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Domingo 4 diciembre 2022, II Domingo de Adviento, ciclo A.

miércoles, 9 de marzo de 2022

Jueves 14 abril 2022, Misa Crismal, Jueves Santo.

SOBRE LITURGIA

PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL

Biblioteca del Palacio Apostólico. Miércoles, 13 de enero de 2021

Catequesis 21. La oración de alabanza

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Proseguimos la catequesis sobre la oración y damos espacio a la dimensión de la alabanza.

Hacemos referencia a un pasaje crítico de la vida de Jesús. Después de los primeros milagros y la implicación de los discípulos en el anuncio del Reino de Dios, la misión del Mesías atraviesa una crisis. Juan Bautista duda y le hace llegar este mensaje —Juan está en la cárcel—: «¿Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?» (Mt 11,3). Él siente esta angustia de no saber si se ha equivocado en el anuncio. En la vida siempre hay momentos oscuros, momentos de noche espiritual, y Juan está pasando este momento. Hay hostilidad en los pueblos del lago, donde Jesús había realizado tantos signos prodigiosos (cf. Mt 11,20-24). Ahora, precisamente en este momento de decepción, Mateo relata un hecho realmente sorprendente: Jesús no eleva al Padre un lamento, sino un himno de júbilo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños» (Mt 11,25). Es decir, en plena crisis, en plena oscuridad en el alma de tanta gente, como Juan el Bautista, Jesús bendice al Padre, Jesús alaba al Padre. ¿Pero por qué?

Sobre todo lo alaba por lo que es: «Padre, Señor del cielo y de la tierra». Jesús se regocija en su espíritu porque sabe y siente que su Padre es el Dios del universo, y viceversa, el Señor de todo lo que existe es el Padre, “Padre mío”. De esta experiencia de sentirse “el hijo del Altísimo” brota la alabanza. Jesús se siente hijo del Altísimo.

Y después Jesús alaba al Padre porque favorece a los pequeños. Es lo que Él mismo experimenta predicando en los pueblos: los “sabios” y los “inteligentes” permanecen desconfiados y cerrados, hacen cálculos; mientras que los “pequeños” se abren y acogen el mensaje. Esto solo puede ser voluntad del Padre, y Jesús se alegra. También nosotros debemos alegrarnos y alabar a Dios porque las personas humildes y sencillas acogen el Evangelio. Yo me alegro cuando veo esta gente sencilla, esta gente humilde que va en peregrinación, que va a rezar, que canta, que alaba, gente a la cual quizá le faltan muchas cosas pero la humildad les lleva a alabar a Dios. En el futuro del mundo y en las esperanzas de la Iglesia están siempre los “pequeños”: aquellos que no se consideran mejores que los otros, que son conscientes de los propios límites y de los propios pecados, que no quieren dominar sobre los otros, que, en Dios Padre, se reconocen todos hermanos.

Por lo tanto, en ese momento de aparente fracaso, donde todo está oscuro, Jesús reza alabando al Padre. Y su oración nos conduce también a nosotros, lectores del Evangelio, a juzgar de forma diferente nuestras derrotas personales, las situaciones en las que no vemos clara la presencia y la acción de Dios, cuando parece que el mal prevalece y no hay forma de detenerlo. Jesús, que también recomendó mucho la oración de súplica, precisamente en el momento en el que habría tenido motivo de pedir explicaciones al Padre, sin embargo lo alaba. Parece una contradicción, pero está ahí, la verdad.

¿A quién sirve la alabanza? ¿A nosotros o a Dios? Un texto de la liturgia eucarística nos invita a rezar a Dios de esta manera, dice así. «Aunque no necesitas nuestra alabanza, tú inspiras en nosotros que te demos gracias, para que las bendiciones que te ofrecemos nos ayuden en el camino de la salvación por Cristo, Señor nuestro» (Misal Romano, Prefacio común IV). Alabando somos salvados.

La oración de alabanza nos sirve a nosotros. El Catecismo la define así: «Participa en la bienaventuranza de los corazones puros que le aman en la fe antes de verle en la gloria» (n. 2639). Paradójicamente debe ser practicada no solo cuando la vida nos colma de felicidad, sino sobre todo en los momentos difíciles, en los momentos oscuros cuando el camino sube cuesta arriba. También es ese el tiempo de la alabanza, como Jesús que en el momento oscuro alaba al Padre. Para que aprendamos que a través de esa cuesta, de ese sendero difícil, ese sendero fatigoso, de esos pasajes arduos, se llega a ver un panorama nuevo, un horizonte más abierto. Alabar es como respirar oxígeno puro: te purifica el alma, te hace mirar a lo lejos, no te deja encerrado en el momento difícil y oscuro de las dificultades.

Hay una gran enseñanza en esa oración que desde hace ocho siglos no ha dejado nunca de palpitar, que San Francisco compuso al final de su vida: el “Cántico del hermano sol” o “de las criaturas”. El Pobrecillo no lo compuso en un momento de alegría, de bienestar, sino al contrario, en medio de las dificultades. Francisco está ya casi ciego, y siente en su alma el peso de una soledad que nunca antes había sentido: el mundo no ha cambiado desde el inicio de su predicación, todavía hay quien se deja destrozar por las riñas, y además siente que se acercan los pasos de la muerte. Podría ser el momento de la decepción, de esa decepción extrema y de la percepción del propio fracaso. Pero Francisco en ese instante de tristeza, en ese instante oscuro reza, ¿Cómo reza?: “Laudato si’, mi Señor…”. Reza alabando. Francisco alaba a Dios por todo, por todos los dones de la creación, y también por la muerte, que con valentía llama “hermana”, “hermana muerte”. Estos ejemplos de los Santos, de los cristianos, también de Jesús, de alabar a Dios en los momentos difíciles, nos abren las puertas de un camino muy grande hacia el Señor y nos purifican siempre. La alabanza purifica siempre.

Los santos y las santas nos demuestran que se puede alabar siempre, en las buenas y en las malas, porque Dios es el Amigo fiel. Este es el fundamento de la alabanza: Dios es el Amigo fiel, y su amor nunca falla. Él siempre está junto a nosotros, Él nos espera siempre. Alguno decía: “Es el centinela que está cerca de ti y te hace ir adelante con seguridad”. En los momentos difíciles y oscuros, encontramos la valentía de decir: “Bendito eres tú, oh Señor”. Alabar al Señor. Esto nos hará mucho bien.

CALENDARIO

14 JUEVES. Hasta la hora nona:
JUEVES SANTO, misa crismal

La misa crismal, que el obispo celebra con su presbiterio, y dentro de la cual consagra el Santo Crisma y bendice los demás óleos, es como una manifestación de comunión de los presbíteros con el propio obispo (cf. OGMR, 203). Con el Santo Crisma consagrado por el obispo se ungen los recién bautizados, los confirmados son sellados, y se ungen las manos de los presbíteros, la cabeza de los obispos y la iglesia y los altares en su dedicación. Con el óleo de los catecúmenos, estos se preparan y disponen al Bautismo. Con el óleo de los enfermos, estos reciben el alivio en su debilidad.

Misa crismal (blanco).
MISAL: ants. y oracs. props., Gl., sin Cr., Pf. I de las ordenaciones.
LECC.: vol. II.
- Is 61, 1-3a. 6a. 8b-9. 
El Señor me ha ungido y me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres, y darles un perfume de fiesta.
- Sal 88. R. Cantaré eternamente tus misericordias, Señor.
- Ap 1, 5-8. Nos ha hecho reino y sacerdotes para Dios Padre.
- Lc 4, 16-21. El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido.

* Esta celebración tendrá lugar antes del Triduo pascual, y no precederá inmediatamente a la misa vespertina de la Cena del Señor.
Según la costumbre tradicional de la liturgia latina, la bendición del óleo de los enfermos se hace antes de finalizar la plegaria eucarística; la del óleo de los catecúmenos y la consagración del crisma se hacen después de la comunión. Pero por razones pastorales, está permitido hacer todo el rito de bendición después de la liturgia de la Palabra.
* Los fieles que han comulgado en la misa crismal pueden también comulgar de nuevo en la misa vespertina de la Cena del Señor.
Se toman y se llevan a las iglesias los nuevos óleos benditos; los viejos se queman o se dejan que ardan en la lámpara del Santísimo.
* Hoy no se permiten otras celebraciones, tampoco la misa exequial.
 
Liturgia de las Horas: oficio de feria.
* En el Oficio de lectura es aconsejable tomar el salmo 68 (viernes de la semana III del salterio).

Martirologio: hoy se omite su lectura.
CALENDARIOS: Alcalá de Henares: Aniversario de la ordenación episcopal de Mons. Juan Antonio Reig Pla, obispo (1996).

TEXTOS MISA

JUEVES SANTO

1. Según una antiquísima tradición, en este día se prohíben todas las misas sin participación del pueblo.

Misa Crismal

2. El obispo ha de ser tenido como el gran sacerdote de su grey, del cual se deriva y depende, en cierto modo, la vida de sus fieles en Cristo.
La misa crismal que concelebra el obispo con su presbiterio ha de ser como una manifestación de la comunión de los presbíteros con él; conviene, pues, que todos los presbíteros, en cuanto sea posible, participen en ella y comulguen bajo las dos especies. Para significar la unidad del presbiterio diocesano, conviene que los presbíteros, procedentes de las diversas zonas de la diócesis, concelebren con el obispo.
La liturgia cristiana recoge el uso del Antiguo Testamento, en el que eran ungidos con el óleo de la consagración los reyes, sacerdotes y profetas, ya que ellos prefiguraban a Cristo, cuyo nombre significa «el Ungido del Señor».
Con el santo crisma consagrado por el obispo, se ungen los nuevos bautizados y los confirmados son sellados, se ungen las manos de los presbíteros, la cabeza de los obispos y la iglesia y el altar en su dedicación. Con el óleo de los catecúmenos, estos se preparan y se disponen al bautismo. Con el óleo de los enfermos, estos reciben alivio en su enfermedad.
Del mismo modo se significa con el santo crisma que los cristianos, injertados por el bautismo en el Misterio pascual de Cristo, han muerto, han sido sepultados y resucitados con él, participando de su sacerdocio real y profético, y recibiendo por la confirmación la unción espiritual del Espíritu Santo que se les da.
Con el óleo de los catecúmenos se extiende el efecto de los exorcismos, pues los bautizados reciben la fuerza para que puedan renunciar al diablo y al pecado, antes de que se acerquen y renazcan de la fuente de la vida.
El óleo de los enfermos, cuyo uso atestigua Santiago, remedia las dolencias de alma y cuerpo de los enfermos, para que puedan soportar y vencer con fortaleza el mal y conseguir el perdón de los pecados.
La bendición del óleo de los enfermos y del óleo de los catecúmenos, así como la consagración del crisma, ordinariamente se hacen por el obispo el día de Jueves Santo, en la misa propia que se celebra por la mañana, siguiendo el orden establecido en el Pontifical Romano.

3. Pero si el clero y el pueblo tienen dificultad para reunirse con el obispo en este día, la misa crismal se puede anticipar a otro día, pero cercano a la Pascua.

4. La materia apta del sacramento es el óleo de las olivas u, oportunamente, otro aceite vegetal.
El crisma se confecciona con óleo y aromas o esencias aromáticas.
El obispo puede preparar el crisma privadamente antes de la celebración o bien dentro de la misma acción litúrgica.
La consagración del crisma es de competencia exclusiva del obispo.
El óleo de los catecúmenos es bendecido por el obispo, juntamente con los otros óleos, en la misa crismal.
Sin embargo, la facultad de bendecir el óleo de los catecúmenos se concede a los sacerdotes, cuando en el bautismo de adultos deben hacer la unción en la correspondiente etapa del catecumenado.
El óleo para la unción de los enfermos debe estar bendecido por el obispo o por un sacerdote que por derecho propio o por peculiar concesión de la Santa Sede goce de esta facultad.
Por derecho propio pueden bendecir el óleo de los enfermos:
a) El que, por derecho, se equipara al obispo diocesano.
b) Cualquier sacerdote, en caso de verdadera necesidad.

5. Según la costumbre tradicional de la liturgia latina, la bendición del óleo de los enfermos se hace antes de finalizar la plegaria eucarística, mientras que la bendición del óleo de los catecúmenos y la consagración del crisma se hacen después de la comunión.
Pero por razones pastorales, está permitido hacer todo el rito de bendición después de la liturgia de la Palabra, observando el orden que se describe más adelante. La preparación del obispo, de los concelebrantes y demás ministros, su entrada en la iglesia y todo lo que hacen desde el comienzo de la misa hasta el final de la liturgia de la Palabra, se realiza como en la misa estacional. Los diáconos que toman parte en la bendición de los óleos, se dirigen al altar delante de los presbíteros concelebrantes. En esta misa no se dice Credo.
La oración de los fieles, que tiene formulario propio, está unida a la renovación de las promesas sacerdotales.
Quienes comulgan en esta misa pueden volver a comulgar en la misa vespertina.

Cosas que hay que preparar.
Para la bendición de los óleos, además de lo necesario para celebración de la misa estacional, prepárese lo siguiente:
En la sacristía o en otro lugar apto:
  • las vasijas de los óleos;
  • aromas para la confección del crisma, si el obispo quiere hacer la mezcla en la misma acción litúrgica;
  • pan, vino y agua para la misa, que son llevados juntamente con los óleos antes de la preparación de los dones.
En el presbiterio:
  • una mesa para colocar las ánforas de los óleos, dispuesta de tal manera que los fieles puedan ver y participar bien en toda la acción litúrgica;
  • la sede para el obispo, si la bendición se hace ante el altar.

Ritos iniciales

6. Antífona de entrada Cf. Ap 1, 6
Jesucristo nos ha hecho reino y sacerdotes para Dios, su Padre. A él, la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén.
Iesus Christus fecit nos regnum et sacerdótes Deo et Patri suo: ipsi glória et impérium in saecula saeculórum. Amen.

Se dice Gloria.

7. Oración colecta
Oh, Dios, que por la unción del Espíritu Santo constituiste a tu Hijo Mesías y Señor, concede, propicio, a quienes hiciste partícipes de su consagración, ser testigos de la redención en el mundo. Por nuestro Señor Jesucristo.
Deus, qui Unigénitum Fílium tuum unxísti Spíritu Sancto Christúmque Dóminum constituísti, concéde propítius, ut, eiúsdem consecratiónis partícipes effécti, testes Redemptiónis inveniámur in mundo. Per Dóminum.

LITURGIA DE LA PALABRA
Lecturas de la Misa Crismal (Lec. II)

PRIMERA LECTURA Is 61, 1-3a. 6a. 8b-9
El Señor me ha ungido y me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres, y darles un perfume de fiesta
Lectura del libro del profeta Isaías.

El Espíritu del Señor está sobre mí,
porque el Señor me ha ungido.
Me ha enviado para dar la buena noticia a los pobres,
para curar los corazones desgarrados,
proclamar la amnistía a los cautivos,
y a los prisioneros la libertad;
para proclamar un año de gracia del Señor,
un día de venganza de nuestro Dios,
para consolar a los afligidos,
para dar a los afligidos de Sion
una diadema en lugar de cenizas,
perfume de fiesta en lugar de duelo,
un vestido de alabanza en lugar de un espíritu abatido.
Vosotros os llamaréis «Sacerdotes del Señor»,
dirán de vosotros: «Ministros de nuestro Dios».
Les daré su salario fielmente
y haré con ellos un pacto perpetuo.
Su estirpe será célebre entre las naciones,
y sus vástagos entre los pueblos.
Los que los vean reconocerán
que son la estirpe que bendijo el Señor.

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Salmo responsorial Sal 88, 21-22. 25 y 27 (R.: cf. 2a)
R. Cantaré eternamente tus misericordias, Señor.
Misericórdias tuas, Dómine, in aetérnum cantábo

V. Encontré a David, mi siervo,
y lo he ungido con óleo sagrado;
para que mi mano esté siempre con él
y mi brazo lo haga valeroso.
R. Cantaré eternamente tus misericordias, Señor.
Misericórdias tuas, Dómine, in aetérnum cantábo

V. Mi fidelidad y misericordia lo acompañarán,
por mi nombre crecerá su poder.
Él me invocará: «Tú eres mi padre,
mi Dios, mi Roca salvadora».
R. Cantaré eternamente tus misericordias, Señor.
Misericórdias tuas, Dómine, in aetérnum cantábo

SEGUNDA LECTURA Ap 1, 5-8
Nos ha hecho reino y sacerdotes para Dios Padre
Lectura del libro del Apocalipsis del apóstol san Juan

Gracia y paz a vosotros
de parte de Jesucristo,
el testigo fiel,
el primogénito de entre los muertos,
el príncipe de los reyes de la tierra.
Al que nos ama,
y nos ha librado de nuestros pecados con su sangre, y nos ha hecho reino y sacerdotes para Dios, su Padre.
A él, la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén.
Mirad: viene entre las nubes. Todo ojo lo verá, también los que lo traspasaron. Por él se lamentarán todos los pueblos de la tierra.
Sí, amén.
Dice el Señor Dios:
«Yo soy el Alfa y la Omega, el que es, el que era y ha de venir, el todopoderoso».

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Versículo antes del Evangelio Cf. Is 61, 1 (Lc 4, 18ac)
El Espíritu del Señor está sobre mí: me he enviado a evangelizar a los pobres.
Spíritus Dómini super me: evangelizáre paupéribus misit me.

EVANGELIO Lc 4, 16-21
El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido
╬ Lectura del santo Evangelio según san Lucas.
R. Gloria a ti, Señor.

En aquel tiempo, Jesús fue a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el rollo del profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito:
«El Espíritu del Señor está sobre mí,
porque él me ha ungido.
Me ha enviado a evangelizar a los pobres,
a proclamar a los cautivos la libertad,
y a los ciegos, la vista;
a poner en libertad a los oprimidos;
a proclamar el año de gracia del Señor».
Y, enrollando el rollo y devolviéndolo al que lo ayudaba, se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos clavados en él. Y él comenzó a decirles:
«Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír».

Palabra del Señor.
R. Gloria a ti, Señor Jesús.

8. Una vez proclamado el Evangelio, el obispo pronuncia la homilía, en la cual, a partir del texto de las lecturas de la liturgia de la Palabra, instruye al pueblo sobre la unción sacerdotal, exhorta a los presbíteros a conservar la fidelidad a su ministerio y les invita a renovar públicamente sus promesas sacerdotales.

SANTA MISA CRISMAL
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Basílica de San Pedro. Jueves Santo, 1 de abril de 2021

El Evangelio nos presenta un cambio de sentimientos en las personas que escuchan al Señor. El cambio es dramático y nos muestra cuánto la persecución y la Cruz están ligadas al anuncio del Evangelio. La admiración que suscitan las palabras de gracia que salían de la boca de Jesús duró poco en el ánimo de la gente de Nazaret. Una frase que alguien murmuró en voz baja: «pero ¿quién es este? ¿El hijo de José?» (Lc 4,22). Esa frase se “viralizó” insidiosamente. Y todos: «pero ¿quién es este? ¿No es el hijo de José?.
Se trata de una de esas frases ambiguas que se sueltan al pasar. Uno la puede usar para expresar con alegría: “Qué maravilla que alguien de origen tan humilde hable con esta autoridad”. Y otro la puede usar para decir con desprecio: “Y éste, ¿de dónde salió? ¿Quién se cree que es?”. Si nos fijamos bien, la frase se repite cuando los apóstoles, el día de Pentecostés, llenos del Espíritu Santo comienzan a predicar el Evangelio. Alguien dijo: «¿Acaso no son Galileos todos estos que están hablando?» (Hch 2,7). Y mientras algunos recibieron la Palabra, otros los dieron por borrachos.
Formalmente parecería que se dejaba abierta una opción, pero si nos guiamos por los frutos, en ese contexto concreto, estas palabras contenían un germen de violencia que se desencadenó contra Jesús.
Se trata de una “frase motiva” [1], como cuando uno dice: “¡Esto ya es demasiado!” y agrede al otro o se va.
El Señor, que a veces hacía silencio o se iba a la otra orilla, esta vez no dejó pasar el comentario, sino que desenmascaró la lógica maligna que se escondía debajo del disfraz de un simple chisme pueblerino. «Ustedes me dirán este refrán: “¡Médico, sánate a ti mismo!”. Tienes que hacer aquí en tu propia tierra las mismas cosas que oímos que hiciste en Cafarnaún» (Lc 4,23). “Sánate a ti mismo…”.
“Que se salve a sí mismo”. ¡Ahí está el veneno! Es la misma frase que seguirá al Señor hasta la Cruz: «¡Salvó a otros! ¡Que se salve a sí mismo!» (cf. Lc 23,35); “y que nos salve a nosotros”, agregará uno de los dos ladrones (cf. v. 39).
El Señor, como siempre, no dialoga con el mal espíritu, sólo responde con la Escritura. Tampoco los profetas Elías y Eliseo fueron aceptados por sus compatriotas y sí por una viuda fenicia y un sirio enfermo de lepra: dos extranjeros, dos personas de otra religión. Los hechos son contundentes y provocan el efecto que había profetizado Simeón, aquel anciano carismático: que Jesús sería «signo de contradicción» (semeion antilegomenon) (Lc 2,34) [2].
La palabra de Jesús tiene el poder de sacar a la luz lo que cada uno tiene en su corazón, que suele estar mezclado, como el trigo y la cizaña. Y esto provoca lucha espiritual. Al ver los gestos de misericordia desbordante del Señor y al escuchar sus bienaventuranzas y los “¡ay de ustedes!” del Evangelio, uno se ve obligado a discernir y a optar. En este caso su palabra no fue aceptada y esto hizo que la multitud, enardecida, intentara acabar con su vida. Pero no era “la hora” y el Señor, nos dice el Evangelio, «pasando en medio de ellos, se puso en camino» (Lc 4,30).
No era la hora, pero la rapidez con que se desencadenó la furia y la ferocidad del encarnizamiento, capaz de asesinar al Señor en ese mismo momento, nos muestra que siempre es la hora. Y esto es lo que quiero compartir hoy con ustedes, queridos sacerdotes: que la hora del anuncio gozoso y la hora de la persecución y de la Cruz van juntas.
El anuncio del Evangelio siempre está ligado al abrazo de alguna Cruz concreta. La luz mansa de la Palabra genera claridad en los corazones bien dispuestos y confusión y rechazo en los que no lo están. Esto lo vemos constantemente en el Evangelio.
La semilla buena sembrada en el campo da fruto —el ciento, el sesenta, el treinta por uno—, pero también despierta la envidia del enemigo que compulsivamente se pone a sembrar cizaña durante la noche (cf. Mt 13,24-30.36-43).
La ternura del padre misericordioso atrae irresistiblemente al hijo pródigo para que regrese a casa, pero también suscita la indignación y el resentimiento del hijo mayor (cf. Lc 15,11-32).
La generosidad del dueño de la viña es motivo de agradecimiento en los obreros de la última hora, pero también es motivo de comentarios agrios en los primeros, que se sienten ofendidos porque su patrón es bueno (cf. Mt 20,1-16).
La cercanía de Jesús que va a comer con los pecadores gana corazones como el de Zaqueo, el de Mateo, el de la Samaritana…, pero también despierta sentimientos de desprecio en los que se creen justos.
La magnanimidad del rey que envía a su hijo pensando que será respetado por los viñadores, desata sin embargo en ellos una ferocidad fuera de toda medida: estamos ante al misterio de la iniquidad, que lleva a matar al Justo(cf. Mt 21,33-46).
Todo esto, queridos hermanos sacerdotes, nos hacer ver que el anuncio de la Buena Noticia está ligado misteriosamente a la persecución y a la Cruz.
San Ignacio de Loyola, en la contemplación del Nacimiento —discúlpenme esta publicidad de familia—, en esa contemplación del Nacimiento expresa esta verdad evangélica cuando nos hace mirar y considerar lo que hacen san José y nuestra Señora: «como es el caminar y trabajar, para que el Señor sea nacido en suma pobreza, y al cabo de tantos trabajos, de hambre, de sed, de calor y de frío, de injurias y afrentas, para morir en cruz; y todo esto por mí. Después —agrega Ignacio—, reflexionando, sacar algún provecho espiritual» (Ejercicios Espirituales, 116). El gozo del nacimiento del Señor, el dolor de la Cruz y la persecución.
¿Qué reflexión podemos hacer para sacar provecho para nuestra vida sacerdotal al contemplar esta temprana presencia de la Cruz —de la incomprensión, del rechazo, de la persecución— en el inicio y en el centro mismo de la predicación evangélica?
Se me ocurren dos reflexiones.
La primera: nos causa estupor comprobar que la Cruz está presente en la vida del Señor al inicio de su ministerio e incluso desde antes de su nacimiento. Está presente ya en la primera turbación de María ante el anuncio del Ángel; está presente en el insomnio de José, al sentirse obligado a abandonar a su prometida esposa; está presente en la persecución de Herodes y en las penurias que padece la Sagrada Familia, iguales a las de tantas familias que deben exiliarse de su patria.
Esta realidad nos abre al misterio de la Cruz vivida desde antes. Nos lleva a comprender que la Cruz no es un suceso a posteriori, un suceso ocasional, producto de una coyuntura en la vida del Señor. Es verdad que todos los crucificadores de la historia hacen aparecer la Cruz como si fuera un daño colateral, pero no es así: la Cruz no depende de las circunstancias. Las grandes y pequeñas cruces de la humanidad —por decirlo de algún modo— nuestras cruces, no dependen de las circunstancias.
¿Por qué el Señor abrazó la Cruz en toda su integridad? ¿Por qué Jesús abrazó la pasión entera, abrazó la traición y el abandono de sus amigos ya desde la última cena, aceptó la detención ilegal, el juicio sumario, la sentencia desmedida, la maldad innecesaria de las bofetadas y los escupitajos gratuitos…? Si lo circunstancial afectara el poder salvador de la Cruz, el Señor no habría abrazado todo. Pero cuando fue su hora, Él abrazó la Cruz entera. ¡Porque en la Cruz no hay ambigüedad! La Cruz no se negocia.
La segunda reflexión es la siguiente. Es verdad que hay algo de la Cruz que es parte integral de nuestra condición humana, del límite y de la fragilidad. Pero también es verdad que hay algo, que sucede en la Cruz, que no es inherente a nuestra fragilidad, sino que es la mordedura de la serpiente, la cual, al ver al crucificado inerme, lo muerde, y pretende envenenar y desmentir toda su obra. Mordedura que busca escandalizar, esta es una época de escándalos, mordedura que busca inmovilizar y volver estéril e insignificante todo servicio y sacrificio de amor por los demás. Es el veneno del maligno que sigue insistiendo: sálvate a ti mismo.
Y en esta mordedura, cruel y dolorosa, que pretende ser mortal, aparece finalmente el triunfo de Dios. San Máximo el Confesor nos hizo ver que con Jesús crucificado las cosas se invirtieron: al morder la Carne del Señor, el demonio no lo envenenó —sólo encontró en Él mansedumbre infinita y obediencia a la voluntad del Padre— sino que, por el contrario, junto con el anzuelo de la Cruz se tragó la Carne del Señor, que fue veneno para él y pasó a ser para nosotros el antídoto que neutraliza el poder del Maligno [3].
Estas son las reflexiones. Pidamos al Señor la gracia de sacar provecho de esta enseñanza: hay cruz en el anuncio del Evangelio, es verdad, pero es una Cruz que salva. Pacificada con la Sangre de Jesús, es una Cruz con la fuerza de la victoria de Cristo que vence el mal, que nos libra del Maligno. Abrazarla con Jesús y como Él, “desde antes” de salir a predicar, nos permite discernir y rechazar el veneno del escándalo con que el demonio nos querrá envenenar cuando inesperadamente sobrevenga una cruz en nuestra vida.
«Pero nosotros no somos de los que retroceden (hypostoles)» (Hb 10,39) dice el autor de la Carta a los Hebreos. «Pero nosotros no somos de los que retroceden», es el consejo que nos da, nosotros no nos escandalizamos, porque no se escandalizó Jesús al ver que su alegre anuncio de salvación a los pobres no resonaba puro, sino en medio de los gritos y amenazas de los que no querían oír su Palabra o deseaban reducirla a legalismo (moralistas, clericalista).
Nosotros no nos escandalizamos porque no se escandalizó Jesús al tener que sanar enfermos y liberar prisioneros en medio de las discusiones y controversias moralistas, leguleyas, clericales que se suscitaban cada vez que hacía el bien.
Nosotros no nos escandalizamos porque no se escandalizó Jesús al tener que dar la vista a los ciegos en medio de gente que cerraba los ojos para no ver o miraba para otro lado.
Nosotros no nos escandalizamos porque no se escandalizó Jesús de que su proclamación del año de gracia del Señor —un año que es la historia entera— haya provocado un escándalo público en lo que hoy ocuparía apenas la tercera página de un diario de provincia.
Y no nos escandalizamos porque el anuncio del Evangelio no recibe su eficacia de nuestras palabras elocuentes, sino de la fuerza de la Cruz (cf. 1 Co 1,17).
Del modo como abrazamos la Cruz al anunciar el Evangelio —con obras y, si es necesario, con palabras— se transparentan dos cosas: que los sufrimientos que sobrevienen por el Evangelio no son nuestros, sino «los sufrimientos de Cristo en nosotros» (2 Co 1,5), y que «no nos anunciamos a nosotros mismos, sino a Jesús como Cristo y Señor» y nosotros somos «servidores por causa de Jesús» (2 Co 4,5).
Quiero terminar con un recuerdo. Una vez, en un momento muy oscuro de mi vida, pedía una gracia al Señor, que me liberara de una situación dura y difícil. Un momento oscuro. Fui a predicar Ejercicios Espirituales a unas religiosas y el último día, como solía ser habitual en aquel tiempo, se confesaron. Vino una hermana muy anciana, con los ojos claros, realmente luminosos. Era una mujer de Dios. Al final sentí el deseo de pedirle por mí y le dije: “Hermana, como penitencia rece por mí, porque necesito una gracia. Pídale al Señor. Si usted la pide al Señor, seguro que me la dará”. Ella hizo silencio, se detuvo un largo momento, como si rezara, y luego me miro y me dijo esto: “Seguro que el Señor le dará la gracia, pero no se equivoque: se la dará a su modo divino”. Esto me hizo mucho bien: sentir que el Señor nos da siempre lo que pedimos, pero lo hace a su modo divino. Este modo implica la cruz. No por masoquismo, sino por amor, por amor hasta el final [4].

[1] Como las que señala un maestro espiritual, el padre Claude Judde; una de esas frases que acompañan nuestras decisiones y contienen “la última palabra”, esa que inclina la decisión y mueve a una persona o a un grupo a actuar. Cf. C. Judde, Oeuvres spirituaelles II, 1883, Instruction sur la connaisance de soi même, 313-319, en M.A. Fiorito, Buscar y hallar la voluntad de Dios, Bs. As., Paulinas 2000, 248 ss.
[2] “Antilegomenon” quiere decir que se hablaría en contra de Él, que algunos hablarían bien y otros mal.
[3] Cf. Centuria 1, 8-13.
[4] Cf. Homilía en la Misa en Santa Marta, 29 mayo 2013.


Renovación de las promesas sacerdotales

9. Acabada la homilía, el obispo dialoga con los presbíteros con estas o semejantes palabras:
Obispo: Hijos amadísimos: En esta conmemoración anual del día en que Cristo confirió su sacerdocio a los apóstoles y a nosotros, ¿queréis renovar las promesas que hicisteis un día ante vuestro obispo y ante el pueblo santo de Dios?
Fílii caríssimi, ánnua redeúnte memória diéi, qua Christus Dóminus sacerdótium suum cum Apóstolis nobísque communicávit, vultis olim factas promissiónes coram Epíscopo vestro et pópulo sancto Dei renováre?
Los presbíteros, conjuntamente, responden a la vez: Sí, quiero.

Obispo: ¿Queréis uniros más fuertemente a Cristo y configuraros con él, renunciando a vosotros mismos y reafirmando la promesa de cumplir los sagrados deberes que, por amor a Cristo, aceptasteis gozosos el día de vuestra ordenación para el servicio de la Iglesia?
Vultis Dómino Iesu árctius coniúngi et conformári, vobismetípsis abrenuntiántes atque promíssa confirmántes sacrórum officiórum, quae, Christi amóre indúcti, erga eius Ecclésiam, sacerdotális vestrae ordinatiónis die, cum gáudio suscepístis?
Presbíteros: Sí, quiero.

Obispo: ¿Deseáis permanecer como fieles dispensadores de los misterios de Dios en la celebración eucarística y en las demás acciones litúrgicas, y desempeñar fielmente el ministerio de la predicación como seguidores de Cristo, cabeza y pastor, sin pretender los bienes temporales, sino movidos únicamente por el celo de las almas?
Vultis fidéles esse dispensatóres mysteriórum Dei per sanctam Eucharístiam ceterásque litúrgicas actiónes, atque sacrum docéndi munus, Christum Caput atque Pastórem sectándo, fidéliter implére, non bonórum cúpidi, sed animárum zelo tantum indúcti?
Presbíteros: Sí, quiero.

Oración universal

El obispo deja el báculo y la mitra y, junto con el pueblo, se levanta.

10. No se dice Credo.

Dirigiéndose al pueblo, el obispo dice:
Y ahora vosotros, hijos muy queridos, orad por vuestros presbíteros, para que el Señor derrame abundantemente sobre ellos sus bendiciones; que sean ministros fieles de Cristo Sumo Sacerdote, y os conduzcan a él, única fuente de salvación.
Vos autem, fílii dilectíssimi, pro presbyteris vestris oráte, ut Dóminus super eos bona sua abundánter effúndat, quátenus fidéles minístri Christi, Summi Sacerdótis, vos ad eum perdúcant, qui fons est salútis.
Pueblo: Cristo, óyenos. Cristo, escúchanos.

Obispo: Y rezad también por mí, para que sea fiel al ministerio apostólico confiado a mi humilde persona y sea imagen, cada vez más viva y perfecta, de Cristo sacerdote, buen pastor, maestro y siervo de todos.
Et pro me étiam oráte, ut fidélis sim múneri apostólico humilitáti meae commísso, et inter vos effíciar viva et perféctior in dies imágo Christi Sacerdótis, Boni Pastóris, Magístri et ómnium Servi.
Pueblo: Cristo, óyenos. Cristo, escúchanos.

Obispo: El Señor nos guarde en su caridad y nos conduzca a todos, pastores y grey, a la vida eterna.
Dóminus nos omnes in sua caritáte custódiat, et ipse nos univérsos, pastóres et oves, ad vitam perdúcat aetérnam.
Todos: Amén.

RITO DE LA BENDICIÓN DE LOS ÓLEOS
Y CONSAGRACIÓN DEL SANTO CRISMA

Procesión de las ofrendas

Los diáconos y ministros designados llevan los óleos, o, en su defecto, algunos presbíteros y ministros, o bien los mismos fieles que presentan el pan, el vino y el agua, se dirigen ordenadamente a la sacristía o al lugar donde se han dejado preparados los óleos y las otras ofrendas. Al volver al altar lo hacen de este modo: en primer lugar, el ministro que lleva el recipiente con los aromas, si es que el obispo quiere hacer él mismo la mezcla del crisma; después, otro ministro con la vasija del óleo de los catecúmenos; seguidamente, otro con la vasija del óleo de los enfermos. El óleo para el crisma es llevado en último lugar por un diácono o un presbítero. A ellos les siguen los ministros que llevan el pan, el vino y el agua para la celebración eucarística.
Al avanzar la procesión por la iglesia, la “schola” canta el himno O Redemptor u otro canto apropiado, respondiendo toda la asamblea, en lugar del canto del ofertorio.

Himno

O Redémptor, sume carmen temet concinéntium.

1. Arbor feta alma luce
Hoc sacrándum prótulit,
Fert hoc prona praesens turba
Salvatóri saéculi.

2. Consecráre tu dignáre,
Rex perénnis patriae,
Hoc olívum sígnum vivum
Iura contra daémonum.

3. Ut novétur sexus omnis
Unctione chrísmatis;
Ut sanétur sauciáta
Dignitatis glória.

4. Lota mente sacro fonte
Aufugántur crímina,
Uncta fronte sacrosáncta
Influunt charísmata.

5. Corde natus ex Paréntis,
Alvum implens Vírginis,
Praesta lucem, claude mortem
Chrísmatis consórtibus.

6. Sit haec dies festa nobis
Saeculórum saéculis,
sit sacráta digna laude
nec senéscat témpore.

Cuando llegan al altar o a la sede, el obispo recibe los dones.
El diácono que lleva la vasija para el santo crisma, se la presenta al obispo, diciendo en voz alta:

Óleo para el santo crisma.

El obispo la recibe y se la entrega a uno de los diáconos que le ayudan, el cual la coloca sobre la mesa que se ha preparado.
El diácono que llevan la vasija para el óleo de los enfermos se la presenta al obispo, diciendo en voz alta:

Óleo de los enfermos.

El diácono que llevan la vasija para el óleo de los catecúmenos se la presenta al obispo, diciendo en voz alta:

Óleo de los catecúmenos.

El obispo recibe ambas vasijas y los ministros las colocan sobre la mesa que se ha preparado.
Por último, los ministros o fieles que llevan el pan, el vino y el agua lo presentan al obispo.
La misa se desarrolla como en el rito de la concelebración, hasta el final de la plegaria eucarística.

Pero en el caso que todo el rito de la bendición se tenga inmediatamente se hace del siguiente modo.
El obispo con los concelebrantes se acerca a la mesa donde va a tener la bendición de los óleos de los catecúmenos y de los enfermos, y la consagración del crisma.

Bendición del óleo de los enfermos

El obispo, teniendo a ambos lados los presbíteros concelebrantes, que forman un semicírculo y a los otros ministro detrás de él, procede a la bendición del óleo de los enfermos y de los catecúmenos y a la consagración del crisma.
Estando todo dispuesto, el obispo, de pie, sin mitra y cara al pueblo, con las manos extendidas, dice la siguiente oración:

Señor Dios, Padre de todo consuelo,
que, has querido sanar las dolencias de los enfermos
por medio de tu Hijo:
escucha con amor la oración de nuestra fe
y derrama desde el cielo tu Espíritu Santo Paráclito
sobre este óleo.

Tú que has hecho que el leño verde del olivo
produzca aceite abundante para vigor de nuestro cuerpo,
enriquece con tu bendición + este óleo
para que cuantos sean ungidos con él
sientan en cuerpo y alma tu divina protección
y experimenten alivio en sus enfermedades y dolores.
Que por tu acción, Señor, este aceite sea para nosotros
óleo santo, en nombre de Jesucristo nuestro Señor.
Junta las manos.
Él que vive y reina por los siglos de los siglos.
R. Amén.

Bendición del óleo de los catecúmenos

El obispo, de pie y de cara al pueblo, con las manos extendidas, dice:

Señor Dios, fuerza y defensa de tu pueblo,
y has hecho del aceite un símbolo de vigor,
dígnate bendecir + este óleo
y concede tu fortaleza
a los catecúmenos que han de ser ungidos con él,
para que al aumentar en ellos
el conocimiento de la realidades divinas
y la valentía en el combate de la fe,
vivan más hondamente el Evangelio de Cristo,
emprendan animosos la tarea cristiana,
y, admitidos entre tus hijos de adopción,
gocen de la alegría de sentirse renacidos
y de formar parte de la Iglesia.
Junta las manos.
Por Jesucristo, nuestro Señor.
R. Amén.

Consagración del crisma

Seguidamente, el obispo, a no ser que ya estuviese preparado de antemano, se sienta, recibe la mitra y derrama los aromas sobre el óleo y confecciona el crisma en silencio.
Una vez hecho esto, se levanta, y sin mitra, dice la siguiente invitación a orar:
Hermanos: pidamos a Dios Padre todopoderoso
que se digne bendecir y santificar este ungüento,
para que aquellos cuyos cuerpos van a ser ungidos con él,
sientan interiormente la unción de la bondad divina
y sean dignos de los frutos de la redención.
Entonces el obispo, oportunamente, sopla sobre la boca de la vasija del crisma.
Luego, con las manos extendidas dice una de las siguientes oraciones de consagración:

I

Señor Dios, autor de todo crecimiento
y de todo progreso espiritual;
recibe complacido la acción de gracias
que, gozosamente, por nuestro medio,
te dirige la Iglesia.

Al principio del mundo,
tu mandaste que de la tierra brotasen árboles
que dieran fruto,
y, entre ellos, el olivo
que ahora nos suministra el aceite
con el que hemos preparado el santo crisma.

Ya David, en los tiempos antiguos,
previendo con espíritu profético
los sacramentos que tu amor instituiría
en favor de los hombres,
nos invitaba a ungir nuestros rostros con óleo
en señal de alegría.

También, cuando en los días del diluvio
las aguas purificaron de pecado la tierra,
una paloma, signo de la gracia futura,
anunció con un ramo de olivo
la restauración de la paz entre los hombres.

Y en los últimos tiempos,
el símbolo de la unción alcanzó su plenitud:
después que el agua bautismal lava los pecados,
el óleo santo consagra nuestros cuerpos
y da paz y alegría a nuestros rostros.
Por eso, Señor, tú mandaste a tu siervo Moisés
que tras purificar en el agua a su hermano Aarón,
lo consagrase sacerdote con la unción de este óleo.

Todavía alcanzó la unción mayor grandeza
cuando tu Hijo, nuestro Señor Jesucristo,
después de ser bautizado por Juan en el Jordán,
recibió el Espíritu Santo en forma de paloma
y se oyó tu voz declarando
que él era tu Hijo, el Amado,
en quien te complacías plenamente.

De este modo se hizo manifiesto
que David ya hablaba de Cristo cuando dijo:
«El Señor, tu Dios, te ha ungido con aceite de júbilo
entre todos tus compañeros».

Todos los concelebrantes, en silencio, extienden la mano derecha hacia el crisma, y la mantienen así hasta el final de la oración.

A la vista de tantas maravillas
te pedimos, Señor,
que te dignes que santificar con tu bendición + este óleo,
y que, con la cooperación de Cristo, tu Hijo,
de cuyo nombre le viene a este óleo el nombre de crisma,
le infundas en él la fuerza del Espíritu Santo
con la que ungiste a los sacerdotes, reyes, profetas y mártires
y hagas que este crisma
sea un sacramento de la plenitud de la vida cristiana
para todos que van a ser renovados
por el baño espiritual del bautismo;
haz que los consagrados por esta unción,
libres del pecado en que nacieron,
y convertidos en templo de tu divina presencia
exhalen el perfume de una vida santa;
que fieles al sentido de la unción,
vivan su condición de reyes, sacerdotes y profetas
y que este óleo sea
para cuantos renazcan del agua y del Espíritu Santo,
crisma de salvación,
les haga partícipes de la vida eterna
y herederos de la gloria celestial.
Junta las manos.
Por Jesucristo, nuestro Señor.
R. Amén.

II

Señor Dios, fuente de la vida y autor de los sacramentos:
te damos gracias porque en tu bondad inefable
anunciaste en la Antigua Alianza
el misterio de la santificación por la unción con el óleo,
y lo llevaste a plenitud, al llegar los últimos tiempos,
en Cristo, tu Hijo amado;
pues cuando Cristo, nuestro Señor,
salvó al mundo por el Misterio pascual,
quiso derramar sobre la Iglesia
la abundancia del Espíritu Santo
y la enriqueció con sus dones celestiales,
para que en el mundo se realizase plenamente,
por medio de la Iglesia,
la obra de la salvación.

Por eso, Señor, en el sacramento del crisma
concedes a los hombres el tesoro de tus gracias
y haces que tus hijos
renacidos por el agua bautismal
reciban fortaleza en la unción del Espíritu Santo
y, hechos a imagen de Cristo, tu Hijo,
participen de su misión profética, sacerdotal y real.

Todos los concelebrantes, en silencio, extienden la mano derecha hacia el crisma, y la mantienen así hasta el final de la oración.
Por tanto, te pedimos, Señor,
que mediante el poder de tu gracia
hagas que esta mezcla de aceite y perfume
sea para nosotros instrumento y signo de tus + bendiciones;
derrama sobre nuestros hermanos,
cuando sean ungidos con este crisma,
la abundancia de los dones del Espíritu Santo,
y que los lugares y objetos
consagrados por este óleo
sean para tu pueblo motivo de santificación.
Pero ante todo, Señor, te suplicamos
que por medio del sacramento del crisma
hagas crecer a tu Iglesia
en el número y santidad de sus hijos,
hasta que, según la medida de Cristo,
alcance aquella plenitud
en la que tú, en el esplendor de tu gloria,
Junta las manos.
junto con tu Hijo
y en la unidad del Espíritu Santo,
lo serás todo en todos
por los siglos de los siglos.
R. Amén.

La misa prosigue como de costumbre con la preparación de los dones en el altar. 

Liturgia eucarística

11. Oración sobre las ofrendas
Te pedimos, Señor, que la eficacia de este sacrificio nos purifique de la vieja condición de pecado y acreciente en nosotros la vida nueva y la salvación. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Huius sacrifícii poténtia, Dómine, quaesumus, et vetustátem nostram cleménter abstérgat, et novitátem nobis áugeat et salútem. Per Christum.

12. PREFACIO I DE LAS ORDENACIONES
EL SACERDOCIO DE CRISTO Y EL MINISTERIO DE LOS SACERDOTES
En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre santo, Dios todopoderoso y eterno.
Que constituiste a tu Unigénito pontífice de la alianza nueva y eterna por la unción del Espíritu Santo, y determinaste, en tu designio salvífico, perpetuar en la Iglesia su único sacerdocio.
Él no solo confiere el honor del sacerdocio real a todo su pueblo santo, sino también, con amor de hermano, elige a hombres de este pueblo, para que, por la imposición de las manos, participen de su sagrada misión.
Ellos renuevan en nombre de Cristo el sacrificio de la redención, preparan a tus hijos el banquete pascual, preceden a tu pueblo santo en el amor, lo alimentan con tu palabra y lo fortalecen con los sacramentos.
Tus sacerdotes, Señor, al entregar su vida por ti y por la salvación de los hermanos, van configurándose a Cristo, y han de darte testimonio constante de fidelidad y amor.
Por eso, Señor, nosotros, llenos de alegría, te aclamamos con los ángeles y con todos los santos, diciendo:
Vere dignum et iustum est, aequum et salutáre, nos tibi semper et ubíque grátias ágere: Dómine, sancte Pater, omnípotensaetérne Deus:
Qui Unigénitum tuum Sancti Spíritus unctióne novi et aetérni testaménti constituísti Pontíficem, et ineffábili dignátus es dispositióne sancíre, ut únicum eius sacerdótium in Ecclésia servarétur.
Ipse enim non solum regáli sacerdótio pópulum acquisitiónis exórnat, sed étiam fratérna hómines éligit bonitáte, ut sacri sui ministérii fiant mánuum impositióne partícipes.
Qui sacrifícium rénovent, eius nómine, redemptiónis humánae, tuis apparántes fíliis paschále convívium, et plebem tuam sanctam caritáte praevéniant, verbo nútriant, refíciant sacraméntis.
Qui, vitam pro te fratrúmque salúte tradéntes, ad ipsíus Christi nitántur imáginem conformári, et constánter tibi fidem amorémque testéntur.
Unde et nos, Dómine, cum Angelis et Sanctis univérsis tibi confitémur,
in exsultatióne dicéntes:
Santo, santo Santo…


Antes que el obispo diga: Por Cristo, Señor nuestro, por quien sigues creando todos los bienes... en la plegaria eucarística I, o antes de la doxología Por Cristo, con él y en él, en las otras plegarias eucarísticas, el que llevó la vasija del óleo de los enfermos, la lleva cerca del altar y la sostiene delante del obispo, quién, mientras bendice el óleo de los enfermos, dice esta oración:
Señor Dios, Padre de todo consuelo,... (vid. supra), suprimiendo Él, que vive y reina....
Acabada la bendición, la vasija del óleo de los enfermos se lleva de nuevo a su lugar, y la misa prosigue hasta después de la comunión.

13. Antífona de comunión Sal 88, 2
Cantaré eternamente las misericordias del Señor, anunciaré tu fidelidad por todas las edades.
Misericórdias Dómini in aetérnum cantábo; in generatiónem et generatiónem annuntiábo veritátem tuam in ore meo.

14. Oración después de la comunión
Concédenos, Dios todopoderoso, que quienes han participado en tus sacramentos, sean en el mundo buen olor de Cristo.
Súpplices te rogámus, omnípotens Deus, ut, quos tuis réficis sacraméntis, Christi bonus odor éffici mereántur. Qui vivit et regnat in saecula saeculórum.
Junta las manos.
Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.

Cuando la bendición del óleo de los enfermos, se ha hecho dentro de la plegaria eucarística, dicha la oración después de la comunión, los ministros colocan las vasijas con los óleos que se han de bendecir sobre una mesa que se ha dispuesto oportunamente en medio del presbiterio.
El obispo, teniendo a ambos lados suyos a los presbíteros concelebrantes, que forman un semicírculo, y a los otros ministros detrás de él, procede a la bendición del óleo de los catecúmenos y a la consagración del crisma (vid. supra).
Finalizada la bendición del óleo de los catecúmenos y a la consagración del crisma el obispo da la bendición conclusiva de la misa.

Bendición.

El obispo, vuelto hacia el pueblo, extendiendo las manos, dice:
El Señor esté con vosotros.
R. Y con tu espíritu.
El obispo:
Bendito sea el nombre del Señor.
R. Ahora y por todos los siglos.
El obispo:
Nuestro auxilio es el nombre del Señor.
R. Que hizo el cielo y la tierra.
El obispo:
La bendición de Dios todopoderoso, Padre +, Hijo +, y Espíritu Santo, descienda sobre vosotros.
R. Amén.

El obispo pone y bendice el incienso en el incensario.

El diácono:
Podéis ir en paz.
R. Demos gracias a Dios

Entonces se organiza la procesión hacia la sacristía. Los óleos bendecidos son llevados por sus ministros inmediatamente después de la cruz. La schola o el pueblo cantan algunos versos del himno O Redemptor u otro canto apropiado.
En la sacristía, el obispo, oportunamente, puede advertir a los presbíteros cómo hay que tratar y venerar los óleos, y también cómo hay que conservarlos cuidadosamente.

15. La recepción de los santos óleos en cada parroquia puede hacerse antes de la celebración de la misa vespertina de la Cena del Señor o en otro momento oportuno.

MARTIROLOGIO (Hoy se omite su lectura)

Santos y Beatos del 15 de abril
1. En Tracia, en la actual Turquía, santos Teodoro y Pausilipo, mártires, que, según la tradición, sufrieron el martirio en tiempo del emperador Adriano. (117/137)
2. En la población de Mira, en Licia, también en Turquía, san Crescente, que consumó el martirio por medio del fuego. (s. inc.)
3. En el Monte Áureo, en el Piceno, actual región de Las Marcas, en Italia, san Marón, mártir(s. inc.)
4. En Roma, en la basílica de San Pedro, conmemoración de san Abundio, que, como narra el papa san Gregorio Magno, fue humilde y fiel mansionario de esta iglesia. (c. 564)
5. En el cenobio de Scissy, en la región de Coutances, en la Galia, actual Francia, sepultura de san Paterno, obispo de Avranches, que, tras haber fundado muchos monasterios, ya septuagenario fue elegido para la función episcopal. Lleno de méritos, entregó al fin su alma a Dios en dicho cenobio. (c. 565)
6*. En el monasterio de Landelles, en la comarca de Bayeux, de Normandía, también Francia actualmente, san Ortario, abad, célebre por su austeridad y su vida de oración, así como por su dedicación al cuidado de los enfermos y a la ayuda de los pobres. (s. XI)
7. En Aviñón, en el territorio de Provenza, de nuevo en Francia, beato César de Hus, presbítero, que, habiéndose convertido de la vida mundana, se entregó por entero a la predicación y a la catequesis, y fundó la Congregación de Padres de la Doctrina Cristiana, para que se diese gloria a Dios con la instrucción de los fieles. (1607)
8*. En Kalawao, en la isla de Molokay, en Oceanía, perteneciente en la actualidad a los Estados Unidos de América, san Damián de Veuster, presbítero de la Congregación de Misioneros de los Sagrados Corazones de Jesús y María, que, entregado a la asistencia de los leprosos, terminó él mismo contagiado de esta enfermedad. (1889) Canonizado 2009

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