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domingo, 6 de septiembre de 2020

Domingo 11 octubre 2020, XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario, Lecturas ciclo A.

XXVIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Monición de entrada
Año A

Hemos venido a la eucaristía respondiendo a la invitación que el Señor y su Iglesia nos hacen este domingo. En el Evangelio escucharemos la parábola de los invitados al banquete de bodas. El Señor nos ayude siempre a vestir un traje hecho de buenas obras, a la altura del banquete al que se nos convida y que ahora iniciamos.

Acto penitencial
Todo como en el Ordinario de la Misa. Para la tercera fórmula pueden usarse las siguientes invocaciones:
Año A

- Tú, que nos invitas al banquete de tu reino: Señor, ten piedad.
R. Señor, ten piedad.
- Mantennos siempre revestidos de tu gracia: Cristo, ten piedad.
R. Cristo, ten piedad.
- Que formemos parte del número de tus elegidos: Señor, ten pieda
R. Señor, ten piedad.
En lugar del acto penitencial, se puede celebrar el rito de la bendición y de la aspersión del agua bendita.

LITURGIA DE LA PALABRA
Lecturas del XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo A (Lec. I A)

PRIMERA LECTURA Is 25, 6-10a
Preparará el Señor un festín, y enjugará las lágrimas de todos los rostros

Lectura del libro de Isaías.

Preparará el Señor del universo para todos los pueblos,
en este monte, un festín de manjares suculentos,
un festín de vinos de solera;
manjares exquisitos, vinos refinados.
Y arrancará en este monte
el velo que cubre a todos los pueblos,
el lienzo extendido sobre todas las naciones.
Aniquilará la muerte para siempre.
Dios, el Señor, enjugará las lágrimas de todos los rostros,
y alejará del país el oprobio de su pueblo
—lo ha dicho el Señor—.
Aquel día se dirá: «Aquí está nuestro Dios.
Esperábamos en él y nos ha salvado.
Este es el Señor en quien esperamos.
Celebremos y gocemos con su salvación,
porque reposará sobre este monte la mano del Señor».

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Salmo responsorial Sal 22, 1-3a. 3b-4. 5. 6. (R.: 6cd)
R.
Habitaré en la casa del Señor por años sin término.
Inhabitábo in domo Dómini in logitúdinem diérum.

V. El Señor es mi pastor, nada me falta:
en verdes praderas me hace recostar;
me conduce hacia fuentes tranquilas
y repara mis fuerzas.
R. Habitaré en la casa del Señor por años sin término.
Inhabitábo in domo Dómini in logitúdinem diérum.

V. Me guía por el sendero justo,
por el honor de su nombre.
Aunque camine por cañadas oscuras,
nada temo, porque tú vas conmigo:
tu vara y tu cayado me sosiegan.
R. Habitaré en la casa del Señor por años sin término.
Inhabitábo in domo Dómini in logitúdinem diérum.

V. Preparas una mesa ante mi,
enfrente de mis enemigos;
me unges la cabeza con perfume,
y mi copa rebosa.
R. Habitaré en la casa del Señor por años sin término.
Inhabitábo in domo Dómini in logitúdinem diérum.

V. Tu bondad y tu misericordia me acompañan
todos los días de mi vida,
y habitaré en la casa del Señor
por años sin término.
R. Habitaré en la casa del Señor por años sin término.
Inhabitábo in domo Dómini in logitúdinem diérum.

SEGUNDA LECTURA 4, 12-14. 19-20
Todo lo puedo en aquel que me conforta

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Filipenses.

Hermanos:
Sé vivir en pobreza y abundancia. Estoy avezado en todo y para todo: a la hartura y al hambre, a la abundancia y a la privación. Todo lo puedo en aquel que me conforta. En todo caso, hicisteis bien en compartir mis tribulaciones.
En pago, mi Dios proveerá a todas vuestras necesidades con magnificencia, conforme a su riqueza en Cristo Jesús.
A Dios, nuestro Padre, la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Aleluya Cf. Ef 1, 17-18
R.
Aleluya, aleluya, aleluya
V. El Padre de nuestro Señor Jesucristo ilumine los ojos de nuestro corazón, para que comprendamos cuál es la esperanza a la que nos llama. R.
Pater Dómini nostri Iesu Christi illúminet óculos cordis nostri; ut sciámus quæ sit spes vocatiónis nostræ.

EVANGELIO (forma larga) Mt 22, 1-14
A todos los que encontréis, llamadlos a la boda
Lectura del santo Evangelio según san Mateo.
R. Gloria a ti, Señor.

En aquel tiempo, volvió a hablar Jesús en parábolas a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo, diciendo:
«El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo; mandó a sus criados para que llamaran a los convidados, pero no quisieron ir. Volvió a mandar otros criados encargándoles que dijeran a los convidados:
“Tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses cebadas y todo está a punto. Venid a la boda”.
Pero ellos no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios, los demás agarraron a los criados y los maltrataron y los mataron.
El rey montó en cólera, envió sus tropas, que acabaron con aquellos asesinos y prendieron fuego a la ciudad.
Luego dijo a sus criados:
“La boda está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los caminos y a todos los que encontréis, llamadlos a la boda”.
Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos. La sala del banquete se llenó de comensales. Cuando el rey entró a saludar a los comensales, reparó en uno que no llevaba traje de fiesta y le dijo:
“Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin el vestido de boda?”. El otro no abrió la boca. Entonces el rey dijo a los servidores:
“Atadlo de pies y manos y arrojadlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes”.
Porque muchos son los llamados, pero pocos los elegidos».

Palabra del Señor.
R. Gloria a ti, Señor Jesús.

EVANGELIO (forma breve) Mt 22, 1-10
A todos los que encontréis, llamados a la boda
Lectura del santo Evangelio según san Mateo.
R. Gloria a ti, Señor.

En aquel tiempo, volvió a hablar Jesús en parábolas a los sumos sacerdotes y a los ancianos del pueblo, diciendo:
«El reino de los cielos se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo; mandó a sus criados para que llamaran a los convidados, pero no quisieron ir. Volvió a mandar otros criados encargándoles que dijeran a los convidados:
“Tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses
cebadas y todo está a punto. Venid a la boda”.
Pero ellos no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a
sus negocios, los demás agarraron a los criados y los maltrataron y los mataron. El rey montó en cólera, envió sus tropas, que acabaron con aquellos asesinos y prendieron fuego a la ciudad.
Luego dijo a sus criados:
“La boda está preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los caminos y a todos los que encontréis, llamadlos a la boda”.
Los criados salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos. La sala del banquete se llenó de comensales».

Palabra del Señor.
R. Gloria a ti, Señor Jesús.

Papa Francisco
HOMILÍA. Plaza de San Pedro. Domingo
15 de octubre de 2017
La parábola que hemos escuchado nos habla del Reino de Dios como un banquete de bodas (cf. Mt 22,1-14). El protagonista es el hijo del rey, el esposo, en el que resulta fácil entrever a Jesús. En la parábola no se menciona nunca a la esposa, pero sí se habla de muchos invitados, queridos y esperados: son ellos los que llevan el vestido nupcial. Esos invitados somos nosotros, todos nosotros, porque el Señor desea «celebrar las bodas» con cada uno de nosotros. Las bodas inauguran la comunión de toda la vida: esto es lo que Dios desea realizar con cada uno de nosotros. Así pues, nuestra relación con Dios no puede ser sólo como la de los súbditos devotos con el rey, la de los siervos fieles con el amo, o la de los estudiantes diligentes con el maestro, sino, ante todo, como la relación de la esposa amada con el esposo. En otras palabras, el Señor nos desea, nos busca y nos invita, y no se conforma con que cumplamos bien los deberes u observemos sus leyes, sino que quiere que tengamos con él una verdadera comunión de vida, una relación basada en el diálogo, la confianza y el perdón.
Esta es la vida cristiana, una historia de amor con Dios, donde el Señor toma la iniciativa gratuitamente y donde ninguno de nosotros puede vanagloriarse de tener la invitación en exclusiva; ninguno es un privilegiado con respecto de los demás, pero cada uno es un privilegiado ante Dios. De este amor gratuito, tierno y privilegiado nace y renace siempre la vida cristiana. Preguntémonos si, al menos una vez al día, manifestamos al Señor nuestro amor por él; si nos acordamos de decirle cada día, entre tantas palabras: «Te amo Señor. Tú eres mi vida». Porque, si se pierde el amor, la vida cristiana se vuelve estéril, se convierte en un cuerpo sin alma, una moral imposible, un conjunto de principios y leyes que hay que mantener sin saber porqué. En cambio, el Dios de la vida aguarda una respuesta de vida, el Señor del amor espera una respuesta de amor. En el libro del Apocalipsis, se dirige a una Iglesia con un reproche bien preciso: «Has abandonado tu amor primero» (2,4). Este es el peligro: una vida cristiana rutinaria, que se conforma con la «normalidad», sin vitalidad, sin entusiasmo, y con poca memoria. Reavivemos en cambio la memoria del amor primero: somos los amados, los invitados a las bodas, y nuestra vida es un don, porque cada día es una magnífica oportunidad para responder a la invitación.
Pero el Evangelio nos pone en guardia: la invitación puede ser rechazada. Muchos invitados respondieron que no, porque estaban sometidos a sus propios intereses: «Pero ellos no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios», dice el texto (Mt 22,5). Una palabra se repite: sus; es la clave para comprender el motivo del rechazo. En realidad, los invitados no pensaban que las bodas fueran tristes o aburridas, sino que sencillamente «no hicieron caso»: estaban ocupados en sus propios intereses, preferían poseer algo en vez de implicarse, como exige el amor. Así es como se da la espalda al amor, no por maldad, sino porque se prefiere lo propio: las seguridades, la autoafirmación, las comodidades… Se prefiere apoltronarse en el sillón de las ganancias, de los placeres, de algún hobby que dé un poco de alegría, pero así se envejece rápido y mal, porque se envejece por dentro; cuando el corazón no se dilata, se cierra. Y cuando todo depende del yo ―de lo que me parece, de lo que me sirve, de lo que quiero― se acaba siendo personas rígidas y malas, se reacciona de mala manera por nada, como los invitados en el Evangelio, que fueron a insultar e incluso a asesinar (cf. v. 6) a quienes llevaban la invitación, sólo porque los incomodaban.
Entonces el Evangelio nos pregunta de qué parte estamos: ¿de la parte del yo o de la parte de Dios? Porque Dios es lo contrario al egoísmo, a la autorreferencialidad. Él ―nos dice el Evangelio―, ante los continuos rechazos que recibe, ante la cerrazón hacia sus invitados, sigue adelante, no pospone la fiesta. No se resigna, sino que sigue invitando. Frente a los «no», no da un portazo, sino que incluye aún a más personas. Dios, frente a las injusticias sufridas, responde con un amor más grande. Nosotros, cuando nos sentimos heridos por agravios y rechazos, a menudo nutrimos disgusto y rencor. Dios, en cambio, mientras sufre por nuestros «no», sigue animando, sigue adelante disponiendo el bien, incluso para quien hace el mal. Porque así actúa el amor; porque sólo así se vence el mal. Hoy este Dios, que no pierde nunca la esperanza, nos invita a obrar como él, a vivir con un amor verdadero, a superar la resignación y los caprichos de nuestro yo susceptible y perezoso.
El Evangelio subraya un último aspecto: el vestido de los invitados, que es indispensable. En efecto, no basta con responder una vez a la invitación, decir «sí» y ya está, sino que se necesita vestir un hábito, se necesita el hábito de vivir el amor cada día. Porque no se puede decir «Señor, Señor» y no vivir y poner en práctica la voluntad de Dios (cf. Mt 7,21). Tenemos necesidad de revestirnos cada día de su amor, de renovar cada día la elección de Dios. Los santos hoy canonizados, y sobre todo los mártires, nos señalan este camino. Ellos no han dicho «sí» al amor con palabras y por un poco de tiempo, sino con la vida y hasta el final. Su vestido cotidiano ha sido el amor de Jesús, ese amor de locura con que nos ha amado hasta el extremo, que ha dado su perdón y sus vestiduras a quien lo estaba crucificando. También nosotros hemos recibido en el Bautismo una vestidura blanca, el vestido nupcial para Dios. Pidámosle, por intercesión de estos santos hermanos y hermanas nuestros, la gracia de elegir y llevar cada día este vestido, y de mantenerlo limpio. ¿Cómo hacerlo? Ante todo, acudiendo a recibir el perdón del Señor sin miedo: este es el paso decisivo para entrar en la sala del banquete de bodas y celebrar la fiesta del amor con él.

ÁNGELUS. Domingo 12 de octubre de 2014.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el Evangelio de este domingo, Jesús nos habla de la respuesta que se da a la invitación de Dios –representado por un rey– a participar en un banquete de bodas (cf. Mt 22, 1-14). La invitación tiene tres características: la gratuidad, la generosidad, la universalidad. Son muchos los invitados, pero sucede algo sorprendente: ninguno de los escogidos acepta participar en la fiesta, dicen que tienen otras cosas que hacer; es más, algunos muestran indiferencia, extrañeza, incluso fastidio. Dios es bueno con nosotros, nos ofrece gratuitamente su amistad, nos ofrece gratuitamente su alegría, su salvación, pero muchas veces no acogemos sus dones, ponemos en primer lugar nuestras preocupaciones materiales, nuestros intereses; e incluso cuando el Señor nos llama, muchas veces parece que nos da fastidio.
Algunos invitados maltratan y matan a los siervos que entregan las invitaciones. Pero, no obstante la falta de adhesión de los llamados, el proyecto de Dios no se interrumpe. Ante el rechazo de los primeros invitados Él no se desalienta, no suspende la fiesta, sino que vuelve a proponer la invitación extendiéndola más allá de todo límite razonable y manda a sus siervos a las plazas y a los cruces de caminos a reunir a todos los que encuentren. Se trata de gente común, pobres, abandonados y desheredados, incluso buenos y malos –también los malos son invitados– sin distinción. Y la sala se llena de "excluidos". El Evangelio, rechazado por alguno, encuentra acogida inesperada en muchos otros corazones.
La bondad de Dios no tiene fronteras y no discrimina a nadie: por eso el banquete de los dones del Señor es universal, para todos. A todos se les da la posibilidad de responder a su invitación, a su llamada; nadie tiene el derecho de sentirse privilegiado o exigir una exclusiva. Todo esto nos induce a vencer la costumbre de situarnos cómodamente en el centro, como hacían los jefes de los sacerdotes y los fariseos. Esto no se debe hacer; debemos abrirnos a las periferias, reconociendo que también quien está al margen, incluso ese que es rechazado y despreciado por la sociedad es objeto de la generosidad de Dios. Todos estamos llamados a no reducir el Reino de Dios a las fronteras de la "iglesita" –nuestra "pequeña iglesita"– sino a dilatar la Iglesia a las dimensiones del Reino de Dios. Solamente hay una condición: vestir el traje de bodas, es decir, testimoniar la caridad hacia Dios y el prójimo.
Encomendamos a la intercesión de María santísima los dramas y las esperanzas de muchos hermanos y hermanas nuestros, excluidos, débiles, rechazados, despreciados, también los que son perseguidos a causa de la fe, e invocamos su protección también sobre los trabajos del Sínodo de los obispos reunido en estos días en el Vaticano.

Benedicto XVI
HOMILÍA. Lamezia Terme, Domingo 9 de octubre de 2011

Queridos hermanos y hermanas:
Es grande mi alegría al poder partir con vosotros el pan de la Palabra de Dios y de la Eucaristía. Estoy contento de estar por primera vez aquí en Calabria y de encontrarme en esta ciudad de Lamezia Terme. Os dirijo mi cordial saludo a todos vosotros que habéis venido en tan gran número, y os doy las gracias por vuestra calurosa acogida. Saludo en particular a vuestro pastor, monseñor Luigi Antonio Cantafora, y le agradezco las amables palabras de bienvenida que me ha dirigido en nombre de todos. Saludo también a los arzobispos y a los obispos presentes, a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas y a los representantes de las asociaciones y de los movimientos eclesiales. Dirijo un saludo deferente al alcalde, profesor Gianni Speranza, a quien agradezco sus corteses palabras de saludo, al representante del Gobierno y a las autoridades civiles y militares, que con su presencia han querido honrar este encuentro. Un agradecimiento especial a cuantos han colaborado generosamente a la realización de mi visita pastoral.
La liturgia de este domingo nos propone una parábola que habla de un banquete de bodas al que muchos son invitados. La primera lectura, tomada del libro de Isaías, prepara este tema, porque habla del banquete de Dios. La imagen del banquete aparece a menudo en las Escrituras para indicar la alegría en la comunión y en la abundancia de los dones del Señor, y deja intuir algo de la fiesta de Dios con la humanidad, como describe Isaías: «Preparará el Señor del universo para todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos..., de vinos de solera; manjares exquisito, vinos refinados» (Is 25, 6). El profeta añade que la intención de Dios es poner fin a la tristeza y a la vergüenza; quiere que todos los hombres vivan felices en el amor hacia él y en la comunión recíproca; su proyecto entonces es eliminar la muerte para siempre, enjugar las lágrimas de todos los rostros, hacer desaparecer la situación deshonrosa de su pueblo, como hemos escuchado (cf. vv. 7-8). Todo esto suscita profunda gratitud y esperanza: «Aquí está nuestro Dios. Esperábamos en él y nos ha salvado. Este es el Señor, en quien esperamos. Celebremos y gocemos con su salvación» (v. 9).
Jesús en el Evangelio nos habla de la respuesta que se da a la invitación de Dios —representado por un rey— a participar en su banquete (cf. Mt 22, 1-14). Los invitados son muchos, pero sucede algo inesperado: rehúsan participar en la fiesta, tienen otras cosas que hacer; más aún, algunos muestran despreciar la invitación. Dios es generoso con nosotros, nos ofrece su amistad, sus dones, su alegría, pero a menudo nosotros no acogemos sus palabras, mostramos más interés por otras cosas, ponemos en primer lugar nuestras preocupaciones materiales, nuestros intereses. La invitación del rey encuentra incluso reacciones hostiles, agresivas. Pero eso no frena su generosidad. Él no se desanima, y manda a sus siervos a invitar a muchas otras personas. El rechazo de los primeros invitados tiene como efecto la extensión de la invitación a todos, también a los más pobres, abandonados y desheredados. Los siervos reúnen a todos los que encuentran, y la sala se llena: la bondad del rey no tiene límites, y a todos se les da la posibilidad de responder a su llamada. Pero hay una condición para quedarse en este banquete de bodas: llevar el vestido nupcial. Y al entrar en la sala, el rey advierte que uno no ha querido ponérselo y, por esta razón, es excluido de la fiesta. Quiero detenerme un momento en este punto con una pregunta: ¿cómo es posible que este comensal haya aceptado la invitación del rey y, al entrar en la sala del banquete, se le haya abierto la puerta, pero no se haya puesto el vestido nupcial? ¿Qué es este vestido nupcial? En la misa in Coena Domini de este año hice referencia a un bello comentario de san Gregorio Magno a esta parábola. Explica que ese comensal responde a la invitación de Dios a participar en su banquete; tiene, en cierto modo, la fe que le ha abierto la puerta de la sala, pero le falta algo esencial: el vestido nupcial, que es la caridad, el amor. Y san Gregorio añade: «Cada uno de vosotros, por tanto, que en la Iglesia tiene fe en Dios ya ha tomado parte en el banquete de bodas, pero no puede decir que lleva el vestido nupcial si no custodia la gracia de la caridad» (Homilía 38, 9: pl 76,1287). Y este vestido está tejido simbólicamente con dos elementos, uno arriba y otro abajo: el amor a Dios y el amor al prójimo (cf. ib., 10: pl 76, 1288). Todos estamos invitados a ser comensales del Señor, a entrar con la fe en su banquete, pero debemos llevar y custodiar el vestido nupcial, la caridad, vivir un profundo amor a Dios y al prójimo.
Queridos hermanos y hermanas, he venido para compartir con vosotros alegrías y esperanzas, fatigas y compromisos, ideales y aspiraciones de esta comunidad diocesana. Sé que os habéis preparado para esta visita con un intenso camino espiritual, adoptando como lema un versículo de los Hechos de los Apóstoles: «En nombre de Jesucristo Nazareno, levántate y anda» (3, 6). Sé que en Lamezia Terme, como en toda Calabria, no faltan dificultades, problemas y preocupaciones. Si observamos esta bella región, reconocemos en ella una tierra sísmica no sólo desde el punto de vista geológico, sino también desde un punto de vista estructural, comportamental y social; es decir, una tierra donde los problemas se presentan de forma aguda y desestabilizadora; una tierra donde el desempleo es preocupante, donde una criminalidad a menudo feroz hiere el tejido social, una tierra en la que se tiene la continua sensación de estar en emergencia. Vosotros, los calabreses, habéis sabido responder a la emergencia con una prontitud y una disponibilidad sorprendentes, con una extraordinaria capacidad de adaptación a los problemas. Estoy seguro de que sabréis superar las dificultades de hoy para preparar un futuro mejor. No cedáis nunca a la tentación del pesimismo y de encerraros en vosotros mismos. Aprovechad los recursos de vuestra fe y vuestras capacidades humanas; esforzaos por crecer en la capacidad de colaborar, de cuidar de los demás y de todo bien público, custodiad el vestido nupcial del amor; perseverad en el testimonio de los valores humanos y cristianos tan profundamente arraigados en la fe y en la historia de este territorio y de su población.
Queridos amigos, mi visita se sitúa casi al final del camino emprendido por esta Iglesia local con la redacción del proyecto pastoral quinquenal. Deseo dar gracias con vosotros al Señor por el provechoso camino recorrido y por la siembra de numerosas semillas de bien, que permiten esperar un buen futuro. Para afrontar la nueva realidad social y religiosa, distinta del pasado, quizás con más dificultades, pero también más rica en potencialidades, es necesario un trabajo pastoral moderno y orgánico que comprometa en torno al obispo a todas las fuerzas cristianas: sacerdotes, religiosos y laicos, animados por el compromiso común de evangelización. Al respecto, me ha complacido saber el esfuerzo que estáis haciendo para poneros a la escucha atenta y perseverante de la Palabra de Dios, a través de la promoción de encuentros mensuales en diversos centros de la diócesis y la difusión de la práctica de la Lectio divina. También es oportuna la Escuela de doctrina social de la Iglesia, tanto por la calidad articulada de la propuesta como por su divulgación capilar. Anhelo vivamente que de estas iniciativas brote una nueva generación de hombres y mujeres capaces de promover no tanto intereses partidistas, sino el bien común. Quiero también alentar y bendecir los esfuerzos de cuantos, sacerdotes y laicos, están comprometidos en la formación de las parejas cristianas para el matrimonio y la familia, con el fin de dar una respuesta evangélica y competente a los numerosos desafíos contemporáneos en el campo de la familia y de la vida.
Conozco, además, el celo y la dedicación con que los sacerdotes desempeñan su servicio pastoral, así como el trabajo de formación sistemático e incisivo dirigido a ellos, en particular a los más jóvenes. Queridos sacerdotes, os exhorto a arraigar cada vez más vuestra vida espiritual en el Evangelio, cultivando la vida interior, una intensa relación con Dios, y alejándoos con decisión de cierta mentalidad consumista y mundana, que es una tentación constante en la realidad en que vivimos. Aprended a crecer en la comunión entre vosotros y con el obispo, entre vosotros y los fieles laicos, favoreciendo la estima y la colaboración recíprocas: de ello derivarán sin duda múltiples beneficios tanto para la vida de las parroquias como para la misma sociedad civil. Sabed valorar, con discernimiento, según los conocidos criterios de eclesialidad, los grupos y movimientos: deben integrarse bien dentro de la pastoral ordinaria de la diócesis y de las parroquias, con un profundo espíritu de comunión.
A vosotros, fieles laicos, jóvenes y familias, os digo: ¡no tengáis miedo de vivir y dar testimonio de la fe en los distintos ámbitos de la sociedad, en las múltiples situaciones de la existencia humana! Tenéis todos los motivos para mostraros fuertes, confiados y valientes, y esto gracias a la luz de la fe y a la fuerza de la caridad. Y cuando encontréis la oposición del mundo, haced vuestras las palabras del Apóstol: «Todo lo puedo en aquel que me conforta» (Flp 4, 13). Así se comportaron los santos y las santas que florecieron, en el transcurso de los siglos, en toda Calabria. Que ellos os custodien siempre unidos y alimenten en cada uno el deseo de proclamar, con las palabras y las obras, la presencia y el amor de Cristo. Que la Madre de Dios, tan venerada por vosotros, os asista y os conduzca al profundo conocimiento de su Hijo. Amén.

DIRECTORIO HOMILÉTICO
Ap. I. La homilía y el Catecismo de la Iglesia Católica
Ciclo A. Vigésimo octavo domingo del Tiempo Ordinario
Jesús invita a los pecadores, pero pide la conversión
543
Todos los hombres están llamados a entrar en el Reino. Anunciado en primer lugar a los hijos de Israel (cf. Mt 10, 5-7), este reino mesiánico está destinado a acoger a los hombres de todas las naciones (cf. Mt 8, 11; Mt 28, 19). Para entrar en él, es necesario acoger la palabra de Jesús:
"La palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo: los que escuchan con fe y se unen al pequeño rebaño de Cristo han acogido el Reino; después la semilla, por sí misma, germina y crece hasta el tiempo de la siega" (LG 5).
544 El Reino pertenece a los pobres y a los pequeños, es decir a los que lo acogen con un corazón humilde. Jesús fue enviado para "anunciar la Buena Nueva a los pobres" (Lc 4, 18; cf. Lc 7, 22). Los declara bienaventurados porque de "ellos es el Reino de los cielos" (Mt 5, 3); a los "pequeños" es a quienes el Padre se ha dignado revelar las cosas que ha ocultado a los sabios y prudentes (cf. Mt 11, 25). Jesús, desde el pesebre hasta la cruz comparte la vida de los pobres; conoce el hambre (cf. Mc 2, 23-26; Mt 21, 18), la sed (cf. Jn 4, 6-7; Jn 19, 28) y la privación (cf. Lc 9, 58). Aún más: se identifica con los pobres de todas clases y hace del amor activo hacia ellos la condición para entrar en su Reino (cf. Mt 25, 31-46).
545 Jesús invita a los pecadores al banquete del Reino: "No he venido a llamar a justos sino a pecadores" (Mc 2, 17; cf. 1Tm 1, 15). Les invita a la conversión, sin la cual no se puede entrar en el Reino, pero les muestra de palabra y con hechos la misericordia sin límites de su Padre hacia ellos (cf. Lc 15, 11-32) y la inmensa "alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta" (Lc 15, 7). La prueba suprema de este amor será el sacrificio de su propia vida "para remisión de los pecados" (Mt 26, 28).
546 Jesús llama a entrar en el Reino a través de las parábolas, rasgo típico de su enseñanza (cf. Mc 4, 33-34). Por medio de ellas invita al banquete del Reino (cf. Mt 22, 1-14), pero exige también una elección radical para alcanzar el Reino, es necesario darlo todo (cf. Mt 13, 44-45); las palabras no bastan, hacen falta obras (cf. Mt 21, 28-32). Las parábolas son como un espejo para el hombre: ¿acoge la palabra como un suelo duro o como una buena tierra (cf. Mt 13, 3-9)? ¿Qué hace con los talentos recibidos (cf. Mt 25, 14-30)? Jesús y la presencia del Reino en este mundo están secretamente en el corazón de las parábolas. Es preciso entrar en el Reino, es decir, hacerse discípulo de Cristo para "conocer los Misterios del Reino de los cielos" (Mt 13, 11). Para los que están "fuera" (Mc 4, 11), la enseñanza de las parábolas es algo enigmático (cf. Mt 13, 10-15).
La Eucaristía es la prueba del banquete mesiánico
1402
En una antigua oración, la Iglesia aclama el misterio de la Eucaristía: "O sacrum convivium in quo Christus sumitur. Recolitur memoria passionis eius; mens impletur gratia et futurae gloriae nobis pignus datur" ("¡Oh sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida; se celebra el memorial de su pasión; el alma se llena de gracia, y se nos da la prenda de la gloria futura!"). Si la Eucaristía es el memorial de la Pascua del Señor y si por nuestra comunión en el altar somos colmados "de toda bendición celestial y gracia" (MR, Canon Romano 96: "Supplices te rogamus"), la Eucaristía es también la anticipación de la gloria celestial.
1403 En la última cena, el Señor mismo atrajo la atención de sus discípulos hacia el cumplimiento de la Pascua en el reino de Dios: "Y os digo que desde ahora no beberé de este fruto de la vid hasta el día en que lo beba con vosotros, de nuevo, en el Reino de mi Padre" (Mt 26, 29; cf. Lc 22, 18; Mc 14, 25). Cada vez que la Iglesia celebra la Eucaristía recuerda esta promesa y su mirada se dirige hacia "el que viene" (Ap 1, 4). En su oración, implora su venida: "Maran atha" (1Co 16, 22), "Ven, Señor Jesús" (Ap 22, 20), "que tu gracia venga y que este mundo pase" (Didaché 10, 6).
1404 La Iglesia sabe que, ya ahora, el Señor viene en su Eucaristía y que está ahí en medio de nosotros. Sin embargo, esta presencia está velada. Por eso celebramos la Eucaristía "expectantes beatam spem et adventum Salvatoris nostri Jesu Christi" ("Mientras esperamos la gloriosa venida de Nuestro Salvador Jesucristo", Embolismo después del Padre Nuestro; cf Tt 2, 13), pidiendo entrar "en tu reino, donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria; allí enjugarás las lágrimas de nuestros ojos, porque, al contemplarte como tú eres, Dios nuestro, seremos para siempre semejantes a ti y cantaremos eternamente tus alabanzas, por Cristo, Señor Nuestro" (MR, Plegaria Eucarística 3, 128: oración por los difuntos).
1405 De esta gran esperanza, la de los cielos nuevos y la tierra nueva en los que habitará la justicia (cf 2P 3, 13), no tenemos prenda más segura, signo más manifiesto que la Eucaristía. En efecto, cada vez que se celebra este misterio, "se realiza la obra de nuestra redención" (LG 3) y "partimos un mismo pan que es remedio de inmortalidad, antídoto para no morir, sino para vivir en Jesucristo para siempre" (S. Ignacio de Antioquía, Ef 20, 2).
2837 "De cada día". La palabra griega, "epiousios", no tiene otro sentido en el Nuevo Testamento. Tomada en un sentido temporal, es una repetición pedagógica de "hoy" (cf Ex 16, 19-21) para confirmarnos en una confianza "sin reserva". Tomada en un sentido cualitativo, significa lo necesario a la vida, y más ampliamente cualquier bien suficiente para la subsistencia (cf 1Tm 6, 8). Tomada al pie de la letra [epiousios: "lo más esencial"], designa directamente el Pan de Vida, el Cuerpo de Cristo, "remedio de inmortalidad" (San Ignacio de Antioquía) sin el cual no tenemos la Vida en nosotros (cf Jn 6, 53-56) Finalmente, ligado a lo que precede, el sentido celestial es claro: este "día" es el del Señor, el del Festín del Reino, anticipado en la Eucaristía, en que pregustamos el Reino venidero. Por eso conviene que la liturgia eucarística se celebre "cada día".
"La Eucaristía es nuestro pan cotidiano. La virtud propia de este divino alimento es una fuerza de unión: nos une al Cuerpo del Salvador y hace de nosotros sus miembros para que vengamos a ser lo que recibimos… Este pan cotidiano se encuentra, además, en las lecturas que oís cada día en la Iglesia, en los himnos que se cantan y que vosotros cantáis. Todo eso es necesario en nuestra peregrinación" (San Agustín, serm. 57, 7, 7).
"El Padre del cielo nos exhorta a pedir como hijos del cielo el Pan del cielo (cf Jn 6, 51). Cristo 'mismo es el pan que, sembrado en la Virgen, florecido en la Carne, amasado en la Pasión, cocido en el Horno del sepulcro, reservado en la Iglesia, llevado a los altares, suministra cada día a los fieles un alimento celestial'" (San Pedro Crisólogo, serm. 71).

Se dice Credo.

Oración de los fieles
Año A

Oremos a Dios Padre, que llama a todos los hombres a participar en el banquete de su reino.
- Por la Iglesia, enviada por Cristo a invitar a todos a entrar en la sala del banquete, para que sepa hacer atrayente su llamada. Roguemos al Señor.
- Por nuestra patria y sus gobernantes, y por los de todas las naciones, para que en ellos crezcan la concordia, la justicia, la libertad y la paz. Roguemos al Señor.
- Por los que se sienten marginados de la sociedad y por los que recelan sentarse a la mesa con ellos, para que sepan abrirse unos a otros y celebren el banquete de la reconciliación con Dios. Roguemos al Señor
- Por nosotros, que nos sentamos a la mesa de la eucaristía, para que no incurramos en la contradicción de rehusar, como los invitados de la parábola, la invitación del Señor a participar en el banquete fraternal del reino de Dios. Roguemos al Señor.
Señor, Dios nuestro, que tu bondad y misericordia nos acompañen todos los días de nuestra vida. Por Jesucristo, nuestro Señor.

MARTIROLOGIO

Elogios del 12 de octubre
F
iesta de Nuestra Señora del Pilar
. Según una venerada tradición, la Santísima Virgen María se manifestó en Zaragoza sobre una columna o pilar, signo visible de su presencia. Esta tradición encontró su expresión cultual en la misa y en el Oficio que, para toda España, decretó el papa Clemente XII.
1. En Roma, en la vía Laurentina, san Hedisto, mártir (s. inc.).
2. En Anazarbe, de Cilicia, santa Domnina, mártir, que bajo el emperador Diocleciano y el prefecto Licias, después de haber sufrido muchos tormentos, entregó en la cárcel su espíritu a Dios (c. 304).
3. Conmemoración de los cuatro mil novecientos sesenta y seis santos mártires y confesores de la fe, que murieron en la persecución desencadenada por los vándalos en África, donde, por mandato del rey arriano Hunerico, obispos, presbíteros y diáconos de la Iglesia de Dios, junto con muchedumbre de fieles, en odio a la fe católica fueron confinados en un horrible desierto, mientras algunos otros consumaban su martirio en medio de variados tormentos, como los obispos Cipriano y Félix, invictos sacerdotes del Señor (483).
4*. En Piacenza, ciudad de la Emilia, san Opilio, diácono (c. s. V).
5. En Roma, san Félix IV, papa, que convirtió dos templos paganos del Foro romano en la basílica dedicada a los santos Cosme y Damián, y trabajó mucho en favor de la fe católica (530).
6. En la provincia del Nórico, junto al Danubio, san Maximiliano, venerado como obispo de Lorch (c. ante s. VII).
7*. En Pavía, de la Lombardía, san Rotobaldo, obispo, varón ejemplar por su abstinencia, que se distinguió por su interés hacia el culto divino y las reliquias de los santos (1254).
8. En Ascoli, ciudad del Piceno, en Italia, san Serafín de Monte Granario (Félix) de Nicola, religioso de la Orden de los Hermanos Menores Capuchinos, que se distinguió por su humildad, pobreza y piedad (1604).
9*. En Londres, en Inglaterra, beato Tomás Bullaker, presbítero de la Orden de los Hermanos Menores y mártir, que detenido en tiempo del rey Carlos I mientras celebraba la Misa, por razón de su sacerdocio fue ahorcado en Tyburn, siendo descuartizado cuando estaba aún con vida (1642).
10*. En la aldea Ribarroja de Turia, en la región española de Valencia, beato José González Huguet, presbítero y mártir, que en la persecución contra la fe combatió un egregio certamen en favor de Cristo (1936).
11*. En la aldea de Massamagrell, en la misma región española, beato Pacífico (Pedro) Salcedo Puchades, religioso de la Orden de los Hermanos Menores Capuchinos y mártir, que en la misma persecución fue conformado a la Pasión de Cristo (1936).
12*. En el campo de concentración de Oswiecim o Auschwitz, cerca de Cracovia, en Polonia, beato Román Sitko, presbítero y mártir, que durante la ocupación militar de Polonia fue maltratado por perseguidores contrarios a la dignidad de los hombres y de la religión, hasta pasar a la visión de la eterna bienaventuranza (1942).

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