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Domingo 16 enero 2022, II Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo C.

SOBRE LITURGIA

BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL

Sala Pablo VI. Miércoles 8 de febrero de 2012

La oración de Jesús ante la muerte (Mc y Mt)

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero reflexionar con vosotros sobre la oración de Jesús en la inminencia de la muerte, deteniéndome en lo que refieren san Marcos y san Mateo. Los dos evangelistas nos presentan la oración de Jesús moribundo no sólo en lengua griega, en la que está escrito su relato, sino también, por la importancia de aquellas palabras, en una mezcla de hebreo y arameo. De este modo, transmitieron no sólo el contenido, sino hasta el sonido que esa oración tuvo en los labios de Jesús: escuchamos realmente las palabras de Jesús como eran. Al mismo tiempo, nos describieron la actitud de los presentes en el momento de la crucifixión, que no comprendieron —o no quisieron comprender— esta oración.

Como hemos escuchado, escribe san Marcos: «Llegado el mediodía toda la región quedó en tinieblas hasta las tres de la tarde. Y a las tres, Jesús clamó con voz potente: “Eloí, Eloí, lemá sabactaní?”, que significa: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”» (15, 33-34). En la estructura del relato, la oración, el grito de Jesús se eleva en el culmen de las tres horas de tinieblas que, desde el mediodía hasta las tres de la tarde, cubrieron toda la tierra. Estas tres horas de oscuridad son, a su vez, la continuación de un lapso de tiempo anterior, también de tres horas, que comenzó con la crucifixión de Jesús. El evangelista san Marcos, en efecto, nos informa que: «Eran las nueve de la mañana cuando lo crucificaron» (cf. 15, 25). Del conjunto de las indicaciones horarias del relato, las seis horas de Jesús en la cruz están articuladas en dos partes cronológicamente equivalentes.

En las tres primeras horas, desde las nueve hasta el mediodía, tienen lugar las burlas por parte de diversos grupos de personas, que muestran su escepticismo, afirman que no creen. Escribe san Marcos: «Los que pasaban lo injuriaban» (15, 29); «de igual modo, también los sumos sacerdotes, con los escribas, entre ellos se burlaban de él» (15, 31); «también los otros crucificados lo insultaban» (15, 32). En las tres horas siguientes, desde mediodía «hasta las tres de la tarde», el evangelista habla sólo de las tinieblas que cubrían toda la tierra; la oscuridad ocupa ella sola toda la escena, sin ninguna referencia a movimientos de personajes o a palabras. Cuando Jesús se acerca cada vez más a la muerte, sólo está la oscuridad que cubre «toda la tierra». Incluso el cosmos toma parte en este acontecimiento: la oscuridad envuelve a personas y cosas, pero también en este momento de tinieblas Dios está presente, no abandona. En la tradición bíblica, la oscuridad tiene un significado ambivalente: es signo de la presencia y de la acción del mal, pero también de una misteriosa presencia y acción de Dios, que es capaz de vencer toda tiniebla. En el Libro del Éxodo, por ejemplo, leemos: «El Señor le dijo a Moisés: “Voy a acercarme a ti en una nube espesa”» (19, 9); y también: «El pueblo se quedó a distancia y Moisés se acercó hasta la nube donde estaba Dios» (20, 21). En los discursos del Deuteronomio, Moisés relata: «La montaña ardía en llamas que se elevaban hasta el cielo entre nieblas y densas nubes» (4, 11); vosotros «oísteis la voz que salía de la tiniebla, mientras ardía la montaña» (5, 23). En la escena de la crucifixión de Jesús, las tinieblas envuelven la tierra y son tinieblas de muerte en las que el Hijo de Dios se sumerge para traer la vida con su acto de amor.

Volviendo a la narración de san Marcos, Jesús, ante los insultos de las diversas categorías de personas, ante la oscuridad que lo cubre todo, en el momento en que se encuentra ante la muerte, con el grito de su oración muestra que, junto al peso del sufrimiento y de la muerte donde parece haber abandono, la ausencia de Dios, él tiene la plena certeza de la cercanía del Padre, que aprueba este acto de amor supremo, de donación total de sí mismo, aunque no se escuche, como en otros momentos, la voz de lo alto. Al leer los Evangelios, nos damos cuenta de que Jesús, en otros pasajes importantes de su existencia terrena, había visto cómo a los signos de la presencia del Padre y de la aprobación a su camino de amor se unía también la voz clarificadora de Dios. Así, en el episodio que sigue al bautismo en el Jordán, al abrirse los cielos, se escuchó la palabra del Padre: «Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco» (Mc 1, 11). Después, en la Transfiguración, el signo de la nube estuvo acompañado por la palabra: «Este es mi Hijo amado; escuchadlo» (Mc 9, 7). En cambio, al acercarse la muerte del Crucificado, desciende el silencio; no se escucha ninguna voz, aunque la mirada de amor del Padre permanece fija en la donación de amor del Hijo.

Pero, ¿qué significado tiene la oración de Jesús, aquel grito que eleva al Padre: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado», la duda de su misión, de la presencia del Padre? En esta oración, ¿no se refleja, quizá, la consciencia precisamente de haber sido abandonado? Las palabras que Jesús dirige al Padre son el inicio del Salmo 22, donde el salmista manifiesta a Dios la tensión entre sentirse dejado solo y la consciencia cierta de la presencia de Dios en medio de su pueblo. El salmista reza: «Dios mío, de día te grito, y no respondes; de noche, y no me haces caso. Porque tú eres el Santo y habitas entre las alabanzas de Israel» (vv. 3-4). El salmista habla de «grito» para expresar ante Dios, aparentemente ausente, todo el sufrimiento de su oración: en el momento de angustia la oración se convierte en un grito.

Y esto sucede también en nuestra relación con el Señor: ante las situaciones más difíciles y dolorosas, cuando parece que Dios no escucha, no debemos temer confiarle a él el peso que llevamos en nuestro corazón, no debemos tener miedo de gritarle nuestro sufrimiento; debemos estar convencidos de que Dios está cerca, aunque en apariencia calle.

Al repetir desde la cruz precisamente las palabras iniciales del Salmo, —«Elí, Elí, lemá sabactaní?»— «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46), gritando las palabras del Salmo, Jesús reza en el momento del último rechazo de los hombres, en el momento del abandono; reza, sin embargo, con el Salmo, consciente de la presencia de Dios Padre también en esta hora en la que siente el drama humano de la muerte. Pero en nosotros surge una pregunta: ¿Cómo es posible que un Dios tan poderoso no intervenga para evitar esta prueba terrible a su Hijo? Es importante comprender que la oración de Jesús no es el grito de quien va al encuentro de la muerte con desesperación, y tampoco es el grito de quien es consciente de haber sido abandonado. Jesús, en aquel momento, hace suyo todo el Salmo 22, el Salmo del pueblo de Israel que sufre, y de este modo toma sobre sí no sólo la pena de su pueblo, sino también la pena de todos los hombres que sufren a causa de la opresión del mal; y, al mismo tiempo, lleva todo esto al corazón de Dios mismo con la certeza de que su grito será escuchado en la Resurrección: «El grito en el extremo tormento es al mismo tiempo certeza de la respuesta divina, certeza de la salvación, no solamente para Jesús mismo, sino para “muchos”» (Jesús de Nazaret II, p. 251). En esta oración de Jesús se encierran la extrema confianza y el abandono en las manos de Dios, incluso cuando parece ausente, cuando parece que permanece en silencio, siguiendo un designio que para nosotros es incomprensible. En el Catecismo de la Iglesia católica leemos: «En el amor redentor que le unía siempre al Padre, Jesús nos asumió desde el alejamiento con relación a Dios por nuestro pecado hasta el punto de poder decir en nuestro nombre en la cruz: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?"» (n. 603). Su sufrimiento es un sufrimiento en comunión con nosotros y por nosotros, que deriva del amor y ya lleva en sí mismo la redención, la victoria del amor.

Las personas presentes al pie de cruz de Jesús no logran entender y piensan que su grito es una súplica dirigida a Elías. En una escena agitada, buscan apagarle la sed para prolongarle la vida y verificar si realmente Elías venía en su ayuda, pero un fuerte grito puso fin a la vida terrena de Jesús y al deseo de los que estaban al pie de la cruz. En el momento extremo, Jesús deja que su corazón exprese el dolor, pero deja emerger, al mismo tiempo, el sentido de la presencia del Padre y el consenso a su designio de salvación de la humanidad. También nosotros nos encontramos siempre y nuevamente ante el «hoy» del sufrimiento, del silencio de Dios —lo expresamos muchas veces en nuestra oración—, pero nos encontramos también ante el «hoy» de la Resurrección, de la respuesta de Dios que tomó sobre sí nuestros sufrimientos, para cargarlos juntamente con nosotros y darnos la firme esperanza de que serán vencidos (cf. Carta enc. Spe salvi, 35-40).

Queridos amigos, en la oración llevamos a Dios nuestras cruces de cada día, con la certeza de que él está presente y nos escucha. El grito de Jesús nos recuerda que en la oración debemos superar las barreras de nuestro «yo» y de nuestros problemas y abrirnos a las necesidades y a los sufrimientos de los demás. La oración de Jesús moribundo en la cruz nos enseña a rezar con amor por tantos hermanos y hermanas que sienten el peso de la vida cotidiana, que viven momentos difíciles, que atraviesan situaciones de dolor, que no cuentan con una palabra de consuelo. Llevemos todo esto al corazón de Dios, para que también ellos puedan sentir el amor de Dios que no nos abandona nunca. Gracias.

CALENDARIO

16 + II DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Misa
del Domingo (verde).
MISAL: ants. y oracs. props., Gl., Cr., Pf. dominical.
LECC.: vol. I (C).
- Is 62, 1-5.
Se regocija el marido con su esposa.
- Sal 95. R. Contad las maravillas del Señor a todas las naciones.
- 1 Cor 12, 4-11. El mismo y único Espíritu reparte a cada uno en particular como él quiere.
- Jn 2, 1-11. Este fue el primero de los signos que Jesús realizó en Caná de Galilea.

La Palabra de Dios este domingo nos presenta, por una parte, la realidad de la Iglesia que funciona con los carismas y dones diversos que el Espíritu Santo da a cada uno. Unos dones que son para servir a Dios y a los demás, cuya base son la caridad y el amor (cf. orac. después de la comunión). Cada uno, pues, debe descubrir sus dones y su vocación específica desde estos (2 lect.). Por otra parte, la 1 lect. y el Ev. nos hablan del amor esponsal de Dios con su pueblo, simbolizado en el vino agotado de la Antigua Alianza. Por Cristo se lleva a cabo el vino nuevo de la Nueva Alianza: Cristo es el esposo, la Iglesia la esposa. El matrimonio es el sacramento de ese amor eterno.

* JORNADA Y COLECTA DE LA INFANCIA MISIONERA (mundial y pontificia: OMP): Liturgia del día, alusión en la mon. de entrada y en la hom., intención en la orac. univ. y colecta.
* Hoy no se permiten las misas de difuntos, excepto la exequial.

Liturgia de las Horas: oficio dominical. Te Deum. Comp. Dom. II.

Martirologio: elogs. del 17 de enero, pág. 114.
CALENDARIOS: Plasencia: San Fulgencio de Écija, obispo (S).

TEXTOS MISA

II DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Antífona de entrada Sal 65, 4
Que se postre ante ti, oh, Dios, la tierra entera; que toquen en tu honor; que toquen para tu nombre, oh Altísimo.
Omnis terra adóret te, Deus, et psallat tibi; psalmum dicat nómini tuo, Altíssime.

Monición de entrada
Tras haber celebrado el ciclo de la manifestación del Señor (Adviento, Navidad, Bautismo y Epifanía) hoy comenzamos la celebración de los misterios su vida pública. Esto marca el comienzo del tiempo ordinario en el año litúrgico. Así, nos reunimos para celebrar la eucaristía y manifestar la necesidad que tenemos de ser alimentados y conducidos por él en todos los momentos de nuestra vida, especialmente en lo cotidiano.

Acto penitencial
Todo como en el Ordinario de la Misa. Para la tercera formula pueden usarse las siguientes invocaciones:

- Mediador de la nueva alianza: Señor, ten piedad.
R. Señor, ten piedad.
- Esposo de la Iglesia: Cristo, ten piedad.
R. Cristo, ten piedad.
- Nuevo Adán, Primogénito de la nueva creación: Señor, ten piedad.
R. Señor, ten piedad.
En lugar del acto penitencial, se puede celebrar el rito de la bendición y de la aspersión del agua bendita.

Se dice Gloria.

Oración colecta
Dios todopoderoso y eterno, que gobiernas a un tiempo cielo y tierra, escucha compasivo la oración de tu pueblo, y concede tu paz a nuestros días. Por nuestro Señor Jesucristo.
Omnípotens sempitérne Deus, qui caeléstia simul et terréna moderáris, supplicatiónes pópuli tui cleménter exáudi, et pacem tuam nostris concéde tempóribus. Per Dóminum.

LITURGIA DE LA PALABRA
Lecturas del II Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo C (Lec. I C).

PRIMERA LECTURA Is 62, 1-5
Se regocija el marido con su esposa
Lectura del libro del profeta Isaías.

Por amor a Sión no callaré, por amor de Jerusalén no descansaré, hasta que rompa la aurora de su justicia, y su salvación llamee como antorcha.
Los pueblos verán tu justicia, y los reyes tu gloria; te pondrán un nombre nuevo, pronunciado por la boca del Señor.
Serás corona fúlgida en la mano del Señor y diadema real en la palma de tu Dios.
Ya no te llamarán «Abandonada», ni a tu tierra «Devastada»; a ti te llamarán «Mi predilecta», y a tu tierra «Desposada», porque el Señor te prefiere a ti, y tu tierra tendrá un esposo.
Como un joven se desposa con una doncella, así te desposan tus constructores. Como se regocija el marido con su esposa, se regocija tu Dios contigo.

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Salmo Responsorial Sal 95, 1-2a. 2b-3. 7-8a. 9-10a y c (R.: 3)
R. Contad las maravillas del Señor a todas las naciones.
Annuntiáte in ómnibus pópulis mirabília Dómini.

V. Cantad al Señor un cántico nuevo,
cantad al Señor, toda la tierra;
cantad al Señor, bendecid su nombre.
R. Contad las maravillas del Señor a todas las naciones.
Annuntiáte in ómnibus pópulis mirabília Dómini.

V. Proclamad día tras día su victoria.
Contad a los pueblos su gloria,
sus maravillas a todas las naciones.
R. Contad las maravillas del Señor a todas las naciones.
Annuntiáte in ómnibus pópulis mirabília Dómini.

V. Familias de los pueblos, aclamad al Señor,
aclamad la gloria y el poder del Señor,
aclamad la gloria del nombre del Señor.
R. Contad las maravillas del Señor a todas las naciones.
Annuntiáte in ómnibus pópulis mirabília Dómini.

V. Postraos ante el Señor en el atrio sagrado,
tiemble en su presencia la tierra toda.
Decid a los pueblos: «El Señor es rey:
él gobierna a los pueblos rectamente».
R. Contad las maravillas del Señor a todas las naciones.
Annuntiáte in ómnibus pópulis mirabília Dómini.

SEGUNDA LECTURA 1 Cor 12, 4-11
El mismo y único Espíritu reparte en particular como él quiere
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios.

Hermanos:
Hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos.
Pero a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para el bien común.
Y así uno recibe del Espíritu el hablar con sabiduría; otro, el hablar con inteligencia, según el mismo Espíritu. Hay quien, por el mismo Espíritu, recibe el don de la fe; y otro, por el mismo Espíritu, don de curar. A éste le ha concedido hacer milagros; a aquél, profetizar. A otro, distinguir los buenos y malos espíritus. A uno, la diversidad de lenguas; a otro, el don de interpretarlas.
El mismo y único Espíritu obra todo esto, repartiendo a cada uno en particular como él quiere.

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Aleluya Cf. 2 Tes 2, 14
R. Aleluya, aleluya, aleluya.
V. Dios nos llamó por medio del Evangelio, para que sea nuestra la gloria de nuestro Señor Jesucristo. R.
Deus vocávit nos per Evangélium, in acquisitiónem glóriæ Dómini nostri Iesu Christi.

EVANGELIO Jn 2, 1-12
Este fue el primero de los signos que Jesús realizó en Caná de Galilea
 Lectura del santo Evangelio según san Juan.
R. Gloria a ti, Señor.

En aquel tiempo, había una boda en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús y sus discípulos estaban también invitados a la boda.
Faltó el vino, y la madre de Jesús le dice:
«No tienen vino».
Jesús le dice:
«Mujer, ¿qué tengo yo que ver contigo? Todavía no ha llegado mi hora».
Su madre dice a los sirvientes:
«Haced lo que él os diga».
Había allí colocadas seis tinajas de piedra, para las purificaciones de los judíos, de unos cien litros cada una.
Jesús les dice:
«Llenad las tinajas de agua».
Y las llenaron hasta arriba.
Entonces les dice:
«Sacad ahora y llevadlo al mayordomo».
Ellos se lo llevaron.
El mayordomo probó el agua convertida en vino sin saber de dónde venía (los sirvientes sí lo sabían, pues habían sacado el agua), y entonces llama al esposo y le dice:
«Todo el mundo pone primero el vino bueno y, cuando ya están bebidos, el peor; tú, en cambio, has guardado el vino bueno hasta ahora».
Este fue el primero de los signos que Jesús realizó en Caná de Galilea; así manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él.

Palabra del Señor.
R. Gloria a ti, Señor Jesús.

Papa Francisco
ÁNGELUS. Plaza de San Pedro. Domingo, 20 de enero de 2019
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El pasado domingo, con la fiesta del Bautismo del Señor, comenzamos el camino del tiempo litúrgico llamado «ordinario»: el tiempo en el que seguir a Jesús en su vida pública, en la misión por la cual el Padre lo envió al mundo. En el Evangelio de hoy (cf. Juan 2, 1-11) encontramos el relato del primero de los milagros de Jesús. El primero de estos signos milagrosos tiene lugar en la aldea de Caná, en Galilea, durante la fiesta de una boda. No es casual que al comienzo de la vida pública de Jesús haya una ceremonia nupcial, porque en él, Dios se ha desposado con la humanidad: esta es la buena noticia, aunque los que lo han invitado todavía no saben que a su mesa está sentado el Hijo de Dios y que el verdadero novio es él. De hecho, todo el misterio del símbolo de Caná se basa en la presencia de este esposo divino, Jesús, que comienza a revelarse. Jesús se manifiesta como el esposo del pueblo de Dios, anunciado por los profetas, y nos revela la profundidad de la relación que nos une a él: es una nueva Alianza de amor.
En el contexto de la Alianza, se comprende plenamente el significado del símbolo del vino, que está en el centro de este milagro. Justo cuando la fiesta está en su apogeo, el vino se termina; la Virgen se da cuenta y le dice a Jesús: «No tienen vino» (v. 3). ¡Porque hubiera sido feo seguir la fiesta con agua! Un papelón para esa gente. La Virgen se da cuenta y como es madre, va inmediatamente donde Jesús. Las escrituras, especialmente los Profetas, indicaban el vino como un elemento típico del banquete mesiánico (cf. Amós 9, 13-14; Joel 2, 24; Isaías 25, 6). El agua es necesaria para vivir, pero el vino expresa la abundancia del banquete y la alegría de la fiesta. ¿Una fiesta sin vino? No sé... Transformando en vino el agua de la ánfora que se usa «para las purificaciones de los judíos» (v. 6) —era la costumbre: antes de entrar en la casa, purificarse—, Jesús ofrece un símbolo elocuente: transforma la Ley de Moisés en Evangelio, portador de alegría.
Y luego, veamos a María: las palabras que María dirige a los sirvientes vienen a coronar el marco conyugal de Caná: «Haced lo que él os diga» (v. 5). También hoy la Virgen nos dice a todos: «Haced lo que os él os diga». Estas palabras son una valiosa herencia que nuestra Madre nos ha dejado. Y los siervos obedecen en Caná. «Les dice Jesús: “Llenad las tinajas de agua”. Y las llenaron hasta arriba. “Sacadlo ahora, les dice, y llevadlo al maestresala”. Ellos lo llevaron» (vv. 7-8). En este matrimonio, realmente se estipula una Nueva Alianza y la nueva misión se confía a los siervos del Señor, es decir, a toda la Iglesia: «Haced lo que él os diga». Servir al Señor significa escuchar y poner en práctica su palabra. Es la recomendación simple y esencial de la Madre de Jesús, es el programa de vida del cristiano.
Me gustaría destacar una experiencia que seguramente muchos de nosotros hemos tenido en la vida. Cuando estamos en situaciones difíciles, cuando ocurren problemas que no sabemos cómo resolver, cuando a menudo sentimos ansiedad y angustia, cuando nos falta la alegría, id a la Virgen y decid: «No tenemos vino. El vino se ha terminado: mira cómo estoy, mira mi corazón, mira mi alma». Decídselo a la madre. E irá a Jesús para decir: «Mira a este, mira a esta: no tiene vino».
Y luego, volverá a nosotros y nos dirá: «Haz lo que él diga». Para cada uno de nosotros, extraer de la tinaja es equivalente a confiar en la Palabra y los Sacramentos para experimentar la gracia de Dios en nuestra vida. Entonces nosotros también, como el maestro de mesa que probó el agua convertida en vino, podemos exclamar: «Has guardado el vino bueno hasta ahora» (v. 10). Jesús siempre nos sorprende. Hablemos con la Madre para que hable con el Hijo, y Él nos sorprenderá.
Que ella, la Virgen Santa nos ayude a seguir su invitación: «Haced lo que él os diga», para que podamos abrirnos plenamente a Jesús, reconociendo en la vida de todos los días las señales de su presencia vivificante.

ÁNGELUS, Domingo 17 de enero de 2016
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este domingo presenta el evento prodigioso sucedido en Caná, un pueblo de Galilea, durante la fiesta de una boda en la que también participaron María y Jesús, con sus primeros discípulos (cf. Jn 2, 1-11). La Madre dice al Hijo que falta vino y Jesús, después de responder que todavía no ha llegado su hora, sin embargo acoge su petición y da a los novios el mejor vino de toda la fiesta. El evangelista subraya que «este fue el primero de los signos que Jesús realizó; así manifestó su gloria y sus discípulos creyeron en él» (Jn 2, 11).
Los milagros, por tanto, son signos extraordinarios que acompañan la predicación de la Buena Noticia y tienen la finalidad de suscitar o reforzar la fe en Jesús. En el milagro realizado en Caná, podemos ver un acto de benevolencia por parte de Jesús hacia los novios, un signo de la bendición de Dios sobre el matrimonio. El amor entre el hombre y la mujer es por tanto una buena manera para vivir el Evangelio, es decir, para dirigirse con alegría por el camino de la santidad.
Pero el milagro de Caná no tiene que ver sólo con los esposos. Cada persona humana está llamada a encontrar al Señor en su vida. La fe cristiana es un don que recibimos con el Bautismo y que nos permite encontrar a Dios. La fe atraviesa tiempos de alegría y de dolor, de luz y de oscuridad, como en toda auténtica experiencia de amor. El relato de las bodas de Caná nos invita a redescubrir que Jesús no se presenta a nosotros como un juez preparado para condenar nuestras culpas, ni como un comandante que nos impone seguir ciegamente sus órdenes; se manifiesta como Salvador de la humanidad, como hermano, como nuestro hermano mayor, Hijo del Padre: se presenta como Aquel que responde a las esperanzas y a las promesas de alegría que habitan en el corazón de cada uno de nosotros.
Entonces podemos preguntarnos: ¿verdaderamente conozco de este modo al Señor? ¿Lo siento cercano a mí, a mi vida? ¿Le estoy respondiendo en la amplitud de ese amor esponsal que Él me manifiesta cada día a todos, a cada ser humano? Se trata de darse cuenta que Jesús nos busca y nos invita a hacerle espacio en lo íntimo de nuestro corazón. Y en este camino de fe con Él no estamos solos: hemos recibido el don de la Sangre de Cristo. Las grandes ánforas de piedra que Jesús hace rellenar de agua para convertirlas en vino (Jn 2, 7) son signo del paso de la antigua a la nueva alianza: en vez del agua usada para la purificación ritual, hemos recibido la Sangre de Jesús, derramada de forma sacramental en la Eucaristía y de modo cruento en la Pasión y en la Cruz. Los Sacramentos, que derivan del Misterio pascual, infunden en nosotros la fuerza sobrenatural y nos permiten saborear la misericordia infinita de Dios.
Que la Virgen María, modelo de meditación de las palabras y de los gestos del Señor, nos ayude a redescubrir con fe la belleza y la riqueza de la Eucaristía y de los otros Sacramentos, que hacen presente el amor fiel de Dios por nosotros. Así podremos enamorarnos cada vez más del Señor Jesús, nuestro Esposo, e ir a su encuentro con las lámparas encendidas de nuestra fe alegre, convirtiéndonos así en sus testigos en el mundo.
AUDIENCIA GENERAL, Miércoles 29 de abril de 2015
El matrimonio
Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!
Nuestra reflexión acerca del plan originario de Dios sobre la pareja hombre-mujer, tras considerar las dos narraciones del libro del Génesis, se dirige ahora directamente a Jesús.
El evangelista san Juan, al inicio de su Evangelio, narra el episodio de las bodas de Caná, en la que estaban presentes la Virgen María y Jesús, con sus primeros discípulos (cf. Jn 2, 1-11). Jesús no sólo participó en el matrimonio, sino que «salvó la fiesta» con el milagro del vino. Por lo tanto, el primero de sus signos prodigiosos, con el que Él revela su gloria, lo realizó en el contexto de un matrimonio, y fue un gesto de gran simpatía hacia esa familia que nacía, solicitado por el apremio maternal de María. Esto nos hace recordar el libro del Génesis, cuando Dios termina la obra de la creación y realiza su obra maestra; la obra maestra es el hombre y la mujer. Y aquí, Jesús comienza precisamente sus milagros con esta obra maestra, en un matrimonio, en una fiesta de bodas: un hombre y una mujer. Así, Jesús nos enseña que la obra maestra de la sociedad es la familia: el hombre y la mujer que se aman. ¡Esta es la obra maestra!
Desde los tiempos de las bodas de Caná, muchas cosas han cambiado, pero ese «signo» de Cristo contiene un mensaje siempre válido.
Hoy no parece fácil hablar del matrimonio como de una fiesta que se renueva con el tiempo, en las diversas etapas de toda la vida de los cónyuges. Es un hecho que las personas que se casan son cada vez menos; esto es un hecho: los jóvenes no quieren casarse. En muchos países, en cambio, aumenta el número de las separaciones, mientras que el número de los hijos disminuye. La dificultad de permanecer juntos –ya sea como pareja, que como familia– lleva a romper los vínculos siempre con mayor frecuencia y rapidez, y precisamente los hijos son los primeros en sufrir sus consecuencias. Pero pensemos que las primeras víctimas, las víctimas más importantes, las víctimas que sufren más en una separación son los hijos. Si experimentas desde pequeño que el matrimonio es un vínculo «por un tiempo determinado», inconscientemente para ti será así. En efecto, muchos jóvenes tienden a renunciar al proyecto mismo de un vínculo irrevocable y de una familia duradera. Creo que tenemos que reflexionar con gran seriedad sobre el por qué muchos jóvenes «no se sienten capaces» de casarse. Existe esta cultura de lo provisional... todo es provisional, parece que no hay algo definitivo.
Una de las preocupaciones de que surgen hoy en día es la de los jóvenes que no quieren casarse: ¿Por qué los jóvenes no se casan?; ¿por qué a menudo prefieren una convivencia, y muchas veces «de responsabilidad limitada»?; ¿por qué muchos –incluso entre los bautizados– tienen poca confianza en el matrimonio y en la familia? Es importante tratar de entender, si queremos que los jóvenes encuentren el camino justo que hay que recorrer. ¿Por qué no confían en la familia?
Las dificultades no son sólo de carácter económico, si bien estas son verdaderamente serias. Muchos consideran que el cambio ocurrido en estas últimas décadas se puso en marcha a partir de la emancipación de la mujer. Pero ni siquiera este argumento es válido, es una falsedad, no es verdad. Es una forma de machismo, que quiere siempre dominar a la mujer. Hacemos el ridículo que hizo Adán, cuando Dios le dijo: «¿Por qué has comido del fruto del árbol?», y él: «La mujer me lo dio». Y la culpa es de la mujer. ¡Pobre mujer! Tenemos que defender a las mujeres. En realidad, casi todos los hombres y mujeres quisieran una seguridad afectiva estable, una matrimonio sólido y una familia feliz. La familia ocupa el primer lugar en todos los índices de aceptación entre los jóvenes; pero, por miedo a equivocarse, muchos no quieren tampoco pensar en ello; incluso siendo cristianos, no piensan en el matrimonio sacramental, signo único e irrepetible de la alianza, que se convierte en testimonio de la fe. Quizás, precisamente este miedo de fracasar es el obstáculo más grande para acoger la Palabra de Cristo, que promete su gracia a la unión conyugal y a la familia.
El testimonio más persuasivo de la bendición del matrimonio cristiano es la vida buena de los esposos cristianos y de la familia. ¡No hay mejor modo para expresar la belleza del sacramento! El matrimonio consagrado por Dios custodia el vínculo entre el hombre y la mujer que Dios bendijo desde la creación del mundo; y es fuente de paz y de bien para toda la vida conyugal y familiar. Por ejemplo, en los primeros tiempos del cristianismo, esta gran dignidad del vínculo entre el hombre y la mujer acabó con un abuso considerado en ese entonces totalmente normal, o sea, el derecho de los maridos de repudiar a sus mujeres, incluso con los motivos más infundados y humillantes. El Evangelio de la familia, el Evangelio que anuncia precisamente este Sacramento acabó con esa cultura de repudio habitual.
La semilla cristiana de la igualdad radical entre cónyuges hoy debe dar nuevos frutos. El testimonio de la dignidad social del matrimonio llegará a ser persuasivo precisamente por este camino, el camino del testimonio que atrae, el camino de la reciprocidad entre ellos, de la complementariedad entre ellos.
Por eso, como cristianos, tenemos que ser más exigentes al respecto. Por ejemplo: sostener con decisión el derecho a la misma retribución por el mismo trabajo; ¿por qué se da por descontado que las mujeres tienen que ganar menos que los hombres? ¡No! Tienen los mismos derechos. ¡La desigualdad es un auténtico escándalo! Al mismo tiempo, reconocer como riqueza siempre válida la maternidad de las mujeres y la paternidad de los hombres, en beneficio, sobre todo de los niños. Igualmente, la virtud de la hospitalidad de las familias cristianas tiene hoy una importancia crucial, especialmente en las situaciones de pobreza, degradación y violencia familiar.
Queridos hermanos y hermanas, no tengamos miedo de invitar a Jesús a la fiesta de bodas, de invitarlo a nuestra casa, para que esté con nosotros y proteja a la familia. Y no tengamos miedo de invitar también a su madre María. Los cristianos, cuando se casan «en el Señor», se transforman en un signo eficaz del amor de Dios. Los cristianos no se casan sólo para sí mismos: se casan en el Señor en favor de toda la comunidad, de toda la sociedad.
De esta hermosa vocación del matrimonio cristiano, hablaré también en la próxima catequesis.
Homilía del Santo Padre
Viaje apostólico a Chile y Perú (15-22.I.18)
Éste fue el primero de los signos de Jesús, y lo hizo en la ciudad de Caná de Galilea» (Jn 2, 11).
Así termina el Evangelio que hemos escuchado, y que nos muestra la aparición pública de Jesús: nada más y nada menos que en una fiesta. No podría ser de otra forma, ya que el Evangelio es una constante invitación a la alegría. Desde el inicio el Ángel le dice a María: «Alégrate» (Lc 1, 28). Alégrense, le dijo a los pastores; alégrate, le dijo a Isabel, mujer anciana y estéril…; alégrate, le hizo sentir Jesús al ladrón, porque hoy estarás conmigo en el paraíso (cf. Lc 23, 43).
El mensaje del Evangelio es fuente de gozo: «Les he dicho estas cosas para que mi alegría esté en ustedes, y esa alegría sea plena» (Jn 15, 11). Una alegría que se contagia de generación en generación y de la cual somos herederos. Porque somos cristianos.
¡Cómo saben ustedes de esto, queridos hermanos del norte chileno! ¡Cómo saben vivir la fe y la vida en clima de fiesta! Vengo como peregrino a celebrar con ustedes esta manera hermosa de vivir la fe. Sus fiestas patronales, sus bailes religiosos –que se prolongan hasta por una semana–, su música, sus vestidos hacen de esta zona un santuario de piedad y espiritualidad popular. Porque no es una fiesta que queda encerrada dentro del templo, sino que ustedes logran vestir a todo el poblado de fiesta. Ustedes saben celebrar cantando y danzando «la paternidad, la providencia, la presencia amorosa y constante de Dios. Así llegan a engendrar actitudes interiores que raramente pueden observarse en el mismo grado en quienes no poseen esa religiosidad: paciencia, sentido de la cruz en la vida cotidiana, desapego, aceptación de los demás, devoción» 1. Cobran vida las palabras del profeta Isaías: «Entonces el desierto será un vergel y el vergel parecerá un bosque» (Is 32, 15). Esta tierra, abrazada por el desierto más seco del mundo, logra vestirse de fiesta.
En este clima de fiesta, el Evangelio nos presenta la acción de María para que la alegría prevalezca. Ella está atenta a todo lo que pasa a su alrededor y, como buena Madre, no se queda quieta y así logra darse cuenta de que en la fiesta, en la alegría compartida, algo estaba pasando: había algo que estaba por «aguar» la fiesta. Y acercándose a su Hijo, las únicas palabras que le escuchamos decir son: «no tienen vino» (Jn 2, 3).
Y así María anda por nuestros poblados, calles, plazas, casas, hospitales. María es la Virgen de la Tirana; la Virgen Ayquina en Calama; la Virgen de las Peñas en Arica, que anda por todos nuestros entuertos familiares, esos que parecen ahogarnos el corazón para acercarse al oído de Jesús y decirle: mira, «no tienen vino».
Y luego no se queda callada, se acerca a los que servían en la fiesta y les dice: «Hagan todo lo que Él les diga» (Jn 2, 5). María, mujer de pocas palabras, pero bien concretas, también se acerca a cada uno de nosotros a decirnos tan sólo: «Hagan lo que Él les diga». Y de este modo se desata el primer milagro de Jesús: hacer sentir a sus amigos que ellos también son parte del milagro. Porque Cristo «vino a este mundo no para hacer una obra solo, sino con nosotros –el milagro lo hace con nosotros–, con todos nosotros, para ser la cabeza de un cuerpo cuyas células vivas somos nosotros, libres y activas» 2. Así hace el milagro Jesús con nosotros.
El milagro comienza cuando los servidores acercan los barriles con agua que estaban destinados a la purificación. Así también cada uno de nosotros puede comenzar el milagro, es más, cada uno de nosotros está invitado a ser parte del milagro para otros.
Hermanos, Iquique es tierra de sueños –eso significa el nombre en aymara–; tierra que ha sabido albergar a gente de distintos pueblos y culturas. Gente que han tenido que dejar a los suyos, marcharse. Una marcha siempre basada en la esperanza por obtener una vida mejor, pero sabemos que va siempre acompañada de mochilas cargadas con miedo e incertidumbre por lo que vendrá. Iquique es una zona de inmigrantes que nos recuerda la grandeza de hombres y mujeres; de familias enteras que, ante la adversidad, no se dan por vencidas y se abren paso buscando vida. Ellos –especialmente los que tienen que dejar su tierra porque no encuentran lo mínimo necesario para vivir– son imagen de la Sagrada Familia que tuvo que atravesar desiertos para poder seguir con vida.
Esta tierra es tierra de sueños, pero busquemos que siga siendo también tierra de hospitalidad. Hospitalidad festiva, porque sabemos bien que no hay alegría cristiana cuando se cierran puertas; no hay alegría cristiana cuando se les hace sentir a los demás que sobran o que entre nosotros no tienen lugar (cf. Lc 16, 19-31).
Como María en Caná, busquemos aprender a estar atentos en nuestras plazas y poblados, y reconocer a aquellos que tienen la vida «aguada»; que han perdido –o les han robado– las razones para celebrar; Los tristes de corazón. Y no tengamos miedo de alzar nuestras voces para decir: «no tienen vino». El clamor del pueblo de Dios, el clamor del pobre, que tiene forma de oración y ensancha el corazón y nos enseña a estar atentos. Estemos atentos a todas las situaciones de injusticia y a las nuevas formas de explotación que exponen a tantos hermanos a perder la alegría de la fiesta. Estemos atentos frente a la precarización del trabajo que destruye vidas y hogares. Estemos atentos a los que se aprovechan de la irregularidad de muchos migrantes porque no conocen el idioma o no tienen los papeles en «regla». Estemos atentos a la falta de techo, tierra y trabajo de tantas familias. Y como María digamos: no tienen vino, Señor.
Como los servidores de la fiesta aportemos lo que tengamos, por poco que parezca. Al igual que ellos, no tengamos miedo a «dar una mano», y que nuestra solidaridad y nuestro compromiso con la justicia sean parte del baile o la canción que podamos entonarle a nuestro Señor. Aprovechemos también a aprender y a dejarnos impregnar por los valores, la sabiduría y la fe que los inmigrantes traen consigo. Sin cerrarnos a esas «tinajas» llenas de sabiduría e historia que traen quienes siguen arribando a estas tierras. No nos privemos de todo lo bueno que tienen para aportar.
Y después dejemos a Jesús que termine el milagro, transformando nuestras comunidades y nuestros corazones en signo vivo de su presencia, que es alegre y festiva porque hemos experimentado que Dios-está-con-nosotros, porque hemos aprendido a hospedarlo en medio de nuestro corazón. Alegría y fiesta contagiosa que nos lleva a no dejar a nadie fuera del anuncio de esta Buena Nueva; y a trasmitirle todo lo que hay de nuestra cultura originaria, para enriquecerlo también con lo nuestro, con nuestras tradiciones, con nuestra sabiduría ancestral, para que el que viene encuentre sabiduría y dé sabiduría. Eso es fiesta. Eso es agua convertida en vino. Eso es el milagro que hace Jesús.
Que María, bajo las distintas advocaciones de esta bendecida tierra del norte, siga susurrando al oído de su Hijo Jesús: «no tienen vino», y en nosotros sigan haciéndose carne sus palabras: «hagan todo lo que Él les diga».

1 Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 48.
2 San Alberto Hurtado, Meditación Semana Santa para jóvenes (1946).

Del Papa Benedicto XVI, 
ÁNGELUS, Domingo 20 de enero de 2013
Queridos hermanos y hermanas:
La liturgia de hoy propone el Evangelio de las bodas de Caná, un episodio narrado por Juan, testigo ocular del hecho. Tal relato se ha situado en este domingo que sigue inmediatamente al tiempo de Navidad porque, junto a la visita de los Magos de Oriente y el Bautismo de Jesús, forma la trilogía de la epifanía, es decir de la manifestación de Cristo. El episodio de la bodas de Caná es, en efecto, "el primero de los signos" (Jn 2, 11), es decir, el primer milagro realizado por Jesús, con el cual Él manifestó su gloria en público, suscitando la fe de sus discípulos. Nos remitimos brevemente a lo que ocurre durante aquella fiesta de bodas en Caná de Galilea. Sucede que falta el vino, y María, la Madre de Jesús, lo hace notar a su Hijo. Él le responde que aún no había llegado su hora; pero luego atiende la solicitud de María y tras hacer llenar de agua seis grandes ánforas, convirtió el agua en vino, un vino excelente, mejor que el anterior. Con este "signo", Jesús se revela como el Esposo mesiánico que vino a sellar con su pueblo la nueva y eterna Alianza, según las palabras de los profetas: "Como se regocija el marido con su esposa, se regocija tu Dios contigo" (Is 62, 5). Y el vino es símbolo de esta alegría del amor; pero hace referencia a la sangre, que Jesús derramará al final, para sellar su pacto nupcial con la humanidad.
La Iglesia es la esposa de Cristo, quien la hace santa y bella con su gracia. Sin embargo, esta esposa, formada por seres humanos, siempre necesita purificación. Y una de las culpas más graves que desfiguran el rostro de la Iglesia es aquella contra su unidad visible, en particular las divisiones históricas que han separado a los cristianos y que aún no se han superado. Precisamente en estos días, del 18 al 25 de enero, tiene lugar la Semana de oración por la unidad de los cristianos, un momento siempre grato a los creyentes y a las comunidades, que despierta en todos el deseo y el compromiso espiritual por la comunión plena. En este sentido ha sido muy significativa la vigilia que pude celebrar hace casi un mes, en esta plaza, con miles de jóvenes de toda Europa y con la comunidad ecuménica de Taizé: un momento de gracia donde hemos experimentado la belleza de formar en Cristo una cosa sola. Aliento a todos a rezar juntos a fin de que podamos realizar "lo que el Señor exige de nosotros" (cf. Mi 6, 6-8), como dice este año el tema de la Semana; un tema propuesto por algunas comunidades cristianas de la India, que invitan a comprometerse con decisión hacia la unidad visible entre todos los cristianos y a superar, como hermanos en Cristo, todo tipo de discriminación injusta. El viernes próximo, al final de estas jornadas de oración, presidiré las Vísperas en la basílica de San Pablo Extramuros, con la presencia de los representantes de las demás Iglesias y Comunidades eclesiales.
Queridos amigos, a la oración por la unidad de los cristianos quisiera añadir una vez más la oración por la paz, para que, en los diversos conflictos por desgracia en curso, cesen las viles masacres de civiles indefensos, tenga fin toda violencia y se encuentre la valentía del diálogo y de la negociación. Por ambas intenciones invocamos la intercesión de María santísima, mediadora de gracia.
Jesús de Nazaret 1
A primera vista, el milagro de Caná parece que se separa un poco de los otros signos empleados por Jesús. ¿Qué sentido puede tener que Jesús proporcione una gran cantidad de vino –unos 520 litros– para una fiesta privada? Debemos, pues, analizar el asunto con más detalle, para comprender que en modo alguno se trata de un lujo privado, sino de algo con mucho más alcance. Para empezar, es importante la datación: "Tres días después había una boda en Caná de Galilea" (Jn 2, 1). No está muy claro a qué fecha anterior hace referencia con la indicación del tercer día; pero precisamente por eso parece evidente que el evangelista otorga una gran importancia a esta indicación temporal simbólica que él nos ofrece como clave para entender el episodio.
En el Antiguo Testamento, el tercer día hace referencia al día de la teofanía como, por ejemplo, en el relato central del encuentro entre Dios e Israel en el Sinaí: "Al amanecer del tercer día, hubo truenos y relámpagos... El Señor había bajado sobre él en medio del fuego" (Ex 19, 16-18). Al mismo tiempo, es posible percibir aquí una referencia anticipada a la teofanía final y decisiva de la historia: la resurrección de Cristo al tercer día, en la cual los anteriores encuentros con Dios dejan paso a la irrupción definitiva de Dios en la tierra; la resurrección en la cual se rasga la tierra de una vez por todas, sumida en la vida misma de Dios. Se encuentra aquí una alusión a que se trata de una primera manifestación de Dios que está en continuidad con los acontecimientos del Antiguo Testamento, los cuales llevan consigo un carácter de promesa y tienden a su cumplimiento. Los exegetas han contado los días precedentes en los que, según el Evangelio de Juan, había tenido lugar la elección de los discípulos (p. ej. Barrett, p. 213); concluyen que este "tercer día" sería al mismo tiempo el sexto o séptimo desde el comienzo de las llamadas; como séptimo día sería, por así decirlo, el día de la fiesta de Dios para la humanidad, anticipo del sábado definitivo descrito, por ejemplo, en la profecía de Isaías que se cita poco antes en el texto.
Hay otro elemento fundamental del relato relacionado con esta datación. Jesús dice a María, su madre, que todavía no le ha llegado su "hora". Eso significa, en primer lugar, que El no actúa ni decide simplemente por iniciativa suya, sino en consonancia con la voluntad del Padre, siempre a partir del designio del Padre. De modo más preciso, la "hora" hace referencia a su "glorificación", en que cruz y resurrección, así como su presencia universal a través de la palabra y el sacramento, se ven como un todo único. La hora de Jesús, la hora de su "gloria", comienza en el momento de la cruz y tiene su exacta localización histórica: cuando los corderos de la Pascua son sacrificados, Jesús derrama su sangre como el verdadero Cordero. Su hora procede de Dios, pero está fijada con extrema precisión en el contexto de la historia, unida a una fecha litúrgica y, precisamente por ello, es el comienzo de la nueva liturgia en "espíritu y verdad". Cuando en aquel instante Jesús habla a María de su hora, está relacionando precisamente ese momento con el del misterio de la cruz concebido como su glorificación. Esa hora no había llegado todavía, esto se debía precisar antes de nada. Y, no obstante, Jesús tiene el poder de anticipar esta "hora" misteriosamente con signos. Por tanto, el milagro de Caná se caracteriza como una anticipación de la hora y está interiormente relacionado con ella.
¿Cómo podríamos olvidar que este conmovedor misterio de la anticipación de la hora se sigue produciendo todavía? Así como Jesús, ante el ruego de su madre, anticipa simbólicamente su hora y, al mismo tiempo, se remite a ella, lo mismo ocurre siempre de nuevo en la Eucaristía: ante la oración de la Iglesia, el Señor anticipa en ella su segunda venida, viene ya, celebra ahora la boda con nosotros, nos hace salir de nuestro tiempo lanzándonos hacia aquella "hora".
De esta manera comenzamos a entender lo sucedido en Caná. La señal de Dios es la sobreabundancia. Lo vemos en la multiplicación de los panes, lo volvemos a ver siempre, pero sobre todo en el centro de la historia de la salvación: en el hecho de que se derrocha a sí mismo por la mísera criatura que es el hombre. Este exceso es su "gloria". La sobreabundancia de Caná es, por ello, un signo de que ha comenzado la fiesta de Dios con la humanidad, su entregarse a sí mismo por los hombres. El marco del episodio –la boda– se convierte así en la imagen que, más allá de sí misma, señala la hora mesiánica: la hora de las nupcias de Dios con su pueblo ha comenzado con la venida de Jesús. La promesa escatológica irrumpe en el presente.
En esto, la historia de Caná tiene un punto en común con el relato de san Marcos sobre la pregunta que los discípulos de Juan y los fariseos hacen a Jesús: "¿Por qué tus discípulos no guardan el ayuno?". La respuesta de Jesús dice así: "Es que pueden ayunar los amigos del novio, mientras el novio está con ellos?" (cf. Mc 2, 18 s). Jesús se presenta aquí como el "novio" de las nupcias prometidas de Dios con su pueblo, introduciendo así misteriosamente su existencia, El mismo, en el misterio de Dios. En Jesús, de manera insospechada, Dios y el hombre se hacen uno, se celebran las "bodas", las cuales, sin embargo –y esto es lo que Jesús subraya en su respuesta–, pasan por la cruz, por el momento en que el novio "será arrebatado".
Hay que considerar todavía otros dos aspectos del relato de Caná para sondear en cierta medida su profundidad cristológica: la autorrevelación de Jesús y su "gloria", que se nos ofrece. El agua, que sirve para la purificación ritual, se convierte en vino, en signo y don de la alegría nupcial. Aquí aparece algo del cumplimiento de la Ley, que llega a su culminación en el ser y actuar de Jesús.
No se niega la Ley, no se deja a un lado, sino que se lleva a cumplimiento su intrínseca expectativa. La purificación ritual queda al fin y al cabo como un rito, como un gesto de esperanza. Sigue siendo "agua", al igual que lo sigue siendo ante Dios todo lo que el hombre hace sólo con sus fuerzas humanas. La pureza ritual nunca es suficiente para hacer al hombre "capaz" de Dios, para dejarlo realmente "puro" ante Dios. El agua se convierte en vino. El don de Dios, que se entrega a sí mismo, viene ahora en ayuda de los esfuerzos del hombre, y con ello crea la fiesta de la alegría, una fiesta que solamente la presencia de Dios y de su don pueden instituir.
La investigación de la historia de las religiones cita como paralelismo precristiano del relato de Caná el mito de Dionisos, el dios que habría descubierto la vid y a quien se atribuye la transformación del agua en vino, un suceso mítico que se celebraba también litúrgicamente. El gran teólogo judío Filón de Alejandría (c. 13 a.C. hasta c. 45/50 d.C.) dio a este relato una nueva interpretación desmitificándolo: el verdadero dispensador del vino –afirma– es el Logos divino; Él es quien nos proporciona la alegría, la dulzura, el regocijo del vino verdadero. Pero además, Filón relaciona esta teología del Logos, en la perspectiva de la historia de la salvación, con Melquisedec, que presentó pan y vino para ofrecerlos en sacrificio. En Melquisedec el Logos es quien actúa y nos ofrece los dones esenciales para el ser humano; así, aparece al mismo tiempo como el sacerdote de una liturgia cósmica (Barrett, pp. 211 s).
Es más que dudoso que Juan pensara en antecedentes de este tipo. Pero dado que Jesús mismo al explicar su misión hace referencia al Salmo 110, en el que aparece el sacerdocio de Melquisedec (cf. Mc 12, 35-37; Sal 110, 4); dado que la Carta a los Hebreos –relacionada teológicamente con el Evangelio de Juan– revela de forma precisa la teología de Melquisedec; dado que Juan presenta a Jesús como el Logos de Dios y Dios mismo; dado, en fin, que el Señor nos ha dado el pan y el vino como vehículos de la Nueva Alianza, seguramente también es lícito razonar basándose en tales relaciones, y ver reflejado así en el relato de Caná el misterio del Logos y su liturgia cósmica, en la cual el mito de Dionisos es radicalmente transformado, pero también llevado a la verdad que encierra.

DIRECTORIO HOMILÉTICO
Ap. I. La homilía y el Catecismo de la Iglesia Católica.
Ciclo C. Segundo domingo del Tiempo Ordinario.
En Caná, Cristo se manifiesta como Mesías, Hijo de Dios, el Salvador
528 La Epifanía es la manifestación de Jesús como Mesías de Israel, Hijo de Dios y Salvador del mundo. Con el bautismo de Jesús en el Jordán y las bodas de Caná (cf. LH Antífona del Magnificat de las segundas vísperas de Epifanía), la Epifanía celebra la adoración de Jesús por unos "magos" venidos de Oriente (Mt 2, 1) En estos "magos", representantes de religiones paganas de pueblos vecinos, el Evangelio ve las primicias de las naciones que acogen, por la Encarnación, la Buena Nueva de la salvación. La llegada de los magos a Jerusalén para "rendir homenaje al rey de los Judíos" (Mt 2, 2) muestra que buscan en Israel, a la luz mesiánica de la estrella de David (cf. Nm 24, 17; Ap 22, 16) al que será el rey de las naciones (cf. Nm 24, 17-19). Su venida significa que los gentiles no pueden descubrir a Jesús y adorarle como Hijo de Dios y Salvador del mundo sino volviéndose hacia los judíos (cf. Jn 4, 22) y recibiendo de ellos su promesa mesiánica tal como está contenida en el Antiguo Testamento (cf. Mt 2, 4-6). La Epifanía manifiesta que "la multitud de los gentiles entra en la familia de los patriarcas"(S. León Magno, serm. 23) y adquiere la "israelitica dignitas" (MR, Vigilia pascual 26: oración después de la tercera lectura).
La Iglesia, esposa de Cristo
796 La unidad de Cristo y de la Iglesia, Cabeza y miembros del Cuerpo, implica también la distinción de ambos en una relación personal. Este aspecto es expresado con frecuencia mediante la imagen del Esposo y de la Esposa. El tema de Cristo esposo de la Iglesia fue preparado por los profetas y anunciado por Juan Bautista (cf. Jn 3, 29). El Señor se designó a sí mismo como "el Esposo" (Mc 2, 19; cf. Mt 22, 1-14; Mt 25, 1-13). El apóstol presenta a la Iglesia y a cada fiel, miembro de su Cuerpo, como una Esposa "desposada" con Cristo Señor para "no ser con él más que un solo Espíritu" (cf. 1 Co 6, 15-17; 2 Co 11, 2). Ella es la Esposa inmaculada del Cordero inmaculado (cf. Ap 22, 17; Ef 1, 4; Ef 5, 27), a la que Cristo "amó y por la que se entregó a fin de santificarla" (Ef 5, 26), la que él se asoció mediante una Alianza eterna y de la que no cesa de cuidar como de su propio Cuerpo (cf. Ef 5, 29):
"He ahí el Cristo total, cabeza y cuerpo, un solo formado de muchos … Sea la cabeza la que hable, sean los miembros, es Cristo el que habla. Habla en el papel de cabeza ["ex persona capitis"] o en el de cuerpo ["ex persona corporis"]. Según lo que está escrito: "Y los dos se harán una sola carne. Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia. "(Ef 5, 31-32) Y el Señor mismo en el evangelio dice: "De manera que ya no son dos sino una sola carne" (Mt 19, 6). Como lo habéis visto bien, hay en efecto dos personas diferentes y, no obstante, no forman más que una en el abrazo conyugal … Como cabeza él se llama "esposo" y como cuerpo "esposa" ". (San Agustín, psalm. 74, 4:PL 36, 948-949).
El matrimonio en el Señor
1612 La alianza nupcial entre Dios y su pueblo Israel había preparado la nueva y eterna alianza mediante la que el Hijo de Dios, encarnándose y dando su vida, se unió en cierta manera con toda la humanidad salvada por él (cf. GS 22), preparando así "las bodas del cordero" (Ap 19, 7. 9).
1613 En el umbral de su vida pública, Jesús realiza su primer signo - a petición de su Madre - con ocasión de un banquete de boda (cf Jn 2, 1-11). La Iglesia concede una gran importancia a la presencia de Jesús en las bodas de Caná. Ve en ella la confirmación de la bondad del matrimonio y el anuncio de que en adelante el matrimonio será un signo eficaz de la presencia de Cristo.
1614 En su predicación, Jesús enseñó sin ambigüedad el sentido original de la unión del hombre y la mujer, tal como el Creador la quiso al comienzo: la autorización, dada por Moisés, de repudiar a su mujer era una concesión a la dureza del corazón (cf Mt 19, 8); la unión matrimonial del hombre y la mujer es indisoluble: Dios mismo la estableció: "lo que Dios unió, que no lo separe el hombre" (Mt 19, 6).
1615 Esta insistencia, inequívoca, en la indisolubilidad del vínculo matrimonial pudo causar perplejidad y aparecer como una exigencia irrealizable (cf Mt 19, 10). Sin embargo, Jesús no impuso a los esposos una carga imposible de llevar y demasiado pesada (cf Mt 11, 29-30), más pesada que la Ley de Moisés. Viniendo para restablecer el orden inicial de la creación perturbado por el pecado, da la fuerza y la gracia para vivir el matrimonio en la dimensión nueva del Reino de Dios. Siguiendo a Cristo, renunciando a sí mismos, tomando sobre sí sus cruces (cf Mt 8, 34), los esposos podrán "comprender" (cf Mt 19, 11) el sentido original del matrimonio y vivirlo con la ayuda de Cristo. Esta gracia del Matrimonio cristiano es un fruto de la Cruz de Cristo, fuente de toda la vida cristiana.
1616 Es lo que el apóstol Pablo da a entender diciendo: "Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla" (Ef 5, 25-26), y añadiendo enseguida: "`Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne'. Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y a la Iglesia" (Ef 5, 31-32).
1617 Toda la vida cristiana está marcada por el amor esponsal de Cristo y de la Iglesia. Ya el Bautismo, entrada en el Pueblo de Dios, es un misterio nupcial. Es, por así decirlo, como el baño de bodas (cf Ef 5, 26-27) que precede al banquete de bodas, la Eucaristía. El Matrimonio cristiano viene a ser por su parte signo eficaz, sacramento de la alianza de Cristo y de la Iglesia. Puesto que es signo y comunicación de la gracia, el matrimonio entre bautizados es un verdadero sacramento de la Nueva Alianza (cf DS 1800; CIC, can. 1055, 2).
La intercesión de María en Caná
2618 El Evangelio nos revela cómo María ora e intercede en la fe: en Caná (cf Jn 2, 1-12) la madre de Jesús ruega a su hijo por las necesidades de un banquete de bodas, signo de otro banquete, el de las bodas del Cordero que da su Cuerpo y su Sangre a petición de la Iglesia, su Esposa. Y en la hora de la nueva Alianza, al pie de la Cruz (cf Jn 19, 25-27), María es escuchada como la Mujer, la nueva Eva, la verdadera "madre de los que viven".
Los carismas al servicio de la Iglesia
799 Extraordinarios o sencillos y humildes, los carismas son gracias del Espíritu Santo, que tienen directa o indirectamente, una utilidad eclesial; los carismas están ordenados a la edificación de la Iglesia, al bien de los hombres y a las necesidades del mundo.
800 Los carismas se han de acoger con reconocimiento por el que los recibe, y también por todos los miembros de la Iglesia. En efecto, son una maravillosa riqueza de gracia para la vitalidad apostólica y para la santidad de todo el Cuerpo de Cristo; los carismas constituyen tal riqueza siempre que se trate de dones que provienen verdaderamente del Espíritu Santo y que se ejerzan de modo plenamente conforme a los impulsos auténticos de este mismo Espíritu, es decir, según la caridad, verdadera medida de los carismas (cf. 1Co 13).
801 Por esta razón aparece siempre necesario el discernimiento de carismas. Ningún carisma dispensa de la referencia y de la sumisión a los Pastores de la Iglesia. "A ellos compete sobre todo no apagar el Espíritu, sino examinarlo todo y quedarse con lo bueno" (LG 12), a fin de que todos los carismas cooperen, en su diversidad y complementariedad, al "bien común" (cf. 1 Co 12, 7) (cf. LG 30; 150, 24).
951 La comunión de los carismas: En la comunión de la Iglesia, el Espíritu Santo "reparte gracias especiales entre los fieles" para la edificación de la Iglesia (LG 12). Pues bien, "a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común" (1Co 12, 7).
2003 La gracia es primera y principalmente el don del Espíritu que nos justifica y nos santifica. Pero la gracia comprende también los dones que el Espíritu Santo nos concede para asociarnos a su obra, para hacernos capaces de colaborar a la salvación de los otros y al crecimiento del Cuerpo de Cristo, la Iglesia. Estas son las gracias sacramentales, dones propios de los distintos sacramentos. Son además las gracias especiales, llamadas también "carismas", según el término griego empleado por S. Pablo, y que significa favor, don gratuito, beneficio (cf LG 12). Cualquiera que sea su carácter, a veces extraordinario, como el don de milagros o de lenguas, los carismas están ordenados a la gracia santificante y tienen por fin el bien común de la Iglesia. Están al servicio de la caridad, que edifica la Iglesia (cf 1Co 12).

Se dice Credo.

Oración de los fieles
Oremos al Señor, nuestro Dios, el Dios que nos habla y también que nos escucha.
Por la Iglesia, pueblo de la nueva alianza, para que permanezca siempre fiel a Cristo, su Esposo y Señor. Roguemos al Señor.
Por la unión de las Iglesias, para que los sarmientos separados sean injertados en la vid que es Cristo. Roguemos al Señor.
- Por todas las naciones, para que el Evangelio llegue a ser la inspiración de su legislación al servicio de los ciudadanos. Roguemos al Señor.
- Por los esposos cristianos, para que testimonien con su vida el amor indisoluble de Cristo a la Iglesia. Roguemos al Señor.
Por nosotros, invitados cada domingo al banquete de la Alianza Nueva y eterna, para que profundicemos cada vez más en el Evangelio y lo levemos a todo el mundo Roguemos al Señor.
Señor, Dios nuestro, escúchanos. Te lo pedimos por Jesucristo, tu Hijo, que, movido por la súplica de su Madre, remedió la falta de vino en las bodas de Caná. A él la gloria por los siglos de los siglos.

Oración sobre las ofrendas
Concédenos, Señor, participar dignamente en estos sacramentos, pues cada vez que se celebra el memorial del sacrificio de Cristo, se realiza la obra de nuestra redención. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Concéde nobis, quaesumus, Dómine, haec digne frequentáre mystéria, quia, quóties huius hóstiae commemorátio celebrátur, opus nostrae redemptiónis exercétur. Per Christum.

PLEGARIA EUCARÍSTICA IV

Antífona de la comunión Cf. Sal 22, 5

Preparas una mesa ante mí y mi cáliz glorioso rebosa.
Parásti in conspéctu meo mensam, et calix meus inébrians quam praeclárus est!
O bien: Cf. 1 Jn 4, 16
Nosotros hemos conocido y hemos creído en el amor que Dios nos tiene.
Nos cognóvimus et credídimus caritáti, quam Deus habet in nobis.

Oración después de la comunión
Derrama, Señor, en nosotros tu Espíritu de caridad, para que hagas vivir concordes en el amor a quienes has saciado con el mismo pan del cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Spíritum nobis, Dómine, tuae caritátis infúnde, ut, quos uno caelésti pane satiásti, una fácias pietáte concórdes. Per Christum.

MARTIROLOGIO

Elogios del 17 de enero
M
emoria de san Antonio, abad, quien, habiendo perdido a sus padres, distribuyó todos sus bienes entre los pobres, siguiendo la indicación evangélica, y se retiró a la soledad de la región de Tebaida, en Egipto, donde llevó vida ascética. Trabajó para reforzar la acción de la Iglesia, sostuvo a los confesores de la fe durante la persecución desencadenada bajo el emperador Diocleciano, apoyó a san Atanasio contra los arrianos y reunió a tantos discípulos que mereció ser considerado padre de los monjes. (356)
2. En la región de Capadocia, en la actual Turquía, santos Espeusipo, Elausipo y Melasipo, hermanos, y con ellos Leonila, su abuela, mártires. (s. inc.)
3. En el territorio de Osroene, hoy dividido entre Siria y Turquía, conmemoración de san Julián, asceta, llamado por sus paisanos “Sabas” o "Anciano", quien, aunque detestaba el ambiente estrepitoso de la ciudad, dejó temporalmente su amada soledad para confundir, en Antioquía, a los seguidores de la herejía arriana. (c. 377)
4. En Die, en la Galia Lugdunense, actualmente Francia, san Marcelo, obispo, defensor de la ciudad, el cual, por haber mantenido la fe católica, fue desterrado por el rey arriano Eurico. (510)
5. En Bourges, ciudad de Aquitania, también en la Francia actual, san Sulpicio, llamado "Pío", obispo, cuya mayor preocupación, tras pasar del palacio real al episcopado, fue el cuidado de los pobres. (647)
6*. En Baviera, hoy Alemania, beato Gamalberto, presbítero, que entregó todos sus bienes a Utón, de quien había sido padrino en la fuente bautismal, para que construyese el monasterio de Metten. (c. 802)
7*. En Fréjus, localidad de Provenza, en Francia, santa Roselina, priora de Celle-Roubaud, de la Orden Cartuja, que se distinguió por su abnegación y por su austeridad en la comida, el sueño y el ayuno. (1329)
8. En la ciudad de Tocolatlán, en México, san Jenaro Sánchez Delgadillo, presbítero, mártir durante la persecución mexicana. (1927)

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