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Domingo 4 diciembre 2022, II Domingo de Adviento, ciclo A.

sábado, 30 de abril de 2022

Domingo 5 junio 2022, Domingo de Pentecostés, solemnidad, ciclo C.

SOBRE LITURGIA

Del Directorio sobre la Piedad Popular y la Liturgia

Pentecostés

El domingo de Pentecostés


156. El tiempo pascual concluye en el quincuagésimo día, con el domingo de Pentecostés, conmemorativo de la efusión del Espíritu Santo sobre los Apóstoles (cfr. Hech 2, 1-4), de los comienzos de la Iglesia y del inicio de su misión a toda lengua, pueblo y nación. Es significativa la importancia que ha adquirido, especialmente en la catedral, pero también en las parroquias, la celebración prolongada de la Misa de la Vigilia, que tiene el carácter de una oración intensa y perseverante de toda la comunidad cristiana, según el ejemplo de los Apóstoles reunidos en oración unánime con la Madre del Señor.

Exhortando a la oración y a la participación en la misión, el misterio de Pentecostés ilumina la piedad popular: también esta "es una demostración continua de la presencia del Espíritu Santo en la Iglesia. Éste enciende en los corazones la fe, la esperanza y el amor, virtudes excelentes que dan valor a la piedad cristiana. El mismo Espíritu ennoblece las numerosas y variadas formas de transmitir el mensaje cristiano según la cultura y las costumbres de cualquier lugar, en cualquier momento histórico".

Con fórmulas conocidas que vienen de la celebración de Pentecostés (Veni, creator Spiritus; Veni, Sancte Spiritus) o con breves súplicas (Emitte Spiritum tuum et creabuntur...), los fieles suelen invocar al Espíritu, sobre todo al comenzar una actividad o un trabajo, o en situaciones especiales de angustia. También el rosario, en el tercer misterio glorioso, invita a meditar en la efusión del Espíritu Santo. Los fieles, además, saben que han recibido, especialmente en la Confirmación, el Espíritu de sabiduría y de consejo que les guía en su existencia, el Espíritu de fortaleza y de luz que les ayuda a tomar las decisiones importantes y a afrontar las pruebas de la vida. Saben que su cuerpo, desde el día del Bautismo, es templo del Espíritu Santo, y que debe ser respetado y honrado, también en la muerte, y que en el último día la potencia del Espíritu lo hará resucitar.

Al tiempo que nos abre a la comunión con Dios en la oración, el Espíritu Santo nos mueve hacia el prójimo con sentimientos de encuentro, reconciliación, testimonio, deseos de justicia y de paz, renovación de la mente, verdadero progreso social e impulso misionero. Con este espíritu, la solemnidad de Pentecostés se celebra en algunas comunidades como "jornada de sacrificio por las misiones".

CALENDARIO

23 + DOMINGO DE PENTECOSTÉS, solemnidad

Día de Pentecostés, en el que se concluyen los sagrados cincuenta días de la Pascua y se conmemoran, junto con la efusión del Espíritu Santo sobre los discípulos en Jerusalén, los orígenes de la Iglesia y el inicio de la misión apostólica a todas la tribus, lenguas, pueblos y naciones (elog. del Martirologio Romano).

Misa del día de la solemnidad (rojo).
MISAL: ants. y oracs. props., Gl., Cr., Pf. prop., embolismos props. en las PP. EE. No se puede decir la PE IV. Despedida con doble «Aleluya».
LECC.: vol. I (C).
- Hch 2, 1-11. 
Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar.
- Sal 103. R. Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.
- 1 Cor 12, 3b-7. 12-13. Hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo.
- Secuencia: Ven, Espíritu divino.
- Jn 20, 19-23. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo; recibid el Espíritu Santo.
Lecturas alternativas para el presente año C:
- Rom 8, 8-17. Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. 
- Jn 14, 15-16. 23b-26. El Espíritu Santo os lo enseñará todo

El Misterio pascual culmina con el envío del Espíritu Santo sobre la Virgen María y los apóstoles (1 lect.). Pentecostés es la fiesta de la Nueva Alianza, con una ley no escrita en tablas de piedra sino en el corazón de los creyentes por el Espíritu Santo que hemos recibido. Su venida dio lugar al nuevo pueblo de Dios, la Iglesia. Por eso, bautizados en un mismo Espíritu formamos un solo cuerpo (2 lect.): un solo cuerpo místico de Cristo, dado a luz espiritualmente por María, la Madre de la Iglesia, por obra y gra- cia del Espíritu Santo en Pentecostés. Jesús nos había prometido no dejarnos solos cuando se fuera y que nos enviaría al Espíritu Santo, que, por el ministerio de la Iglesia, nos sigue perdonando los pecados y dándonos su gracia (cf. Ev.).

DÍA DE LA ACCIÓN CATÓLICA Y DEL APOSTOLADO SEGLAR (dependiente de la CEE, optativa): Liturgia del día, alusión en la mon. de entrada y en la hom., intención en la orac. univ.
Acabado el tiempo de Pascua, se apaga el cirio pascual, que es conveniente colocar en un lugar digno del baptisterio, para que, en la celebración del bautismo se enciendan en su llama los cirios de los bautizados.
Hoy no se permiten otras celebraciones, tampoco la misa exequial.

Liturgia de las Horas: oficio de la solemnidad. Te Deum. Comp. Dom. II.

Martirologio: elog. prop. de la memoria de la BVM, Madre de la Iglesia, y elogs. del 6 de junio, pág. 351.

TERMINA EL TIEMPO PASCUAL

TEXTOS MISA

DOMINGO DE PENTECOSTÉS
Solemnidad
Misa del día

Antífona de entrada Sab 1, 7
El Espíritu del Señor llenó la tierra y todo lo abarca, y conoce cada sonido. Aleluya.
Spíritus Dómini replévit orbem terrárum, et hoc quod cóntinet ómnia sciéntiam habet vocis, allelúia.
O bien: Cf. Rm 5, 5; 8, 11
El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que habita en nosotros. Aleluya.
Cáritas Dei diffúsa est in córdibus nostris per inhabitántem Spíritum eius in nobis, allelúia.

Monición de entrada
Hoy, solemnidad de Pentecostés, celebramos la culminación de la Pascua. El Señor Jesús nos envía desde el Padre el don de su Espíritu: el Espíritu Santo que los profetas anunciaron y Cristo nos prometió; el Espíritu Santo que dio a la Iglesia naciente su primer impulso y constantemente actúa en ella. El Espíritu Santo que nos da el convencimiento de la fe y nos congrega en la unidad; que llena el universo con su presencia y promueve la verdad, la bondad y la belleza; que alienta en la humanidad la firme esperanza de una tierra nueva.

Acto penitencial
Todo como en el Ordinario de la Misa. Para la tercera fórmula pueden usarse las siguientes invocaciones:
- Tú, que por el Espíritu mueves nuestros corazones a la fe: Señor ten piedad.
R. Señor, ten piedad.
- Tú que has enviado al Espíritu para hacer de nosotros un solo pueblo: Cristo, ten piedad.
R. Cristo, ten piedad.
- Tú, que guías a la Iglesia por tu Espíritu: Señor, ten piedad.
R. Señor, ten piedad.
En lugar del acto penitencial, se puede celebrar el rito de la bendición y de la aspersión del agua bendita.

Monición al Gloria
Se dice Gloria. Puede introducirse con la siguiente monición.
Cantemos (recitemos) el himno de alabanza invocando a Jesucristo, el Señor, sentado a la derecha del padre para interceder por nosotros.

Oración colecta
Oh, Dios, que por el misterio de esta fiesta santificas a toda tu Iglesia en medio de los pueblos y de las naciones, derrama los dones de tu Espíritu sobre todos los confines de la tierra y realiza ahora también, en el corazón de tus fieles, aquellas maravillas que te dignaste hacer en los comienzos de la predicación evangélica. Por nuestro Señor Jesucristo.
Deus, qui sacraménto festivitátis hodiérnae univérsam Ecclésiam tuam in omni gente et natióne sanctíficas, in totam mundi latitúdinem Spíritus Sancti dona defúnde, et, quod inter ipsa evangélicae praedicatiónis exórdia operáta est divína dignátio, nunc quoque per credéntium corda perfúnde. Per Dóminum.

LITURGIA DE LA PALABRA
Misa del día, Lecturas del Domingo de Pentecostés (Lec. I C).

PRIMERA LECTURA Hch 2, 1-11
Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar
Lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles.

Al cumplirse el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar. De repente, se produjo desde el cielo un estruendo, como de viento que soplaba fuertemente, y llenó toda la casa donde se encontraban sentados. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se dividían, posándose encima de cada uno de ellos. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía manifestarse. 
Residían entonces en Jerusalén judíos devotos venidos de todos los pueblos que hay bajo el cielo. Al oírse este ruido, acudió la multitud y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua. Estaban todos estupefactos y admirados, diciendo: 
«¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno de nosotros los oímos hablar en nuestra lengua nativa? 
Entre nosotros hay partos, medos, elamitas y habitantes de Mesopotamia, de Judea y Capadocia, del Ponto y Asia, de Frigia y Panfilia, de Egipto y de la zona de Libia que limita con Cirene; hay ciudadanos romanos forasteros, tanto judíos como prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las grandezas de Dios en nuestra propia lengua».

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Salmo responsorial Sal 103, 1ab y 24ac. 29bc-30. 31 y 34 (R.: cf. 30)
R. Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.
Emítte Spíritum tuum, Dómine, et rénova fáciem terræ.
O bien: Aleluya.

V. Bendice, alma mía, al Señor: 
¡Dios mío, qué grande eres! 
Cuántas son tus obras, Señor; 
la tierra está llena de tus criaturas.
R. Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.
Emítte Spíritum tuum, Dómine, et rénova fáciem terræ.

V. Les retiras el aliento, y expiran 
y vuelven a ser polvo; 
envías tu espíritu, y los creas, 
y repueblas la faz de la tierra.
R. Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.
Emítte Spíritum tuum, Dómine, et rénova fáciem terræ.

V. Gloria a Dios para siempre, 
goce el Señor con sus obras; 
que le sea agradable mi poema, 
y yo me alegraré con el Señor.
R. Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra.
Emítte Spíritum tuum, Dómine, et rénova fáciem terræ.

SEGUNDA LECTURA 1 Cor 12, 3b-7. 12-13
Hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios.

Hermanos: 
Nadie puede decir: «Jesús es Señor», sino por el Espíritu Santo. 
Y hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos. Pero a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para el bien común. 
Pues, lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. 
Pues todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu.

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

SECUENCIA
Ven, Espíritu divino, 
manda tu luz desde el cielo. 
Padre amoroso del pobre; 
don, en tus dones espléndido; 
luz que penetra las almas; 
fuente del mayor consuelo.
Veni, Sancte Spíritus,
et emítte caélitus
lucis tuæ rádium.
Veni, pater páuperum,
veni, dator múnerum,
veni, lumen córdium.

Ven, dulce huésped del alma, 
descanso de nuestro esfuerzo, 
tregua en el duro trabajo, 
brisa en las horas de fuego, 
gozo que enjuga las lágrimas 
y reconforta en los duelos.
Consolátor óptime,
dulcis hospes ánimæ,
dulce refrigérium.
In labóre réquies,
in æstu tempéries,
in fletu solátium.

Entra hasta el fondo del alma, 
divina luz, y enriquécenos. 
Mira el vacío del hambre, 
si tú le faltas por dentro; 
mira el poder del pecado, 
cuando no envías tu aliento.
O lux beatíssima,
reple cordis íntima
tuórum fidélium.
Sine tuo númine,
nihil est in hómine,
nihil est innóxium.

Riega la tierra en sequía, 
sana el corazón enfermo, 
lava las manchas, infunde 
calor de vida en el hielo, 
doma el espíritu indómito, 
guía al que tuerce el sendero.
Lava quod est sórdidum,
riga quod est áridum,
sana quod est sáucium.
Flecte quod est rígidum,
fove quod est frígidum,
rege quod est dévium.

Reparte tus siete dones, 
según la fe de tus siervos; 
por tu bondad y tu gracia, 
dale al esfuerzo su mérito; 
salva al que busca salvarse 
y danos tu gozo eterno.
Da tuis fidélibus,
in te confidéntibus,
sacrum septenárium.
Da virtútis méritum,
da salútis éxitum,
da perénne gáudium.

Aleluya
R. Aleluya, aleluya, aleluya.
V. Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos la llama de tu amor. R.
Veni, Sancte Spíritus, reple tuórum corda fidélium, et tui amóris in eis ignem accénde.

EVANGELIO Jn 20, 19-23
Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo; recibid el Espíritu Santo
 Lectura del santo Evangelio según san Juan.
R. Gloria a ti, Señor.

Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: 
«Paz a vosotros». 
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió: 
«Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo». 
Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: 
«Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos».

Palabra del Señor.
R. Gloria a ti, Señor Jesús.

Estas lecturas pueden leerse también cuando el lunes o el martes después de Pentecostés los fieles deben o suelen participar en la Misa. También pueden emplearse para el sacramento de la Confirmación.

Lecturas alternativas para los años C
La primera lectura, el salmo responsorial y la Secuencia como los señalados anteriormente.

SEGUNDA LECTURA Rom 8, 8-17
Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos.

Hermanos:
Los que están en la carne no pueden agradar a Dios. Pero vosotros no estáis en la carne, sino en el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios habita en vosotros; en cambio, si alguien no posee el Espíritu de Cristo no es de Cristo.
Pero si Cristo está en vosotros, el cuerpo está muerto por el pecado, pero el espíritu vive por la justicia. Y si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús también dará vida a vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros.
Así pues, hermanos, somos deudores, pero no de la carne para vivir según la carne. Pues si vivís según la carne, moriréis; pero si con el Espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis.
Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Pues no habéis recibido un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino que habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: «¡Abba, Padre!».
Ese mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios; y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo; de modo que, si sufrimos con él, seremos también glorificados con él.

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

SECUENCIA
Ven, Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre;
don, en tus dones espléndido;
luz que penetra las almas;
fuente del mayor consuelo.
Veni, Sancte Spíritus,
et emítte caélitus
lucis tuæ rádium.
Veni, pater páuperum,
veni, dator múnerum,
veni, lumen córdium.

Ven, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.
Consolátor óptime,
dulcis hospes ánimæ,
dulce refrigérium.
In labóre réquies,
in æstu tempéries,
in fletu solátium.

Entra hasta el fondo del alma,
divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del hambre,
si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado,
cuando no envías tu aliento.
O lux beatíssima,
reple cordis íntima
tuórum fidélium.
Sine tuo númine,
nihil est in hómine,
nihil est innóxium.

Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas, infunde
calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.
Lava quod est sórdidum,
riga quod est áridum,
sana quod est sáucium.
Flecte quod est rígidum,
fove quod est frígidum,
rege quod est dévium.

Reparte tus siete dones,
según la fe de tus siervos;
por tu bondad y tu gracia,
dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno.
Da tuis fidélibus,
in te confidéntibus,
sacrum septenárium.
Da virtútis méritum,
da salútis éxitum,
da perénne gáudium.

Aleluya
R. Aleluya, aleluya, aleluya.
V. Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos la llama de tu amor. R.
Veni, Sancte Spíritus, reple tuórum corda fidélium, et tui amóris in eis ignem accénde.

EVANGELIO Jn 14, 15-16. 23b-26
El Espíritu Santo os lo enseñará todo
 Lectura del santo Evangelio según san Juan.
R. Gloria a ti, Señor.

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Y yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros.
El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre Jo amará, y vendremos a él y haremos morada en él.
El que no me ama no guarda mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió.
Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho».

Palabra del Señor.
R. Gloria a ti, Señor Jesús.

SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Plaza de San Pedro. Domingo, 9 de junio de 2019
Después de cincuenta días de incertidumbre para los discípulos, llegó Pentecostés. Por una parte, Jesús había resucitado, lo habían visto y escuchado llenos de alegría, y también habían comido con Él. Por otro lado, aún no habían superado las dudas y los temores: estaban con las puertas cerradas (cf. Jn 20,19.26), con pocas perspectivas, incapaces de anunciar al que está Vivo. Luego, llega el Espíritu Santo y las preocupaciones se desvanecen: ahora los apóstoles ya no tienen miedo ni siquiera ante quien los arresta; antes estaban preocupados por salvar sus vidas, ahora ya no tienen miedo de morir; antes permanecían encerrados en el Cenáculo, ahora salen a anunciar a todas las gentes. Hasta la Ascensión de Jesús, esperaban un Reino de Dios para ellos (cf. Hch 1,6), ahora están ansiosos por llegar hasta los confines desconocidos. Antes no habían hablado casi nunca en público y, cuando lo habían hecho, a menudo habían causado problemas, como Pedro negando a Jesús; ahora hablan con parresia a todos. La historia de los discípulos, que parecía haber llegado a su final, es en definitiva renovada por la juventud del Espíritu: aquellos jóvenes que poseídos por la incertidumbre pensaban que habían llegado al final, fueron transformados por una alegría que los hizo renacer. El Espíritu Santo hizo esto. El Espíritu no es, como podría parecer, algo abstracto; es la persona más concreta, más cercana, que nos cambia la vida. ¿Cómo lo hace? Fijémonos en los apóstoles. El Espíritu no les facilitó la vida, no realizó milagros espectaculares, no eliminó problemas y adversarios, pero el Espíritu trajo a la vida de los discípulos una armonía que les faltaba, porque Él es armonía.
Armonía dentro del hombre. Los discípulos necesitaban ser cambiados por dentro, en sus corazones. Su historia nos dice que incluso ver al Resucitado no es suficiente si uno no lo recibe en su corazón. No sirve de nada saber que el Resucitado está vivo si no vivimos como resucitados. Y es el Espíritu el que hace que Jesús viva y renazca en nosotros, el que nos resucita por dentro. Por eso Jesús, encontrándose con los discípulos, repite: «Paz a vosotros» (Jn 20,19.21) y les da el Espíritu. La paz no consiste en solucionar los problemas externos —Dios no quita a los suyos las tribulaciones y persecuciones—, sino en recibir el Espíritu Santo. En eso consiste la paz, esa paz dada a los apóstoles, esa paz que no libera de los problemas sino en los problemas, es ofrecida a cada uno de nosotros. Es una paz que asemeja el corazón al mar profundo, que siempre está tranquilo, aun cuando la superficie esté agitada por las olas. Es una armonía tan profunda que puede transformar incluso las persecuciones en bienaventuranzas. En cambio, cuántas veces nos quedamos en la superficie. En lugar de buscar el Espíritu tratamos de mantenernos a flote, pensando que todo irá mejor si se acaba ese problema, si ya no veo a esa persona, si se mejora esa situación. Pero eso es permanecer en la superficie: una vez que termina un problema, vendrá otro y la inquietud volverá. El camino para tener tranquilidad no está en alejarnos de los que piensan distinto a nosotros, no es resolviendo el problema del momento como tendremos paz. El punto de inflexión es la paz de Jesús, es la armonía del Espíritu.
Hoy, con las prisas que nos impone nuestro tiempo, parece que la armonía está marginada: reclamados por todas partes, corremos el riesgo de estallar, movidos por un continuo nerviosismo que nos hace reaccionar mal a todo. Y se busca la solución rápida, una pastilla detrás de otra para seguir adelante, una emoción detrás de otra para sentirse vivos. Pero lo que necesitamos sobre todo es el Espíritu: es Él quien pone orden en el frenesí. Él es la paz en la inquietud, la confianza en el desánimo, la alegría en la tristeza, la juventud en la vejez, el valor en la prueba. Es Él quien, en medio de las corrientes tormentosas de la vida, fija el ancla de la esperanza. Es el Espíritu el que, como dice hoy san Pablo, nos impide volver a caer en el miedo porque hace que nos sintamos hijos amados (cf. Rm 8,15). Él es el Consolador, que nos transmite la ternura de Dios. Sin el Espíritu, la vida cristiana está deshilachada, privada del amor que todo lo une. Sin el Espíritu, Jesús sigue siendo un personaje del pasado, con el Espíritu es una persona viva hoy; sin el Espíritu la Escritura es letra muerta, con el Espíritu es Palabra de vida. Un cristianismo sin el Espíritu es un moralismo sin alegría; con el Espíritu es vida.
El Espíritu Santo no solo trae armonía dentro, sino también fuera, entre los hombres. Nos hace Iglesia, compone las diferentes partes en un solo edificio armónico. San Pablo lo explica bien cuando, hablando de la Iglesia, repite a menudo una palabra, “diversidad”: «diversidad de carismas, diversidad de actuaciones, diversidad de ministerios» (1 Co 12,4-6). Somos diferentes en la variedad de cualidades y dones. El Espíritu los distribuye con imaginación, sin nivelar, sin homologar. Y a partir de esta diversidad construye la unidad. Lo hace desde la creación, porque es un especialista en transformar el caos en cosmos, en poner armonía. Es especialista en crear la diversidad, las riquezas; cada uno la suya, diversa. Él es el creador de esta diversidad y, al mismo tiempo, es Aquel que armoniza, que da la armonía y da unidad a la diversidad. Solo Él puede hacer estas dos cosas.
Hoy en el mundo, las desarmonías se han convertido en verdaderas divisiones: están los que tienen demasiado y los que no tienen nada, los que buscan vivir cien años y los que no pueden nacer. En la era de la tecnología estamos distanciados: más “social” pero menos sociales. Necesitamos el Espíritu de unidad, que nos regenere como Iglesia, como Pueblo de Dios y como humanidad entera. Que nos regenere. Siempre existe la tentación de construir “nidos”: de reunirse en torno al propio grupo, a las propias preferencias, el igual con el igual, alérgicos a cualquier contaminación. Y del nido a la secta, el paso es corto, también dentro de la Iglesia. ¡Cuántas veces se define la propia identidad contra alguien o contra algo! El Espíritu Santo, en cambio, reúne a los distantes, une a los alejados, trae de vuelta a los dispersos. Mezcla diferentes tonos en una sola armonía, porque ve sobre todo lo bueno, mira al hombre antes que sus errores, a las personas antes que sus acciones. El Espíritu plasma a la Iglesia, plasma el mundo como lugares de hijos y hermanos. Hijos y hermanos: sustantivos que vienen antes de cualquier otro adjetivo. Está de moda adjetivar, lamentablemente también insultar. Podemos decir que vivimos en una cultura del adjetivo que olvida el sustantivo de las cosas; y también en una cultura del insulto, que es la primera respuesta a una opinión que yo no comparto. Después nos damos cuenta de que hace daño, tanto al que es insultado como también al que insulta. Devolviendo mal por mal, pasando de víctimas a verdugos, no se vive bien. En cambio, el que vive según el Espíritu lleva paz donde hay discordia, concordia donde hay conflicto. Los hombres espirituales devuelven bien por mal, responden a la arrogancia con mansedumbre, a la malicia con bondad, al ruido con el silencio, a las murmuraciones con la oración, al derrotismo con la sonrisa.
Para ser espirituales, para gustar la armonía del Espíritu, debemos poner su mirada por encima de la nuestra. Entonces todo cambia: con el Espíritu, la Iglesia es el Pueblo santo de Dios; la misión, el contagio de la alegría, no el proselitismo; los otros hermanos y hermanas, amados por el mismo Padre. Pero sin el Espíritu, la Iglesia es una organización; la misión, propaganda; la comunión, un esfuerzo. Y muchas Iglesias llevan a cabo acciones programáticas en este sentido de planes pastorales, de discusiones acerca de todo. Parece que sea ese el camino para unirnos, pero ese no es el camino del Espíritu, es el camino de la división. El Espíritu es la primera y última necesidad de la Iglesia (cf. S. Pablo VI, Audiencia general, 29 noviembre 1972). Él «viene donde es amado, donde es invitado, donde se lo espera» (S. Buenaventura, Sermón del IV domingo después de Pascua). Hermanos y hermanas, recémosle todos los días. Espíritu Santo, armonía de Dios, tú que transformas el miedo en confianza y la clausura en don, ven a nosotros. Danos la alegría de la resurrección, la juventud perenne del corazón. Espíritu Santo, armonía nuestra, tú que nos haces un solo cuerpo, infunde tu paz en la Iglesia y en el mundo. Espíritu Santo, haznos artesanos de concordia, sembradores de bien, apóstoles de esperanza.
HOMILÍA, Basílica Vaticana, Domingo 15 de mayo de 2016

«No os dejaré huérfanos» (Jn 14,18)
La misión de Jesús, culminada con el don del Espíritu Santo, tenía esta finalidad esencial: restablecer nuestra relación con el Padre, destruida por el pecado; apartarnos de la condición de huérfanos y restituirnos a la de hijos.
El apóstol Pablo, escribiendo a los cristianos de Roma, dice: «Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: ¡Abba, Padre!» (Rm 8,14-15). He aquí la relación reestablecida: la paternidad de Dios se reaviva en nosotros a través de la obra redentora de Cristo y del don del Espíritu Santo.
El Espíritu es dado por el Padre y nos conduce al Padre. Toda la obra de la salvación es una obra que regenera, en la cual la paternidad de Dios, mediante el don del Hijo y del Espíritu, nos libra de la orfandad en la que hemos caído. También en nuestro tiempo se constatan diferentes signos de nuestra condición de huérfanos: Esa soledad interior que percibimos incluso en medio de la muchedumbre, y que a veces puede llegar a ser tristeza existencial; esa supuesta independencia de Dios, que se ve acompañada por una cierta nostalgia de su cercanía; ese difuso analfabetismo espiritual por el que nos sentimos incapaces de rezar; esa dificultad para experimentar verdadera y realmente la vida eterna, como plenitud de comunión que germina aquí y que florece después de la muerte; esa dificultad para reconocer al otro como hermano, en cuanto hijo del mismo Padre; y así otros signos semejantes.
A todo esto se opone la condición de hijos, que es nuestra vocación originaria, aquello para lo que estamos hechos, nuestro «ADN» más profundo que, sin embargo, fue destruido y se necesitó el sacrificio del Hijo Unigénito para que fuese restablecido. Del inmenso don de amor, como la muerte de Jesús en la cruz, ha brotado para toda la humanidad la efusión del Espíritu Santo, como una inmensa cascada de gracia. Quien se sumerge con fe en este misterio de regeneración renace a la plenitud de la vida filial.
«No os dejaré huérfanos». Hoy, fiesta de Pentecostés, estas palabras de Jesús nos hacen pensar también en la presencia maternal de María en el cenáculo. La Madre de Jesús está en medio de la comunidad de los discípulos, reunida en oración: es memoria viva del Hijo e invocación viva del Espíritu Santo. Es la Madre de la Iglesia. A su intercesión confiamos de manera particular a todos los cristianos, a las familias y las comunidades, que en este momento tienen más necesidad de la fuerza del Espíritu Paráclito, Defensor y Consolador, Espíritu de verdad, de libertad y de paz.
Como afirma también san Pablo, el Espíritu hace que nosotros pertenezcamos a Cristo: «El que no tiene el Espíritu de Cristo no es de Cristo» (Rm 8,9). Y para consolidar nuestra relación de pertenencia al Señor Jesús, el Espíritu nos hace entrar en una nueva dinámica de fraternidad. Por medio del Hermano universal, Jesús, podemos relacionarnos con los demás de un modo nuevo, no como huérfanos, sino como hijos del mismo Padre bueno y misericordioso. Y esto hace que todo cambie. Podemos mirarnos como hermanos, y nuestras diferencias harán que se multiplique la alegría y la admiración de pertenecer a esta única paternidad y fraternidad.

REGINA COELI, Domingo 15 de mayo de 2016.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy celebramos la gran fiesta de Pentecostés, con la que finaliza el tiempo pascual, cincuenta días después de la Resurrección de Cristo. La liturgia nos invita a abrir nuestra mente y nuestro corazón al don del Espíritu Santo, que Jesús prometió en más de una ocasión a sus discípulos, el primer y principal don que Él nos alcanzó con su Resurrección. Este don, Jesús mismo lo pidió al Padre, como lo testifica el Evangelio de hoy, ambientado en la Última Cena. Jesús dice a sus discípulos: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre» (Jn 14, 15-16).
Estas palabras nos recuerdan ante todo que el amor por una persona, y también por el Señor, se demuestra no con las palabras, sino con los hechos; y también «cumplir los mandamientos» se debe entender en sentido existencial, de modo que toda la vida se vea implicada. En efecto, ser cristianos no significa principalmente pertenecer a una cierta cultura o adherir a una cierta doctrina, sino más bien vincular la propia vida, en cada uno de sus aspectos, a la persona de Jesús y, a través de Él, al Padre. Para esto Jesús promete la efusión del Espíritu Santo a sus discípulos. Precisamente gracias al Espíritu Santo, Amor que une al Padre y al Hijo y de ellos procede, todos podemos vivir la vida misma de Jesús.
El Espíritu, en efecto, nos enseña todo, o sea la única cosa indispensable: amar como ama Dios.
Al prometer el Espíritu Santo, Jesús lo define «otro Paráclito» (Jn 14, 16), que significa Consolador, Abogado, Intercesor, es decir Quien nos asiste, nos defiende, está a nuestro lado en el camino de la vida y en la lucha por el bien y contra el mal.
Jesús dice «otro Paráclito» porque el primero es Él, Él mismo, que se hizo carne precisamente para asumir en sí mismo nuestra condición humana y liberarla de la esclavitud del pecado.
Además, el Espíritu Santo ejerce una función de enseñanza y de memoria. Enseñanza y memoria. Nos lo dijo Jesús: «El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14, 26). El Espíritu Santo no trae una enseñanza distinta, sino que hace viva, hace operante la enseñanza de Jesús, para que el tiempo que pasa no la borre o no la debilite. El Espíritu Santo injerta esta enseñanza dentro de nuestro corazón, nos ayuda a interiorizarlo, haciendo que se convierte en parte de nosotros, carne de nuestra carne. Al mismo tiempo, prepara nuestro corazón para que sea verdaderamente capaz de recibir las palabras y los ejemplos del Señor. Todas las veces que se acoge con alegría la palabra de Jesús en nuestro corazón, esto es obra del Espíritu Santo. Recemos ahora juntos el Regina coeli –por última vez este año–, invocando la maternal intercesión de la Virgen María. Que ella nos obtenga la gracia de ser fuertemente animados por el Espíritu Santo, para testimoniar a Cristo con franqueza evangélica y abrirnos cada vez más a la plenitud de su amor.
HOMILÍA, Basílica Vaticana, Domingo 15 de mayo de 2016
«No os dejaré huérfanos» (Jn 14,18)
La misión de Jesús, culminada con el don del Espíritu Santo, tenía esta finalidad esencial: restablecer nuestra relación con el Padre, destruida por el pecado; apartarnos de la condición de huérfanos y restituirnos a la de hijos.
El apóstol Pablo, escribiendo a los cristianos de Roma, dice: «Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios. Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: ¡Abba, Padre!» (Rm 8,14-15). He aquí la relación reestablecida: la paternidad de Dios se reaviva en nosotros a través de la obra redentora de Cristo y del don del Espíritu Santo.
El Espíritu es dado por el Padre y nos conduce al Padre. Toda la obra de la salvación es una obra que regenera, en la cual la paternidad de Dios, mediante el don del Hijo y del Espíritu, nos libra de la orfandad en la que hemos caído. También en nuestro tiempo se constatan diferentes signos de nuestra condición de huérfanos: Esa soledad interior que percibimos incluso en medio de la muchedumbre, y que a veces puede llegar a ser tristeza existencial; esa supuesta independencia de Dios, que se ve acompañada por una cierta nostalgia de su cercanía; ese difuso analfabetismo espiritual por el que nos sentimos incapaces de rezar; esa dificultad para experimentar verdadera y realmente la vida eterna, como plenitud de comunión que germina aquí y que florece después de la muerte; esa dificultad para reconocer al otro como hermano, en cuanto hijo del mismo Padre; y así otros signos semejantes.
A todo esto se opone la condición de hijos, que es nuestra vocación originaria, aquello para lo que estamos hechos, nuestro «ADN» más profundo que, sin embargo, fue destruido y se necesitó el sacrificio del Hijo Unigénito para que fuese restablecido. Del inmenso don de amor, como la muerte de Jesús en la cruz, ha brotado para toda la humanidad la efusión del Espíritu Santo, como una inmensa cascada de gracia. Quien se sumerge con fe en este misterio de regeneración renace a la plenitud de la vida filial.
«No os dejaré huérfanos». Hoy, fiesta de Pentecostés, estas palabras de Jesús nos hacen pensar también en la presencia maternal de María en el cenáculo. La Madre de Jesús está en medio de la comunidad de los discípulos, reunida en oración: es memoria viva del Hijo e invocación viva del Espíritu Santo. Es la Madre de la Iglesia. A su intercesión confiamos de manera particular a todos los cristianos, a las familias y las comunidades, que en este momento tienen más necesidad de la fuerza del Espíritu Paráclito, Defensor y Consolador, Espíritu de verdad, de libertad y de paz.
Como afirma también san Pablo, el Espíritu hace que nosotros pertenezcamos a Cristo: «El que no tiene el Espíritu de Cristo no es de Cristo» (Rm 8,9). Y para consolidar nuestra relación de pertenencia al Señor Jesús, el Espíritu nos hace entrar en una nueva dinámica de fraternidad. Por medio del Hermano universal, Jesús, podemos relacionarnos con los demás de un modo nuevo, no como huérfanos, sino como hijos del mismo Padre bueno y misericordioso. Y esto hace que todo cambie. Podemos mirarnos como hermanos, y nuestras diferencias harán que se multiplique la alegría y la admiración de pertenecer a esta única paternidad y fraternidad.

REGINA COELI, Domingo 15 de mayo de 2016.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy celebramos la gran fiesta de Pentecostés, con la que finaliza el tiempo pascual, cincuenta días después de la Resurrección de Cristo. La liturgia nos invita a abrir nuestra mente y nuestro corazón al don del Espíritu Santo, que Jesús prometió en más de una ocasión a sus discípulos, el primer y principal don que Él nos alcanzó con su Resurrección. Este don, Jesús mismo lo pidió al Padre, como lo testifica el Evangelio de hoy, ambientado en la Última Cena. Jesús dice a sus discípulos: «Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre» (Jn 14, 15-16).
Estas palabras nos recuerdan ante todo que el amor por una persona, y también por el Señor, se demuestra no con las palabras, sino con los hechos; y también «cumplir los mandamientos» se debe entender en sentido existencial, de modo que toda la vida se vea implicada. En efecto, ser cristianos no significa principalmente pertenecer a una cierta cultura o adherir a una cierta doctrina, sino más bien vincular la propia vida, en cada uno de sus aspectos, a la persona de Jesús y, a través de Él, al Padre. Para esto Jesús promete la efusión del Espíritu Santo a sus discípulos. Precisamente gracias al Espíritu Santo, Amor que une al Padre y al Hijo y de ellos procede, todos podemos vivir la vida misma de Jesús.
El Espíritu, en efecto, nos enseña todo, o sea la única cosa indispensable: amar como ama Dios.
Al prometer el Espíritu Santo, Jesús lo define «otro Paráclito» (Jn 14, 16), que significa Consolador, Abogado, Intercesor, es decir Quien nos asiste, nos defiende, está a nuestro lado en el camino de la vida y en la lucha por el bien y contra el mal.
Jesús dice «otro Paráclito» porque el primero es Él, Él mismo, que se hizo carne precisamente para asumir en sí mismo nuestra condición humana y liberarla de la esclavitud del pecado.
Además, el Espíritu Santo ejerce una función de enseñanza y de memoria. Enseñanza y memoria. Nos lo dijo Jesús: «El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14, 26). El Espíritu Santo no trae una enseñanza distinta, sino que hace viva, hace operante la enseñanza de Jesús, para que el tiempo que pasa no la borre o no la debilite. El Espíritu Santo injerta esta enseñanza dentro de nuestro corazón, nos ayuda a interiorizarlo, haciendo que se convierte en parte de nosotros, carne de nuestra carne. Al mismo tiempo, prepara nuestro corazón para que sea verdaderamente capaz de recibir las palabras y los ejemplos del Señor. Todas las veces que se acoge con alegría la palabra de Jesús en nuestro corazón, esto es obra del Espíritu Santo. Recemos ahora juntos el Regina coeli –por última vez este año–, invocando la maternal intercesión de la Virgen María. Que ella nos obtenga la gracia de ser fuertemente animados por el Espíritu Santo, para testimoniar a Cristo con franqueza evangélica y abrirnos cada vez más a la plenitud de su amor.
Homilía. Movimientos eclesiales. Pentecostés, Domingo 19-mayo-2013
Queridos hermanos y hermanas:
En este día, contemplamos y revivimos en la liturgia la efusión del Espíritu Santo que Cristo resucitado derramó sobre la Iglesia, un acontecimiento de gracia que ha desbordado el cenáculo de Jerusalén para difundirse por todo el mundo.
Pero, ¿qué sucedió en aquel día tan lejano a nosotros, y sin embargo, tan cercano, que llega adentro de nuestro corazón? San Lucas nos da la respuesta en el texto de los Hechos de los Apóstoles que hemos escuchado (Hch 2, 1-11). El evangelista nos lleva hasta Jerusalén, al piso superior de la casa donde están reunidos los Apóstoles. El primer elemento que nos llama la atención es el estruendo que de repente vino del cielo, "como de viento que sopla fuertemente", y llenó toda la casa; luego, las "lenguas como llamaradas", que se dividían y se posaban encima de cada uno de los Apóstoles. Estruendo y lenguas de fuego son signos claros y concretos que tocan a los Apóstoles, no sólo exteriormente, sino también en su interior: en su mente y en su corazón. Como consecuencia, "se llenaron todos de Espíritu Santo", que desencadenó su fuerza irresistible, con resultados llamativos: "Empezaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía manifestarse". Asistimos, entonces, a una situación totalmente sorprendente: una multitud se congrega y queda admirada porque cada uno oye hablar a los Apóstoles en su propia lengua. Todos experimentan algo nuevo, que nunca había sucedido: "Los oímos hablar en nuestra lengua nativa". ¿Y de qué hablaban? "De las grandezas de Dios".
A la luz de este texto de los Hechos de los Apóstoles, deseo reflexionar sobre tres palabras relacionadas con la acción del Espíritu: novedad, armonía, misión.
1. La novedad nos da siempre un poco de miedo, porque nos sentimos más seguros si tenemos todo bajo control, si somos nosotros los que construimos, programamos, planificamos nuestra vida, según nuestros esquemas, seguridades, gustos. Y esto nos sucede también con Dios. Con frecuencia lo seguimos, lo acogemos, pero hasta un cierto punto; nos resulta difícil abandonarnos a Él con total confianza, dejando que el Espíritu Santo anime, guíe nuestra vida, en todas las decisiones; tenemos miedo a que Dios nos lleve por caminos nuevos, nos saque de nuestros horizontes con frecuencia limitados, cerrados, egoístas, para abrirnos a los suyos. Pero, en toda la historia de la salvación, cuando Dios se revela, aparece su novedad –Dios ofrece siempre novedad–, trasforma y pide confianza total en Él: Noé, del que todos se ríen, construye un arca y se salva; Abrahán abandona su tierra, aferrado únicamente a una promesa; Moisés se enfrenta al poder del faraón y conduce al pueblo a la libertad; los Apóstoles, de temerosos y encerrados en el cenáculo, salen con valentía para anunciar el Evangelio. No es la novedad por la novedad, la búsqueda de lo nuevo para salir del aburrimiento, como sucede con frecuencia en nuestro tiempo. La novedad que Dios trae a nuestra vida es lo que verdaderamente nos realiza, lo que nos da la verdadera alegría, la verdadera serenidad, porque Dios nos ama y siempre quiere nuestro bien. Preguntémonos hoy: ¿Estamos abiertos a las "sorpresas de Dios"? ¿O nos encerramos, con miedo, a la novedad del Espíritu Santo? ¿Estamos decididos a recorrer los caminos nuevos que la novedad de Dios nos presenta o nos atrincheramos en estructuras caducas, que han perdido la capacidad de respuesta? Nos hará bien hacernos estas preguntas durante toda la jornada.
2. Una segunda idea: el Espíritu Santo, aparentemente, crea desorden en el Iglesia, porque produce diversidad de carismas, de dones; sin embargo, bajo su acción, todo esto es una gran riqueza, porque el Espíritu Santo es el Espíritu de unidad, que no significa uniformidad, sino reconducir todo a la armonía. En la Iglesia, la armonía la hace el Espíritu Santo. Un Padre de la Iglesia tiene una expresión que me gusta mucho: el Espíritu Santo "ipse harmonia est". Él es precisamente la armonía. Sólo Él puede suscitar la diversidad, la pluralidad, la multiplicidad y, al mismo tiempo, realizar la unidad. En cambio, cuando somos nosotros los que pretendemos la diversidad y nos encerramos en nuestros particularismos, en nuestros exclusivismos, provocamos la división; y cuando somos nosotros los que queremos construir la unidad con nuestros planes humanos, terminamos por imponer la uniformidad, la homologación. Si, por el contrario, nos dejamos guiar por el Espíritu, la riqueza, la variedad, la diversidad nunca provocan conflicto, porque Él nos impulsa a vivir la variedad en la comunión de la Iglesia. Caminar juntos en la Iglesia, guiados por los Pastores, que tienen un especial carisma y ministerio, es signo de la acción del Espíritu Santo; la eclesialidad es una característica fundamental para los cristianos, para cada comunidad, para todo movimiento. La Iglesia es quien me trae a Cristo y me lleva a Cristo; los caminos paralelos son muy peligrosos. Cuando nos aventuramos a ir más allá (proagon) de la doctrina y de la Comunidad eclesial - dice el Apóstol Juan en la segunda lectura - y no permanecemos en ellas, no estamos unidos al Dios de Jesucristo (cf. 2Jn 1, 9). Así, pues, preguntémonos: ¿Estoy abierto a la armonía del Espíritu Santo, superando todo exclusivismo? ¿Me dejo guiar por Él viviendo en la Iglesia y con la Iglesia?
3. El último punto. Los teólogos antiguos decían: el alma es una especie de barca de vela; el Espíritu Santo es el viento que sopla la vela para hacerla avanzar; la fuerza y el ímpetu del viento son los dones del Espíritu. Sin su fuerza, sin su gracia, no iríamos adelante. El Espíritu Santo nos introduce en el misterio del Dios vivo, y nos salvaguarda del peligro de una Iglesia gnóstica y de una Iglesia autorreferencial, cerrada en su recinto; nos impulsa a abrir las puertas para salir, para anunciar y dar testimonio de la bondad del Evangelio, para comunicar el gozo de la fe, del encuentro con Cristo. El Espíritu Santo es el alma de la misión. Lo que sucedió en Jerusalén hace casi dos mil años no es un hecho lejano, es algo que llega hasta nosotros, que cada uno de nosotros podemos experimentar. El Pentecostés del cenáculo de Jerusalén es el inicio, un inicio que se prolonga. El Espíritu Santo es el don por excelencia de Cristo resucitado a sus Apóstoles, pero Él quiere que llegue a todos. Jesús, como hemos escuchado en el Evangelio, dice: "Yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros" (Jn 14, 16). Es el Espíritu Paráclito, el "Consolador", que da el valor para recorrer los caminos del mundo llevando el Evangelio. El Espíritu Santo nos muestra el horizonte y nos impulsa a las periferias existenciales para anunciar la vida de Jesucristo. Preguntémonos si tenemos la tendencia a cerrarnos en nosotros mismos, en nuestro grupo, o si dejamos que el Espíritu Santo nos conduzca a la misión. Recordemos hoy estas tres palabras: novedad, armonía, misión.
La liturgia de hoy es una gran oración, que la Iglesia con Jesús eleva al Padre, para que renueve la efusión del Espíritu Santo. Que cada uno de nosotros, cada grupo, cada movimiento, en la armonía de la Iglesia, se dirija al Padre para pedirle este don. También hoy, como en su nacimiento, junto con María, la Iglesia invoca: "Veni Sancte Spiritus! - Ven, Espíritu Santo, llena el corazón de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor". Amén.

Papa Benedicto XVI
HOMILÍA, Basílica Vaticana. Domingo 23 de mayo de 2010, Pentecostés
Queridos hermanos y hermanas:
En la celebración solemne de Pentecostés se nos invita a profesar nuestra fe en la presencia y en la acción del Espíritu Santo y a invocar su efusión sobre nosotros, sobre la Iglesia y sobre el mundo entero. Por tanto, hagamos nuestra, y con especial intensidad, la invocación de la Iglesia: Veni, Sancte Spiritus! Una invocación muy sencilla e inmediata, pero a la vez extraordinariamente profunda, que brota ante todo del corazón de Cristo. En efecto, el Espíritu es el don que Jesús pidió y pide continuamente al Padre para sus amigos; el primer y principal don que nos ha obtenido con su Resurrección y Ascensión al cielo.
De esta oración de Cristo nos habla el pasaje evangélico de hoy, que tiene como contexto la última Cena. El Señor Jesús dijo a sus discípulos: "Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre" (Jn 14, 15-16). Aquí se nos revela el corazón orante de Jesús, su corazón filial y fraterno. Esta oración alcanza su cima y su cumplimiento en la cruz, donde la invocación de Cristo es una cosa sola con el don total que él hace de sí mismo, y de ese modo su oración se convierte –por decirlo así– en el sello mismo de su entrega en plenitud por amor al Padre y a la humanidad: invocación y donación del Espíritu Santo se encuentran, se compenetran, se convierten en una única realidad. "Y yo rogaré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre". En realidad, la oración de Jesús –la de la última Cena y la de la cruz– es una oración que continúa también en el cielo, donde Cristo está sentado a la derecha del Padre. Jesús, de hecho, siempre vive su sacerdocio de intercesión en favor del pueblo de Dios y de la humanidad y, por tanto, reza por todos nosotros pidiendo al Padre el don del Espíritu Santo.
El relato de Pentecostés en el libro de los Hechos de los Apóstoles –lo hemos escuchado en la primera lectura (cf. Hch 2, 1-11)– presenta el "nuevo curso" que la obra de Dios inició con la resurrección de Cristo, obra que implica al hombre, a la historia y al cosmos. Del Hijo de Dios muerto, resucitado y vuelto al Padre brota ahora sobre la humanidad, con inédita energía, el soplo divino, el Espíritu Santo. Y ¿qué produce esta nueva y potente auto-comunicación de Dios? Donde hay laceraciones y divisiones, crea unidad y comprensión. Se pone en marcha un proceso de reunificación entre las partes de la familia humana, divididas y dispersas; las personas, a menudo reducidas a individuos que compiten o entran en conflicto entre sí, alcanzadas por el Espíritu de Cristo, se abren a la experiencia de la comunión, que puede tocarlas hasta el punto de convertirlas en un nuevo organismo, un nuevo sujeto: la Iglesia. Este es el efecto de la obra de Dios: la unidad; por eso, la unidad es el signo de reconocimiento, la "tarjeta de visita" de la Iglesia a lo largo de su historia universal. Desde el principio, desde el día de Pentecostés, habla todas las lenguas. La Iglesia universal precede a las Iglesias particulares, y estas deben conformarse siempre a ella, según un criterio de unidad y de universalidad. La Iglesia nunca llega a ser prisionera de fronteras políticas, raciales y culturales; no se puede confundir con los Estados ni tampoco con las Federaciones de Estados, porque su unidad es de otro tipo y aspira a cruzar todas las fronteras humanas.
De esto, queridos hermanos, deriva un criterio práctico de discernimiento para la vida cristiana: cuando una persona, o una comunidad, se cierra en su modo de pensar y de actuar, es signo de que se ha alejado del Espíritu Santo. El camino de los cristianos y de las Iglesias particulares siempre debe confrontarse con el de la Iglesia una y católica, y armonizarse con él. Esto no significa que la unidad creada por el Espíritu Santo sea una especie de igualitarismo. Al contrario, este es más bien el modelo de Babel, es decir, la imposición de una cultura de la unidad que podríamos definir "técnica". La Biblia, de hecho, nos dice (cf. Gn 11, 1-9) que en Babel todos hablaban una sola lengua. En cambio, en Pentecostés, los Apóstoles hablan lenguas distintas de modo que cada uno comprenda el mensaje en su propio idioma. La unidad del Espíritu se manifiesta en la pluralidad de la comprensión. La Iglesia es por naturaleza una y múltiple, destinada como está a vivir en todas las naciones, en todos los pueblos, y en los contextos sociales más diversos. Sólo responde a su vocación de ser signo e instrumento de unidad de todo el género humano (cf. Lumen gentium, 1) si permanece autónoma de cualquier Estado y de cualquier cultura particular. Siempre y en todo lugar la Iglesia debe ser verdaderamente católica y universal, la casa de todos en la que cada uno puede encontrar su lugar.
El relato de los Hechos de los Apóstoles nos ofrece también otra sugerencia muy concreta. La universalidad de la Iglesia se expresa con la lista de los pueblos, según la antigua tradición: "Somos partos, medos, elamitas...", etcétera. Se puede observar aquí que san Lucas va más allá del número 12, que siempre expresa ya una universalidad. Mira más allá de los horizontes de Asia y del noroeste de África, y añade otros tres elementos: los "romanos", es decir, el mundo occidental; los "judíos y prosélitos", comprendiendo de modo nuevo la unidad entre Israel y el mundo; y, por último, "cretenses y árabes", que representan a Occidente y Oriente, islas y tierra firme. Esta apertura de horizontes confirma ulteriormente la novedad de Cristo en la dimensión del espacio humano, de la historia de las naciones: el Espíritu Santo abarca hombres y pueblos y, a través de ellos, supera muros y barreras.
En Pentecostés el Espíritu Santo se manifiesta como fuego. Su llama descendió sobre los discípulos reunidos, se encendió en ellos y les dio el nuevo ardor de Dios. Se realiza así lo que había predicho el Señor Jesús: "He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!" (Lc 12, 49). Los Apóstoles, junto a los fieles de las distintas comunidades, han llevado esta llama divina hasta los últimos confines de la tierra; han abierto así un camino para la humanidad, un camino luminoso, y han colaborado con Dios que con su fuego quiere renovar la faz de la tierra. ¡Qué distinto este fuego del de las guerras y las bombas! ¡Qué distinto el incendio de Cristo, que la Iglesia propaga, respecto a los que encienden los dictadores de toda época, incluido el siglo pasado, que dejan detrás de sí tierra quemada! El fuego de Dios, el fuego del Espíritu Santo, es el de la zarza que arde sin quemarse (cf. Ex 3, 2). Es una llama que arde, pero no destruye; más aún, ardiendo hace emerger la mejor parte del hombre, su parte más verdadera, como en una fusión hace emerger su forma interior, su vocación a la verdad y al amor.
Un Padre de la Iglesia, Orígenes, en una de sus homilías sobre Jeremías, refiere un dicho atribuido a Jesús, que las Sagradas Escrituras no recogen, pero que quizá sea auténtico; reza así: "Quien está cerca de mí está cerca del fuego" (Homilía sobre Jeremías L. I [III]). En efecto, en Cristo habita la plenitud de Dios, que en la Biblia se compara con el fuego. Hemos observado hace poco que la llama del Espíritu Santo arde pero no se quema. Y, sin embargo, realiza una transformación y, por eso, debe consumir algo en el hombre, las escorias que lo corrompen y obstaculizan sus relaciones con Dios y con el prójimo. Pero este efecto del fuego divino nos asusta, tenemos miedo de que nos "queme", preferiríamos permanecer tal como somos. Esto depende del hecho de que muchas veces nuestra vida está planteada según la lógica del tener, del poseer, y no del darse. Muchas personas creen en Dios y admiran la figura de Jesucristo, pero cuando se les pide que pierdan algo de sí mismas, se echan atrás, tienen miedo de las exigencias de la fe. Existe el temor de tener que renunciar a algo bello, a lo que uno está apegado; el temor de que seguir a Cristo nos prive de la libertad, de ciertas experiencias, de una parte de nosotros mismos. Por un lado, queremos estar con Jesús, seguirlo de cerca; y, por otro, tenemos miedo de las consecuencias que eso conlleva.
Queridos hermanos y hermanas, siempre necesitamos que el Señor Jesús nos diga lo que repetía a menudo a sus amigos: "No tengáis miedo". Como Simón Pedro y los demás, debemos dejar que su presencia y su gracia transformen nuestro corazón, siempre sujeto a las debilidades humanas. Debemos saber reconocer que perder algo, más aún, perderse a sí mismos por el Dios verdadero, el Dios del amor y de la vida, en realidad es ganar, volverse a encontrar más plenamente. Quien se encomienda a Jesús experimenta ya en esta vida la paz y la alegría del corazón, que el mundo no puede dar, ni tampoco puede quitar una vez que Dios nos las ha dado. Por lo tanto, vale la pena dejarse tocar por el fuego del Espíritu Santo. El dolor que nos produce es necesario para nuestra transformación. Es la realidad de la cruz: no por nada en el lenguaje de Jesús el "fuego" es sobre todo una representación del misterio de la cruz, sin el cual no existe cristianismo. Por eso, iluminados y confortados por estas palabras de vida, elevamos nuestra invocación: ¡Ven, Espíritu Santo! ¡Enciende en nosotros el fuego de tu amor! Sabemos que esta es una oración audaz, con la cual pedimos ser tocados por la llama de Dios; pero sabemos sobre todo que esta llama –y sólo ella– tiene el poder de salvarnos. Para defender nuestra vida, no queremos perder la eterna que Dios nos quiere dar. Necesitamos el fuego del Espíritu Santo, porque sólo el Amor redime. Amén.

Monición al Credo
Se dice Credo. Puede introducirse con la siguiente monición.
Proclamemos nuestra fe en Dios Padre, por Jesucristo, su Hijo, en la unidad del Espíritu Santo.
Dicitur Credo.

Oración de los fieles
Oremos a Dios Padre, que por la muerte y resurrección de Cristo nos ha dado el Espíritu Santo.
- Por la Iglesia, extendida por todo el universo, para que, impulsada por el Espíritu Santo, permanezca atenta a lo que sucede en el mundo, haga suyos los sufrimientos, alegrías y esperanzas de los hombres de nuestro tiempo, intuya los signos caritativos que debe realizar y así pueda iluminarlo todo con el Evangelio. Roguemos al Señor.
- Por todos los pueblos y razas en la diversidad de culturas y civilizaciones, para que el Espíritu Santo abra los corazones de todos al Evangelio, proclamado en sus propias lenguas, y los guíe hasta la verdad plena. Roguemos al Señor
- Por nuestro mundo de hoy, sujeto a cambios profundos y rápidos, para que el Espíritu Santo, que abarca la historia humana, promueva la esperanza de un futuro mejor y vislumbremos el gran día de Jesucristo. Roguemos al Señor.
- Por todos los laicos, para que, renovados por el Espíritu Santo, sepan llevar el mensaje de Jesús a la vida de cada día en su trabajo, en su familia y en todos los lugares del mundo en el que viven. Roguemos al Señor.
- Por nosotros, aquí reunidos, para que, iluminados y fortalecidos por el Espíritu Santo, demos testimonio de nuestra fe. Roguemos al Señor.
Dios, Padre nuestro, tu Espíritu ora con nosotros, dentro de nosotros; escucha la oración de tu Iglesia, morada suya, concédenos lo que el mismo Espíritu nos sugiere pedirte. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Oración sobre las ofrendas
Te pedimos, Señor, que, según la promesa de tu Hijo, el Espíritu Santo nos haga comprender más profundamente la realidad misteriosa de este sacrificio y se digne llevarnos al conocimiento pleno de toda la verdad revelada. Por Jesucristo, nuestro Señor
Praesta, quaesumus, Dómine, ut, secúndum promissiónem Fílii tui, Spíritus Sanctus huius nobis sacrifícii copiósius revélet arcánum, et omnem propítius réseret veritátem. Per Christum.

Prefacio: El misterio de Pentecostés
En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno.
Pues, para llevar a plenitud el Misterio pascual, enviaste hoy el Espíritu Santo sobre los que habías adoptado como hijos por la encarnación de tu Unigénito. El Espíritu que, desde el comienzo de la Iglesia naciente, infundió el conocimiento de Dios en todos los pueblos y reunió la diversidad de lenguas en la confesión de una misma fe.
Por eso, con esta efusión de gozo pascual, el mundo entero se desborda de alegría, y también los coros celestiales, los ángeles y los arcángeles, cantan el himno de tu gloria diciendo sin cesar:
Vere dignum et iustum est, aequum et salutáre, nos tibi semper et ubíque grátias ágere: Dómine, sancte Pater, omnípotens aetérne Deus.
Tu enim, sacraméntum paschále consúmmans, quibus, per Unigéniti tui consórtium, fílios adoptiónis esse tribuísti, hódie Spíritum Sanctum es largítus; qui, princípio nascéntis Ecclésiae, et cunctis géntibus sciéntiam índidit deitátis, et linguárum diversitátem in uníus fídei confessióne sociávit.
Quaprópter, profúsis paschálibus gáudiis, totus in orbe terrárum mundus exsúltat. Sed et supérnae virtútes atque angélicae potestátes hymnum glóriae tuae cóncinunt, sine fine dicéntes:
R. Santo, Santo, Santo...
I. Cuando se utiliza el Canon romano, se dice Reunidos en comunión propio.
II. Cuando se utiliza la plegaria eucarística II, se dice la intercesión
 Acuérdate, Señor propia.
III. Cuando se utiliza la plegaria eucarística III, se dice el recuerdo propio en la intercesión
 Atiende los deseos.

PLEGARIA EUCARÍSTICA I o CANON ROMANO. Cuando se utiliza el Canon romano, se dice Reunidos en comunión propio.

Antífona de comunión Hch 2, 4- 11
Se llenaron todos de Espíritu Santo y hablaron de las grandezas de Dios, aleluya.
Repléti sunt omnes Spíritu Sancto, loquéntes magnália Dei, allelúia.

Oración después de la comunión
Oh, Dios, que has comunicado a tu Iglesia los bienes del cielo, conserva la gracia que le has dado, para que el don infuso del Espíritu Santo sea siempre nuestra fuerza, y el alimento espiritual acreciente su fruto para la redención eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Deus, qui Ecclésiae tuae caeléstia dona largíris, custódi grátiam quam dedísti, ut Spíritus Sancti vígeat semper munus infúsum, et ad aetérnae redemptiónis augméntum spiritális esca profíciat. Per Christum.

Se puede utilizar la bendición solemne. Espíritu Santo.
Dios, Padre de los astros, que [en el día de hoy] iluminó las mentes de sus discípulos derramando sobre ellas el Espíritu Santo, os alegre con sus bendiciones y os llene con los dones del Espíritu consolador.
Deus, Pater lúminum, qui discipulórum mentes Spíritus Parácliti infusióne dignátus est illustráre, sua vos fáciat benedictióne gaudére, et perpétuo donis eiúsdem Spíritus abundáre.
R. Amén.
Que el mismo fuego divino, que de manera admirable se posó sobre los apóstoles, purifique vuestros corazones de todo pecado y los ilumine con la efusión de su claridad.
Ignis ille, qui super discípulos mirándus appáruit, corda vestra ab omni malo poténter expúrget, et sui lúminis infusióne perlústret.
R. Amén.
Y que el Espíritu que congregó en la confesión de una misma fe a los que el pecado había dividido en diversidad de lenguas os conceda el don de la perseverancia en esta misma fe, y así podáis pasar de la esperanza a la plena visión.
Quique dignátus est in uníus fídei confessióne diversitátem adunáre linguárum, in eádem fide perseveráre vos fáciat, et per illam a spe ad spéciem perveníre concédat.
R. Amén.
Y la bendición de Dios todopoderoso, Padre, Hijo  y Espíritu Santo, descienda sobre vosotros y os acompañe siempre.
Et benedíctio Dei omnipoténtis, Patris, et Fílii, + et Spíritus Sancti, descéndat super vos et máneat semper.
R. Amén.

Para despedir al pueblo, el diácono, o el mismo sacerdote, canta (si no se canta, se dice):
Podéis ir en paz, aleluya, aleluya.
Ite, missa est, allelúia, allelúia.
R. Demos gracias a Dios, aleluya, aleluya.
R. Deo grátias, allelúia, allelúia.

Acabado el tiempo de Pascua, se apaga el cirio pascual, que es conveniente colocar en un lugar digno del baptisterio, para que, en la celebración del bautismo, se enciendan en su llama los cirios de los bautizados.
Donde el lunes o también el martes después de Pentecostés son días en los que los fieles deben o suelen asistir a misa, puede utilizarse la misa del domingo de Pentecostés o decirse la misa votiva del Espíritu Santo.

MARTIROLOGIO

Elogios propio de la memoria de la BVM, Madre de la Iglesia
M
emoria de la bienaventurada Virgen María, madre de la Iglesia, a quien Cristo encomendó sus discípulos para que, perseverando en la oración al Espíritu Santo, cooperaran en el anuncio del Evangelio.
Elogios del día 6 de junio
San Norberto, obispo, hombre de austeras costumbres y dado enteramente a la unión con Dios y a la predicación del Evangelio, que instituyó cerca de Laon, en Francia, la Orden Premonstratense de Canónigos Regulares, y luego, designado obispo de Magdeburgo, en Sajonia, se mostró pastor eximio en la renovación de la vida cristiana y en la difusión de la fe entre las poblaciones vecinas. (1134)
2. En Roma, en la degunda milla de la vía Aurelia, santos Artemio y Paulina, mártires(302)
3. En Scete, en Egipto, san Besarión, anacoreta, que por el amor de Dios fue mendicante y peregrino. (s. IV)
4*. En Grenoble, en Burgundia, hoy Francia, san Ceracio, obispo, que expresó palabras de gratitud al papa san León I por haber escrito a Flaviano, y preservó a su grey del contagio de la herejía. (c. 452)
5. En Milán, en la región italiana de Liguria, san Eustorgio II, obispo, que conocido por su piedad, justicia y demás virtudes propias de un pastor, edificó un célebre baptisterio. (518)
6*. En Hibernia, actualmente Irlanda, san Jarlato, obispo. (550)
7. En los montes del Jura, en Francia, san Claudio, a quien se considera como obispo y abad del monasterio de Condat. (c. 703)
8. En el territorio de Bolonia, en la región actualmente italiana de Emilia-Romaña, tránsito de san Alejandro, obispo de Fiésole, que, a su regreso de la ciudad de Pavía, adonde había ido para reclamar ante el rey de los longobardos los bienes de su iglesia retenidos por usurpadores, estos lo ahogaron arrojándole a un río. (823)
9. En Constantinopla, actual Estambul, en Turquía, san Hilarión, presbítero y abad del monasterio llamado de Dalmacio, que por defender el culto de las sagradas imágenes tuvo que soportar cárcel, azotes y el exilio. (845)
10*. En las islas Orcadas, próximas a la costa de Escocia, san Colman, obispo(c. 1010)
11*. En el monasterio de Cava de' Terrani, en la región de Campania, en Italia, beato Falcón, abad(1146)
12*. En Clermont-Ferrand, en Aquitania, actual Francia, san Gilberto, abad de la Orden Premonstratense, que, después de haber vivido como eremita, fundó el monasterio y el hospital de Neufontaines. (1152)
13*. En Udine, en el territorio de Venecia, actualmente Italia, beato Bertrando, obispo de Aquileia y mártir, que trabajó en la formación de su clero, alimentó con sus bienes a los pobres en tiempo de escasez, defendió con tesón los derechos de la Iglesia y, ya nonagenario, fue víctima de unos sicarios. (1350)
14*. En Ortona, en la actual región italiana de los Abruzos, beato Lorenzo de Másculis de Villamagna, presbítero de la Orden de los Hermanos Menores, ilustre por su celo en predicar la palabra de Dios. (1535)
15*. En Londres, en Inglaterra, beato Guillermo Greenwood, mártir, monje de la cartuja de esta ciudad, que en tiempo de Enrique VIII, por su tenaz fidelidad a la Iglesia católica, consumó su martirio con la cárcel, el hambre y la enfermedad. (1537)
16. En Saint-Chamond, en el territorio de Lyon, en Francia, san Marcelino Champagnat, presbítero de la Sociedad de María, que fundó el Instituto de Hermanos Maristas de la Enseñanza, para la formación cristiana de los niños. (1840)
17. En la ciudad de Luong My, en Tonkín, santos mártires Pedro Dung y Pedro Thuan, pescadores, y Vicente Duong, agricultor, que en tiempo del emperador Tu Duc, por negarse a pisotear la Cruz fueron condenados a la hoguera. (1862)
18*. En Ciudad de México, tránsito de san Rafael Guizar Valencia, obispo de Veracruz, en México, que durante el tiempo de persecución, tanto clandestinamente como en el destierro, ejerció con coraje su ministerio episcopal. (1938) (Canonizado 15-octubre-2006).
19*. En Sachsenhausen, en Alemania, beato Inocencio Guz, presbítero, de la Orden de los Hermanos Menores Conventuales y mártir, el cual, durante la ocupación militar de Polonia, su patria, por un régimen contrario a la religión y a los hombres, fue asesinado por los guardias del campo de concentración a causa de su fe en Cristo. (1940)
- Beata Maria Laura (Teresina Elsa) Mainetti (1939 - Chiavenna, Sondrio, Italia 2000), superiora de la comunidad religiosa de las Hijas de la Cruz en el Instituto María Inmaculada de Chiavenna, mártir, fue asesinada en un rito satánico.

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