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domingo, 23 de enero de 2022

Domingo 27 febrero 2022, VIII Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo C.

SOBRE LITURGIA

SANTA MISA DE ORDENACIÓN SACERDOTAL
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana. Jornada mundial de oración por las vocaciones
IV Domingo de Pascua, 29 de abril de 2012

Venerados hermanos,
queridos ordenandos,
queridos hermanos y hermanas:

La tradición romana de celebrar las ordenaciones sacerdotales en este IV domingo de Pascua, el domingo «del Buen Pastor», contiene una gran riqueza de significado, ligada a la convergencia entre la Palabra de Dios, el rito litúrgico y el tiempo pascual en que se sitúa. En particular, la figura del pastor, tan relevante en la Sagrada Escritura y naturalmente muy importante para la definición del sacerdote, adquiere su plena verdad y claridad en el rostro de Cristo, en la luz del misterio de su muerte y resurrección. De esta riqueza también vosotros, queridos ordenandos, podéis siempre beber, cada día de vuestra vida, y así vuestro sacerdocio se renovará continuamente.

Este año el pasaje evangélico es el central del capítulo 10 de san Juan y comienza precisamente con la afirmación de Jesús: «Yo soy el buen pastor», a la que sigue enseguida la primera característica fundamental: «El buen pastor da su vida por las ovejas» (Jn 10, 11). He ahí que se nos conduce inmediatamente al centro, al culmen de la revelación de Dios como pastor de su pueblo; este centro y culmen es Jesús, precisamente Jesús que muere en la cruz y resucita del sepulcro al tercer día, resucita con toda su humanidad, y de este modo nos involucra, a cada hombre, en su paso de la muerte a la vida. Este acontecimiento —la Pascua de Cristo—, en el que se realiza plena y definitivamente la obra pastoral de Dios, es un acontecimiento sacrificial: por ello el Buen Pastor y el Sumo Sacerdote coinciden en la persona de Jesús que ha dado la vida por nosotros.

Pero observemos brevemente también las primeras dos lecturas y el salmo responsorial (Sal 118). El pasaje de los Hechos de los Apóstoles (4, 8-12) nos presenta el testimonio de san Pedro ante los jefes del pueblo y los ancianos de Jerusalén, después de la prodigiosa curación del paralítico. Pedro afirma con gran franqueza: «Jesús es la piedra que desechasteis vosotros, los arquitectos, y que se ha convertido en piedra angular»; y añade: «No hay salvación en ningún otro, pues bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre por el que debamos salvarnos» (vv. 11-12).

El Apóstol interpreta después, a la luz del misterio pascual de Cristo, el Salmo 118, en el que el orante da gracias a Dios que ha respondido a su grito de auxilio y lo ha puesto a salvo. Dice este Salmo: «La piedra que desecharon los arquitectos / es ahora la piedra angular. / Es el Señor quien lo ha hecho, / ha sido un milagro patente» (Sal 118, 22-23). Jesús vivió precisamente esta experiencia de ser desechado por los jefes de su pueblo y rehabilitado por Dios, puesto como fundamento de un nuevo templo, de un nuevo pueblo que alabará al Señor con frutos de justicia (cfr. Mt 21, 42-43). Por lo tanto la primera lectura y el salmo responsorial, que es el mismo Salmo 118, aluden fuertemente al contexto pascual, y con esta imagen de la piedra desechada y restablecida atraen nuestra mirada hacia Jesús muerto y resucitado.

La segunda lectura, tomada de la Primera Carta de Juan (3,1-2), nos habla en cambio del fruto de la Pascua de Cristo: el hecho de habernos convertido en hijos de Dios. En las palabras de san Juan se oye de nuevo todo el estupor por este don: no sólo somos llamados hijos de Dios, sino que «lo somos realmente» (v. 1). En efecto, la condición filial del hombre es fruto de la obra salvífica de Jesús: con su encarnación, con su muerte y resurrección, y con el don del Espíritu Santo, él introdujo al hombre en una relación nueva con Dios, su propia relación con el Padre. Por ello Jesús resucitado dice: «Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro» (Jn 20, 17). Es una relación ya plenamente real, pero que aún no se ha manifestado plenamente: lo será al final, cuando —si Dios lo quiere— podremos ver su rostro tal cual es (cfr. v. 2).

Queridos ordenandos: ¡es allí a donde nos quiere conducir el Buen Pastor! Es allí a donde el sacerdote está llamado a conducir a los fieles a él encomendados: a la vida verdadera, la vida «en abundancia» (Jn 10, 10). Volvamos al Evangelio, y a la palabra del pastor. «El buen pastor da su vida por la ovejas» (Jn 10, 11). Jesús insiste en esta característica esencial del verdadero pastor que es él mismo: «dar la propia vida». Lo repite tres veces, y al final concluye diciendo: «Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre» (Jn 10, 17-18). Este es claramente el rasgo cualificador del pastor tal como Jesús lo interpreta en primera persona, según la voluntad del Padre que lo envió. La figura bíblica del rey-pastor, que comprende principalmente la tarea de regir el pueblo de Dios, de mantenerlo unido y guiarlo, toda esta función real se realiza plenamente en Jesucristo en la dimensión sacrificial, en el ofrecimiento de la vida. En una palabra, se realiza en el misterio de la cruz, esto es, en el acto supremo de humildad y de amor oblativo. Dice el abad Teodoro Studita: «Por medio de la cruz nosotros, ovejas de Cristo, hemos sido reunidos en un único redil y destinados a las eternas moradas» (Discurso sobre la adoración de la cruz: PG 99, 699).

En esta perspectiva se orientan las fórmulas del Rito de ordenación de presbíteros, que estamos celebrando. Por ejemplo, entre las preguntas relativas a los «compromisos de los elegidos», la última, que tiene un carácter culminante y de alguna forma sintética, dice así: «¿Queréis uniros cada vez más estrechamente a Cristo, sumo sacerdote, quien se ofreció al Padre como víctima pura por nosotros, y consagraros a Dios junto a él para la salvación de todos los hombres?». El sacerdote es, de hecho, quien es introducido de un modo singular en el misterio del sacrificio de Cristo, con una unión personal a él, para prolongar su misión salvífica. Esta unión, que tiene lugar gracias al sacramento del Orden, pide hacerse «cada vez más estrecha» por la generosa correspondencia del sacerdote mismo. Por esto, queridos ordenandos, dentro de poco responderéis a esta pregunta diciendo: «Sí, quiero, con la gracia de Dios». Sucesivamente, en el momento de la unción crismal, el celebrante dice: «Jesucristo, el Señor, a quien el Padre ungió con la fuerza del Espíritu Santo, te auxilie para santificar al pueblo cristiano y para ofrecer a Dios el sacrificio». Y después, en la entrega del pan y el vino: «Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios en el sacrificio eucarístico. Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz de Cristo Señor». Resalta con fuerza que, para el sacerdote, celebrar cada día la santa misa no significa proceder a una función ritual, sino cumplir una misión que involucra entera y profundamente la existencia, en comunión con Cristo resucitado quien, en su Iglesia, sigue realizando el sacrificio redentor.

Esta dimensión eucarística-sacrificial es inseparable de la dimensión pastoral y constituye su núcleo de verdad y de fuerza salvífica, del que depende la eficacia de toda actividad. Naturalmente no hablamos sólo de la eficacia en el plano psicológico o social, sino de la fecundidad vital de la presencia de Dios al nivel humano profundo. La predicación misma, las obras, los gestos de distinto tipo que la Iglesia realiza con sus múltiples iniciativas, perderían su fecundidad salvífica si decayera la celebración del sacrificio de Cristo. Y esta se encomienda a los sacerdotes ordenados. En efecto, el presbítero está llamado a vivir en sí mismo lo que experimentó Jesús en primera persona, esto es, entregarse plenamente a la predicación y a la sanación del hombre de todo mal de cuerpo y espíritu, y después, al final, resumir todo en el gesto supremo de «dar la vida» por los hombres, gesto que halla su expresión sacramental en la Eucaristía, memorial perpetuo de la Pascua de Jesús. Es sólo a través de esta «puerta» del sacrificio pascual por donde los hombres y las mujeres de todo tiempo y lugar pueden entrar a la vida eterna; es a través de esta «vía santa» como pueden cumplir el éxodo que les conduce a la «tierra prometida» de la verdadera libertad, a las «verdes praderas» de la paz y de la alegría sin fin (cf. Jn 10, 7. 9; Sal 77, 14. 20-21; Sal 23, 2).

Queridos ordenandos: que esta Palabra de Dios ilumine toda vuestra vida. Y cuando el peso de la cruz se haga más duro, sabed que esa es la hora más preciosa, para vosotros y para las personas a vosotros encomendadas: renovando con fe y amor vuestro «Sí, quiero, con la gracia de Dios», cooperaréis con Cristo, Sumo Sacerdote y Buen Pastor, a apacentar sus ovejas —tal vez sólo la que se había perdido, ¡pero por la cual es grande la fiesta en el cielo! Que la Virgen María, Salus Populi Romani, vele siempre por cada uno de vosotros y por vuestro camino. Amén.

CALENDARIO

27 + VIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Misa
del Domingo (verde).
MISAL: ants. y oracs. props., Gl., Cr., Pf. dominical.
LECC.: vol. I (C).
- Eclo 27, 4-7.
No elogies a nadie antes de oírlo hablar. 
- Sal 91. R. Es bueno darte gracias, Señor.
- 1 Cor 15, 54-58. Nos da la victoria por medio de Jesucristo.
- Lc 6, 39-45. De lo que rebosa el corazón habla la boca.

La vida cristiana no se reduce a una serie de actos exteriores sin que se haya producido una auténtica conversión interior del corazón y de la mente: «De lo que rebosa el corazón habla la boca» (Ev.). Si esto no se tiene en cuenta seremos como los fariseos hipócritas que exigían a los demás lo que ellos no estaban dispuestos a cumplir ni vivir. Por eso nos dice Jesús en el Evangelio que, antes de meternos a corregir a los demás, nos corrijamos a nosotros mismos y entonces podremos «ver claro para sacar la mota del ojo de tu hermano». La maldad o la bondad provienen del corazón del hombre y por ello el hombre se prueba en su razonar (1 lect.).

* Hoy no se permiten las misas de difuntos, excepto la exequial.

Liturgia de las Horas:
oficio dominical. Te Deum. Comp. Dom. II.

Martirologio: elogs. del 28 de febrero, pág. 183.
CALENDARIOS: Getafe: Aniversario de la ordenación episcopal de Mons. Ginés Ramón García Beltrán, obispo (2010).

TEXTOS MISA

VIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Antífona de entrada Sal 17, 19-20
El Señor fue mi apoyo: me sacó a un lugar espacioso, me libró, porque me amaba.
Factus est Dóminus protéctor meus, et edúxit me in latitúdinem, salvum me fecit, quóniam vóluit me.

Monición de entrada
Año C

El Señor nos convoca el domingo, día en que hacemos memoria de su resurrección, para comunicarnos su palabra de vida nueva que nos invita a examinar nuestra mirada y los frutos que damos, es decir, nuestras obras. Que esta celebración sea ocasión de humilde conversión para que los frutos de nuestra vida sean obras buenas que nazcan de un corazón que rebosa de su gracia, para que podamos servir mejor al designio de Dios sobre nuestro mundo.

Acto penitencial
Todo como en el Ordinario de la Misa. Para la tercera fórmula pueden usarse las siguientes invocaciones:
Año C

- Tú eres la verdad: Señor, ten piedad.
R. Señor, ten piedad
- Tú eres el camino: Cristo, ten piedad.
R. Cristo, ten piedad.
- Tú eres la vida: Señor, ten piedad.
R. Señor, ten piedad.
En lugar del acto penitencial, se puede celebrar el rito de la aspersión del agua bendita.

Se dice Gloria.

Oración colecta
Concédenos, Señor, que el mundo progrese según tu designio de paz para nosotros, y que tu Iglesia se alegre en su confiada entrega. Por nuestro Señor Jesucristo.
Da nobis, quaesumus, Dómine, ut et mundi cursus pacífico nobis tuo órdine dirigátur, et Ecclésia tua tranquílla devotióne laetétur. Per Dóminum.

LITURGIA DE LA PALABRA
Lecturas del VIII Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo C (Lec. I C).

PRIMERA LECTURA Eclo 27, 4-7
No elogies a nadie antes de oírlo hablar

Lectura del libro del Eclesiástico.

Cuando se agita la criba, quedan los desechos;
así, cuando la persona habla, se descubren sus defectos.
El horno prueba las vasijas del alfarero,
y la persona es probada en su conversación.
El fruto revela el cultivo del árbol,
así la palabra revela el corazón de la persona.
No elogies a nadie antes de oírlo hablar,
porque ahí es donde se prueba una persona.

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Salmo Responsorial Sal 91, 2-3. 13-14. 15-16 (: cf. 2a)
R.
Es bueno darte gracias, Señor.
Bonum est confitéri tibi, Dómine.

V. Es bueno dar gracias al Señor
y tocar para tu nombre, oh Altísimo;
proclamar por la mañana tu misericordia
y de noche tu fidelidad.
R. Es bueno darte gracias, Señor.
Bonum est confitéri tibi, Dómine.

V. El justo crecerá como una palmera,
se alzará como un cedro del Líbano:
plantado en la casa del Señor,
crecerá en los atrios de nuestro Dios.
R. Es bueno darte gracias, Señor.
Bonum est confitéri tibi, Dómine.

V. En la vejez seguirá dando fruto
y estará lozano y frondoso,
para proclamar que el Señor es justo,
mi Roca, en quien no existe la maldad.
R. Es bueno darte gracias, Señor.
Bonum est confitéri tibi, Dómine.

SEGUNDA LECTURA 1 Cor 15, 54-58
Nos da la victoria por medio de Jesucristo

Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Corintios.

Hermanos:
Cuando esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita:
«La muerte ha sido absorbida en la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?».
El aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado, la ley.
¡Gracias a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo!
De modo que, hermanos míos queridos, manteneos firmes e inconmovibles.
Entregaos siempre sin reservas a la obra del Señor, convencidos de que vuestro esfuerzo no será vano en el Señor.

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Aleluya Flp. 2, 15d-16a
R.
Aleluya, aleluya, aleluya.
V. Brilláis como lumbreras del mundo, manteniendo firme la palabra de la vida. R.
Lucétis sicut luminária in mundo, verbum vitæ fírmiter tenéntes.

EVANGELIO Lc 6, 39-45
De lo que rebosa el corazón habla la boca
Lectura del santo Evangelio según san Lucas.
R. Gloria a ti, Señor.

En aquel tiempo, dijo Jesús a los discípulos una parábola: «¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo? No está el discípulo sobre su maestro, si bien, cuando termine su aprendizaje, será como su maestro. ¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo? ¿Cómo puedes decirle a tu hermano: “Hermano, déjame que te saque la mota del ojo”, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo? ¡Hipócrita! Sácate primero la viga de tu ojo, y entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano.
Pues no hay árbol bueno que dé fruto malo, ni árbol malo que dé fruto bueno; por ello, cada árbol se conoce por su fruto; porque no se recogen higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos.
El hombre bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque de lo que rebosa el corazón habla la boca».

Palabra del Señor.
R. Gloria a ti, Señor Jesús.

Papa Francisco
ÁNGELUS. Plaza de San Pedro. Domingo, 3 de marzo de 2019
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El pasaje del Evangelio de hoy presenta parábolas breves, con las cuales Jesús quiere señalar a sus discípulos el camino a seguir para vivir sabiamente. Con la pregunta: «¿Podrá un ciego guiar a otro ciego?» (Lc 6, 39), quiere subrayar que un guía no puede ser ciego, sino que debe ver bien, es decir, debe poseer la sabiduría para guiar con sabiduría, de lo contrario corre el peligro de perjudicar a las personas que dependen de él. Así, Jesús llama la atención de aquellos que tienen responsabilidades educativas o de mando: los pastores de almas, las autoridades públicas, los legisladores, los maestros, los padres, exhortándoles a que sean conscientes de su delicado papel y a discernir siempre el camino acertado para conducir a las personas.
Y Jesús toma prestada una expresión sapiencial para indicarse como modelo de maestro y guía a seguir: «No está el discípulo por encima del maestro. Todo el que esté bien formado será como su maestro» (v. 40). Es una invitación a seguir su ejemplo y su enseñanza para ser guías seguros y sabios. Y esta enseñanza está encerrada, sobre todo, en el Sermón de la Montaña, que desde hace tres domingos la liturgia nos propone en el Evangelio, indicando la actitud de mansedumbre y de misericordia para ser personas sinceras, humildes y justas. En el pasaje de hoy encontramos otra frase significativa, que nos exhorta a no ser presuntuosos e hipócritas. Dice así: «¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo?» (v. 41). Muchas veces, lo sabemos, es más fácil o más cómodo percibir y condenar los defectos y los pecados de los demás, sin darnos cuenta de los nuestros con la misma claridad. Siempre escondemos nuestros defectos, también a nosotros mismos; en cambio, es fácil ver los defectos de los demás. La tentación es ser indulgente con uno mismo ―manga ancha con uno mismo― y duro con los demás. Siempre es útil ayudar a otros con consejos sabios, pero mientras observamos y corregimos los defectos de nuestro prójimo, también debemos ser conscientes de que tenemos defectos. Si creo que no los tengo, no puedo condenar o corregir a los demás. Todos tenemos defectos: todos. Debemos ser conscientes de ello y, antes de condenar a los otros, mirar dentro de nosotros mismos. Así, podemos actuar de manera creíble, con humildad, dando testimonio de la caridad.
¿Cómo podemos entender si nuestro ojo está libre o si está obstaculizado por una viga? De nuevo es Jesús quien nos lo dice: «No hay árbol bueno que dé fruto malo, y, a la inversa, no hay árbol malo que dé fruto bueno. Cada árbol se conoce por su fruto» (vv.43-44). El fruto son las acciones, pero también las palabras. La calidad del árbol también se conoce de las palabras. Efectivamente, quien es bueno saca de su corazón y de su boca el bien y quien es malo saca el mal, practicando el ejercicio más dañino entre nosotros, que es la murmuración, el chismorreo, hablar mal de los demás. Esto destruye; destruye la familia, destruye la escuela, destruye el lugar de trabajo, destruye el vecindario. Por la lengua empiezan las guerras. Pensemos un poco en esta enseñanza de Jesús y preguntémonos: ¿Hablo mal de los demás? ¿Trato siempre de ensuciar a los demás? ¿Es más fácil para mí ver los defectos de otras personas que los míos? Y tratemos de corregirnos al menos un poco: nos hará bien a todos.
Invoquemos el apoyo y la intercesión de María para seguir al Señor en este camino.
Audiencia general, Miércoles 16 de noviembre de 2016.

La paciencia es parte de la fe.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Dedicamos la catequesis de hoy a una obra de misericordia que todos conocemos muy bien, pero que quizás no la ponemos en práctica como deberíamos: soportar pacientemente a las personas molestas. Todos somos muy buenos para identificar una presencia que puede molestar: ocurre cuando encontramos a alguien por la calle, o cuando recibimos una llamada? Enseguida pensamos: «¿Cuánto tiempo tendré que escuchar las quejas, los chismes, las peticiones o las presunciones de esta persona?». También sucede, e veces, que las personas fastidiosas son las más cercanas a nosotros: entre los familiares hay siempre alguno; en el trabajo no faltan; y ni siquiera durante el tiempo libre estamos a salvo. ¿Qué debemos hacer con las personas molestas? Pero también nosotros somos molestos para los demás muchas veces. ¿Por qué entre las obras de misericordia también ha sido incluida esta? ¿Soportar pacientemente a las personas molestas?
En la Biblia vemos que Dios mismo debe usar misericordia para soportar las quejas de su pueblo. Por ejemplo, en el libro del Éxodo el pueblo resulta ser verdaderamente insoportable: primero llora porque es esclavo en Egipto, y Dios lo libera; luego, en el desierto, se queja porque no tiene qué comer (cf. Ex 16, 3), y Dios envía las codornices y el maná (cf. Ex 16, 13-16), no obstante las quejas no cesan. Moisés hacía de mediador entre Dios y el pueblo, y él también de vez en cuando habrá resultado molesto para el Señor. Pero Dios ha tenido paciencia y así ha enseñado también a Moisés y al pueblo esta dimensión esencial de la fe.
Entonces, surge espontánea una primera pregunta: ¿alguna vez hacemos un examen de conciencia para ver si también nosotros, a veces, podemos resultar molestos para los demás? Es fácil señalar con el dedo los defectos y las faltas de otros pero debemos aprender a meternos en la piel de los demás.
Miremos sobre todo a Jesús: ¡cuánta paciencia ha tenido que tener durante los tres años de su vida pública! Una vez, mientras estaba en camino con sus discípulos, fue parado por la madre de Santiago y Juan, la cual le dijo: «Manda que estos dos hijos míos se sienten, uno a tu derecha y otro a tu izquierda, en tu Reino» (Mt 20, 21). La mamá hacía de lobby para sus hijos, pero era la mamá… Jesús se inspira también en esa situación para impartir una enseñanza fundamental: el suyo no es un reino de poder, no es un reino de gloria como los terrenos, sino de servicio y entrega a los demás. Jesús enseña a ir siempre a lo esencial y a mirar más allá para asumir con responsabilidad la propia misión. Podríamos ver aquí la referencia a otras dos obras de misericordia espiritual: la de advertir a los pecadores y la de enseñar a los ignorantes. Pensemos en el gran esfuerzo que se puede emplear cuando ayudamos a las personas a crecer en la fe y en la vida. Pienso, por ejemplo, en los catequistas –entre los cuales hay muchas madres y muchas religiosas– que dedican tiempo para enseñar a los chicos los elementos básicos de la fe. ¡Cuánto esfuerzo, sobre todo cuando los chicos preferirían más bien jugar antes que escuchar el catecismo!
Acompañar en la búsqueda de lo esencial es bonito e importante, porque nos hace compartir la alegría de saborear el sentido de la vida. A menudo ocurre que nos encontremos a personas que se paran en las cosas superficiales, efímeras y banales; a veces porque no han encontrado a alguien que les estimule para buscar otra cosa, para apreciar a los verdaderos tesoros. Enseñar a mirar lo esencial es una ayuda determinante, especialmente en un tiempo como el nuestro que parece haber tomado la orientación de seguir satisfacciones cortas de miras. Enseñar a descubrir qué es lo que el Señor quiere de nosotros y cómo podemos corresponder significa ponernos en camino para crecer en la propia vocación, el camino de la verdadera alegría. De ahí las palabras de Jesús a la madre de Santiago y Juan, y luego a todo el grupo de los discípulos, señalan la vía para evitar caer en la envidia, en la ambición, en la adulación, tentaciones que están siempre al acecho incluso entre nosotros los cristianos. La exigencia de aconsejar, advertir y enseñar no nos debe hacer sentir superiores a los demás, sino que nos obliga sobre todo a volver a entrar en nosotros mismos para verificar si somos coherentes con lo que pedimos a los demás. No olvidemos las palabras de Jesús: «¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo?» (Lc 6, 41). Que el Espíritu Santo nos ayude a ser pacientes para soportar y humildes y sencillos para aconsejar.
Homilía en santa Marta, Viernes 11 de septiembre de 2015
Riesgo de la hipocresía
«Si se encontrara una persona que jamás, jamás, jamás ha hablado mal de otra, se la podría canonizar inmediatamente»: es con una expresión fuerte que el Papa Francisco puso en guardia de la tentación «hipócrita» de apuntar con el dedo en contra de los demás. Invitando, sobre todo, a tener «la valentía de dar el primer paso» reconociendo los propios errores y las propias debilidades y acusándose a sí mismos.
Es el consejo espiritual, centrado sobre el perdón y la misericordia, que el Papa sugirió a la misa celebrada el viernes 11 de septiembre, por la mañana, en la capilla de la iglesia de Santa Marta. Porque «la hipocresía» –advirtió– es un riesgo que corremos todos, a comenzar del Papa hacia abajo».
«En estos días –destacó inmediatamente el Papa Francisco– la liturgia hizo reflexionar muchas veces sobre la paz, sobre el trabajo de pacificar y de reconciliar como lo hizo Jesús, y también sobre nuestro deber de hacer lo mismo», es decir, «hacer la paz, hacer la reconciliación». Además, prosiguió el Papa, «la liturgia nos ha hecho reflexionar, además, sobre el estilo cristiano, sobre todo sobre dos palabras, palabras que Jesús llevo a la práctica: perdón y misericordia». Pero, insistió el Papa Francisco, «debemos realizarlas también nosotros».
Y así –prosiguió– en estos días, la liturgia nos ha dado que pensar en esto, en reflexionar sobre este camino de la misericordia, del perdón, del estilo cristiano con esos sentimientos de ternura, bondad, humildad, mansedumbre, magnanimidad». El estilo cristiano, en efecto, cosiste en «soportarnos mutuamente, el uno al otro»: una actitud que lleva al amor, al perdón, a la magnanimidad». Porque «precisamente, el estilo cristiano es magnánimo, es grande».
«El Señor –explicó el Pontífice– nos ha dicho además que, con este espíritu grande, está también otra cosa: esa generosidad, generosidad del perdón, generosidad de la misericordia». Y «nos impulsa a ser así, generosos, y a dar: dar todo de nosotros, de nuestro corazón; dar amor, sobre todo». En esta perspectiva, añadió, «nos habla de la “recompensa”: no juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados. Esto, por lo tanto, afirmó el Papa Francisco, «es el resumen del Señor: perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará». Pero «¿qué se os dará? Una medida generosa, colmada, remecida, rebosante, plena, desbordante –recordó el Papa– os verterán, pues con la medida con que midiereis se os medirá a vosotros».
Así «es el resumen del pensamiento de la liturgia en estos días», hizo presente el Pontífice. Todos nosotros, comentó, «podemos decir: ¡Esto es bello, ¿eh?, pero ¿cómo se hace, cómo se comienza con esto? Y ¿cuál es el primer paso para seguir en este camino?» (...)
En el pasaje evangélico de Lucas (Lc 6, 39-42) «el Señor, con aquella imagen de la paja que está en el ojo de tu hermano y de la viga que llevas en el tuyo, nos enseña lo mismo: hermano, déjame que te saque la mota del ojo, primero acúsate a ti mismo; sólo entonces verás bien para poder quitar la mota del ojo de tu hermano». Por lo tanto el «primer paso» es: «acúsate a ti mismo».
Así el Papa Francisco sugirió también un examen de conciencia «cuando nos vienen pensamientos sobre otras personas», del tipo: «Pero mira este así, aquel así, aquel hace esto y esto...». Precisamente en esos momentos es oportuno preguntarse a sí mismos: «¿Y tú qué haces? ¿Qué haces? ¿Yo qué hago? ¿Soy justo? ¿Me siento juez para quitar la mota de los ojos de los demás y acusar a los demás?».
Por estas situaciones Jesús escoge la palabra «hipócrita» que, destacó el Papa, «usa solamente con aquellos que tienen doble cara, doble alma: ¡hipócrita!». Todos, ¿eh? Todos. Comenzando por el Papa en adelante: todos». En efecto, prosiguió, «si uno de nosotros no tiene la capacidad de acusarse a sí mismo y después decir, si es necesario, a quien se debe decir las cosas de los demás, no es cristiano, no entra en esta obra tan hermosa de la reconciliación, de la magnanimidad, de la misericordia que nos ha traído Jesucristo».
Por eso, afirmó el Pontífice, «si tú puedes dar este primer paso, pide la gracia al Señor de una conversión». Y, efectivamente «el primer paso es este: ¿yo soy capaz de acusarme a mí mismo? ¿Y cómo se hace?». La respuesta en el fondo es «sencilla, es un ejercicio sencillo». Francisco sugirió este consejo práctico: «Cuando me viene a la mente el deseo de decir a los demás los defectos de los otros, detenerse: “¿Y yo?”».
Es necesario tener también «el valor que tuvo Pablo» en escribir de sí mismo a Timoteo: «Yo era un blasfemo, un perseguidor, un insolente». Pero, preguntó el Papa, «¿Cuántas cosas podemos decir de nosotros mismos?». Y así «nos ahorramos los comentarios sobre los demás y hacemos comentarios sobre nosotros mismos». De este modo damos, en verdad, «el primer paso en este camino de la magnanimidad». Porque quien «sabe mirar solamente las motas en el ojo del otro, acaba en la mezquindad: un alma mezquina, llena de pequeñeces, llena de críticas».
Antes de seguir con la celebración, el Pontífice invitó a pedir en la oración «al Señor la gracia (...) de seguir el consejo de Jesús: ser generosos en el perdón, ser generosos en el perdón, ser generosos en la misericordia». De modo que, concluyó, «para reconocer como santa a una persona, hay todo un proceso, se necesita un milagro, y después la Iglesia la proclama santa. Pero si tú encontraras una persona que jamás, jamás, jamás haya hablado mal del otro, se le podría canonizar inmediatamente. Es hermoso, ¿no?».
Homilía en santa Marta, Viernes 12 de septiembre de 2014
La tarea de remendar agujeros
Cristianos que corren el riesgo de ser "descalificados", como advierte san Pablo, si pretenden hacer una corrección fraterna sin caridad, verdad y humildad, dando cabida a la hipocresía y las habladurías. En realidad, este servicio al otro requiere, ante todo, reconocerse pecadores y no erigirse en juez, como recordó el Papa durante la misa celebrada el viernes 12 de septiembre.
Francisco mostró enseguida cómo "en estos días la liturgia nos ha hecho meditar en tantas actitudes cristianas: dar, ser generoso, servir a los demás, perdonar, ser misericordioso". Estas "son actitudes -explicó- que ayudan a la Iglesia a crecer". Pero, en particular, "hoy el Señor nos hace volver a una de esas actitudes, sobre la que ya he hablado, es decir, la corrección fraterna". La idea fundamental es: "Cuando un hermano, una hermana de la comunidad se equivoca, ¿cómo debo corregirlo?".
A través de la liturgia (Lc 6, 39-42), prosiguió el Pontífice, "el Señor nos había dado algunos consejos sobre cómo corregir" al otro. Pero "hoy retoma todo y dice: hay que corregirlo, pero como una persona que ve y no como un ciego".
"Antes que nada -afirmó el Pontífice-, el consejo que da para corregir al hermano, lo hemos oído el otro día, es llevar aparte a tu hermano que se ha equivocado y hablarle", diciéndole: "Pero hermano, en esto creo que no has obrado bien".
Y "llevarlo aparte" significa precisamente "corregirlo con caridad". Porque "no se puede corregir a una persona sin amor y sin caridad". Sería como "hacer una operación quirúrgica sin anestesia", con la consecuencia de que el enfermo moriría de dolor. Y "la caridad es como una anestesia que ayuda a recibir la curación y aceptar la corrección". Entonces, el primer paso hacia el hermano: "llevarlo aparte, con mansedumbre, con amor, y hablarle".
El Papa, dirigiéndose también a las numerosas religiosas presentes en la celebración en Santa Marta, las invitó a hablar siempre "con caridad", sin causar heridas, "cuando en nuestras comunidades, en las parroquias, en las instituciones, en las comunidades religiosas, se debe decir algo a una hermana, a un hermano".
Junto con la caridad, es necesario "decir la verdad" y jamás "decir una cosa que no es verdadera". En realidad, observó, "cuántas veces en nuestras comunidades se dicen cosas de otra persona que no son verdaderas: son calumnias". O, "si son verdaderas", de todos modos "se arruina la buena fama de esa persona".
Desde esta perspectiva, un modo de dirigirse al hermano, según el Papa, puede ser el siguiente: "Esto que te digo, a ti, que tú has hecho, es verdad. No es un rumor que me ha llegado". Porque "las habladurías hieren, son bofetadas a la buena fama de una persona, son bofetadas al corazón de una persona".
Entonces, es necesaria siempre "la verdad", si bien a veces "no es agradable oírla". En todo caso, si la verdad "se dice con caridad y con amor, es más fácil aceptarla". Por eso hay que decir "la verdad con caridad: así se debe hablar de los defectos de los demás".
De la tercera regla, la humildad, Jesús habla en el pasaje del evangelio de san Lucas: corregir al otro "sin hipocresía, es decir, con humildad". Es bueno tener presente, aconsejó el obispo de Roma, que "si debes corregir un defecto pequeño, piensa que tú tienes tantos más grandes". El Señor lo dice con eficacia: saca primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver bien para sacar la brizna que hay en el ojo del otro. Sólo así "no serás ciego" y "verás bien" para ayudar de verdad al hermano. Por eso es indispensable "la humildad" para reconocer que "yo soy más pecador que él, más pecador que ella". Luego, "debo ayudarlos a él y a ella a corregir este" defecto.
"Si no hago con caridad la corrección fraterna, no la hago en verdad y no la hago con humildad, me convierto en ciego", advirtió el Papa. Y si no veo, se preguntó, ¿cómo hago para "curar a otro ciego?".
En esencia, "la corrección fraterna es un acto para curar el cuerpo de la Iglesia". Francisco la describió con una imagen eficaz: es como volver a coser "un agujero en el tejido de la Iglesia". Pero hay que proceder "con mucha delicadeza, como las mamás y las abuelas cuando remiendan", y es precisamente este estilo con el que "se debe hacer la corrección fraterna".
Por otra parte, puso en guardia, "si tú no eres capaz de hacer la corrección fraterna con amor, con caridad, en la verdad y con humildad, ofenderás, harás un daño al corazón de esa persona: harás un crítica más que hiere y te convertirás en un ciego hipócrita, como dice Jesús". En efecto, se lee en la página evangélica de san Lucas: "Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo". Aunque hay que reconocer que soy "más pecador que el otro", de todos modos como hermanos estamos llamados a "ayudarlo a corregirse".
El Pontífice no dejó de dar un consejo práctico. Hay "un signo -dijo- que quizá nos pueda ayudar: cuando uno ve algo que no está bien y siente que debe corregirlo", pero advierte "cierto placer en hacerlo", entonces es el momento de "estar atento, porque eso no es del Señor". En efecto, "en el Señor siempre está la cruz, la dificultad de hacer una cosa buena". Y del Señor vienen siempre el amor y la mansedumbre.
Todo este razonamiento sobre la corrección fraterna, prosiguió el Papa, nos exhorta a "no comportarnos como jueces". Aunque "nosotros, los cristianos, -señaló- tenemos la tentación de creernos doctores", de "considerarnos fuera del juego del pecado y de la gracia, como si fuéramos ángeles".
Es una tentación de la que también habla san Pablo en la primera carta a los Corintios (1Co 9, 16-19.22-27). "No sea que, habiendo predicado a otros, quede yo descalificado". Por tanto, nos recuerda el Apóstol, "un cristiano que, en la comunidad, no hace las cosas -tampoco la corrección fraterna- con caridad, en la verdad y con humildad, se descalifica". Porque "no ha logrado llegar a ser un cristiano maduro".
El Papa Francisco concluyó pidiéndole al Señor que "nos ayude en este servicio fraterno, tan hermoso y tan doloroso, de ayudar a los hermanos y a las hermanas a ser mejores", impulsándonos "a hacerlo siempre con caridad, en verdad y con humildad".
Homilía en santa Marta, Viernes 13 de septiembre de 2013
De las malévolas murmuraciones al amor por el prójimo
Las murmuraciones matan igual y más que las armas. Sobre este concepto el Papa Francisco volvió a hablar en la mañana del viernes, 13 de septiembre, en la misa que celebró en la capilla de Santa Marta, como cada día. Comentando las lecturas del día, de la carta a Timoteo (1Tm 1, 1-2.12-14) y del Evangelio de Lucas (Lc 6, 39-42), el Pontífice puso en evidencia cómo el Señor –después de haber propuesto en los días anteriores actitudes como la mansedumbre, la humildad y la magnanimidad– "hoy nos habla de lo contrario", esto es, "de una actitud odiosa hacia el prójimo": la que se tiene cuando se pasa a ser "juez del hermano".
El Papa Francisco recordó el episodio evangélico en el que Jesús reprocha a quien pretende quitar la mota en el ojo ajeno sin ver la viga en el propio. Este comportamiento, sentirse perfectos y por lo tanto capaces de juzgar los defectos de los demás, es contrario a la mansedumbre, a la humildad de la que habla el Señor, "a esa luz que es tan bella y que está en perdonar". Jesús –evidenció el Santo Padre– usa "una palabra fuerte: hipócrita". Y subrayó: "Los que viven juzgando al prójimo, hablando mal del prójimo, son hipócritas. Porque no tienen la fuerza, la valentía de mirar los propios defectos. El Señor no dice sobre esto muchas palabras. Después, más adelante dirá: el que en su corazón tiene odio contra el hermano es un homicida. Lo dirá. También el apóstol Juan lo dice muy claramente en su primera carta: quien odia al hermano camina en las tinieblas. Quien juzga a su hermano es un homicida". Por lo tanto "cada vez que juzgamos a nuestros hermanos en nuestro corazón, o peor, cuando lo hablamos con los demás, somos cristianos homicidas". Y esto "no lo digo yo, sino que lo dice el Señor", precisó el Papa, añadiendo que "sobre este punto no hay lugar a matices: si hablas mal del hermano, matas al hermano. Y cada vez que hacemos esto imitamos el gesto de Caín, el primer homicida".
Recordando cuánto se habla en estos días de las guerras que en el mundo provocan víctimas, sobre todo entre los niños, y obligan a muchos a huir en busca de un refugio, el Papa Francisco se preguntó cómo es posible pensar en tener "el derecho a matar" hablando mal de los demás, de desencadenar "esta guerra cotidiana de las murmuraciones". En efecto –dijo–, "las maledicencias van siempre en la dirección de la criminalidad. No existen maledicencias inocentes. Y esto es Evangelio puro". Por lo tanto, "en este tiempo que pedimos tanto la paz, es necesario tal vez un gesto de conversión". Y a los "no" contra todo tipo de arma, decimos "no también a esta arma" que es la maledicencia, porque "es mortal". Citando al apóstol Santiago, el Pontífice recordó que la lengua "es para alabar a Dios". Pero "cuando usamos la lengua –prosiguió– para hablar mal del hermano y de la hermana, la usamos para matar a Dios" porque la imagen de Dios está en nuestro hermano, en nuestra hermana; destruimos "esa imagen de Dios".
Y también hay quien intenta justificar todo esto –observó el Santo Padre– diciendo: "se lo merece". A estas personas el Papa dirigió una invitación precisa: "ve y reza por él. Ve y haz penitencia por ella. Y después, si es necesario, habla a esa persona que puede remediar el problema. Pero no se lo digas a todos". Pablo –añadió– "fue un pecador fuerte. Y dice de sí mismo: primero era un pecador, un blasfemo, un violento. Pero se usó misericordia conmigo". "Tal vez ninguno de nosotros blasfema –dijo–. Pero si alguno de nosotros murmura, ciertamente es un perseguidor y un violento".
El Pontífice concluyó invocando "para nosotros, para toda la Iglesia, la gracia de la conversión de la criminalidad de las maledicencias en la humildad, en la mansedumbre, en la apacibilidad, en la magnanimidad del amor por el prójimo".

DIRECTORIO HOMILÉTICO
Ap. I. La homilía y el Catecismo de la Iglesia Católica
Ciclo C. Octavo domingo del Tiempo Ordinario.
El corazón es la demora de la verdad
2563 El corazón es la morada donde yo estoy, o donde yo habito (según la expresión semítica o bíblica: donde yo "me adentro"). Es nuestro centro escondido, inaprensible, ni por nuestra razón ni por la de nadie; sólo el Espíritu de Dios puede sondearlo y conocerlo. Es el lugar de la decisión, en lo más profundo de nuestras tendencias psíquicas. Es el lugar de la verdad, allí donde elegimos entre la vida y la muerte. Es el lugar del encuentro, ya que a imagen de Dios, vivimos en relación: es el lugar de la Alianza.
Los buenos actos y los malos actos
1755 El acto moralmente bueno supone a la vez la bondad del objeto, del fin y de las circunstancias. Un fin malo corrompe la acción, aunque su objeto sea de suyo bueno (como orar y ayunar "para ser visto por los hombres").
El objeto de la elección puede por sí solo viciar el conjunto de todo el acto. Hay comportamientos concretos - como la fornicación - que son siempre errados, porque su elección comporta un desorden de la voluntad, es decir, un mal moral.
1756 Es, por tanto, erróneo juzgar de la moralidad de los actos humanos considerando sólo la intención que los inspira o las circunstancias (ambiente, presión social, coacción o necesidad de obrar, etc.) que son su marco. Hay actos que, por sí y en sí mismos, independientemente de las circunstancias y de las intenciones, son siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto; por ejemplo, la blasfemia y el perjurio, el homicidio y el adulterio. No está permitido hacer el mal para obtener un bien.
La formación de la conciencia y la decisión según la conciencia
1783 Hay que formar la conciencia, y esclarecer el juicio moral. Una conciencia bien formada es recta y veraz. Formula sus juicios según la razón, conforme al bien verdadero querido por la sabiduría del Creador. La educación de la conciencia es indispensable a seres humanos sometidos a influencias negativas y tentados por el pecado de preferir su juicio propio y de rechazar las enseñanzas autorizadas.
1784 La educación de la conciencia es una tarea de toda la vida. Desde los primeros años despierta al niño al conocimiento y la práctica de la ley interior reconocida por la conciencia moral. Una educación prudente enseña la virtud; preserva o cura del miedo, del egoísmo y del orgullo, de los insanos sentimientos de culpabilidad y de los movimientos de complacencia, nacidos de la debilidad y de las faltas humanas. La educación de la conciencia garantiza la libertad y engendra la paz del corazón.
1785 En la formación de la conciencia, la Palabra de Dios es la luz que nos ilumina; es preciso que la asimilemos en la fe y la oración, y la pongamos en práctica. Es preciso también que examinemos nuestra conciencia atendiendo a la cruz del Señor. Estamos asistidos por los dones del Espíritu Santo, ayudados por el testimonio o los consejos de otros y guiados por la enseñanza autorizada de la Iglesia (cf DH 14).
DECIDIR EN CONCIENCIA
1786 Ante la necesidad de decidir moralmente, la conciencia puede formular un juicio recto de acuerdo con la razón y con la ley divina, o al contrario un juicio erróneo que se aleja de ellas.
1787 El hombre se ve a veces enfrentado con situaciones que hacen el juicio moral menos seguro, y la decisión difícil. Pero debe buscar siempre lo que es justo y bueno y discernir la voluntad de Dios expresada en la ley divina.
1788 Para esto, el hombre se esfuerza por interpretar los datos de la experiencia y los signos de los tiempos gracias a la virtud de la prudencia, los consejos de las personas entendidas y la ayuda del Espíritu Santo y de sus dones.
1789 En todos los casos son aplicables las siguientes reglas:
 - Nunca está permitido hacer el mal para obtener un bien.
 - La "regla de oro": "Todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros" (Mt 7, 12; cf. Lc 6, 31; Tb 4, 15).
 - La caridad actúa siempre en el respeto del prójimo y de su conciencia: "Pecando así contra vuestros hermanos, hiriendo su conciencia… pecáis contra Cristo" (1Co 8, 12). "Lo bueno es… no hacer cosa que sea para tu hermano ocasión de caída, tropiezo o debilidad" (Rm 14, 21).
EL JUICIO ERRÓNEO
1790 La persona humana debe obedecer siempre el juicio cierto de su conciencia. Si obrase deliberadamente contra este último, se condenaría a sí mismo. Pero sucede que la conciencia moral puede estar en la ignorancia y formar juicios erróneos sobre actos proyectados o ya cometidos.
1791 Esta ignorancia puede con frecuencia ser imputada a la responsabilidad personal. Así sucede "cuando el hombre no se preocupa de buscar la verdad y el bien y, poco a poco, por el hábito del pecado, la conciencia se queda casi ciega" (GS 16). En estos casos, la persona es culpable del mal que comete.
1792 El desconocimiento de Cristo y de su evangelio, los malos ejemplos recibidos de otros, la servidumbre de las pasiones, la pretensión de una mal entendida autonomía de la conciencia, el rechazo de la autoridad de la Iglesia y de su enseñanza, la falta de conversión y de caridad pueden conducir a desviaciones del juicio en la conducta moral.
1793 Si por el contrario, la ignorancia es invencible, o el juicio erróneo sin responsabilidad del sujeto moral, el mal cometido por la persona no puede serle imputado. Pero no deja de ser un mal, una privación, un desorden. Por tanto, es preciso trabajar por corregir la conciencia moral de sus errores.
1794 La conciencia buena y pura es iluminada por la fe verdadera. Porque la caridad procede al mismo tiempo "de un corazón limpio, de una conciencia recta y de una fe sincera" (1Tm 1, 5; 1Tm 3, 9; 2Tm 1, 3; 1P 3, 21; Hch 24, 16).
"Cuanto mayor es el predominio de la conciencia recta, tanto más las personas y los grupos se apartan del arbitrio ciego y se esfuerzan por adaptarse a las normas objetivas de moralidad" (GS 16).
La dirección espiritual
2690 El Espíritu Santo da a ciertos fieles dones de sabiduría, de fe y de discernimiento dirigidos a este bien común que es la oración (dirección espiritual). Aquellos y aquellas que han sido dotados de tales dones son verdaderos servidores de la Tradición viva de la oración:
Por eso, el alma que quiere avanzar en la perfección, según el consejo de San Juan de la Cruz, debe "considerar bien entre qué manos se pone porque tal sea el maestro, tal será el discípulo; tal sea el padre, tal será el hijo". Y añade: "No sólo el director debe ser sabio y prudente sino también experimentado… Si el guía espiritual no tiene experiencia de la vida espiritual, es incapaz de conducir por ella a las almas que Dios en todo caso llama, e incluso no las comprenderá" (Llama estrofa 3).
El sentido cristiano de la muerte
1009 La muerte fue transformada por Cristo. Jesús, el Hijo de Dios, sufrió también la muerte, propia de la condición humana. Pero, a pesar de su angustia frente a ella (cf. Mc 14, 33-34; Hb 5, 7-8), la asumió en un acto de sometimiento total y libre a la voluntad del Padre. La obediencia de Jesús transformó la maldición de la muerte en bendición (cf. Rm 5, 19-21).
1010 Gracias a Cristo, la muerte cristiana tiene un sentido positivo. "Para mí, la vida es Cristo y morir una ganancia" (Flp 1, 21). "Es cierta esta afirmación: si hemos muerto con él, también viviremos con él" (2Tm 2, 11). La novedad esencial de la muerte cristiana está ahí: por el Bautismo, el cristiano está ya sacramentalmente "muerto con Cristo", para vivir una vida nueva; y si morimos en la gracia de Cristo, la muerte física consuma este "morir con Cristo" y perfecciona así nuestra incorporación a El en su acto redentor:
"Para mí es mejor morir en (eis) Cristo Jesús que reinar de un extremo a otro de la tierra. Lo busco a El, que ha muerto por nosotros; lo quiero a El, que ha resucitado por nosotros. Mi parto se aproxima … Dejadme recibir la luz pura; cuando yo llegue allí, seré un hombre" (San Ignacio de Antioquía, Rom. 6, 1-2).
1011 En la muerte Dios llama al hombre hacia Sí. Por eso, el cristiano puede experimentar hacia la muerte un deseo semejante al de San Pablo: "Deseo partir y estar con Cristo" (Flp 1, 23); y puede transformar su propia muerte en un acto de obediencia y de amor hacia el Padre, a ejemplo de Cristo (cf. Lc 23, 46):
"Mi deseo terreno ha desaparecido; … hay en mí un agua viva que murmura y que dice desde dentro de mí "Ven al Padre" (San Ignacio de Antioquía, Rom. 7, 2).
"Yo quiero ver a Dios y para verlo es necesario morir" (Santa Teresa de Jesús, vida 1).
"Yo no muero, entro en la vida" (Santa Teresa del Niño Jesús, verba).
1012 La visión cristiana de la muerte (cf. 1Ts 4, 13-14) se expresa de modo privilegiado en la liturgia de la Iglesia:
"La vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se transforma; y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo" (MR, Prefacio de difuntos).
1013 La muerte es el fin de la peregrinación terrena del hombre, del tiempo de gracia y de misericordia que Dios le ofrece para realizar su vida terrena según el designio divino y para decidir su último destino. Cuando ha tenido fin "el único curso de nuestra vida terrena" (LG 48), ya no volveremos a otras vidas terrenas. "Está establecido que los hombres mueran una sola vez" (Hb 9, 27). No hay "reencarnación" después de la muerte.

Se dice Credo.

Oración de los fieles.
Oremos al Señor, nuestro Dios.
- Para que la Iglesia, comunidad de creyentes, denuncie el pecado del mundo, con el ejemplo elocuente de la santidad de vida. Roguemos al Señor.
- Para que la sociedad evite el contagio del mal, que la corrompe, y se sienta estimulada en la búsqueda del bien. Roguemos al Señor.
- Para que quienes trabajan por la justicia en favor de los más pobres del mundo no pierdan su esperanza en la victoria final en Cristo. Roguemos al Señor.
- Para que no caigamos en la hipocresía que Cristo denuncia en el evangelio, y aceptemos la corrección de los demás. Roguemos al Señor.
Concédenos, Señor, lo que te pedimos, lo que tú bien sabes que necesitamos. Por Jesucristo, nuestro Señor.

Oración sobre las ofrendas
Oh, Dios, que nos das lo que hemos de ofrecerte y vinculas esta ofrenda a nuestro devoto servicio, imploramos tu misericordia, para que cuanto nos concedes redunde en mérito nuestro y nos alcance los premios eternos. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Deus, qui offerénda tuo nómini tríbuis, et obláta devotióni nostrae servitútis ascríbis, quaesumus cleméntiam tuam, ut, quod praestas unde sit méritum, profícere nobis largiáris ad praemium. Per Christum.

PLEGARIA EUCARÍSTICA IV

Antífona de comunión Cf. Sal 12, 6

Cantaré al Señor por el bien que me ha hecho, cantaré al nombre del Dios Altísimo.
Cantábo Dómino, qui bona tríbuit mihi, et psallam nómini Dómini Altíssimi.
O bien: Mt 28, 20
Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos, dice el Señor.
Ecce ego vobíscum sum ómnibus diébus, usque ad consummatiónem saeculi, dicit Dóminus.

Oración después de la comunión
Saciados con los dones de la salvación, invocamos, Señor, tu misericordia, para que, mediante este sacramento que nos alimenta en nuestra vida temporal, nos hagas participar, en tu bondad, de la vida eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor.
Satiáti múnere salutári, tuam, Dómine, misericórdiam deprecámur, ut, hoc eódem quo nos temporáliter végetas sacraménto, perpétuae vitae partícipes benígnus effícias. Per Christum.

MARTIROLOGIO

Elogios del día 28 de febrero

1. Conmemoración de los santos presbíteros, diáconos y otros muchos, que en Alejandría de Egipto, en tiempo del emperador Galieno, al declararse una gravísima epidemia, se entregaron al servicio de los enfermos hasta morir ellos mismos, motivo por el cual la piedad de los creyentes los consideró como mártires. (262)
2. En los montes del Jura, en la Galia Lugdunense, hoy Francia, sepultura del abad san Román, que, siguiendo los ejemplos de los antiguos monjes, primero abrazó la vida eremítica y llegó después a ser padre de numerosos monjes. (463)
3. Conmemoración de las santas Marana y Cira, vírgenes, que en Berea, en Siria, vivieron en un lugar estrecho y cerrado sin techo, recibían el alimento necesario por una ventana y guardaban siempre silencio. (s. V)
4. En Roma, en la vía Tiburtina, sepultura de san Hilario, papa, que escribió diversas cartas sobre la fe católica, con las que confirmó los concilios de Nicea, Éfeso y Calcedonia. De este modo, enalteció el primado de la Sede Romana. (468)
5. En Worchester, en Inglaterra, san Osvaldo, obispo, que fue primero canónigo y después monje; presidió las sedes de de York y de Worchester, introdujo en muchos monasterios la Regla de san Benito y fue un maestro benigno, alegre y docto. (992)
6*. En L’Aquila, en la región de los Abruzos, en Italia, beata Antonia de Florencia, viuda, que, después de fallecer su esposo, fue fundadora y primera abadesa del monasterio de Corpus Christi, conforme a la primera Regla de santa Clara. (1472)
7. En la ciudad de Xilinxian, en la provincia china de Guangxi, san Agusto Chapdelaine, presbítero de la Sociedad de Misiones Extranjeras de París y mártir, que, detenido por los soldados junto con muchos neófitos de esta región a los que había convertido, recibió trescientos azotes, fue encerrado en una reducida jaula y finalmente decapitado. (1856)
8*. En París, en Francia, beato Daniel Brottier, presbítero de la Congregación de San Sulpicio, que se dedicó plenamente a trabajar en favor de los huérfanos. (1936)
9*. En el campo de concentración de Auschwitz, cercano a Cracovia, en Polonia, beato Timoteo Trojanowski, presbítero de la Orden de los Hermanos Menores Conventuales y mártir, que durante la ocupación militar de su patria en tiempo de guerra, por confesar la fe cristiana consumó su martirio quebrantado por los suplicios. (1942)

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