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Papa Francisco, Discurso al Pontificio Colegio Maronita de Roma (16-febrero-2018).

DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LA COMUNIDAD DEL PONTIFICIO COLEGIO MARONITA DE ROMA

Sala del Consistorio, Viernes, 16 de febrero de 2018

Excelencia,
queridos hermanos:

Os saludo afectuosamente, contento de acogeros. Este año se cumple el décimo aniversario de la aprobación del nuevo estatuto de vuestro Colegio. Es la ocasión para reunirnos, y para recordar vuestra historia y profundizar en vuestras raíces. En realidad, este tiempo que pasáis en Roma es un momento para consolidar las raíces. Me refiero a las raíces presentes en el mismo nombre de vuestra Iglesia, que nos devuelve a san Marón ―lo celebrasteis hace pocos días― y, con él, al monacato, a esa forma de vida que no se conforma con una fe moderada y discreta, sino necesita ir mas allá, amar con todo corazón. Vidas pobres a los ojos del mundo, pero preciosas ante Dios y ante los demás. Recurriendo a estas fuentes puras vuestro ministerio será agua fresca para los sedientos de hoy. Nuestro corazón, como una brújula, busca donde orientarse y se dirige hacia lo que ama; “porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón” (Mt 6,21), dice Jesús. Vosotros, en estos años, ayudados por la formación espiritual, por el estudio, por la vida comunitaria, tenéis la gracia de ajustar el corazón, para que encuentre en la fe el impulso de vuestros grandes padres y madres.

Pero hoy existe el riesgo de que vengamos absorbidos por la cultura del temporal y de la apariencia. Estos años son la ocasión para procurarse los anticuerpos contra la mundanidad y la mediocridad. Son años de práctica en el “gimnasio romano”, donde con la ayuda de Dios y de quien os acompaña en el camino podéis reforzar las bases: ante todo las de una indispensable disciplina espiritual, que se basa en los pilares de la oración y del trabajo interior. Una oración litúrgica y personal a la que no bastan los hermosos rituales, sino que lleva la vida ante el Señor y al Señor dentro de la vida. Un trabajo interior paciente que, abierto al debate, ayudado por el estudio y fortalecido por el compromiso, actúe un discernimiento que reconozca las tentaciones y descubra la falsedad, para vivir el ministerio con la libertad más grande, sin hipocresías, sin fingir.

El enriquecimiento humano, intelectual y espiritual que recibís en estos años no es un premio para vosotros, tampoco un bien que explotar para la propia carrera, sino un tesoro destinado a los fieles que os esperan en vuestras eparquías y a los que vuestra vida espera entregarse. Porque no seréis llamados a desempeñar, aunque bien, una función ―¡no es suficiente!― sino a vivir una misión, sin ahorraos, sin muchos cálculos, sin límites de disponibilidad. Vosotros mismos tendréis la necesidad de escuchar mucho a la gente: Dios, de hecho, os confirmará también por medio de sus vidas, de muchos encuentros, de sus imprevisibles sorpresas. Y vosotros, como pastores en estrecho contacto con su rebaño, sentiréis la felicidad más auténtica cuando os inclinaréis sobre ellos, haciendo vuestras sus alegrías y sus sufrimientos, y cuando, al final del día, podréis contar al Señor el amor que habréis recibido y dado.

Estáis llamados a vivir todo esto en un momento no exento de sufrimientos y de peligros, pero también revestido de esperanzas. El pueblo que se os habrá confiado, desorientado por la inestabilidad que, desgraciadamente, continúa repercutiendo en Oriente Medio, buscará en vosotros pastores que les consuelen: pastores con la palabra de Jesús en los labios, con las manos dispuestas a secar lágrimas y a acariciar rostros que sufren; pastores que se han olvidado de sí mismos y de sus intereses; pastores que nunca se desaniman, porque cada día sacan del Pan Eucarístico la dulce fuerza del amor que sacia; pastores que no tienen medio de “dejarse comer” por la gente, como buenos panes ofrecidos a los hermanos.

Frente a las numerosas necesidades que os esperan, podríais caer en la tentación de actuar a la manera del mundo, buscando al más fuerte y no al más débil, mirando a los que disponen de medios más que a los que no los tienen. Pero cuando llega esta tentación, es necesario volver enseguida a las raíces, a Jesús que rechazó el éxito, la gloria, el dinero, porque el único tesoro que orientaba su vida era la voluntad del Padre: anunciar la salvación para todos los pueblos, proclamar la misericordia de Dios a través de la vida. Esto cambia la historia. Y todo empieza por no perder de vista a Jesús, por mirarlo como lo miraron san Marón, san Charbel, santa Rafqa y muchos otros de vuestros “héroes de santidad”. Ellos son los modelos a seguir para evitar las tentaciones del afán de hacer carrera, del poder, del clericalismo. El camino que honra a la vida cristiana no es la subida a los premios y a las seguridades satisfactorias del mundo, sino una humilde bajada en el servicio. Es el camino de Jesús, no hay otro.

Pensando en vuestro precioso ministerio, me gustaría compartir con vosotros dos deseos. El primero: la paz. Hoy la fraternidad y la integración representan retos urgentes, ya ineludibles, y a este propósito el Líbano no solo tiene algo que decir, sino una especial vocación de paz que cumplir en el mundo. Entre los hijos de vuestra tierra, vosotros en particular, seréis llamados a servir a todos como hermanos, sintiéndoos en primer lugar hermanos de todos. Ayudados por vuestros conocimientos, esforzaos para que Líbano siempre pueda corresponder “a su vocación de ser luz para las poblaciones de la región y signo de la paz que llega de Dios” (Juan Pablo II, Exhort. ap. Post sin. Una esperanza nueva para el Líbano, 125).

El segundo deseo atañe a los jóvenes. Como Iglesia queremos estar cada vez más cerca de ellos, acompañarlos con esperanza y paciencia, dedicándoles tiempo y escucha. Los jóvenes son la promesa del futuro, la inversión más seria de vuestro ministerio. El Papa Benedicto, al encontrarlos dijo: “Jóvenes del Líbano, sed acogedores y abiertos, como Cristo os pide y como vuestro país os enseña” (Encuentro con los jóvenes, 15 de septiembre de 2012). Vosotros tenéis la misión de ayudarlos a abrir el corazón al bien, para que experimenten la alegría de acoger el Señor en sus vidas.

Queridos hermanos, os agradezco vuestra presencia y, mientras os encomiendo a la protección de Nuestra Señora de Líbano y de vuestros grandes santos, os bendigo y os pido que me recordéis en la oración. ¡Gracias!

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