ENCUENTRO CON SACERDOTES, RELIGIOSOS Y RELIGIOSAS, CONSAGRADOS Y CONSAGRADAS, SEMINARISTAS
DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Catedral d Kaunas (Lituania), Domingo, 23 de septiembre de 2018
Queridos hermanos y hermanas: buenas tardes.
Antes que nada, me gustaría manifestar una sensación que tengo. Mirándoos, veo muchos mártires detrás de vosotros. Mártires anónimos, en el sentido de que ni siquiera sabemos dónde fueron enterrados. También alguno entre vosotros: saludé a uno que sabía lo que era la cárcel. Me acuerdo de una palabra para comenzar: no lo olvidéis, tened memoria. Vosotros sois hijos de mártires, esta es vuestra fuerza. Y que el espíritu del mundo no venga a deciros algo diferente de lo que vivieron vuestros antepasados. Recordad a vuestros mártires y tomad ejemplo de ellos: no tenían miedo. Hablando con los obispos, vuestros obispos, decían hoy: “¿Cómo podemos hacer para presentar la causa de beatificación de tantos, de los que no tenemos documentos, pero sabemos que son mártires?”. Es un consuelo; es hermoso escuchar esto: la preocupación por aquellos que nos han dado testimonio. Ellos son santos.
El obispo [Linas Vodopjanovas, O.F.M., responsable para la vida consagrada] habló sin matices —los franciscanos hablan así—: “Hoy, en muchos sentidos, nuestra fe se pone a prueba”, dijo. Él no pensó en la persecución de los dictadores, no. “Después de responder a la llamada de la vocación, con frecuencia no sentimos más alegría en la oración o en la vida comunitaria”.
El espíritu de la secularización, del aburrimiento por todo lo que tiene relación con la comunidad es la tentación de la segunda generación. Nuestros padres lucharon, sufrieron, estuvieron en la cárcel y, quizás, nosotros no tenemos la fuerza para seguir adelante. Tened esto en cuenta.
La Carta a los Hebreos exhorta: “Recordad aquellos días primeros. No olvides a tus antepasados” (cf. 10,32-39). Esta es la exhortación que os dirijo al inicio.
Toda la visita a vuestro país ha estado enmarcada en una expresión: “Cristo Jesús, nuestra esperanza”. Ya casi al finalizar este día, nos encontramos con un texto del apóstol Pablo que nos invita a esperar con constancia. Y esta invitación la hace habiéndonos anunciado el sueño de Dios para todo ser humano, es más, para toda la creación: que «Dios dispone todas las cosas para el bien de quienes lo aman» (Rm 8,28); “endereza” todas las cosas, sería la traducción literal.
Hoy querría compartir con vosotros algunos rasgos de esa esperanza; rasgos que nosotros —sacerdotes, seminaristas, consagrados y consagradas— estamos invitados a vivir.
En primer lugar, antes de invitarnos a la esperanza, Pablo ha repetido tres veces la palabra “gemir”: gime la creación, gimen los hombres, gime el Espíritu en nosotros (cf. Rm 8,22-23.26). Se gime desde la esclavitud de la corrupción, desde el anhelo de plenitud. Y hoy nos hará bien preguntarnos si está presente en nosotros ese gemido, o por el contrario ya nada grita en nuestra carne, nada anhela al Dios vivo. Como decía vuestro obispo: “No sentimos más la alegría en la oración, en la vida comunitaria”. El bramido de la cierva sedienta ante la escasez de agua debería ser el nuestro, en la búsqueda de lo profundo, de lo verdadero, de lo bello de Dios. Queridos hermanos: ¡No somos “funcionarios de Dios”! Quizás la “sociedad del bienestar” nos tiene demasiado repletos, llenos de servicios y de bienes, y terminamos “empachados” de todo y llenos de nada; quizás nos tiene aturdidos o dispersos, pero no plenos. Peor aún: A veces no tenemos más hambre. Somos nosotros, hombres y mujeres de especial consagración, los que nunca nos podemos permitir perder ese gemido, esa inquietud del corazón que solo encuentra descanso en el Señor (cf. S. Agustín, Confesiones, I, 1, 1). La inquietud del corazón. Ninguna información inmediata, ninguna comunicación virtual instantánea nos puede privar de los tiempos concretos, prolongados, para conquistar —de eso se trata, de un esfuerzo sostenido—; para conquistar un diálogo cotidiano con el Señor por medio de la oración y la adoración. Se trata de cultivar nuestro deseo de Dios, como escribía san Juan de la Cruz. Decía así: «Procure ser continuo en la oración, y en medio de los ejercicios corporales no la deje. Sea que coma, beba, hable con otros, o haga cualquier cosa, siempre ande deseando a Dios y apegando a él su corazón» (Avisos a un religioso para alcanzar la perfección, 9).
Ese gemido también brota de la contemplación del mundo de los hombres, es un clamor de plenitud ante las necesidades insatisfechas de nuestros hermanos más pobres, ante la ausencia de sentido de la vida de los más jóvenes, la soledad de los ancianos, el atropello al mundo creado. Es un gemido que busca organizarse para incidir en el acontecer de una nación, de una ciudad; no como presión o ejercicio del poder, sino como servicio. A nosotros nos debe impactar el clamor de nuestro pueblo, como a Moisés, a quien Dios le reveló el sufrimiento de su pueblo en el encuentro junto a la zarza ardiente (cf. Ex 3,9). Escuchar la voz de Dios en la oración nos hace ver, nos hace oír, conocer el dolor de los demás para liberarlos. Pero también nos debe impactar cuando nuestro pueblo ha dejado de gemir, ha dejado de buscar el agua que sacia la sed. Es un momento también para discernir qué puede estar anestesiando la voz de nuestra gente.
El clamor que nos hace buscar a Dios en la oración y adoración es el mismo que nos hace auscultar el quejido de nuestros hermanos. Ellos “esperan” en nosotros y precisamos, desde un delicado discernimiento, organizarnos, planificar y ser audaces y creativos en nuestros apostolados. Que nuestra presencia no esté entregada a la improvisación, sino que responda a las necesidades del pueblo de Dios y sea así fermento en la masa (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 33).
Pero el apóstol también habla de constancia; constancia en el sufrimiento, constancia para perseverar en el bien. Esto supone estar centrados en Dios, permanecer firmemente arraigados en él, ser fieles a su amor.
Vosotros, los de mayor edad —cómo no mencionar a Mons. Sigitas Tamkevicius— sabéis testimoniar esta constancia en el sufrir, ese “esperar contra toda esperanza” (cf. Rm 4,18). La violencia ejercida sobre vosotros por defender la libertad civil y religiosa, la violencia de la difamación, la cárcel y la deportación no pudieron vencer vuestra fe en Jesucristo, Señor de la historia. Por eso, tenéis mucho que decirnos y enseñarnos, y también mucho que proponer, sin necesidad de juzgar la aparente debilidad de los más jóvenes. Y vosotros, los más jóvenes, cuando ante pequeñas frustraciones que os desalientan tendéis a encerraros en vosotros mismos, a recurrir a estilos y diversiones que no están acordes con vuestra consagración, buscad vuestras raíces y mirad el camino recorrido por los mayores. Veo que hay jóvenes aquí. Repito, porque hay jóvenes. Y vosotros, los más jóvenes, cuando ante las pequeñas frustraciones que os desalientan tendéis a cerraros en vosotros mismos, a recurrir a comportamientos y evasiones que no son coherentes con vuestra consagración, buscad vuestras raíces y mirad el camino recorrido por los mayores. Es mejor que toméis otro camino que vivir en la mediocridad. Esto para jóvenes. Todavía estáis a tiempo, y la puerta está abierta. Son precisamente las tribulaciones las que perfilan los rasgos distintivos de la esperanza cristiana, porque cuando es solo una esperanza humana podemos frustrarnos y aplastarnos en el fracaso. No sucede lo mismo con la esperanza cristiana, ella sale más nítida, más aquilatada tras pasar por el crisol de las tribulaciones.
Es cierto que estos son otros tiempos y vivimos en otras estructuras, pero también es cierto que esos consejos son mejor asimilados cuando los que han vivido esas experiencias duras no se encierran, sino que las comparten aprovechando los momentos comunes. Sus relatos no están llenos de añoranzas de tiempos pasados presentados como mejores, ni de acusaciones solapadas ante los que tienen estructuras afectivas más frágiles. La reserva de constancia de una comunidad discipular es eficaz cuando sabe integrar —como aquel escriba— lo nuevo y lo viejo (cf. Mt 13,52), cuando es consciente de que la historia vivida es raíz para que el árbol pueda florecer.
Por último, mirar a Cristo Jesús como nuestra esperanza significa identificarnos con él, participar comunitariamente de su suerte. Para el apóstol Pablo, la salvación esperada no se limita a un aspecto negativo —liberación de una tribulación interna o externa, temporal o escatológica— sino que el énfasis está puesto en algo altamente positivo: la participación en la vida gloriosa de Cristo (cf. 1 Ts 5,9-10), la participación en su Reino glorioso (cf. 2 Tm 4,18), la redención del cuerpo (cf. Rm 8,23-24). Entonces, se trata de entrever el misterio del proyecto único e irrepetible que Dios tiene para cada uno, para cada uno. Porque no hay nadie que nos conozca ni nos haya conocido con tanta profundidad como Dios, por eso él nos destina a algo que parece imposible, apuesta sin posibilidad a equivocarse a que reproduzcamos la imagen de su Hijo. Él ha puesto sus expectativas en nosotros, y nosotros esperamos en él.
Nosotros, un “nosotros” que integra, pero también supera y excede el “yo”; el Señor nos llama, nos justifica y nos glorifica juntos, tan juntos que incluye a toda la creación. Muchas veces hemos puesto tanto énfasis en la responsabilidad personal que lo comunitario pasó a ser un telón de fondo, solo un ornamento. Pero el Espíritu Santo nos reúne, reconcilia nuestras diferencias y genera nuevos dinamismos para impulsar la misión de la Iglesia (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 131; 235).
Este templo en el que nos reunimos, está dedicado a San Pedro y San Pablo. Ambos apóstoles fueron conscientes del tesoro que se les había dado; ambos, en momentos y en circunstancias diferentes, fueron invitados a «ir mar adentro» (Lc 5,4). En la barca de la Iglesia estamos todos, intentando siempre clamar a Dios, ser constantes en medio de las tribulaciones y tener a Cristo Jesús como el objeto de nuestra esperanza. Y esta barca reconoce en el centro de su misión el anuncio de esa gloria esperada, que es la presencia de Dios en medio de su pueblo, en Cristo Resucitado, y que un día, anhelado por toda la creación, se manifestará en los hijos de Dios. Este es el desafío que nos urge: el mandato a evangelizar. Es la razón de ser de nuestra esperanza y de nuestra alegría.
Cuantas veces encontramos sacerdotes, consagrados y consagradas, tristes. La tristeza espiritual es una enfermedad. Triste porque no saben... Triste porque no encuentran el amor, porque no están enamorados: enamorados del Señor. Dejaron atrás una vida de matrimonio, de familia, y querían seguir al Señor. Pero ahora parece que están cansados... Y la tristeza va calando. Por favor, cuando os sintáis tristes, deteneos. Y buscad un sacerdote sabio, una monja sabia. No son sabios porque tienen un título universitario, no, no por eso. Sabio o sabia porque han sido capaces de avanzar en el amor. Id y pedid consejo. Cuando inicia esa tristeza, podemos profetizar que si no se cura a tiempo, os hará “solterones” y “solteronas”, hombres y mujeres que no son fecundos. ¡Tened miedo a esta tristeza! El diablo siembra.
Y hoy ese mar, en el que “se adentrarán”, serán “los escenarios y los desafíos siempre nuevos” de esta Iglesia en salida. Es necesario volver a preguntarnos: ¿qué nos pide el Señor? ¿Cuáles son las periferias que más necesitan de nuestra presencia para llevarles la luz del Evangelio? (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 20).
Si no, si no tenéis la alegría de la vocación, ¿quién podrá creer que Cristo Jesús es nuestra esperanza? Solo nuestro ejemplo de vida dará razón de nuestra esperanza en él.
Hay algo más que tiene relación con la tristeza: confundir la vocación con una empresa, con una empresa de trabajo. “Yo me dedico a esto, trabajo en esto, tengo entusiasmo con esto... y estoy feliz porque tengo esto”. Pero mañana, viene un obispo, otro o el mismo, o viene otro superior, superiora, y te dice: “No, deja esto y ve a otra parte”. Es el momento de la derrota. ¿Por qué? Porque, en ese momento, caerás en la cuenta de que has tomado un camino equivocado. Te darás cuenta de que el Señor, que te ha llamado a amar, está desilusionado contigo, porque has preferido hacer negocios. Al principio os dije que la vida de los que siguen a Jesús no es la vida de un funcionario o funcionaria: es la vida del amor del Señor y del celo apostólico por la gente. Haré una caricatura: ¿Qué hace un sacerdote funcionario? Él tiene su tiempo, su oficina, abre la oficina a una hora, hace su trabajo, cierra la oficina... Y la gente está afuera. Él no se acerca a la gente. Queridos hermanos y hermanas: Si no queréis ser funcionarios, os diré una palabra: cercanía. Proximidad, cercanía. Cercanía al Sagrario, cara a cara con el Señor. Y cercanía a las personas. “Pero, padre, la gente no viene...”. ¡Id a buscarla! “Pero, los jóvenes hoy no vienen...”. Inventa algo: el oratorio, para seguirlos, para ayudarlos. Cercanía a las personas y cercanía con el Señor en el Sagrario. El Señor os quiere pastores del pueblo, y no clérigos del estado. Después diré algo a las hermanas, pero después…
Cercanía significa misericordia. En esta tierra donde Jesús se reveló a sí mismo como Jesús misericordioso, un sacerdote tiene que ser misericordioso. Sobre todo en el confesionario. Pensad en cómo Jesús daría la bienvenida a esta persona [que se confiesa]. ¡A ese pobre hombre, ya lo ha golpeado bastante la vida! Hazle sentir el abrazo del Padre que perdona. Si no puedes darle la absolución, por ejemplo, dale el consuelo de hermano, de padre. Anímalo a seguir adelante. Convéncelo de que Dios perdona todo. Pero esto con la calidez de un padre. ¡Nunca eches a nadie del confesionario! Nunca eches a nadie. “Mira, no puedes... Ahora no puedo, pero Dios te ama, reza, vuelve y hablaremos...”. Así, cercanía. Esto es ser padre ¿No te importa ese pecador que lo echas así? No estoy hablando de vosotros, porque no os conozco. Hablo de otras realidades. Y misericordia. El confesionario no es el estudio de un psiquiatra. El confesionario no es para hurgar en los corazones de las personas.
Y por esto, queridos sacerdotes, la cercanía para vosotros también significa tener entrañas de misericordia. Y las entrañas de misericordia, ¿sabéis dónde se adquieren? Allí, en el Sagrario.
Y ustedes, queridas hermanas: Muchas veces vemos hermanas que son buenas —todas las monjas son buenas—, pero hablan, chismorrean... Preguntadle a la que está en el primer puesto en el otro lado —la penúltima—, si en la cárcel tenía tiempo para comentarios mientras cosía guantes. Preguntadle. Por favor, ¡sed madres! Sed madres, porque son un icono de la Iglesia y de la Virgen. Y que cada persona que os vea pueda ver a la Madre Iglesia y a la Madre María. No olvidéis esto. Y la Madre Iglesia no es una “solterona”. La Madre Iglesia no chismorrea: ama, sirve, hace crecer. Vuestra cercanía es ser madre: un icono de la Iglesia y un icono de la Virgen.
Cercanía al Sagrario y a la oración. Esa sed del alma de la que hablé, y con los demás. Servicio sacerdotal y vida consagrada no de funcionarios, sino de padres y madres de misericordia. Y si hacéis así, cuando seáis ancianos, tendréis una sonrisa hermosa y ojos brillantes. Porque tendréis el alma llena de ternura, de mansedumbre, de misericordia, de amor, de paternidad y maternidad.
Y rezad por este pobre obispo. Gracias.
Textos para la pastoral litúrgica de la Misa y otras celebraciones litúrgicas, en España. Se proponen los textos en castellano (y el de la edición "typica" en latín) elegidos por el autor entre las variantes posibles de la Liturgia ordinaria de la Iglesia. En cada entrada de la misa diaria primero se recoge un texto sobre Liturgia, luego el Calendario Litúrgico de España. Después viene la Misa del día. Al final se describen los santos y beatos del día siguiente, según el Martirologio Romano.
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