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domingo, 9 de octubre de 2022

Domingo 13 noviembre 2022, XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo C.

SOBRE LITURGIA

MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
VI JORNADA MUNDIAL DE LOS POBRES

Domingo XXXIII del Tiempo Ordinario. 13 de noviembre de 2022

Jesucristo se hizo pobre por ustedes (cf. 2 Co 8,9)

1. “Jesucristo se hizo pobre por ustedes” (cf. 2 Co 8,9). Con estas palabras el apóstol Pablo se dirige a los primeros cristianos de Corinto, para dar fundamento a su compromiso solidario con los hermanos necesitados. La Jornada Mundial de los Pobres se presenta también este año como una sana provocación para ayudarnos a reflexionar sobre nuestro estilo de vida y sobre tantas pobrezas del momento presente.

Algunos meses atrás, el mundo estaba saliendo de la tempestad de la pandemia, mostrando signos de recuperación económica que traerían alivio a millones de personas empobrecidas por la pérdida del empleo. Se vislumbraba un poco de serenidad que, sin olvidar el dolor por la pérdida de los seres queridos, prometía finalmente poder regresar a las relaciones interpersonales directas, a reencontrarnos sin limitaciones o restricciones. Y es entonces que ha aparecido en el horizonte una nueva catástrofe, destinada a imponer al mundo un escenario diferente.

La guerra en Ucrania vino a agregarse a las guerras regionales que en estos años están trayendo muerte y destrucción. Pero aquí el cuadro se presenta más complejo por la directa intervención de una “superpotencia”, que pretende imponer su voluntad contra el principio de autodeterminación de los pueblos. Se repiten escenas de trágica memoria y una vez más el chantaje recíproco de algunos poderosos acalla la voz de la humanidad que invoca la paz.

2. ¡Cuántos pobres genera la insensatez de la guerra! Dondequiera que se mire, se constata cómo la violencia afecta a los indefensos y a los más débiles. Deportación de miles de personas, especialmente niños y niñas, para desarraigarlos e imponerles otra identidad. Se vuelven actuales las palabras del Salmista ante la destrucción de Jerusalén y el exilio de los jóvenes hebreos: «Junto a los ríos de Babilonia / nos sentábamos a llorar, / acordándonos de Sión. / En los sauces de las orillas / teníamos colgadas nuestras cítaras. / Allí nuestros carceleros / nos pedían cantos, / y nuestros opresores, alegría. / [...] ¿Cómo podíamos cantar un canto del Señor / en tierra extranjera?» (Sal 137,1-4).

Son millones las mujeres, los niños, los ancianos obligados a desafiar el peligro de las bombas con tal de ponerse a salvo buscando amparo como refugiados en los países vecinos. Los que permanecen en las zonas de conflicto, conviven cada día con el miedo y la falta de alimentos, agua, atención médica y sobre todo de cariño. En estas situaciones, la razón se oscurece y quienes sufren las consecuencias son muchas personas comunes, que se suman al ya gran número de indigentes. ¿Cómo dar una respuesta adecuada que lleve alivio y paz a tantas personas, dejadas a merced de la incertidumbre y la precariedad?

3. En este contexto tan contradictorio se enmarca la VI Jornada Mundial de los Pobres, con la invitación —tomada del apóstol Pablo— a tener la mirada fija en Jesús, el cual «siendo rico, se hizo pobre por nosotros, a fin de enriquecernos con su pobreza» (2 Co 8,9). En su visita a Jerusalén, Pablo se había encontrado con Pedro, Santiago y Juan, quienes le habían pedido que no se olvidara de los pobres. La comunidad de Jerusalén, en efecto, se encontraba en graves dificultades por la carestía que azotaba al país, y el Apóstol se había preocupado inmediatamente de organizar una gran colecta en favor de los pobres. Los cristianos de Corinto se mostraron muy sensibles y disponibles. Por indicación de Pablo, cada primer día de la semana recogían lo que habían logrado ahorrar y todos eran muy generosos.

Como si el tiempo no hubiera transcurrido desde aquel momento, también nosotros cada domingo, durante la celebración de la Santa Eucaristía, realizamos el mismo gesto, poniendo en común nuestras ofrendas para que la comunidad pueda proveer a las exigencias de los más pobres. Es un signo que los cristianos siempre han realizado con alegría y sentido de responsabilidad, para que a ninguna hermana o hermano le falte lo necesario. Lo atestigua ya san Justino, que, en el segundo siglo, explicando la celebración dominical de los cristianos al emperador Antonio Pío, escribía así: «En el día llamado “del Sol” se reúnen todos juntos, habitantes de la ciudad o del campo, y se leen las memorias de los Apóstoles o los escritos de los profetas según el tiempo lo permita. […] Luego se hace la fracción y distribución de los elementos consagrados a cada uno y a través de los diáconos se envía a los ausentes. Los adinerados y los que lo desean dan libremente, cada uno lo que quiere y lo que se recoge viene depositado con el sacerdote. Este socorre a los huérfanos, a las viudas, y a quien es indigente por enfermedad o por cualquier otra causa, a los encarcelados, a los extranjeros que se encuentran entre nosotros: en resumen, tiene cuidado de cualquiera que esté en necesidad» (Primera Apología, LXVII, 1-6).

4. Regresando a la comunidad de Corinto, después del entusiasmo inicial, su compromiso comenzó a disminuir y la iniciativa propuesta por el Apóstol perdió fuerza. Es este el motivo que estimula a Pablo a escribir de manera apasionada insistiendo en la colecta, «llévenla ahora a término, para que los hechos respondan, según las posibilidades de cada uno, a la decisión de la voluntad» (2 Co 8,11).

Pienso en este momento en la disponibilidad que, en los últimos años, ha movido a enteras poblaciones a abrir las puertas para acoger millones de refugiados de las guerras en Oriente Medio, en África central y ahora en Ucrania. Las familias han abierto de par en par sus casas para hacer espacio a otras familias, y las comunidades han recibido con generosidad tantas mujeres y niños para ofrecerles la debida dignidad. Sin embargo, mientras más dura el conflicto, más se agravan sus consecuencias. A los pueblos que acogen les resulta cada vez más difícil dar continuidad a la ayuda; las familias y las comunidades empiezan a sentir el peso de una situación que va más allá de la emergencia. Este es el momento de no ceder y de renovar la motivación inicial. Lo que hemos comenzado necesita ser llevado a cumplimiento con la misma responsabilidad.

5. La solidaridad, en efecto, es precisamente esto: compartir lo poco que tenemos con quienes no tienen nada, para que ninguno sufra. Mientras más crece el sentido de comunidad y de comunión como estilo de vida, mayormente se desarrolla la solidaridad. Por otra parte, es necesario considerar que hay países donde, en las últimas décadas, se ha producido un importante aumento del bienestar para muchas familias, que han alcanzado un estado de vida seguro. Este es un resultado positivo debido a la iniciativa privada y a leyes que han apoyado el crecimiento económico articulado con un incentivo concreto a las políticas familiares y a la responsabilidad social. El patrimonio de seguridad y estabilidad logrado pueda ahora ser compartido con aquellos que se han visto obligados a abandonar su hogar y su país para salvarse y sobrevivir. Como miembros de la sociedad civil, mantengamos vivo el llamado a los valores de libertad, responsabilidad, fraternidad y solidaridad. Y como cristianos encontremos siempre en la caridad, en la fe y en la esperanza el fundamento de nuestro ser y nuestro actuar.

6. Es interesante observar que el Apóstol no quiere obligar a los cristianos forzándolos a una obra de caridad. De hecho, escribe: «Esta no es una orden» (2 Co 8,8); más bien, pretende “manifestar la sinceridad” de su amor en la atención y solicitud por los pobres (cf. ibíd.). Como fundamento de la petición de Pablo está ciertamente la necesidad de una ayuda concreta, pero su intención va más allá. Él invita a realizar la colecta para que sea un signo del amor, tal como lo ha testimoniado el mismo Jesús. En definitiva, la generosidad hacia los pobres encuentra su motivación más fuerte en la elección del Hijo de Dios que quiso hacerse pobre Él mismo.

El Apóstol, en efecto, no teme afirmar que esta elección de Cristo, este “despojo” suyo, es una «gracia», más aún, «la gracia de nuestro Señor Jesucristo» (2 Co 8,9), y sólo acogiéndola podemos dar expresión concreta y coherente a nuestra fe. La enseñanza de todo el Nuevo Testamento tiene su unidad en torno a este tema, que también se refleja en las palabras del apóstol Santiago: «Pongan en práctica la Palabra y no se contenten sólo con oírla, de manera que se engañen a ustedes mismos. El que oye la Palabra y no la practica, se parece a un hombre que se mira en el espejo, pero en seguida se va y se olvida de cómo es. En cambio, el que considera atentamente la Ley perfecta, que nos hace libres, y se aficiona a ella, no como un oyente distraído, sino como un verdadero cumplidor de la Ley, será feliz al practicarla» (St 1,22-25).

7. Frente a los pobres no se hace retórica, sino que se ponen manos a la obra y se practica la fe involucrándose directamente, sin delegar en nadie. A veces, en cambio, puede prevalecer una forma de relajación, lo que conduce a comportamientos incoherentes, como la indiferencia hacia los pobres. Sucede también que algunos cristianos, por un excesivo apego al dinero, se empantanan en el mal uso de los bienes y del patrimonio. Son situaciones que manifiestan una fe débil y una esperanza endeble y miope.

Sabemos que el problema no es el dinero en sí, porque este forma parte de la vida cotidiana y de las relaciones sociales de las personas. Más bien, lo que debemos reflexionar es sobre el valor que tiene el dinero para nosotros: no puede convertirse en un absoluto, como si fuera el fin principal. Tal apego impide observar con realismo la vida de cada día y nubla la mirada, impidiendo ver las necesidades de los demás. Nada más dañino le puede acontecer a un cristiano y a una comunidad que ser deslumbrados por el ídolo de la riqueza, que termina encadenando a una visión de la vida efímera y fracasada.

Por lo tanto, no se trata de tener un comportamiento asistencialista hacia los pobres, como suele suceder; es necesario, en cambio, hacer un esfuerzo para que a nadie le falte lo necesario. No es el activismo lo que salva, sino la atención sincera y generosa que permite acercarse a un pobre como a un hermano que tiende la mano para que yo me despierte del letargo en el que he caído. Por eso, «nadie debería decir que se mantiene lejos de los pobres porque sus opciones de vida implican prestar más atención a otros asuntos. Ésta es una excusa frecuente en ambientes académicos, empresariales o profesionales, e incluso eclesiales. […] Nadie puede sentirse exceptuado de la preocupación por los pobres y por la justicia social» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 201). Es urgente encontrar nuevos caminos que puedan ir más allá del marco de aquellas políticas sociales «concebidas como una política hacia los pobres pero nunca con los pobres, nunca de los pobres y mucho menos inserta en un proyecto que reunifique a los pueblos» (Carta enc. Fratelli tutti, 169). En cambio, es necesario tender a asumir la actitud del Apóstol que podía escribir a los corintios: «No se trata de que ustedes sufran necesidad para que otros vivan en la abundancia, sino de que haya igualdad» (2 Co 8,13).

8. Hay una paradoja que hoy como en el pasado es difícil de aceptar, porque contrasta con la lógica humana: hay una pobreza que enriquece. Haciendo referencia a la “gracia” de Jesucristo, Pablo quiere confirmar lo que Él mismo predicó, es decir, que la verdadera riqueza no consiste en acumular «tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los consumen, y los ladrones perforan las paredes y los roban» (Mt 6,19), sino en el amor recíproco que nos hace llevar las cargas los unos de los otros para que nadie quede abandonado o excluido. La experiencia de debilidad y limitación que hemos vivido en los últimos años, y ahora la tragedia de una guerra con repercusiones globales, nos debe enseñar algo decisivo: no estamos en el mundo para sobrevivir, sino para que a todos se les permita tener una vida digna y feliz. El mensaje de Jesús nos muestra el camino y nos hace descubrir que hay una pobreza que humilla y mata, y hay otra pobreza, la suya, que nos libera y nos hace felices.

La pobreza que mata es la miseria, hija de la injusticia, la explotación, la violencia y la injusta distribución de los recursos. Es una pobreza desesperada, sin futuro, porque la impone la cultura del descarte que no ofrece perspectivas ni salidas. Es la miseria que, mientras constriñe a la condición de extrema pobreza, también afecta la dimensión espiritual que, aunque a menudo sea descuidada, no por esto no existe o no cuenta. Cuando la única ley es la del cálculo de las ganancias al final del día, entonces ya no hay freno para pasar a la lógica de la explotación de las personas: los demás son sólo medios. No existen más salarios justos, horas de trabajo justas, y se crean nuevas formas de esclavitud, sufridas por personas que no tienen otra alternativa y deben aceptar esta venenosa injusticia con tal de obtener lo mínimo para su sustento.

La pobreza que libera, en cambio, es la que se nos presenta como una elección responsable para aligerar el lastre y centrarnos en lo esencial. De hecho, se puede encontrar fácilmente esa sensación de insatisfacción que muchos experimentan, porque sienten que les falta algo importante y van en su búsqueda como errantes sin una meta. Deseosos de encontrar lo que pueda satisfacerlos, tienen necesidad de orientarse hacia los pequeños, los débiles, los pobres para comprender finalmente aquello de lo que verdaderamente tenían necesidad. El encuentro con los pobres permite poner fin a tantas angustias y miedos inconsistentes, para llegar a lo que realmente importa en la vida y que nadie nos puede robar: el amor verdadero y gratuito. Los pobres, en realidad, antes que ser objeto de nuestra limosna, son sujetos que nos ayudan a liberarnos de las ataduras de la inquietud y la superficialidad.

Un padre y doctor de la Iglesia, san Juan Crisóstomo, en cuyos escritos se encuentran fuertes denuncias contra el comportamiento de los cristianos hacia los más pobres, escribió: «Si no puedes creer que la pobreza te enriquece, piensa en tu Señor y deja de dudar de esto. Si Él no hubiera sido pobre, tú no serías rico; esto es extraordinario, que de la pobreza surgió abundante riqueza. Pablo quiere decir aquí con “riquezas” el conocimiento de la piedad, la purificación de los pecados, la justicia, la santificación y otras mil cosas buenas que nos han sido dadas ahora y siempre. Todo esto lo tenemos gracias a la pobreza» (Homilías sobre la II Carta a los Corintios, 17,1).

9. El texto del Apóstol al que se refiere esta VI Jornada Mundial de los Pobres presenta la gran paradoja de la vida de fe: la pobreza de Cristo nos hace ricos. Si Pablo pudo dar esta enseñanza —y la Iglesia difundirlo y testimoniarlo a lo largo de los siglos— es porque Dios, en su Hijo Jesús, eligió y siguió este camino. Si Él se hizo pobre por nosotros, entonces nuestra misma vida se ilumina y se transforma, y ​​adquiere un valor que el mundo no conoce ni puede dar. La riqueza de Jesús es su amor, que no se cierra a nadie y va al encuentro de todos, especialmente de los que son marginados y privados de lo necesario. Por amor se despojó a sí mismo y asumió la condición humana. Por amor se hizo siervo obediente, hasta morir y morir en la cruz (cf. Flp 2,6-8). Por amor se hizo «pan de Vida» (Jn 6,35), para que a nadie le falte lo necesario y pueda encontrar el alimento que nutre para la vida eterna. También en nuestros días parece difícil, como lo fue entonces para los discípulos del Señor, aceptar esta enseñanza (cf. Jn 6,60); pero la palabra de Jesús es clara. Si queremos que la vida venza a la muerte y la dignidad sea rescatada de la injusticia, el camino es el suyo: es seguir la pobreza de Jesucristo, compartiendo la vida por amor, partiendo el pan de la propia existencia con los hermanos y hermanas, empezando por los más pequeños, los que carecen de lo necesario, para que se cree la igualdad, se libere a los pobres de la miseria y a los ricos de la vanidad, ambos sin esperanza.

10. El pasado 15 de mayo canonicé al hermano Charles de Foucauld, un hombre que, nacido rico, renunció a todo para seguir a Jesús y hacerse con Él pobre y hermano de todos. Su vida eremítica, primero en Nazaret y luego en el desierto del Sahara, hecha de silencio, oración y compartir, es un testimonio ejemplar de la pobreza cristiana. Nos hará bien meditar en estas palabras suyas: «No despreciemos a los pobres, a los pequeños, a los trabajadores; ellos no sólo son nuestros hermanos en Dios, sino que son también aquellos que del modo más perfecto imitan a Jesús en su vida exterior. Ellos nos representan perfectamente a Jesús, el Obrero de Nazaret. Son los primogénitos entre los elegidos, los primeros llamados a la cuna del Salvador. Fueron la compañía habitual de Jesús, desde su nacimiento hasta su muerte […]. Honrémoslos, honremos en ellos las imágenes de Jesús y de sus santos padres […]. Tomemos para nosotros [la condición] que Él tomó para sí mismo […]. No dejemos nunca de ser pobres en todo, hermanos de los pobres, compañeros de los pobres, seamos los más pobres de los pobres como Jesús, y como Él amemos a los pobres y rodeémonos de ellos» ( Comentario al Evangelio de Lucas, Meditación 263) [1]. Para el hermano Charles estas no fueron sólo palabras, sino un estilo de vida concreto, que lo llevó a compartir con Jesús el don de la vida misma.

Que esta VI Jornada Mundial de los Pobres se convierta en una oportunidad de gracia, para hacer un examen de conciencia personal y comunitario, y preguntarnos si la pobreza de Jesucristo es nuestra fiel compañera de vida.

Roma, San Juan de Letrán, 13 de junio de 2022, Memoria de san Antonio de Padua.

FRANCISCO

[1] Meditación n. 263 sobre Lc 2,8-20: C. DE FOUCAULD, La Bonté de Dieu. Méditations sur les saints Evangiles (1), Nouvelle Cité, Montrouge 1996, 214-216.

CALENDARIO

13 + XXXIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO 

Misa del Domingo (verde). 
MISAL: ants. y oracs. props., Gl., Cr., Pf. dominical. 
LECC.: vol. I (C). 
- Mal 3, 19-20a. A vosotros os iluminará un sol de justicia. 
- Sal 97. R. El Señor llega para regir los pueblos con rectitud. 
- 2 Tes 3, 7-12. Si alguno no quiere trabajar, que no coma. 
- Lc 21, 5-19. Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas. 

La liturgia de la Palabra hoy nos orienta hacia el juicio de Dios, especialmente el final y definitivo. La irrevocable sentencia se describe como un fuego devorador para todos los que hayan cometido injusticia y, por el contrario, como sol de justicia para los que hayan dado el verdadero culto a Dios (cf. 1 lect.). En ese contexto, se sitúa como elemento de fondo la destrucción del templo de Jerusalén (Ev.). Jerusalén era el símbolo de la religión y de las instituciones del Antiguo Testamento. La profecía indica la superación del viejo mundo y de la Antigua Alianza y la inauguración de un orden nuevo y de una Nueva Alianza. El preanuncio de guerras, revoluciones y cataclismos cósmicos y de persecuciones describe de manera expresiva la maduración difícil y sufrida del reino de Dios, destinado a alcanzar, al fin, su plenitud.

* JORNADA MUNDIAL DE LOS POBRES (pontificia). Liturgia del día, alusión en la mon. de entrada y en la hom., intención en la oración universal.
* Hoy no se permiten las misas de difuntos, excepto la exequial. 

Liturgia de las Horas: oficio dominical. Te Deum. Comp. Dom. II.

Martirologio: elogs. del 14 de noviembre, pág. 666. 
CALENDARIOS: Santander: Aniversario de la muerte de Mons. Juan Antonio del Val Gallo, obispo, emérito (2002).

TEXTOS MISA

XXXIII DOMINGO TIEMPO ORDINARIO

Antífona de entrada Cf. Jer 29, 11-12.14
Dice el Señor: «Tengo designios de paz y no de aflicción, me invocaréis y yo os escucharé; os congregaré sacándoos de los países y comarcas por donde os dispersé».
Dicit Dóminus: Ego cógito cogitatiónes pacis et non afflictiónis; invocábitis me, et ego exáudiam vos, et redúcam captivitátem vestram de cunctis locis.

Se dice Gloria.

Monición de entrada
Año C
Nos estamos acercando al final del año cristiano; en la eucaristía de este domingo el Señor Jesús nos llama a estar preparados para el final de la historia y el encuentro definitivo con él. No nos infunde miedo sino valentía ante lo que vendrá, pues él mismo será nuestro socorro. Hasta ese momento nos fortalecemos y preparamos con el alimento del pan de su Palabra y de la eucaristía.

Acto penitencial
Todo como en el Ordinario de la Misa. Para la tercera fórmula pueden usarse las siguientes invocaciones:
Año C
- Tú tienes palabras de vida eterna: Señor, ten piedad.
R. Señor, ten piedad.
- Tú, nuestro único Señor: Cristo, ten piedad.
R. Cristo, ten piedad.
- Tú, que permaneces para siempre: Señor, ten piedad.
R. Señor, ten piedad.
En lugar del acto penitencial, se puede celebrar el rito de la bendición y de la aspersión del agua bendita.

Se dice Gloria.

Oración colecta

Concédenos, Señor, Dios nuestro, alegrarnos siempre en tu servicio, porque en dedicarnos a ti, autor de todos los bienes, consiste la felicidad completa y verdadera. Por nuestro Señor Jesucristo.
Da nobis, quaesumus, Dómine Deus noster, in tua semper devotióne gaudére, quia perpétua est et plena felícitas, si bonórum ómnium iúgiter serviámus auctóri. Per Dóminum.

LITURGIA DE LA PALABRA
Lecturas del XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo C (Lec. I C).

PRIMERA LECTURA Mal 3, 19-20a
A vosotros os iluminará un sol de justicia
Lectura de la profecía de Malaquías.

He aquí que llega el día, ardiente como un horno, en e! que todos los orgullosos y malhechores serán como paja; los consumirá el día que está llegando, dice el Señor del universo, y no les dejará ni copa ni raíz.
Pero a vosotros, los que teméis mi nombre, os iluminará un sol de justicia y hallaréis salud a su sombra.

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Salmo responsorial Sal 97, 5-6. 7-8. 9ab. 9cd (R.: cf. 9)
R. El Señor llega para regir los pueblos con rectitud.
Venit Dóminus iudicáre pópulos in æquitáte.

V. Tañed la cítara para el Señor,
suenen los instrumentos:
con clarines y al son de trompetas,
aclamad al Rey y Señor.
R. El Señor llega para regir los pueblos con rectitud.
Venit Dóminus iudicáre pópulos in æquitáte.

V. Retumbe el mar y cuanto contiene,
la tierra y cuantos la habitan;
aplaudan los ríos,
aclamen los montes.
R. El Señor llega para regir los pueblos con rectitud.
Venit Dóminus iudicáre pópulos in æquitáte.

V. Al Señor, que llega
para regir la tierra.
Regirá el orbe con justicia
y los pueblos con rectitud.
R. El Señor llega para regir los pueblos con rectitud.
Venit Dóminus iudicáre pópulos in æquitáte.

SEGUNDA LECTURA 2 Tes 3, 7-12
Si alguno no quiere trabajar, que no coma
Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a los Tesalonicenses.

Hermanos:
Ya sabéis vosotros cómo tenéis que imitar nuestro ejemplo: No vivimos entre vosotros sin trabajar, no comimos de balde el pan de nadie, sino que con cansancio y fatiga, día y noche, trabajamos a fin de no ser una carga para ninguno de vosotros.
No porque no tuviéramos derecho, sino para daros en nosotros un modelo que imitar.
Además, cuando estábamos entre vosotros, os mandábamos que si alguno no quiere trabajar, que no coma.
Porque nos hemos enterado de que algunos viven desordenadamente, sin trabajar, antes bien metiéndose en todo.
A esos les mandamos y exhortamos, por el Señor Jesucristo, que trabajen con sosiego para comer su propio pan.

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Aleluya Lc 21, 28
R. Aleluya, aleluya, aleluya.
V. Levantaos, alzad la cabeza: se acerca vuestra liberación. R.
Respícite et leváte cápita vestra, quóniam appropínquat redémptio vestra.

EVANGELIO Lc 21. 5-19
Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas
 Lectura del santo Evangelio según san Lucas.
R. Gloria a ti, Señor.

En aquel tiempo, como algunos hablaban del templo, de lo bellamente adornado que estaba con piedra de calidad y exvotos, Jesús les dijo:
«Esto que contempláis, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra que no sea destruida».
Ellos le preguntaron:
«Maestro, ¿cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder?».
Él dijo:
«Mirad que nadie os engañe. Porque muchos vendrán en mi nombre diciendo: “Yo soy”, o bien: “Está llegando el tiempo”; no vayáis tras ellos.
Cuando oigáis noticias de guerras y de revoluciones, no tengáis pánico.
Porque es necesario que eso ocurra primero, pero el fin no será enseguida».
Entonces les decía:
«Se alzará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá grandes terremotos, y en diversos países, hambres y pestes.
Habrá también fenómenos espantosos y grandes signos en el cielo.
Pero antes de todo eso os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a las cárceles, y haciéndoos comparecer ante reyes y gobernadores, por causa de mi nombre. Esto os servirá de ocasión para dar testimonio.
Por ello, meteos bien en la cabeza que no tenéis que preparar vuestra defensa, porque yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro.
Y hasta vuestros padres, y parientes, y hermanos, y amigos os entregarán, y matarán a algunos de vosotros, y todos os odiarán a causa de mi nombre.
Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas».

Palabra del Señor.
R. Gloria a ti, Señor Jesús.

Papa Francisco
JORNADA MUNDIAL DE LOS POBRES
SANTA MISA. HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario, 17 de noviembre de 2019

En el evangelio de hoy, Jesús sorprende a sus contemporáneos, y también a nosotros. En efecto, justo cuando se alababa el magnífico templo de Jerusalén, dice que «no quedará piedra sobre piedra» (Lc 21,6). ¿Por qué estas palabras hacia una institución tan sagrada, que no era sólo un edificio, sino un signo religioso único, una casa para Dios y para el pueblo creyente? ¿Por qué profetizar que la sólida certeza del pueblo de Dios se derrumbaría? ¿Por qué el Señor deja al final que se desmoronen las certezas, cuando el mundo las necesita cada vez más?
Busquemos respuestas en las palabras de Jesús. Él nos dice hoy que casi todo pasará. Casi todo, pero no todo. En este penúltimo domingo del Tiempo Ordinario, Él explica que lo que se derrumba, lo que pasa son las cosas penúltimas, no las últimas: el templo, no Dios; los reinos y los asuntos de la humanidad, no el hombre. Pasan las cosas penúltimas, que a menudo parecen definitivas, pero no lo son. Son realidades grandiosas, como nuestros templos, y espantosas, como terremotos, signos en el cielo y guerras en la tierra (cf. vv. 10-11). A nosotros nos parecen hechos de primera página, pero el Señor los pone en segunda página. En la primera queda lo que no pasará jamás: el Dios vivo, infinitamente más grande que cada templo que le construimos, y el hombre, nuestro prójimo, que vale más que todas las crónicas del mundo. Entonces, para ayudarnos a comprender lo que importa en la vida, Jesús nos advierte acerca de dos tentaciones.
La primera es la tentación de la prisa, del ahora mismo. Para Jesús no hay que ir detrás de quien dice que el final está cerca, que «está llegando el tiempo» (v. 8). Es decir, que no hay que prestar atención a quien difunde alarmismos y alimenta el miedo del otro y del futuro, porque el miedo paraliza el corazón y la mente. Sin embargo, cuántas veces nos dejamos seducir por la prisa de querer saberlo todo y ahora mismo, por el cosquilleo de la curiosidad, por la última noticia llamativa o escandalosa, por las historias turbias, por los chillidos del que grita más fuerte y más enfadado, por quien dice “ahora o nunca”. Pero esta prisa, este todo y ahora mismo, no viene de Dios. Si nos afanamos por el ahora mismo, olvidamos al que permanece para siempre: seguimos las nubes que pasan y perdemos de vista el cielo. Atraídos por el último grito, no encontramos más tiempo para Dios y para el hermano que vive a nuestro lado. ¡Qué verdad es esta hoy! En el afán de correr, de conquistarlo todo y rápidamente, el que se queda atrás molesta y se considera como descarte. Cuántos ancianos, niños no nacidos, personas discapacitadas, pobres considerados inútiles. Se va de prisa, sin preocuparse que las distancias aumentan, que la codicia de pocos acrecienta la pobreza de muchos.
Jesús, como antídoto a la prisa propone hoy a cada uno la perseverancia: «con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas» (v. 19). Perseverancia es seguir adelante cada día con los ojos fijos en aquello que no pasa: el Señor y el prójimo. Por esto, la perseverancia es el don de Dios con que se conservan todos los otros dones (cf. San Agustín, De dono perseverantiae, 2,4). Pidamos por cada uno de nosotros y por nosotros como Iglesia para perseverar en el bien, para no perder de vista lo importante.
Hay un segundo engaño del que Jesús nos quiere alejar, cuando dice: «Muchos vendrán en mi nombre, diciendo: “Yo soy” […]; no vayáis tras ellos» (v. 8). Es la tentación del yo. El cristiano, como no busca el ahora mismo sino el siempre, no es entonces un discípulo del yo, sino del tú. Es decir, no sigue las sirenas de sus caprichos, sino el reclamo del amor, la voz de Jesús. ¿Y cómo se distingue la voz de Jesús? “Muchos vendrán en mi nombre”, dice el Señor, pero no han de seguirse. No basta la etiqueta “cristiano” o “católico” para ser de Jesús. Es necesario hablar la misma lengua de Jesús, la del amor, la lengua del tú. No habla la lengua de Jesús quien dice yo, sino quien sale del propio yo. Y, sin embargo, cuántas veces, aun al hacer el bien, reina la hipocresía del yo: hago lo correcto, pero para ser considerado bueno; doy, pero para recibir a cambio; ayudo, pero para atraer la amistad de esa persona importante. De este modo habla la lengua del yo. La Palabra de Dios, en cambio, impulsa a un «amor no fingido» (Rm 12,9), a dar al que no tiene para devolvernos (cf. Lc 14,14), a servir sin buscar recompensas y contracambios (cf. Lc 6,35). Entonces podemos preguntarnos: ¿Ayudo a alguien de quien no podré recibir? Yo, cristiano, ¿tengo al menos un pobre como amigo?
Los pobres son preciosos a los ojos de Dios porque no hablan la lengua del yo; no se sostienen solos, con las propias fuerzas, necesitan alguien que los lleve de la mano. Nos recuerdan que el Evangelio se vive así, como mendigos que tienden hacia Dios. La presencia de los pobres nos lleva al clima del Evangelio, donde son bienaventurados los pobres en el espíritu (cf. Mt 5,3). Entonces, más que sentir fastidio cuando oímos que golpean a nuestra puerta, podemos acoger su grito de auxilio como una llamada a salir de nuestro propio yo, acogerlos con la misma mirada de amor que Dios tiene por ellos. ¡Qué hermoso sería si los pobres ocuparan en nuestro corazón el lugar que tienen en el corazón de Dios! Estando con los pobres, sirviendo a los pobres, aprendemos los gustos de Jesús, comprendemos qué es lo que permanece y qué es lo que pasa.
Volvemos así a las preguntas iniciales. Entre tantas cosas penúltimas, que pasan, el Señor quiere recordarnos hoy la última, que quedará para siempre. Es el amor, porque «Dios es amor» (1 Jn 4,8), y el pobre que pide mi amor me lleva directamente a Él. Los pobres nos facilitan el acceso al cielo; por eso el sentido de la fe del Pueblo de Dios los ha visto como los porteros del cielo. Ya desde ahora son nuestro tesoro, el tesoro de la Iglesia, porque nos revelan la riqueza que nunca envejece, la que une tierra y cielo, y por la cual verdaderamente vale la pena vivir: el amor.

ÁNGELUS. Domingo, 17 de noviembre de 2019.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este penúltimo domingo del año litúrgico (cf. Lc 21, 5-19) nos presenta el discurso de Jesús sobre el fin de los tiempos. Jesús lo pronuncia frente al templo de Jerusalén, un edificio admirado por la gente por su grandeza y esplendor. Pero Jesús profetizó que, de toda la belleza del templo, de esa grandeza «no quedará piedra sobre piedra que no sea derruida» (Lc 21, 6). La destrucción del templo anunciada por Jesús no es tanto un símbolo del final de la historia sino, más bien, de la finalidad de la historia. De hecho, ante los oyentes, que quieren saber cómo y cuándo tendrán lugar estas señales, Jesús responde con el típico lenguaje apocalíptico de la Biblia.
Se sirve de dos imágenes aparentemente opuestas: la primera es una serie de acontecimientos aterradores: catástrofes, guerras, hambrunas, revoluciones y persecuciones (Lc 21, 9-12); la segunda es tranquilizadora: «No perecerá ni un cabello de vuestra cabeza» (Lc 21, 18). En primer lugar, una mirada realista a la historia, marcada por las calamidades y también por la violencia, por los traumas que hieren la creación, nuestro hogar común, y también a la familia humana que en ella habita, y a la propia comunidad cristiana. Pensemos en tantas guerras a día de hoy, en tantas calamidades. La segunda imagen, envuelta en la seguridad de Jesús, nos muestra la actitud que el cristiano debe adoptar al vivir esta historia, caracterizada por la violencia y la adversidad.
¿Y cuál es la actitud del cristiano? Es la actitud de esperanza en Dios, que nos permite no dejarnos abrumar por acontecimientos trágicos. En efecto, «esto os sucederá para que deis testimonio» (Lc 21, 13). Los discípulos de Cristo no pueden permanecer esclavos de los temores y de las angustias, sino que están llamados a vivir la historia, a detener la fuerza destructiva del mal, con la certeza de que la ternura providencial y tranquilizadora del Señor acompaña siempre su acción de bien. Esta es la señal elocuente de que el Reino de Dios viene a nosotros, es decir, que la realización del mundo se acerca como Dios quiere. Es Él, el Señor, quien dirige nuestras vidas y conoce el propósito último de las cosas y los acontecimientos.
El Señor nos llama a colaborar en la construcción de la historia, convirtiéndonos, junto a Él, en pacificadores y testigos de esperanza en un futuro de salvación y resurrección. La fe nos hace caminar con Jesús por las sendas de este mundo, muchas veces tortuosas, con la certeza de que el poder de Su Espíritu doblegará las fuerzas del mal, sometiéndolas al poder del amor de Dios. El amor es superior, el amor es más poderoso, porque es Dios: Dios es amor. Los mártires cristianos son un ejemplo para nosotros: nuestros mártires, incluso de nuestro tiempo (que son más que los del principio), son hombres y mujeres de paz, a pesar de que fueron perseguidos. Nos dan una herencia que debemos conservar e imitar: el Evangelio del amor y de la misericordia. Este es el tesoro más preciado que se nos ha dado y el testimonio más eficaz que podemos dar a nuestros contemporáneos, respondiendo al odio con amor, a la ofensa con el perdón. Incluso en nuestra vida diaria: cuando recibimos una ofensa, sentimos dolor; pero debemos perdonar de corazón. Cuando nos sintamos odiados, recemos con amor por la persona que nos odia. Que la Virgen María, por su intercesión maternal, nos sustente en nuestro camino cotidiano de fe, siguiendo al Señor que guía la historia.

Homilía en el Jubileo personas excluidas.
Domingo 13 de noviembre de 2016.
«Os iluminará un sol de justicia que lleva la salud en las alas» (Ml 3, 20). Las palabras del profeta Malaquías, que hemos escuchado en la primera lectura, iluminan la celebración de esta jornada jubilar. Se encuentran en la última página del último profeta del Antiguo Testamento y están dirigidas a aquellos que confían en el Señor, que ponen su esperanza en él, que ponen nuevamente su esperanza en él, eligiéndolo como el bien más alto de sus vidas y negándose a vivir sólo para sí mismos y su intereses personales. Para ellos, pobres de sí mismos pero ricos de Dios, amanecerá el sol de su justicia: ellos son los pobres en el espíritu, a los que Jesús promete el reino de los cielos (cf. Mt 5, 3), y Dios, por medio del profeta Malaquías, llama mi «propiedad personal» (Ml 3, 17). El profeta los contrapone a los arrogantes, a los que han puesto la seguridad de su vida en su autosuficiencia y en los bienes del mundo. La lectura de esta última página del Antiguo Testamento suscita preguntas que nos interrogan sobre el significado último de la vida: ¿En dónde pongo yo mi seguridad? ¿En el Señor o en otras seguridades que no le gustan a Dios? ¿Hacia dónde se dirige mi vida, hacia dónde está orientado mi corazón? ¿Hacia el Señor de la vida o hacia las cosas que pasan y no llenan?
Preguntas similares se encuentran en el pasaje del Evangelio de hoy. Jesús está en Jerusalén para escribir la última y más importante página de su vida terrena: su muerte y resurrección. Está cerca del templo, «adornado de bellas piedras y ofrendas votivas» (Lc 21, 5). La gente estaba hablando de la belleza exterior del templo, cuando Jesús dice: «Esto que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra» (Lc 21, 6). Añade que habrá conflictos, hambre, convulsión en la tierra y en el cielo. Jesús no nos quiere asustar, sino advertirnos de que todo lo que vemos pasa inexorablemente. Incluso los reinos más poderosos, los edificios más sagrados y las cosas más estables del mundo, no duran para siempre; tarde o temprano caerán.
Ante estas afirmaciones, la gente inmediatamente plantea dos preguntas al Maestro: «¿Cuándo va a ser eso?, ¿y cuál será la señal de que todo eso está para suceder?» (Lc 21, 7). Cuando y cuál? Siempre nos mueve la curiosidad: se quiere saber cuándo y recibir señales. Pero esta curiosidad a Jesús no le gusta. Por el contrario, él nos insta a no dejarnos engañar por los predicadores apocalípticos. El que sigue a Jesús no hace caso a los profetas de desgracias, a la frivolidad de los horóscopos, a las predicaciones y a las predicciones que generan temores, distrayendo la atención de lo que sí importa. Entre las muchas voces que se oyen, el Señor nos invita a distinguir lo que viene de Él y lo que viene del falso espíritu. Es importante distinguir la llamada llena de sabiduría que Dios nos dirige cada día del clamor de los que utilizan el nombre de Dios para asustar, alimentar divisiones y temores.
Jesús invita con fuerza a no tener miedo ante las agitaciones de cada época, ni siquiera ante las pruebas más severas e injustas que afligen a sus discípulos. Él pide que perseveren en el bien y pongan toda su confianza en Dios, que no defrauda: «Ni un cabello de vuestra cabeza perecerá» (Lc 21, 18). Dios no se olvida de sus fieles, su valiosa propiedad, que somos nosotros.
Pero hoy nos interpela sobre el sentido de nuestra existencia. Usando una imagen, se podría decir que estas lecturas se presentan como un «tamiz» en medio de la corriente de nuestra vida: nos recuerdan que en este mundo casi todo pasa, como el agua que corre; pero hay cosas importantes que permanecen, como si fueran una piedra preciosa en un tamiz. ¿Qué es lo que queda?, ¿qué es lo que tiene valor en la vida?, ¿qué riquezas son las que no desaparecen? Sin duda, dos: El Señor y el prójimo. Estas dos riquezas no desaparecen. Estos son los bienes más grandes, para amar. Todo lo demás ?el cielo, la tierra, las cosas más bellas, también esta Basílica? pasa; pero no debemos excluir de la vida a Dios y a los demás.
Sin embargo, precisamente hoy, cuando hablamos de exclusión, vienen rápido a la mente personas concretas; no cosas inútiles, sino personas valiosas. La persona humana, colocada por Dios en la cumbre de la creación, es a menudo descartada, porque se prefieren las cosas que pasan. Y esto es inaceptable, porque el hombre es el bien más valioso a los ojos de Dios. Y es grave que nos acostumbremos a este tipo de descarte; es para preocuparse, cuando se adormece la conciencia y no se presta atención al hermano que sufre junto a nosotros o a los graves problemas del mundo, que se convierten solamente en una cantinela ya oída en los titulares de los telediarios.
Hoy, queridos hermanos y hermanas, es vuestro Jubileo, y con vuestra presencia nos ayudáis a sintonizar con Dios, para ver lo que él ve: Él no se queda en las apariencias (cf. 1S 16, 7), sino que pone sus ojos «en el humilde y abatido» (Is 66.2), en tantos pobres Lázaros de hoy. Cuánto mal nos hace fingir que no nos damos cuenta de Lázaro que es excluido y rechazado (cf. Lc 16, 19-21). Es darle la espalda a Dios. ¡Es darle la espalda a Dios! Cuando el interés se centra en las cosas que hay que producir, en lugar de las personas que hay que amar, estamos ante un síntoma de esclerosis espiritual. Así nace la trágica contradicción de nuestra época: cuanto más aumenta el progreso y las posibilidades, lo cual es bueno, tanto más aumentan las personas que no pueden acceder a ello. Es una gran injusticia que nos tiene que preocupar, mucho más que el saber cuándo y cómo será el fin del mundo. Porque no se puede estar tranquilo en casa mientras Lázaro yace postrado a la puerta; no hay paz en la casa del que está bien, cuando falta justicia en la casa de todos.
Hoy, en las catedrales y santuarios de todo el mundo, se cierran las Puertas de la Misericordia. Pidamos la gracia de no apartar los ojos de Dios que nos mira y del prójimo que nos cuestiona. Abramos nuestros ojos a Dios, purificando la mirada del corazón de las representaciones engañosas y temibles, del dios de la potencia y de los castigos, proyección del orgullo y el temor humano. Miremos con confianza al Dios de la misericordia, con la seguridad de que «el amor no pasa nunca» (1Co 13, 8). Renovemos la esperanza en la vida verdadera a la que estamos llamados, la que no pasará y nos aguarda en comunión con el Señor y con los demás, en una alegría que durará para siempre y sin fin.
Y abramos nuestros ojos al prójimo, especialmente al hermano olvidado y excluido, al Lázaro que yace delante de nuestra puerta. Hacia allí se dirige la lente de la Iglesia. Que el Señor nos libre de dirigirla hacia nosotros. Que nos aparte de los oropeles que distraen, de los intereses y los privilegios, del aferrarse al poder y a la gloria, de la seducción del espíritu del mundo. Nuestra Madre la Iglesia mira «a toda la humanidad que sufre y que llora; ésta le pertenece por derecho evangélico» (Pablo VI, Discurso de apertura de la segunda sesión del Concilio Vaticano II, 29 septiembre 1963). Por derecho y también por deber evangélico, porque nuestra tarea consiste en cuidar de la verdadera riqueza que son los pobres. A la luz de estas reflexiones, quisiera que hoy sea la «Jornada de los pobres». Nos lo recuerda una antigua tradición, que se refiere al santo mártir romano Lorenzo. Él, antes de sufrir un atroz martirio por amor al Señor, distribuyó los bienes de la comunidad a los pobres, a los que consideraba como los verdaderos tesoros de la Iglesia. Que el Señor nos conceda mirar sin miedo a lo que importa, dirigir el corazón a él y a nuestros verdaderos tesoros.
ÁNGELUS, Domingo 13 de noviembre de 2016.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El pasaje evangélico de hoy (Lc 21, 5-19) contiene la primera parte del discurso de Jesús sobre los últimos tiempos, en la redacción de san Lucas. Jesús lo pronuncia mientras se encuentra ante el templo de Jerusalén y toma inspiración en las expresiones de admiración de la gente por la belleza del santuario y sus decoraciones (cf. Lc 21, 5). Entonces Jesús dice: «Esto que veis, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra que no será derruida» (Lc 21, 6). ¡Podemos imaginar el efecto de estas palabras sobre los discípulos de Jesús! Pero Él no quiere ofender al templo, sino hacerles entender, a ellos y también a nosotros hoy, que las construcciones humanas, incluso las más sagradas, son pasajeras y no hay que depositar nuestra seguridad en ellas. En nuestra vida ¡Cuántas presuntas certezas pensábamos que fuesen definitivas y después se revelaron efímeras! Por otra parte, ¡cuántos problemas nos parecían sin salida y luego se superaron!
Jesús también sabe que siempre hay quien especula sobre la necesidad humana de seguridad. Por eso dice: «no os dejéis engañar» (Lc 21, 8), y pone en guardia ante los muchos falsos mesías que se habrían presentado (Lc 21, 9). ¡Hoy también los hay! Y añade no dejarse aterrorizar y desorientar por guerras, revoluciones y calamidades, porque esas también forman parte de las realidades de este mundo (cf. Lc 21, 10-11). La historia de la Iglesia es rica de ejemplos de personas que han soportado tribulaciones y sufrimientos terribles con serenidad, porque tenían la conciencia de estar seguros en las manos de Dios. Él es un Padre fiel, es un Padre primoroso, que no abandona a sus hijos. ¡Dios no nos abandona nunca! Esta certeza debemos tenerla en el corazón: ¡Dios no nos abandona nunca! Permanecer firmes en el Señor, en la certeza de que Él no nos abandona, caminar en la esperanza, trabajar para construir un mundo mejor, no obstante las dificultades y los acontecimientos tristes que marcan la existencia personal y colectiva, es lo que cuenta de verdad; es lo que la comunidad cristiana está llamada a hacer para salir al encuentro del «día del Señor». Precisamente en esta perspectiva queremos situar el compromiso que surge de estos meses en los cuales hemos vivido con fe el Jubileo Extraordinario de la Misericordia, que hoy se concluye en las Diócesis de todo el mundo con el cierre de las Puertas Santas en las iglesias catedrales. El Año Santo nos ha exigido, por una parte, tener la mirada fija hacia el cumplimiento del Reino de Dios, y por otra, a construir el futuro sobre esta tierra, trabajando para evangelizar el presente, y así hacerlo un tiempo de salvación para todos.
Jesús en el Evangelio nos exhorta a tener fija en la mente y en el corazón la certeza de que Dios guía nuestra historia y conoce el fin último de las cosas y de los eventos. Bajo la mirada misericordiosa del Señor se descubre la historia en su fluir incierto y en su entramado de bien y de mal. Pero todo aquello que sucede está conservado en Él; nuestra vida no se puede perder porque está en sus manos. Recemos a la Virgen María para que nos ayude a través de los acontecimientos felices y tristes de este mundo, a mantener firme la esperanza de la eternidad y del Reino de Dios. Recemos a la Virgen María, para que nos ayude a entender profundamente esta verdad: ¡Dios nunca abandona a sus hijos!
ÁNGELUS, Domingo 17 de noviembre de 2013
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este domingo (Lc 21, 5-19) consiste en la primera parte de un discurso de Jesús: sobre los últimos tiempos. Jesús lo pronuncia en Jerusalén, en las inmediaciones del templo; y la ocasión se la dio precisamente la gente que hablaba del templo y de su belleza. Porque era hermoso ese templo. Entonces Jesús dijo: "Esto que contempláis, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra que no sea destruida" (Lc 21, 6). Naturalmente le preguntan: ¿cuándo va a ser eso?, ¿cuáles serán las señales? Pero Jesús desplaza la atención de estos aspectos secundarios –¿cuándo será? ¿cómo será?–, la desplaza a las verdaderas cuestiones. Y son dos. Primero: no dejarse engañar por los falsos mesías y no dejarse paralizar por el miedo. Segundo: vivir el tiempo de la espera como tiempo del testimonio y de la perseverancia. Y nosotros estamos en este tiempo de la espera, de la espera de la venida del Señor.
Este discurso de Jesús es siempre actual, también para nosotros que vivimos en el siglo XXI. Él nos repite: "Mirad que nadie os engañe. Porque muchos vendrán en mi nombre" (v. 8). Es una invitación al discernimiento, esta virtud cristiana de comprender dónde está el espíritu del Señor y dónde está el espíritu maligno. También hoy, en efecto, existen falsos "salvadores", que buscan sustituir a Jesús: líder de este mundo, santones, incluso brujos, personalidades que quieren atraer a sí las mentes y los corazones, especialmente de los jóvenes. Jesús nos alerta: "¡No vayáis tras ellos!". "¡No vayáis tras ellos!".
El Señor nos ayuda incluso a no tener miedo: ante las guerras, las revoluciones, pero también ante las calamidades naturales, las epidemias, Jesús nos libera del fatalismo y de falsas visiones apocalípticas.
El segundo aspecto nos interpela precisamente como cristianos y como Iglesia: Jesús anuncia pruebas dolorosas y persecuciones que sus discípulos deberán sufrir, por su causa. Pero asegura: "Ni un cabello de vuestra cabeza perecerá" (v. 18). Nos recuerda que estamos totalmente en las manos de Dios. Las adversidades que encontramos por nuestra fe y nuestra adhesión al Evangelio son ocasiones de testimonio; no deben alejarnos del Señor, sino impulsarnos a abandonarnos aún más a Él, a la fuerza de su Espíritu y de su gracia.
En este momento pienso, y pensamos todos. Hagámoslo juntos: pensemos en los muchos hermanos y hermanas cristianos que sufren persecuciones a causa de su fe. Son muchos. Tal vez muchos más que en los primeros siglos. Jesús está con ellos. También nosotros estamos unidos a ellos con nuestra oración y nuestro afecto; tenemos admiración por su valentía y su testimonio. Son nuestros hermanos y hermanas, que en muchas partes del mundo sufren a causa de ser fieles a Jesucristo. Les saludamos de corazón y con afecto.
Al final, Jesús hace una promesa que es garantía de victoria: "Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas" (v. 19). ¡Cuánta esperanza en estas palabras! Son una llamada a la esperanza y a la paciencia, a saber esperar los frutos seguros de la salvación, confiando en el sentido profundo de la vida y de la historia: las pruebas y las dificultades forman parte de un designio más grande; el Señor, dueño de la historia, conduce todo a su realización. A pesar de los desórdenes y los desastres que agitan el mundo, el designio de bondad y de misericordia de Dios se cumplirá. Y ésta es nuestra esperanza: andar así, por este camino, en el designio de Dios que se realizará. Es nuestra esperanza.
Este mensaje de Jesús nos hace reflexionar sobre nuestro presente y nos da la fuerza para afrontarlo con valentía y esperanza, en compañía de la Virgen, que siempre camina con nosotros.


Del Papa Benedicto XVI
Ángelus, Domingo 18 de noviembre de 2007
Queridos hermanos y hermanas:
En la página evangélica de hoy, san Lucas vuelve a proponer a nuestra reflexión la visión bíblica de la historia, y refiere las palabras de Jesús que invitan a los discípulos a no tener miedo, sino a afrontar con confianza dificultades, incomprensiones e incluso persecuciones, perseverando en la fe en él: "Cuando oigáis noticias de guerras y de revoluciones, no tengáis miedo. Porque eso tiene que ocurrir primero, pero el final no vendrá en seguida" (Lc 21, 9).
La Iglesia, desde el inicio, recordando esta recomendación, vive en espera orante del regreso de su Señor, escrutando los signos de los tiempos y poniendo en guardia a los fieles contra los mesianismos recurrentes, que de vez en cuando anuncian como inminente el fin del mundo. En realidad, la historia debe seguir su curso, que implica también dramas humanos y calamidades naturales. En ella se desarrolla un designio de salvación, que Cristo ya cumplió en su encarnación, muerte y resurrección. La Iglesia sigue anunciando y actuando este misterio con la predicación, la celebración de los sacramentos y el testimonio de la caridad.
Queridos hermanos y hermanas, aceptemos la invitación de Cristo a afrontar los acontecimientos diarios confiando en su amor providente. No temamos el futuro, aun cuando pueda parecernos oscuro, porque el Dios de Jesucristo, que asumió la historia para abrirla a su meta trascendente, es su alfa y su omega, su principio y su fin (cf. Ap 1, 8). Él nos garantiza que en cada pequeño, pero genuino, acto de amor está todo el sentido del universo, y que quien no duda en perder su vida por él, la encontrará en plenitud (cf. Mt 16, 25).
Nos invitan con singular eficacia a mantener viva esta perspectiva las personas consagradas, que han puesto sin reservas su vida al servicio del reino de Dios. Entre estas, quiero recordar en particular a las llamadas a la contemplación en los monasterios de clausura. A ellas la Iglesia dedica una Jornada especial el miércoles próximo, 21 de noviembre, memoria de la Presentación de la santísima Virgen María en el Templo. Debemos mucho a estas personas que viven de lo que la Providencia les proporciona mediante la generosidad de los fieles. El monasterio, "como oasis espiritual, indica al mundo de hoy lo más importante, más aún, en definitiva, lo único decisivo: existe una razón última por la que vale la pena vivir, es decir, Dios y su amor inescrutable" (Discurso a los monjes cistercienses de la abadía de Heiligenkreuz, Austria, 9 de septiembre de 2007: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 21 de septiembre de 2007, p. 6). La fe que actúa en la caridad es el verdadero antídoto contra la mentalidad nihilista, que en nuestra época extiende cada vez más su influencia en el mundo.
María, Madre del Verbo encarnado, nos acompaña en la peregrinación terrena. A ella le pedimos que sostenga el testimonio de todos los cristianos, para que se apoye siempre en una fe firme y perseverante.

DIRECTORIO HOMILÉTICO
Ap. I. La homilía y el Catecismo de la Iglesia Católica.
Ciclo C. Trigésimo tercer domingo del Tiempo Ordinario.
La perseverancia en la fe; la fe, inicio de la vida eterna
162 La fe es un don gratuito que Dios hace al hombre. Este don inestimable podemos perderlo; S. Pablo advierte de ello a Timoteo: "Combate el buen combate, conservando la fe y la conciencia recta; algunos, por haberla rechazado, naufragaron en la fe" (1 Tm 1, 18-19). Para vivir, crecer y perseverar hasta el fin en la fe debemos alimentarla con la Palabra de Dios; debemos pedir al Señor que la aumente (cf. Mc 9, 24; Lc 17, 5; Lc 22, 32); debe "actuar por la caridad" (Ga 5, 6; cf. St 2, 14-26), ser sostenida por la esperanza (cf. Rm 15, 13) y estar enraizada en la fe de la Iglesia.
163 La fe nos hace gustar de antemano el gozo y la luz de la visión beatífica, fin de nuestro caminar aquí abajo. Entonces veremos a Dios "cara a cara" (1 Co 13, 12), "tal cual es" (1Jn 3, 2). La fe es pues ya el comienzo de la vida eterna:
Mientras que ahora contemplamos las bendiciones de la fe como el reflejo en un espejo, es como si poseyéramos ya las cosas maravillosas de que nuestra fe nos asegura que gozaremos un día ( S. Basilio, Spir. 15, 36; cf. S. Tomás de A., s. th. 2-2, 4, 1).
164 Ahora, sin embargo, "caminamos en la fe y no en la visión" (2 Co 5, 7), y conocemos a Dios "como en un espejo, de una manera confusa, … imperfecta" (1Co 13, 12). Luminosa por aquel en quien cree, la fe es vivida con frecuencia en la oscuridad. La fe puede ser puesta a prueba. El mundo en que vivimos parece con frecuencia muy lejos de lo que la fe nos asegura; las experiencias del mal y del sufrimiento, de las injusticias y de la muerte parecen contradecir la buena nueva, pueden estremecer la fe y llegar a ser para ella una tentación.
165 Entonces es cuando debemos volvernos hacia los testigos de la fe: Abraham, que creyó, "esperando contra toda esperanza" (Rm 4, 18); la Virgen María que, en "la peregrinación de la fe" (LG 58), llegó hasta la "noche de la fe" (Juan Pablo II, R Mat 18) participando en el sufrimiento de su Hijo y en la noche de su sepulcro; y tantos otros testigos de la fe: "También nosotros, teniendo en torno nuestro tan gran nube de testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe" (Hb 12, 1-2).
La última prueba de la Iglesia
675 Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes (cf. Lc 18, 8; Mt 24, 12). La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra (cf. Lc 21, 12; Jn 15, 19-20) desvelará el "Misterio de iniquidad" bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un seudo - mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne (cf. 2 Ts 2, 4-12; 1 Ts 5, 2-3; 2 Jn 7; 1 Jn 2, 18. 22).
676 Esta impostura del Anticristo aparece esbozada ya en el mundo cada vez que se pretende llevar a cabo la esperanza mesiánica en la historia, lo cual no puede alcanzarse sino más allá del tiempo histórico a través del juicio escatológico: incluso en su forma mitigada, la Iglesia ha rechazado esta falsificación del Reino futuro con el nombre de milenarismo (cf. DS 3839), sobre todo bajo la forma política de un mesianismo secularizado, "intrínsecamente perverso" (cf. Pío XI, "Divini Redemptoris" que condena el "falso misticismo" de esta "falsificación de la redención de los humildes"; GS 20-21).
677 La Iglesia sólo entrará en la gloria del Reino a través de esta última Pascua en la que seguirá a su Señor en su muerte y su Resurrección (cf. Ap 19, 1-9). El Reino no se realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia (cf. Ap 13, 8) en forma de un proceso creciente, sino por una victoria de Dios sobre el último desencadenamiento del mal (cf. Ap 20, 7-10) que hará descender desde el Cielo a su Esposa (cf. Ap 21, 2-4). El triunfo de Dios sobre la rebelión del mal tomará la forma de Juicio final (cf. Ap 20, 12) después de la última sacudida cósmica de este mundo que pasa (cf. 2P 3, 12-13).
El trabajo humano que redime
307 Dios concede a los hombres incluso poder participar libremente en su providencia confiándoles la responsabilidad de "someter'' la tierra y dominarla (cf Gn 1, 26-28). Dios da así a los hombres el ser causas inteligentes y libres para completar la obra de la Creación, para perfeccionar su armonía para su bien y el de sus prójimos. Los hombres, cooperadores a menudo inconscientes de la voluntad divina, pueden entrar libremente en el plan divino no sólo por su acciones y sus oraciones, sino también por sus sufrimientos (cf Col 1, 24) Entonces llegan a ser plenamente "colaboradores de Dios" (1 Co 3, 9; 1 Ts 3, 2) y de su Reino (cf Col 4, 11).
531 Jesús compartió, durante la mayor parte de su vida, la condición de la inmensa mayoría de los hombres: una vida cotidiana sin aparente importancia, vida de trabajo manual, vida religiosa judía sometida a la ley de Dios (cf. Ga 4, 4), vida en la comunidad. De todo este período se nos dice que Jesús estaba "sometido" a sus padres y que "progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres" (Lc 2, 51-52).
2427 El trabajo humano procede directamente de personas creadas a imagen de Dios y llamadas a prolongar, unidas y para mutuo beneficio, la obra de la creación dominando la tierra (cf Gn 1, 28; GS 34; CA 31). El trabajo es, por tanto, un deber: "Si alguno no quiere trabajar, que tampoco coma" (2 Ts 3, 10; cf. 1 Ts 4, 11). El trabajo honra los dones del Creador y los talentos recibidos. Puede ser también redentor. Soportando el peso del trabajo (cf Gn 3, 14-19), en unión con Jesús, el carpintero de Nazaret y el crucificado del Calvario, el hombre colabora en cierta manera con el Hijo de Dios en su Obra redentora. Se muestra discípulo de Cristo llevando la Cruz cada día, en la actividad que está llamado a realizar (cf LE 27). El trabajo puede ser un medio de santificación y una animación de las realidades terrenas en el espíritu de Cristo.
2428 En el trabajo, la persona ejerce y aplica una parte de las capacidades inscritas en su naturaleza. El valor primordial del trabajo pertenece al hombre mismo, que es su autor y su destinatario. El trabajo es para el hombre y no el hombre para el trabajo (cf LE 6).
Cada uno debe poder sacar del trabajo los medios para sustentar su vida y la de los suyos, y para prestar servicio a la comunidad humana.
2429 Cada uno tiene el derecho de iniciativa económica, y podrá usar legítimamente de sus talentos para contribuir a una abundancia provechosa para todos, y para recoger los justos frutos de sus esfuerzos. Deberá ajustarse a las reglamentaciones dictadas por las autoridades legítimas con miras al bien común (cf CA 32; 34).
El último día
673 Desde la Ascensión, el advenimiento de Cristo en la gloria es inminente (cf Ap 22, 20) aun cuando a nosotros no nos "toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad" (Hch 1, 7; cf. Mc 13, 32). Este advenimiento escatológico se puede cumplir en cualquier momento (cf. Mt 24, 44:1 Ts 5, 2), aunque tal acontecimiento y la prueba final que le ha de preceder estén "retenidos" en las manos de Dios (cf. 2 Ts 2, 3-12).
1001 ¿Cuándo? Sin duda en el "último día" (Jn 6, 39-40. 44. 54; Jn 11, 24); "al fin del mundo" (LG 48). En efecto, la resurrección de los muertos está íntimamente asociada a la Parusía de Cristo:
"El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar" (1 Ts 4, 16).
2730 Mirado positivamente, el combate contra el yo posesivo y dominador consiste en la vigilancia. Cuando Jesús insiste en la vigilancia, es siempre en relación a El, a su Venida, al último día y al "hoy". El esposo viene en mitad de la noche; la luz que no debe apagarse es la de la fe: "Dice de ti mi corazón: busca su rostro" (Sal 27, 8).

Se dice Credo.

Oración de los fieles
Año C
Oremos al Señor, nuestro Dios.
- Por la Iglesia, para que sea en medio del mundo como una luz anuncia al que ha de renovar todas las cosas. Roguemos al Señor.
- Por todos los que trabajan por la construcción de un mundo más humano, más justo, según el proyecto de Dios, para que no se desalienten y perseveren en su empeño. Roguemos al Señor.
- Por los jóvenes, dueños del futuro inmediato, para que encuentren orientación, guía y apoyo en la proyección de sus ideales nobles y no vean defraudadas sus esperanzas. Roguemos al Señor.
- Por los pobres, los que están en desempleo, los enfermos, los que carecen de cultura y formación, los que viven solos, los que no tienen alimentos o agua potable, los que no tienen un hogar digno, los que
han tenido que migrar, para que encuentren en nosotros comprensión, consuelo y ayuda. Roguemos al Señor.
- Por nosotros, aquí reunidos, para que, conviviendo y desviviéndonos, afrontemos la vida con optimismo cristiano. Roguemos al Señor.
Escucha, Señor, la oración de tu pueblo, que pone su confianza en tu amor. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Oración sobre las ofrendas
Concédenos, Señor, que estos dones, ofrecidos ante la mirada de tu majestad, nos consigan la gracia de servirte y nos obtengan el fruto de una eternidad dichosa. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Concéde, quaesumus, Dómine, ut óculis tuae maiestátis munus oblátum et grátiam nobis devotiónis obtíneat, et efféctum beátae perennitátis acquírat. Per Christum.

PREFACIO III DOMINICAL DEL TIEMPO ORDINARIO
EL HOMBRE SALVADO POR UN HOMBRE
En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno.
Porque reconocemos como obra de tu poder admirable no sólo socorrer a los mortales con tu divinidad, sino haber previsto el remedio en nuestra misma condición humana, y de lo que era nuestra ruina haber hecho nuestra salvación, por Cristo, Señor nuestro.
Por él, los coros de los ángeles adoran tu gloria eternamente, gozosos en tu presencia. Permítenos asociarnos a sus voces cantando con ellos tu alabanza:

Vere dignum et iustum est, aequum et salutáre, nos tibi semper et ubíque grátias ágere: Dómine, sancte Pater, omnípotens aetérne Deus:
Ad cuius imménsam glóriam pertinére cognóscimus ut mortálibus tua deitáte succúrreres; sed et nobis providéres de ipsa mortalitáte nostra remédium, et pérditos quosque unde períerant, inde salváres, per Christum Dóminum nostrum.
Per quem maiestátem tuam adórat exércitus Angelórum, ante conspéctum tuum in aeternitáte laetántium. Cum quibus et nostras voces ut admítti iúbeas, deprecámur, sócia exsultatióne dicéntes:

Santo, Santo, Santo…

PLEGARIA EUCARÍSTICA I o CANON ROMANO

Antífona de comunión Sal 72, 28

Para mí lo bueno es estar junto a Dios, hacer del Señor Dios mi refugio.
Mihi autem adhaerére Deo bonum est, pónere in Dómino Deo spem meam.
O bien: Cf. Mc 11, 23. 24
En verdad os digo: todo cuanto pidáis en la oración, creed que os lo han concedido y lo obtendréis, dice el Señor.
Amen dico vobis, quidquid orántes pétitis, crédite quia accipiétis, et fiet vobis, dicit Dóminus.

Oración después de la comunión
Señor, después de recibir el don sagrado del sacramento, te pedimos humildemente que nos haga crecer en el amor lo que tu Hijo nos mandó realizar en memoria suya. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.
Súmpsimus, Dómine, sacri dona mystérii, humíliter deprecántes, ut, quae in sui commemoratiónem nos Fílius tuus fácere praecépit, in nostrae profíciant caritátis augméntum. Per Christum.

MARTIROLOGIO

Elogios del 14 de noviembre

1. En Heraclea, ciudad de Tracia, actual Turquía, san Teodoto mártir(c. s. III)
2. En Gangres, lugar de Paflagonia, hoy Turquía, san Hipacio, obispo, que murió mártir, lapidado en un camino por los herejes novacianos. (325)
3. En Aviñón, en la región de Provenza, en la actual Francia, san Rufo, considerado como el primero que estuvo al frente de la comunidad cristiana de este lugar. (s. IV)
4*. En la isla de Bardsey, en la costa de Cambria septentrional, actualmente Reino Unido, san Dubricio, obispo y abad. (s. VI)
5*. En Traú, en Dalmacia, hoy Croacia, san Juan, obispo, que, siendo ermitaño en un monasterio camaldulense, fue ordenado obispo y defendió felizmente la ciudad de la destrucción decretada por el rey Colomano. (c. 1111)
6. En la localidad de Eu, en Normandía, actual región francesa, tránsito de san Loenzo O'Toole (Lorcan Ua Tualthail), obispo de Dublín, que, entre las dificultades de su tiempo promovió valerosamente la disciplina regular de la Iglesia, procuró poner paz entre los príncipes y, finalmente, habiendo ido a visitar a Enrique, rey de Inglaterra, consiguió los gozos de la paz eterna. (1180)
7*. En el cenobio de Santa María de Gualdo Mazocca, cerca de Campobasso, en Italia, beato Juan de Tufaria, eremita. (1170)
8*. En Mariëngaarde, en Frisia, actual Holanda, san Siardo, abad, de la Orden Premonstratense, notable por su observancia regular y por su prodigalidad para con los pobres (1230).
9. En Argel, en África septentrional, san Serapión, de la Orden de Nuestra Señora de la Merced, en la cual fue el primero que, para la redención de los fieles cautivos y predicación en fe cristiana mereció la palma del martirio. (1240)
10. En Jerusalén, santos Nicolás Tavelic, Deodato Aribert, Esteban de Cúneo y Pedro de Narbone, presbíteros de la Orden de los Hermanos Menores y mártires, que, por predicar libremente en la plaza pública la religión cristiana a los sarracenos y confesar constantemente a Cristo como Hijo de Dios, fueron quemados vivos. (1391)
11*. En Cáccamo, lugar de Sicilia, beato Juan de Licio, presbítero de la Orden de Predicadores, eminente por su incansable caridad hacia el prójimo, por la propagación del rezo del Rosario y por la observancia de la disciplina regular. Descansando en el Señor a los ciento once años de edad. (1511)
12. En la fortaleza de Binh Dinh, en Conchinchina, hoy Vietnam, san Esteban Teodoro Cuénot, obispo de la Sociedad de Misiones Extranjeras de París y mártir, que tras veinticinco años de trabajos apostólicos, durante la feroz persecución bajo el emperador Tu Duc fue arrojado a una cuadra de elefantes, donde murió agotado de sufrimientos. (1861)
Beata María Merkert (Nysa, Opole – Polonia, 1817-1872). Religiosa, cofundadora de la Congregación de las Hermanas de santa Isabel.

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