sin embargo, Jesús no impuso a los esposos una carga imposible de llevar y demasiado pesada (cf Mt 11, 29-30), más pesada que la Ley de Moisés. Viniendo para restablecer el orden inicial de la creación perturbado por el pecado, da la fuerza y la gracia para vivir el matrimonio en la dimensión nueva del Reino de Dios. Siguiendo a Cristo, renunciando a sí mismos, tomando sobre sí sus cruces (cf Mt 8, 34), los esposos podrán "comprender" (cf Mt 19, 11) el sentido original del matrimonio y vivirlo con la ayuda de Cristo. Esta gracia del Matrimonio cristiano es un fruto de la Cruz de Cristo, fuente de toda la vida cristiana.
1616 Es lo que el apóstol Pablo da a entender diciendo: "Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla" (Ef 5, 25-26), y añadiendo enseguida: "`Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne'. Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y a la Iglesia" (Ef 5, 31-32).
1617 Toda la vida cristiana está marcada por el amor esponsal de Cristo y de la Iglesia. Ya el Bautismo, entrada en el Pueblo de Dios, es un misterio nupcial. Es, por así decirlo, como el baño de bodas (cf Ef 5, 26-27) que precede al banquete de bodas, la Eucaristía. El Matrimonio cristiano viene a ser por su parte signo eficaz, sacramento de la alianza de Cristo y de la Iglesia. Puesto que es signo y comunicación de la gracia, el matrimonio entre bautizados es un verdadero sacramento de la Nueva Alianza (cf DS 1800; CIC, can. 1055, 2).
LOS BIENES Y LAS EXIGENCIAS DEL AMOR CONYUGAL
1643
"El amor conyugal comporta una totalidad en la que entran todos los elementos de la persona - reclamo del cuerpo y del instinto, fuerza del sentimiento y de la afectividad, aspiración del espíritu y de la voluntad - ; mira una unidad profundamente personal que, más allá de la unión en una sola carne, conduce a no tener más que un corazón y un alma; exige la indisolubilidad y la fidelidad de la donación recíproca definitiva; y se abre a fecundidad. En una palabra: se trata de características normales de todo amor conyugal natural, pero con un significado nuevo que no sólo las purifica y consolida, sino las eleva hasta el punto de hacer de ellas la expresión de valores propiamente cristianos" (FC, 13).
Unidad e indisolubilidad del matrimonio
1644
El amor de los esposos exige, por su misma naturaleza, la unidad y la indisolubilidad de la comunidad de personas que abarca la vida entera de los esposos: "De manera que ya no son dos sino una sola carne" (Mt 19, 6; cf Gn 2, 24). "Están llamados a crecer continuamente en su comunión a través de la fidelidad cotidiana a la promesa matrimonial de la recíproca donación total" (FC, 19). Esta comunión humana es confirmada, purificada y perfeccionada por la comunión en Jesucristo dada mediante el sacramento del matrimonio. Se profundiza por la vida de la fe común y por la Eucaristía recibida en común.
1645 "La unidad del matrimonio aparece ampliamente confirmada por la igual dignidad personal que hay que reconocer a la mujer y el varón en el mutuo y pleno amor" (GS 49, 2). La poligamia es contraria a esta igual dignidad de uno y otro y al amor conyugal que es único y exclusivo.
La fidelidad del amor conyugal
1646
El amor conyugal exige de los esposos, por su misma naturaleza, una fidelidad inviolable. Esto es consecuencia del don de sí mismos que se hacen mutuamente los esposos. El auténtico amor tiende por sí mismo a ser algo definitivo, no algo pasajero. "Esta íntima unión, en cuanto donación mutua de dos personas, como el bien de los hijos exigen la fidelidad de los cónyuges y urgen su indisoluble unidad" (GS 48, 1).
1647 Su motivo más profundo consiste en la fidelidad de Dios a su alianza, de Cristo a su Iglesia. Por el sacramento del matrimonio los esposos son capacitados para representar y testimoniar esta fidelidad. Por el sacramento, la indisolubilidad del matrimonio adquiere un sentido nuevo y más profundo.
1648 Puede parecer difícil, incluso imposible, atarse para toda la vida a un ser humano. Por ello es tanto más importante anunciar la buena nueva de que Dios nos ama con un amor definitivo e irrevocable, de que los esposos participan de este amor, que les conforta y mantiene, y de que por su fidelidad se convierten en testigos del amor fiel de Dios. Los esposos que, con la gracia de Dios, dan este testimonio, con frecuencia en condiciones muy difíciles, merecen la gratitud y el apoyo de la comunidad eclesial (cf FC, 20).
1649 Existen, sin embargo, situaciones en que la convivencia matrimonial se hace prácticamente imposible por razones muy diversas. En tales casos, la Iglesia admite la separación física de los esposos y el fin de la cohabitación. Los esposos no cesan de ser marido y mujer delante de Dios; ni son libres para contraer una nueva unión. En esta situación difícil, la mejor solución sería, si es posible, la reconciliación. La comunidad cristiana está llamada a ayudar a estas personas a vivir cristianamente su situación en la fidelidad al vínculo de su matrimonio que permanece indisoluble (cf FC; 83; CIC, can. 1151-1155).
1650 Hoy son numerosos en muchos países los católicos que recurren al divorcio según las leyes civiles y que contraen también civilmente una nueva unión. La Iglesia mantiene, por fidelidad a la palabra de Jesucristo ("Quien repudie a su mujer y se case con otra, comete adulterio contra aquella; y si ella repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio": Mc 10, 11-12), que no puede reconocer como válida esta nueva unión, si era válido el primer matrimonio. Si los divorciados se vuelven a casar civilmente, se ponen en una situación que contradice objetivamente a la ley de Dios. Por lo cual no pueden acceder a la comunión eucarística mientras persista esta situación, y por la misma razón no pueden ejercer ciertas responsabilidades eclesiales. La reconciliación mediante el sacramento de la penitencia no puede ser concedida más que aquellos que se arrepientan de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo y que se comprometan a vivir en total continencia.
1651 Respecto a los cristianos que viven en esta situación y que con frecuencia conservan la fe y desean educar cristianamente a sus hijos, los sacerdotes y toda la comunidad deben dar prueba de una atenta solicitud, a fin de que aquellos no se consideren como separados de la Iglesia, de cuya vida pueden y deben participar en cuanto bautizados:
"Se les exhorte a escuchar la Palabra de Dios, a frecuentar el sacrificio de la misa, a perseverar en la oración, a incrementar las obras de caridad y las iniciativas de la comunidad en favor de la justicia, a educar sus hijos en la fe cristiana, a cultivar el espíritu y las obras de penitencia para implorar de este modo, día a día, la gracia de Dios" (FC, 84).
El divorcio
2331
"Dios es amor y vive en sí mismo un misterio de comunión personal de amor. Creándola a su imagen… Dios inscribe en la humanidad del hombre y de la mujer la vocación, y consiguientemente la capacidad y la responsabilidad del amor y de la comunión" (FC, 11).
"Dios creó el hombre a imagen suya… hombre y mujer los creó" (Gn 1, 27). "Creced y multiplicaos" (Gn 1, 28); "el día en que Dios creó al hombre, le hizo a imagen de Dios. Los creó varón y hembra, los bendijo, y los llamó "Hombre" en el día de su creación" (Gn 5, 1-2).
2332 La sexualidad afecta a todos los aspectos de la persona humana, en la unidad de su cuerpo y su alma. Concierne particularmente a la afectividad, la capacidad de amar y de procrear y, de manera más general, a la aptitud para establecer vínculos de comunión con otro.
2333 Corresponde a cada uno, hombre y mujer, reconocer y aceptar su identidad sexual. La diferencia y la complementariedad físicas, morales y espirituales, están orientadas a los bienes del matrimonio y al desarrollo de la vida familiar. La armonía de la pareja y de la sociedad depende en parte de la manera en que son vividas entre los sexos la complementariedad, la necesidad y el apoyo mutuos.
2334 "Creando al hombre 'varón y mujer', Dios da la dignidad personal de igual modo al hombre y a la mujer" (FC, 22; cf GS 49, 2). "El hombre es una persona, y esto se aplica en la misma medida al hombre y a la mujer, porque los dos fueron creados a imagen y semejanza de un Dios personal" (MD 6).
2335 Cada uno de los sexos es, con una dignidad igual, aunque de manera distinta, imagen del poder y de la ternura de Dios. La unión del hombre y de la mujer en el matrimonio es una manera de imitar en la carne la generosidad y la fecundidad del Creador: "el hombre deja a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne" (Gn 2, 24). De esta unión proceden todas las generaciones humanas (cf Gn 4, 1-2. 25-26; Gn 5, 1).
2336 Jesús vino a restaurar la creación en la pureza de sus orígenes. En el Sermón de la montaña interpreta de manera rigurosa el plan de Dios: "Habéis oído que se dijo: `no cometerás adulterio'. Pues yo os digo: `todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón'" (Mt 5, 27-28). El hombre no debe separar lo que Dos ha unido (cf Mt 19, 6).
La Tradición de la Iglesia ha entendido el sexto mandamiento como una regulación completa de la sexualidad humana.
La fidelidad, fruto del Espíritu
1832
Los frutos del Espíritu son perfecciones que forma en nosotros el Espíritu Santo como primicias de la gloria eterna. La tradición de la Iglesia enumera doce: "caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia, castidad" (Ga 5, 22 - 23, vulg.).
La fidelidad de los bautizados
2044
La fidelidad de los bautizados es una condición primordial para el anuncio del evangelio y para la misión de la Iglesia en el mundo. Para manifestar ante los hombres su fuerza de verdad y de irradiación, el mensaje de la salvación debe ser autentificado por el testimonio de vida de los cristianos. "El mismo testimonio de la vida cristiana y las obras buenas realizadas con espíritu sobrenatural son eficaces para atraer a los hombres a la fe y a Dios" (AA 6).
2147 Las promesas hechas a otro en nombre de Dios comprometen el honor, la fidelidad, la veracidad y la autoridad divinas. Deben ser respetadas en justicia. Ser infiel a ellas es usar mal el nombre de Dios y, en cierta manera, hacer de Dios un mentiroso (cf 1Jn 1, 10).
2156 El sacramento del Bautismo es conferido "en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28, 19). En el bautismo, el nombre del Señor santifica al hombre, y el cristiano recibe su nombre en la Iglesia. Este puede ser el de un santo, es decir, de un discípulo que vivió una vida de fidelidad ejemplar a su Señor. Al ser puesto bajo el patrocinio de un santo, se le ofrece un modelo de caridad y se le asegura su intercesión. El "nombre de bautismo" puede expresar también un misterio cristiano o una virtud cristiana. "Procuren los padres, los padrinos y el párroco que no se imponga un nombre ajeno al sentir cristiano" (CIC, can. 855).
2223 Los padres son los primeros responsables de la educación de sus hijos. Testimonian esta responsabilidad ante todo por la creación de un hogar, donde la ternura, el perdón, el respeto, la fidelidad y el servicio desinteresado son norma. El hogar es un lugar apropiado para la educación de las virtudes. Esta requiere el aprendizaje de la abnegación, de un sano juicio, del dominio de sí, condiciones de toda libertad verdadera. Los padres han de enseñar a los hijos a subordinar las dimensiones "materiales e instintivas a las interiores y espirituales" (CA 36). Es una grave responsabilidad para los padres dar buenos ejemplos a sus hijos. Sabiendo reconocer ante sus hijos sus propios defectos, se hacen más aptos para guiarlos y corregirlos:
"El que ama a su hijo, le azota sin cesar… el que enseña a su hijo, sacará provecho de él" (Si 30, 1-2).
"Padres, no exasperéis a vuestros hijos, sino formadlos más bien mediante la instrucción y la corrección según el Señor" (Ef 6, 4).
2787 Cuando decimos Padre "nuestro", reconocemos ante todo que todas sus promesas de amor anunciadas por los Profetas se han cumplido en la nueva y eterna Alianza en Cristo: hemos llegado a ser "su Pueblo" y El es desde ahora en adelante "nuestro Dios". Esta relación nueva es una pertenencia mutua dada gratuitamente: por amor y fidelidad (cf Os 2, 21-22; Os 6, 1-6) tenemos que responder "a la gracia y a la verdad que nos han sido dadas en Jesucristo (Jn 1, 17).


Se dice Credo.

Oración de los fieles
Año B

Oremos a Dios, Padre de la gran familia humana.
- Por la Iglesia, Esposa de Cristo, signo para el mundo del hogar de Dios, abierto a todos los hombres. Roguemos al Señor.
- Por nuestros gobernantes, para que con sus leyes no destruyan a la familia, sino que la apoyen y fomenten. Roguemos al Señor.
- Por los hogares deshechos, por los matrimonios rotos. Roguemos al Señor.
- Por nosotros, por nuestras familias, por nuestra comunidad parroquial. Roguemos al Señor.
Padre nuestro, que reúnes a tus hijos alrededor de tu mesa; escucha nuestras súplicas. Por Jesucristo, nuestro Señor.