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sábado, 21 de marzo de 2020

San Pablo VI, Homilía en la solemnidad del Cuerpo y la Sangre del Señor (28-junio-1978).

SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y LA SANGRE DEL SEÑOR
HOMILÍA DE SU SANTIDAD PABLO VI
Basílica de San Pablo extramuros, Domingo 28 de junio de 1978


Venerados hermanos e hijos queridísimos:

Con paterna efusión de sentimiento queremos ante todo dirigir nuestro saludo a todos vosotros que, impulsados por la fe y por el amor, os habéis reunido en esta basílica para celebrar con nosotros la fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo, es decir, para tributar a Jesús eucarístico un acto de culto público y solemne, reconociendo en El al Pastor bueno que nos guía por los caminos de la existencia, al Maestro sabio que dispensa luz a nuestros corazones entenebrecidos, al Redentor que con tanta prodigalidad de amor y de gracia nos viene al encuentro y se hace inefablemente el Pan de vida para este caminar nuestro en el tiempo hacia la posesión eterna de Dios.

Querríamos llegar a cada uno de vosotros con una palabra personal y afectuosa, cual corresponde entre personas a quienes anima el mismo gozo, por estar llamadas a sentarse a la misma mesa festiva. Mas, desafortunadamente, no podemos, y por eso hemos de confiar en vuestra atenta y cordial intuición, que sabrá percibir en las palabras dirigidas a todos nuestra sincera intención de acercarnos, con respetuoso y participante cariño, a la situación particular de cada uno para invitaros a estar atentos, conscientes y exultantes por la realidad del misterio eucarístico.

Queridísimos hijos, la solemnidad que hoy celebramos fue querida por la Iglesia, como bien sabéis, para que sus hijos pudiesen tributar al sacramento de la Eucaristía, habitualmente oculto en el recoleto silencio de los sagrarios, ese testimonio público de gozoso reconocimiento, cuya apremiante necesidad no puede menos de sentir todo corazón consciente de la realidad de esta misteriosa presencia de Cristo. Por eso la fe de los cristianos prorrumpe hoy, con sobrio regocijo, en la exultación de oraciones corales y de cantos jubilosos, que se desborda también fuera de los templos, llevando a todas partes una nota de alegría y un anuncio de esperanza.

Y, ¿cómo iba a poder ser de otro modo, si bajo los blancos velos de la Hostia consagrada sabemos que tenemos con nosotros al Señor de la vida y de la muerte, "el que es y era y ha de venir" (Ap 1, 4)? Celebramos una fiesta del gozo porque, a despecho de todo, El está con nosotros cada día hasta el fin (cf. Mt 28, 28): una fiesta del pasado, que está presente en el recuerdo de la cena y de la muerte del Señor, por encima de toda distancia temporal; una fiesta del futuro, porque ya ahora, bajo los velos del sacramento; está presente aquel que lleva consigo todo futuro, el Dios del amor eterno (cf. K. Rahner, La fede che ama la terra, 1968, pág. 114).

¡Qué mies de consideraciones sugestivas y corroborantes se ofrece a la mirada pensativa del alma en oración! Es una meditación que preferiríamos llevar a cabo en el silencio de una contemplación adorante, más bien que encomendarla a las palabras; queremos proponeros, más sugiriendo que desarrollando, algunos rápidos puntos de reflexión.

Ante todo acerca del valor de "recuerdo" del rito que estamos celebrando.

Vosotros sabéis el porqué de las dos especies eucarísticas. Jesús quiso permanecer bajo las apariencias del pan y del vino, figuras respectivamente de su Cuerpo y de su Sangre, para actualizar en el signo sacramental la realidad de su sacrificio, es decir, de aquella inmolación en la cruz que trajo la salvación al mundo. ¿Quién no recuerda las palabras del Apóstol Pablo: "Cada vez que coméis de este pan y bebéis de este cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que El vuelva" (1 Cor 11, 26)?

Así, pues, Jesús está presente en la Eucaristía corno "varón de dolores" (cf. Is 53, 3), como "el cordero de Dios", que se ofrece víctima por los pecados del mundo (cf. Jn 1, 29).

Comprender esto significa ver abrirse ante uno perspectivas inmensas: en este mundo no hay redención sin sacrificio (cf. Heb 9, 22) y no hay existencia redimida que no sea al mismo tiempo una existencia de víctima.

En la Eucaristía se ofrece a los cristianos de todos los tiempos la posibilidad de dar al calvario cotidiano de sufrimientos, incomprensiones, enfermedades y muerte, la dimensión de una oblación redentora, que asocia el dolor de las personas a la pasión de Cristo, encaminando la existencia de cada uno a la inmolación de la fe que, en su última plenitud, se abre a la mañana pascual de la resurrección.

¡Cómo nos gustaría poder repetir esta palabra de fe y de esperanza a cada uno personalmente, y sobre todo a los que en este momento están oprimidos por la tristeza, por la enfermedad! ¡El dolor no es inútil! Si está unido con el de Cristo, el dolor humano adquiere algo del valor redentor de la pasión misma del Hijo de Dios.

La Eucaristía —ésta es la segunda reflexión que querríamos proponeros— es evento de comunión.

El Cuerpo y la Sangre del Señor se ofrecen como alimento que nos redime de toda esclavitud y nos introduce en la comunión trinitaria, haciéndonos participar de la vida misma de Cristo y de su comunión con el Padre. No es casual la íntima conexión de la gran oración sacerdotal de Jesús con el misterio eucarístico, come tampoco el hecho de que su apasionada invocación ut unum sint esté situada precisamente en la atmósfera y en la realidad de este misterio.

La Eucaristía postula la comunión. Bien lo entendió el Apóstol a quien está dedicada esta Basílica, el cual, escribiendo a los cristianos de Corinto, les preguntaba: "El cáliz de la bendición que bendecimos, ¿no es comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el Cuerpo de Cristo?" Intuición fundamental, de la cual el Apóstol, con lógica férrea, sacaba la bien conocida conclusión: "Como hay un solo pan, aun siendo muchos formamos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan" (1 Cor 10, 16-17).

La Eucaristía es comunión con El, con Cristo, y por eso mismo se transforma y se manifiesta en comunión nuestra con los hermanos: es invitación a realizar entre nosotros la concordia y la unión, a promoverlo que juntos nos hermana, a construir la Iglesia, que es el místico Cuerpo de Cristo, del cual es signo, causa y alimento el sacramento eucarístico. En la Iglesia primitiva el encuentro eucarístico era la fuente de aquella comunión de caridad, que constituía un espectáculo frente, al mundo pagano. También para nosotros, cristianos del siglo XX, de nuestra participación en la mesa divina debe brotar el verdadero amor, el que se ve, se expande y hace historia.

Hay también un tercer aspecto en este misterio: la Eucaristía es anticipo y prenda de la gloria futura.

Celebrando este misterio, la Iglesia peregrina se acerca, día tras día, a la Patria y, avanzando por el camino de la pasión y de la muerte, se aproxima a la resurrección y a la vida eterna.

El pan eucarístico es el viático que la sustenta en la travesía, llena de sombras, de esta existencia terrena y que la introduce, en cierto modo ya desde ahora, en la experiencia de la existencia gloriosa del cielo. Repitiendo el gesto divino de la Cena, nosotros construirnos en el tiempo fugaz la ciudad celeste, que perdura.

Así, pues, a nosotros, los cristianos, nos corresponde ser, en medio de los demás hombres, testigos de esta realidad, pregoneros de esta esperanza. El Señor, presente en la verdad del sacramento, ¿no repite acaso a nuestros corazones en cada Misa: "¡No temas! ¡Yo soy el primero y el último y el que vive!" (Ap 1, 17-18)?

Lo que tal vez más necesita el mundo actual es que los cristianos levanten alta, con humilde valentía, la voz profética de su esperanza. Precisamente en una vida eucarística intensa y consciente es donde su testimonio recabará la cálida transparencia y el poder persuasivo necesarios para abrir brecha en los corazones humanos.

¡Hermanos e hijos queridísimos, estrechémonos, pues, en torno al altar! Aquí está presente Aquel que, habiendo compartido nuestra condición humana, reina ahora glorioso en la felicidad sin sombras del cielo. El, que en otro tiempo domeñó las amenazantes olas del lago de Tiberíades, guíe la navecilla de la Iglesia, en la que estamos todos nosotros, a través de los temporales del mundo, hasta las serenas orillas de la eternidad. Nos encomendamos a El, reconfortados por la certeza de que nuestra esperanza no será defraudada.

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