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Domingo 12 enero 2020, Bautismo del Señor, fiesta, Lecturas ciclo A.

LITURGIA DE LA PALABRA
Lecturas de la fiesta del Bautismo del Señor, ciclo A (Lec. I A).

PRIMERA LECTURA 42, 1-4. 6-7
Mirad a mi siervo, en quien me complazco
Lectura del libro de Isaías.

Esto dice el Señor:
«Mirad a mi siervo, a quien sostengo;
mi elegido, en quien me complazco.
He puesto mi espíritu sobre él,
manifestará la justicia a las naciones.
No gritará, no clamará,
no voceará por las calles.
La caña cascada no la quebrará,
la mecha vacilante no la apagará.
Manifestará la justicia con verdad.
No vacilará ni se quebrará,
hasta implantar la justicia en el país.
En su ley esperan las islas.
Yo, el Señor,
te he llamado en mi justicia,
te cogí de la mano, te formé
e hice de ti alianza de un pueblo
y luz de las naciones,
para que abras los ojos de los ciegos,
saques a los cautivos de la cárcel,
de la prisión a los que habitan en tinieblas».

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Salmo responsorial Sal 28, 1b y 2. 3ac-4. 3b y 9c-10 (R.: 11b)
R. El Señor bendice a su pueblo con la paz.
Dóminus benedícet pópulo suo in pace.

V. Hijos de Dios, aclamad al Señor,
aclamad la gloria del nombre del Señor,
postraos ante el Señor en el atrio sagrado.
R. El Señor bendice a su pueblo con la paz.
Dóminus benedícet pópulo suo in pace.

V. La voz del Señor sobre las aguas,
el Señor sobre las aguas torrenciales.
La voz del Señor es potente,
la voz del Señor es magnífica.
R. El Señor bendice a su pueblo con la paz.
Dóminus benedícet pópulo suo in pace.

V. El Dios de la gloria ha tronado.
En su templo un grito unánime: «¡Gloria!».
El Señor se sienta sobre las aguas del diluvio,
el Señor se sienta como rey eterno.
R. El Señor bendice a su pueblo con la paz.
Dóminus benedícet pópulo suo in pace.

SEGUNDA LECTURA Hch 10, 34-38
Ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo
Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles.

En aquellos días, Pedro tomó la palabra y dijo:
«Ahora comprendo con toda verdad que Dios no hace acepción de personas, sino que acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea. Envió su palabra a los hijos de Israel, anunciando la Buena Nueva de la paz que traería Jesucristo, el Señor de todos.
Vosotros conocéis lo que sucedió en toda Judea, comenzando por Galilea, después del bautismo que predicó Juan. Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él».

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Aleluya Cf. Mc 9, 7
R. Aleluya, aleluya, aleluya.
V. Se abrieron los cielos y se oyó la voz del Padre: «Este es mi Hijo, el amado; escuchadlo». R.
Cæli apérti sunt et vox Patris intónuit: Hic est Fílius meus caríssimus; audíte illum.

EVANGELIO Mt 3, 13-17
Se bautizó Jesús y vio que el Espíritu de Dios se posaba sobre él
Lectura del santo Evangelio según san Mateo.
R. Gloria a ti, Señor.

En aquel tiempo, vino Jesús desde Galilea al Jordán y se presentó a Juan para que lo bautizara.
Pero Juan intentaba disuadirlo diciéndole:
«Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?».
Jesús le contestó:
«Déjalo ahora. Conviene que así cumplamos toda justicia».
Entonces Juan se lo permitió. Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrieron los cielos y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre él.
Y vino una voz de los cielos que decía:
«Este es mi Hijo amado, en quien me complazco».

Palabra del Señor.
R. Gloria a ti, Señor Jesús.

Papa Francisco
ÁNGELUS, Fiesta del Bautismo del Señor, Domingo 8 de enero de 2017.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy, fiesta del Bautismo de Jesús, el Evangelio (Mt 3, 13-17) nos presenta la episodio ocurrido a orillas del río Jordán: en medio de la muchedumbre penitente que avanza hacia Juan Bautista para recibir el Bautismo también se encuentra Jesús –hacía fila–. Juan querría impedírselo diciendo: «Soy yo el que necesita ser bautizado por ti» (Mt 3, 14). En efecto, el Bautista es consciente de la gran distancia que hay entre él y Jesús. Pero Jesús vino precisamente para colmar la distancia entre el hombre y Dios: si Él está completamente de parte de Dios también está completamente de parte del hombre, y reúne aquello que estaba dividido. Por eso pide a Juan que le bautice, para que se cumpla toda justicia (cf. Mt 3, 15), es decir, se realice el proyecto del Padre, que pasa a través de la vía de la obediencia y de la solidaridad con el hombre frágil y pecador, la vía de la humildad y de la plena cercanía de Dios a sus hijos. ¡Porque Dios está muy cerca de nosotros, mucho!
En el momento en el que Jesús, bautizado por Juan, sale de las aguas del río Jordán, la voz de Dios Padre se hace oír desde lo alto: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco» (Mt 3, 17). Y al mismo tiempo el Espíritu Santo, en forma de paloma, se posa sobre Jesús, que da públicamente inicio a su misión de salvación; misión caracterizada por un estilo, el estilo del siervo humilde y dócil, dotado sólo de la fuerza de la verdad, como había profetizado Isaías: «no vociferará ni alzará el tono, […] la caña quebrada no partirá, y la mecha mortecina no apagará. Lealmente hará justicia» (Is 42, 2-3). Siervo humilde y manso, he aquí el estilo de Jesús, y también el estilo misionero de los discípulos de Cristo: anunciar el Evangelio con docilidad y firmeza, sin gritar, sin regañar a alguien, sino con docilidad y firmeza, sin arrogancia o imposición. La verdadera misión nunca es proselitismo sino atracción a Cristo. ¿Pero cómo? ¿Cómo se hace esta atracción a Cristo? Con el propio testimonio, a partir de la fuerte unión con Él en la oración, en la adoración y en la caridad concreta, que es servicio a Jesús presente en el más pequeño de los hermanos. Imitando a Jesús, pastor bueno y misericordioso, y animados por su gracia, estamos llamados a hacer de nuestra vida un testimonio alegre que ilumina el camino, que lleva esperanza y amor.
Esta fiesta nos hace redescubrir el don y la belleza de ser un pueblo de bautizados, es decir, de pecadores –todos lo somos– de pecadores salvados por la gracia de Cristo, inseridos realmente, por obra del Espíritu Santo, en la relación filial de Jesús con el Padre, acogidos en el seno de la madre Iglesia, hechos capaces de una fraternidad que no conoce confines ni barreras.
Que la Virgen María nos ayude a todos nosotros cristianos a conservar una conciencia siempre viva y agradecida de nuestro Bautismo y a recorrer con fidelidad el camino inaugurado por este Sacramento de nuestro renacimiento. Y siempre humildad, docilidad y firmeza.
ÁNGELUS, Fiesta del Bautismo del Señor, Plaza de San Pedro, Domingo 12 de enero de 2014
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy es la fiesta del Bautismo del Señor. Esta mañana he bautizado a treinta y dos recién nacidos. Doy gracias con vosotros al Señor por estas criaturas y por cada nueva vida. A mí me gusta bautizar a los niños. ¡Me gusta mucho! Cada niño que nace es un don de alegría y de esperanza, y cada niño que es bautizado es un prodigio de la fe y una fiesta para la familia de Dios.
La página del Evangelio de hoy subraya que, cuando Jesús recibió el bautismo de Juan en el río Jordán, «se abrieron los cielos» (Mt 3, 16). Esto realiza las profecías. En efecto, hay una invocación que la liturgia nos hace repetir en el tiempo de Adviento: «Ojalá rasgases el cielo y descendieses!» (Is 63, 19). Si el cielo permanece cerrado, nuestro horizonte en esta vida terrena es sombrío, sin esperanza. En cambio, celebrando la Navidad, la fe una vez más nos ha dado la certeza de que el cielo se rasgó con la venida de Jesús. Y en el día del bautismo de Cristo contemplamos aún el cielo abierto. La manifestación del Hijo de Dios en la tierra marca el inicio del gran tiempo de la misericordia, después de que el pecado había cerrado el cielo, elevando como una barrera entre el ser humano y su Creador. Con el nacimiento de Jesús, el cielo se abre. Dios nos da en Cristo la garantía de un amor indestructible. Desde que el Verbo se hizo carne es, por lo tanto, posible ver el cielo abierto. Fue posible para los pastores de Belén, para los Magos de Oriente, para el Bautista, para los Apóstoles de Jesús, para san Esteban, el primer mártir, que exclamó: «Veo los cielos abiertos» (Hch 7, 56). Y es posible también para cada uno de nosotros, si nos dejamos invadir por el amor de Dios, que nos es donado por primera vez en el Bautismo. ¡Dejémonos invadir por el amor de Dios! ¡Éste es el gran tiempo de la misericordia! No lo olvidéis: ¡éste es el gran tiempo de la misericordia!
Cuando Jesús recibió el Bautismo de penitencia de Juan el Bautista, solidarizándose con el pueblo penitente —Él sin pecado y sin necesidad de conversión—, Dios Padre hizo oír su voz desde el cielo: «Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco» (v. 17). Jesús recibió la aprobación del Padre celestial, que lo envió precisamente para que aceptara compartir nuestra condición, nuestra pobreza. Compartir es el auténtico modo de amar. Jesús no se disocia de nosotros, nos considera hermanos y comparte con nosotros. Así, nos hace hijos, juntamente con Él, de Dios Padre. Ésta es la revelación y la fuente del amor auténtico. Y, ¡este es el gran tiempo de la misericordia!
¿No os parece que en nuestro tiempo se necesita un suplemento de fraternidad y de amor? ¿No os parece que todos necesitamos un suplemento de caridad? No esa caridad que se conforma con la ayuda improvisada que no nos involucra, no nos pone en juego, sino la caridad que comparte, que se hace cargo del malestar y del sufrimiento del hermano. ¡Qué buen sabor adquiere la vida cuando dejamos que la inunde el amor de Dios!
Pidamos a la Virgen Santa que nos sostenga con su intercesión en nuestro compromiso de seguir a Cristo por el camino de la fe y de la caridad, la senda trazada por nuestro Bautismo.


Papa Benedicto XVI
HOMILÍA, Bautismo del Señor. Domingo 9 de enero de 2011
Queridos hermanos y hermanas:
Me alegra daros una cordial bienvenida, en particular a vosotros, padres, padrinos y madrinas de los 21 recién nacidos a los que, dentro de poco, tendré la alegría de administrar el sacramento del Bautismo. Como ya es tradición, también este año este rito tiene lugar en la santa Eucaristía con la que celebramos el Bautismo del Señor. Se trata de la fiesta que, en el primer domingo después de la solemnidad de la Epifanía, cierra el tiempo de Navidad con la manifestación del Señor en el Jordán.
Según el relato del evangelista san Mateo (Mt 3, 13-17), Jesús fue de Galilea al río Jordán para que lo bautizara Juan; de hecho, acudían de toda Palestina para escuchar la predicación de este gran profeta, el anuncio de la venida del reino de Dios, y para recibir el bautismo, es decir, para someterse a ese signo de penitencia que invitaba a convertirse del pecado. Aunque se llamara bautismo, no tenía el valor sacramental del rito que celebramos hoy; como bien sabéis, con su muerte y resurrección Jesús instituye los sacramentos y hace nacer la Iglesia. El que administraba Juan era un acto penitencial, un gesto que invitaba a la humildad frente a Dios, invitaba a un nuevo inicio: al sumergirse en el agua, el penitente reconocía que había pecado, imploraba de Dios la purificación de sus culpas y se le enviaba a cambiar los comportamientos equivocados, casi como si muriera en el agua y resucitara a una nueva vida.
Por esto, cuando Juan Bautista ve a Jesús que, en fila con los pecadores, va para que lo bautice, se sorprende; al reconocer en él al Mesías, al Santo de Dios, a aquel que no tenía pecado, Juan manifiesta su desconcierto: él mismo, el que bautizaba, habría querido hacerse bautizar por Jesús. Pero Jesús lo exhorta a no oponer resistencia, a aceptar realizar este acto, para hacer lo que es conveniente para "cumplir toda justicia". Con esta expresión Jesús manifiesta que vino al mundo para hacer la voluntad de Aquel que lo mandó, para realizar todo lo que el Padre le pide; aceptó hacerse hombre para obedecer al Padre. Este gesto revela ante todo quién es Jesús: es el Hijo de Dios, verdadero Dios como el Padre; es aquel que "se rebajó" para hacerse uno de nosotros, aquel que se hizo hombre y aceptó humillarse hasta la muerte de cruz (cf. Flp 2, 7). El bautismo de Jesús, que hoy recordamos, se sitúa en esta lógica de la humildad y de la solidaridad: es el gesto de quien quiere hacerse en todo uno de nosotros y se pone realmente en la fila con los pecadores; él, que no tiene pecado, deja que lo traten como pecador (cf. 2 Co 5, 21), para cargar sobre sus hombros el peso de la culpa de toda la humanidad, también de nuestra culpa. Es el "siervo de Dios" del que nos habló el profeta Isaías en la primera lectura (cf. Is 42, 1). Lo que dicta su humildad es el deseo de establecer una comunión plena con la humanidad, el deseo de realizar una verdadera solidaridad con el hombre y con su condición. El gesto de Jesús anticipa la cruz, la aceptación de la muerte por los pecados del hombre. Este acto de anonadamiento, con el que Jesús quiere uniformarse totalmente al designio de amor del Padre y asemejarse a nosotros, manifiesta la plena sintonía de voluntad y de fines que existe entre las personas de la santísima Trinidad. Para ese acto de amor, el Espíritu de Dios se manifiesta como paloma y baja sobre él, y en aquel momento el amor que une a Jesús al Padre se testimonia a cuantos asisten al bautismo, mediante una voz desde lo alto que todos oyen. El Padre manifiesta abiertamente a los hombres –a nosotros– la comunión profunda que lo une al Hijo: la voz que resuena desde lo alto atestigua que Jesús es obediente en todo al Padre y que esta obediencia es expresión del amor que los une entre sí. Por eso, el Padre se complace en Jesús, porque reconoce en las acciones del Hijo el deseo de seguir en todo su voluntad: "Este es mi Hijo amado, en quien me complazco" (Mt 3, 17). Y esta palabra del Padre alude también, anticipadamente, a la victoria de la resurrección y nos dice cómo debemos vivir para complacer al Padre, comportándonos como Jesús.
Queridos padres, el Bautismo que hoy pedís para vuestros hijos los inserta en este intercambio de amor recíproco que existe en Dios entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; por este gesto que voy a realizar, se derrama sobre ellos el amor de Dios, y los inunda con sus dones. Mediante el lavatorio del agua, vuestros hijos son insertados en la vida misma de Jesús, que murió en la cruz para librarnos del pecado y resucitando venció a la muerte. Por eso, inmersos espiritualmente en su muerte y resurrección, son liberados del pecado original e inicia en ellos la vida de la gracia, que es la vida misma de Jesús resucitado. "Él se entregó por nosotros –afirma san Pablo– a fin de rescatarnos de toda iniquidad y formar para sí un pueblo puro que fuese suyo, fervoroso en buenas obras" (Tt 2, 14).
Queridos amigos, al darnos la fe, el Señor nos ha dado lo más precioso que existe en la vida, es decir, el motivo más verdadero y más bello por el cual vivir: por gracia hemos creído en Dios, hemos conocido su amor, con el cual quiere salvarnos y librarnos del mal. La fe es el gran don con el que nos da también la vida eterna, la verdadera vida. Ahora vosotros, queridos padres, padrinos y madrinas, pedís a la Iglesia que acoja en su seno a estos niños, que les dé el Bautismo; y esta petición la hacéis en razón del don de la fe que vosotros mismos, a vuestra vez, habéis recibido. Todo cristiano puede repetir con el profeta Isaías: "El Señor me plasmó desde el seno materno para siervo suyo" (cf. Is 49, 5); así, queridos padres, vuestros hijos son un don precioso del Señor, el cual se ha reservado para sí su corazón, para poderlo colmar de su amor. Por el sacramento del Bautismo hoy los consagra y los llama a seguir a Jesús, mediante la realización de su vocación personal según el particular designio de amor que el Padre tiene pensado para cada uno de ellos; meta de esta peregrinación terrena será la plena comunión con él en la felicidad eterna.
Al recibir el Bautismo, estos niños obtienen como don un sello espiritual indeleble, el "carácter", que marca interiormente para siempre su pertenencia al Señor y los convierte en miembros vivos de su Cuerpo místico, que es la Iglesia. Mientras entran a formar parte del pueblo de Dios, para estos niños comienza hoy un camino que debería ser un camino de santidad y de configuración con Jesús, una realidad que se deposita en ellos como la semilla de un árbol espléndido, que es preciso ayudar a crecer. Por esto, al comprender la grandeza de este don, desde los primeros siglos se ha tenido la solicitud de dar el Bautismo a los niños recién nacidos. Ciertamente, luego será necesaria una adhesión libre y consciente a esta vida de fe y de amor, y por esto es preciso que, tras el Bautismo, sean educados en la fe, instruidos según la sabiduría de la Sagrada Escritura y las enseñanzas de la Iglesia, a fin de que crezca en ellos este germen de la fe que hoy reciben y puedan alcanzar la plena madurez cristiana. La Iglesia, que los acoge entre sus hijos, debe hacerse cargo, juntamente con los padres y los padrinos, de acompañarlos en este camino de crecimiento. La colaboración entre la comunidad cristiana y la familia es más necesaria que nunca en el contexto social actual, en el que la institución familiar se ve amenazada desde varias partes y debe afrontar no pocas dificultades en su misión de educar en la fe. La pérdida de referencias culturales estables y la rápida transformación a la cual está continuamente sometida la sociedad, hacen que el compromiso educativo sea realmente arduo. Por eso, es necesario que las parroquias se esfuercen cada vez más por sostener a las familias, pequeñas iglesias domésticas, en su tarea de transmisión de la fe.
Queridos padres, junto con vosotros doy gracias al Señor por el don del Bautismo de estos hijos vuestros; al elevar nuestra oración por ellos, invocamos el don abundante del Espíritu Santo, que hoy los consagra a imagen de Cristo sacerdote, rey y profeta. Encomendándolos a la intercesión materna de María santísima, pedimos para ellos vida y salud, para que puedan crecer y madurar en la fe, y dar, con su vida, frutos de santidad y de amor. Amén.
ÁNGELUS, Domingo 13 de enero de 2008
Queridos hermanos y hermanas:
Con la fiesta del Bautismo del Señor, que celebramos hoy, se concluye el tiempo litúrgico de Navidad. El Niño, a quien los Magos de Oriente vinieron a adorar en Belén, ofreciéndole sus dones simbólicos, lo encontramos ahora adulto, en el momento en que se hace bautizar en el río Jordán por el gran profeta Juan (cf. Mt 3, 13). El Evangelio narra que cuando Jesús, recibido el bautismo, salió del agua, se abrieron los cielos y bajó sobre él el Espíritu Santo en forma de paloma (cf. Mt 3, 16). Se oyó entonces una voz del cielo que decía: "Este es mi Hijo amado, en quien me complazco" (Mt 3, 17). Esa fue su primera manifestación pública, después de casi treinta años de vida oculta en Nazaret.
Testigos oculares de ese singular acontecimiento fueron, además del Bautista, sus discípulos, algunos de los cuales se convirtieron desde entonces en seguidores de Cristo (cf. Jn 1, 35-40). Se trató simultáneamente de cristofanía y teofanía: ante todo, Jesús se manifestó como el Cristo, término griego para traducir el hebreo Mesías, que significa "ungido". Jesús no fue ungido con óleo a la manera de los reyes y de los sumos sacerdotes de Israel, sino con el Espíritu Santo. Al mismo tiempo, junto con el Hijo de Dios aparecieron los signos del Espíritu Santo y del Padre celestial.
¿Cuál es el significado de este acto, que Jesús quiso realizar -venciendo la resistencia del Bautista- para obedecer a la voluntad del Padre? (cf. Mt 3, 14-15). Su sentido profundo se manifestará sólo al final de la vida terrena de Cristo, es decir, en su muerte y resurrección. Haciéndose bautizar por Juan juntamente con los pecadores, Jesús comenzó a tomar sobre sí el peso de la culpa de toda la humanidad, como Cordero de Dios que "quita" el pecado del mundo (cf. Jn 1, 29). Obra que consumó en la cruz, cuando recibió también su "bautismo" (cf. Lc 12, 50). En efecto, al morir se "sumergió" en el amor del Padre y derramó el Espíritu Santo, para que los creyentes en él pudieran renacer de aquel manantial inagotable de vida nueva y eterna.
Toda la misión de Cristo se resume en esto: bautizarnos en el Espíritu Santo, para librarnos de la esclavitud de la muerte y "abrirnos el cielo", es decir, el acceso a la vida verdadera y plena, que será "sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que estamos desbordados simplemente por la alegría" (Spe salvi, 12).
Es lo que sucedió también a los trece niños a los cuales administré el sacramento del bautismo esta mañana en la capilla Sixtina. Invoquemos sobre ellos y sobre sus familiares la protección materna de María santísima. Y oremos por todos los cristianos, para que comprendan cada vez más el don del bautismo y se comprometan a vivirlo con coherencia, testimoniando el amor del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

DIRECTORIO HOMILÉTICO
Fiesta del Bautismo del Señor
131. Con la Fiesta del Bautismo del Señor, prolongación de la Epifanía, concluye el tiempo de la Navidad y se inicia el Tiempo Ordinario. Mientras Juan bautiza a Jesús a orillas del Jordán sucede algo grandioso: los cielos se abren, se oye la voz del Padre y el Espíritu Santo desciende en forma visible sobre Jesús. Se trata de una manifestación del misterio de la Santísima Trinidad. Pero ¿por qué se produce esta visión en el momento en el que Jesús es bautizado? El homileta debe responder a esta pregunta.
132. La explicación está en la finalidad por la que Jesús va a Juan para que le bautice. Juan está predicando un bautismo de penitencia. Jesús recibe este signo de arrepentimiento junto a muchos otros que corren hacia Juan. En un primer momento, Juan intenta impedírselo pero Jesús insiste. Y esta insistencia manifiesta su intención: ser solidario con los pecadores. Quiere estar donde están ellos. Lo mismo expresa el apóstol Pablo, pero con un tipo de lenguaje diferente: «Al que no había pecado, Dios le hizo expiar por nuestros pecados» (2 Co 5, 21).
133. Y es, justamente, en este momento de intensa solidaridad con los pecadores, cuando tiene lugar la grandiosa epifanía trinitaria. La voz del Padre tronó desde el cielo, anunciando: «Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto». Tenemos que comprender que lo que le agrada al Padre, reside en la voluntad del Hijo de ser solidario con los pecadores. De este modo se manifiesta como Hijo de este Padre, es decir, el Padre que «tanto amó al mundo que entregó a su Hijo único» (Jn 3, 16). En aquel preciso instante, el Espíritu aparece como una paloma, desciende sobre el Hijo, imprimiendo una especie de aprobación y de autorización a toda la escena inesperada.
134. El Espíritu que ha plasmado esta escena preparándola a lo largo de los siglos de la Historia de Israel («que habló por los profetas», como profesamos en el Credo), está presente en el homileta y en sus oyentes: abre sus mentes a una comprensión todavía más profunda de lo sucedido. El mismo Espíritu acompañó a Jesús en cada instante de su existencia terrenal, caracterizando todas sus acciones para que fueran revelación del Padre. Por tanto, podemos escuchar el texto del profeta Isaías de este día como una prolongación de las palabras del Padre en el corazón de Jesús: «Tú eres mi Hijo, el amado». Su diálogo de amor continúa: «mi elegido, a quien prefiero. Sobre Él he puesto mi espíritu. Yo, el Señor, te he llamado con justicia, te he tomado de la mano, te he formado y te he hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones».
135. En el salmo responsorial de esta fiesta se escuchan las palabras del Salmo 28: «La voz del Señor está sobre las aguas». La Iglesia canta este salmo como celebración de las palabras del Padre que tenemos el privilegio de escuchar y cuya escucha marca nuestra fiesta. «Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto» - esta es la «voz del Señor sobre las aguas, el Señor sobre las aguas torrenciales. La voz del Señor es potente, la voz del Señor es magnífica» (Sal 28, 3-4).
136. Después del Bautismo, el Espíritu conduce a Jesús al desierto para ser tentado por Satanás. Sucesivamente y conducido siempre por el Espíritu, Jesús va a Galilea donde proclama el Reino de Dios. Durante su maravillosa predicación, marcada por milagros prodigiosos, Jesús afirma en una ocasión: «Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla!» (Lc 12, 50). Con estas palabras se refería a su próxima muerte en Jerusalén. De este modo comprendemos cómo el Bautismo de Jesús por parte de Juan Bautista no fue el definitivo sino una acción simbólica de lo que se habría cumplir en el Bautismo de su agonía y muerte en la Cruz. Porque es en la Cruz donde Jesús se revela a sí mismo, no en términos simbólicos, sino concretamente y en completa solidaridad con los pecadores. Es en la Cruz donde «Dios lo hizo expiar por nuestros pecados» (2Co 5, 21) y donde «nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose por nosotros un maldito» (Ga 3, 13). Es allí donde desciende al caos de las aguas de ultratumba, y lava para siempre nuestros pecados. Pero por la Cruz y la Muerte, Jesús es también liberado de las aguas, llamado a la Resurrección por la voz del Padre que dice: «Hijo mío eres tú, hoy te he engendrado. Yo seré para él un padre y el será para mí un hijo» (Hb 1, 5). Esta escena de muerte y resurrección es una obra de arte escrita y dirigida por el Espíritu. La voz del Señor sobre las grandes aguas de la muerte, con fuerza y poder, saca a su Hijo de la muerte. «La voz del Señor es potente, la voz del Señor es magnífica».
137. El Bautismo de Jesús es modelo también para el nuestro. En el Bautismo descendemos con Cristo a las aguas de la muerte, donde son lavados nuestros pecados. Y después de habernos sumergido con Él, con Él salimos de las aguas y oímos, fuerte y potente, la voz del Padre que, dirigida también a nosotros en lo profundo de nuestros corazones, pronuncia un nombre nuevo para cada uno de nosotros: «¡Amado! Mi predilecto». Sentimos este nombre como nuestro, no en virtud de las buenas obras que hemos realizado, sino porque Cristo, en su amor sin límites, ha deseado intensamente compartir con nosotros su relación con el Padre.
138. La Eucaristía celebrada en esta Fiesta propone de nuevo, en cierto modo, los mismos acontecimientos. El Espíritu desciende sobre los dones del pan y del vino ofrecido por los fieles. Las palabras de Jesús: «Este es mi Cuerpo, esta es mi Sangre», anuncian su intención de recibir el Bautismo de muerte para nuestra Salvación. Y la asamblea reza, el «Padre nuestro» junto con el Hijo, porque con Él siente dirigida a sí misma la voz del Padre que llama «amado» al Hijo.
139. En una ocasión, a lo largo de su ministerio, Jesús dijo: «el que cree en mí, como dice la Escritura: "De su seno brotarán manantiales de agua viva"». Aquellas aguas vivas han comenzado a brotar en nosotros con el Bautismo, y se transforman en un río siempre más caudaloso en cada celebración de la Eucaristía.

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