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jueves, 23 de diciembre de 2021

Jueves 27 enero 2022, Jueves de la III semana del Tiempo Ordinario, feria o santa Ángela de Mérici, virgen, memoria libre.

SOBRE LITURGIA

BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL

Plaza de San Pedro. Miércoles 16 de mayo de 2012

La oración en las Cartas de san Pablo

Queridos hermanos y hermanas:

En las últimas catequesis hemos reflexionado sobre la oración en los Hechos de los Apóstoles, hoy quiero comenzar a hablar de la oración en las Cartas de san Pablo, el Apóstol de los gentiles. Ante todo, quiero notar cómo no es casualidad que sus Cartas comiencen y concluyan con expresiones de oración: al inicio, acción de gracias y alabanza; y, al final, deseo de que la gracia de Dios guíe el camino de la comunidad a la que está dirigida la carta. Entre la fórmula de apertura: «Doy gracias a mi Dios por medio de Jesucristo» (Rm 1, 8), y el deseo final: «La gracia del Señor Jesús esté con vosotros» (1 Co 16, 23), se desarrollan los contenidos de las Cartas del Apóstol. La oración de san Pablo se manifiesta en una gran riqueza de formas que van de la acción de gracias a la bendición, de la alabanza a la petición y a la intercesión, del himno a la súplica: una variedad de expresiones que demuestra cómo la oración implica y penetra todas las situaciones de la vida, tanto las personales como las de las comunidades a las que se dirige.

Un primer elemento que el Apóstol quiere hacernos comprender es que la oración no se debe ver como una simple obra buena realizada por nosotros con respecto de Dios, una acción nuestra. Es ante todo un don, fruto de la presencia viva, vivificante del Padre y de Jesucristo en nosotros. En la Carta a los Romanos escribe: «Del mismo modo el Espíritu acude en ayuda de nuestra debilidad, pues nosotros no sabemos orar como conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables» (8, 26). Y sabemos que es verdad lo que dice el Apóstol: «No sabemos orar como conviene». Queremos orar, pero Dios está lejos, no tenemos las palabras, el lenguaje, para hablar con Dios, ni siquiera el pensamiento. Sólo podemos abrirnos, poner nuestro tiempo a disposición de Dios, esperar que él nos ayude a entrar en el verdadero diálogo. El Apóstol dice: precisamente esta falta de palabras, esta ausencia de palabras, incluso este deseo de entrar en contacto con Dios, es oración que el Espíritu Santo no sólo comprende, sino que lleva, interpreta ante Dios. Precisamente esta debilidad nuestra se transforma, a través del Espíritu Santo, en verdadera oración, en verdadero contacto con Dios. El Espíritu Santo es, en cierto modo, intérprete que nos hace comprender a nosotros mismos y a Dios lo que queremos decir.

En la oración, más que en otras dimensiones de la existencia, experimentamos nuestra debilidad, nuestra pobreza, nuestro ser criaturas, pues nos encontramos ante la omnipotencia y la trascendencia de Dios. Y cuanto más progresamos en la escucha y en el diálogo con Dios, para que la oración se convierta en la respiración diaria de nuestra alma, tanto más percibimos incluso el sentido de nuestra limitación, no sólo ante las situaciones concretas de cada día, sino también en la misma relación con el Señor. Entonces aumenta en nosotros la necesidad de fiarnos, de abandonarnos cada vez más a él; comprendemos que «no sabemos orar como conviene» (Rm 8, 26). Y el Espíritu Santo nos ayuda en nuestra incapacidad, ilumina nuestra mente y calienta nuestro corazón, guiando nuestra oración a Dios. Para san Pablo la oración es sobre todo obra del Espíritu en nuestra humanidad, para hacerse cargo de nuestra debilidad y transformarnos de hombres vinculados a las realidades materiales en hombres espirituales. En la Primera Carta a los Corintios dice: «Nosotros hemos recibido un Espíritu que no es del mundo; es el Espíritu que viene de Dios, para que conozcamos los dones que de Dios recibimos. Cuando explicamos verdades espirituales a hombres de espíritu, no las exponemos en el lenguaje que enseña el saber humano, sino en el que enseña el Espíritu» (2, 12-13). Al habitar en nuestra fragilidad humana, el Espíritu Santo nos cambia, intercede por nosotros y nos conduce hacia las alturas de Dios (cf. Rm 8, 26).

Con esta presencia del Espíritu Santo se realiza nuestra unión con Cristo, pues se trata del Espíritu del Hijo de Dios, en el que hemos sido hecho hijos. San Pablo habla del Espíritu de Cristo (cf. Rm 8, 9) y no sólo del Espíritu de Dios. Es obvio: si Cristo es el Hijo de Dios, su Espíritu es también Espíritu de Dios, y así si el Espíritu de Dios, el Espíritu de Cristo, se hizo ya muy cercano a nosotros en el Hijo de Dios e Hijo del hombre, el Espíritu de Dios también se hace espíritu humano y nos toca; podemos entrar en la comunión del Espíritu. Es como si dijera que no solamente Dios Padre se hizo visible en la encarnación del Hijo, sino también el Espíritu de Dios se manifiesta en la vida y en la acción de Jesús, de Jesucristo, que vivió, fue crucificado, murió y resucitó. El Apóstol recuerda que «nadie puede decir “Jesús es Señor”, sino por el Espíritu Santo» (1 Co 12, 3). Así pues, el Espíritu orienta nuestro corazón hacia Jesucristo, de manera que «ya no somos nosotros quienes vivimos, sino que es Cristo quien vive en nosotros» (cf. Ga 2, 20). En sus Catequesis sobre los sacramentos, san Ambrosio, reflexionando sobre la Eucaristía, afirma: «Quien se embriaga del Espíritu está arraigado en Cristo» (5, 3, 17: pl 16, 450).

Y ahora quiero poner de relieve tres consecuencias en nuestra vida cristiana cuando dejamos actuar en nosotros, no el espíritu del mundo, sino el Espíritu de Cristo como principio interior de todo nuestro obrar.

Ante todo, con la oración animada por el Espíritu somos capaces de abandonar y superar cualquier forma de miedo o de esclavitud, viviendo la auténtica libertad de los hijos de Dios. Sin la oración que alimenta cada día nuestro ser en Cristo, en una intimidad que crece progresivamente, nos encontramos en la situación descrita por san Pablo en la Carta a los Romanos: no hacemos el bien que queremos, sino el mal que no queremos (cf. Rm 7, 19). Y esta es la expresión de la alienación del ser humano, de la destrucción de nuestra libertad, por las circunstancias de nuestro ser a causa del pecado original: queremos el bien que no hacemos y hacemos lo que no queremos, el mal. El Apóstol quiere darnos a entender que no es en primer lugar nuestra voluntad lo que nos libra de estas condiciones, y tampoco la Ley, sino el Espíritu Santo. Y dado que «donde está el Espíritu del Señor hay libertad» (2 Co 3, 17), con la oración experimentamos la libertad que nos ha dado el Espíritu: una libertad auténtica, que es libertad del mal y del pecado para el bien y para la vida, para Dios. La libertad del Espíritu, prosigue san Pablo, no se identifica nunca ni con el libertinaje ni con la posibilidad de optar por el mal, sino con el «fruto del Espíritu que es: amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, lealtad, modestia, dominio de sí» (Ga 5, 22). Esta es la verdadera libertad: poder seguir realmente el deseo del bien, de la verdadera alegría, de la comunión con Dios, y no ser oprimido por las circunstancias que nos llevan a otras direcciones.

Una segunda consecuencia que se verifica en nuestra vida cuando dejamos actuar en nosotros al Espíritu de Cristo es que la relación misma con Dios se hace tan profunda que no la altera ninguna realidad o situación. Entonces comprendemos que con la oración no somos liberados de las pruebas o de los sufrimientos, sino que podemos vivirlos en unión con Cristo, con sus sufrimientos, en la perspectiva de participar también de su gloria (cf. Rm 8, 17). Muchas veces, en nuestra oración, pedimos a Dios que nos libre del mal físico y espiritual, y lo hacemos con gran confianza. Sin embargo, a menudo tenemos la impresión de que no nos escucha y entonces corremos el peligro de desalentarnos y de no perseverar. En realidad, no hay grito humano que Dios no escuche, y precisamente en la oración constante y fiel comprendemos con san Pablo que «los sufrimientos de ahora no se pueden comparar con la gloria que un día se nos manifestará» (Rm 8, 18). La oración no nos libra de la prueba y de los sufrimientos; más aún —dice san Pablo— nosotros «gemimos en nuestro interior, aguardando la adopción filial, la redención de nuestro cuerpo» (Rm 8, 23); él dice que la oración no nos libra del sufrimiento, pero la oración nos permite vivirlo y afrontarlo con una fuerza nueva, con la misma confianza de Jesús, el cual —según la Carta a los Hebreos— «en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, siendo escuchado por su piedad filial» (5, 7). La respuesta de Dios Padre al Hijo, a sus fuertes gritos y lágrimas, no fue la liberación de los sufrimientos, de la cruz, de la muerte, sino que fue una escucha mucho más grande, una respuesta mucho más profunda; a través de la cruz y la muerte, Dios respondió con la resurrección del Hijo, con la nueva vida. La oración animada por el Espíritu Santo nos lleva también a nosotros a vivir cada día el camino de la vida con sus pruebas y sufrimientos, en la plena esperanza, en la confianza en Dios que responde como respondió al Hijo.

Y, en tercer lugar, la oración del creyente se abre también a las dimensiones de la humanidad y de toda la creación, que, «expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios» (Rm 8, 19). Esto significa que la oración, sostenida por el Espíritu de Cristo que habla en lo más íntimo de nosotros mismos, no permanece nunca cerrada en sí misma, nunca es sólo oración por mí, sino que se abre a compartir los sufrimientos de nuestro tiempo, de los demás. Se transforma en intercesión por los demás, y así en mi liberación, en canal de esperanza para toda la creación, en expresión de aquel amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu que se nos ha dado (cf. Rm 5, 5). Y precisamente este es un signo de una verdadera oración, que no acaba en nosotros mismos, sino que se abre a los demás, y así me libera, así ayuda a la redención del mundo.

Queridos hermanos y hermanas, san Pablo nos enseña que en nuestra oración debemos abrirnos a la presencia del Espíritu Santo, el cual ruega en nosotros con gemidos inefables, para llevarnos a adherirnos a Dios con todo nuestro corazón y con todo nuestro ser. El Espíritu de Cristo se convierte en la fuerza de nuestra oración «débil», en la luz de nuestra oración «apagada», en el fuego de nuestra oración «árida», dándonos la verdadera libertad interior, enseñándonos a vivir afrontando las pruebas de la existencia, con la certeza de que no estamos solos, abriéndonos a los horizontes de la humanidad y de la creación «que gime y sufre dolores de parto» (Rm 8, 22). Gracias.

CALENDARIO

27 JUEVES DE LA III SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO, feria o SANTA ÁNGELA DE MÉRICI, virgen, memoria libre

Misa
de feria (verde) o de la memoria (blanco).
MISAL: para la feria cualquier formulario permitido (véase pág. 67, n. 5) / para la memoria 1.ª orac. prop. y el resto del común de vírgenes (para una virgen) o de santos (para educadores), o de un domingo del T.O.; Pf. común o de la memoria.
LECC.: vol. III-par.
- 2 Sam 7, 18-19. 24-29.
¿Quién soy yo, mi Dueño y Señor, y quién la casa de mi padre?
- Sal 131. R. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre.
- Mc 4, 21-25. La lámpara se trae para ponerla en el candelero. La medida que uséis la usarán con vosotros.
o bien:
cf. vol. IV.

Liturgia de las Horas: oficio de feria o de la memoria.

Martirologio: elogs. del 28 de enero, pág. 132.
CALENDARIOS: Compañía de Santa Teresa de Jesús: San Enrique de Ossó y Cervelló, presbítero (S). Tortosa-ciudad: (MO). Segorbe-Castellón, Tortosa-diócesis, Tarragona y Carmelitas Descalzos: (ML).
Jerónimos y HH. de las Escuelas Cristianas: Santos Timoteo y Tito, obispos (MO).
Burgos y Toledo: San Julián de Cuenca, obispo (ML).
Canónigos Regulares de Letrán: Aniversario de los padres y madres difuntos.

TEXTOS MISA

Misa de la feria: 
del III Domingo del T. Ordinario (o de otro Domingo del T. Ordinario).

Misa de la memoria:

27 de enero
Santa Ángela de Mérici, virgen

La oración colecta es propia. El resto está tomado del común de vírgenes, para una vírgen 2.

Antífona de entrada

Alegrémonos, exultemos, porque el Señor ha amado a esta virgen santa y gloriosa.
Gaudeámus et exsultémus, quia Dóminus ómnium diléxit vírginem sanctam atque gloriósam.
O bien:
Esta es la virgen sabia que el Señor encontró vigilante, con el aceite de su lámpara preparado y, al llegar el Señor, entró con él en el banquete de bodas.
Haec est virgo sápiens, quam Dóminus vigilántem invénit, quae accéptis lampádibus sumpsit secum óleum et, veniénte Dómino, introívit cum eo ad núptias.

Monición de entrada
Conmemoramos en esta celebración a santa Angela Mérici, virgen, nacida alrededor del año 1470 en la región de Venecia. Vistió primero el hábito de la Tercera Orden Regular de San Francisco y con gran tenacidad fue llevando adelante su empeño de promoción cultural y educación en la fe de las futuras madres de familia. Se le unieron varias jóvenes, lo que dio lugar a la fundación de un instituto religioso, el de las comúnmente llamadas ursulinas. No pocas dificultades hubo de vencer en aquellos tiempos para lograr su propósito de equiparar culturalmente a la mujer con el hombre. Murió en Brescia, ciudad de Lombardía, en Italia, el año 1540.

Oración colecta
Imploramos, Señor, de tu piedad, que no nos falte la intercesión de santa Angela de Mérici, virgen, para que, siguiendo su testimonio de caridad y prudencia, podamos guardar tu doctrina y manifestarla en nuestras obras. Por nuestro Señor Jesucristo.
Pietáti tuae, quaesumus, Dómine, nos beáta virgo Angela commendáre non désinat, ut, eius caritátis et prudéntiae documénta sectántes, tuam valeámus doctrínam custodíre et móribus profitéri. Per Dóminum.

LITURGIA DE LA PALABRA
Lecturas del Jueves de la III semana del Tiempo Ordinario, año par (Lec. III-par).

PRIMERA LECTURA 2 Sam 7, 18-19. 24-29
¿Quién soy yo, mi Dueño y Señor, y quién la casa de mi padre?
Lectura del segundo libro de Samuel.

Después de que Natán habló a David, el rey David vino a presentarse ante el Señor y dijo:
«¿Quién soy yo, mi Dueño y Señor, y quién la casa de mi padre, para que me hayas engrandecido hasta tal punto? Y, por si esto fuera poco a los ojos de mi Dueño y Señor, has hecho también a la casa de tu siervo una promesa para el futuro. ¡Esta es la ley del hombre, Dueño mío y Señor mío!
Constituiste a tu pueblo Israel pueblo tuyo para siempre, y tú, Señor, eres su Dios.
Ahora, pues, Señor Dios, confirma la palabra que has pronunciado acerca de tu siervo y de su casa, y cumple tu promesa. Tu nombre sea ensalzado por siempre de este modo: “El Señor del universo es el Dios de Israel y la casa de tu siervo David permanezca estable en tu presencia”.
Pues tú, Señor del universo, Dios de Israel, has manifestado a tu siervo: “Yo te construiré una casa”. Por eso, tu siervo ha tenido ánimo para dirigirte esta oración. Tú, mi Dueño y Señor, eres Dios, tus palabras son verdad, y has prometido a tu siervo este bien.
Dígnate, pues, bendecir a la casa de tu siervo, para que permanezca para siempre ante ti. Pues tú, mi Dueño y Señor, has hablado, sea bendita la casa de tu siervo para siempre».

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Salmo responsorial Sal 131, 1b-2. 3-5. 11. 12. 13-14 (R.: Lc 1, 32b)
R. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre.
Dábit illis Dóminus Deus sedem David patris eius.

V. Señor, tenle en cuenta a David
todos sus afanes:
cómo juró al Señor
e hizo voto al Fuerte de Jacob.
R. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre.
Dábit illis Dóminus Deus sedem David patris eius.

V. «No entraré bajo el techo de mi casa,
no subiré al lecho de mi descanso,
no daré sueño a mis ojos,
ni reposo a mis párpados,
hasta que encuentre un lugar para el Señor,
una morada para el Fuerte de Jacob».
R. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre.
Dábit illis Dóminus Deus sedem David patris eius.

V. El Señor ha jurado a David
una promesa que no retractará:
«A uno de tu linaje
pondré sobre tu trono».
R. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre.
Dábit illis Dóminus Deus sedem David patris eius.

V. «Si tus hijos guardan mi alianza
y los mandatos que les enseño,
también sus hijos, por siempre,
se sentarán sobre tu trono».
R. El Señor Dios le dará el trono de David su padre.
Dábit illis Dóminus Deus sedem David patris eius.

V. Porque el Señor ha elegido a Sión,
ha deseado vivir en ella:
«Esta es mi mansión por siempre;
aquí viviré, porque la deseo».
R. El Señor Dios le dará el trono de David su padre.
Dábit illis Dóminus Deus sedem David patris eius.

Aleluya Sal 118, 105
R. Aleluya, aleluya, aleluya.
V. Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero. R.
Lucérna pédibus meis verbum tuum, et lumen sémitis tuis.

EVANGELIO Mc 4, 21-25
La lámpara se trae para ponerla en el candelero. La medida que uséis la usarán con vosotros
 Lectura del santo Evangelio según san Marcos.
R. Gloria a ti, Señor.

En aquel tiempo, Jesús dijo al gentío:
«¿Se trae la lámpara para meterla debajo del celemín o debajo de la cama?, ¿no es para ponerla en el candelero? No hay nada escondido, sino para que sea descubierto; no hay nada oculto, sino para que salga a la luz. El que tenga oídos para oír, que oiga».
Les dijo también:
«Atención a lo que estáis oyendo: la medida que uséis la usarán con vosotros, y con creces. Porque al que tiene se le dará, y al que no tiene se le quitará hasta lo que tiene».

Palabra del Señor.
R. Gloria a ti, Señor Jesús.

Papa Francisco, Homilía en santa Marta 28-enero-2016
La medida de la que habla Jesús es «plena, buena, rebosante». Del mismo modo, «el corazón cristiano es magnánimo. Está abierto, siempre». No es, pues, «un corazón que se cierra en el propio egoísmo». No es un corazón que se pone límites, que «cuenta: hasta aquí, hasta allá». «Cuando tú entras en esta luz de Jesús, cuando entras en la amistad de Jesús, cuando te dejas guiar por el Espíritu Santo, el corazón se abre, llega a ser magnánimo». Se activa, en este punto, una dinámica particular: el cristiano «no gana: pierde». Pero, en realidad, «pierde para ganar otra cosa, y con esta “derrota” de intereses, gana a Jesús, gana convirtiéndose en testigo de Jesús».

Oración de los fieles
Ferias del Tiempo Ordinario XV

Oremos, hermanos, a Dios nuestro Padre, a fin de que todos los hombres experimentemos su bondad y misericordia.
- Por la Iglesia, para que sea signo de paz y reconciliación entre los hombres. Roguemos al Señor.
- Por los pueblos de la tierra, para que superen todo lo que los desune y promuevan todo cuanto los acerca. Roguemos al Señor.
- Por los que odian, por los resentidos y amargados, para que descubran que la felicidad se encuentra en el perdón. Roguemos al Señor.
- Por todos nosotros, para que sepamos perdonar como Dios mismo nos perdona. Roguemos al Señor.
Padre nuestro, que nos has enseñado a perdonar para recibir tu perdón. Haz que siempre observemos esta ley y así merezcamos ser llamados y ser, en verdad, hijos tuyos. Por Jesucristo, nuestro Señor.
R. Amén.

Misa de la memoria:
Oración sobre las ofrendas
Señor, concédenos recibir el fruto de estas ofrendas que te presentamos, para que, a ejemplo de santa N., limpios de la antigua condición pecadora, nos renovemos con la prenda de la vida celestial. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Dicátae, quaesumus, Dómine, capiámus oblatiónis efféctum, ut, beátae N. exémplo, terrénae vetustátis conversatióne mundáti, caeléstis vitae proféctibus innovémur. Per Christum.

PREFACIO COMÚN II
LA SALVACIÓN POR CRISTO
En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno, que por amor creaste al hombre, y, aunque condenado justamente, con tu misericordia lo redimiste, por Cristo, Señor nuestro.
Por él, los ángeles alaban tu gloria, te adoran las dominaciones y tiemblan las potestades, los cielos, sus virtudes y los santos serafines te celebran unidos en común alegría. Permítenos asociarnos a sus voces cantando humildemente tu alabanza:

Vere dignum et iustum est, aequum et salutáre, nos tibi semper et ubíque grátias ágere: Dómine, sancte Pater, omnípotens aetérne Deus:
Qui bonitáte hóminem condidísti, ac iustítia damnátum misericórdia redemísti: per Christum Dóminum nostrum.
Per quem maiestátem tuam laudant Angeli, adórant Dominatiónes, tremunt Potestátes. Caeli caelorúmque Virtútes, ac beáta Séraphim, sócia exsultatióne concélebrant. Cum quibus et nostras voces ut admítti iúbeas, deprecámur, súpplici confessióne dicéntes:

Santo, Santo, Santo...

PLEGARIA EUCARÍSTICA II

Antífona de la comunión Cf. Mt 25, 4. 6

Las cinco vírgenes prudentes se llevaron alcuzas de aceite con las lámparas. A media noche se oyó una voz: «Que llega el esposo, salid al encuentro de Cristo, el Señor».
Quinque prudéntes vírgines accepérunt óleum in vasis suis cum lampádibus. Média autem nocte clamor factus est: Ecce sponsus venit, exíte óbviam Christo Dómino.

Oración después de la comunión
Señor, que la santa comunión del Cuerpo y de la Sangre de tu Unigénito nos aparte de todas las cosas perecederas, para que, a ejemplo de santa N., podamos servirte en la tierra con amor sincero y gozar eternamente de tu contemplación en el cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Córporis et Sánguinis Unigéniti tui sacra percéptio, Dómine, ab ómnibus nos cadúcis rebus avértat, ut exémplo beátae N. valeámus tui et sincéra in terris caritáte profícere, et perpétua in caelis visióne gaudére. Per Christum.

MARTIROLOGIO

Elogios del 28 de enero
M
emoria de santo Tomás de Aquino, presbítero de la Orden de Predicadores y doctor de la Iglesia, que, dotado de gran inteligencia, con sus discursos y escritos comunicó a los demás una extraordinaria sabiduría. Llamado a participar en el II Concilio Ecuménico de Lyon por el papa beato Gregorio X, falleció durante el viaje en el monasterio de Fossanova, en la región italiana del Lacio, el día siete de marzo, fecha en la que, años después,se trasladaron sus restos a la ciudad de Toulouse, en Francia. (1274)
2. En el monasterio de Réome, en el territorio de Langres, en Neustria, hoy Francia, san Juan, presbítero, varón totalmente entregado a Dios, que presidió una comunidad monástica según la Regla de san Macario. (c. 554)
3. Conmemoración de san Santiago, eremita en Palestina, que se escondió largo tiempo en una tumba para llevar vida penitente. (s. VI)
4. En Cuenca, en la región de Castilla la Nueva, en España, san Julián, obispo, que fue el segundo pastor de esta ciudad, una vez recuperada de manos de los musulmanes. Egregio por su estilo de vida, se distinguió por repartir entre los pobres los bienes de la Iglesia y trabajar con sus manos para obtener el sustento diario. (c. 1207)
5*. En el monasterio de san Frediano, cerca de Pisa, en la región italiana de Toscana, beato Bartolomé Aiutamicristo, religioso de la Orden de los Camaldulenses. (1224)
6*. En el lugar de Plévin, en Bretaña Menor, en Francia, beato Julián Maunoir, presbítero de la Orden de la Compañía de Jesús, que por espacio de cuarenta y dos años se entregó a las misiones populares por todos los lugares y aldeas del territorio. (1683)
7. En la ciudad de Maokou, en la provincia de Guizhou, en China, santos Águeda Lin Zhao, virgen, Jerónimo Lu Tingmei y Lorenzo Wang Bing, mártires, que, siendo catequistas, en tiempo del emperador Wenzongxian fueron denunciados como cristianos y finalmente decapitados. (1858)
8*. En la ciudad de Daijiazhuang, en la provincia de Shandong, al sur de China, san José Freinademetz, presbítero de la Sociedad del Verbo Divino, que trabajó incansablemente en la evangelización de aquella región. (1908)
9*. En la localidad de Picassent, en la provincia de Valencia, en España, beata María Luisa Montesinos Orduña, virgen y mártir, la cual, durante la persecución contra la fe, participó con el martirio en la victoria de Cristo.  (1937)
10*. En el campo de concentración de Kharsk, cerca de Tomsk, en la región de Siberia, en Rusia, beata Olimpia (Olga) Bidà, virgen y mártir, de la Congregación de las Hermanas de San José, que, por amor a Cristo, durante la persecución antirreligiosa soportó toda clase de pruebas. (1952)

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