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domingo, 26 de diciembre de 2021

Domingo 30 enero 2022, IV Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo C.

SOBRE LITURGIA

BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL

Sala Pablo VI. Miércoles 13 de junio de 2012

La contemplación y la fuerza de la oración (2 Co 12, 1-10)

Queridos hermanos y hermanas:

El encuentro diario con el Señor y la recepción frecuente de los sacramentos permiten abrir nuestra mente y nuestro corazón a su presencia, a sus palabras, a su acción. La oración no es solamente la respiración del alma, sino también, para usar una imagen, el oasis de paz en el que podemos encontrar el agua que alimenta nuestra vida espiritual y transforma nuestra existencia. Y Dios nos atrae hacia sí, nos hace subir al monte de la santidad, para que estemos cada vez más cerca de él, ofreciéndonos a lo largo del camino luz y consolaciones. Esta es la experiencia personal a la que hace referencia san Pablo en el capítulo 12 de la Segunda Carta a los Corintios, sobre el que deseo reflexionar hoy. Frente a quienes cuestionaban la legitimidad de su apostolado, no enumera tanto las comunidades que había fundado, los kilómetros que había recorrido; no se limita a recordar las dificultades y las oposiciones que había afrontado para anunciar el Evangelio, sino que indica su relación con el Señor, una relación tan intensa que se caracteriza también por momentos de éxtasis, de contemplación profunda (cf. 2 Co 12, 1); así pues, no se jacta de lo que ha hecho él, de su fuerza, de su actividad y de sus éxitos, sino que se gloría de la acción que Dios ha realizado en él y a través de él. De hecho, con gran pudor narra el momento en que vivió la experiencia particular de ser arrebatado hasta el cielo de Dios. Recuerda que catorce años antes del envío de la carta «fue arrebatado —así dice— hasta el tercer cielo» (v. 2). Con el lenguaje y las maneras de quien narra lo que no se puede narrar, san Pablo habla de aquel hecho incluso en tercera persona; afirma que un hombre fue arrebatado al «jardín» de Dios, al paraíso. La contemplación es tan profunda e intensa que el Apóstol no recuerda ni siquiera los contenidos de la revelación recibida, pero tiene muy presentes la fecha y las circunstancias en que el Señor lo aferró de una manera tan total, lo atrajo hacia sí, como había hecho en el camino de Damasco en el momento de su conversión (cf. Flp 3, 12).

San Pablo prosigue diciendo que precisamente para no engreírse por la grandeza de las revelaciones recibidas, lleva en sí mismo una «espina» (2 Co 12, 7), un sufrimiento, y suplica con fuerza al Resucitado que lo libre del emisario del Maligno, de esta espina dolorosa en la carne. Tres veces —refiere— ha orado con insistencia al Señor para que aleje de él esta prueba. Y precisamente en esta situación, en la contemplación profunda de Dios, durante la cual «oyó palabras inefables, que un hombre no es capaz de repetir» (v. 4), recibe la respuesta a su súplica. El Resucitado le dirige unas palabras claras y tranquilizadoras: «Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad» (v. 9).

El comentario de san Pablo a estas palabras nos puede asombrar, pero revela cómo comprendió lo que significa ser verdaderamente apóstol del Evangelio. En efecto, exclama: «Así que muy a gusto me glorío de mis debilidades, para que resida en mí la fuerza de Cristo. Por eso vivo contento en medio de las debilidades, los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (vv. 9b-10); es decir, no se jacta de sus acciones, sino de la acción de Cristo que actúa precisamente en su debilidad. Reflexionemos un momento sobre este hecho, que aconteció durante los años en que san Pablo VIvió en silencio y en contemplación, antes de comenzar a recorrer Occidente para anunciar a Cristo, porque esta actitud de profunda humildad y confianza ante la manifestación de Dios es fundamental también para nuestra oración y para nuestra vida, para nuestra relación con Dios y nuestras debilidades.

Ante todo, ¿de qué debilidades habla el Apóstol? ¿Qué es esta «espina» en la carne? No lo sabemos y no lo dice, pero su actitud da a entender que toda dificultad en el seguimiento de Cristo y en el testimonio de su Evangelio se puede superar abriéndose con confianza a la acción del Señor. San Pablo es muy consciente de que es un «siervo inútil» (Lc 17, 10) —no es él quien ha hecho las maravillas, sino el Señor—, una «vasija de barro» (2 Co 4, 7), en donde Dios pone la riqueza y el poder de su gracia. En este momento de intensa oración contemplativa, san Pablo comprende con claridad cómo afrontar y vivir cada acontecimiento, sobre todo el sufrimiento, la dificultad, la persecución: en el momento en que se experimenta la propia debilidad, se manifiesta el poder de Dios, que no nos abandona, no nos deja solos, sino que se transforma en apoyo y fuerza. Ciertamente, san Pablo hubiera preferido ser librado de esta «espina», de este sufrimiento; pero Dios dice: «No, esto te es necesario. Te bastará mi gracia para resistir y para hacer lo que debes hacer». Esto vale también para nosotros. El Señor no nos libra de los males, pero nos ayuda a madurar en los sufrimientos, en las dificultades, en las persecuciones. Así pues, la fe nos dice que, si permanecemos en Dios, «aun cuando nuestro hombre exterior se vaya desmoronando, aunque haya muchas dificultades, nuestro hombre interior se va renovando, madura día a día precisamente en las pruebas» (cf. 2 Co 4, 16). El Apóstol comunica a los cristianos de Corinto y también a nosotros que «la leve tribulación presente nos proporciona una inmensa e incalculable carga de gloria» (v. 17). En realidad, hablando humanamente, no era ligera la carga de las dificultades; era muy pesada; pero en comparación con el amor de Dios, con la grandeza de ser amado por Dios, resulta ligera, sabiendo que la gloria será inconmensurable. Por tanto, en la medida en que crece nuestra unión con el Señor y se intensifica nuestra oración, también nosotros vamos a lo esencial y comprendemos que no es el poder de nuestros medios, de nuestras virtudes, de nuestras capacidades, el que realiza el reino de Dios, sino que es Dios quien obra maravillas precisamente a través de nuestra debilidad, de nuestra inadecuación al encargo. Por eso, debemos tener la humildad de no confiar simplemente en nosotros mismos, sino de trabajar en la viña del Señor, con su ayuda, abandonándonos a él como frágiles «vasijas de barro».

San Pablo refiere dos revelaciones particulares que cambiaron radicalmente su vida. La primera —como sabemos— es la desconcertante pregunta en el camino de Damasco: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» (Hch 9, 4), pregunta que lo llevó a descubrir y encontrarse con Cristo vivo y presente, y a oír su llamada a ser apóstol del Evangelio. La segunda son las palabras que el Señor le dirigió en la experiencia de oración contemplativa sobre las que estamos reflexionando: «Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad». Sólo la fe, confiar en la acción de Dios, en la bondad de Dios que no nos abandona, es la garantía de no trabajar en vano. Así la gracia del Señor fue la fuerza que acompañó a san Pablo en los enormes trabajos para difundir el Evangelio y su corazón entró en el corazón de Cristo, haciéndose capaz de llevar a los demás hacia Aquel que murió y resucitó por nosotros.

En la oración, por tanto, abrimos nuestra alma al Señor para que él venga a habitar nuestra debilidad, transformándola en fuerza para el Evangelio. Y también es rico en significado el verbo griego con el que san Pablo describe este habitar del Señor en su frágil humanidad; usa episkenoo, que podríamos traducir con «plantar la propia tienda». El Señor sigue plantando su tienda en nosotros, en medio de nosotros: es el misterio de la Encarnación. El mismo Verbo divino, que vino a habitar en nuestra humanidad, quiere habitar en nosotros, plantar en nosotros su tienda, para iluminar y transformar nuestra vida y el mundo.

La intensa contemplación de Dios que experimentó san Pablo recuerda la de los discípulos en el monte Tabor, cuando, al ver a Jesús transfigurarse y resplandecer de luz, Pedro le dijo: «Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (Mc 9, 5). «No sabía qué decir, pues estaban asustados», añade san Marcos (v. 6). Contemplar al Señor es, al mismo tiempo, fascinante y tremendo: fascinante, porque él nos atrae hacia sí y arrebata nuestro corazón hacia lo alto, llevándolo a su altura, donde experimentamos la paz, la belleza de su amor; y tremendo, porque pone de manifiesto nuestra debilidad, nuestra inadecuación, la dificultad de vencer al Maligno, que insidia nuestra vida, la espina clavada también en nuestra carne. En la oración, en la contemplación diaria del Señor recibimos la fuerza del amor de Dios y sentimos que son verdaderas las palabras de san Pablo a los cristianos de Roma, donde escribió: «Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8, 38-39).

En un mundo en el que corremos el peligro de confiar solamente en la eficiencia y en el poder de los medios humanos, en este mundo estamos llamados a redescubrir y testimoniar el poder de Dios que se comunica en la oración, con la que crecemos cada día conformando nuestra vida a la de Cristo, el cual —como afirma san Pablo— «fue crucificado por causa de su debilidad, pero ahora vive por la fuerza de Dios. Lo mismo nosotros: somos débiles en él, pero viviremos con él por la fuerza de Dios para vosotros» (2 Co 13, 4).

Queridos amigos, en el siglo pasado Albert Schweitzer, teólogo protestante y premio Nobel de la paz, afirmaba que «Pablo es un místico y nada más que un místico», es decir, un hombre verdaderamente enamorado de Cristo y tan unido a él que podía decir: Cristo vive en mí. La mística de san Pablo no se funda sólo en los acontecimientos excepcionales que vivió, sino también en la relación diaria e intensa con el Señor, que siempre lo sostuvo con su gracia. La mística no lo alejó de la realidad; al contrario, le dio la fuerza para vivir cada día por Cristo y para construir la Iglesia hasta los confines del mundo de aquel tiempo. La unión con Dios no aleja del mundo, pero nos da la fuerza para permanecer realmente en el mundo, para hacer lo que se debe hacer en el mundo. Así pues, también en nuestra vida de oración tal vez podemos tener momentos de particular intensidad, en los que sentimos más viva la presencia del Señor, pero es importante la constancia, la fidelidad de la relación con Dios, sobre todo en las situaciones de aridez, de dificultad, de sufrimiento, de aparente ausencia de Dios. Sólo si somos aferrados por el amor de Cristo, seremos capaces de afrontar cualquier adversidad, como san Pablo, convencidos de que todo lo podemos en Aquel que nos da la fuerza (cf. Flp 4, 13). Por consiguiente, cuanto más espacio demos a la oración, tanto más veremos que nuestra vida se transformará y estará animada por la fuerza concreta del amor de Dios. Así sucedió, por ejemplo, a la beata madre Teresa de Calcuta, que en la contemplación de Jesús, y precisamente también en tiempos de larga aridez, encontraba la razón última y la fuerza increíble para reconocerlo en los pobres y en los abandonados, a pesar de su frágil figura. La contemplación de Cristo en nuestra vida —como ya he dicho— no nos aleja de la realidad, sino que nos hace aún más partícipes de las vicisitudes humanas, porque el Señor, atrayéndonos hacia sí en la oración, nos permite hacernos presentes y cercanos a todos los hermanos en su amor. Gracias.

CALENDARIO

30 + IV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Misa
del Domingo (verde).
MISAL: ants. y oracs. props., Gl., Cr., Pf. dominical.
LECC.: vol. I (C).
- Jer 1, 4-5. 17-19.
Te constituí profeta de las naciones.
- Sal 70. R. Mi boca contará tu salvación, Señor.
- 1 Cor 12, 31 — 13, 13. Quedan la fe, la esperanza y el amor. La más grande es el amor.
- Lc 4, 21-30. Jesús, como Elías y Eliseo, no solo es enviado a los judíos.

La oración colecta de hoy es un modelo de lo que todos lo días hemos de pedir: el amor a Dios y al prójimo. Porque si no tenemos en nosotros el don del amor de Dios, nuestra lucha contra el pecado será más difícil, así como el crecimiento en la virtud (cf. 2 lect.). El Ev. nos presenta la raíz del carácter misionero de la Iglesia: Jesús, como Elías y Eliseo, no fue enviado solo a los judíos. La 1 lect. hace referencia también a esa apertura de la predicación profética hacia los gentiles, cuando Dios le dice a Jeremías: «Te nombré profeta de los gentiles». Aunque llevar a todos el Evangelio nos pueda producir incomprensiones y persecuciones, no hemos de tener miedo porque el Señor está con nosotros para liberarnos.

* Hoy no se permiten las misas de difuntos, excepto la exequial.

Liturgia de las Horas: oficio dominical. Te Deum. Comp. Dom. II.

Martirologio: elogs. del 31 de enero, pág. 138.

TEXTOS MISA

IV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Antífona de entrada Sal 105, 17
Sálvanos, Señor. Dios nuestro, reúnenos de entre los gentiles: daremos gracias a tu santo nombre, y alabarte será nuestra gloria.
Salvos nos fac, Dómine Deus noster, et cóngrega nos de natiónibus, ut confiteámur nómini sancto tuo, et gloriémur in laude tua.

Monición de entrada
Nuestra celebración dominical nos recuerda que cada uno de nosotros hemos sido elegidos por el Señor. Cada eucaristía renueva en nosotros esta vocación y hace crecer en nosotros la fe, la esperanza y el amor, virtudes que son nuestro sustento y que nos hacen fuertes en Cristo. Con alegría nos disponemos, como comunidad, a participar de este sacramento de vida.

Acto penitencial
Todo como en el Ordinario de la Misa. Para la tercera fórmula pueden usarse las siguientes invocaciones:
Año C

- Tú eres la Palabra de Dios; ayúdanos a superar nuestra incredulidad: Señor, ten piedad.
R. Señor, ten piedad.
-Tu Palabra es la verdad; en ti confiamos: Cristo, ten piedad.
R. Cristo, ten piedad.
- Queremos escuchar tu Palabra y guardarla en nuestro corazón: Señor, ten piedad.
R. Señor, ten piedad.
En lugar del acto penitencial, se puede celebrar el rito de la bendición y de la aspersión del agua bendita.

Se dice Gloria.

Oración colecta
Señor, Dios nuestro, concédenos adorarte con toda el alma y amar a todos los hombres con afecto espiritual. Por nuestro Señor Jesucristo.
Concéde nobis, Dómine Deus noster, ut te tota mente venerémur, et omnes hómines rationábili diligámus afféctu. Per Dóminum.

LITURGIA DE LA PALABRA
Lecturas del IV Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo C (Lec. I C).

PRIMERA LECTURA Jer 1, 4-5. 17-19
Te constituí profeta de las naciones
Lectura del libro de Jeremías.

En los días de Josías, el Señor me dirigió la palabra:
«Antes de formarte en el vientre, te elegí; antes de que salieras del seno materno, te consagré: te constituí profeta de las naciones.
Tú cíñete los lomos:
prepárate para decirles todo lo que yo te mande. No les tengas miedo,
o seré yo quien te intimide.
Desde ahora te convierto en plaza fuerte,
en columna de hierro y muralla de bronce,
frente a todo el país:
frente a los reyes y príncipes de Judá,
frente a los sacerdotes y al pueblo de la tierra.
Lucharán contra ti, pero no te podrán,
porque yo estoy contigo para librarte
—oráculo del Señor—».

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Salmo responsorial Sal 70, 1-2. 3-4a. 5-6ab. 15ab y 17 (R.: cf. 15ab)
R. Mi boca contará tu salvación, Señor.
Os meum annuntiábit salutáre tuum, Dómine.

V. A ti, Señor, me acojo:
no quede yo derrotado para siempre.
Tú que eres justo, líbrame y ponme a salvo,
inclina a mí tu oído y sálvame.
 
R. Mi boca contará tu salvación, Señor.
Os meum annuntiábit salutáre tuum, Dómine.

V. Sé tú mi roca de refugio,
el alcázar donde me salve,
porque mi peña y mi alcázar eres tú.
Dios mío, líbrame de la mano perversa. 
R. Mi boca contará tu salvación, Señor.
Os meum annuntiábit salutáre tuum, Dómine.

V. Porque tú, Señor, fuiste mi esperanza
y mi confianza, Señor, desde mi juventud.
En el vientre materno ya me apoyaba en ti,
en el seno tú me sostenías.
R. Mi boca contará tu salvación, Señor.
Os meum annuntiábit salutáre tuum, Dómine.

V. Mi boca contará tu justicia,
y todo el día tu salvación,
Dios mío, me instruiste desde mi juventud,
y hasta hoy relato tus maravillas. 
R. Mi boca contará tu salvación, Señor.
Os meum annuntiábit salutáre tuum, Dómine.

SEGUNDA LECTURA (forma larga) 1 Cor 12, 31 — 13, 13
Quedan la fe, la esperanza y el amor. La más grande es el amor
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios.

Hermanos:
Ambicionad los carismas mayores. Y aún os voy a mostrar un camino más excelente.
Si hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles, pero no tengo amor, no sería más que un metal que resuena o un címbalo que aturde.
Si tuviera el don de profecía y conociera todos los secretos y todo el saber; si tuviera fe como para mover montañas, pero no tengo amor, no sería nada.
Si repartiera todos mis bienes entre los necesitados; si entregara mi cuerpo a las llamas, pero no tengo amor, de nada me serviría.
El amor es paciente, es benigno; el amor no tiene envidia, no presume, no se engríe; no es indecoroso ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad.
Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor no pasa nunca.
Las profecías, por el contrario, se acabarán; las lenguas cesarán; el conocimiento se acabará.
Porque conocemos imperfectamente e imperfectamente profetizamos; mas, cuando venga lo perfecto, lo imperfecto se acabará.
Cuando yo era niño, hablaba como un niño, sentía como un niño, razonaba como un niño. Cuando me hice un hombre, acabé con las cosas de niño.
Ahora vemos como en un espejo, confusamente; entonces veremos cara a cara. Mi conocer es ahora limitado; entonces conoceré como he sido conocido por Dios.
En una palabra, quedan estas tres: la fe, la esperanza y el amor. La más grande es el amor.

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

SEGUNDA LECTURA (forma breve) 1 Cor 13, 4-13
Quedan la fe, la esperanza y el amor. La más grande es el amor
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios.

Hermanos:
El amor es paciente, es benigno; el amor no tiene envidia, no presume, no se engríe; no es indecoroso ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad.
Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor no pasa nunca.
Las profecías, por el contrario, se acabarán; las lenguas cesarán; el conocimiento se acabará.
Porque conocemos imperfectamente e imperfectamente profetizamos; mas, cuando venga lo perfecto, lo imperfecto se acabará.
Cuando yo era niño, hablaba como un niño, sentía como un niño, razonaba como un niño. Cuando me hice un hombre, acabé con las cosas de niño.
Ahora vemos como en un espejo, confusamente; entonces veremos cara a cara. Mi conocer es ahora limitado; entonces conoceré como he sido conocido por Dios.
En una palabra, quedan estas tres: la fe, la esperanza y el amor. La más grande es el amor.

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Aleluya Lc 4, 18
R. Aleluya, aleluya, aleluya.
V. El Señor me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad. R.
Evangelizáre paupéribus misit me Dóminus, prædicáre captivis remissiónem.

EVANGELIO Lc 4, 21-30
Jesús, como Elías y Eliseo, no solo es enviado a los judíos
 Lectura del santo Evangelio según san Lucas.
R. Gloria a ti, Señor.

En aquel tiempo, Jesús comenzó a decir en la sinagoga:
«Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír».
Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca.
Y decían:
«¿No es este el hijo de José?».
Pero Jesús les dijo:
«Sin duda me diréis aquel refrán: “Médico, cúrate a ti mismo”, haz también aquí, en tu pueblo, lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún».
Y añadió:
«En verdad os digo que ningún profeta es aceptado en su pueblo. Puedo aseguraros que en Israel había muchas viudas en los días de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías sino a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, sin embargo, ninguno de ellos fue curado sino Naamán, el sirio».
Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta un precipicio del monte sobre el que estaba edificado su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y seguía su camino.

Palabra del Señor.
R. Gloria a ti, Señor Jesús.

Papa Francisco
ÁNGELUS. Plaza de San Pedro. Domingo, 3 de febrero de 2019
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El domingo pasado, la liturgia proponía el episodio de la sinagoga de Nazaret, donde Jesús lee un pasaje del profeta Isaías y al final revelan que esas palabras se cumplen “hoy” en él. Jesús se presenta como aquel en quien se posó el Espíritu del Señor, el Espíritu Santo que lo consagró y lo envió a cumplir la misión de salvación para la humanidad. El Evangelio de hoy (cf. Lc 4, 21-30) es la continuación de esa historia y nos muestra el asombro de sus paisanos al ver que uno de su pueblo, «el hijo de José» (v.22), pretende ser el Cristo, el enviado del Padre.
Jesús, con su capacidad de penetrar en las mentes y los corazones, entiende inmediatamente lo que piensan sus paisanos. Creen que, dado que él es uno de ellos, deba demostrar esta extraña “pretensión” haciendo milagros allí, en Nazaret, como había hecho en los pueblos vecinos (cf. v. 23). Pero Jesús no quiere y no puede aceptar esta lógica, porque no corresponde al plan de Dios: Dios quiere fe, ellos quieren milagros, señales; Dios quiere salvar a todos, y ellos quieren un Mesías en su beneficio. Y para explicar la lógica de Dios, Jesús pone el ejemplo de dos grandes profetas antiguos: Elías y Eliseo, a quienes Dios envió para sanar y salvar a personas no judías, de otros pueblos, pero que habían confiado en su palabra.
Ante esta invitación a abrir sus corazones a la gratuidad y universalidad de la salvación, los ciudadanos de Nazaret se rebelan, e incluso adoptan una actitud agresiva, que degenera hasta el punto de que «levantándose, le arrojaron fuera de la ciudad y le llevaron a una altura escarpada del monte [...], para despeñarlo» (v. 29). La admiración del primer momento se había convertido en una agresión, una rebelión contra él.
Y este Evangelio nos muestra que el ministerio público de Jesús comienza con un rechazo y con una amenaza de muerte, paradójicamente por parte de sus paisanos. Jesús, al vivir la misión que el Padre le confió, sabe que debe enfrentar la fatiga, el rechazo, la persecución y la derrota. Un precio que, ayer como hoy, la auténtica profecía está llamada a pagar. El duro rechazo, sin embargo, no desanima a Jesús, ni detiene el camino ni la fecundidad de su acción profética. El sigue adelante por su camino (cf. v. 30), confiando en el amor del Padre.
También hoy el mundo necesita ver en los discípulos del Señor, profetas, es decir, personas valientes y perseverantes en responder a la vocación cristiana. Gente que sigue el “empuje” del Espíritu Santo, que los envía a anunciar esperanza y salvación a los pobres y excluidos; personas que siguen la lógica de la fe y no de la milagrería; personas dedicadas al servicio de todos, sin privilegios ni exclusiones. En resumen: las personas que están abiertas a aceptar en sí mismas la voluntad del Padre y se comprometen a testimoniarla fielmente a los demás.
Recemos a María Santísima, para que podamos crecer y caminar con el mismo celo apostólico por el Reino de Dios que animó la misión de Jesús.
ÁNGELUS, Domingo 31 de enero de 2016

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El relato evangélico de hoy nos conduce de nuevo, como el pasado domingo, a la sinagoga de Nazaret, el pueblo de Galilea donde Jesús creció en familia y lo conocían todos. Él, que hacía poco tiempo que había salido para comenzar su vida pública, vuelve ahora por primera vez y se presenta a la comunidad, reunida el sábado en la sinagoga. Lee el pasaje del profeta Isaías que habla del futuro Mesías y al final declara: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír» (Lc 4, 21. Los conciudadanos de Jesús, en un primer momento sorprendidos y admirados, comienzan después a poner cara larga, a murmurar entre ellos y a decir: ¿Por qué este que pretende ser el Consagrado del Señor, no repite aquí los prodigios y milagros que ha realizado en Cafarnaúm y en los pueblos cercanos? Entonces Jesús afirma: «Ningún profeta es aceptado en su pueblo» (v. 24) y recuerda a los grandes profetas del pasado, Elías y Eliseo, que realizaron milagros a favor de los paganos para denunciar la incredulidad de su pueblo. Llegados a este punto, los presentes se sienten ofendidos, se levantan indignados, expulsan a Jesús fuera del pueblo y quisieran arrojarlo desde un precipicio. Pero Él, con la fuerza de su paz, «se abrió paso entre ellos y seguía su camino» (v. 30). Su hora todavía no había llegado.
Este relato del evangelista Lucas no es simplemente la historia de una pelea entre paisanos, como a veces pasa en nuestros barrios, suscitada por envidias y celos, sino que saca a la luz una tentación a la cual el hombre religioso está siempre expuesto –todos nosotros estamos expuestos– y de la cual es necesario tomar decididamente distancia. ¿Y cuál es esta tentación? Es la tentación de considerar la religión como una inversión humana y, en consecuencia, ponerse a «negociar» con Dios buscando el propio interés. En cambio en la verdadera religión se trata de acoger la revelación de un Dios que es Padre y que se preocupa por cada una de sus criaturas, también de aquellas más pequeñas e insignificantes a los ojos de los hombres. Precisamente en esto consiste el ministerio profético de Jesús: en anunciar que ninguna condición humana puede constituirse en motivo de exclusión –¡ninguna condición humana puede ser motivo de exclusión!– del corazón del Padre, y que el único privilegio a los ojos de Dios es el de no tener privilegios. El único privilegio a los ojos de Dios es aquel de no tener privilegios, de no tener padrinos, de abandonarse en sus manos.
«Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír» (Lc 4, 21). El «hoy», proclamado por Cristo aquel día, vale para cada tiempo; resuena también para nosotros en esta plaza, recordándonos la actualidad y la necesidad de la salvación traída por Jesús a la humanidad. Dios viene al encuentro de los hombres y las mujeres de todos los tiempos y lugares en las situaciones concretas en las cuales estos estén. También viene a nuestro encuentro. Es siempre Él quien da el primer paso: viene a visitarnos con su misericordia, a levantarnos del polvo de nuestros pecados; viene a extendernos la mano para hacernos levantar del abismo en el que nos ha hecho caer nuestro orgullo, y nos invita a acoger la consolante verdad del Evangelio y a caminar por los caminos del bien. Siempre viene Él a encontrarnos, a buscarnos.
Volvamos a la sinagoga. Ciertamente aquel día, en la sinagoga de Nazaret, también estaba María, la Madre. Podemos imaginar los latidos de su corazón, una pequeña anticipación de aquello que sufrirá debajo de la Cruz, viendo a Jesús, allí en la sinagoga, primero admirado, luego desafiado, después insultado, luego amenazado de muerte. En su corazón, lleno de fe, ella guardaba cada cosa. Que ella nos ayude a convertirnos de un dios de los milagros al milagro de Dios, que es Jesucristo.
Homilía en santa Marta, Lunes, 3 de septiembre de 2018
El silencio de Jesús
El Evangelio de hoy (Lc 4, 16-30) cuenta que, cuando Jesús vuelve a Nazaret, es recibido con recelo. La Palabra del Señor cristalizada en esta narración permite reflexionar en el modo de obrar en la vida ordinaria cuando se dan malentendidos, y también ayuda a comprender que el padre de la mentira, el acusador, el diablo, actúa para destruir la unidad de una familia, de un pueblo.
Al llegar a la sinagoga, Jesús es recibido con gran curiosidad: todos quieren ver con sus propios ojos las grandes obras que ha realizado en otras tierras. Pero el Hijo del Padre Celestial solo emplea la Palabra de Dios, una costumbre que adopta también cuando quiere vencer al diablo. Y es precisamente esa actitud de humildad la que da lugar a la primera "palabra-puente", una palabra que siembra la duda, que lleva a un cambio de atmósfera: ¡de la paz a la guerra, del asombro al desprecio! Con su silencio, Jesús vence a los perros salvajes, vence al diablo que había sembrado la mentira en el corazón.
Ya no eran personas, eran una manada de perros salvajes los que lo sacaron de la ciudad. No razonaban, gritaban. Jesús callaba. Lo llevaron a un barranco del monte para despeñarlo. Este pasaje del Evangelio acaba así: "Pero Jesús se abrió paso entre ellos y se alejó". La dignidad de Jesús: con su silencio vence aquella manada salvaje y se va. Porque aún no había llegado su hora. Lo mismo pasará el Viernes Santo: la gente que el Domingo de Ramos ovacionaba a Jesús y le decían "Bendito Tú, Hijo de David", ahora dice "Crucifícalo": ¡habían cambiado! El diablo sembró la mentira en el corazón. Y Jesús guardaba silencio.
Esto nos enseña que, cuando se da este modo de obrar, en el que no se quiere ver la verdad, siempre queda el silencio. El silencio que vence, pero mediante la Cruz. El silencio de Jesús. Cuántas veces en las familias comienzan discusiones sobre política, deporte, dinero…, y una y otra vez esas familias acaban rotas por esas discusiones en las que se ve que el diablo está ahí queriendo destruir. ¡Silencio! Decir lo que haya que decir y luego callarse. Porque la verdad es mansa, la verdad es silenciosa, la verdad no es ruidosa. No es fácil lo que hizo Jesús; pero tenemos la dignidad del cristiano que está anclada en la fuerza de Dios. Con las personas que no tienen buena voluntad, con las personas que buscan solo el escándalo, que solo buscan la división, que buscan solo la destrucción, también en las familias, ¡silencio! ¡Y oración!
Que el Señor nos dé la gracia de discernir cuándo debemos hablar y cuando debemos callar. Y esto en toda la vida: en el trabajo, en casa, en la sociedad…, en toda la vida. Así seremos más imitadores de Jesús.

Homilía Misa Crismal.
Jueves Santo, 24 de marzo de 2016.
Después de la lectura del pasaje de Isaías, al escuchar en labios de Jesús las palabras: «Hoy mismo se ha cumplido esto que acaban de oír», bien podría haber estallado un aplauso en la Sinagoga de Nazaret. Y luego podrían haber llorado mansamente, con íntima alegría, como lloraba el pueblo cuando Nehemías y el sacerdote Esdras le leían el libro de la Ley que habían encontrado reconstruyendo el muro. Pero los evangelios nos dicen que hubo sentimientos encontrados en los paisanos de Jesús: le pusieron distancia y le cerraron el corazón. Primero, «todos hablaban bien de él, se maravillaban de las palabras llenas de gracia que salían de su boca» (Lc 4, 22); pero después, una pregunta insidiosa fue ganando espacio: «¿No es este el hijo de José, el carpintero?». Y al final: «Se llenaron de ira» (Lc 4, 28). Lo querían despeñar… Se cumplía así lo que el anciano Simeón le había profetizado a nuestra Señora: «Será bandera discutida» (Lc 2, 34). Jesús, con sus palabras y sus gestos, hace que se muestre lo que cada hombre y mujer tiene en su corazón.
Y allí donde el Señor anuncia el evangelio de la Misericordia incondicional del Padre para con los más pobres, los más alejados y oprimidos, allí precisamente somos interpelados a optar, a «combatir el buen combate de la Fe» (1Tm 6, 12). La lucha del Señor no es contra los hombres sino contra el demonio (cf. Ef 6, 12), enemigo de la humanidad. Pero el Señor «pasa en medio» de los que buscan detenerlo «y sigue su camino» (Lc 4, 30). Jesús no confronta para consolidar un espacio de poder. Si rompe cercos y cuestiona seguridades es para abrir una brecha al torrente de la Misericordia que, con el Padre y el Espíritu, desea derramar sobre la tierra. Una Misericordia que procede de bien en mejor: anuncia y trae algo nuevo: cura, libera y proclama el año de gracia del Señor.
La Misericordia de nuestro Dios es infinita e inefable y expresamos el dinamismo de este misterio como una Misericordia «siempre más grande», una Misericordia en camino, una Misericordia que cada día busca el modo de dar un paso adelante, un pasito más allá, avanzando sobre las tierras de nadie, en las que reinaba la indiferencia y la violencia. (...)
Como sacerdotes, somos testigos y ministros de la Misericordia siempre más grande de nuestro Padre; tenemos la dulce y confortadora tarea de encarnarla, como hizo Jesús, que «pasó haciendo el bien» (Hch 10, 38), de mil maneras, para que llegue a todos. Nosotros podemos contribuir a inculturarla, a fin de que cada persona la reciba en su propia experiencia de vida y así la pueda entender y practicar –creativamente– en el modo de ser propio de su pueblo y de su familia.
Hoy, en este Jueves Santo del Año Jubilar de la Misericordia, quisiera hablar de dos ámbitos en los que el Señor se excede en su Misericordia. Dado que es él quien nos da ejemplo, no tenemos que tener miedo a excedernos nosotros también: un ámbito es el del encuentro; el otro, el de su perdón que nos avergüenza y dignifica.
El primer ámbito en el que vemos que Dios se excede en una Misericordia siempre más grande, es en el encuentro. Él se da todo y de manera tal que, en todo encuentro, directamente pasa a celebrar una fiesta. En la parábola del Padre Misericordioso quedamos pasmados ante ese hombre que corre, conmovido, a echarse al cuello de su hijo; cómo lo abraza y lo besa y se preocupa de ponerle el anillo que lo hace sentir como igual, y las sandalias del que es hijo y no empleado; y luego, cómo pone a todos en movimiento y manda organizar una fiesta. Al contemplar siempre maravillados este derroche de alegría del Padre, a quien el regreso de su hijo le permite expresar su amor libremente, sin resistencias ni distancias, nosotros no debemos tener miedo a exagerar en nuestro agradecimiento. La actitud podemos tomarla de aquel pobre leproso, que al sentirse curado, deja a sus nueve compañeros que van a cumplir lo que les mandó Jesús y vuelve a arrodillarse a los pies del Señor, glorificando y dando gracias a Dios a grandes voces.
La misericordia restaura todo y devuelve a las personas a su dignidad original. Por eso, el agradecimiento efusivo es la respuesta adecuada: hay que entrar rápido en la fiesta, ponerse el vestido, sacarse los enojos del hijo mayor, alegrarse y festejar… Porque sólo así, participando plenamente en ese ámbito de celebración, uno puede después pensar bien, uno puede pedir perdón y ver más claramente cómo podrá reparar el mal que hizo. Puede hacernos bien preguntarnos: Después de confesarme, ¿festejo? O paso rápido a otra cosa, como cuando después de ir al médico, uno ve que los análisis no dieron tan mal y los mete en el sobre y pasa a otra cosa. Y cuando doy una limosna, ¿le doy tiempo al otro a que me exprese su agradecimiento y festejo su sonrisa y esas bendiciones que nos dan los pobres, o sigo apurado con mis cosas después de «dejar caer la moneda»?
El otro ámbito en el que vemos que Dios se excede en una Misericordia siempre más grande, es el perdón mismo. No sólo perdona deudas incalculables, como al siervo que le suplica y que luego se mostrará mezquino con su compañero, sino que nos hace pasar directamente de la vergüenza más vergonzante a la dignidad más alta sin pasos intermedios. El Señor deja que la pecadora perdonada le lave familiarmente los pies con sus lágrimas. Apenas Simón Pedro le confiesa su pecado y le pide que se aleje, Él lo eleva a la dignidad de pescador de hombres. Nosotros, en cambio, tendemos a separar ambas actitudes: cuando nos avergonzamos del pecado, nos escondemos y andamos con la cabeza gacha, como Adán y Eva, y cuando somos elevados a alguna dignidad tratamos de tapar los pecados y nos gusta hacernos ver, casi pavonearnos.
Nuestra respuesta al perdón excesivo del Señor debería consistir en mantenernos siempre en esa tensión sana entre una digna vergüenza y una avergonzada dignidad: actitud de quien por sí mismo busca humillarse y abajarse, pero es capaz de aceptar que el Señor lo ensalce en bien de la misión, sin creérselo. El modelo que el Evangelio consagra, y que puede servirnos cuando nos confesamos, es el de Pedro, que se deja interrogar prolijamente sobre su amor y, al mismo tiempo, renueva su aceptación del ministerio de pastorear las ovejas que el Señor le confía.
Para entrar más hondo en esta avergonzada dignidad, que nos salva de creernos, más o menos, de lo que somos por gracia, nos puede ayudar ver cómo en el pasaje de Isaías que el Señor lee hoy en su Sinagoga de Nazaret, el Profeta continúa diciendo: «Ustedes serán llamados sacerdotes del Señor, ministros de nuestro Dios» (Is 61, 6). Es el pueblo pobre, hambreado, prisionero de guerra, sin futuro, sobrante y descartado, a quien el Señor convierte en pueblo sacerdotal.
Como sacerdotes, nos identificamos con ese pueblo descartado, al que el Señor salva y recordamos que hay multitudes incontables de personas pobres, ignorantes, prisioneras, que se encuentran en esa situación porque otros los oprimen. Pero también recordamos que cada uno de nosotros conoce en qué medida, tantas veces estamos ciegos de la luz linda de la fe, no por no tener a mano el evangelio sino por exceso de teologías complicadas. Sentimos que nuestra alma anda sedienta de espiritualidad, pero no por falta de Agua Viva –que bebemos sólo en sorbos–, sino por exceso de espiritualidades «gaseosas», de espiritualidades light. También nos sentimos prisioneros, pero no rodeados como tantos pueblos, por infranqueables muros de piedra o de alambrados de acero, sino por una mundanidad virtual que se abre o cierra con un simple click. Estamos oprimidos pero no por amenazas ni empujones, como tanta pobre gente, sino por la fascinación de mil propuestas de consumo que no nos podemos quitar de encima para caminar, libres, por los senderos que nos llevan al amor de nuestros hermanos, a los rebaños del Señor, a las ovejitas que esperan la voz de sus pastores.
Y Jesús viene a rescatarnos, a hacernos salir, para convertirnos de pobres y ciegos, de cautivos y oprimidos, en ministros de misericordia y consolación. Y nos dice, con las palabras del profeta Ezequiel al pueblo que se prostituyó y traicionó tanto a su Señor: «Yo me acordaré de la alianza que hice contigo cuando eras joven… Y tú te acordarás de tu conducta y te avergonzarás de ella, cuando recibas a tus hermanas, las mayores y las menores, y yo te las daré como hijas, si bien no en virtud de tu alianza. Yo mismo restableceré mi alianza contigo, y sabrás que yo soy el Señor. Así, cuando te haya perdonado todo lo que has hecho, te acordarás y te avergonzarás, y la vergüenza ya no te dejará volver a abrir la boca –oráculo del Señor–» (Ez 16, 60-63).
En este Año Santo Jubilar, celebramos con todo el agradecimiento de que sea capaz nuestro corazón, a nuestro Padre, y le rogamos que "se acuerde siempre de su Misericordia"; recibimos con avergonzada dignidad la Misericordia en la carne herida de nuestro Señor Jesucristo y le pedimos que nos lave de todo pecado y nos libre de todo mal; y con la gracia del Espíritu Santo nos comprometemos a comunicar la Misericordia de Dios a todos los hombres, practicando las obras que el Espíritu suscita en cada uno para el bien común de todo el pueblo fiel de Dios.

Papa Benedicto XVI
ÁNGELUS, Domingo 3 de febrero de 2013
Queridos hermanos y hermanas:
El Evangelio de hoy –tomado del capítulo cuarto de san Lucas– es la continuación del domingo pasado. Nos hallamos todavía en la sinagoga de Nazaret, el lugar donde Jesús creció y donde todos le conocen, a Él y a su familia. Después de un período de ausencia, ha regresado de un modo nuevo: durante la liturgia del sábado lee una profecía de Isaías sobre el Mesías y anuncia su cumplimiento, dando a entender que esa palabra se refiere a Él, que Isaías hablaba de Él. Este hecho provoca el desconcierto de los nazarenos: por un lado, "todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca" (Lc 4, 22); san Marcos refiere que muchos decían: "¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada?" (Mc 6, 2); pero por otro lado sus conciudadanos le conocen demasiado bien: "Es uno como nosotros –dicen–. Su pretensión no podía ser más que una presunción" (cf. La infancia de Jesús, 11). "¿No es éste el hijo de José?" (Lc 4, 22), que es como decir: un carpintero de Nazaret, ¿qué aspiraciones puede tener?
Conociendo justamente esta cerrazón, que confirma el proverbio "ningún profeta es bien recibido en su tierra", Jesús dirige a la gente, en la sinagoga, palabras que suenan como una provocación. Cita dos milagros realizados por los grandes profetas Elías y Eliseo en ayuda de no israelitas, para demostrar que a veces hay más fe fuera de Israel. En ese momento la reacción es unánime: todos se levantan y le echan fuera, y hasta intentan despeñarle; pero Él, con calma soberana, pasa entre la gente enfurecida y se aleja. Entonces es espontáneo que nos preguntemos: ¿cómo es que Jesús quiso provocar esta ruptura? Al principio la gente se admiraba de Él, y tal vez habría podido lograr cierto consenso... Pero esa es precisamente la cuestión: Jesús no ha venido para buscar la aprobación de los hombres, sino –como dirá al final a Pilato– para "dar testimonio de la verdad" (Jn 18, 37). El verdadero profeta no obedece a nadie más que a Dios y se pone al servicio de la verdad, dispuesto a pagarlo en persona. Es verdad que Jesús es el profeta del amor, pero el amor tiene su verdad. Es más, amor y verdad son dos nombres de la misma realidad, dos nombres de Dios. En la liturgia del día resuenan también estas palabras de san Pablo: "El amor... no presume, no se engríe; no es indecoroso ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad" (1Co 13, 4-6). Creer en Dios significa renunciar a los propios prejuicios y acoger el rostro concreto en quien Él se ha revelado: el hombre Jesús de Nazaret. Y este camino conduce también a reconocerle y a servirle en los demás.
En esto es iluminadora la actitud de María. ¿Quién tuvo más familiaridad que ella con la humanidad de Jesús? Pero nunca se escandalizó como sus conciudadanos de Nazaret. Ella guardaba el misterio en su corazón y supo acogerlo cada vez más y cada vez de nuevo, en el camino de la fe, hasta la noche de la Cruz y la luz plena de la Resurrección. Que María nos ayude también a nosotros a recorrer con fidelidad y alegría este camino.

DIRECTORIO HOMILÉTICO
Ap. I. La homilía y el Catecismo de la Iglesia Católica.
Ciclo C. Cuarto domingo del Tiempo Ordinario.
Cristo el Profeta
436 Cristo viene de la traducción griega del término hebreo "Mesías" que quiere decir "ungido". No pasa a ser nombre propio de Jesús sino porque él cumple perfectamente la misión divina que esa palabra significa. En efecto, en Israel eran ungidos en el nombre de Dios los que le eran consagrados para una misión que habían recibido de él. Este era el caso de los reyes (cf. 1 S 9, 16; 1 S 10, 1; 1 S 16, 1. 12-13; 1 R 1, 39), de los sacerdotes (cf. Ex 29, 7; Lv 8, 12) y, excepcionalmente, de los profetas (cf. 1 R 19, 16). Este debía ser por excelencia el caso del Mesías que Dios enviaría para instaurar definitivamente su Reino (cf. Sal 2, 2; Hch 4, 26-27). El Mesías debía ser ungido por el Espíritu del Señor (cf. Is 11, 2) a la vez como rey y sacerdote (cf. Za 4, 14; Za 6, 13) pero también como profeta (cf. Is 61, 1; Lc 4, 16-21). Jesús cumplió la esperanza mesiánica de Israel en su triple función de sacerdote, profeta y rey.
1241 La unción con el santo crisma, óleo perfumado y consagrado por el obispo, significa el don del Espíritu Santo al nuevo bautizado. Ha llegado a ser un cristiano, es decir, "ungido" por el Espíritu Santo, incorporado a Cristo, que es ungido sacerdote, profeta y rey (cf OBP nº 62).
1546 Cristo, sumo sacerdote y único mediador, ha hecho de la Iglesia "un Reino de sacerdotes para su Dios y Padre" (Ap 1, 6; cf. Ap 5, 9-10; 1 P 2, 5. 9). Toda la comunidad de los creyentes es, como tal, sacerdotal. Los fieles ejercen su sacerdocio bautismal a través de su participación, cada uno según su vocación propia, en la misión de Cristo, Sacerdote, Profeta y Rey. Por los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación los fieles son "consagrados para ser… un sacerdocio santo" (LG 10).
Nuestra participación en el oficio profético de Cristo
904 "Cristo, … realiza su función profética … no sólo a través de la jerarquía … sino también por medio de los laicos. El los hace sus testigos y les da el sentido de la fe y la gracia de la palabra" (LG 35).
"Enseñar a alguien para traerlo a la fe es tarea de todo predicador e incluso de todo creyente" (Sto. Tomás de A., STh 3, 71. 4 ad 3).
905 Los laicos cumplen también su misión profética evangelizando, con "el anuncio de Cristo comunicado con el testimonio de la vida y de la palabra". En los laicos, esta evangelización "adquiere una nota específica y una eficacia particular por el hecho de que se realiza en las condiciones generales de nuestro mundo" (LG 35):
"Este apostolado no consiste sólo en el testimonio de vida; el verdadero apostolado busca ocasiones para anunciar a Cristo con su palabra, tanto a los no creyentes … como a los fieles" (AA 6; cf. AG 15).
906 Los fieles laicos que sean capaces de ello y que se formen para ello también pueden prestar su colaboración en la formación catequética (cf. CIC, can. 774, 776, 780), en la enseñanza de las ciencias sagradas (cf. CIC, can. 229), en los medios de comunicación social (cf. CIC, Ct 823, 1).
907 "Tienen el derecho, y a veces incluso el deber, en razón de su propio conocimiento, competencia y prestigio, de manifestar a los Pastores sagrados su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia y de manifestarla a los demás fieles, salvando siempre la integridad de la fe y de las costumbres y la reverencia hacia los Pastores, habida cuenta de la utilidad común y de la dignidad de las personas" (CIC, can. 212, 3).
La fe, el principio de la vida eterna
103 Por esta razón, la Iglesia ha venerado siempre las divinas Escrituras como venera también el Cuerpo del Señor. No cesa de presentar a los fieles el Pan de vida que se distribuye en la mesa de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo (cf. DV 21).
104 En la Sagrada Escritura, la Iglesia encuentra sin cesar su alimento y su fuerza (cf. DV 24), porque, en ella, no recibe solamente una palabra humana, sino lo que es realmente: la Palabra de Dios (cf. 1Ts 2, 13). "En los libros sagrados, el Padre que está en el cielo sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos" (DV 21).
La caridad
1822 La caridad es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas por él mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios.
1823 Jesús hace de la caridad el mandamiento nuevo (cf Jn 13, 34). Amando a los suyos "hasta el fin" (Jn 13, 1), manifiesta el amor del Padre que ha recibido. Amándose unos a otros, los discípulos imitan el amor de Jesús que reciben también en ellos. Por eso Jesús dice: "Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor" (Jn 15, 9). Y también: "Este es el mandamiento mío: que os améis unos a otros como yo os he amado" (Jn 15, 12).
1824 Fruto del Espíritu y plenitud de la ley, la caridad guarda los mandamientos de Dios y de Cristo: "Permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor" (Jn 15, 9-10; cf Mt 22, 40; Rm 13, 8-10).
1825 Cristo murió por amor a nosotros cuando éramos todavía enemigos (cf Rm 5, 10). El Señor nos pide que amemos como él hasta nuestros enemigos (cf Mt 5, 44), que nos hagamos prójimos del más lejano (cf Lc 10, 27-37), que amemos a los niños (cf Mc 9, 37) y a los pobres como a él mismo (cf Mt 25, 40. 45).
El apóstol S. Pablo ofrece una descripción incomparable de la caridad: "La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta (1Co 13, 4-7).
1826 "Si no tengo caridad - dice también el apóstol - nada soy… ". Y todo lo que es privilegio, servicio, virtud misma… "si no tengo caridad, nada me aprovecha" (1 Co 13, 1-4). La caridad es superior a todas las virtudes. Es la primera de las virtudes teologales: "Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad" (1Co 13, 13).
1827 El ejercicio de todas las virtudes está animado e inspirado por la caridad. Esta es "el vínculo de la perfección" (Col 3, 14); es la forma de las virtudes; las articula y las ordena entre sí; es fuente y término de su práctica cristiana. La caridad asegura y purifica nuestra facultad humana de amar. La eleva a la perfección sobrenatural del amor divino.
1828 La práctica de la vida moral animada por la caridad da al cristiano la libertad espiritual de los hijos de Dios. Este no se halla ante Dios como un esclavo, en el temor servil, ni como el mercenario en busca de un jornal, sino como un hijo que responde al amor del "que nos amó primero" (1Jn 4, 19):
"O nos apartamos del mal por temor del castigo y estamos en la disposición del esclavo, o buscamos el incentivo de la recompensa y nos parecemos a mercenarios, o finalmente obedecemos por el bien mismo del amor del que manda… y entonces estamos en la disposición de hijos" (S. Basilio, reg. fus. prol. 3).
1829 La caridad tiene por frutos el gozo, la paz y la misericordia. Exige la práctica del bien y la corrección fraterna; es benevolencia; suscita la reciprocidad; es siempre desinteresada y generosa; es amistad y comunión:
"La culminación de todas nuestras obras es el amor. Ese es el fin; para conseguirlo, corremos; haci a él corremos; una vez llegados, en él reposamos" (S. Agustín, ep. Jo. 10, 4).
La comunión en la Iglesia
772 En la Iglesia es donde Cristo realiza y revela su propio misterio como la finalidad de designio de Dios: "recapitular todo en El" (Ef 1, 10). San Pablo llama "gran misterio" (Ef 5, 32) al desposorio de Cristo y de la Iglesia. Porque la Iglesia se une a Cristo como a su esposo (cf. Ef 5, 25-27), por eso se convierte a su vez en Misterio (cf. Ef 3, 9-11). Contemplando en ella el Misterio, San Pablo escribe: el misterio "es Cristo en vosotros, la esperanza de la gloria" (Col 1, 27)
773 En la Iglesia esta comunión de los hombres con Dios por "la caridad que no pasará jamás"(1 Co 13, 8) es la finalidad que ordena todo lo que en ella es medio sacramental ligado a este mundo que pasa (cf. LG 48). "Su estructura está totalmente ordenada a la santidad de los miembros de Cristo. Y la santidad se aprecia en función del 'gran Misterio' en el que la Esposa responde con el don del amor al don del Esposo" (MD 27). María nos precede a todos en la santidad que es el Misterio de la Iglesia como la "Esposa sin tacha ni arruga" (Ef 5, 27). Por eso la dimensión mariana de la Iglesia precede a su dimensión petrina" (ibid.).
953 La comunión de la caridad : En la "comunión de los santos" "ninguno de nosotros vive para sí mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo" (Rm 14, 7). "Si sufre un miembro, todos los demás sufren con él. Si un miembro es honrado, todos los demás toman parte en su gozo. Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte" (1Co 12, 26-27). "La caridad no busca su interés" (1 Co 13, 5; cf. 1 Co 10, 24). El menor de nuestros actos hecho con caridad repercute en beneficio de todos, en esta solidaridad entre todos los hombres, vivos o muertos, que se funda en la comunión de los santos. Todo pecado daña a esta comunión.
Los que están en el cielo verán a Dios “cara a cara”
314 Creemos firmemente que Dios es el Señor del mundo y de la historia. Pero los caminos de su providencia nos son con frecuencia desconocidos. Sólo al final, cuando tenga fin nuestro conocimiento parcial, cuando veamos a Dios "cara a cara" (1 Co 13, 12), nos serán plenamente conocidos los caminos por los cuales, incluso a través de los dramas del mal y del pecado, Dios habrá conducido su creación hasta el reposo de ese Sabbat (cf Gn 2, 2) definitivo, en vista del cual creó el cielo y la tierra.
1023 Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo. Son para siempre semejantes a Dios, porque lo ven "tal cual es" (1Jn 3, 2), cara a cara (cf. 1Co 13, 12; Ap 22, 4):
"Definimos con la autoridad apostólica: que, según la disposición general de Dios, las almas de todos los santos … y de todos los demás fieles muertos después de recibir el bautismo de Cristo en los que no había nada que purificar cuando murieron;… o en caso de que tuvieran o tengan algo que purificar, una vez que estén purificadas después de la muerte … aun antes de la reasunción de sus cuerpos y del juicio final, después de la Ascensión al cielo del Salvador, Jesucristo Nuestro Señor, estuvieron, están y estarán en el cielo, en el reino de los cielos y paraíso celestial con Cristo, admitidos en la compañía de los ángeles. Y después de la muerte y pasión de nuestro Señor Jesucristo vieron y ven la divina esencia con una visión intuitiva y cara a cara, sin mediación de ninguna criatura" (Benedicto XII: DS 1000; cf. LG 49).
2519 A los "limpios de corazón" se les promete que verán a Dios cara a cara y que serán semejantes a él (cf 1Co 13, 12; 1Jn 3, 2). La pureza de corazón es el preámbulo de la visión. Ya desde ahora esta pureza nos concede ver según Dios, recibir a otro como un "prójimo"; nos permite considerar el cuerpo humano, el nuestro y el del prójimo, como un templo del Espíritu Santo, una manifestación de la belleza divina.

Se dice Credo.

Oración de los fieles
Año C
Oremos al Señor nuestro Dios. El inclina su oído a nosotros y nos salva.
- Por los que han recibido la misión de anunciar el Exangelio para que lo anuncien sin temor, denunciando el pecado, llamando a la esperanza, consolando, iluminando. Roguemos al Señor.
- Por los que cumplen la ardua tarea de educar a los demás, para que enseñen con autoridad, con coherencia, con la palabra y el testimonio de vida. Roguemos al Señor.
- Por aquellos a quienes les cuesta reconocer la palabra de Dios en la envoltura de la palabra humana, para que sepan aceptarla con fe y humildad Roguemos al Señor.
- Por nosotros, para que no rechacemos la palabra de Dios que nos interpela, incluso cuando contradice nuestra manera de pensar y de vivir. Roguemos al Señor.
Señor, tú eres nuestra esperanza; que nuestra boca pueda contar tu auxilio. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Oración sobre las ofrendas
Presentamos, Señor, estas ofrendas en tu altar como signo de nuestro reconocimiento; concédenos, al aceptarlas con bondad, transformarlas en sacramento de nuestra redención. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Altáribus tuis, Dómine, múnera nostrae servitútis inférimus, quae, placátus assúmens, sacraméntum nostrae redemptiónis effícias. Per Christum.

PREFACIO IV DOMINICAL DEL TIEMPO ORDINARIO
LAS ETAPAS DE LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN EN CRISTO
En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno, por Cristo, Señor nuestro.
Porque él, con su nacimiento, renovó la vieja condición humana; con su pasión destruyó nuestro pecado; al resucitar de entre los muertos, nos aseguró el acceso a la vida eterna; y en su ascensión al Padre, abrió las puertas del cielo.
Por eso, con los ángeles y la multitud de los santos, te cantamos el himno de alabanza diciendo sin cesar:

Vere dignum et iustum est, aequum et salutáre, nos tibi semper et ubíque grátias ágere: Dómine, sancte Pater, omnípotens aetérne Deus: per Christum Dóminum nostrum.
Ipse enim nascéndo vetustátem hóminum renovávit, patiéndo delévit nostra peccáta, aetérnae vitae áditum praestitit a mórtuis resurgéndo, ad te Patrem ascendéndo caeléstes iánuas reserávit.
Et ídeo, cum Angelórum atque Sanctórum turba, hymnum laudis tibi cánimus, sine fine dicéntes:

Santo, Santo, Santo…

PLEGARIA EUCARÍSTICA III

Antífona de comunión Sal 30, 17-18

Haz brillar tu rostro sobre tu siervo, sálvame por tu misericordia, Señor, no quede yo defraudado tras haber acudido a ti.
Illúmina fáciem tuam super servum tuum, et salvum me fac in tua misericórdia. Dómine, non confúndar, quóniam invocávi te.
O bien: Mt 5, 3-4
Bienaventurados los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra.
Beáti páuperes spíritu, quóniam ipsórum est regnum caelórum. Beáti mites, quóniam ipsi possidébunt terram.

Oración después de la comunión
Alimentados por estos dones de nuestra redención, te suplicamos, Señor, que, con este auxilio de salvación eterna, crezca continuamente la fe verdadera. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Redemptiónis nostrae múnere vegetáti, quaesumus, Dómine, ut hoc perpétuae salútis auxílio fides semper vera profíciat. Per Christum.

MARTIROLOGIO

Elogios del 31 de enero
M
emoria de san Juan Bosco, presbítero, el cual, después de una niñez dura, fue ordenado sacerdote, y en la ciudad de Turín se dedicó con todas sus fuerzas a la formación de los adolescentes. Fundó la Sociedad Salesiana y, con la ayuda de santa María Domènica Mazzarello, el Instituto de las Hijas de María Auxiliadora, para enseñar oficios a la juventud e instruirles en la vida cristiana. Lleno de virtudes y méritos, voló al cielo, en este día, en la misma ciudad de Turín, en Italia. (1888)
2. En Corinto, en la provincia romana de Acaya, hoy Grecia, santos mártires Victorino, Víctor, Nicéforo, Claudio, Diodoro, Serapión y Papías, que en tiempo del emperador Decio consumaron su martirio después de innumerables suplicios. (c. 250)
3. Conmemoración de san Metrano, mártir en Alejandría de Egipto, que en tiempo del mismo emperador Decio, por negarse a proferir palabras impías, como le exigían los paganos, primero fue cruelmente atormentado y después, conducido fuera de la ciudad, lapidado hasta la muerte. (c. 249)
4. También en la misma ciudad de Alejandría, santos mártires Ciro y Juan, los cuales, después de muchos tormentos, fueron decapitados por confesar a Cristo. (s. IV)
5. En Módena, localidad de la región hoy italiana de Emilia-Romaña, san Geminiano, obispo, que condujo a su Iglesia del error de los arrianos a la fe ortodoxa. (s. IV)
6. En Persia, actual Irak, pasión de san Abrahán, obispo de Arbelas, que en tiempo de Sapor, rey de los persas, fue decapitado por negarse a adorar al sol. (345)
7. En la ciudad de Novara, en región actualmente italiana de Liguria, san Julio, presbítero(s. IV inc.).
8. En Roma, conmemoración de santa Marcela, viuda, que, como recuerda san Jerónimo, abandonando sus riquezas y dignidades, se ennobleció con la pobreza y la humildad. (410)
9*. En Ferns, en Irlanda, san Maedóc o Aidano, obispo, que fue el fundador del monasterio de este lugar y se distinguió por su austeridad. (c. 626)
10*. En el territorio de Coutances, en Neustria, actualmente Francia, san Waldo o Gaudo, obispo de Évreux. (s. VII)
11*. En Viktorsberg, cerca de Rankwéil, en Baviera meridional, hoy Austria, san Eusebio, el cual, nacido en Irlanda, se hizo peregrino por Cristo y después fue monje en la abadía de San Gallo, terminando sus días como eremita. (884)
12*. En Roma, beata Ludovica Albertoni, que educó cristianamente a sus hijos y, al morir su esposo, tras entrar en la Tercera Orden Regular de San Francisco, prestó ayuda a los necesitados, hasta tal punto de que, de ser rica, llegó a la total pobreza. (1533)
13. En Nápoles, ciudad de la región de Campania, en Italia, san Francisco Javier María Bianchi, presbítero de la Orden de Clérigos Regulares de San Pablo, quien, dotado de carismas místicos, convirtió a muchos a una vida conforme a la gracia del Evangelio. (1815)
14. En Corea, santos mártires Agustín Pak Chong-won, catequista, junto con cinco compañeros*, todos los cuales, por mantener fielmente la profesión de su fe cristiana, después de sufrir varios tormentos fueron degollados, glorificando así a Dios (1840).
*Sus nombres son: santos Pedro Hong Pyong-ju, catequista; María Yi In-dog, virgen; Magdalena Son So-byog, Águeda Yi Kyong-i y Águeda Kwon Chin-i.
- Beata Candelaria de San José Paz Castillo Ramírez (1863- Caracas, Venezuela 1940). Religiosa. Fundadora de las Hermanas Carmelitas de la Madre Candelaria.
- Beata María Cristina de Savoia (1812- Nápoles, Italia 1836). Reina consorte de las dos Sicilias, que se destacó por sus virtudes, obras de piedad y prácticas religiosas.

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