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Domingo 28 agosto 2022, XXII Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo C.

SOBRE LITURGIA

VIAJE APOSTÓLICO A ESPAÑA
MISA CON ORDENACIONES SACERDOTALES
HOMILÍA DE JUAN PABLO II

Valencia, 8 de noviembre de 1982

Queridos hermanos en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:

1. Somos hoy testigos de un gran acontecimiento. 141 diáconos, procedentes de toda España, van a recibir la ordenación sacerdotal. A esta celebración eucarística se asocian numerosos sacerdotes de las diversas diócesis de vuestra Patria. Han sido invitados a esta ciudad para vivir de nuevo la jornada de su ordenación.

Permitidme que salude ante todo al Pastor de esta Iglesia particular, a los obispos presentes, a los sacerdotes y seminaristas, a los que se han dedicado a Dios con una especial consagración, a todo el noble pueblo de Valencia, de su región y de toda España, y a cuantos os habéis reunido en este paseo de La Alameda. Saludo con afecto particular, junto con sus familiares, a todos los ordenandos. Pero permitidme sobre todo que renueve desde aquí mi más afectuoso recuerdo a las personas y familias que en los días pasados han sufrido las consecuencias de devastadoras inundaciones y han perdido seres queridos. Confío en que la necesaria solidaridad y ayuda cristiana les llegará eficazmente.

Este día sacerdotal tiene como marco la ciudad de Valencia, de arraigadas tradiciones eucarísticas y sacerdotales, con su belleza y colorido, su personalidad y rica historia romana, árabe y cristiana; sobre todo en sus grandes figuras sacerdotales: San Vicente Ferrer, Santo Tomás de Villanueva, San Juan de Ribera. A ellos habría que añadir numerosos santos sacerdotes, entre ellos San Juan de Ávila, patrono del clero español. Todos ellos nos acompañan con su intercesión.

2. ¿En qué consiste la gracia del sacerdocio que hoy van a recibir estos ordenandos?

Lo sabéis bien vosotros, queridos diáconos, que os habéis preparado con esmero para este momento sacramental. Lo conocéis vosotros, queridos sacerdotes, que lleváis el peso gozoso y la carga ligera (Mt 11, 30) del sacerdocio. También lo sabéis vosotros, cristianos de Valencia y de España, que acompañáis a vuestros sacerdotes y con ellos vivís el gozo de vuestro sacerdocio común, distinto pero no separado del sacerdocio ministerial.

En este acto hablaré ante todo a los ordenandos. Pero en ellos veo la ordenación, reciente o lejana, de cada uno de vosotros, sacerdotes de España, y os exhorto a revivir la gracia que tenéis por la imposición de las manos (cf. 2Tm 1, 6).

El sacramento del orden está profundamente radicado en el misterio de la llamada que Dios hace al hombre. En el elegido se realiza el misterio de la vocación divina. Nos lo revela la primera lectura tomada del profeta Jeremías.

Dios manifiesta al hombre su voluntad: “Antes que te formara en el vientre, te conocí; antes de que tú salieses del seno materno, te consagré y te designé para profeta de los gentiles” (Jr 1, 5).

La llamada del hombre está primero en Dios: en su mente y en la elección que Dios mismo realiza y que el hombre tiene que leer dentro de su corazón. Al percibir con claridad esta vocación que viene de Dios, el hombre experimenta la sensación de su propia insuficiencia. El trata de defenderse ante la responsabilidad de la llamada. Dice como el Profeta: “¡Ah, Señor Yavé! He aquí que no sé hablar, pues soy un niño” (Jr 1, 6). Así, la llamada se convierte en el fruto de un diálogo interior con Dios, y es a veces como el resultado de una contienda con El.

Ante las reservas y dificultades que con razón el hombre opone, Dios indica el poder de su gracia. Y con el poder de esta gracia consigue el hombre la realización de su llamada: “Irás a donde te envíe yo, y dirás lo que yo te mande. No tengas temor ante ellos, que yo estaré contigo para salvarte . . . He aquí que yo pongo en tu boca mis palabras” (Ibíd., 1, 7-9).

Es necesario, mis queridos hermanos y amados hijos, meditar con el corazón este diálogo entre Dios y el hombre, para encontrar constantemente el entramado de vuestra vocación. Este diálogo ya se ha realizado en vosotros que vais a recibir la ordenación sacerdotal. Y tendrá que continuar, ininterrumpido, durante toda vuestra existencia a través de la oración, sello distintivo de vuestra piedad sacerdotal.

3. En la conciencia de vuestra llamada por parte de Dios, radica a la vez el secreto de vuestra identidad sacerdotal. Las palabras del profeta Jeremías sugieren esa identidad del sacerdote como llamado por una elección, consagrado con una unción, enviado para una misión. Llamado por Dios en Jesucristo, consagrado por El con la unción de su Espíritu, enviado para realizar su misión en la Iglesia.

Las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia acerca del sacerdocio, inspiradas en la Revelación, recogidas, por así decir, de los labios de Dios, pueden disipar cualquier duda acerca de la identidad sacerdotal.

Ante todo, Jesucristo nuestro Señor, sumo y eterno Sacerdote, es el punto central de referencia. Hay un solo supremo sacerdote, Cristo Jesús (cf. Lumen gentium, 28; Hb 7, 24; 8, 1), ungido y enviado al mundo por el Padre (cf. Presbyterorum ordinis, 2; Jn 10, 36). De este único sacerdocio participan los obispos y los presbíteros, cada cual en su orden y grado, para continuar en el mundo la consagración y la misión de Cristo. Partícipes de la unción sacerdotal de Cristo y de su misión, los presbíteros actúan “in persona Christi” (Lumen gentium, 28).

Para ello reciben la unción del Espíritu Santo. Sí, vais a recibir el Espíritu de santidad, como dice la fórmula de la ordenación, para que un especial carácter sagrado os configure a Cristo sacerdote, para poder actuar en su nombre (cf. Presbyterorum ordinis, 2).

Consagrados por medio del ministerio de la Iglesia, participaréis de su misión salvadora como “cooperadores del orden episcopal” y deberéis estar unidos a los obispos, según la hermosa expresión de San Ignacio de Antioquía, “como las cuerdas a la lira” (S. Ignacio de Antioquía, Ad Ephesios, 4). Enviados a una comunidad particular, congregaréis la familia de Dios, instruyéndola con la palabra, para hacerla “crecer en la unidad” (Presbyterorum ordinis, 2) y “llevarla por Cristo en el Espíritu al Padre” (Ibíd., 4).

4. Llamados, consagrados, enviados. Esta triple dimensión explica y determina vuestra conducta y vuestro estilo de vida. Estáis “puestos aparte”; “segregados”, pero “no separados” (Ibíd., 3). Así os podéis dedicar plenamente a la obra que se os va a confiar: el servicio de vuestros hermanos.

Comprended, pues, que la consagración que recibís os absorbe totalmente, os dedica radicalmente, hace de vosotros instrumentos vivos de la acción de Cristo en el mundo, prolongación de su misión para gloria del Padre.

A ello responde vuestro don total al Señor. El don total que es compromiso de santidad. Es la tarea interior de “imitar lo que tratáis”, como dice la exhortación del Pontifical Romano de las ordenaciones. Es la gracia y el compromiso de la imitación de Cristo, para reproducir en vuestro ministerio y conducta esa imagen grabada por el fuego del Espíritu. Imagen de Cristo sacerdote y víctima, de redentor crucificado.

En este contexto de entrega total, de unión a Cristo y de comunión con su dedicación exclusiva y definitiva a la obra del Padre, se comprende la obligación del celibato. No es una limitación, ni una frustración. Es la expresión de una donación plena, de una consagración peculiar, de una disponibilidad absoluta. Al don que Dios otorga en el sacerdocio, responde la entrega del elegido con todo su ser, con su corazón y con su cuerpo, con el significado esponsal que tiene, referido al amor de Cristo y a la entrega total a la comunidad de la Iglesia, el celibato sacerdotal.

El alma de esta entrega es el amor. Por el celibato no se renuncia al amor, a la facultad de vivir y significar el amor en la vida; el corazón y las facultades del sacerdote quedan impregnados con el amor de Cristo, para ser en medio de los hermanos el testigo de una caridad pastoral sin fronteras.

5. El secreto de esta caridad pastoral se encuentra en el diálogo que Cristo mantiene con cada uno de sus elegidos, como lo mantuvo con Pedro, según las palabras del Evangelio que hemos proclamado. Es la pregunta acerca del amor especial y exclusivo hacia Cristo, hecha a quien ha recibido una misión particular y ha podido experimentar el desencanto en su propia debilidad humana.

El Señor Resucitado no se dirige a Pedro para amonestarlo o castigarlo por su debilidad o por el pecado que ha cometido al renegar de él. Viene para preguntarle por su amor. Y esto es de una enorme, elocuente importancia para cada uno de vosotros: “¿Me amas?” (Ibíd.). ¿Me amas todavía? ¿Me amas cada vez más? Sí. Porque el amor es siempre más grande que la debilidad y que el pecado. Y sólo él, el amor, descubre siempre nuevas perspectivas de renovación interior y de unión con Dios, incluso mediante la experiencia de la debilidad del pecado.

Cristo, pues, pregunta, examina acerca del amor. Y Pedro responde: “Sí, Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo”. No responde: Sí, te quiero; más bien se confía al corazón del Maestro y a su conocimiento y le dice: “Tú sabes que te amo”.

Así, por medio de este amor, confesado por tres veces, Jesús Resucitado confía a Pedro sus ovejas. Y del mismo modo os las confía a vosotros. Es necesario que vuestro ministerio sacerdotal se enraíce con vigor en el amor de Jesucristo.

6. El amor indiviso a Cristo y al rebaño que El os va a confiar unifica la vida del sacerdote y las diversas expresiones de su ministerio (cf. Presbyterorum ordinis, 14).

Ante todo, configurados con el Señor, debéis celebrar la Eucaristía, que no es un acto más de vuestro ministerio; es la raíz y la razón le ser de vuestro sacerdocio. Seréis sacerdotes, ante todo, para celebrar y actualizar el sacrificio de Cristo, “siempre vivo para interceder por nosotros” (Hb 7, 35). Ese sacrificio, único e irrepetible, se renueva y hace presente en la Iglesia de manera sacramental, por el ministerio de los sacerdotes.

La Eucaristía se convierte así en el misterio que debe plasmar interiormente vuestra existencia. Por una parte, ofreceréis sacramentalmente el Cuerpo y la Sangre del Señor. Por otra, unidos a El — “in persona Christi”—, ofreceréis vuestras personas y vuestras vidas, para que asumidas y como transformadas por la celebración del sacrificio eucarístico, sean exteriormente también transfiguradas con El, participando de las energías renovadoras de su Resurrección.

Será la Eucaristía culmen de vuestro ministerio de evangelización (cf. Presbyterorum ordinis, 4), ápice de vuestra vocación orante, de glorificación de Dios y de intercesión por el mundo. Y por la comunión eucarística se irá consumando día tras día vuestro sacerdocio.

San Vicente Ferrer, el apóstol y taumaturgo valenciano, decía que “la misa es el mayor acto de contemplación que pueda darse”. Sí, así es en verdad. Por ello todos vosotros estáis invitados a alimentar y vivificar la propia actividad con la “abundancia de la contemplación” (Lumen gentium, 41), que encontrará un manantial inagotable en la celebración de la Eucaristía y de los sacramentos, en la liturgia de las horas, en la oración mental y cotidiana? y en la meditación amorosa de los misterios de Cristo y de la Virgen con el rezo del Rosario.

7. La consagración que vais a recibir os habilita al servicio, al ministerio de salvación, para ser como Cristo los “consagrados del Padre” y los “enviados al mundo” (Jn 10, 30).

Os debéis a los fieles del Pueblo de Dios, para que también ellos sean “consagrados en la verdad” (Ibíd., 17, 17). El servicio a los hombres no es una dimensión distinta de vuestro sacerdocio: es la consecuencia de vuestra consagración.

Ejerced vuestras tareas ministeriales como otros tantos actos de vuestra consagración, convencidos de que todas ellas se resumen en una: reunir la comunidad que os será confiada en la alabanza de Dios Padre, por Jesucristo y en el Espíritu, para que sea la Iglesia de Cristo, sacramento de salvación. Para eso evangelizaréis y os dedicaréis a la catequesis de niños y adultos; para eso estaréis disponibles en la celebración del sacramento de la reconciliación; para eso visitaréis a los enfermos y ayudaréis a los pobres, haciéndoos todo a todos para ganarlos a todos (cf. 1Co 9, 22).

No temáis así ser separados de vuestros fieles y de aquellos a quienes vuestra misión os destina. Más bien os separaría de ellos el olvidar o descuidar el sentido de la consagración que distingue vuestro sacerdocio. Ser uno más, en la profesión, en el estilo de vida, en el modo de vestir, en el compromiso político, no os ayudaría a realizar plenamente vuestra misión; defraudaríais a vuestros propios fieles que os quieren sacerdotes de cuerpo entero: liturgos, maestros, pastores, sin dejar por ello de ser, como Cristo, hermanos y amigos.

Por eso, haced de vuestra total disponibilidad a Dios una disponibilidad para vuestros fieles. Dadles el verdadero pan de la palabra, en la fidelidad a la verdad de Dios y a las enseñanzas de la Iglesia. Facilitadles todo lo posible el acceso a los sacramentos, y en primer lugar al sacramento de la penitencia, signo e instrumento de la misericordia de Dios y de la reconciliación obrada por Cristo (cf. Juan Pablo II, Redemptor hominis, 20), siendo vosotros mismos asiduos en su recepción. Amad a los enfermos, a los pobres, a los marginados; comprometeos en todas las justas causas de los trabajadores; consolad a los afligidos; dad esperanza a los jóvenes. Mostraos en todo “como ministros de Cristo” (2Co 6, 8).

8. En la liturgia de la Palabra han sido proclamadas esas conocidas expresiones de la Primera Carta de San Pedro, dirigidas a los más ancianos, a los “presbíteros”, a todos los sacerdotes aquí presentes.

Precisamente vosotros aquí reunidos, sois los “presbíteros”, los “ancianos”. Y los jóvenes que hoy recibirán esta ordenación se convierten también en “ancianos”, responsables de la comunidad.

Meditad bien qué es lo que os pide a vosotros Pedro, el anciano, “testigo de los sufrimientos de Cristo y participante de la gloria que ha de revelarse” (1P 5, 1). ¿Qué es lo que os pide?

Os ruega que cumpláis el ministerio pastoral que se os ha confiado: “no por fuerza sino espontáneamente, según Dios; no por sórdido lucro, sino con prontitud de ánimo”. Sí; con una entrega generosa. Y como vivos modelos del rebaño (cf. Ibíd., 5, 3).

He aquí el programa apostólico de la vida sacerdotal y del ministerio sacerdotal que un día Dios os confió. Nada ha perdido de su actualidad sustancial. Es un programa vivo, de hoy. Y habéis de ponerlo con frecuencia ante vuestros ojos, en vuestra alma, para ver reflejado en él, como en un espejo, vuestra propia vida y vuestro ministerio.

Si así lo hacéis, como os lo enseña la multitud de sacerdotes santos que en vuestra Patria han sido testigos de Cristo, recibiréis, cuando aparezca “el supremo Pastor”, esa “corona inmarcesible de la gloria” (Ibíd., 4).

9. Mis queridos hermanos en el sacerdocio: El Sucesor de Pedro que os habla, os repite este mensaje; y quisiera que, en el día de esta gran ordenación sacerdotal y en esta celebración de la gracia del sacerdocio para toda España, se grabe en vuestros ánimos, en el corazón de cada sacerdote. ¡Sed fieles a este mensaje que viene de Cristo!

Que esta celebración traiga a toda la Iglesia en España una renovación de la gracia inagotable del sacerdocio católico; una mayor unidad entre todos los que han recibido la misma gracia del presbiterado; un aumento considerable de vocaciones sacerdotales entre los jóvenes, atraídos por el ejemplo gozoso de vuestra entrega, y la de tantos seminaristas aquí presentes, a quienes saludo uno a uno para confirmarlos y animarlos en su vocación. A la vez que les anuncio que dejo para ellos un particular mensaje mío escrito.

La Virgen María, que Valencia venera con el dulce título de Madre de los Desamparados, se incline con amor sobre vosotros y os haga fieles discípulos del Señor. Acogedla como Madre, como Juan la acogió al pie de la Cruz (cf. Jn 19, 26-27). Que en la gracia del sacerdocio cada uno de vosotros pueda decir también a ella “Totus tuus”.

El Señor Resucitado, presente entre nosotros, os mira con amor, mis queridos sacerdotes y ordenandos, y os repite su pregunta acerca de vuestro amor sincero y leal: “¿Me amas?”. Que cada uno de vosotros pueda decir hoy y siempre: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo” (Ibíd., 21, 17). Así vuestro ministerio será un fiel y fecundo servicio de amor en la Iglesia, para la salvación de los hombres.

Que el récord de esta solemne ordenación sacerdotal a la presencia del Papa aumente la vostra fe en Jesucrist, Sacerdot Etern, que comunica el Seu sacerdoci per a la salvaciò de tots els homens. Aixi siga.

CALENDARIO

28 + XXII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Misa
del Domingo (verde).
MISAL: ants. y oracs. props., Gl., Cr., Pf. dominical.
LECC.: vol. I (C).
- Eclo 3, 17-20. 28-29.
Humíllate, y así alcanzarás el favor del Señor.
- Sal 67. R. Tu bondad, oh, Dios, preparó una casa para los pobres.
- Heb 12, 18-19. 22-24a. Vosotros os habéis acercado al monte Sion, ciudad del Dios vivo.
- Lc 14, 1. 7-14. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido.

La 1 lect. de hoy nos invita a proceder con humildad y sencillez porque así alcanzaremos el favor de Dios, que revela sus secretos a los humildes, y el afecto de los demás. El Evangelio nos invita a ocupar los últimos puestos porque el que se humilla será enaltecido, como Jesucristo, que no vino a ser servido sino a servir. También se nos llama a dar y a darnos gratuitamente sin esperar a cambio recompensa alguna en esta vida. Es lo que ha hecho Cristo por nosotros, que se entregó gratuitamente por todos, solamente por su deseo de ser nuestro Salvador. La 2 lect. opone la experiencia de los israelitas en el Sinaí con la de los cristianos en la eucaristía, pues la liturgia que celebramos en esta vida es un anticipo de la liturgia del cielo, como lo expresamos, por ejemplo, en el canto del Santo.

* Hoy no se permiten las misas de difuntos, excepto la exequial.

Liturgia de las Horas: oficio dominical. Te Deum. Comp. Dom. II.

Martirologio: elogs. del 29 de agosto, pág. 520.
CALENDARIOS: Agustinos, Canónigos Regulares de Letrán, Orden Premonstratense y Asuncionistas: San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia (S).

TEXTOS MISA

XXII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Antífona de entrada Sal 85, 3. 5
Piedad de mí, Señor; que a ti te estoy llamando todo el día, porque tú, Señor, eres bueno y clemente, rico en misericordia con los que te invocan.
Miserére mihi, Dómine, quóniam ad te clamávi tota die: quia tu, Dómine, suávis ac mitis es, et copiósus in misericórdia ómnibus invocántibus te.

Monición de entrada
Ciclo C
En este domingo hemos sido invitados por Cristo al banquete eucarístico: en él nuestra vida cristiana se alimenta con la Palabra de Dios, y con el Cuerpo y la Sangre del Señor. Ante este gran misterio de la fe hemos de desterrar toda forma de orgullo y vanagloria, y ser de verdad humildes, pues él mismo está entre nosotros y se nos da como alimento; sólo desde esta actitud podemos encontrarnos con él y dejar que nos transforme continuamente a su imagen.

Acto penitencial
Todo como en el Ordinario de la Misa. Para la tercera fórmula pueden usarse las siguiente invocaciones:
Año C
- Tú, el servidor de todos: Señor, ten piedad.
R. Señor, ten piedad.
- Tú, que fuiste humillado hasta la muerte de cruz: Cristo, ten piedad.
R. Cristo, ten piedad.
- Tú, que has sido enaltecido sobre todo: Señor, ten piedad.
R. Señor, ten piedad.
En lugar del acto penitencial se puede celebrar el rito de bendición y aspersión del agua bendita.
Se dice
 Gloria.

Oración colecta
Dios todopoderoso, que posees toda perfección, infunde en nuestros corazones el amor de tu nombre y concédenos que, al crecer nuestra piedad, alimentes todo bien en nosotros y con solicitud amorosa lo conserves. Por nuestro Señor Jesucristo.
Deus virtútum, cuius est totum quod est óptimum, ínsere pectóribus nostris tui nóminis amórem, et praesta, ut in nobis, religiónis augménto, quae sunt bona nútrias, ac, vigilánti stúdio, quae sunt nutríta custódias. Per Dóminum.

LITURGIA DE LA PALABRA
Lecturas del XXII Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo C (Lec. I C).

PRIMERA LECTURA Eclo 3, 17-20. 28-29
Humíllate, y así alcanzarás el favor del Señor

Lectura del libro del Eclesiástico.

Hijo, actúa con humildad en tus quehaceres,
y te querrán más que al hombre generoso.
Cuanto más grande seas, más debes humillarte,
y así alcanzarás el favor del Señor.
«Muchos son los altivos e ilustres,
pero él revela sus secretos a los mansos».
Porque grande es el poder del Señor
y es glorificado por los humildes.
La desgracia del orgulloso no tiene remedio,
pues la planta del mal ha echado en él sus raíces.
Un corazón prudente medita los proverbios,
un oído atento es el deseo del sabio.

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Salmo responsorial Sal 67, 4-5ac. 6-7ab. 10-11 (R.: cf. 11bc)
R. Tu bondad, oh, Dios, preparó una casa para los pobres.
Parásti domum in bonitáte tua páuperi, Deus.

V. Los justos se alegran,
gozan en la presencia de Dios,
rebosando de alegría.
Cantad a Dios, tocad a su nombre;
su nombre es el Señor.
R. Tu bondad, oh, Dios, preparó una casa para los pobres.
Parásti domum in bonitáte tua páuperi, Deus.

V. Padre de huérfanos, protector de viudas,
Dios vive en su santa morada.
Dios prepara casa a los desvalidos,
libera a los cautivos y los enriquece.
R. Tu bondad, oh, Dios, preparó una casa para los pobres.
Parásti domum in bonitáte tua páuperi, Deus.

V. Derramaste en tu heredad, oh, Dios, una lluvia copiosa,
aliviaste la tierra extenuada;
y tu rebaño habitó en la tierra
que tu bondad, oh, Dios,
preparó para los pobres.
R. Tu bondad, oh, Dios, preparó una casa para los pobres.
Parásti domum in bonitáte tua páuperi, Deus.

SEGUNDA LECTURA Heb 12, 18-19. 22-24a
Vosotros os habéis acercado al monte Sion, ciudad del Dios vivo
Lectura de la carta a los Hebreos.

Hermanos:
No os habéis acercado a un fuego tangible y encendido, a densos nubarrones, a la tormenta, al sonido de la trompeta; ni al estruendo de las palabras, oído el cual, ellos rogaron que no continuase hablando.
Vosotros, os habéis acercado al monte Sion, ciudad del Dios vivo, Jerusalén del cielo, a las miríadas de ángeles, a la asamblea festiva de los primogénitos inscritos en el cielo, a Dios, juez de todos; a las almas de los justos que han llegado a la perfección, y al Mediador de la nueva alianza, Jesús.

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Aleluya Mt 11, 29ab
R. Aleluya, aleluya, aleluya.
V. Tomad mi yugo sobre vosotros –dice el Señor–, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón. R.
Tóllite iugum meum super vos, dicit Dóminus, et díscite a me, quia mitis sum et húmilis corde.

EVANGELIO Lc 14, 1. 7-14
El que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido
 Lectura del santo Evangelio según san Lucas.
R. Gloria a ti, Señor.

En sábado, Jesús entró en casa de uno de los principales fariseos para comer y ellos lo estaban espiando.
Notando que los convidados escogían los primeros puestos, les decía una parábola:
«Cuando te conviden a una boda, no te sientes en el puesto principal, no sea que hayan convidado a otro de más categoría que tú; y venga el que os convidó a ti y al otro, y te diga:
“Cédele el puesto a este”.
Entonces, avergonzado, irás a ocupar el último puesto.
Al revés, cuando te conviden, vete a sentarte en el último puesto, para que, cuando venga el que te convidó, te diga:
“Amigo, sube más arriba”.
Entonces quedarás muy bien ante todos los comensales.
Porque todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido».
Y dijo al que lo había invitado:
«Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado. Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; y serás bienaventurado, porque no pueden pagarte; te pagarán en la resurrección de los justos».

Palabra del Señor.
R. Gloria a ti, Señor Jesús.

Papa Francisco
ÁNGELUS. Domingo, 1 de septiembre de 2019
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En primer lugar, debo disculparme por el retraso, pero ha habido un incidente: ¡me he quedado encerrado en el ascensor durante 25 minutos! Hubo una caída de electricidad y el ascensor se detuvo. Gracias a Dios que el Cuerpo de Bomberos vino —¡se lo agradezco mucho!— y después de 25 minutos de trabajo consiguieron que funcionara. ¡Un aplauso para el Cuerpo de Bomberos!
El Evangelio de este domingo (cf. Lucas 14, 1. 7-14) nos muestra a Jesús participando en un banquete en la casa de un líder de los fariseos. Jesús mira y observa cómo corren los invitados, se apresuran a llegar a los primeros lugares. Esta es una actitud bastante extendida, incluso en nuestros días, y no sólo cuando se nos invita a comer: normalmente, buscamos el primer lugar para afirmar una supuesta superioridad sobre los demás. En realidad, esta carrera hacia los primeros lugares perjudica a la comunidad, tanto civil como eclesial, porque arruina la fraternidad. Todos conocemos a esta gente: escaladores, que siempre suben para arriba, arriba.... Hacen daño a la fraternidad, dañan la fraternidad.
Frente a esta escena, Jesús cuenta dos parábolas cortas. La primera parábola se dirige al invitado a un banquete, y le exhorta a no ponerse en primer lugar, «no sea —dice— que haya sido convidado otro más distinguido que tú y viniendo el que os convidó a ti y a él, te diga: “deja el sitio a este” y entonces vayas a ocupar avergonzado el último puesto» (cf. vv. 8-9). En cambio, Jesús nos enseña a tener una actitud opuesta: «Al contrario, cuando seas convidado, vete a sentarte en el último puesto, de manera que, cuando venga el que te convidó, te diga: “Amigo, sube más arriba”» (v. 10). Por lo tanto, no debemos buscar por nuestra propia iniciativa la atención y consideración de los demás, sino más bien dejar que otros nos la presten. Jesús siempre nos muestra el camino de la humildad —¡debemos aprender el camino de la humildad!— porque es el más auténtico, lo que también nos permite tener relaciones auténticas. Verdadera humildad, no falsa humildad, lo que en Piamonte se llama la mugna quacia, no, no esa. La verdadera humildad.
En la segunda parábola, Jesús se dirige al que invita y, refiriéndose a la manera de seleccionar a los invitados, le dice: «Cuando des un banquete, llama a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos; y serás dichoso, porque no te pueden corresponder» (vv. 13-14). Aquí también, Jesús va completamente a contracorriente, manifestando como siempre la lógica de Dios Padre. Y también añade la clave para interpretar este discurso suyo. ¿Y cuál es la clave? Una promesa: si haces esto, «se te recompensará en la resurrección de los justos» (v. 14). Esto significa que quien se comporte de esta manera tendrá la recompensa divina, muy superior al intercambio humano: Yo te hago este favor esperando que me hagas otro. No, esto no es cristiano. La humilde generosidad es cristiana. El intercambio humano, de hecho, suele distorsionar las relaciones, las hace «comerciales», introduciendo un interés personal en una relación que debe ser generosa y libre. En cambio, Jesús invita a la generosidad desinteresada, a abrir el camino a una alegría mucho mayor, la alegría de ser parte del amor mismo de Dios que nos espera a todos en el banquete celestial.
Que la Virgen María, «humilde y elevada más que criatura» (Dante, Paraíso, XXXIII, 2), nos ayude a reconocernos como somos, es decir, como pequeños; y a alegrarnos de dar sin nada a cambio.

ÁNGELUS, Domingo 28 de agosto de 2016
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El episodio del Evangelio de hoy nos muestra a Jesús en la casa de uno de los jefes de los fariseos, observando entretenido cómo los invitados al almuerzo se afanan en ocupar los primeros puestos. Es una escena que hemos visto muchas veces: hacerse con el mejor sitio incluso con los codos. Al ver esta escena, Él narra dos breves parábolas con las cuales ofrece dos indicaciones: una se refiere al lugar, la otra se refiere a la recompensa.
La primera semejanza está ambientada en un banquete nupcial. Jesús dice: «cuando seas convidado por alguien a una boda, no te pongas en el primer puesto no sea que haya sido convidado por él otro más distinguido que tú, y viniendo el que os convidó a ti y a él, te diga: "Déjale el sitio a este"…. al contrario, cuando seas convidado, vete a sentarte en el último puesto» (Lc 14, 8-9). Con esta recomendación, Jesús no pretende dar normas de comportamiento social, sino una lección sobre el valor de la humildad. La historia enseña que el orgullo, el arribismo, la vanidad y la ostentación son la causa de muchos males. Y Jesús nos hace entender la necesidad de elegir el último lugar, es decir, de buscar la pequeñez y pasar desapercibidos: la humildad. Cuando nos ponemos ante Dios en esta dimensión de humildad, Dios nos exalta, se inclina hacia nosotros para elevarnos hacia Él: «Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille será ensalzado» (v. 11).
Las palabras de Jesús subrayan actitudes completamente distintas y opuestas: la actitud de quien se elige su propio sitio y la actitud de quien se lo deja asignar por Dios y espera de Él la recompensa. No lo olvidemos: ¡Dios paga mucho más que los hombres! ¡Él nos da un lugar mucho más bonito que el que nos dan los hombres! El lugar que nos da Dios está cerca de su corazón y su recompensa es la vida eterna. «Y serás dichoso –dice Jesús– …se te recompensará en la resurrección de los justos» (v. 14).
Es lo que describe la segunda parábola, en la cual Jesús indica la actitud desinteresada que debe caracterizar la hospitalidad, y dice así: «Cuando des un banquete, llama a los pobres, a los lisiados, a los cojos, a los ciegos; y serás dichoso, porque ellos no te pueden corresponder» (vv. 13-14). Se trata de elegir la gratuidad en lugar del cálculo oportunista que intenta obtener una recompensa, que busca el interés y que intenta enriquecerse cada vez más. En efecto, los pobres, los sencillos, los que no cuentan, jamás podrán corresponder a una invitación para almorzar. Jesús demuestra de esta manera, su preferencia por los pobres y los excluidos, que son los privilegiados del Reino de Dios, y difunde el mensaje fundamental del Evangelio que es servir al prójimo por amor a Dios. Hoy, Jesús se hace portavoz de quien no tiene voz y dirige a cada uno de nosotros un llamamiento urgente para abrir el corazón y hacer nuestros los sufrimientos y las angustias de los pobres, de los hambrientos, de los marginados, de los refugiados, de los derrotados por la vida, de todos aquellos que son descartados por la sociedad y por la prepotencia de los más fuertes. Y estos descartados representan, en realidad, la mayor parte de la población.
En este momento, pienso con gratitud en los comedores donde tantos voluntarios ofrecen su servicio, dando de comer a personas solas, necesitadas, sin trabajo o sin casa. Estos comedores y otras obras de misericordia –como visitar a los enfermos, a los presos…– son gimnasios de caridad que difunden la cultura de la gratuidad, porque todos los que trabajan en ellas están impulsados por el amor de Dios e iluminados por la sabiduría del Evangelio. De esta manera el servicio a los hermanos se convierte en testimonio de amor, que hace creíble y visible el amor de Cristo.
Pidamos a la Virgen María que nos guíe cada día por la senda de la humildad, Ella que fue humilde toda su vida, y nos haga capaces de gestos gratuitos de acogida y solidaridad hacia los marginados, para ser dignos de la recompensa divina.
Ex. Ap. Evangelii gaudium
47. La Iglesia está llamada a ser siempre la casa abierta del Padre. Uno de los signos concretos de esa apertura es tener templos con las puertas abiertas en todas partes. De ese modo, si alguien quiere seguir una moción del Espíritu y se acerca buscando a Dios, no se encontrará con la frialdad de unas puertas cerradas. Pero hay otras puertas que tampoco se deben cerrar. Todos pueden participar de alguna manera en la vida eclesial, todos pueden integrar la comunidad, y tampoco las puertas de los sacramentos deberían cerrarse por una razón cualquiera. Esto vale sobre todo cuando se trata de ese sacramento que es «la puerta», el Bautismo. La Eucaristía, si bien constituye la plenitud de la vida sacramental, no es un premio para los perfectos sino un generoso remedio y un alimento para los débiles (51). Estas convicciones también tienen consecuencias pastorales que estamos llamados a considerar con prudencia y audacia. A menudo nos comportamos como controladores de la gracia y no como facilitadores. Pero la Iglesia no es una aduana, es la casa paterna donde hay lugar para cada uno con su vida a cuestas.
48. Si la Iglesia entera asume este dinamismo misionero, debe llegar a todos, sin excepciones. Pero ¿a quiénes debería privilegiar? Cuando uno lee el Evangelio, se encuentra con una orientación contundente: no tanto a los amigos y vecinos ricos sino sobre todo a los pobres y enfermos, a esos que suelen ser despreciados y olvidados, a aquellos que «no tienen con qué recompensarte» (Lc 14, 14). No deben quedar dudas ni caben explicaciones que debiliten este mensaje tan claro. Hoy y siempre, «los pobres son los destinatarios privilegiados del Evangelio» (52), y la evangelización dirigida gratuitamente a ellos es signo del Reino que Jesús vino a traer. Hay que decir sin vueltas que existe un vínculo inseparable entre nuestra fe y los pobres. Nunca los dejemos solos.
49. Salgamos, salgamos a ofrecer a todos la vida de Jesucristo. Repito aquí para toda la Iglesia lo que muchas veces he dicho a los sacerdotes y laicos de Buenos Aires: prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades. No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termine clausurada en una maraña de obsesiones y procedimientos. Si algo debe inquietarnos santamente y preocupar nuestra conciencia, es que tantos hermanos nuestros vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de sentido y de vida. Más que el temor a equivocarnos, espero que nos mueva el temor a encerrarnos en las estructuras que nos dan una falsa contención, en las normas que nos vuelven jueces implacables, en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera hay una multitud hambrienta y Jesús nos repite sin cansarse: «¡Dadles vosotros de comer!» (Mc 6, 37).

(51) Cf. San Ambrosio, De Sacramentis, IV, 6, 28: PL 16, 464: «Tengo que recibirle siempre, para que siempre perdone mis pecados. Si peco continuamente, he de tener siempre un remedio»; ibíd., IV, 5, 24: PL 16, 463: «El que comió el maná murió; el que coma de este cuerpo obtendrá el perdón de sus pecados»; San Cirilo de Alejandría, In Joh. Evang. IV, 2: PG 73, 584-585: «Me he examinado y me he reconocido indigno. A los que así hablan les digo: ¿y cuándo seréis dignos? ¿Cuándo os presentaréis entonces ante Cristo? Y si vuestros pecados os impiden acercaros y si nunca vais a dejar de caer –¿quién conoce sus delitos?, dice el salmo–, ¿os quedaréis sin participar de la santificación que vivifica para la eternidad?».
(52) Benedicto XVI, Discurso durante el encuentro con el Episcopado brasileño en la Catedral de San Pablo, Brasil (11 mayo 2007), 3: AAS 99 (2007), 428.

Papa Benedicto XVI
ÁNGELUS, Palacio Apostólico de Castelgandolfo, Domingo 29 de agosto de 2010
Queridos hermanos y hermanas:
En el Evangelio de este domingo (Lc 14, 1.7-14), encontramos a Jesús como comensal en la casa de un jefe de los fariseos. Dándose cuenta de que los invitados elegían los primeros puestos en la mesa, contó una parábola, ambientada en un banquete nupcial. "Cuando seas convidado por alguien a una boda, no te pongas en el primer puesto, no sea que haya sido convidado por él otro más distinguido que tú, y viniendo el que os convidó a ti y a él, te diga: "Deja el sitio a este"... Al contrario, cuando seas convidado, ve a sentarte en el último puesto" (Lc 14, 8-10). El Señor no pretende dar una lección de buenos modales, ni sobre la jerarquía entre las distintas autoridades. Insiste, más bien, en un punto decisivo, que es el de la humildad: "El que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado" (Lc 14, 11). Esta parábola, en un significado más profundo, hace pensar también en la postura del hombre en relación con Dios. De hecho, el "último lugar" puede representar la condición de la humanidad degradada por el pecado, condición de la que sólo la encarnación del Hijo unigénito puede elevarla. Por eso Cristo mismo "tomó el último puesto en el mundo –la cruz– y precisamente con esta humildad radical nos redimió y nos ayuda constantemente" (Deus caritas est, 35).
Al final de la parábola, Jesús sugiere al jefe de los fariseos que no invite a su mesa a sus amigos, parientes o vecinos ricos, sino a las personas más pobres y marginadas, que no tienen modo de devolverle el favor (cf. Lc 14, 13-14), para que el don sea gratuito. De hecho, la verdadera recompensa la dará al final Dios, "quien gobierna el mundo... Nosotros le ofrecemos nuestro servicio sólo en lo que podamos y mientras él nos dé fuerzas" (Deus caritas est, 35). Por tanto, una vez más vemos a Cristo como modelo de humildad y de gratuidad: de él aprendemos la paciencia en las tentaciones, la mansedumbre en las ofensas, la obediencia a Dios en el dolor, a la espera de que Aquel que nos ha invitado nos diga: "Amigo, sube más arriba" (cf. Lc 14, 10); en efecto, el verdadero bien es estar cerca de él. San Luis IX, rey de Francia –cuya memoria se celebró el pasado miércoles– puso en práctica lo que está escrito en el Libro del Sirácida: "Cuanto más grande seas, tanto más humilde debes ser, y así obtendrás el favor del Señor" (3, 18). Así escribió en el "Testamento espiritual a su hijo": "Si el Señor te concede prosperidad, debes darle gracias con humildad y vigilar que no sea en detrimento tuyo, por vanagloria o por cualquier otro motivo, porque los dones de Dios no han de ser causa de que le ofendas" (Acta Sanctorum Augusti 5 [1868] 546).
Queridos amigos, hoy recordamos también el martirio de san Juan Bautista, el mayor entre los profetas de Cristo, que supo negarse a sí mismo para dejar espacio al Salvador y que sufrió y murió por la verdad. Pidámosle a él y a la Virgen María que nos guíen por el camino de la humildad, para llegar a ser dignos de la recompensa divina.

DIRECTORIO HOMILÉTICO
Ap. I. La homilía y el Catecismo de la Iglesia Católica.
Ciclo C. Vigésimo segundo domingo del Tiempo Ordinario.
La Encarnación, un misterio de humildad.
525 Jesús nació en la humildad de un establo, de una familia pobre (cf. Lc 2, 6-7); unos sencillos pastores son los primeros testigos del acontecimiento. En esta pobreza se manifiesta la gloria del cielo (cf. Lc 2, 8-20). La Iglesia no se cansa de cantar la gloria de esta noche:
La Virgen da hoy a luz al Eterno
Y la tierra ofrece una gruta al Inaccesible.
Los ángeles y los pastores le alaban
Y los magos avanzan con la estrella.
Porque Tú has nacido para nosotros,
Niño pequeño, ¡Dios eterno!
(Kontakion, de Romanos el Melódico)
526 "Hacerse niño" con relación a Dios es la condición para entrar en el Reino (cf. Mt 18, 3-4); para eso es necesario abajarse (cf. Mt 23, 12), hacerse pequeño; más todavía: es necesario "nacer de lo alto" (Jn 3, 7), "nacer de Dios" (Jn 1, 13) para "hacerse hijos de Dios" (Jn 1, 12). El Misterio de Navidad se realiza en nosotros cuando Cristo "toma forma" en nosotros (Ga 4, 19). Navidad es el Misterio de este "admirable intercambio":
"O admirabile commercium! El Creador del género humano, tomando cuerpo y alma, nace de una virgen y, hecho hombre sin concurso de varón, nos da parte en su divinidad" (LH, antífona de la octava de Navidad).
El desorden de las concupiscencias.
2535 El apetito sensible nos impulsa a desear las cosas agradables que no tenemos. Así, desear comer cuando se tiene hambre, o calentarse cuando se tiene frío. Estos deseos son buenos en sí mismos; pero con frecuencia no guardan la medida de la razón y nos empujan a codiciar injustamente lo que no es nuestro y pertenece, o es debido a otro.
2536 El décimo mandamiento proscribe la avaricia y el deseo de una apropiación inmoderada de los bienes terrenos. Prohíbe el deseo desordenado nacido de lo pasión inmoderada de las riquezas y de su poder. Prohíbe también el deseo de cometer una injusticia mediante la cual se dañaría al prójimo en sus bienes temporales:
"Cuando la Ley nos dice: "No codiciarás", nos dice, en otros términos, que apartemos nuestros deseos de todo lo que no nos pertenece. Porque la sed del bien del prójimo es inmensa, infinita y jamás saciada, como está escrito: "El ojo del avaro no se satisface con su suerte" (Si 14, 9)" (Catec. R. 3, 37)
2537 No se quebranta este mandamiento deseando obtener cosas que pertenecen al prójimo siempre que sea por justos medios. La catequesis tradicional señala con realismo "quiénes son los que más deben luchar contra sus codicias pecaminosas" y a los que, por tanto, es preciso "exhortar más a observar este precepto":
"Los comerciantes, que desean la escasez o la carestía de las mercancías, que ven con tristeza que no son los únicos en comprar y vender, pues de lo contrario podrían vender más caro y comprar a precio más bajo; los que desean que sus semejantes estén en la miseria para lucrarse vendiéndoles o comprándoles… Los médicos, que desean tener enfermos; los abogados que anhelan causas y procesos importantes y numerosos… " (Cat. R. 3, 37).
2538 El décimo mandamiento exige que se destierre del corazón humano la envidia. Cuando el profeta Natán quiso estimular el arrepentimiento del rey David, le contó la historia del pobre que sólo poseía una oveja, a la que trataba como una hija, y del rico, a pesar de sus numerosos rebaños, envidiaba al primero y acabó por robarle la cordera (cf 2S 12, 1-4). La envidia puede conducir a las peores fechorías (cf Gn 4, 3-7; 1R 21, 1-29). La muerte entró en el mundo por la envidia del diablo (cf Sb 2, 24).
"Luchamos entre nosotros, y es la envidia la que nos arma unos contra otros… Si todos se afanan así por perturbar el Cuerpo de Cristo, ¿a dónde llegaremos? Estamos debilitando el Cuerpo de Cristo… Nos declaramos miembros de un mismo organismo y nos devoramos como lo harían las fieras" (S. Juan Crisóstomo, hom. in 2Co, 28, 3 - 4).
2539 La envidia es un pecado capital. Designa la tristeza experimentada ante el bien del prójimo y el deseo desordenado de poseerlo, aunque sea indebidamente. Cuando desea al prójimo un mal grave es un pecado mortal:
San Agustín veía en la envidia el "pecado diabólico por excelencia" (ctech. 4, 8). "De la envidia nacen el odio, la maledicencia, la calumnia, la alegría causada por el mal del prójimo y la tristeza causada por su prosperidad" (s. Gregorio Magno, mor. 31, 45).
2540 La envidia representa una de las formas de la tristeza y, por tanto, un rechazo de la caridad; el bautizado debe luchar contra ella mediante la benevolencia. La envidia procede con frecuencia del orgullo; el bautizado ha de esforzarse por vivir en la humildad:
"¿Querríais ver a Dios glorificado por vosotros? Pues bien, alegraos del progreso de vuestro hermano y con ello Dios será glorificado por vosotros. Dios será alabado - se dirá - porque su siervo ha sabido vencer la envidia poniendo su alegría en los méritos de otros" (S. Juan Crisóstomo, hom. in Rom. 7, 3).
La oración nos llama a la humildad y a la pobreza de espíritu.
2546 "Bienaventurados los pobres en el espíritu" (Mt 5, 3). Las bienaventuranzas revelan un orden de felicidad y de gracia, de belleza y de paz. Jesús celebra la alegría de los pobres de quienes es ya el Reino (Lc 6, 20):
El Verbo llama "pobreza en el Espíritu" a la humildad voluntaria de un espíritu humano y su renuncia; el Apóstol nos da como ejemplo la pobreza de Dios cuando dice: "Se hizo pobre por nosotros" (2 Co 8, 9) (S. Gregorio de Nisa, beat, 1).
2559 "La oración es la elevación del alma a Dios o la petición a Dios de bienes convenientes"(San Juan Damasceno, f. o. 3, 24). ¿Desde dónde hablamos cuando oramos? ¿Desde la altura de nuestro orgullo y de nuestra propia voluntad, o desde "lo más profundo" (Sal 130, 1-4) de un corazón humilde y contrito? El que se humilla es ensalzado (cf Lc 18, 9-14). La humildad es la base de la oración. "Nosotros no sabemos pedir como conviene"(Rm 8, 26). La humildad es una disposición necesaria para recibir gratuitamente el don de la oración: el hombre es un mendigo de Dios (cf San Agustín, serm 56, 6, 9).
2631 La petición de perdón es el primer movimiento de la oración de petición (cf. el publicano: "ten compasión de mí que soy pecador": Lc 18, 13). Es el comienzo de una oración justa y pura. La humildad confiada nos devuelve a la luz de la comunión con el Padre y su Hijo Jesucristo, y de los unos con los otros (cf 1 Jn 1, 7–1 Jn 2, 2): entonces "cuanto pidamos lo recibimos de El" (1 Jn 3, 22). Tanto la celebración de la eucaristía como la oración personal comienzan con la petición de perdón.
2713 Así, la contemplación es la expresión más sencilla del misterio de la oración. Es un don, una gracia; no puede ser acogida más que en la humildad y en la pobreza. La oración contemplativa es una relación de alianza establecida por Dios en el fondo de nuestro ser (cf Jr 31, 33). Es comunión: en ella, la Santísima Trinidad conforma al hombre, imagen de Dios, "a su semejanza".
Nuestra participación en la Liturgia celeste.
1090 "En la liturgia terrena pregustamos y participamos en aquella liturgia celestial que se celebra en la ciudad santa, Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, donde Cristo está sentado a la derecha del Padre, como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero; cantamos un himno de gloria al Señor con todo el ejército celestial; venerando la memoria de los santos, esperamos participar con ellos y acompañarlos; aguardamos al Salvador, nuestro Señor Jesucristo, hasta que se manifieste El, nuestra Vida, y nosotros nos manifestamos con El en la gloria" (SC 8; cf. LG 50).
1137 El Apocalipsis de S. Juan, leído en la liturgia de la Iglesia, nos revela primeramente que "un trono estaba erigido en el cielo y Uno sentado en el trono" (Ap 4, 2): "el Señor Dios" (Is 6, 1; cf Ez 1, 26-28). Luego revela al Cordero, "inmolado y de pie" (Ap 5, 6; cf Jn 1, 29): Cristo crucificado y resucitado, el único Sumo Sacerdote del santuario verdadero (cf Hb 4, 14-15; Hb 10, 19-21; etc), el mismo "que ofrece y que es ofrecido, que da y que es dado" (Liturgia de San Juan Crisóstomo, Anáfora). Y por último, revela "el río de Vida que brota del trono de Dios y del Cordero" (Ap 22, 1), uno de los más bellos símbolos del Espíritu Santo (cf Jn 4, 10-14; Ap 21, 6).
1138 "Recapitulados" en Cristo, participan en el servicio de la alabanza de Dios y en la realización de su designio: las Potencias celestiales (cf Ap 4-5; Is 6, 2-3), toda la creación (los cuatro Vivientes), los servidores de la Antigua y de la Nueva Alianza (los veinticuatro ancianos), el nuevo Pueblo de Dios (los ciento cuarenta y cuatro mil, cf Ap 7, 1-8; Ap 14, 1), en particular los mártires "degollados a causa de la Palabra de Dios", Ap 6, 9-11), y la Santísima Madre de Dios (la Mujer, cf Ap 12, la Esposa del Cordero, cf Ap 21, 9), finalmente "una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas" (Ap 7, 9).
1139 En esta Liturgia eterna el Espíritu y la Iglesia nos hacen participar cuando celebramos el Misterio de la salvación en los sacramentos.
El domingo nos hace partícipes en la asamblea festiva del cielo.
2188 En el respeto de la libertad religiosa y del bien común de todos, los cristianos deben reclamar el reconocimiento de los domingos y días de fiesta de la Iglesia como días festivos legales. Deben dar a todos un ejemplo público de oración, de respeto y de alegría, y defender sus tradiciones como una contribución preciosa a la vida espiritual de la sociedad humana. Si la legislación del país u otras razones obligan a trabajar el domingo, este día debe ser al menos vivido como el día de nuestra liberación que nos hace participar en esta "reunión de fiesta", en esta "asamblea de los primogénitos inscritos en los cielos" (Hb 12, 22-23).

Se dice Credo.

Oración de los fieles
Ciclo C
Oremos al Señor, que abre sus puertas a los desvalidos.
- Para que la Iglesia sea pobre, servidora, humilde y así aparezca a los ojos del mundo. Roguemos al Señor.
- Para que todos los que ejercen cargos de responsabilidad trabajen sin descanso por la promoción de los que están en los últimos puestos de la sociedad. Roguemos al Señor.
- Para que desaparezcan las diferencias injustas y logremos una mayor nivelación social. Roguemos al Señor.
- Para que nos amemos unos a otros con obras y de verdad, sin exigir nada a cambio. Roguemos al Señor.
Concédenos, Señor, imitar a tu Hijo Jesús en la humildad y servicio a todos, y así alcancemos tu favor. Por el mismo Jesucristo, nuestro Señor.

Oración sobre las ofrendas
Señor, que esta ofrenda santa nos alcance siempre tu bendición salvadora, para que perfeccione con tu poder lo que realiza en el sacramento. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Benedictiónem nobis, Dómine, cónferat salutárem sacra semper oblátio, ut, quod agit mystério, virtúte perfíciat. Per Christum.

PLEGARIA EUCARÍSTICA III

Antífona de la comunión Sal 30, 20

Qué bondad tan grande, Señor, reservas para los que te temen.
Quam magna multitúdo dulcédinis tuae, Dómine, quam abscondísti timéntibus te.
O bien: Mt 5, 9-10
Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos.
Beáti pacífici, quóniam fílii Dei vocabúntur. Beáti qui persecutiónem patiúntur propter iustítiam, quóniam ipsórum est regnum caelórum.

Oración después de la comunión
Saciados con el pan de la mesa del cielo, te pedimos, Señor, que este alimento de la caridad fortalezca nuestros corazones y nos mueva a servirte en nuestros hermanos. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Pane mensae caeléstis refécti, te, Dómine, deprecámur, ut hoc nutriméntum caritátis corda nostra confírmet, quátenus ad tibi ministrándum in frátribus excitémur. Per Christum.

MARTIROLOGIO

Elogios del 29 de agosto
M
emoria del martirio de san Juan Bautista, a quien el rey Herodes Antipas retuvo encarcelado en la fortaleza de Maqueronte, en el actual Israel, y al cual mandó decapitar en el día de su cumpleaños, a petición de la hija de Herodías. De esta suerte, el Precursor del Señor, como lámpara encendida y resplandeciente, tanto en la muerte como en la vida dio testimonio de la verdad. (s. I)
2. En la región de Srijem, en Panonia, hoy Croacia, santa Basila. (s. III/IV)
3. En Roma, conmemoración de santa Sabina, cuya iglesia titular construida en el monte Aventino, recibe su venerado nombre. (422-432)
4. En Metz, ciudad de la Galia Bélgica, actual Francia, san Adelfo, obispo. (s. V)
5*. En la región de Nantes, en Bretaña Menor, también en Francia, san Víctor, eremita, que vivió recluido en un pequeño oratorio, construido por él mismo cerca de La Chambon. (c. s. VII)
6. En Londres, en Inglaterra, conmemoración de san Sebbo, rey de los sajones orientales muy devoto del Señor, que dejó la corona y quiso morir con el hábito monacal, deseado desde largo tiempo atrás. (c. 693)
7. En París, en Neustria, Francia en la actualidad, san Mederico, presbítero y abad de Autun, que vivió en una celda cercana a la ciudad. (c. 700)
8*. En Valencia, en España, beatos mártires Juan de Perusa, presbítero, y Pedro de Sassoferrato, religioso, ambos de la Orden de los Hermanos Menores, que enviados a predicar la fe entre los musulmanes de aquel lugar, alcanzaron la palma del martirio al ser decapitados en la plaza pública por orden del rey. (1231)
9*. Cerca de Cracovia, en Polonia, beata Bronislava, virgen de la Orden Premostratense, que quiso llevar una existencia humilde y retirada, y destruido su monasterio por los tártaros, vivió a solas con Dios en una choza. (1259)
10*. En Lancaster, en Inglaterra, beato Ricardo Herst, mártir, padre de familia y labrador, que, acusado falsamente de homicidio, por su fe en Cristo fue condenado a morir en la horca, en tiempo del rey Jacobo I. (1618)
11*. En el litoral frente a Rochefort, en Francia, beato Luis Vulfilocio Huppy, presbítero y mártir, que encarcelado de manera inhumana, por ser sacerdote, en una vieja nave durante la Revolución Francesa, murió víctima de enfermedad. (1794)
12*. En Waterford, en Irlanda, beato Edmundo Ignacio Rice, que con gran entusiasmo y perseverancia se entregó a la formación de los niños y de los jóvenes de condición modesta y, para el auge de esta obra, fundó la Congregación de los Hermanos Cristianos y la de los Hermanos de la Presentación. (1844)
13*. Cerca de Renes, en Francia, beata María de la Cruz (Juana) Jugan, virgen, que fundó la Congregación de las Hermanitas de los Pobres para pedir limosna por Dios por los necesitados y para Dios, pero injustamente alejada de la dirección del Instituto, pasó el resto de su vida en la oración y en la humildad. (1879)
14*. En Valencia, en España, beato Constantino Fernández Álvarez, presbítero de la Orden de Predicadores y mártir, que en el tiempo de la persecución llevó a cabo su prueba por la fe. (1936)
15*. En la localidad de Híjar, cerca de Teruel, también en España, beato Francisco Monzón Romeo, presbítero de la Orden de Predicadores y mártir, que, durante la misma persecución, confirmó con la propia sangre su fidelidad para con el Señor. (1936)
16*. En el campo de concentración de Dachau, cercano a la ciudad de Munich, en Alemania, beato Domingo Jedrzejewski, presbítero y mártir, que en el furor de la guerra, deportado de Polonia y encarcelado en aquel lugar, murió por Cristo bajo crueles torturas. (1942)
17*. En Poznan, en Polonia, beata Sancha (Joanina) Szymkowiak, virgen, de la Congregación de la Hijas de la Virgen de los Dolores, que, en medio de las dificultades de la guerra, se ocupó con gran entrega de la asistencia a los encarcelados. (1942)
18*. En la aldea de Santa Giulia, en la región del Piamonte, en Italia, beata Teresa Bracco, virgen y mártir, que en tiempo de guerra, cuando estaba trabajando en el campo, murió a causa de las heridas que le causaron los golpes de unos soldados, al defender valientemente su castidad. (1944)
Beata Eufrasia Eluvathingal del Sagrado Corazón de Jesús (1877-1952). Virgen, de la Congregación de las Hermanas de la Madre del Carmen, en Trichur, India.
- Beato Pedro de Asúa y Mendía (1890- entre Castro Urdiales y Laredo, Cantabria, España 1936). Arquitecto y sacerdote, asesinado por odio a la fe.
- Beato Flavien Mikhaiel Melki (1858- Cizre, Turquía 1915). Sacerdote de la Congregación de San Efrén, eparquía de Jazira de los Sirios. Obispo de Gazarta (hoy Cizre). Muerto por odio a la fe.

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