LITURGIA DE LA
PALABRA
Domingo Octava de
Navidad. La Sagrada Familia: Jesús, María y José, ciclo A (Lec. I
A).
PRIMERA
LECTURA Eclo 3, 2-6. 12-14
Quien teme al
Señor honrará a sus padres
Lectura del libro del Eclesiástico.
El Señor honra más al padre que a los
hijos
y afirma el derecho de la madre sobre
ellos.
Quien honra a su padre expía sus
pecados,
y quien respeta a su madre es como
quien acumula tesoros.
Quien honra a su padre se alegrará de
sus hijos
y, cuando rece, será escuchado.
Quien respeta a su padre tendrá larga
vida,
y quien honra a su madre obedece al
Señor.
Hijo, cuida de tu padre en su vejez
y durante su vida no le causes
tristeza.
Aunque pierda el juicio, sé indulgente
con él,
y no lo desprecies aun estando tú en
pleno vigor.
Porque la compasión hacia el padre no
será olvidada
y te servirá para reparar tus pecados.
Palabra de Dios.
R. Te
alabamos, Señor.
Salmo
responsorial Sal 127, 1bc-2. 3. 4-5 (R.: cf. 1bc)
R.
Dichosos los que temen al Señor y siguen sus caminos.
Beati omnes qui timent Dóminum, qui
ambulant in viis eius.
V. Dichoso
el que teme al Señor
y sigue sus caminos.
Comerás del fruto de tu trabajo,
serás dichoso, te irá bien.
y sigue sus caminos.
Comerás del fruto de tu trabajo,
serás dichoso, te irá bien.
R.
Dichosos los que temen al Señor y siguen sus caminos.
Beati omnes qui timent Dóminum, qui
ambulant in viis eius.
V. Tu
mujer, como parra fecunda,
en medio de tu casa;
en medio de tu casa;
tus hijos, como renuevos de
olivo,
alrededor de tu mesa.
alrededor de tu mesa.
R.
Dichosos los que temen al Señor y siguen sus caminos.
Beati omnes qui timent Dóminum, qui
ambulant in viis eius.
V. Ésta
es la bendición del hombre
que teme al Señor.
Que el Señor te bendiga desde Sión,
que veas la prosperidad de Jerusalén
todos los días de tu vida.
que teme al Señor.
Que el Señor te bendiga desde Sión,
que veas la prosperidad de Jerusalén
todos los días de tu vida.
R.
Dichosos los que temen al Señor y siguen sus caminos.
Beati omnes qui timent Dóminum, qui
ambulant in viis eius.
SEGUNDA
LECTURA Col 3, 12-21
La vida de
familia vivida en el Señor
Lectura de la carta del apóstol san
Pablo a los Colosenses.
Hermanos:
Como elegidos de Dios, santos y amados,
revestíos de compasión entrañable, bondad, humildad, mansedumbre,
paciencia.
Sobrellevaos mutuamente y perdonaos,
cuando alguno tenga quejas contra otro.
El Señor os ha perdonado: haced
vosotros lo mismo.
Y por encima de todo esto, el amor, que
es el vínculo de la unidad perfecta.
Que la paz de Cristo reine en vuestro
corazón: a ella habéis sido convocados en un solo cuerpo.
Sed también agradecidos. La Palabra de
Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a
otros con toda sabiduría; exhortaos mutuamente.
Cantad a Dios, dando gracias de
corazón, con salmos, himnos y cánticos inspirados.
Y, todo lo que de palabra o de obra
realicéis, sea todo en nombre de Jesús, dando gracias a Dios Padre
por medio de él.
Mujeres, sed sumisas a vuestros
maridos, como conviene en el Señor. Maridos, amad a vuestras
mujeres, y no seáis ásperos con ellas.
Hijos, obedeced a vuestros padres en
todo, que eso agrada al Señor. Padres, no exasperéis a vuestros
hijos, no sea que pierdan el ánimo.
Palabra de Dios.
R. Te
alabamos, Señor.
Aleluya
Col 3, 15a. 16a
R.
Aleluya, aleluya, aleluya.
V. La
paz de Cristo reine en vuestro corazón; la Palabra de Cristo habite
entre vosotros en toda su riqueza. R.
Pax Christi exsúltet in córdibus
vestris; verbum Christi hábitet in vobis abundánter.
EVANGELIO
Mt 2, 13-15. 19-23
Toma al niño y a
su madre y huye a Egipto
╬
Lectura del santo Evangelio según san Mateo.
R. Gloria
a ti, Señor.
Cuando se retiraron los magos, el ángel
del Señor se apareció en sueños a José y le dijo:
«Levántate, toma al niño y a su
madre y huye a Egipto; quédate allí hasta que yo te avise, porque
Herodes va a buscar al niño para matarlo».
José se levantó, tomó al niño y a
su madre, de noche, se fue a Egipto y se quedó hasta la muerte de
Herodes para que se cumpliese lo que dijo el Señor por medio del
profeta:
«De Egipto llamé a mi hijo».
Cuando murió Herodes, el ángel del
Señor se apareció de nuevo en sueños a José en Egipto y le dijo:
«Levántate, coge al niño y a su
madre y vuelve a la tierra de Israel, porque han muerto los que
atentaban contra la vida del niño».
Se levantó, tomó al niño y a su
madre y volvió a la tierra de Israel.
Pero al enterarse de que Arquelao
reinaba en Judea como sucesor de su padre Herodes tuvo miedo de ir
allá. Y avisado en sueños se retiró a Galilea y se estableció en
una ciudad llamada Nazaret. Así se cumplió lo dicho por medio de
los profetas, que se llamaría nazareno.
Palabra del Señor.
R. Gloria
a ti, Señor Jesús.
Papa Francisco
ÁNGELUS, Jueves 29 de diciembre de 2013
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En este primer domingo después de Navidad, la Liturgia nos invita a celebrar la fiesta de la Sagrada Familia de Nazaret. En efecto, cada belén nos muestra a Jesús junto a la Virgen y a san José, en la cueva de Belén. Dios quiso nacer en una familia humana, quiso tener una madre y un padre, como nosotros.
Y hoy el Evangelio nos presenta a la Sagrada Familia por el camino doloroso del destierro, en busca de refugio en Egipto. José, María y Jesús experimentan la condición dramática de los refugiados, marcada por miedo, incertidumbre, incomodidades (cf. Mt 2, 13-15.19-23). Lamentablemente, en nuestros días, millones de familias pueden reconocerse en esta triste realidad. Casi cada día la televisión y los periódicos dan noticias de refugiados que huyen del hambre, de la guerra, de otros peligros graves, en busca de seguridad y de una vida digna para sí mismos y para sus familias.
En tierras lejanas, incluso cuando encuentran trabajo, no siempre los refugiados y los inmigrantes encuentran auténtica acogida, respeto, aprecio por los valores que llevan consigo. Sus legítimas expectativas chocan con situaciones complejas y dificultades que a veces parecen insuperables. Por ello, mientras fijamos la mirada en la Sagrada Familia de Nazaret en el momento en que se ve obligada a huir, pensemos en el drama de los inmigrantes y refugiados que son víctimas del rechazo y de la explotación, que son víctimas de la trata de personas y del trabajo esclavo. Pero pensemos también en los demás "exiliados": yo les llamaría "exiliados ocultos", esos exiliados que pueden encontrarse en el seno de las familias mismas: los ancianos, por ejemplo, que a veces son tratados como presencias que estorban. Muchas veces pienso que un signo para saber cómo va una familia es ver cómo se tratan en ella a los niños y a los ancianos.
Jesús quiso pertenecer a una familia que experimentó estas dificultades, para que nadie se sienta excluido de la cercanía amorosa de Dios. La huida a Egipto causada por las amenazas de Herodes nos muestra que Dios está allí donde el hombre está en peligro, allí donde el hombre sufre, allí donde huye, donde experimenta el rechazo y el abandono; pero Dios está también allí donde el hombre sueña, espera volver a su patria en libertad, proyecta y elige en favor de la vida y la dignidad suya y de sus familiares.
Hoy, nuestra mirada a la Sagrada Familia se deja atraer también por la sencillez de la vida que ella lleva en Nazaret. Es un ejemplo que hace mucho bien a nuestras familias, les ayuda a convertirse cada vez más en una comunidad de amor y de reconciliación, donde se experimenta la ternura, la ayuda mutua y el perdón recíproco. Recordemos las tres palabras clave para vivir en paz y alegría en la familia: permiso, gracias, perdón. Cuando en una familia no se es entrometido y se pide "permiso", cuando en una familia no se es egoísta y se aprende a decir "gracias", y cuando en una familia uno se da cuenta que hizo algo malo y sabe pedir "perdón", en esa familia hay paz y hay alegría. Recordemos estas tres palabras. Pero las podemos repetir todos juntos: permiso, gracias, perdón. (Todos: permiso, gracias, perdón) Desearía alentar también a las familias a tomar conciencia de la importancia que tienen en la Iglesia y en la sociedad. El anuncio del Evangelio, en efecto, pasa ante todo a través de las familias, para llegar luego a los diversos ámbitos de la vida cotidiana.
Invoquemos con fervor a María santísima, la Madre de Jesús y Madre nuestra, y a san José, su esposo. Pidámosle a ellos que iluminen, conforten y guíen a cada familia del mundo, para que puedan realizar con dignidad y serenidad la misión que Dios les ha confiado.
Papa Benedicto XVI
ÁNGELUS, Plaza de San Pedro. Domingo 26 de diciembre de 2010
Queridos hermanos y hermanas:
El Evangelio según san Lucas narra que los pastores de Belén, después de recibir del ángel el anuncio del nacimiento del Mesías, "fueron a toda prisa, y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre" (Lc 2, 16). Así pues, a los primeros testigos oculares del nacimiento de Jesús se les presentó la escena de una familia: madre, padre e hijo recién nacido. Por eso, el primer domingo después de Navidad, la liturgia nos hace celebrar la fiesta de la Sagrada Familia. Este año tiene lugar precisamente al día siguiente de la Navidad y, prevaleciendo sobre la de san Esteban, nos invita a contemplar este "icono" en el que el niño Jesús aparece en el centro del afecto y de la solicitud de sus padres. En la pobre cueva de Belén –escriben los Padres de la Iglesia– resplandece una luz vivísima, reflejo del profundo misterio que envuelve a ese Niño, y que María y José custodian en su corazón y dejan traslucir en sus miradas, en sus gestos y sobre todo en sus silencios. De hecho, conservan en lo más íntimo las palabras del anuncio del ángel a María: "El que ha de nacer será llamado Hijo de Dios" (Lc 1, 35).
Sin embargo, el nacimiento de todo niño conlleva algo de este misterio. Lo saben muy bien los padres que lo reciben como un don y que, con frecuencia, así se refieren a él. Todos hemos escuchado decir alguna vez a un papá y a una mamá: "Este niño es un don, un milagro". En efecto, los seres humanos no viven la procreación meramente como un acto reproductivo, sino que perciben su riqueza, intuyen que cada criatura humana que se asoma a la tierra es el "signo" por excelencia del Creador y Padre que está en el cielo. ¡Cuán importante es, por tanto, que cada niño, al venir al mundo, sea acogido por el calor de una familia! No importan las comodidades exteriores: Jesús nació en un establo y como primera cuna tuvo un pesebre, pero el amor de María y de José le hizo sentir la ternura y la belleza de ser amados. Esto es lo que necesitan los niños: el amor del padre y de la madre. Esto es lo que les da seguridad y lo que, al crecer, les permite descubrir el sentido de la vida. La Sagrada Familia de Nazaret pasó por muchas pruebas, como la de la "matanza de los inocentes" –nos la recuerda el Evangelio según san Mateo–, que obligó a José y María a emigrar a Egipto (cf. Mt 2, 13-23). Ahora bien, confiando en la divina Providencia, encontraron su estabilidad y aseguraron a Jesús una infancia serena y una educación sólida.
Queridos amigos, ciertamente la Sagrada Familia es singular e irrepetible, pero al mismo tiempo es "modelo de vida" para toda familia, porque Jesús, verdadero hombre, quiso nacer en una familia humana y, al hacerlo así, la bendijo y consagró. Encomendemos, por tanto, a la Virgen y a san José a todas las familias, para que no se desalienten ante las pruebas y dificultades, sino que cultiven siempre el amor conyugal y se dediquen con confianza al servicio de la vida y de la educación.
La Infancia de Jesús
Huida a Egipto y retorno a la tierra de Israel
Después de terminar la narración de los Magos, entra de nuevo en escena san José como protagonista, pero no actúa por iniciativa propia, sino según las órdenes que recibe nuevamente del ángel de Dios en un sueño: se le manda levantarse a toda prisa, tomar al niño y a su madre, huir a Egipto y permanecer allí hasta nueva orden, «porque Herodes va a buscar al niño para matarlo» (Mt 2, 13).
En el año 7 a. C., Herodes había hecho ajusticiar a sus hijos Alejandro y Aristóbulo porque presentía que eran una amenaza para su poder. En el año 4 a. C. había eliminado por la misma razón también al hijo Antípater (cf. Stuhlmacher, p. 85). Él pensaba exclusivamente según las categorías del poder. El saber por los Magos de un pretendiente al trono debió de ponerlo en guardia. Visto su carácter, estaba claro que ningún escrúpulo le habría frenado.
«Al verse burlado por los Magos, Herodes montó en cólera y mandó matar a todos los niños de dos años para abajo, en Belén y sus alrededores, calculando el tiempo por lo que había averiguado de los Magos» (Mt 2, 16). Es cierto que no sabemos nada sobre este hecho por fuentes que no sean bíblicas, pero, teniendo en cuenta tantas crueldades cometidas por Herodes, eso no demuestra que no se hubiera producido el crimen. En este sentido, Rudolf Pesch cita al autor judío Abraham Shalit: «La creencia en la llegada o el nacimiento en un futuro inmediato del rey mesiánico estaba entonces en el ambiente. El déspota suspicaz veía por doquier traición y hostilidad, y una vaga voz que llegaba a sus oídos podía fácilmente haber sugerido a su mente enfermiza la idea de matar a los niños nacidos en el último período. La orden por tanto nada tiene de imposible» (en Pesch, p. 72).
La realidad histórica del hecho, sin embargo, es puesta en tela de juicio por un cierto número de exegetas fundándose en otra consideración: se trataría aquí del motivo, ampliamente difundido, del niño regio perseguido, un motivo que, aplicado a Moisés en la literatura de aquel tiempo, habría encontrado una forma que se podía considerar como modelo para este relato sobre Jesús. No obstante, los textos citados no son convincentes en la mayoría de los casos y, además, muchos de ellos son de una época posterior al Evangelio de Mateo. La narración más cercana, temporal y materialmente, es la haggadah de Moisés, transmitida por Flavio Josefo, una narración que da un nuevo giro a la verdadera historia del nacimiento y el rescate de Moisés.
El Libro del Éxodo relata que el faraón, ante el aumento numérico y la importancia creciente de la población judía, teme una amenaza para su país, Egipto, y por eso no sólo aterroriza a la minoría judía con trabajos forzados, sino que ordena también matar a los varones recién nacidos. Gracias a una estratagema de su madre, Moisés es rescatado y crece en la corte del rey de Egipto como hijo adoptivo de la hija del faraón; pero más tarde tuvo que huir a causa de su intervención en favor de la atormentada población judía (cf. Ex 2).
La haggadah nos cuenta la historia de Moisés de otra manera: los expertos en la Escritura habían vaticinado al rey que en aquella época iba a nacer un niño de sangre judía que, una vez adulto, destruiría el imperio de los egipcios, haciendo a su vez poderosos a los israelitas. En vista de esto, el rey había ordenado arrojar al río y matar a todos los niños judíos inmediatamente después de nacer. Pero al padre de Moisés se le habría aparecido Dios en sueños, prometiendo salvar al niño (cf. Gnilka, p. 34 s). A diferencia de la razón aducida en el Libro del Éxodo, aquí se debe exterminar a los niños judíos para eliminar con seguridad también al niño anunciado: Moisés.
Este último aspecto, así como la aparición en sueños que promete al padre el rescate, acercan la narración al relato sobre Jesús, Herodes y los niños inocentes asesinados. Sin embargo, estas similitudes no son suficientes para presentar el relato de san Mateo como una simple variante cristiana del haggadah de Moisés Las diferencias entre los dos relatos son demasiado grandes para ello. Por otra parte, las Antiquitates de Flavio Josefo se han de colocar muy probablemente en un tiempo posterior al Evangelio de Mateo, aunque la historia en si misma parece indicar una tradición más antigua.
Pero, en una perspectiva completamente distinta, también Mateo ha retomado la historia de Moisés para encontrar a partir de ella la interpretación de todo el evento. Él ve la clave de comprensión en las palabras del profeta: «Desde Egipto llamé a mi hijo» (Os 11, 1). Oseas narra la historia de Israel como una historia de amor entre Dios y su pueblo. La atención de Dios por Israel, sin embargo, no se describe aquí con la imagen del amor esponsal, sino con la del amor de los padres. «Por eso Israel recibe también el título de “hijo”… en el sentido de la filiación por adopción. El gesto fundamental del amor paterno es liberar al hijo de Egipto» (Deissler, Zwülf Propheten, p. 50). Para Mateo, el profeta habla aquí de Cristo: él es el verdadero Hijo. Es a él a quien el Padre ama y llama desde Egipto.
Para el evangelista, la historia de Israel comienza otra vez y de un modo nuevo con el retorno de Jesús de Egipto a la Tierra Santa. Porque la primera llamada para volver del país de la esclavitud había ciertamente fracasado bajo muchos aspectos. En Oseas, la respuesta a la llamada del Padre es un alejamiento de los que fueron llamados: «Cuanto más los llamaba, más se alejaban de mi» (Os 11, 2). Este alejarse ante la llamada a la liberación lleva a una nueva esclavitud: «Volverán a la tierra de Egipto, Asiria será su rey, porque rehusaron convertirse» (Os 11, 5). Así que Israel, por decirlo así, sigue estando todavía, una y otra vez, en Egipto.
Con la huida a Egipto y su regreso a la tierra prometida, Jesús concede el don del éxodo definitivo. Él es verdaderamente el Hijo. Él no se irá para alejarse del Padre. Vuelve a casa y lleva a casa. Él está siempre en camino hacia Dios y con eso conduce del destino al hogar, a lo que es esencial y propio. Jesús, el verdadero Hijo, ha ido él mismo al «exilio» en un sentido muy profundo para traernos a todos desde la alienación hasta casa.
La breve narración de la matanza de los inocentes, que viene a continuación del pasaje sobre la huida a Egipto, la concluye Mateo de nuevo con una palabra profética, esta vez tomada del Libro del profeta Jeremías: «Se escucha un grito en Rama, gemidos y un llanto amargo: Raquel, que llora a sus hijos, no quiere ser consolada, pues se ha quedado sin ellos» (Jr 31, 15; Mt 2, 18). En Jeremías, estas palabras están en el contexto de una profecía caracterizada por la esperanza y la alegría, y en la que el profeta, con palabras llenas de confianza, anuncia la restauración de Israel: «El que dispersó a Israel lo reunirá. Lo guardará como un pastor a su rebaño; porque el Señor redimió a Jacob, lo rescató de una mano más fuerte.» (Jr 31, 10 s).
Todo el capítulo pertenece probablemente al primer período de la obra de Jeremías, cuando la caída del reino asirio, por un lado, y la reforma cultual del rey Josías, por otro, reanimaban la esperanza de una restauración del reino del norte, Israel, donde habían dejado honda huella las tribus de José y Benjamín, los hijos de Raquel. Por eso, en Jeremías, al lamento de la madre sigue inmediatamente una palabra de consolación: «Esto dice el Señor: “Reprime la voz de tu llanto, seca las lágrimas de tus ojos, pues tendrán recompensa tus penas: volverán del país enemigo…”» (Jr 31, 16).
En Mateo hay dos cambios respecto al profeta: en los días de Jeremías, el sepulcro de Raquel estaba localizado en los confines benjaminita-efraimita, es decir, hacia el reino del norte, hacia la región de las tribus de los hijos de Raquel, cercano, por cierto, al pueblo original del profeta. Ya durante la época veterotestamentaria, la ubicación del sepulcro se había desplazado hacia el sur, a la región de Belén, y allí la localizaba también Mateo.
El segundo cambio es que el evangelista omite la profecía consoladora del retorno; queda sólo el lamento. La madre sigue estando desolada. Así, en Mateo, la palabra del profeta –el lamento de la madre sin la respuesta consoladora– es como un grito a Dios, una petición de la consolación no recibida y todavía esperada; un grito al que efectivamente sólo Dios mismo puede responder, porque la única consolación verdadera, que va más allá de las meras palabras, sería la resurrección. Sólo en la resurrección se superaría la injusticia, revocado el llanto amargo: «pues se ha quedado sin ellos». En nuestra época histórica sigue siendo actual el grito de las madres a Dios, pero la resurrección de Jesús nos refuerza al mismo tiempo en la esperanza del verdadero consuelo.
También el último paso del relato de la infancia según Mateo concluye de nuevo con una cita de cumplimiento que debe desvelar el sentido de todo lo acaecido. Una vez más comparece con gran relieve la figura de san José. Dos veces recibe en sueños una orden y así se presenta de nuevo como quien escucha y sabe discernir, como quien es obediente y a la vez decidido y juiciosamente emprendedor. Primero se le dice que Herodes ha muerto, por lo que ha llegado para él y los suyos la hora de regresar. Este regreso es presentado con una cierta solemnidad: «Y entró en tierra de Israel» (Mt 2, 21).
Pero una vez allí debe afrontar de inmediato la situación trágica de Israel en aquel momento histórico: se entera de que en Judea reina Arquelao, el más cruel de los hijos de Herodes. Por tanto no puede quedarse allí –es decir, en Belén–, en el lugar de residencia de la familia de Jesús. José recibe entonces en sueños la orden de ir a Galilea.
Que José, al haberse dado cuenta de los problemas en Judea, no haya continuado simplemente por iniciativa propia su viaje hasta Galilea, gobernada por el no tan cruel Antipas, sino que fuera mandado por el ángel, tiene por objeto mostrar que la proveniencia de Jesús de Galilea concuerda con la guía divina de la historia. Durante la actividad pública de Jesús, la mención de su origen galileo es siempre una muestra de que él no podía ser el Mesías prometido. De modo casi imperceptible, Mateo se opone ya aquí a esta argumentación. Retoma más tarde el mismo tema al comienzo del ministerio público de Jesús, y demuestra fundándose en Isaías (Is 8, 23-9, 2) que precisamente allí, en tierras envueltas en «sombras de muerte», debía surgir la «luz grande»: en el antiguo reino del norte, en el «país de Zabulón y país de Neftalí» (Mt 4, 14-16).
Pero Mateo tiene que vérselas con una objeción todavía más concreta es decir que no había ninguna promesa sobre el lugar de Nazaret: de allí no podía ciertamente venir el Salvador (cf. Jn 1, 46). A esto, el evangelista replica: José «se estableció en un pueblo llamado Nazaret. Así se cumplió lo que dijeron los profetas, que se llamaría nazareno» (Mt 2, 23). Con esto quiere decir que en el momento de la redacción del Evangelio era ya un dato histórico el que a Jesús se le llamara «el Nazareno», haciendo referencia a su origen, y que con ello se muestra que es el heredero de la promesa. Contrariamente a las precedentes citaciones proféticas, Mateo no se refiere aquí a una determinada palabra de la Escritura, sino al conjunto de los profetas. La esperanza de éstos se resume en este apelativo de Jesús.
Mateo ha dejado con esto un problema difícil para los exegetas de todos los tiempos: ¿Dónde encuentra esta palabra de esperanza su fundamento en los profetas?
Antes de ocuparnos de esta cuestión, tal vez sea útil hacer algunas observaciones de carácter lingüístico. El Nuevo Testamento utiliza dos formas para llamar a Jesús, Nazoreo y Nazareno. Mateo, Juan y los Hechos de los Apóstoles usan Nazoreo; Marcos habla sin embargo de Nazareno; en Lucas se encuentran ambas formas. En el mundo de la lengua semítica, a los seguidores de Jesús se les llama «nazorei» y, en el ámbito grecorromano, cristianos (cf. Hch 11, 26). Pero ahora hemos de preguntarnos muy concretamente: ¿Hay en el Antiguo Testamento algún rastro de una profecía que conduzca a la palabra «nazoreo» y que pueda aplicarse a Jesús?
Ansgar Wucherpfenning ha compendiado cuidadosamente la difícil discusión exegética en su monografía sobre san José. Trataré de seleccionar únicamente los puntos más importantes. Hay dos líneas principales para una solución.
La primera se remite a la promesa del nacimiento del juez Sansón. El ángel que anuncia su nacimiento dice que él sería un «nazoreo», consagrado a Dios desde el seno materno, y esto –como dice la madre– «hasta el día de su muerte» (Jc 13, 5-7). Contra la deducción de que Jesús fuera un «nazoreo» en este sentido, habla por sí solo el hecho de que él no responde a los criterios establecidos en el Libro de los Jueces para ello, en particular la prohibición de tomar alcohol. Él no era un «nazoreo» en el sentido clásico de la palabra. Pero esta calificación vale ciertamente para él, que fue consagrado totalmente a Dios, hecho propiedad de Dios desde el seno materno hasta la muerte, y de un modo que supera con creces aspectos externos como éstos. Si volvemos a ver lo que dice Lucas sobre la presentación-consagración de Jesús, el «primogénito», a Dios en el templo, o si tenemos presente cómo el evangelista Juan muestra a Jesús como el que viene totalmente del Padre, vive de él y está orientado hacia él, se puede ver entonces con extraordinaria nitidez que Jesús ha sido verdaderamente consagrado a Dios desde el seno materno hasta la muerte en la cruz.
La segunda línea de interpretación se apoya en que, en el nombre «nazoreo» puede resonar también el término nezer, que está en el centro de Isaías (Is 11, 1): «Brotará un renuevo (nezer) del tronco de Jesé.» Esta palabra profética ha de leerse en el contexto de la trilogía mesiánica de Is 7, 1 («La virgen está encinta y da a luz un hijo»), Is 9, 1 (Luz en las tinieblas, «un niño nos ha nacido») e Is 11 (el retoño del tronco, sobre el que se posará el espíritu del Señor). Puesto que Mateo se refiere explícitamente a Isaías 7 y 9, es lógico suponer también en él una insinuación a Isaías 11. La particularidad de esta promesa es que enlaza, más allá de David, con el fundador de la estirpe de Jesé. Del tronco aparentemente ya muerto, Dios hace brotar un nuevo retoño: pone un nuevo comienzo que, sin embargo, permanece en profunda continuidad con la historia precedente de la promesa.
En este contexto, ¿cómo no pensar en el final de la genealogía de Jesús según san Mateo, genealogía por un lado totalmente caracterizada por la continuidad del actuar salvífico de Dios y que, por otro lado, al final invierte el rumbo y habla de un inicio enteramente nuevo por una intervención de Dios mismo con el don de un nacimiento que ya no proviene de un «generar» humano? Sí, podemos suponer con buenas razones que Mateo haya oído resonar en el nombre de Nazaret la palabra profética del «retoño» (nezer) y haya visto en la denominación de Jesús como Nazoreo una referencia al cumplimiento de la promesa, según la cual Dios daría un nuevo brote del tronco muerto de Isaías, sobre el cual se posaría el Espíritu de Dios.
Si a esto añadimos que, en la inscripción de la cruz, Jesús es denominado Nazoreo (ho Nazòraìos) (cf. Jn 19, 19), el título adquiere su pleno significado: lo que inicialmente debía indicar solamente su proveniencia, alude sin embargo al mismo tiempo a su naturaleza: él es el «retoño», el que está totalmente consagrado a Dios, desde el seno materno hasta la muerte.
Al final de este largo capítulo se plantea la pregunta: ¿Cómo hemos de entender todo esto? ¿Es verdaderamente historia acaecida, o es sólo una meditación teológica expresada en forma de historias? A este respecto, Jean Daniélou observa con razón: «A diferencia de la narración de la anunciación [a María], la adoración de los Magos no afecta a ningún aspecto esencial de la fe. Podría ser una creación de Mateo, inspirada por una idea teológica; en ese caso, nada se vendría abajo» (p. 105). El mismo Daniélou, sin embargo, llega a la convicción de que se trata de acontecimientos históricos, cuyo significado ha sido teológicamente interpretado por la comunidad judeocristiana y por Mateo.
Por decirlo de manera sencilla: ésta es también mi convicción. Pero hemos de constatar que en el curso de los últimos cincuenta años se ha producido un cambio de opinión en la apreciación de la historicidad, que no se basa en nuevos conocimientos de la historia, sino en una actitud diferente ante la Sagrada Escritura y al mensaje cristiano en su conjunto. Mientras que Gerhard Delling, en el cuarto volumen del Theologisches Wórterbuch zum Neuen Testament (1942), consideraba aún la historicidad del relato sobre los Magos asegurada de manera convincente por la investigación histórica (cf. p. 362, nota 11), ahora incluso exegetas de orientación claramente eclesial, como Nellessen o Rudolf Ernst Pesch, son contrarios a la historicidad, o por lo menos dejan abierta la cuestión.
Ante esta situación, es digna de atención la toma de posición, cuidadosamente ponderada, de Klaus Berger en su comentario de 2011 al Nuevo Testamento: «Aun en el caso de un único testimonio… hay que suponer, mientras no haya prueba en contra, que los evangelistas no pretenden engañar a sus lectores, sino narrarles los hechos históricos… Rechazar por mera sospecha la historicidad de esta narración va más allá de toda competencia imaginable de los historiadores» (p. 20).
No puedo por menos que concordar con esta afirmación. Los dos capítulos del relato de la infancia en Mateo no son una meditación expresada en forma de historias, sino al contrario: Mateo nos relata la historia verdadera, que ha sido meditada e interpretada teológicamente, y de este modo nos ayuda a comprender más a fondo el misterio de Jesús.
DIRECTORIO HOMILÉTICO
B. Fiesta de la Sagrada Familia
120. "El domingo dentro de
la Octava de Navidad, Fiesta de la Sagrada Familia, el Evangelio es
el de la infancia de Jesús, las demás lecturas hablan de las
virtudes de la vida doméstica" (OLM 95). Los Evangelistas, en
esencia, no contaron nada sobre la vida de Jesús desde su Nacimiento
hasta el comienzo de su ministerio público; lo poco que nos ha sido
transmitido lo escuchamos en los pasajes evangélicos propuestos para
esta Fiesta. Los portentos que rodean el Nacimiento del Salvador se
debilitan y la Sagrada Familia vive una vida doméstica muy común,
que viene ofrecida a las familias como modelo a imitar, tal como
sugieren las oraciones de esta celebración.
121. Cada día, en diversos
lugares del mundo, la institución familiar soporta grandes retos y,
por ello, sería apropiado que el homileta hablara de ello. No
obstante, más que ofrecer una simple exhortación moral sobre los
valores de la familia, el homileta debería inspirarse en las
lecturas del día para hablar de la familia cristiana como escuela de
discipulado. Cristo, del que celebramos su Nacimiento, ha venido al
mundo para hacer la voluntad del Padre: tal obediencia, dócil a la
inspiración del Espíritu Santo, tiene que encontrar un lugar en
cada familia cristiana. José obedece al ángel y conduce al Hijo y a
su Madre a Egipto (Año A); María y José obedecen la Ley
presentando al Niño en el Templo (Año B) y yendo hacia Jerusalén
para la fiesta de la Pascua judía (Año C). Jesús, por su parte,
obedece a sus padres terrenales pero el deseo de estar en la casa del
Padre es todavía más grande (Año C). Como cristianos, somos
miembros también de otra familia, que se reúne en torno a la mesa
familiar del altar para alimentarnos del Sacrificio que se ha
cumplido, ya que Cristo ha obedecido hasta la muerte. Tenemos que ver
a las familias como Iglesia doméstica en la que poner en práctica
aquel modelo de amor oblativo de sí mismo que asimilamos en la
Eucaristía. De este modo, todas las familias cristianas se abre
también hacia afuera para formar parte de la nueva familia y más
amplia de Jesús: «El que cumple la voluntad de Dios, ese es mi
hermano y mi hermana y mi madre» (Mc 3, 35).
122. La comprensión del sentido
cristiano de la vida familiar ayuda al homileta a explicar la lectura
tomada de la Carta de san Pablo a los Colosenses. El precepto
apostólico, según el cual la mujer debe estar sometida al marido,
puede chocar a nuestros contemporáneos; si el homileta piensa no
comentar esto, sería más prudente recurrir a la versión breve de
la lectura. No obstante, los pasajes complicados de la Escritura, en
la mayor parte de los casos, tienen mucho que enseñarnos y este caso
específico ofrece al homileta la ocasión de afrontar un argumento
con el que podría no estar de acuerdo el oyente moderno, pero que de
suyo representa una fortaleza si se comprende correctamente. La
referencia a un texto similar, tomado de la Carta de san Pablo a los
Efesios (Ef 5, 21-6, 4), nos permite profundizar en su significado.
Pablo, en este texto, discute las recíprocas responsabilidades de la
vida familiar. La frase clave es la siguiente: «Sed sumisos unos a
otros con respeto cristiano» (Ef 5, 21). La originalidad de la
enseñanza del Apóstol no reside en el hecho de que la mujer deba
estar sometida a su marido, condición ya asumida en la cultura de su
tiempo. Lo que es novedoso y, además, propiamente cristiano, es,
sobre todo, que esta sumisión debe ser recíproca: si la mujer debe
obedecer al marido, él, a su vez, como Cristo, debe sacrificar su
propia vida por su esposa. En segundo lugar, la razón de la mutua
sumisión no está dirigida simplemente a la armonía de la familia o
al bien de la sociedad, sino que se realiza por temor de Cristo. En
otras palabras, la sumisión recíproca en la familia es una
expresión del discipulado cristiano; la casa familiar es, o tendría
que llegar a ser, un lugar donde manifestamos nuestro amor a Dios
sacrificando nuestras vidas el uno por el otro. El homileta puede
lanzar el reto a los oyentes para que lleven a cabo en sus relaciones
este amor de auto-oblación, que es el corazón de la vida y de la
misión de Cristo, celebrado en la "comida familiar" de la
Eucaristía.
Ap. I. La homilía y el Catecismo de
la Iglesia Católica.
Ciclo A. Sagrada Familia.
La Sagrada Familia
531 Jesús compartió, durante
la mayor parte de su vida, la condición de la inmensa mayoría de
los hombres: una vida cotidiana sin aparente importancia, vida de
trabajo manual, vida religiosa judía sometida a la ley de Dios (cf.
Ga 4, 4), vida en la comunidad. De todo este período se nos dice que
Jesús estaba "sometido" a sus padres y que "progresaba
en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres"
(Lc 2, 51-52).
532 Con la sumisión a su madre,
y a su padre legal, Jesús cumple con perfección el cuarto
mandamiento. Es la imagen temporal de su obediencia filial a su Padre
celestial. La sumisión cotidiana de Jesús a José y a María
anunciaba y anticipaba la sumisión del Jueves Santo: "No se
haga mi voluntad … "(Lc 22, 42). La obediencia de Cristo en lo
cotidiano de la vida oculta inaugurada ya la obra de restauración de
lo que la desobediencia de Adán había destruido (cf. Rm 5, 19).
533 La vida oculta de Nazaret
permite a todos entrar en comunión con Jesús a través de los
caminos más ordinarios de la vida humana:
"Nazaret es la escuela donde se
comienza a entender la vida de Jesús: la escuela del Evangelio …
Una lección de silencio ante todo. Que nazca en nosotros la estima
del silencio, esta condición del espíritu admirable e inestimable …
Una lección de vida familiar. Que Nazaret nos enseñe lo que es la
familia, su comunión de amor, su austera y sencilla belleza, su
carácter sagrado e inviolable … Una lección de trabajo. Nazaret,
oh casa del "Hijo del Carpintero", aquí es donde
querríamos comprender y celebrar la ley severa y redentora del
trabajo humano … ; cómo querríamos, en fin, saludar aquí a todos
los trabajadores del mundo entero y enseñarles su gran modelo, su
hermano divino" (Pablo VI, discurso 5 enero 1964 en Nazaret).
534 El hallazgo de Jesús en el
Templo (cf. Lc 2, 41-52) es el único suceso que rompe el silencio de
los Evangelios sobre los años ocultos de Jesús. Jesús deja
entrever en ello el misterio de su consagración total a una misión
derivada de su filiación divina: "¿No sabíais que me debo a
los asuntos de mi Padre?" María y José "no comprendieron"
esta palabra, pero la acogieron en la fe, y María "conservaba
cuidadosamente todas las cosas en su corazón", a lo largo de
todos los años en que Jesús permaneció oculto en el silencio de
una vida ordinaria.
La familia cristiana, una Iglesia
doméstica
1655 Cristo quiso nacer y crecer
en el seno de la Sagrada Familia de José y de María. La Iglesia no
es otra cosa que la "familia de Dios". Desde sus orígenes,
el núcleo de la Iglesia estaba a menudo constituido por los que,
"con toda su casa", habían llegado a ser creyentes (cf Hch
18, 8). Cuando se convertían deseaban también que se salvase "toda
su casa" (cf Hch 16, 31 y Hch 11, 14). Estas familias
convertidas eran islotes de vida cristiana en un mundo no creyente.
1656 En nuestros días, en un
mundo frecuentemente extraño e incluso hostil a la fe, las familias
creyentes tienen una importancia primordial en cuanto faros de una fe
viva e irradiadora. Por eso el Concilio Vaticano II llama a la
familia, con una antigua expresión, "Ecclesia domestica"
(LG 11; cf. FC, 21). En el seno de la familia, "los padres han
de ser para sus hijos los primeros anunciadores de la fe con su
palabra y con su ejemplo, y han de fomentar la vocación personal de
cada uno y, con especial cuidado, la vocación a la vida consagrada"
(LG 11).
1657 Aquí es donde se ejercita
de manera privilegiada el sacerdocio bautismal del padre de familia,
de la madre, de los hijos, de todos los miembros de la familia, "en
la recepción de los sacramentos, en la oración y en la acción de
gracias, con el testimonio de una vida santa, con la renuncia y el
amor que se traduce en obras" (LG 10). El hogar es así la
primera escuela de vida cristiana y "escuela del más rico
humanismo" (GS 52, 1). Aquí se aprende la paciencia y el gozo
del trabajo, el amor fraterno, el perdón generoso, incluso
reiterado, y sobre todo el culto divino por medio de la oración y la
ofrenda de su vida.
1658 Es preciso recordar
asimismo a un gran número de personas que permanecen solteras a
causa de las concretas condiciones en que deben vivir, a menudo sin
haberlo querido ellas mismas. Estas personas se encuentran
particularmente cercanas al corazón de Jesús; y, por ello, merecen
afecto y solicitud diligentes de la Iglesia, particularmente de sus
pastores. Muchas de ellas viven sin familia humana, con frecuencia a
causa de condiciones de pobreza. Hay quienes viven su situación
según el espíritu de las bienaventuranzas sirviendo a Dios y al
prójimo de manera ejemplar. A todas ellas es preciso abrirles las
puertas de los hogares, "iglesias domésticas" y las
puertas de la gran familia que es la Iglesia. "Nadie se sienta
sin familia en este mundo: la Iglesia es casa y familia de todos,
especialmente para cuantos están `fatigados y agobiados' (Mt 11,
28)" (FC, 85).
2204 "La familia cristiana
constituye una revelación y una actuación específicas de la
comunión eclesial; por eso… puede y debe decirse iglesia
doméstica" (FC, 21, cf LG 11). Es una comunidad de fe,
esperanza y caridad, posee en la Iglesia una importancia singular
como aparece en el Nuevo Testamento (cf Ef 5, 21-Ef 6, 4; Col 3,
18-21; 1 P 3, 1-7).
2205 La familia cristiana es una
comunión de personas, reflejo e imagen de la comunión del Padre y
del Hijo en el Espíritu Santo. Su actividad procreadora y educativa
es reflejo de la obra creadora de Dios. Es llamada a participar en la
oración y el sacrificio de Cristo. La oración cotidiana y la
lectura de la Palabra de Dios fortalecen en ella la caridad. La
familia cristiana es evangelizadora y misionera.
2206 Las relaciones en el seno
de la familia entrañan una afinidad de sentimientos, afectos e
intereses que provienen sobre todo del mutuo respeto de las personas.
La familia es una "comunidad privilegiada" llamada a
realizar un "propósito común de los esposos y una cooperación
diligente de los padres en la educación de los hijos" (GS 52,
1).
Los deberes de los miembros de la
familia
Deberes de los hijos
2214 La paternidad divina es la
fuente de la paternidad humana (cf. Ef 3, 14); es el fundamento del
honor de los padres. El respeto de los hijos, menores o mayores de
edad, hacia su padre y hacia su madre (cf Pr 1, 8; Tb 4, 3-4), se
nutre del afecto natural nacido del vínculo que los une. Es exigido
por el precepto divino (cf Ex 20, 12).
2215 El respeto a los padres
(piedad filial) está hecho de gratitud para quienes, mediante el don
de la vida, su amor y su trabajo, han traído sus hijos al mundo y
les han ayudado a crecer en estatura, en sabiduría y en gracia. "Con
todo tu corazón honra a tu padre, y no olvides los dolores de tu
madre. Recuerda que por ellos has nacido, ¿cómo les pagarás lo que
contigo han hecho?" (Si 7, 27-28).
2216 El respeto filial se revela
en la docilidad y la obediencia verdaderas. "Guarda, hijo mío,
el mandato de tu padre y no desprecies la lección de tu madre… en
tus pasos ellos serán tu guía; cuando te acuestes, velarán por ti;
conversarán contigo al despertar" (Pr 6, 20-22). "El hijo
sabio ama la instrucción, el arrogante no escucha la reprensión"
(Pr 13, 1).
2217 Mientras vive en el
domicilio de sus padres, el hijo debe obedecer a todo lo que estos
dispongan para su bien o el de la familia. "Hijos, obedeced en
todo a vuestros padres, porque esto es grato a Dios en el Señor"
(Col 3, 20; cf Ef 6, 1). Los hijos deben obedecer también las
prescripciones razonables de sus educadores y de todos aquellos a
quienes sus padres los han confiado. Pero si el hijo está persuadido
en conciencia de que es moralmente malo obedecer esa orden, no debe
seguirla.
Cuando sean mayores, los hijos deben
seguir respetando a sus padres. Deben prever sus deseos, solicitar
dócilmente sus consejos y aceptar sus amonestaciones justificadas.
La obediencia a los padres cesa con la emancipación de los hijos,
pero no el respeto que permanece para siempre. Este, en efecto, tiene
su raíz en el temor de Dios, uno de los dones del Espíritu Santo.
2218 El cuarto mandamiento
recuerda a los hijos mayores de edad sus responsabilidades para con
los padres. En cuanto puedan deben prestarles ayuda material y moral
en los años de vejez y durante los tiempos de enfermedad, de soledad
o de abatimiento. Jesús recuerda este deber de gratitud (cf Mc 7,
10-12).
"El Señor glorifica al padre en
los hijos, y afirma el derecho de la madre sobre su prole. Quien
honra a su padre expía sus pecados; como el que atesora es quien da
gloria a su madre. Quien honra a su padre recibirá contento de sus
hijos, y en el día de su oración será escuchado. Quien da gloria
al padre vivirá largos días, obedece al Señor quien da sosiego a
su madre" (Si 3, 2-6).
"Hijo, cuida de tu padre en su
vejez, y en su vida no le causes tristeza. Aunque haya perdido la
cabeza, se indulgente, no le desprecies en la plenitud de tu vigor…
Como blasfemo es el que abandona a su padre, maldito del Señor quien
irrita a su madre" (Si 3, 12-13.16)).
2219 El respeto filial favorece
la armonía de toda la vida familiar; atañe también a las
relaciones entre hermanos y hermanas. El respeto a los padres irradia
en todo el ambiente familiar. "Corona de los ancianos son los
hijos de los hijos" (Pr 17, 6). "Soportaos unos a otros en
la caridad, en toda humildad, dulzura y paciencia" (Ef 4, 2).
2220 Los cristianos están
obligados a una especial gratitud para con aquellos de quienes
recibieron el don de la fe, la gracia del bautismo y la vida en la
Iglesia. Puede tratarse de los padres, de otros miembros de la
familia, de los abuelos, de los pastores, de los catequistas, de
otros maestros o amigos. "Evoco el recuerdo de la fe sincera que
tú tienes, fe que arraigó primero en tu abuela Loida y en tu madre
Eunice, y sé que también ha arraigado en ti" (2Tm 1, 5).
Deberes de los padres
2221 La fecundidad del amor
conyugal no se reduce a la sola procreación de los hijos, sino que
debe extenderse también a su educación moral y a su formación
espiritual. El papel de los padres en la educación "tiene tanto
peso que, cuando falta, difícilmente puede suplirse" (GE 3). El
derecho y el deber de la educación son para los padres primordiales
e inalienables (cf FC, 36).
2222 Los padres deben mirar a
sus hijos como a hijos de Dios y respetarlos como a personas humanas.
Han de educar a sus hijos en el cumplimiento de la ley de Dios,
mostrándose ellos mismos obedientes a la voluntad del Padre del
cielo.
2223 Los padres son los primeros
responsables de la educación de sus hijos. Testimonian esta
responsabilidad ante todo por la creación de un hogar, donde la
ternura, el perdón, el respeto, la fidelidad y el servicio
desinteresado son norma. El hogar es un lugar apropiado para la
educación de las virtudes. Esta requiere el aprendizaje de la
abnegación, de un sano juicio, del dominio de sí, condiciones de
toda libertad verdadera. Los padres han de enseñar a los hijos a
subordinar las dimensiones "materiales e instintivas a las
interiores y espirituales" (CA 36). Es una grave responsabilidad
para los padres dar buenos ejemplos a sus hijos. Sabiendo reconocer
ante sus hijos sus propios defectos, se hacen más aptos para
guiarlos y corregirlos:
"El que ama a su hijo, le azota
sin cesar… el que enseña a su hijo, sacará provecho de él"
(Si 30, 1-2).
"Padres, no exasperéis a vuestros
hijos, sino formadlos más bien mediante la instrucción y la
corrección según el Señor" (Ef 6, 4).
2224 El hogar constituye un
medio natural para la iniciación del ser humano en la solidaridad y
en las responsabilidades comunitarias. Los padres deben enseñar a
los hijos a guardarse de los riesgos y las degradaciones que amenazan
a las sociedades humanas.
2225 Por la gracia del
sacramento del matrimonio, los padres han recibido la responsabilidad
y el privilegio de evangelizar a sus hijos. Desde su primera edad,
deberán iniciarlos en los misterios de la fe de los que ellos son
para sus hijos los "primeros anunciadores de la fe" (LG
11). Desde su más tierna infancia, deben asociarlos a la vida de la
Iglesia. La forma de vida en la familia puede alimentar las
disposiciones afectivas que, durante la vida entera, serán
auténticos preámbulos y apoyos de una fe viva.
2226 La educación en la fe por
los padres debe comenzar desde la más tierna infancia. Esta
educación se hace ya cuando los miembros de la familia se ayudan a
crecer en la fe mediante el testimonio de una vida cristiana de
acuerdo con el evangelio. La catequesis familiar precede, acompaña y
enriquece las otras formas de enseñanza de la fe. Los padres tienen
la misión de enseñar a sus hijos a orar y a descubrir su vocación
de hijos de Dios (cf LG 11). La parroquia es la comunidad eucarística
y el corazón de la vida litúrgica de las familias cristianas; es un
lugar privilegiado para la catequesis de los niños y de los padres.
2227 Los hijos, a su vez,
contribuyen al crecimiento de sus padres en la santidad (cf GS 48,
4). Todos y cada uno se concederán generosamente y sin cansarse los
perdones mutuos exigidos por las ofensas, las querellas, las
injusticias, y las omisiones. El afecto mutuo lo sugiere. La caridad
de Cristo lo exige (cf Mt 18, 21-22; Lc 17, 4).
2228 Durante la infancia, el
respeto y el afecto de los padres se traducen ante todo por el
cuidado y la atención que consagran en educar a sus hijos, en
proveer a sus necesidades físicas y espirituales. En el transcurso
del crecimiento, el mismo respeto y la misma dedicación llevan a los
padres a enseñar a sus hijos a usar rectamente de su razón y de su
libertad.
2229 Los padres, como primeros
responsables de la educación de sus hijos, tienen el derecho de
elegir para ellos una escuela que corresponda a sus propias
convicciones. Este derecho es fundamental. En cuanto sea posible, los
padres tienen el deber de elegir las escuelas que mejor les ayuden en
su tarea de educadores cristianos (cf GE 6). Los poderes públicos
tienen el deber de garantizar este derecho de los padres y de
asegurar las condiciones reales de su ejercicio.
2230 Cuando llegan a la edad
correspondiente, los hijos tienen el deber y el derecho de elegir su
profesión y su estado de vida. Estas nuevas responsabilidades
deberán asumirlas en una relación confiada con sus padres, cuyo
parecer y consejo pedirán y recibirán dócilmente. Los padres deben
cuidar no violentar a sus hijos ni en la elección de una profesión
ni en la de su futuro cónyuge. Este deber de no inmiscuirse no les
impide, sino al contrario, ayudarles con consejos juiciosos,
particularmente cuando se proponen fundar un hogar.
2231 Hay quienes no se casan
para poder cuidar a sus padres, o sus hermanos y hermanas, para
dedicarse más exclusivamente a una profesión o por otros motivos
dignos. Estas personas pueden contribuir grandemente al bien de la
familia humana.
LA FAMILIA Y EL REINO DE DIOS
2232 Los vínculos familiares,
aunque son muy importantes, no son absolutos. A la par el hijo crece,
hacia una madurez y autonomía humanas y espirituales, la vocación
singular que viene de Dios se afirma con más claridad y fuerza. Los
padres deben respetar esta llamada y favorecer la respuesta de sus
hijos para seguirla. Es preciso convencerse de que la vocación
primera del cristiano es seguir a Jesús (cf Mt 16, 25): "El que
ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el
que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mi"
(Mt 10, 37).
2233 Hacerse discípulo de Jesús
es aceptar la invitación a pertenecer a la familia de Dios, a vivir
en conformidad con su manera de vivir: "El que cumpla la
voluntad de mi Padre celestial, éste es mi hermano, mi hermana y mi
madre" (Mt 12, 49).
Los padres deben
acoger y respetar con alegría y acción de gracias el llamamiento
del Señor a uno de sus hijos para que le siga en la virginidad por
el Reino, en la vida consagrada o en el ministerio sacerdotal.
La huida a Egipto
333 De la
Encarnación a la Ascensión, la vida del Verbo encarnado está
rodeada de la adoración y del servicio de los ángeles. Cuando Dios
introduce "a su Primogénito en el mundo, dice: 'adórenle todos
los ángeles de Dios"' (Hb 1, 6). Su cántico de alabanza en el
nacimiento de Cristo no ha cesado de resonar en la alabanza de la
Iglesia: "Gloria a Dios… " (Lc 2, 14). Protegen la
infancia de Jesús (cf Mt 1, 20; Mt 2, 13. 19), sirven a Jesús en el
desierto (cf Mc 1, 12; Mt 4, 11), lo reconfortan en la agonía (cf Lc
22, 43), cuando El habría podido ser salvado por ellos de la mano de
sus enemigos (cf Mt 26, 53) como en otro tiempo Israel (cf 2M 10,
29-30; 2M 11, 8). Son también los ángeles quienes "evangelizan"
(Lc 2, 10) anunciando la Buena Nueva de la Encarnación (cf Lc 2,
8-14), y de la Resurrección (cf Mc 16, 5-7) de Cristo. Con ocasión
de la segunda venida de Cristo, anunciada por los ángeles (cf Hb 1,
10-11), éstos estarán presentes al servicio del juicio del Señor
(cf Mt 13, 41; Mt 25, 31 ; Lc 12, 8-9).
530 La Huida a Egipto y la matanza de los inocentes (cf. Mt 2, 13 - 18) manifiestan la oposición de las tinieblas a la luz: "Vino a su Casa, y los suyos no lo recibieron"(Jn 1, 11). Toda la vida de Cristo estará bajo el signo de la persecución. Los suyos la comparten con él (cf. Jn 15, 20). Su vuelta de Egipto (cf. Mt 2, 15) recuerda el Exodo (cf. Os 11, 1) y presenta a Jesús como el liberador definitivo.
530 La Huida a Egipto y la matanza de los inocentes (cf. Mt 2, 13 - 18) manifiestan la oposición de las tinieblas a la luz: "Vino a su Casa, y los suyos no lo recibieron"(Jn 1, 11). Toda la vida de Cristo estará bajo el signo de la persecución. Los suyos la comparten con él (cf. Jn 15, 20). Su vuelta de Egipto (cf. Mt 2, 15) recuerda el Exodo (cf. Os 11, 1) y presenta a Jesús como el liberador definitivo.
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