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Domingo 4 diciembre 2022, II Domingo de Adviento, ciclo A.

martes, 31 de marzo de 2020

Papa Francisco, Homilía en la Celebración de la Penitencia 29-marzo-2019.

CELEBRACIÓN DE LA PENITENCIA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Basílica Vaticana, Viernes, 29 de marzo de 2019


«Quedaron solo ellos dos: la miserable y la misericordia» (In Io. Ev. tract. 33,5). Así encuadra san Agustín el final del Evangelio que hemos escuchado recientemente. Se fueron los que habían venido para arrojar piedras contra la mujer o para acusar a Jesús siguiendo la Ley. Se fueron, no tenían otros intereses. En cambio, Jesús se queda. Se queda, porque se ha quedado lo que es precioso a sus ojos: esa mujer, esa persona. Para él, antes que el pecado está el pecador. Yo, tú, cada uno de nosotros estamos antes en el corazón de Dios: antes que los errores, que las reglas, que los juicios y que nuestras caídas. Pidamos la gracia de una mirada semejante a la de Jesús, pidamos tener el enfoque cristiano de la vida, donde antes que el pecado veamos con amor al pecador, antes que los errores a quien se equivoca, antes que la historia a la persona.

«Quedaron solo ellos dos: la miserable y la misericordia». Para Jesús, esa mujer sorprendida en adulterio no representa un parágrafo de la Ley, sino una situación concreta en la que implicarse. Por eso se queda allí, en silencio. Y mientras tanto realiza dos veces un gesto misterioso: «escribe con el dedo en el suelo» (Jn 8,6.8). No sabemos qué escribió, y quizás no es lo más importante: el Evangelio resalta el hecho de que el Señor escribe. Viene a la mente el episodio del Sinaí, cuando Dios había escrito las tablas de la Ley con su dedo (cf. Ex 31,18), tal como hace ahora Jesús. Más tarde Dios, por medio de los profetas, prometió que no escribiría más en tablas de piedra, sino directamente en los corazones (cf. Jr 31,33), en las tablas de carne de nuestros corazones (cf. 2 Co3,3). Con Jesús, misericordia de Dios encarnada, ha llegado el momento de escribir en el corazón del hombre, de dar una esperanza cierta a la miseria humana: de dar no tanto leyes exteriores, que a menudo dejan distanciados a Dios y al hombre, sino la ley del Espíritu, que entra en el corazón y lo libera. Así sucede con esa mujer, que encuentra a Jesús y vuelve a vivir. Y se marcha para no pecar más (cf. Jn 8,11). Jesús es quien, con la fuerza del Espíritu Santo, nos libra del mal que tenemos dentro, del pecado que la Ley podía impedir, pero no eliminar.

Sin embargo, el mal es fuerte, tiene un poder seductor: atrae, cautiva. Para apartarse de él no basta nuestro esfuerzo, se necesita un amor más grande. Sin Dios no se puede vencer el mal: solo su amor nos conforta dentro, solo su ternura derramada en el corazón nos hace libres. Si queremos la liberación del mal hay que dejar actuar al Señor, que perdona y sana. Y lo hace sobre todo a través del sacramento que estamos por celebrar. La confesión es el paso de la miseria a la misericordia, es la escritura de Dios en el corazón. Allí leemos que somos preciosos a los ojos de Dios, que él es Padre y nos ama más que nosotros mismos.

«Quedaron solo ellos dos: la miserable y la misericordia». Solo ellos. Cuántas veces nos sentimos solos y perdemos el hilo de la vida. Cuántas veces no sabemos ya cómo recomenzar, oprimidos por el cansancio de aceptarnos. Necesitamos comenzar de nuevo, pero no sabemos desde dónde. El cristiano nace con el perdón que recibe en el Bautismo. Y renace siempre de allí: del perdón sorprendente de Dios, de su misericordia que nos restablece. Solo sintiéndonos perdonados podemos salir renovados, después de haber experimentado la alegría de ser amados plenamente por el Padre. Solo a través del perdón de Dios suceden cosas realmente nuevas en nosotros. Volvamos a escuchar una frase que el Señor nos ha dicho por medio del profeta Isaías: «Realizo algo nuevo» (Is 43,18). El perdón nos da un nuevo comienzo, nos hace criaturas nuevas, nos hace ser testigos de la vida nueva. El perdón no es una fotocopia que se reproduce idéntica cada vez que se pasa por el confesionario. Recibir el perdón de los pecados a través del sacerdote es una experiencia siempre nueva, original e inimitable. Nos hace pasar de estar solos con nuestras miserias y nuestros acusadores, como la mujer del Evangelio, a sentirnos liberados y animados por el Señor, que nos hace empezar de nuevo.

«Quedaron solo ellos dos: la miserable y la misericordia». ¿Qué hacer para dejarse cautivar por la misericordia, para superar el miedo a la confesión? Escuchemos de nuevo la invitación de Isaías: «¿No lo reconocéis?» (Is43,18). Reconocer el perdón de Dios es importante. Sería hermoso, después de la confesión, quedarse como aquella mujer, con la mirada fija en Jesús que nos acaba de liberar: Ya no en nuestras miserias, sino en su misericordia. Mirar al Crucificado y decir con asombro: “Allí es donde han ido mis pecados. Tú los has cargado sobre ti. No me has apuntado con el dedo, me has abierto los brazos y me has perdonado otra vez”. Es importante recordar el perdón de Dios, recordar la ternura, volver a gustar la paz y la libertad que hemos experimentado. Porque este es el corazón de la confesión: no los pecados que decimos, sino el amor divino que recibimos y que siempre necesitamos. Sin embargo, nos puede asaltar una duda: “no sirve confesarse, siempre cometo los mismos pecados”. Pero el Señor nos conoce, sabe que la lucha interior es dura, que somos débiles y propensos a caer, a menudo reincidiendo en el mal. Y nos propone comenzar a reincidir en el bien, en pedir misericordia. Él será quien nos levantará y convertirá en criaturas nuevas. Entonces reemprendamos el camino desde la confesión, devolvamos a este sacramento el lugar que merece en nuestra vida y en la pastoral.

«Quedaron solo ellos dos: la miserable y la misericordia». También nosotros vivimos hoy en la confesión este encuentro de salvación: nosotros, con nuestras miserias y nuestro pecado; el Señor, que nos conoce, nos ama y nos libera del mal. Entremos en este encuentro, pidiendo la gracia de redescubrirlo.

lunes, 30 de marzo de 2020

San Pablo VI, Discurso a los superiores y alumnos del Pontificio Colegio Escocés de Roma (4-marzo-1978).

DISCURSO DE SU SANTIDAD PABLO VI
A LOS SUPERIORES Y ALUMNOS DEL PONTIFICIO COLEGIO ESCOCÉS DE ROMA
Sala del Trono, Sábado 4 de marzo de 1978

Queridos hijos en Cristo:

Venimos en este momento de la visita ad Limina que nos acaban de hacer vuestros obispos, y en sus personas hemos abrazado, con la unidad del amor de Cristo, a toda la Iglesia que está en Escocia. Ahora, en esta ocasión solemne, deseamos haceros partícipes de nuestros pensamientos a vosotros. estudiantes del Pontificio Colegio Escocés, y enviar por vuestro medio un mensaje a todos los seminaristas que estudian en vuestra tierra y en Valladolid.

Ante todo queremos que conozcáis nuestro amor paterno hacia vosotros en Jesucristo. Vemos en vosotros un signo de la vitalidad de la Iglesia, una prueba de que la gracia del Señor está activa y es victoriosa en éstos como en todos los tiempos. Por el hecho de haber aceptado el llamamiento de Cristo estáis dando testimonio del primado de lo sobrenatural. Por entregar vuestra vida total y generosamente a Jesucristo y a su Iglesia, estáis profesando vuestra fe en el poder de la muerte y resurrección del Señor y de su segunda venida en gloria.

Es claro que toda vuestra vida de sacerdotes estará orientada a proclamar el misterio pascual; vuestras actividades alcanzarán su cumplimiento y perfección en vuestro ministerio sacramental, a través del cual el pueblo cristiano encontrará a su Salvador y será atraído a la comunión con el Padre y el Espíritu Santo. El verdadero objetivo de vuestra vocación es perpetuar la mediación de Cristo Sacerdote.

Y así, la vida no tendrá sentido para vosotros si se prescinde de Cristo. Al igual que los Apóstoles debéis ser sus compañeros y amigos. En El descubriréis "el poder y la sabiduría de Dios" (1 Cor 1, 24).

Si conocéis al Señor Jesús, llegaréis de verdad a entender a vuestros hermanos y a alcanzar visión exacta de las necesidades del mundo. A base de conocer íntimamente a Jesucristo, llegaréis a estar de verdad convencidos y a tener la alegría necesaria para hacer impacto en el mundo. Porque si estáis buscando la clave del Evangelio, el secreto del celo apostólico y la fuerza y el vigor imprescindibles para proclamar el Evangelio de salvación y para perseverar en el servicio a la humanidad, todo esto lo encontraréis en el conocimiento de Jesucristo.

No olvidéis nunca el impacto de San Pablo y su aportación a la Iglesia; no olvidéis nunca sus palabras: "Nunca me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado" (1 Cor 2, 2).

Ahora bien, para profundizar continuamente en el conocimiento de Cristo, tenéis que orar.

Tenéis que entrar en la vida de oración de la Iglesia y uniros vosotros al sacrificio de Cristo, adoptando su misma actitud de obediencia amorosa al Padre. Por esta razón, la disciplina debe formar parte de vuestra vida, una disciplina que os mantenga en esfuerzo constante, abnegación y sacrificio de sí mismo.

Por vuestra condición de jóvenes llamados a la íntima amistad con Cristo, debéis saber que no hay nada que pueda sustituir la cruz. Acordaos, pues: oración y disciplina.

Y cuando profundizáis y vivís el misterio de Cristo de acuerdo con las palabras del Concilio Vaticano II, debéis también "quedar imbuidos del misterio de la Iglesia" (Optatam totius, 9).

Cristo es vuestro ejemplo y con El debéis amar a la Iglesia y entregados en sacrificio por ella.

Para vosotros, la fidelidad a Cristo exigirá siempre fidelidad a la Iglesia, fidelidad a su unidad y al mensaje de salvación que anuncia "no en persuasivos discursos de humana sabiduría, sino en la manifestación del espíritu de fortaleza, para que vuestra fe no se apoye en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios" (1 Cor 2, 4-5).

Sí, el mensaje que predicamos es el que parece locura de la cruz, y difiere completamente de la sabiduría humana. A este mensaje, según es proclamado por la Iglesia, debemos fidelidad absoluta.

La fidelidad es la virtud de nuestros tiempos; a esta fidelidad os exhortamos hoy y en particular a la fidelidad al Magisterio de la Iglesia. Ratificamos esta exhortación en presencia de vuestros obispos y ante toda la Iglesia de Dios.

Si seguís el auténtico Magisterio del Romano Pontífice y de los obispos en unión con él, y si guiáis al pueblo por este camino de la verdad, no quedaréis defraudados.

Y si algún día os sentís tentados a actuar según los clamores de la superior sabiduría humana contra las auténticas enseñanzas de la Iglesia, entonces reflexionad de nuevo en el hecho de que vuestra fe descansa en la sabiduría y el poder de Dios, en Cristo mismo, que ha prometido la asistencia especial del Espíritu Santo a los Apóstoles y sus Sucesores, y que dijo solemnemente a sus discípulos: "El que a vosotros oye, a Mí me oye, y el que a vosotros desecha, a Mí me desecha..." (Lc 10, 16).

Sí, queridos hijos, quienes aceptan la afirmación de Cristo no se sentirán frustrados. El plan divino no cambia. La Palabra de Dios no se vacía de significado. Resumiendo: "De Dios nadie se burla" (Gál 6, 7).

¿Por qué os digo estas cosas? Para que seáis fuertes en la fe; para que vuestra caridad pastoral sea cumplida; para que vuestra alegría sea desbordante. Para que vosotros y aquellos a quienes se dedicará vuestro ministerio `"vivan también en comunión con nosotros; y esta comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo" (1 Jn 1, 3). Os bendigo en el nombre de Jesús.

domingo, 29 de marzo de 2020

Domingo 3 mayo 2020, IV Domingo de Pascua, Lecturas ciclo A.

LITURGIA DE LA PALABRA
Lecturas del IV Domingo de Pascua, ciclo A (Lec. I A)

PRIMERA LECTURA Hch 2, l4a. 36-41
Dios lo ha constituido Señor y Mesías
Lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles.

El día de Pentecostés Pedro, poniéndose en pie junto a los Once, levantó su voz y declaró:
«Con toda seguridad conozca toda la casa de Israel que al mismo Jesús, a quien vosotros crucificasteis, Dios lo ha constituido Señor y Mesías».
Al oír esto, se les traspasó el corazón, y preguntaron a Pedro y a los demás apóstoles:
«¿Qué tenemos que hacer, hermanos?»
Pedro les contestó:
«Convertíos y sea bautizado cada uno de vosotros en el nombre de Jesús, el Mesías, para perdón de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo. Porque la promesa vale para vosotros y para vuestros hijos, y para los que están lejos, para cuantos llamare a sí el Señor Dios nuestro».
Con estas y otras muchas razones dio testimonio y los exhortaba diciendo:
«Salvaos de esta generación perversa».
Los que aceptaron sus palabras se bautizaron, y aquel día fueron agregadas unas tres mil personas.

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Salmo responsorial Sal 22, 1-3a. 3b-4. 5 (R.: 1)
R. El Señor es mi pastor, nada me falta.
Dóminus pascit me, et nihil mihi déerit.
O bien: Aleluya.

V. El Señor es mi pastor, nada me falta:
en verdes praderas me hace recostar;
me conduce hacia fuentes tranquilas
y repara mis fuerzas.
R. El Señor es mi pastor, nada me falta.
Dóminus pascit me, et nihil mihi déerit

V. Me guía por el sendero justo,
por el honor de su nombre.
Aunque camine por cañadas oscuras,
nada temo, porque tú vas conmigo:
tu vara y tu cayado me sosiegan.
R. El Señor es mi pastor, nada me falta.
Dóminus pascit me, et nihil mihi déerit

V. Preparas una mesa ante mi,
enfrente de mis enemigos;
me unges la cabeza con perfume,
y mi copa rebosa.
R. El Señor es mi pastor, nada me falta.
Dóminus pascit me, et nihil mihi déerit

V. Tu bondad y tu misericordia me acompañan
todos los días de mi vida,
y habitaré en la casa del Señor
por años sin término.
R. El Señor es mi pastor, nada me falta.
Dóminus pascit me, et nihil mihi déerit

SEGUNDA LECTURA 1 Pe 2, 20-25
Os habéis convertido al pastor de vuestras almas
Lectura de la primera carta del apóstol san Pedro

Queridos hermanos:
Que aguantéis cuando sufrís por hacer el bien,
eso es una gracia de parte de Dios.
Pues para esto habéis sido llamados,
porque también Cristo padeció por vosotros,
dejándoos un ejemplo para que sigáis sus huellas.
Él no cometió pecado
ni encontraron engaño en su boca.
Él no devolvía el insulto cuando lo insultaban;
sufriendo no profería amenazas;
sino que se entregaba al que juzga rectamente.
Él llevó nuestros pecados en su cuerpo hasta el leño,
para que, muertos a los pecados, vivamos para la justicia.
Con sus heridas fuisteis curados.
Pues andabais errantes como ovejas,
pero ahora os habéis convertido
al pastor y guardián de vuestras almas.

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Aleluya Jn 10, 14
R. Aleluya, aleluya, aleluya.
V. Yo soy el buen Pastor –dice el Señor–, que conozco a mis ovejas, y las mías me conocen. R.
Ego sum pastor bonus, dicit Dóminus, et cognósco oves meas, et cognóscunt me meae.

EVANGELIO Jn 10, 1-10
Yo soy la puerta de las ovejas
Lectura del santo Evangelio según san Juan.
R. Gloria a ti, Señor.

En aquel tiempo, dijo Jesús:
«En verdad, en verdad os digo: el que no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, sino que salta por
otra parte, ese es ladrón y bandido; pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas. A este le abre el guarda y las ovejas atienden a su voz, y él va llamando por el nombre a sus ovejas y las saca fuera. Cuando ha sacado todas las suyas camina delante de ellas, y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz; a un extraño no lo seguirán, sino que huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños».
Jesús les puso esta comparación, pero ellos no entendieron de qué les hablaba. Por eso añadió Jesús:
«En verdad, en verdad os digo: yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han venido antes de mí son ladrones y bandidos; pero las ovejas no los escucharon.
Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos.
El ladrón no entra sino para robar y matar y hacer estragos; yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante».

Palabra del Señor.
R. Gloria a ti, Señor Jesús.

Papa Francisco
REGINA COELI, Domingo 7 de mayo de 2017.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el Evangelio de este domingo, (cf. Jn 10, 1-10), llamado "el domingo del buen pastor", Jesús se presenta con dos imágenes que se complementan la una con la otra. La imagen del pastor y la imagen de la puerta del redil.
El rebaño, que somos todos nosotros, tiene como casa un redil que sirve como refugio, donde las ovejas viven y descansan después de las fatigas del camino. Y el redil tiene un recinto con una puerta, donde hay un guardián.
Al rebaño se acercan distintas personas: está quien entra en el recinto pasando por la puerta y quien «sube por otro lado» (Jn 10, 1).
El primero es el pastor, el segundo un extraño, que no ama a las ovejas, quiere entrar por otros intereses. Jesús se identifica con el primero y manifiesta una relación de familiaridad con las ovejas, expresada a través de la voz, con la que las llama y que ellas reconocen y siguen (cf. Jn 10, 3). Él las llama para conducirlas fuera, a los pastos verdes donde encuentran buen alimento.
La segunda imagen con la que Jesús se presenta es la de la «puerta de las ovejas» (Jn 10, 7). De hecho dice: «Yo soy la puerta: si uno entra por mí, estará a salvo» (Jn 10, 9), es decir tendrá vida y la tendrá en abundancia (cf. Jn 10, 10).
Cristo, Buen Pastor, se ha convertido en la puerta de la salvación de la humanidad, porque ha ofrecido la vida por sus ovejas. Jesús, pastor bueno y puerta de las ovejas, es un jefe cuya autoridad se expresa en el servicio, un jefe que para mandar dona la vida y no pide a los otros que la sacrifiquen.
De un jefe así podemos fiarnos, como las ovejas que escuchan la voz de su pastor porque saben que con él se va a pastos buenos y abundantes. Basta una señal, un reclamo y ellas siguen, obedecen, se ponen en camino guiadas por la voz de aquel que escuchan como presencia amiga, fuerte y dulce a la vez, que guía, protege, consuela y sana.
Así es Cristo para nosotros. Hay una dimensión de la experiencia cristiana que quizá dejamos un poco en la sombra: la dimensión espiritual y afectiva.
El sentirnos unidos por un vínculo especial al Señor como las ovejas a su pastor. A veces racionalizamos demasiado la fe y corremos el riesgo de perder la percepción del timbre de esa voz, de la voz de Jesús buen pastor, que estimula y fascina.
Como sucedió a los dos discípulos de Emaús, que ardía su corazón mientras el Resucitado hablaba a lo largo del camino. Es la maravillosa experiencia de sentirse amados por Jesús. Haceos una pregunta: "¿Yo me siento amado por Jesús? ¿Yo me siento amada por Jesús?". Para Él no somos nunca extraños, sino amigos y hermanos. Sin embargo, no es siempre fácil distinguir la voz del pastor bueno. Estad atentos.
Está siempre el riesgo de estar distraídos por el estruendo de muchas otras voces.
Hoy somos invitados a no dejarnos desviar por las falsas sabidurías de este mundo, sino a seguir a Jesús, el Resucitado, como única guía segura que da sentido a nuestra vida.
En esta Jornada Mundial de oración por las vocaciones –en particular por las vocaciones sacerdotales, para que el Señor nos mande buenos pastores– invocamos a la Virgen María: Ella acompañe a los diez nuevos sacerdotes que he ordenado hace poco.
He pedido a cuatro de ellos de la diócesis de Roma que se asomen para dar la bendición junto a mí.
La Virgen sostenga con su ayuda a cuantos son llamados por Él, para que estén preparados y sean generosos en el seguir su voz.
Viaje apostólico a Egipto, 28-29.IV.17
Encuentro con el clero, los religiosos, las religiosas y los seminaristas. Sábado 29 de abril de 2017.
Beatitudes, queridos hermanos y hermanas:
Al Salamò Alaikum! (La paz esté con vosotros).
«Este es el día en que actuó el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo. Cristo ha vencido para siempre la muerte. Gocemos y alegrémonos en él».
Me siento muy feliz de estar con vosotros en este lugar donde se forman los sacerdotes, y que simboliza el corazón de la Iglesia Católica en Egipto. Con alegría saludo en vosotros, sacerdotes, consagrados y consagradas de la pequeña grey católica de Egipto, a la «levadura» que Dios prepara para esta bendita Tierra, para que, junto con nuestros hermanos ortodoxos, crezca en ella su Reino (cf. Mt 13, 13).
Deseo, en primer lugar, daros las gracias por vuestro testimonio y por todo el bien que hacéis cada día, trabajando en medio de numerosos retos y, a menudo, con pocos consuelos. Deseo también animaros. No tengáis miedo al peso de cada día, al peso de las circunstancias difíciles por las que algunos de vosotros tenéis que atravesar. Nosotros veneramos la Santa Cruz, que es signo e instrumento de nuestra salvación. Quien huye de la Cruz, escapa de la resurrección. «No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino» (Lc 12, 32).
Se trata, por tanto, de creer, de dar testimonio de la verdad, de sembrar y cultivar sin esperar ver la cosecha. De hecho, nosotros cosechamos los frutos que han sembrado muchos otros hermanos, consagrados y no consagrados, que han trabajado generosamente en la viña del Señor. Vuestra historia está llena de ellos.
En medio de tantos motivos para desanimarse, de numerosos profetas de destrucción y de condena, de tantas voces negativas y desesperadas, sed una fuerza positiva, sed la luz y la sal de esta sociedad, la locomotora que empuja el tren hacia adelante, llevándolo hacia la meta, sed sembradores de esperanza, constructores de puentes y artífices de diálogo y de concordia.
Todo esto será posible si la persona consagrada no cede a las tentaciones que encuentra cada día en su camino. Me gustaría destacar algunas significativas. Vosotros conocéis estas tentaciones, porque ya los primeros monjes de Egipto las describieron muy bien.
1- La tentación de dejarse arrastrar y no guiar. El Buen Pastor tiene el deber de guiar a su grey (cf. Jn 10, 3-4), de conducirla hacia verdes prados y a las fuentes de agua (cf. Sal 23). No puede dejarse arrastrar por la desilusión y el pesimismo: «Pero, ¿qué puedo hacer yo?». Está siempre lleno de iniciativas y creatividad, como una fuente que sigue brotando incluso cuando está seca. Sabe dar siempre una caricia de consuelo, aun cuando su corazón está roto. Saber ser padre cuando los hijos lo tratan con gratitud, pero sobre todo cuando no son agradecidos (cf. Lc 15, 11-32). Nuestra fidelidad al Señor no puede depender nunca de la gratitud humana: «Tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (Mt 6, 4.6.18).
2- La tentación de quejarse continuamente. Es fácil culpar siempre a los demás: por las carencias de los superiores, las condiciones eclesiásticas o sociales, por las pocas posibilidades. Sin embargo, el consagrado es aquel que con la unción del Espíritu Santo transforma cada obstáculo en una oportunidad, y no cada dificultad en una excusa. Quien anda siempre quejándose en realidad no quiere trabajar. Por eso el Señor, dirigiéndose a los pastores, dice: «fortaleced las manos débiles, robusteced las rodillas vacilantes» (Hb 12, 12; cf. Is 35, 3).
3- La tentación de la murmuración y de la envidia. Y esta es fea. El peligro es grave cuando el consagrado, en lugar de ayudar a los pequeños a crecer y de regocijarse con el éxito de sus hermanos y hermanas, se deja dominar por la envidia y se convierte en uno que hiere a los demás con la murmuración. Cuando, en lugar de esforzarse en crecer, se pone a destruir a los que están creciendo, y cuando en lugar de seguir los buenos ejemplos, los juzga y les quita su valor. La envidia es un cáncer que destruye en poco tiempo cualquier organismo: «Un reino dividido internamente no puede subsistir; una familia dividida no puede subsistir» (Mc 3, 24-25). De hecho ?no lo olvidéis?, «por envidia del diablo entró la muerte en el mundo» (Sb 2, 24). Y la murmuración es el instrumento y el arma.
4- La tentación de compararse con los demás. La riqueza se encuentra en la diversidad y en la unicidad de cada uno de nosotros. Compararnos con los que están mejor nos lleva con frecuencia a caer en el resentimiento, compararnos con los que están peor, nos lleva, a menudo, a caer en la soberbia y en la pereza. Quien tiende siempre a compararse con los demás termina paralizado. Aprendamos de los santos Pedro y Pablo a vivir la diversidad de caracteres, carismas y opiniones en la escucha y docilidad al Espíritu Santo.
5- La tentación del «faraonismo» –¡estamos en Egipto!–, es decir, de endurecer el corazón y cerrarlo al Señor y a los demás. Es la tentación de sentirse por encima de los demás y de someterlos por vanagloria, de tener la presunción de dejarse servir en lugar de servir. Es una tentación común que aparece desde el comienzo entre los discípulos, los cuales –dice el Evangelio– «por el camino habían discutido quién era el más importante» (Mc 9, 34). El antídoto a este veneno es: «Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9, 35).
6- La tentación del individualismo. Como dice el conocido dicho egipcio: «Después de mí, el diluvio». Es la tentación de los egoístas que por el camino pierden la meta y, en vez de pensar en los demás, piensan sólo en sí mismos, sin experimentar ningún tipo de vergüenza, más bien al contrario, se justifican. La Iglesia es la comunidad de los fieles, el cuerpo de Cristo, donde la salvación de un miembro está vinculada a la santidad de todos (cf. 1Co 12, 12-27; Lumen gentium, 7). El individualista es, en cambio, motivo de escándalo y de conflicto.
7- La tentación del caminar sin rumbo y sin meta. El consagrado pierde su identidad y acaba por no ser «ni carne ni pescado». Vive con el corazón dividido entre Dios y la mundanidad. Olvida su primer amor (cf. Ap 2, 4). En realidad, el consagrado, si no tiene una clara y sólida identidad, camina sin rumbo y, en lugar de guiar a los demás, los dispersa. Vuestra identidad como hijos de la Iglesia es la de ser coptos –es decir, arraigados en vuestras nobles y antiguas raíces– y ser católicos –es decir, parte de la Iglesia una y universal–: como un árbol que cuanto más enraizado está en la tierra, más alto crece hacia el cielo.
Queridos consagrados, hacer frente a estas tentaciones no es fácil, pero es posible si estamos injertados en Jesús: «Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí» (Jn 15, 4). Cuanto más enraizados estemos en Cristo, más vivos y fecundos seremos. Así el consagrado conservará la maravilla, la pasión del primer encuentro, la atracción y la gratitud en su vida con Dios y en su misión. La calidad de nuestra consagración depende de cómo sea nuestra vida espiritual.
Egipto ha contribuido a enriquecer a la Iglesia con el inestimable tesoro de la vida monástica. Os exhorto, por tanto, a sacar provecho del ejemplo de san Pablo el eremita, de san Antonio Abad, de los santos Padres del desierto y de los numerosos monjes que con su vida y ejemplo han abierto las puertas del cielo a muchos hermanos y hermanas; de este modo, también vosotros seréis sal y luz, es decir, motivo de salvación para vosotros mismos y para todos los demás, creyentes y no creyentes y, especialmente, para los últimos, los necesitados, los abandonados y los descartados.
Que la Sagrada Familia os proteja y os bendiga a todos, a vuestro País y a todos sus habitantes. Desde el fondo de mi corazón deseo a cada uno de vosotros lo mejor, y a través de vosotros saludo a los fieles que Dios ha confiado a vuestro cuidado. Que el Señor os conceda los frutos de su Espíritu Santo: «Amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí» (Ga 5, 22-23).
Os tendré siempre presentes en mi corazón y en mis oraciones. Ánimo y adelante, guiados por el Espíritu Santo. «Este es el día en que actúo el Señor, sea nuestra alegría». Y por favor, no olvidéis de rezar por mí.
REGINA COELI, Domingo 11 de mayo de 2014
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El evangelista Juan nos presenta, en este iv domingo del tiempo pascual, la imagen de Jesús Buen Pastor. Contemplando esta página del Evangelio, podemos comprender el tipo de relación que Jesús tenía con sus discípulos: una relación basada en la ternura, en el amor, en el conocimiento recíproco y en la promesa de un don inconmensurable: "Yo he venido –dice Jesús– para que tengan vida y la tengan en abundancia" (Jn 10, 10). Tal relación es el modelo de las relaciones entre los cristianos y de las relaciones humanas.
También hoy, como en tiempos de Jesús, muchos se proponen como "pastores" de nuestras existencias; pero sólo el Resucitado es el verdadero Pastor que nos da la vida en abundancia. Invito a todos a tener confianza en el Señor que nos guía. Pero no sólo nos guía: nos acompaña, camina con nosotros. Escuchemos su palabra con mente y corazón abiertos, para alimentar nuestra fe, iluminar nuestra conciencia y seguir las enseñanzas del Evangelio.
En este domingo recemos por los pastores de la Iglesia, por todos los obispos, incluido el obispo de Roma, por todos los sacerdotes, por todos. En particular, recemos por los nuevos sacerdotes de la diócesis de Roma, a los que acabo de ordenar en la basílica de San Pedro. Un saludo a estos trece sacerdotes. Que el Señor nos ayude a nosotros, pastores, a ser siempre fieles al Maestro y guías sabios e iluminados del pueblo de Dios confiado a nosotros. También a vosotros, por favor, os pido que nos ayudéis: ayudarnos a ser buenos pastores. Una vez leí algo bellísimo sobre cómo el pueblo de Dios ayuda a los obispos y a los sacerdotes a ser buenos pastores. Es un escrito de san Cesáreo de Arlés, un Padre de los primeros siglos de la Iglesia. Explicaba cómo el pueblo de Dios debe ayudar al pastor, y ponía este ejemplo: cuando el ternerillo tiene hambre va donde la vaca, a su madre, para tomar la leche. Pero la vaca no se la da enseguida: parece que la conserva para ella. ¿Y qué hace el ternerillo? Llama con la nariz a la teta de la vaca, para que salga la leche. ¡Qué hermosa imagen! "Así vosotros –dice este santo– debéis ser con los pastores: llamar siempre a su puerta, a su corazón, para que os den la leche de la doctrina, la leche de la gracia, la leche de la guía". Y os pido, por favor, que importunéis a los pastores, que molestéis a los pastores, a todos nosotros pastores, para que os demos la leche de la gracia, de la doctrina y de la guía. ¡Importunar! Pensad en esa hermosa imagen del ternerillo, cómo importuna a su mamá para que le dé de comer.
A imitación de Jesús, todo pastor "a veces estará delante para indicar el camino y cuidar la esperanza del pueblo –el pastor debe ir a veces adelante–, otras veces estará simplemente en medio de todos con su cercanía sencilla y misericordiosa, y en ocasiones deberá caminar detrás del pueblo para ayudar a los rezagados" (Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 13). ¡Ojalá que todos los pastores sean así! Pero vosotros importunad a los pastores, para que os den la guía de la doctrina y de la gracia.
Este domingo se celebra la Jornada mundial de oración por las vocaciones. En el Mensaje de este año he recordado que "toda vocación (...) requiere siempre un éxodo de sí mismos para centrar la propia existencia en Cristo y en su Evangelio" (n. 2). Por eso la llamada a seguir a Jesús es al mismo tiempo entusiasmante y comprometedora. Para que se realice, siempre es necesario entablar una profunda amistad con el Señor a fin de poder vivir de Él y para Él.
Recemos para que también en este tiempo muchos jóvenes oigan la voz del Señor, que siempre corre el riesgo de ser sofocada por otras muchas voces. Recemos por los jóvenes: quizá aquí, en la plaza, haya alguno que oye esta voz del Señor que lo llama al sacerdocio; recemos por él, si está aquí, y por todos los jóvenes que son llamados.
HOMILÍA EN LA SANTA MISA CON ORDENACIONES PRESBITERALES
Basílica Vaticana, IV Domingo de Pascua, 11 de mayo de 2014

En la homilía el Pontífice pronunció las palabras sugeridas por el «rito de ordenación de los presbíteros» evidenciando algunos pasajes.
Queridos hermanos, estos hijos y hermanos nuestros han sido llamados al orden del presbiterado. Como vosotros bien sabéis, el Señor Jesús es el único sumo sacerdote del Nuevo Testamento, pero en Él también todo el pueblo santo de Dios ha sido constituido pueblo sacerdotal. Sin embargo, entre todos sus discípulos, el Señor Jesús quiso escoger a algunos en particular, para que, ejercitando públicamente en la Iglesia y en su nombre el oficio sacerdotal a favor de todos los hombres, continúen su misión personal de maestro, sacerdote y pastor.
Después de una madura reflexión, vamos a elevar al orden de los presbíteros a estos hermanos nuestros, para que al servicio de Cristo maestro, sacerdote y pastor, cooperen en la edificación del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, en pueblo de Dios y templo santo del Espíritu.
Ellos, en efecto, serán configurados con Cristo, sumo y eterno sacerdote, es decir, serán consagrados como verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento, y con este título, que les une a su obispo en el sacerdocio, serán predicadores del Evangelio, pastores del pueblo de Dios, y presidirán los actos de culto, especialmente en la celebración del sacrificio del Señor.
En cuanto a vosotros, hermanos e hijos amadísimos, que vais a ser promovidos al orden del presbiterado, considerad que ejercitando el ministerio de la sagrada doctrina seréis partícipes de la misión de Cristo, único Maestro. Dispensad a todos esa palabra, que vosotros mismos habéis recibido con alegría de vuestras madres, de vuestras catequistas. Leed y meditad asiduamente la palabra del Señor para creer lo que habéis leído, enseñar lo que habéis aprendido en la fe y vivir lo que habéis enseñado. Así, pues, vuestra doctrina, que no es vuestra, sea alimento para el pueblo de Dios: ¡vosotros no sois dueños de la doctrina! Es la doctrina del Señor, y vosotros debéis ser fieles a la doctrina del Señor. Que vuestra doctrina sea, por lo tanto, alimento para el pueblo de Dios, y el perfume de vuestra vida alegría y sostén para los fieles de Cristo, a fin de que con la palabra y el ejemplo edifiquéis la casa de Dios, que es la Iglesia.
Y así continuaréis la obra santificadora de Cristo. A través de vuestro ministerio, el sacrificio espiritual de los fieles se hace perfecto porque se une al sacrificio de Cristo, que por vuestras manos y en nombre de toda la Iglesia es ofrecido de modo incruento sobre el altar en la celebración de los santos misterios.
Reconoced, pues, lo que hacéis, imitad lo que celebráis, para que participando en el misterio de la muerte y resurrección del Señor, llevéis la muerte de Cristo en vuestros miembros y caminéis con Él en una vida nueva.
Con el Bautismo agregaréis nuevos fieles al pueblo de Dios; con el sacramento de la Penitencia perdonaréis los pecados en nombre de Cristo y de la Iglesia. Y aquí quiero detenerme y pediros que, por el amor de Jesucristo, jamás os canséis de ser misericordiosos. ¡Por favor! Tened esa capacidad de perdón que tuvo el Señor, que no vino a condenar sino a perdonar. Tened misericordia, ¡mucha misericordia! Y si os viene el escrúpulo de ser demasiado «perdonadores» pensad en ese santo cura del que os he hablado, que iba delante del Santísimo y decía: «Señor, perdóname si he perdonado demasiado, pero eres tú quien me has dado el mal ejemplo». Y os digo, de verdad: siento tanto dolor cuando encuentro gente que no va a confesarse porque ha sido maltratada, regañada. ¡Han sentido que las puertas de las iglesias se le cerraban en la cara! Por favor, no hagáis esto: misericordia, misericordia. El buen pastor entra por la puerta y la puerta de la misericordia son las llagas del Señor: si vosotros no entráis en vuestro ministerio por las llagas del Señor, no seréis buenos pastores.
Con el óleo santo daréis alivio a los enfermos; celebrando los ritos sagrados y elevando en las diversas horas del día la oración de alabanza y de súplica, os haréis voz del pueblo de Dios y de toda la humanidad.
Conscientes de haber sido elegidos entre los hombres y constituidos en su favor para atender a las cosas de Dios, ejerced con alegría y caridad sincera la obra sacerdotal de Cristo, buscando únicamente agradar a Dios y no a vosotros mismos.
Y pensad en lo que decía san Agustín de los pastores que buscaban agradarse a sí mismos y usaban las ovejas del Señor como alimento y para vestirse, para llevar puesto la majestad de un ministerio que no se sabía si era de Dios. Por último, participando en la misión de Cristo, jefe y pastor, en comunión filial con vuestro obispo, comprometeos a unir a los fieles en una sola familia, para conducirlos a Dios Padre, por medio de Cristo en el Espíritu Santo. Tened siempre ante los ojos el ejemplo del Buen Pastor, que no vino para ser servido, sino para servir, y para buscar y salvar lo que estaba perdido.

Papa Benedicto XVI, 
Homilía en la Ordenación sacerdotal
IV Domingo de Pascua, 29 de abril de 2012. JM oración por las vocaciones
Venerados hermanos, queridos ordenandos, queridos hermanos y hermanas:
La tradición romana de celebrar las ordenaciones sacerdotales en este IV domingo de Pascua, el domingo "del Buen Pastor", contiene una gran riqueza de significado, ligada a la convergencia entre la Palabra de Dios, el rito litúrgico y el tiempo pascual en que se sitúa. En particular, la figura del pastor, tan relevante en la Sagrada Escritura y naturalmente muy importante para la definición del sacerdote, adquiere su plena verdad y claridad en el rostro de Cristo, en la luz del misterio de su muerte y resurrección. De esta riqueza también vosotros, queridos ordenandos, podéis siempre beber, cada día de vuestra vida, y así vuestro sacerdocio se renovará continuamente.
Este año el pasaje evangélico es el central del capítulo 10 de san Juan y comienza precisamente con la afirmación de Jesús: "Yo soy el buen pastor", a la que sigue enseguida la primera característica fundamental: "El buen pastor da su vida por las ovejas" (Jn 10, 11). He ahí que se nos conduce inmediatamente al centro, al culmen de la revelación de Dios como pastor de su pueblo; este centro y culmen es Jesús, precisamente Jesús que muere en la cruz y resucita del sepulcro al tercer día, resucita con toda su humanidad, y de este modo nos involucra, a cada hombre, en su paso de la muerte a la vida. Este acontecimiento –la Pascua de Cristo–, en el que se realiza plena y definitivamente la obra pastoral de Dios, es un acontecimiento sacrificial: por ello el Buen Pastor y el Sumo Sacerdote coinciden en la persona de Jesús que ha dado la vida por nosotros.
Pero observemos brevemente también las primeras dos lecturas y el salmo responsorial (Sal 118). El pasaje de los Hechos de los Apóstoles (Hch 4, 8-12) nos presenta el testimonio de san Pedro ante los jefes del pueblo y los ancianos de Jerusalén, después de la prodigiosa curación del paralítico. Pedro afirma con gran franqueza: "Jesús es la piedra que desechasteis vosotros, los arquitectos, y que se ha convertido en piedra angular"; y añade: "No hay salvación en ningún otro, pues bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre por el que debamos salvarnos" (vv. 11-12).
El Apóstol interpreta después, a la luz del misterio pascual de Cristo, el Salmo 118, en el que el orante da gracias a Dios que ha respondido a su grito de auxilio y lo ha puesto a salvo. Dice este Salmo: "La piedra que desecharon los arquitectos / es ahora la piedra angular. / Es el Señor quien lo ha hecho, / ha sido un milagro patente" (Sal 118, 22-23). Jesús vivió precisamente esta experiencia de ser desechado por los jefes de su pueblo y rehabilitado por Dios, puesto como fundamento de un nuevo templo, de un nuevo pueblo que alabará al Señor con frutos de justicia (cfr. Mt 21, 42-43). Por lo tanto la primera lectura y el salmo responsorial, que es el mismo Salmo 118, aluden fuertemente al contexto pascual, y con esta imagen de la piedra desechada y restablecida atraen nuestra mirada hacia Jesús muerto y resucitado.
La segunda lectura, tomada de la Primera Carta de Juan (1Jn 3, 1-2), nos habla en cambio del fruto de la Pascua de Cristo: el hecho de habernos convertido en hijos de Dios. En las palabras de san Juan se oye de nuevo todo el estupor por este don: no sólo somos llamados hijos de Dios, sino que "lo somos realmente" (v. 1). En efecto, la condición filial del hombre es fruto de la obra salvífica de Jesús: con su encarnación, con su muerte y resurrección, y con el don del Espíritu Santo, él introdujo al hombre en una relación nueva con Dios, su propia relación con el Padre. Por ello Jesús resucitado dice: "Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro" (Jn 20, 17). Es una relación ya plenamente real, pero que aún no se ha manifestado plenamente: lo será al final, cuando –si Dios lo quiere– podremos ver su rostro tal cual es (cfr. v. 2).
Queridos ordenandos: ¡es allí a donde nos quiere conducir el Buen Pastor! Es allí a donde el sacerdote está llamado a conducir a los fieles a él encomendados: a la vida verdadera, la vida "en abundancia" (Jn 10, 10). Volvamos al Evangelio, y a la palabra del pastor. "El buen pastor da su vida por la ovejas" (Jn 10, 11). Jesús insiste en esta característica esencial del verdadero pastor que es él mismo: "dar la propia vida". Lo repite tres veces, y al final concluye diciendo: "Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre" (Jn 10, 17-18). Este es claramente el rasgo cualificador del pastor tal como Jesús lo interpreta en primera persona, según la voluntad del Padre que lo envió. La figura bíblica del rey-pastor, que comprende principalmente la tarea de regir el pueblo de Dios, de mantenerlo unido y guiarlo, toda esta función real se realiza plenamente en Jesucristo en la dimensión sacrificial, en el ofrecimiento de la vida. En una palabra, se realiza en el misterio de la cruz, esto es, en el acto supremo de humildad y de amor oblativo. Dice el abad Teodoro Studita: "Por medio de la cruz nosotros, ovejas de Cristo, hemos sido reunidos en un único redil y destinados a las eternas moradas" (Discurso sobre la adoración de la cruz: PG 99, 699).
En esta perspectiva se orientan las fórmulas del Rito de ordenación de presbíteros, que estamos celebrando. Por ejemplo, entre las preguntas relativas a los "compromisos de los elegidos", la última, que tiene un carácter culminante y de alguna forma sintética, dice así: "¿Queréis uniros cada vez más estrechamente a Cristo, sumo sacerdote, quien se ofreció al Padre como víctima pura por nosotros, y consagraros a Dios junto a él para la salvación de todos los hombres?". El sacerdote es, de hecho, quien es introducido de un modo singular en el misterio del sacrificio de Cristo, con una unión personal a él, para prolongar su misión salvífica. Esta unión, que tiene lugar gracias al sacramento del Orden, pide hacerse "cada vez más estrecha" por la generosa correspondencia del sacerdote mismo. Por esto, queridos ordenandos, dentro de poco responderéis a esta pregunta diciendo: "Sí, quiero, con la gracia de Dios". Sucesivamente, en el momento de la unción crismal, el celebrante dice: "Jesucristo, el Señor, a quien el Padre ungió con la fuerza del Espíritu Santo, te auxilie para santificar al pueblo cristiano y para ofrecer a Dios el sacrificio". Y después, en la entrega del pan y el vino: "Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios en el sacrificio eucarístico. Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz de Cristo Señor". Resalta con fuerza que, para el sacerdote, celebrar cada día la santa misa no significa proceder a una función ritual, sino cumplir una misión que involucra entera y profundamente la existencia, en comunión con Cristo resucitado quien, en su Iglesia, sigue realizando el sacrificio redentor.
Esta dimensión eucarística-sacrificial es inseparable de la dimensión pastoral y constituye su núcleo de verdad y de fuerza salvífica, del que depende la eficacia de toda actividad. Naturalmente no hablamos sólo de la eficacia en el plano psicológico o social, sino de la fecundidad vital de la presencia de Dios al nivel humano profundo. La predicación misma, las obras, los gestos de distinto tipo que la Iglesia realiza con sus múltiples iniciativas, perderían su fecundidad salvífica si decayera la celebración del sacrificio de Cristo. Y esta se encomienda a los sacerdotes ordenados. En efecto, el presbítero está llamado a vivir en sí mismo lo que experimentó Jesús en primera persona, esto es, entregarse plenamente a la predicación y a la sanación del hombre de todo mal de cuerpo y espíritu, y después, al final, resumir todo en el gesto supremo de "dar la vida" por los hombres, gesto que halla su expresión sacramental en la Eucaristía, memorial perpetuo de la Pascua de Jesús. Es sólo a través de esta "puerta" del sacrificio pascual por donde los hombres y las mujeres de todo tiempo y lugar pueden entrar a la vida eterna; es a través de esta "vía santa" como pueden cumplir el éxodo que les conduce a la "tierra prometida" de la verdadera libertad, a las "verdes praderas" de la paz y de la alegría sin fin (cf. Jn 10, 7. 9; Sal 77, 14.20-21; Sal 23, 2).
Queridos ordenandos: que esta Palabra de Dios ilumine toda vuestra vida. Y cuando el peso de la cruz se haga más duro, sabed que esa es la hora más preciosa, para vosotros y para las personas a vosotros encomendadas: renovando con fe y amor vuestro "Sí, quiero, con la gracia de Dios", cooperaréis con Cristo, Sumo Sacerdote y Buen Pastor, a apacentar sus ovejas –tal vez sólo la que se había perdido, ¡pero por la cual es grande la fiesta en el cielo! Que la Virgen María, Salus Populi Romani, vele siempre por cada uno de vosotros y por vuestro camino. Amén.
Basílica de San Pedro, IV Domingo de Pascua, 7 de mayo de 2006
Queridos hermanos y hermanas; queridos ordenandos: 
En esta hora en la que vosotros, queridos amigos, mediante el sacramento de la ordenación sacerdotal sois introducidos como pastores al servicio del gran Pastor, Jesucristo, el Señor mismo nos habla en el evangelio del servicio en favor de la grey de Dios.
La imagen del pastor viene de lejos. En el antiguo Oriente los reyes solían designarse a sí mismos como pastores de sus pueblos. En el Antiguo Testamento Moisés y David, antes de ser llamados a convertirse en jefes y pastores del pueblo de Dios, habían sido efectivamente pastores de rebaños. En las pruebas del tiempo del exilio, ante el fracaso de los pastores de Israel, es decir, de los líderes políticos y religiosos, Ezequiel había trazado la imagen de Dios mismo como Pastor de su pueblo. Dios dice a través del profeta:  "Como un pastor vela por su rebaño (...), así velaré yo por mis ovejas. Las reuniré de todos los lugares donde se habían dispersado en día de nubes y brumas" (Ez 34, 12).
Ahora Jesús anuncia que ese momento ha llegado:  él mismo es el buen Pastor en quien Dios mismo vela por su criatura, el hombre, reuniendo a los seres humanos y conduciéndolos al verdadero pasto. San Pedro, a quien el Señor resucitado había confiado la misión de apacentar a sus ovejas, de convertirse en pastor con él y por él, llama a Jesús el "archipoimen", el Mayoral, el Pastor supremo (cf. 1P 5, 4), y con esto quiere decir que sólo se puede ser pastor del rebaño de Jesucristo por medio de él y en la más íntima comunión con él. Precisamente esto es lo que se expresa en el sacramento de la Ordenación:  el sacerdote, mediante el sacramento, es insertado totalmente en Cristo para que, partiendo de él y actuando con vistas a él, realice en comunión con él el servicio del único Pastor, Jesús, en el que Dios como hombre quiere ser nuestro Pastor.
El evangelio que hemos escuchado en este domingo es solamente una parte del gran discurso de Jesús sobre los pastores. En este pasaje, el Señor nos dice tres cosas sobre el verdadero pastor:  da su vida por las ovejas; las conoce y ellas lo conocen a él; y está al servicio de la unidad. Antes de reflexionar sobre estas tres características esenciales del pastor, quizá sea útil recordar brevemente la parte precedente del discurso sobre los pastores, en la que Jesús, antes de designarse como Pastor, nos sorprende diciendo:  "Yo  soy la puerta" (Jn 10, 7). En el servicio de pastor hay que entrar a través de él. Jesús  pone de relieve con gran claridad esta condición de fondo, afirmando:  "El que sube por otro lado, ese es un ladrón y un salteador" (Jn 10, 1).
Esta palabra "sube" (anabainei) evoca la imagen de alguien que trepa al recinto para llegar, saltando, a donde legítimamente no podría llegar. "Subir":  se puede ver aquí la imagen del arribismo, del intento de llegar "muy alto", de conseguir un puesto mediante la Iglesia:  servirse, no servir. Es la imagen del hombre que, a través del sacerdocio, quiere llegar a ser importante, convertirse en un personaje; la imagen del que busca su propia exaltación y no el servicio humilde de Jesucristo.
Pero el único camino para subir legítimamente hacia el ministerio de pastor es la cruz. Esta es la verdadera subida, esta es la verdadera puerta. No desear llegar a ser alguien, sino, por el contrario, ser para los demás, para Cristo, y así, mediante él y con él, ser para los hombres que él busca, que él quiere conducir por el camino de la vida.
Se entra en el sacerdocio a través del sacramento; y esto significa precisamente:  a través de la entrega a Cristo, para que él disponga de mí; para que yo lo sirva y siga su llamada, aunque no coincida con mis deseos de autorrealización y estima. Entrar por la puerta, que es Cristo, quiere decir conocerlo y amarlo cada vez más, para que nuestra voluntad se una a la suya y nuestro actuar llegue a ser uno con su actuar.
Queridos amigos, por esta intención queremos orar siempre de nuevo, queremos esforzarnos precisamente por esto, es decir, para que Cristo crezca en nosotros, para que nuestra unión con él sea cada vez más profunda, de modo que también a través de nosotros sea Cristo mismo quien apaciente.
Consideremos ahora más atentamente las tres afirmaciones fundamentales de Jesús sobre el buen pastor. La primera, que con gran fuerza impregna todo el discurso sobre los pastores, dice:  el pastor da su vida por las ovejas. El misterio de la cruz está en el centro del servicio de Jesús como pastor:  es el gran servicio que él nos presta a todos nosotros. Se entrega a sí mismo, y no sólo en un pasado lejano. En la sagrada Eucaristía realiza esto cada día, se da a sí mismo mediante nuestras manos, se da a nosotros. Por eso, con razón, en el centro de la vida sacerdotal está la sagrada Eucaristía, en la que el sacrificio de Jesús en la cruz está siempre realmente presente entre nosotros.
A partir de esto aprendemos también qué significa celebrar la Eucaristía de modo adecuado:  es encontrarnos con el Señor, que por nosotros se despoja de su gloria divina, se deja humillar hasta la muerte en la cruz y así se entrega a cada uno de nosotros. Es muy importante para el sacerdote la Eucaristía diaria, en la que se expone siempre de nuevo a este misterio; se pone siempre de nuevo a  sí mismo en las manos de Dios, experimentando al mismo tiempo la alegría de saber que él está presente, me acoge, me levanta y me lleva siempre de nuevo, me da la mano, se da a sí mismo.
La Eucaristía debe llegar a ser para nosotros una escuela de vida, en la que aprendamos a entregar nuestra vida. La vida no se da sólo en el momento de la muerte, y no solamente en el modo del martirio. Debemos darla día a día. Debo aprender día a día que yo no poseo mi vida para mí mismo. Día a día debo aprender a desprenderme de mí mismo, a estar a disposición del Señor para lo que necesite de mí en cada momento, aunque otras cosas me parezcan más bellas y más importantes. Dar la vida, no tomarla. Precisamente así experimentamos la libertad. La libertad de nosotros mismos, la amplitud del ser. Precisamente así, siendo útiles, siendo personas necesarias para el mundo, nuestra vida llega a ser importante y bella. Sólo quien da su vida la encuentra.
En segundo lugar el Señor nos dice:  "Conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre" (Jn 10, 14-15). En esta frase hay dos relaciones en apariencia muy diversas, que aquí están entrelazadas:  la relación entre Jesús y el Padre, y la relación entre Jesús y los hombres encomendados a él. Pero ambas relaciones van precisamente juntas porque los hombres, en definitiva, pertenecen al Padre y buscan al Creador, a Dios. Cuando se dan cuenta de que uno habla solamente en su propio nombre y tomando sólo de sí mismo, entonces intuyen que eso es demasiado poco y no puede ser lo que buscan.
Pero donde resuena en una persona otra voz, la voz del Creador, del Padre, se abre la puerta de la relación que el hombre espera. Por tanto, así debe ser en nuestro caso. Ante todo, en nuestro interior debemos vivir la relación con Cristo y, por medio de él, con el Padre; sólo entonces podemos comprender verdaderamente a los hombres, sólo a la luz de Dios se comprende la profundidad del hombre; entonces quien nos escucha se da cuenta de que no hablamos de nosotros, de algo, sino del verdadero Pastor.
Obviamente, las palabras de Jesús se refieren también a toda la tarea pastoral práctica de acompañar a los hombres, de salir a su encuentro, de estar abiertos a sus necesidades y a sus interrogantes. Desde luego, es fundamental el conocimiento práctico, concreto, de las personas que me han sido encomendadas, y ciertamente es importante entender este "conocer" a los demás en el sentido bíblico:  no existe un verdadero conocimiento sin amor, sin una relación interior, sin una profunda aceptación del otro.
El pastor no puede contentarse con saber los nombres y las fechas. Su conocimiento debe ser siempre también un conocimiento de las ovejas con el corazón. Pero a esto sólo podemos llegar si el Señor ha abierto nuestro corazón, si nuestro conocimiento no vincula las personas a nuestro pequeño yo privado, a nuestro pequeño corazón, sino que, por el contrario, les hace sentir el corazón de Jesús, el corazón del Señor. Debe ser un conocimiento con el corazón de Jesús, un conocimiento orientado a él, un conocimiento que no vincula la persona a mí, sino que la guía hacia Jesús, haciéndolo así libre y abierto. Así también nosotros nos hacemos cercanos a los hombres.
Pidamos siempre de nuevo al Señor que nos conceda este modo de conocer con el corazón de Jesús, de no vincularlos a mí sino al corazón de Jesús, y de crear así una verdadera comunidad.
Por último, el Señor nos habla del servicio a la unidad encomendado al pastor:  "Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo pastor" (Jn 10, 16). Es lo mismo que repite san Juan después de la decisión del sanedrín de matar a Jesús, cuando Caifás dijo que era preferible que muriera uno solo por el pueblo a que pereciera toda la nación. San Juan reconoce que se trata de palabras proféticas, y añade:  "Jesús iba a morir por la nación, y no sólo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos" (Jn 11, 52).
Se revela la relación entre cruz y unidad; la unidad se paga con la cruz. Pero sobre todo aparece el horizonte universal del actuar de Jesús. Aunque Ezequiel, en su profecía sobre el pastor, se refería al restablecimiento de la unidad entre las tribus dispersas de Israel (cf. Ez 34, 22-24), ahora ya no se trata de la unificación del Israel disperso, sino de todos los hijos de Dios, de la humanidad, de la Iglesia de judíos y paganos. La misión de Jesús concierne a toda la humanidad, y por eso la Iglesia tiene una responsabilidad con respecto a toda la humanidad, para que reconozca a Dios, al Dios que por todos nosotros en Jesucristo se encarnó, sufrió, murió y resucitó.
La Iglesia jamás debe contentarse con la multitud de aquellos a quienes, en cierto momento, ha llegado, y decir que los demás están bien así:  musulmanes, hindúes... La Iglesia no puede retirarse cómodamente dentro de los límites de su propio ambiente. Tiene por cometido la solicitud universal, debe preocuparse por todos y de todos. Por lo general debemos "traducir" esta gran tarea en nuestras respectivas misiones. Obviamente, un sacerdote, un pastor de almas debe preocuparse ante todo por los que creen y viven con la Iglesia, por los que buscan en ella el camino de la vida y que, por su parte, como piedras vivas, construyen la Iglesia y así edifican y sostienen juntos también al sacerdote.
Sin embargo, como dice el Señor, también debemos salir siempre de nuevo "a los caminos y cercados" (Lc 14, 23) para llevar la invitación de Dios a su banquete también a los hombres que hasta ahora no han oído hablar para nada de él o no han sido tocados interiormente por él. Este servicio universal, servicio a la unidad, se realiza de muchas maneras. Siempre forma parte de él también el compromiso por la unidad interior de la Iglesia, para que ella, por encima de todas las  diferencias y los límites, sea un signo de la presencia de Dios en el mundo, el único que puede crear dicha unidad.
La Iglesia antigua encontró en la escultura de su tiempo la figura del pastor que lleva una oveja sobre sus hombros. Quizá esas imágenes formen parte del sueño idílico de la vida campestre, que había fascinado a la sociedad de entonces. Pero para los cristianos esta figura se ha transformado con toda naturalidad en la imagen de Aquel que ha salido en busca de la oveja perdida, la humanidad; en la imagen de Aquel que nos sigue hasta nuestros desiertos y nuestras confusiones; en la imagen de Aquel que ha cargado sobre sus hombros a la oveja perdida, que es la humanidad, y la lleva a casa. Se ha convertido en la imagen del verdadero Pastor, Jesucristo. A él nos encomendamos. A él os encomendamos a vosotros, queridos hermanos, especialmente en esta hora, para que os conduzca y os lleve todos los días; para que os ayude a ser, por él y con él, buenos pastores de su rebaño. Amén.

DIRECTORIO HOMILÉTICO
Ap. I. La homilía y el Catecismo de la Iglesia Católica.
Ciclo A. Cuarto domingo de Pascua.
Cristo, pastor de las ovejas y puerta del redil
754 "La Iglesia, en efecto, es el redil cuya puerta única y necesaria es Cristo (Jn 10, 1-10). Es también el rebaño cuyo pastor será el mismo Dios, como él mismo anunció (cf. Is 40, 11; Ez 34, 11-31). Aunque son pastores humanos quien es gobiernan a las ovejas, sin embargo es Cristo mismo el que sin cesar las guía y alimenta; El, el Buen Pastor y Cabeza de los pastores (cf. Jn 10, 11; 1P 5, 4), que dio su vida por las ovejas (cf. Jn 10, 11-15)".
764 "Este Reino se manifiesta a los hombres en las palabras, en las obras y en la presencia de Cristo" (LG 5). Acoger la palabra de Jesús es acoger "el Reino" (ibid.). El germen y el comienzo del Reino son el "pequeño rebaño" (Lc 12, 32), de los que Jesús ha venido a convocar en torno suyo y de los que él mismo es el pastor (cf. Mt 10, 16; Mt 26, 31; Jn 10, 1-21). Constituyen la verdadera familia de Jesús (cf. Mt 12, 49). A los que reunió así en torno suyo, les enseñó no sólo una nueva "manera de obrar", sino también una oración propia (cf. Mt 5–6).
2665 La oración de la Iglesia, alimentada por la palabra de Dios y por la celebración de la liturgia, nos enseña a orar al Señor Jesús. Aunque esté dirigida sobre todo al Padre, en todas las tradiciones litúrgicas incluye formas de oración dirigidas a Cristo. Algunos salmos, según su actualización en la Oración de la Iglesia, y el Nuevo Testamento ponen en nuestros labios y gravan en nuestros corazones las invocaciones de esta oración a Cristo: Hijo de Dios, Verbo de Dios, Señor, Salvador, Cordero de Dios, Rey, Hijo amado, Hijo de la Virgen, Buen Pastor, Vida nuestra, nuestra Luz, nuestra Esperanza, Resurrección nuestra, Amigo de los hombres…
El Papa y los obispos como pastores
553 Jesús ha confiado a Pedro una autoridad específica: "A ti te daré las llaves del Reino de los cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos" (Mt 16, 19). El poder de las llaves designa la autoridad para gobernar la casa de Dios, que es la Iglesia. Jesús, "el Buen Pastor" (Jn 10, 11) confirmó este encargo después de su resurrección:"Apacienta mis ovejas" (Jn 21, 15-17). El poder de "atar y desatar" significa la autoridad para absolver los pecados, pronunciar sentencias doctrinales y tomar decisiones disciplinares en la Iglesia. Jesús confió esta autoridad a la Iglesia por el ministerio de los apóstoles (cf. Mt 18, 18) y particularmente por el de Pedro, el único a quien él confió explícitamente las llaves del Reino.
857 La Iglesia es apostólica porque está fundada sobre los apóstoles, y esto en un triple sentido:
- Fue y permanece edificada sobre "el fundamento de los apóstoles" (Ef 2, 20; Hch 21, 14), testigos escogidos y enviados en misión por el mismo Cristo (cf Mt 28, 16-20; Hch 1, 8; 1Co 9, 1; 1Co 15, 7-8; Ga 1, 1; etc.).
- Guarda y transmite, con la ayuda del Espíritu Santo que habita en ella, la enseñanza (cf Hch 2, 42), el buen depósito, las sanas palabras oídas a los apóstoles (cf 2Tm 1, 13-14).
- Sigue siendo enseñada, santificada y dirigida por los apóstoles hasta la vuelta de Cristo gracias a aquellos que les suceden en su ministerio pastoral: el colegio de los obispos, "a los que asisten los presbíteros juntamente con el sucesor de Pedro y Sumo Pastor de la Iglesia" (AG 5):
Porque no abandonas nunca a tu rebaño, sino que, por medio de los santos pastores, lo proteges y conservas, y quieres que tenga siempre por guía la palabra de aquellos mismos pastores a quienes tu Hijo dio la misión de anunciar el Evangelio (MR, Prefacio de los apóstoles).
861 "Para que continuase después de su muerte la misión a ellos confiada, encargaron mediante una especie de testamento a sus colaboradores más inmediatos que terminaran y consolidaran la obra que ellos empezaron. Les encomendaron que cuidaran de todo el rebaño en el que el Espíritu Santo les había puesto para ser los pastores de la Iglesia de Dios. Nombraron, por tanto, de esta manera a algunos varones y luego dispusieron que, después de su muerte, otros hombres probados les sucedieran en el ministerio" (LG 20; cf San Clemente Romano, Cor. 42; 44).
881 El Señor hizo de Simón, al que dio el nombre de Pedro, y solamente de él, la piedra de su Iglesia. Le entregó las llaves de ella (cf. Mt 16, 18-19); lo instituyó pastor de todo el rebaño (cf. Jn 21, 15-17). "Está claro que también el Colegio de los Apóstoles, unido a su Cabeza, recibió la función de atar y desatar dada a Pedro" (LG 22). Este oficio pastoral de Pedro y de los demás apóstoles pertenece a los cimientos de la Iglesia. Se continúa por los obispos bajo el primado del Papa.
896 El Buen Pastor será el modelo y la "forma" de la misión pastoral del obispo. Consciente de sus propias debilidades, el obispo "puede disculpar a los ignorantes y extraviados. No debe negarse nunca a escuchar a sus súbditos, a a los que cuida como verdaderos hijos … Los fieles, por su parte, deben estar unidos a su obispo como la Iglesia a Cristo y como Jesucristo al Padre" (LG 27):
"Seguid todos al obispo como Jesucristo (sigue) a su Padre, y al presbiterio como a los apóstoles; en cuanto a los diáconos, respetadlos como a la ley de Dios. Que nadie haga al margen del obispo nada en lo que atañe a la Iglesia" (San Ignacio de Antioquía, Smyrn. 8, 1).
1558 "La consagración episcopal confiere, junto con la función de santificar, también las funciones de enseñar y gobernar… En efecto… por la imposición de las manos y por las palabras de la consagración se confiere la gracia del Espíritu Santo y queda marcado con el carácter sagrado. En consecuencia, los obispos, de manera eminente y visible, hacen las veces del mismo Cristo, Maestro, Pastor y Sacerdote, y actúan en su nombre (in eius persona agant)" (ibid.). "El Espíritu Santo que han recibido ha hecho de los obispos los verdaderos y auténticos maestros de la fe, pontífices y pastores" (CD 2).
1561 Todo lo que se ha dicho explica por qué la Eucaristía celebrada por el obispo tiene una significación muy especial como expresión de la Iglesia reunida en torno al altar bajo la presidencia de quien representa visiblemente a Cristo, Buen Pastor y Cabeza de su Iglesia (cf SC 41; LG 26).
1568 "Los presbíteros, instituidos por la ordenación en el orden del presbiterado, están unidos todos entre sí por la íntima fraternidad del sacramento. Forman un único presbiterio especialmente en la diócesis a cuyo servicio se dedican bajo la dirección de su obispo" (PO 8). La unidad del presbiterio encuentra una expresión litúrgica en la costumbre de que los presbíteros impongan a su vez las manos, después del obispo, durante el rito de la ordenación.
1574 Como en todos los sacramentos, ritos complementarios rodean la celebración. Estos varían notablemente en las distintas tradiciones litúrgicas, pero tienen en común la expresión de múltiples aspectos de la gracia sacramental. Así, en el rito latino, los ritos iniciales - la presentación y elección del ordenando, la alocución del obispo, el interrogatorio del ordenando, las letanías de los santos - ponen de relieve que la elección del candidato se hace conforme al uso de la Iglesia y preparan el acto solemne de la consagración; después de ésta varios ritos vienen a expresar y completar de manera simbólica el misterio que se ha realizado: para el obispo y el presbítero la unción con el santo crisma, signo de la unción especial del Espíritu Santo que hace fecundo su ministerio; la entrega del libro de los evangelios, del anillo, de la mitra y del báculo al obispo en señal de su misión apostólica de anuncio de la palabra de Dios, de su fidelidad a la Iglesia, esposa de Cristo, de su cargo de pastor del rebaño del Señor; entrega al presbítero de la patena y del cáliz, "la ofrenda del pueblo santo" que es llamado a presentar a Dios; la entrega del libro de los evangelios al diácono que acaba de recibir la misión de anunciar el evangelio de Cristo.
Los sacerdotes como pastores
874 Razón del ministerio eclesial
El mismo Cristo es la fuente del ministerio en la Iglesia. El lo ha instituido, le ha dado autoridad y misión, orientación y finalidad:
"Cristo el Señor, para dirigir al Pueblo de Dios y hacerle progresar siempre, instituyó en su Iglesia diversos ministerios que está ordenados al bien de todo el Cuerpo. En efecto, los ministros que posean la sagrada potestad están al servicio de sus hermanos para que todos los que son miembros del Pueblo de Dios … lleguen a la salvación" (LG 18).
1120 El ministerio ordenado o sacerdocio ministerial (LG 10) está al servicio del sacerdocio bautismal. Garantiza que, en los sacramentos, sea Cristo quien actúa por el Espíritu Santo en favor de la Iglesia. La misión de salvación confiada por el Padre a su Hijo encarnado es confiada a los Apóstoles y por ellos a sus sucesores: reciben el Espíritu de Jesús para actuar en su nombre y en su persona (cf Jn 20, 21-23; Lc 24, 47; Mt 28, 18-20). Así, el ministro ordenado es el vínculo sacramental que une la acción litúrgica a lo que dijeron y realizaron los Apóstoles, y por ellos a lo que dijo y realizó Cristo, fuente y fundamento de los sacramentos.
1465 Cuando celebra el sacramento de la Penitencia, el sacerdote ejerce el ministerio del Buen Pastor que busca la oveja perdida, el del Buen Samaritano que cura las heridas, del Padre que espera al Hijo pródigo y lo acoge a su vuelta, del justo Juez que no hace acepción de personas y cuyo juicio es a la vez justo y misericordioso. En una palabra, el sacerdote es el signo y el instrumento del amor misericordioso de Dios con el pecador.
1536 El Orden es el sacramento gracias al cual la misión confiada por Cristo a sus Apóstoles sigue siendo ejercida en la Iglesia hasta el fin de los tiempos: es, pues, el sacramento del ministerio apostólico. Comprende tres grados: el episcopado, el presbiterado y el diaconado.
(Sobre la institución y la misión del ministerio apostólico por Cristo ya se ha tratado en la primera parte. Aquí sólo se trata de la realidad sacramental mediante la que se transmite este ministerio)
In persona Christi Capitis…
1548 En el servicio eclesial del ministro ordenado es Cristo mismo quien está presente a su Iglesia como Cabeza de su cuerpo, Pastor de su rebaño, sumo sacerdote del sacrificio redentor, Maestro de la Verdad. Es lo que la Iglesia expresa al decir que el sacerdote, en virtud del sacramento del Orden, actúa "in persona Christi Capitis" (cf LG 10; 28; SC 33; CD 11; PO 2, 6):
"El ministro posee en verdad el papel del mismo Sacerdote, Cristo Jesús. Si, ciertamente, aquel es asimilado al Sumo Sacerdote, por la consagración sacerdotal recibida, goza de la facultad de actuar por el poder de Cristo mismo a quien representa (virtute ac persona ipsius Christi)" (Pío XII, enc. Mediator Dei).
"Christus est fons totius sacerdotii; nan sacerdos legalis erat figura ipsius, sacerdos autem novae legis in persona ipsius operatur" ("Cristo es la fuente de todo sacerdocio, pues el sacerdote de la antigua ley era figura de EL, y el sacerdote de la nueva ley actúa en representación suya" (S. Tomás de A., s. th. 3, 22, 4).
1549 Por el ministerio ordenado, especialmente por el de los obispos y los presbíteros, la presencia de Cristo como cabeza de la Iglesia se hace visible en medio de la comunidad de los creyentes. Según la bella expresión de San Ignacio de Antioquía, el obispo es typos tou Patros, es imagen viva de Dios Padre (Trall. 3, 1; cf Magn. 6, 1).
1550 Esta presencia de Cristo en el ministro no debe ser entendida como si éste estuviese exento de todas las flaquezas humanas, del afán de poder, de errores, es decir del pecado. No todos los actos del ministro son garantizados de la misma manera por la fuerza del Espíritu Santo. Mientras que en los sacramentos esta garantía es dada de modo que ni siquiera el pecado del ministro puede impedir el fruto de la gracia, existen muchos otros actos en que la condición humana del ministro deja huellas que no son siempre el signo de la fidelidad al evangelio y que pueden dañar por consiguiente a la fecundidad apostólica de la Iglesia.
1551 Este sacerdocio es ministerial. "Esta Función, que el Señor confió a los pastores de su pueblo, es un verdadero servicio" (LG 24). Está enteramente referido a Cristo y a los hombres. Depende totalmente de Cristo y de su sacerdocio único, y fue instituido en favor de los hombres y de la comunidad de la Iglesia. El sacramento del Orden comunica "un poder sagrado", que no es otro que el de Cristo. El ejercicio de esta autoridad debe, por tanto, medirse según el modelo de Cristo, que por amor se hizo el último y el servidor de todos (cf. Mc 10, 43-45; 1P 5, 3). "El Señor dijo claramente que la atención prestada a su rebaño era prueba de amor a él" (S. Juan Crisóstomo, sac. 2, 4; cf. Jn 21, 15-17)
1564 "Los presbíteros, aunque no tengan la plenitud del sacerdocio y dependan de los obispos en el ejercicio de sus poderes, sin embargo están unidos a éstos en el honor del sacerdocio y, en virtud del sacramento del Orden, quedan consagrados como verdaderos sacerdotes de la Nueva Alianza, a imagen de Cristo, sumo y eterno Sacerdote (Hb 5, 1-10; Hb 7, 24; Hb 9, 11-28), para anunciar el Evangelio a los fieles, para dirigirlos y para celebrar el culto divino" (LG 28).
2179 "La parroquia es una determinada comunidad de fieles constituida de modo estable en la Iglesia particular, cuya cura pastoral, bajo la autoridad del Obispo diocesano, se encomienda a un párroco, como su pastor propio" (CIC, can. 515, 1). Es el lugar donde todos los fieles pueden reunirse para la celebración dominical de la eucaristía. La parroquia inicia al pueblo cristiano en la expresión ordinaria de la vida litúrgica, la congrega en esta celebración; le enseña la doctrina salvífica de Cristo. Practica la caridad del Señor en obras buenas y fraternas:
"No puedes orar en casa como en la Iglesia, donde son muchos los reunidos, donde el grito de todos se dirige a Dios como desde un solo corazón. Hay en ella algo más: la unión de los espíritus, la armonía de las almas, el vínculo de la caridad, las oraciones de los sacerdotes" (S. Juan Crisóstomo, incomprehens. 3, 6).
2686 Los ministros ordenados son también responsables de la formación en la oración de sus hermanos y hermanas en Cristo. Servidores del buen Pastor, han sido ordenados para guiar al pueblo de Dios a las fuentes vivas de la oración: la Palabra de Dios, la liturgia, la vida teologal, el hoy de Dios en las situaciones concretas (cf PO 4-6).
Conversión, fe y Bautismo
14 Primera parte: la profesión de la fe
Los que por la fe y el Bautismo pertenecen a Cristo deben confesar su fe bautismal delante de los hombres (cf. Mt 10, 32; Rm 10, 9). Para esto, el Catecismo expone en primer lugar en qué consiste la Revelación por la que Dios se dirige y se da al hombre, y la fe, por la cual el hombre responde a Dios (Sección primera). El Símbolo de la fe resume los dones que Dios hace al hombre como Autor de todo bien, como Redentor, como Santificador y los articula en torno a los "tres capítulos" de nuestro Bautismo - la fe en un solo Dios: el Padre Todopoderoso, el Creador; y Jesucristo, su Hijo, nuestro Señor y Salvador; y el Espíritu Santo, en la Santa Iglesia (Sección segunda).
189 La primera "profesión de fe" se hace en el Bautismo. El "símbolo de la fe" es ante todo el símbolo bautismal. Puesto que el Bautismo es dado "en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28, 19), las verdades de fe profesadas en el Bautismo son articuladas según su referencia a las tres personas de la Santísima Trinidad.
1064 Así pues, el "Amén" final del Credo recoge y confirma su primera palabra: "Creo". Creer es decir "Amén" a las palabras, a las promesas, a los mandamientos de Dios, es fiarse totalmente de El que es el Amén de amor infinito y de perfecta fidelidad. La vida cristiana de cada día será también el "Amén" al "Creo" de la Profesión de fe de nuestro Bautismo:
"Que tu símbolo sea para ti como un espejo. Mírate en él: para ver si crees todo lo que declaras creer. Y regocíjate todos los días en tu fe" (San Agustín, serm. 58, 11, 13: PL 38, 399).
1226 Desde el día de Pentecostés la Iglesia ha celebrado y administrado el santo Bautismo. En efecto, S. Pedro declara a la multitud conmovida por su predicación: "Convertíos y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo" (Hch 2, 38). Los Apóstoles y sus colaboradores ofrecen el bautismo a quien crea en Jesús: judíos, hombres temerosos de Dios, paganos (Hch 2, 41; Hch 8, 12-13; Hch 10, 48; Hch 16, 15). El Bautismo aparece siempre ligado a la fe: "Ten fe en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu casa", declara S. Pablo a su carcelero en Filipos. El relato continúa: "el carcelero inmediatamente recibió el bautismo, él y todos los suyos" (Hch 16, 31–33).
1236 El anuncio de la Palabra de Dios ilumina con la verdad revelada a los candidatos y a la asamblea y suscita la respuesta de la fe, inseparable del Bautismo. En efecto, el Bautismo es de un modo particular "el sacramento de la fe" por ser la entrada sacramental en la vida de fe.
Fe y Bautismo
1253 El Bautismo es el sacramento de la fe (cf Mc 16, 16). Pero la fe tiene necesidad de la comunidad de creyentes. Sólo en la fe de la Iglesia puede creer cada uno de los fieles. La fe que se requiere para el Bautismo no es una fe perfecta y madura, sino un comienzo que está llamado a desarrollarse. Al catecúmeno o a su padrino se le pregunta: "¿Qué pides a la Iglesia de Dios?" y él responde: "¡La fe!".
1254 En todos los bautizados, niños o adultos, la fe debe crecer después del Bautismo. Por eso, la Iglesia celebra cada año en la noche pascual la renovación de las promesas del Bautismo. La preparación al Bautismo sólo conduce al umbral de la vida nueva. El Bautismo es la fuente de la vida nueva en Cristo, de la cual brota toda la vida cristiana.
1255 Para que la gracia bautismal pueda desarrollarse es importante la ayuda de los padres. Ese es también el papel del padrino o de la madrina, que deben ser creyentes sólidos, capaces y prestos a ayudar al nuevo bautizado, niño o adulto, en su camino de la vida cristiana (cf CIC can. 872-874). Su tarea es una verdadera función eclesial (officium; cf SC 67). Toda la comunidad eclesial participa de la responsabilidad de desarrollar y guardar la gracia recibida en el Bautismo.
LA CONVERSIÓN DE LOS BAUTIZADOS
1427 Jesús llama a la conversión. Esta llamada es una parte esencial del anuncio del Reino: "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva" (Mc 1, 15). En la predicación de la Iglesia, esta llamada se dirige primeramente a los que no conocen todavía a Cristo y su Evangelio. Así, el Bautismo es el lugar principal de la conversión primera y fundamental. Por la fe en la Buena Nueva y por el Bautismo (cf. Hch 2, 38) se renuncia al mal y se alcanza la salvación, es decir, la remisión de todos los pecados y el don de la vida nueva.
1428 Ahora bien, la llamada de Cristo a la conversión sigue resonando en la vida de los cristianos. Esta segunda conversión es una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia que "recibe en su propio seno a los pecadores" y que siendo "santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación" (LG 8). Este esfuerzo de conversión no es sólo una obra humana. Es el movimiento del "corazón contrito" (Sal 51, 19), atraído y movido por la gracia (cf Jn 6, 44; Jn 12, 32) a responder al amor misericordioso de Dios que nos ha amado primero (cf 1Jn 4, 10).
1429 De ello da testimonio la conversión de S. Pedro tras la triple negación de su Maestro. La mirada de infinita misericordia de Jesús provoca las lágrimas del arrepentimiento (Lc 22, 61) y, tras la resurrección del Señor, la triple afirmación de su amor hacia él (cf Jn 21, 15-17). La segunda conversión tiene también una dimensión comunitaria. Esto aparece en la llamada del Señor a toda la Iglesia: "¡Arrepiéntete!" (Ap 2, 5. 16).
S. Ambrosio dice acerca de las dos conversiones que, en la Iglesia, "existen el agua y las lágrimas: el agua del Bautismo y las lágrimas de la Penitencia" (Ep. 41, 12).
Cristo, un ejemplo para soportar con paciencia
618 Nuestra participación en el sacrificio de Cristo
La Cruz es el único sacrificio de Cristo "único mediador entre Dios y los hombres" (1Tm 2, 5). Pero, porque en su Persona divina encarnada, "se ha unido en cierto modo con todo hombre" (GS 22, 2), él "ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de Dios sólo conocida, se asocien a este misterio pascual" (GS 22, 5). El llama a sus discípulos a "tomar su cruz y a seguirle" (Mt 16, 24) porque él "sufrió por nosotros dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas" (1 P 2, 21). El quiere en efecto asociar a su sacrificio redentor a aquéllos mismos que son sus primeros beneficiarios(cf. Mc 10, 39; Jn 21, 18-19; Col 1, 24). Eso lo realiza en forma excelsa en su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sufrimiento redentor (cf. Lc 2, 35):
"Fuera de la Cruz no hay otra escala por donde subir al cielo" (Sta. Rosa de Lima, vida).
2447 Las obras de misericordia son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales (cf. Is 58, 6-7; Hb 13, 3). Instruir, aconsejar, consolar, confortar, son obras de misericordia espiritual, como perdonar y sufrir con paciencia. Las obras de misericordia corporal consisten especialmente en dar de comer al hambriento, dar techo a quien no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos, enterrar a los muertos (cf Mt 25, 31-46). Entre estas obras, la limosna hecha a los pobres (cf Tb 4, 5-11; Si 17, 22) es uno de los principales testimonios de la caridad fraterna; es también una práctica de justicia que agrada a Dios (cf Mt 6, 2-4):
"El que tenga dos túnicas que las reparta con el que no tiene; el que tenga para comer que haga lo mismo (Lc 3, 11). Dad más bien en limosna lo que tenéis, y así todas las cosas serán puras para vosotros (Lc 11, 41). Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y alguno de vosotros les dice: "id en paz, calentaos o hartaos", pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve?" (St 2, 15-16; cf. 1Jn 3, 17).

Oración de los fieles
Año A
Oremos al Señor nuestro Dios, que nos ha confiado al cuidado de Jesucristo, su Hijo, el Buen Pastor.
- Para que el papa, los obispos y todos los que tienen alguna misión pastoral sigan las huellas de Cristo, que está en medio de nosotros como el que sirve. Roguemos al Señor.
- Para que los gobernantes, en sus deliberaciones y decisiones, estén siempre atentos a las necesidades de sus pueblos, recogiendo sus justas aspiraciones. Roguemos al Señor.
- Para que nuestros jóvenes y los de los países de misión no tengan miedo a ser llamados por Dios y, siguiendo el ejemplo de los apóstoles, respondan con firmeza y confianza a la vocación. Roguemos al Señor.
- Para que todos nos sintamos responsables de la solicitud pastoral de la Iglesia. Roguemos al Señor.
- Para todos nosotros sigamos con plena fidelidad y confianza a Jesucristo, sabiendo que él es nuestro auténtico Pastor, y que solo por él podemos llegar al Padre. Roguemos al Señor.
Escúchanos, Señor; que tu bondad y tu misericordia nos acompañen todos los días de nuestra vida, hasta que lleguemos a los pastos eternos, conducidos por tu Hijo Jesucristo, Pastor y puerta del rebaño, que vive y reina por los siglos de los siglos.

San Pablo VI, Discurso a los sacerdotes de Roma 10-febrero-1978.

DISCURSO DEL SANTO PADRE PABLO VI
A LO SACERDOTES DE ROMA
Capilla Sixtina, Viernes 10 de febrero de 1978


Venerables hermanos:

Gracias por vuestra presencia, que nos demuestra ya vuestra buena voluntad, vuestro afecto y vuestra comunión. Que el Señor os lo recompense y dé a este encuentro cuaresmal la virtud de infundir en vuestros ánimos el consuelo que puede necesitar vuestro ministerio, no sólo en el actual momento litúrgico, sino en la conciencia habitual de vuestra vocación sacerdotal. Porque es de esta vocación de lo que ahora tenemos intención de hablaros sencilla y brevemente, aunque nada nuevo podremos decir sobre tema tan estudiado y meditado, tratado por nosotros mismo en otras ocasiones. Pero es tema que atañe a la experiencia espiritual de la vida de cada uno de nosotros más que los libros que magistralmente lo describen e iluminan; y es tema que nos parece responder tanto a la necesidad de nuestras almas, polarizadas hacia el misterio pascual de próxima celebración, como a los requerimientos de nuestro ministerio en general.

Pues bien, os diremos que hemos meditado sobre la relación eclesial y sobrenatural que une nuestra persona y el ministerio apostólico, que ésta tiene a su cargo, a vosotros, hermanos del clero romano, y hemos buscado una palabra que pudiera tener resonancia en vuestros corazones sacudidos por la experiencia sacerdotal del momento, y que fuese eco de la voz que Cristo, nuestro Maestro, nuestro Pastor, nuestro Salvador y nuestro Todo, quisiese sugerirnos; y ésta parece haber sido la voz pascual de la resurrección: Pax vobis; sí, la paz con vosotros, nuestros sacerdotes, nuestros colaboradores en el servicio pastoral en esta bendita y dramática sede romana; hermanos nuestros e hijos nuestros: ¡la paz con vosotros!

Así intentamos corresponder a un deseo que brota de vuestra alma atormentada por el problema de vuestra condición de personas especiales, dedicadas al culto y a la profesión religiosa, problema que se ha desplomado como un peñasco sobre la conciencia sacerdotal contemporánea, abrumándola y aplastándola, en algunos hermanos nuestros, con una pregunta tan elemental como terrible: Yo ¿quién soy?, es decir, con la cuestión denominada de la propia identidad. La respuesta a la cuestión no era sino una nueva presentación de la pregunta: Yo soy cura, soy sacerdote; pero, ¿qué significa y qué lleva consigo ser sacerdote? Este interrogante, por su mismo carácter radical, crea un tormento interior y a veces preludia las respuestas más dudosas y más tristes.

Con estremecimiento contemplamos este estado de ánimo de algunos sacerdotes, y querríamos reconfortarles enseguida con la respuesta serena y segura que vosotros mismos, aquí presentes, dais a vuestras almas, hablando al Señor: Tuus sum ego!, experimentando enseguida la sensación de embriaguez y seguridad que caracteriza la conciencia del sacerdote humilde y fiel.

Nos abstenemos ahora de considerar las formas y las proporciones del fenómeno de las defecciones sacerdotales que estos últimos años ha afligido a la Iglesia y que está presente cada día en nuestra pena y en nuestra oración.

Las estadísticas nos abruman; la casuística nos desconcierta; las motivaciones, sí, nos imponen respeto y nos mueven a compasión, pero nos causan un dolor inmenso; la suerte de los débiles que han encontrado fuerza para desertar de su compromiso nos confunde y nos hace invocar la misericordia de Dios. Que sean justamente los predilectos de la Casa de Dios quienes impugnen su estabilidad y violen sus costumbres tiene para nosotros algo de inverosímil, qué nos pone en los labios las angustiadas palabras del Salmo: "...Si inimicus meas maledixisset mihi, sustinuissem...: Si me hubiese injuriado un enemigo, lo habría soportado; si se hubiese alzado contra mí un adversario, me habría escondido de él. ¡Pero eres tú, mi compañero, mi amigo y confidente! ¡Nos unía una dulce amistad, caminábamos jubilosos hacia la casa de Dios!" (Sal 54, 13-15).

Una táctica calculada se ha apoderado de la sicología de algunos hermanos en el sacerdocio —queremos creer que pocos— para desconsagrar su figura tradicional; un proceso de desacralización se ha apoderado de la institución sacerdotal para demoler su consistencia y cubrir sus ruinas, una manía de aseglaramiento ha arrancado las ínfulas exteriores del hábito sagrado y ha extirpado del corazón de algunos la sagrada reverencia debida a su propia persona, para sustituirla con una exhibida vanidad de lo profano y a veces incluso con la audacia de lo ilícito y de lo intemperante (cf. F. Galot. Visage nouveau du prétre, I, Lethielleux 1970).

Pero hoy querríamos invitaros a cada uno de vosotros, a título penitencial, o mejor, a título de conversión cuaresmal y como preludio casi del renacimiento pascual, a rememorar el momento interior en que se encendió en vuestro espíritu la lámpara de la vocación sacerdotal o religiosa.

¿Cómo fue? Cada uno se lo repita a sí mismo. No fue ciertamente un momento fácil. La conciencia del sacrificio no estuvo ausente en el cálculo decisivo y prevalente de la elección suprema del género de vida preferido: preferido como inmolación voluntaria, victoriosa frente a las renuncias que llevaba consigo, y extrañamente amada justamente por la amargura de que llenaba el corazón, algo semejante a la célebre crisis de San Agustín en el huerto milanés, cuando, pagano todavía, narra de sí mismo: ...flebam amarissima contritione cordis mei. Et ecce audio vocem de vicina domo, cum canto dicentis, et crebro repetentis, quasi pueri aut puellae, nescio: tolle, lege; tolle, lege (cf. Confess. 1, 8; c. 12; cf. también Leo Trese, Il sacerdote oggi, Morcelliana, Brescia, 1958; e igualmente los demás escritos del mismo autor, ib).

Retornemos, pues, con conmovido recuerdo, al esquema esencial de la vocación eclesiástica, al punto de convergencia de las dos voces, que se hacen eco la una a la otra; la voz interior, personalísima, que se ha insinuado en la, sicología sobre el propio destino y que tiene un extraño acento de suavidad y autoridad: "¡Ven! ¡Ten confianza! ¡Este es el el camino de tu verdad! ". Y luego la voz exterior, bendita, grave, paternal, llena de sufrimiento y de seguridad, la del hombre de Dios, en función de maestro de espíritu, que, poniendo fin a tantas cavilaciones, solicitando un tremendo juego de libertad, se pronuncia: ¡Tú puedes, tú debes! Voz que se repite en labios afables, respetuosa siempre de la decisión que brota de la libertad personal, pero revestida ya de una autoridad que ahuyenta toda vacilación, toda duda, y termina entrando en el alma como espada tajante (cf. Heb 4, 12): "Sí, hijito; ven, prueba y verás" (cf. Jn, 1, 39); ¡la voz del obispo! (cf. Seminarium, 1, 1967; Yves Congar, Vocation sacerdotale, págs. 7-16).

¿Por qué estas alusiones? Por varias razones. Primera: son hermosas, son transparentes, son características. En torno a ellas cada uno de nosotros puede rehacer la historia de su vocación. Cada uno tiene su propia historia a este respecto; un drama personal; es una página autobiográfica que cada uno de nosotros debe recordar, reconstruir, venerar. Es nuestra phase, nuestro episodio del tránsito de Dios, con el acostumbrado comentario: Timeo transeuntem Deum

En segundo lugar: estos recuerdos tienen carácter, por decirlo así, adivinatorio, y ofrecen la base humana, personal, de lo que después construyó encima la gracia sacramental; un carácter definitivo: sacerdos in aeternum. Cosa inefable. Otro tema para meditaciones encantadoras. Hay una literatura, también profana, sobre este aspecto de la ordenación sacerdotal: ¡irrevocablemente impresa en las entrañas de nuestra personalidad, terriblemente indeleble y capaz a veces de inefable reviviscencia!

Y más aún. ¿Quién podrá agotar el tema de la reflexión sobre el misterio de la identificación de nuestra pobre vida con Cristo mismo? No en vano podemos y debemos repetirnos a nosotros mismos: Sacerdos alter Christus!¡Demasiadas, demasiadas cosas, todos lo sabemos, habría que decir a este propósito! Nosotros querríamos pediros, justamente como práctica cuaresmal, que retornaseis con toda vuestra mente a este aspecto de nuestra personalidad sacerdotal.

Para que tengáis la paradójica valentía de repetir cada uno para sí: "Christo confixus sum cruci: estoy crucificado con Cristo" (Gál 2, 19). Y para que cada cual sienta y convierta en ministerio sacerdotal esta inmolación que nos asemeja a Jesús, nuestro modelo y Salvador, y experimente en sí la felicidad del misterio pascual que estamos viviendo: "superabundo gaudio in omni tribulatione nostra: reboso de gozo en todas nuestras tribulaciones" (2 Cor7, 4).

¡Así sea, así sea para todos vosotros! Queridísimos hijos, con nuestra bendición apostólica.