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domingo, 21 de marzo de 2021

Domingo 25 abril 2021, IV Domingo de Pascua, Lecturas ciclo B.

LITURGIA DE LA PALABRA
Lecturas del IV Domingo de Pascua, ciclo B (Lec. I B).

PRIMERA LECTURA Hch 4, 8-12
No hay salvación en ningún otro
Lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles.

En aquellos días, lleno de Espíritu Santo, Pedro dijo:
«Jefes del pueblo y ancianos: Porque le hemos hecho un favor a un enfermo, nos interrogáis hoy para averiguar qué poder ha curado a ese hombre; quede bien claro a todos vosotros y a todo Israel que ha sido el Nombre de Jesucristo el Nazareno, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos; por este Nombre, se presenta este sano ante vosotros. Él es “la piedra que desechasteis vosotros, los arquitectos, y que se ha convertido en piedra angular”; no hay salvación en ningún otro, pues bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre por el que debamos salvarnos».

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Salmo responsorial Sal 117, 1 y 8-9. 21-23. 26 y 28-29 (R.: 22)
R. La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular.
Lápidem, quem reprobavérunt aedificántes, hic factus est in caput ánguli.
O bien: Aleluya.

V. Dad gracias al Señor porque es bueno,
porque es eterna su misericordia.
Mejor es refugiarse en el Señor
que fiarse de los hombres,
mejor es refugiarse en el Señor
que fiarse de los jefes.
R. La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular.
Lápidem, quem reprobavérunt aedificántes, hic factus est in caput ánguli.

V. Te doy gracias porque me escuchaste
y fuiste mi salvación.
La piedra que desecharon los arquitectos
es ahora la piedra angular.
Es el Señor quien lo ha hecho,
ha sido un milagro patente.
R. La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular.
Lápidem, quem reprobavérunt aedificántes, hic factus est in caput ánguli.

V. Bendito el que viene en nombre del Señor,
os bendecimos desde la casa del Señor.
Tu eres mi Dios, te doy gracias;
Dios mío, yo te ensalzo.
Dad gracias al Señor porque es bueno,
porque es eterna su misericordia.
R. La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular.
Lápidem, quem reprobavérunt aedificántes, hic factus est in caput ánguli.

SEGUNDA LECTURA 1 Jn 3, 1-2
Veremos a Dios tal cual es
Lectura de la primera carta del apóstol san Juan

Queridos hermanos:
Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce porque no lo conoció a él.
Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es.

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Aleluya Jn 10, 14
R. Aleluya, aleluya, aleluya.
Yo soy el buen Pastor -dice el Señor- que conozco a mis ovejas, y las mías me conocen.
Ego sum pastor bonus, dicit Dóminus, et cognósco oves meas, et cognóscunt me.

EVANGELIO Jn 10, 11-18
El buen pastor da su vida por las ovejas
 Lectura del santo Evangelio según san Juan.
R. Gloria a ti, Señor.

En aquel tiempo, dijo Jesús:
«Yo soy el Buen Pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas; el asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; y el lobo las roba y las dispersa; y es que a un asalariado no le importan las ovejas.
Yo soy el Buen Pastor, que conozco a las mías, y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce, y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas.
Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo Pastor.
Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre».

Palabra del Señor.
R. Gloria a ti, Señor Jesús.

Papa Francisco
REGINA COELI. Domingo, 22 de abril de 2018.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
La liturgia de este cuarto domingo de Pascua continúa en el intento de ayudarnos a redescubrir nuestra identidad de discípulos del Señor resucitado. En los Hechos de los Apóstoles, Pedro declara abiertamente que la curación de los lisiados, realizada por él y de la que habla todo Jerusalén, tuvo lugar en el nombre de Jesús, porque «no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hch 4, 12). En ese hombre sanado está cada uno de nosotros –ese hombre es la figura de nosotros: nosotros estamos todos allí–, están nuestras comunidades: cada uno puede recuperarse de las muchas formas de debilidad espiritual que tiene: ambición, pereza, orgullo, si acepta depositar con confianza su existencia en las manos del Señor resucitado. «Por el nombre de Jesucristo, el Nazareno –afirma Pedro– a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos; por su nombre y no por ningún otro se presenta éste aquí sano delante de vosotros» (Hch 4, 10) ¿Pero quién es Cristo sanador? ¿En qué consiste ser sanado por Él? ¿De qué nos cura? ¿Y mediante qué maneras?
La respuesta a todas estas preguntas la encontramos en el Evangelio de hoy, donde Jesús dice: «Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas» (Jn 10, 11). Esta autopresentación de Jesús no puede ser reducida a una sugestión emotiva, sin ningún efecto concreto. Jesús sana siendo un pastor que da vida. Dando su vida por nosotros. Jesús le dice a cada uno: «tu vida es tan valiosa para mí, que para salvarla yo doy todo de mí mismo». Es precisamente esta ofrenda de vida lo que lo hace el buen Pastor por excelencia, el que sana, el que nos permite vivir una vida bella y fructífera. La segunda parte de la misma página evangélica nos dice en qué condiciones Jesús puede sanarnos y puede hacer nuestra vida bella y fecunda: «Yo soy el buen pastor, –dice Jesús– conozco a mis ovejas y las mías me conocen a mí, como me conoce el Padre y yo conozco al Padre» (Jn 10, 14-15). Jesús no habla de un conocimiento intelectual, sino de una relación personal, de predilección, de ternura mutua, un reflejo de la misma relación íntima de amor entre Él y el Padre. Esta es la actitud a través de la cual se realiza una relación viva y personal con Jesús: dejándonos conocer por Él. No cerrándonos en nosotros mismos, abrirse al Señor, para que Él me conozca. Él está atento a cada uno de nosotros, conoce nuestro corazón profundamente: conoce nuestras fortalezas y nuestras debilidades, los proyectos que hemos logrado y las esperanzas que fueron decepcionadas. Pero nos acepta tal como somos, nos conduce con amor, porque de su mano podemos atravesar incluso caminos inescrutables sin perder el rumbo. Nos acompaña Él.
A nuestra vez, nosotros estamos llamados a conocer a Jesús. Esto implica buscar un encuentro con Él, que despierte el deseo de seguirlo abandonando las actitudes autorreferenciales para emprender nuevos senderos, indicados por Cristo mismo y abiertos a vastos horizontes. Cuando en nuestras comunidades se enfría el deseo de vivir la relación con Jesús, de escuchar su voz y seguirlo fielmente, es inevitable que prevalezcan otras formas de pensar y vivir que no son coherentes con el Evangelio. Que María, nuestra Madre nos ayude a madurar una relación cada vez más fuerte con Jesús. Abrirnos a Jesús para que entre dentro de nosotros. Una relación más fuerte: Él ha resucitado. Así podemos seguirlo para toda la vida. En esta Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, que María interceda para que muchos respondan con generosidad y perseverancia al Señor que llama a dejar todo por su Reino.
REGINA COELI, Domingo 26 de abril de 2015
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El cuarto domingo de Pascua –éste–, llamado «domingo del Buen Pastor», cada año nos invita a redescubrir, con estupor siempre nuevo, esta definición que Jesús dio de sí mismo, releyéndola a la luz de su pasión, muerte y resurrección. «El buen Pastor da su vida por las ovejas» (Jn 10, 11): estas palabras se realizaron plenamente cuando Cristo, obedeciendo libremente a la voluntad del Padre, se inmoló en la Cruz. Entonces se vuelve completamente claro qué significa que Él es «el buen Pastor»: da la vida, ofreció su vida en sacrificio por todos nosotros: por ti, por ti, por ti, por mí ¡por todos! ¡Y por ello es el buen Pastor!
Cristo es el Pastor verdadero, que realiza el modelo más alto de amor por el rebaño: Él dispone libremente de su propia vida, nadie se la quita (cf. v. 18), sino que la dona en favor de las ovejas (v. 17). En abierta oposición a los falsos pastores, Jesús se presenta como el verdadero y único Pastor del pueblo: el pastor malo piensa en sí mismo y explota a las ovejas; el buen pastor piensa en las ovejas y se dona a sí mismo. A diferencia del mercenario, Cristo Pastor es un guía atento que participa en la vida de su rebaño, no busca otro interés, no tiene otra ambición que la de guiar, alimentar y proteger a sus ovejas. Y todo esto al precio más alto, el del sacrificio de su propia vida.
En la figura de Jesús, Pastor bueno, contemplamos a la Providencia de Dios, su solicitud paternal por cada uno de nosotros. ¡No nos deja solos! La consecuencia de esta contemplación de Jesús, Pastor verdadero y bueno, es la exclamación de conmovido estupor que encontramos en la segunda Lectura de la liturgia de hoy: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre...» (1Jn 3, 1). Es verdaderamente un amor sorprendente y misterioso, porque donándonos a Jesús como Pastor que da la vida por nosotros, el Padre nos ha dado lo más grande y precioso que nos podía donar. Es el amor más alto y más puro, porque no está motivado por ninguna necesidad, no está condicionado por ningún cálculo, no está atraído por ningún interesado deseo de intercambio. Ante este amor de Dios, experimentamos una alegría inmensa y nos abrimos al reconocimiento por lo que hemos recibido gratuitamente.
Pero contemplar y agradecer no basta. También hay que seguir al buen Pastor. En particular, cuantos tienen la misión de guía en la Iglesia –sacerdotes, obispos, Papas– están llamados a asumir no la mentalidad del mánager sino la del siervo, a imitación de Jesús que, despojándose de sí mismo, nos ha salvado con su misericordia. A este estilo de vida pastoral, de buen Pastor, están llamados también los nuevos sacerdotes de la diócesis de Roma, que he tenido la alegría de ordenar esta mañana en la Basílica de San Pedro.
Y dos de ellos se van a asomar para agradecer vuestras oraciones y para saludaros... [dos sacerdotes recién ordenados se asoman junto al Santo Padre]
Que María Santísima obtenga para mí, para los obispos y para los sacerdotes de todo el mundo la gracia de servir al pueblo santo de Dios mediante la alegre predicación del Evangelio, la sentida celebración de los Sacramentos y la paciente y mansa guía pastoral.

Papa Benedicto XVI, Homilía. Ordenación sacerdotal

IV Domingo de Pascua, 29 de abril de 2012. JM oración por las vocaciones
Venerados hermanos, queridos ordenandos, queridos hermanos y hermanas:
La tradición romana de celebrar las ordenaciones sacerdotales en este IV domingo de Pascua, el domingo "del Buen Pastor", contiene una gran riqueza de significado, ligada a la convergencia entre la Palabra de Dios, el rito litúrgico y el tiempo pascual en que se sitúa. En particular, la figura del pastor, tan relevante en la Sagrada Escritura y naturalmente muy importante para la definición del sacerdote, adquiere su plena verdad y claridad en el rostro de Cristo, en la luz del misterio de su muerte y resurrección. De esta riqueza también vosotros, queridos ordenandos, podéis siempre beber, cada día de vuestra vida, y así vuestro sacerdocio se renovará continuamente.
Este año el pasaje evangélico es el central del capítulo 10 de san Juan y comienza precisamente con la afirmación de Jesús: "Yo soy el buen pastor", a la que sigue enseguida la primera característica fundamental: "El buen pastor da su vida por las ovejas" (Jn 10, 11). He ahí que se nos conduce inmediatamente al centro, al culmen de la revelación de Dios como pastor de su pueblo; este centro y culmen es Jesús, precisamente Jesús que muere en la cruz y resucita del sepulcro al tercer día, resucita con toda su humanidad, y de este modo nos involucra, a cada hombre, en su paso de la muerte a la vida. Este acontecimiento –la Pascua de Cristo–, en el que se realiza plena y definitivamente la obra pastoral de Dios, es un acontecimiento sacrificial: por ello el Buen Pastor y el Sumo Sacerdote coinciden en la persona de Jesús que ha dado la vida por nosotros.
Pero observemos brevemente también las primeras dos lecturas y el salmo responsorial (Sal 118). El pasaje de los Hechos de los Apóstoles (Hch 4, 8-12) nos presenta el testimonio de san Pedro ante los jefes del pueblo y los ancianos de Jerusalén, después de la prodigiosa curación del paralítico. Pedro afirma con gran franqueza: "Jesús es la piedra que desechasteis vosotros, los arquitectos, y que se ha convertido en piedra angular"; y añade: "No hay salvación en ningún otro, pues bajo el cielo no se ha dado a los hombres otro nombre por el que debamos salvarnos" (vv. 11-12).
El Apóstol interpreta después, a la luz del misterio pascual de Cristo, el Salmo 118, en el que el orante da gracias a Dios que ha respondido a su grito de auxilio y lo ha puesto a salvo. Dice este Salmo: "La piedra que desecharon los arquitectos / es ahora la piedra angular. / Es el Señor quien lo ha hecho, / ha sido un milagro patente" (Sal 118, 22-23). Jesús vivió precisamente esta experiencia de ser desechado por los jefes de su pueblo y rehabilitado por Dios, puesto como fundamento de un nuevo templo, de un nuevo pueblo que alabará al Señor con frutos de justicia (cfr. Mt 21, 42-43). Por lo tanto la primera lectura y el salmo responsorial, que es el mismo Salmo 118, aluden fuertemente al contexto pascual, y con esta imagen de la piedra desechada y restablecida atraen nuestra mirada hacia Jesús muerto y resucitado.
La segunda lectura, tomada de la Primera Carta de Juan (1Jn 3, 1-2), nos habla en cambio del fruto de la Pascua de Cristo: el hecho de habernos convertido en hijos de Dios. En las palabras de san Juan se oye de nuevo todo el estupor por este don: no sólo somos llamados hijos de Dios, sino que "lo somos realmente" (v. 1). En efecto, la condición filial del hombre es fruto de la obra salvífica de Jesús: con su encarnación, con su muerte y resurrección, y con el don del Espíritu Santo, él introdujo al hombre en una relación nueva con Dios, su propia relación con el Padre. Por ello Jesús resucitado dice: "Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro" (Jn 20, 17). Es una relación ya plenamente real, pero que aún no se ha manifestado plenamente: lo será al final, cuando –si Dios lo quiere– podremos ver su rostro tal cual es (cfr. v. 2).
Queridos ordenandos: ¡es allí a donde nos quiere conducir el Buen Pastor! Es allí a donde el sacerdote está llamado a conducir a los fieles a él encomendados: a la vida verdadera, la vida "en abundancia" (Jn 10, 10). Volvamos al Evangelio, y a la palabra del pastor. "El buen pastor da su vida por la ovejas" (Jn 10, 11). Jesús insiste en esta característica esencial del verdadero pastor que es él mismo: "dar la propia vida". Lo repite tres veces, y al final concluye diciendo: "Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre" (Jn 10, 17-18). Este es claramente el rasgo cualificador del pastor tal como Jesús lo interpreta en primera persona, según la voluntad del Padre que lo envió. La figura bíblica del rey-pastor, que comprende principalmente la tarea de regir el pueblo de Dios, de mantenerlo unido y guiarlo, toda esta función real se realiza plenamente en Jesucristo en la dimensión sacrificial, en el ofrecimiento de la vida. En una palabra, se realiza en el misterio de la cruz, esto es, en el acto supremo de humildad y de amor oblativo. Dice el abad Teodoro Studita: "Por medio de la cruz nosotros, ovejas de Cristo, hemos sido reunidos en un único redil y destinados a las eternas moradas" (Discurso sobre la adoración de la cruz: PG 99, 699).
En esta perspectiva se orientan las fórmulas del Rito de ordenación de presbíteros, que estamos celebrando. Por ejemplo, entre las preguntas relativas a los "compromisos de los elegidos", la última, que tiene un carácter culminante y de alguna forma sintética, dice así: "¿Queréis uniros cada vez más estrechamente a Cristo, sumo sacerdote, quien se ofreció al Padre como víctima pura por nosotros, y consagraros a Dios junto a él para la salvación de todos los hombres?". El sacerdote es, de hecho, quien es introducido de un modo singular en el misterio del sacrificio de Cristo, con una unión personal a él, para prolongar su misión salvífica. Esta unión, que tiene lugar gracias al sacramento del Orden, pide hacerse "cada vez más estrecha" por la generosa correspondencia del sacerdote mismo. Por esto, queridos ordenandos, dentro de poco responderéis a esta pregunta diciendo: "Sí, quiero, con la gracia de Dios". Sucesivamente, en el momento de la unción crismal, el celebrante dice: "Jesucristo, el Señor, a quien el Padre ungió con la fuerza del Espíritu Santo, te auxilie para santificar al pueblo cristiano y para ofrecer a Dios el sacrificio". Y después, en la entrega del pan y el vino: "Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios en el sacrificio eucarístico. Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz de Cristo Señor". Resalta con fuerza que, para el sacerdote, celebrar cada día la santa misa no significa proceder a una función ritual, sino cumplir una misión que involucra entera y profundamente la existencia, en comunión con Cristo resucitado quien, en su Iglesia, sigue realizando el sacrificio redentor.
Esta dimensión eucarística-sacrificial es inseparable de la dimensión pastoral y constituye su núcleo de verdad y de fuerza salvífica, del que depende la eficacia de toda actividad. Naturalmente no hablamos sólo de la eficacia en el plano psicológico o social, sino de la fecundidad vital de la presencia de Dios al nivel humano profundo. La predicación misma, las obras, los gestos de distinto tipo que la Iglesia realiza con sus múltiples iniciativas, perderían su fecundidad salvífica si decayera la celebración del sacrificio de Cristo. Y esta se encomienda a los sacerdotes ordenados. En efecto, el presbítero está llamado a vivir en sí mismo lo que experimentó Jesús en primera persona, esto es, entregarse plenamente a la predicación y a la sanación del hombre de todo mal de cuerpo y espíritu, y después, al final, resumir todo en el gesto supremo de "dar la vida" por los hombres, gesto que halla su expresión sacramental en la Eucaristía, memorial perpetuo de la Pascua de Jesús. Es sólo a través de esta "puerta" del sacrificio pascual por donde los hombres y las mujeres de todo tiempo y lugar pueden entrar a la vida eterna; es a través de esta "vía santa" como pueden cumplir el éxodo que les conduce a la "tierra prometida" de la verdadera libertad, a las "verdes praderas" de la paz y de la alegría sin fin (cf. Jn 10, 7. 9; Sal 77, 14.20-21; Sal 23, 2).
Queridos ordenandos: que esta Palabra de Dios ilumine toda vuestra vida. Y cuando el peso de la cruz se haga más duro, sabed que esa es la hora más preciosa, para vosotros y para las personas a vosotros encomendadas: renovando con fe y amor vuestro "Sí, quiero, con la gracia de Dios", cooperaréis con Cristo, Sumo Sacerdote y Buen Pastor, a apacentar sus ovejas –tal vez sólo la que se había perdido, ¡pero por la cual es grande la fiesta en el cielo! Que la Virgen María, Salus Populi Romani, vele siempre por cada uno de vosotros y por vuestro camino. Amén.
Homilía, Basílica de San Pedro, IV Domingo de Pascua, 3 de mayo de 2009
Queridos hermanos y hermanas:
Según una hermosa tradición, el domingo "del Buen Pastor" el Obispo de Roma se reúne con su presbiterio para la ordenación de nuevos sacerdotes de la diócesis. Cada vez es un gran don de Dios; es su gracia. Por tanto, despertemos en nosotros un profundo sentimiento de fe y agradecimiento al vivir esta celebración. En este clima me complace saludar al cardenal vicario Agostino Vallini, a los obispos auxiliares, a los demás hermanos en el episcopado y en el sacerdocio y, con especial afecto, a vosotros, queridos diáconos candidatos al presbiterado, juntamente con vuestros familiares y amigos.
La Palabra de Dios que hemos escuchado nos ofrece abundantes sugerencias para la meditación: consideraré algunas, para que pueda proyectar una luz indeleble sobre el camino de vuestra vida y sobre vuestro ministerio.
"Jesús es la piedra; (...) no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos" (Hch 4, 11-12). En el pasaje de los Hechos de los Apóstoles –la primera lectura–, impresiona y hace reflexionar esta singular "homonimia" entre Pedro y Jesús: Pedro, que recibió su nuevo nombre de Jesús mismo, afirma que él, Jesús, es "la piedra". En efecto, la única roca verdadera es Jesús. El único nombre que salva es el suyo. El apóstol, y por tanto el sacerdote, recibe su propio "nombre", es decir, su propia identidad, de Cristo. Todo lo que hace, lo hace en su nombre. Su "yo" es totalmente relativo al "yo" de Jesús. En nombre de Cristo, y desde luego no en su propio nombre, el apóstol puede realizar gestos de curación de los hermanos, puede ayudar a los "enfermos" a levantarse y volver a caminar (cf. Hch 4, 10).
En el caso de Pedro, el milagro que acaba de realizar manifiesta esto de modo evidente. Y también la referencia a lo que dice el Salmo es esencial: "La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular" (Sal 118, 22). Jesús fue "desechado", pero el Padre lo prefirió y lo puso como cimiento del templo de la Nueva Alianza. Así, el apóstol, como el sacerdote, experimenta a su vez la cruz, y sólo a través de ella llega a ser verdaderamente útil para la construcción de la Iglesia. Dios quiere construir su Iglesia con personas que, siguiendo a Jesús, ponen toda su confianza en Dios, como dice el mismo Salmo: "Mejor es refugiarse en el Señor que fiarse de los hombres; mejor es refugiarse en el Señor que fiarse de los jefes" (Sal 118, 8-9).
Al discípulo le toca la misma suerte del Maestro, que, en última instancia, es la suerte inscrita en la voluntad misma de Dios Padre. Jesús lo confesó al final de su vida, en la gran oración llamada "sacerdotal": "Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido" (Jn 17, 25). También lo había afirmado antes: "Nadie conoce al Padre sino el Hijo" (Mt 11, 27). Jesús experimentó sobre sí el rechazo de Dios por parte del mundo, la incomprensión, la indiferencia, la desfiguración del rostro de Dios. Y Jesús pasó el "testigo" a los discípulos: "Yo –dice también en su oración al Padre– les he dado a conocer tu nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos" (Jn 17, 26).
Por eso el discípulo, y especialmente el apóstol, experimenta la misma alegría de Jesús al conocer el nombre y el rostro del Padre; y comparte también su mismo dolor al ver que Dios no es conocido, que su amor no es correspondido. Por una parte exclamamos con alegría, como san Juan en su primera carta: "Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!"; y, por otra, constatamos con amargura: "El mundo no nos conoce porque no lo conoció a él" (1Jn 3, 1). Es verdad, y nosotros, los sacerdotes, lo experimentamos: el "mundo" –en la acepción que tiene este término en san Juan– no comprende al cristiano, no comprende a los ministros del Evangelio. En parte porque de hecho no conoce a Dios, y en parte porque no quiere conocerlo. El mundo no quiere conocer a Dios, para que no lo perturbe su voluntad, y por eso no quiere escuchar a sus ministros; eso podría ponerlo en crisis.
Aquí es necesario prestar atención a una realidad de hecho: este "mundo", interpretado en sentido evangélico, asecha también a la Iglesia, contagiando a sus miembros e incluso a los ministros ordenados. Bajo la palabra "mundo" san Juan indica y quiere aclarar una mentalidad, una manera de pensar y de vivir que puede contaminar incluso a la Iglesia, y de hecho la contamina; por eso requiere vigilancia y purificación constantes. Hasta que Dios no se manifieste plenamente, sus hijos no serán plenamente "semejantes a él" (1Jn 3, 2). Estamos "en" el mundo y corremos el riesgo de ser también "del" mundo, mundo en el sentido de esta mentalidad. Y, de hecho, a veces lo somos.
Por eso Jesús, al final, no rogó por el mundo –también aquí en ese sentido–, sino por sus discípulos, para que el Padre los protegiera del maligno y fueran libres y diferentes del mundo, aun viviendo en el mundo (cf. Jn 17, 9.15). En aquel momento, al final de la última Cena, Jesús elevó al Padre la oración de consagración por los Apóstoles y por todos los sacerdotes de todos los tiempos, cuando dijo: "Conságralos en la verdad" (Jn 17, 17). Y añadió: "Por ellos me consagro yo, para que ellos también sean consagrados en la verdad" (Jn 17, 19).
Ya comenté estas palabras de Jesús en la homilía de la Misa Crismal, el pasado Jueves santo. Hoy me remito a esa reflexión, haciendo referencia al evangelio del buen pastor, donde Jesús declara: "Yo doy mi vida por las ovejas" (Jn 10, 15.17.18).
Ser sacerdote en la Iglesia significa entrar en esta entrega de Cristo, mediante el sacramento del Orden, y entrar con todo su ser. Jesús dio la vida por todos, pero de modo particular se consagró por aquellos que el Padre le había dado, para que fueran consagrados en la verdad, es decir, en él, y pudieran hablar y actuar en su nombre, representarlo, prolongar sus gestos salvíficos: partir el Pan de la vida y perdonar los pecados. Así, el buen Pastor dio su vida por todas las ovejas, pero la dio y la da de modo especial a aquellas que él mismo, "con afecto de predilección", ha llamado y llama a seguirlo por el camino del servicio pastoral.
Además, Jesús rogó de manera singular por Simón Pedro, y se sacrificó por él, porque un día, a orillas del lago Tiberíades, debía decirle: "Apacienta mis ovejas" (Jn 21, 16-17). De modo análogo, todo sacerdote es destinatario de una oración personal de Cristo, y de su mismo sacrificio, y sólo en cuanto tal está habilitado para colaborar con él en el apacentamiento de la grey, que compete de modo total y exclusivo al Señor.
Aquí quiero tocar un punto que me interesa de manera particular: la oración y su relación con el servicio. Hemos visto que ser ordenado sacerdote significa entrar de modo sacramental y existencial en la oración de Cristo por los "suyos". De ahí deriva para nosotros, los presbíteros, una vocación particular a la oración, en sentido fuertemente cristocéntrico: estamos llamados a "permanecer" en Cristo –como suele repetir el evangelista san Juan (cf. Jn 1, 35-39; 15, 4-10)–, y este permanecer en Cristo se realiza de modo especial en la oración. Nuestro ministerio está totalmente vinculado a este "permanecer" que equivale a orar, y de él deriva su eficacia.
Desde esta perspectiva debemos pensar en las diversas formas de oración de un sacerdote, ante todo en la santa misa diaria. La celebración eucarística es el acto de oración más grande y más elevado, y constituye el centro y la fuente de la que reciben su "savia" también las otras formas: la liturgia de las Horas, la adoración eucarística, la lectio divina, el santo rosario y la meditación. Todas estas formas de oración, que tienen su centro en la Eucaristía, hacen que en la jornada del sacerdote, y en toda su vida, se realicen las palabras de Jesús: "Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí, como me conoce el Padre y yo conozco a mi Padre y doy mi vida por las ovejas" (Jn 10, 14-15).
En efecto, este "conocer" y "ser conocido" en Cristo, y mediante él en la santísima Trinidad, es la realidad más verdadera y más profunda de la oración. El sacerdote que ora mucho, y que ora bien, se va desprendiendo progresivamente de sí mismo y se une cada vez más a Jesús, buen Pastor y Servidor de los hermanos. Al igual que él, también el sacerdote "da su vida" por las ovejas que le han sido encomendadas. Nadie se la quita: él mismo la da, en unión con Cristo Señor, que tiene el poder de dar su vida y el poder de recuperarla no sólo para sí, sino también para sus amigos, unidos a él por el sacramento del Orden. Así, la misma vida de Cristo, Cordero y Pastor, se comunica a toda la grey mediante los ministros consagrados.
Queridos diáconos, que el Espíritu Santo grabe esta divina Palabra, que he comentado brevemente, en vuestro corazón, para que dé frutos abundantes y duraderos. Lo pedimos por intercesión de los apóstoles san Pedro y san Pablo, así como de san Juan María Vianney, el cura de Ars, bajo cuyo patrocinio he puesto el próximo Año sacerdotal. Os lo obtenga la Madre del buen Pastor, María santísima. En todas las circunstancias de vuestra vida contempladla a ella, estrella de vuestro sacerdocio. Como a los sirvientes en las bodas de Caná, también a vosotros María os repite: "Haced lo que él os diga" (Jn 2, 5). Siguiendo el ejemplo de la Virgen, sed siempre hombres de oración y de servicio, para llegar a ser, en el ejercicio fiel de vuestro ministerio, sacerdotes santos según el corazón de Dios.
Homilía, Basílica de San Pedro, IV Domingo de Pascua, 7 de mayo de 2006
Queridos hermanos y hermanas; queridos ordenandos: 
En esta hora en la que vosotros, queridos amigos, mediante el sacramento de la ordenación sacerdotal sois introducidos como pastores al servicio del gran Pastor, Jesucristo, el Señor mismo nos habla en el evangelio del servicio en favor de la grey de Dios.
La imagen del pastor viene de lejos. En el antiguo Oriente los reyes solían designarse a sí mismos como pastores de sus pueblos. En el Antiguo Testamento Moisés y David, antes de ser llamados a convertirse en jefes y pastores del pueblo de Dios, habían sido efectivamente pastores de rebaños. En las pruebas del tiempo del exilio, ante el fracaso de los pastores de Israel, es decir, de los líderes políticos y religiosos, Ezequiel había trazado la imagen de Dios mismo como Pastor de su pueblo. Dios dice a través del profeta:  "Como un pastor vela por su rebaño (...), así velaré yo por mis ovejas. Las reuniré de todos los lugares donde se habían dispersado en día de nubes y brumas" (Ez 34, 12).
Ahora Jesús anuncia que ese momento ha llegado:  él mismo es el buen Pastor en quien Dios mismo vela por su criatura, el hombre, reuniendo a los seres humanos y conduciéndolos al verdadero pasto. San Pedro, a quien el Señor resucitado había confiado la misión de apacentar a sus ovejas, de convertirse en pastor con él y por él, llama a Jesús el "archipoimen", el Mayoral, el Pastor supremo (cf. 1P 5, 4), y con esto quiere decir que sólo se puede ser pastor del rebaño de Jesucristo por medio de él y en la más íntima comunión con él. Precisamente esto es lo que se expresa en el sacramento de la Ordenación:  el sacerdote, mediante el sacramento, es insertado totalmente en Cristo para que, partiendo de él y actuando con vistas a él, realice en comunión con él el servicio del único Pastor, Jesús, en el que Dios como hombre quiere ser nuestro Pastor.
El evangelio que hemos escuchado en este domingo es solamente una parte del gran discurso de Jesús sobre los pastores. En este pasaje, el Señor nos dice tres cosas sobre el verdadero pastor:  da su vida por las ovejas; las conoce y ellas lo conocen a él; y está al servicio de la unidad. Antes de reflexionar sobre estas tres características esenciales del pastor, quizá sea útil recordar brevemente la parte precedente del discurso sobre los pastores, en la que Jesús, antes de designarse como Pastor, nos sorprende diciendo:  "Yo  soy la puerta" (Jn 10, 7). En el servicio de pastor hay que entrar a través de él. Jesús  pone de relieve con gran claridad esta condición de fondo, afirmando:  "El que sube por otro lado, ese es un ladrón y un salteador" (Jn 10, 1).
Esta palabra "sube" (anabainei) evoca la imagen de alguien que trepa al recinto para llegar, saltando, a donde legítimamente no podría llegar. "Subir":  se puede ver aquí la imagen del arribismo, del intento de llegar "muy alto", de conseguir un puesto mediante la Iglesia:  servirse, no servir. Es la imagen del hombre que, a través del sacerdocio, quiere llegar a ser importante, convertirse en un personaje; la imagen del que busca su propia exaltación y no el servicio humilde de Jesucristo.
Pero el único camino para subir legítimamente hacia el ministerio de pastor es la cruz. Esta es la verdadera subida, esta es la verdadera puerta. No desear llegar a ser alguien, sino, por el contrario, ser para los demás, para Cristo, y así, mediante él y con él, ser para los hombres que él busca, que él quiere conducir por el camino de la vida.
Se entra en el sacerdocio a través del sacramento; y esto significa precisamente:  a través de la entrega a Cristo, para que él disponga de mí; para que yo lo sirva y siga su llamada, aunque no coincida con mis deseos de autorrealización y estima. Entrar por la puerta, que es Cristo, quiere decir conocerlo y amarlo cada vez más, para que nuestra voluntad se una a la suya y nuestro actuar llegue a ser uno con su actuar.
Queridos amigos, por esta intención queremos orar siempre de nuevo, queremos esforzarnos precisamente por esto, es decir, para que Cristo crezca en nosotros, para que nuestra unión con él sea cada vez más profunda, de modo que también a través de nosotros sea Cristo mismo quien apaciente.
Consideremos ahora más atentamente las tres afirmaciones fundamentales de Jesús sobre el buen pastor. La primera, que con gran fuerza impregna todo el discurso sobre los pastores, dice:  el pastor da su vida por las ovejas. El misterio de la cruz está en el centro del servicio de Jesús como pastor:  es el gran servicio que él nos presta a todos nosotros. Se entrega a sí mismo, y no sólo en un pasado lejano. En la sagrada Eucaristía realiza esto cada día, se da a sí mismo mediante nuestras manos, se da a nosotros. Por eso, con razón, en el centro de la vida sacerdotal está la sagrada Eucaristía, en la que el sacrificio de Jesús en la cruz está siempre realmente presente entre nosotros.
A partir de esto aprendemos también qué significa celebrar la Eucaristía de modo adecuado:  es encontrarnos con el Señor, que por nosotros se despoja de su gloria divina, se deja humillar hasta la muerte en la cruz y así se entrega a cada uno de nosotros. Es muy importante para el sacerdote la Eucaristía diaria, en la que se expone siempre de nuevo a este misterio; se pone siempre de nuevo a  sí mismo en las manos de Dios, experimentando al mismo tiempo la alegría de saber que él está presente, me acoge, me levanta y me lleva siempre de nuevo, me da la mano, se da a sí mismo.
La Eucaristía debe llegar a ser para nosotros una escuela de vida, en la que aprendamos a entregar nuestra vida. La vida no se da sólo en el momento de la muerte, y no solamente en el modo del martirio. Debemos darla día a día. Debo aprender día a día que yo no poseo mi vida para mí mismo. Día a día debo aprender a desprenderme de mí mismo, a estar a disposición del Señor para lo que necesite de mí en cada momento, aunque otras cosas me parezcan más bellas y más importantes. Dar la vida, no tomarla. Precisamente así experimentamos la libertad. La libertad de nosotros mismos, la amplitud del ser. Precisamente así, siendo útiles, siendo personas necesarias para el mundo, nuestra vida llega a ser importante y bella. Sólo quien da su vida la encuentra.
En segundo lugar el Señor nos dice:  "Conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre" (Jn 10, 14-15). En esta frase hay dos relaciones en apariencia muy diversas, que aquí están entrelazadas:  la relación entre Jesús y el Padre, y la relación entre Jesús y los hombres encomendados a él. Pero ambas relaciones van precisamente juntas porque los hombres, en definitiva, pertenecen al Padre y buscan al Creador, a Dios. Cuando se dan cuenta de que uno habla solamente en su propio nombre y tomando sólo de sí mismo, entonces intuyen que eso es demasiado poco y no puede ser lo que buscan.
Pero donde resuena en una persona otra voz, la voz del Creador, del Padre, se abre la puerta de la relación que el hombre espera. Por tanto, así debe ser en nuestro caso. Ante todo, en nuestro interior debemos vivir la relación con Cristo y, por medio de él, con el Padre; sólo entonces podemos comprender verdaderamente a los hombres, sólo a la luz de Dios se comprende la profundidad del hombre; entonces quien nos escucha se da cuenta de que no hablamos de nosotros, de algo, sino del verdadero Pastor.
Obviamente, las palabras de Jesús se refieren también a toda la tarea pastoral práctica de acompañar a los hombres, de salir a su encuentro, de estar abiertos a sus necesidades y a sus interrogantes. Desde luego, es fundamental el conocimiento práctico, concreto, de las personas que me han sido encomendadas, y ciertamente es importante entender este "conocer" a los demás en el sentido bíblico:  no existe un verdadero conocimiento sin amor, sin una relación interior, sin una profunda aceptación del otro.
El pastor no puede contentarse con saber los nombres y las fechas. Su conocimiento debe ser siempre también un conocimiento de las ovejas con el corazón. Pero a esto sólo podemos llegar si el Señor ha abierto nuestro corazón, si nuestro conocimiento no vincula las personas a nuestro pequeño yo privado, a nuestro pequeño corazón, sino que, por el contrario, les hace sentir el corazón de Jesús, el corazón del Señor. Debe ser un conocimiento con el corazón de Jesús, un conocimiento orientado a él, un conocimiento que no vincula la persona a mí, sino que la guía hacia Jesús, haciéndolo así libre y abierto. Así también nosotros nos hacemos cercanos a los hombres.
Pidamos siempre de nuevo al Señor que nos conceda este modo de conocer con el corazón de Jesús, de no vincularlos a mí sino al corazón de Jesús, y de crear así una verdadera comunidad.
Por último, el Señor nos habla del servicio a la unidad encomendado al pastor:  "Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo pastor" (Jn 10, 16). Es lo mismo que repite san Juan después de la decisión del sanedrín de matar a Jesús, cuando Caifás dijo que era preferible que muriera uno solo por el pueblo a que pereciera toda la nación. San Juan reconoce que se trata de palabras proféticas, y añade:  "Jesús iba a morir por la nación, y no sólo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos" (Jn 11, 52).
Se revela la relación entre cruz y unidad; la unidad se paga con la cruz. Pero sobre todo aparece el horizonte universal del actuar de Jesús. Aunque Ezequiel, en su profecía sobre el pastor, se refería al restablecimiento de la unidad entre las tribus dispersas de Israel (cf. Ez 34, 22-24), ahora ya no se trata de la unificación del Israel disperso, sino de todos los hijos de Dios, de la humanidad, de la Iglesia de judíos y paganos. La misión de Jesús concierne a toda la humanidad, y por eso la Iglesia tiene una responsabilidad con respecto a toda la humanidad, para que reconozca a Dios, al Dios que por todos nosotros en Jesucristo se encarnó, sufrió, murió y resucitó.
La Iglesia jamás debe contentarse con la multitud de aquellos a quienes, en cierto momento, ha llegado, y decir que los demás están bien así:  musulmanes, hindúes... La Iglesia no puede retirarse cómodamente dentro de los límites de su propio ambiente. Tiene por cometido la solicitud universal, debe preocuparse por todos y de todos. Por lo general debemos "traducir" esta gran tarea en nuestras respectivas misiones. Obviamente, un sacerdote, un pastor de almas debe preocuparse ante todo por los que creen y viven con la Iglesia, por los que buscan en ella el camino de la vida y que, por su parte, como piedras vivas, construyen la Iglesia y así edifican y sostienen juntos también al sacerdote.
Sin embargo, como dice el Señor, también debemos salir siempre de nuevo "a los caminos y cercados" (Lc 14, 23) para llevar la invitación de Dios a su banquete también a los hombres que hasta ahora no han oído hablar para nada de él o no han sido tocados interiormente por él. Este servicio universal, servicio a la unidad, se realiza de muchas maneras. Siempre forma parte de él también el compromiso por la unidad interior de la Iglesia, para que ella, por encima de todas las  diferencias y los límites, sea un signo de la presencia de Dios en el mundo, el único que puede crear dicha unidad.
La Iglesia antigua encontró en la escultura de su tiempo la figura del pastor que lleva una oveja sobre sus hombros. Quizá esas imágenes formen parte del sueño idílico de la vida campestre, que había fascinado a la sociedad de entonces. Pero para los cristianos esta figura se ha transformado con toda naturalidad en la imagen de Aquel que ha salido en busca de la oveja perdida, la humanidad; en la imagen de Aquel que nos sigue hasta nuestros desiertos y nuestras confusiones; en la imagen de Aquel que ha cargado sobre sus hombros a la oveja perdida, que es la humanidad, y la lleva a casa. Se ha convertido en la imagen del verdadero Pastor, Jesucristo. A él nos encomendamos. A él os encomendamos a vosotros, queridos hermanos, especialmente en esta hora, para que os conduzca y os lleve todos los días; para que os ayude a ser, por él y con él, buenos pastores de su rebaño. Amén.

DIRECTORIO HOMILÉTICO
Ap. I. La homilía y el Catecismo de la Iglesia Católica.
Ciclo B. Cuarto domingo de Pascua.
Cristo, pastor de las ovejas y puerta del corral
754 "La Iglesia, en efecto, es el redil cuya puerta única y necesaria es Cristo (Jn 10, 1-10). Es también el rebaño cuyo pastor será el mismo Dios, como él mismo anunció (cf. Is 40, 11; Ez 34, 11-31). Aunque son pastores humanos quien es gobiernan a las ovejas, sin embargo es Cristo mismo el que sin cesar las guía y alimenta; El, el Buen Pastor y Cabeza de los pastores (cf. Jn 10, 11; 1P 5, 4), que dio su vida por las ovejas (cf. Jn 10, 11-15)".
764 "Este Reino se manifiesta a los hombres en las palabras, en las obras y en la presencia de Cristo" (LG 5). Acoger la palabra de Jesús es acoger "el Reino" (ibid.). El germen y el comienzo del Reino son el "pequeño rebaño" (Lc 12, 32), de los que Jesús ha venido a convocar en torno suyo y de los que él mismo es el pastor (cf. Mt 10, 16; Mt 26, 31; Jn 10, 1-21). Constituyen la verdadera familia de Jesús (cf. Mt 12, 49). A los que reunió así en torno suyo, les enseñó no sólo una nueva "manera de obrar", sino también una oración propia (cf. Mt 5–6).
2665 La oración de la Iglesia, alimentada por la palabra de Dios y por la celebración de la liturgia, nos enseña a orar al Señor Jesús. Aunque esté dirigida sobre todo al Padre, en todas las tradiciones litúrgicas incluye formas de oración dirigidas a Cristo. Algunos salmos, según su actualización en la Oración de la Iglesia, y el Nuevo Testamento ponen en nuestros labios y gravan en nuestros corazones las invocaciones de esta oración a Cristo: Hijo de Dios, Verbo de Dios, Señor, Salvador, Cordero de Dios, Rey, Hijo amado, Hijo de la Virgen, Buen Pastor, Vida nuestra, nuestra Luz, nuestra Esperanza, Resurrección nuestra, Amigo de los hombres…
El Papa y los obispos como pastores
553 Jesús ha confiado a Pedro una autoridad específica: "A ti te daré las llaves del Reino de los cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos" (Mt 16, 19). El poder de las llaves designa la autoridad para gobernar la casa de Dios, que es la Iglesia. Jesús, "el Buen Pastor" (Jn 10, 11) confirmó este encargo después de su resurrección:"Apacienta mis ovejas" (Jn 21, 15-17). El poder de "atar y desatar" significa la autoridad para absolver los pecados, pronunciar sentencias doctrinales y tomar decisiones disciplinares en la Iglesia. Jesús confió esta autoridad a la Iglesia por el ministerio de los apóstoles (cf. Mt 18, 18) y particularmente por el de Pedro, el único a quien él confió explícitamente las llaves del Reino.
857 La Iglesia es apostólica porque está fundada sobre los apóstoles, y esto en un triple sentido:
- Fue y permanece edificada sobre "el fundamento de los apóstoles" (Ef 2, 20; Hch 21, 14), testigos escogidos y enviados en misión por el mismo Cristo (cf Mt 28, 16-20; Hch 1, 8; 1Co 9, 1; 1Co 15, 7-8; Ga 1, 1; etc.).
- Guarda y transmite, con la ayuda del Espíritu Santo que habita en ella, la enseñanza (cf Hch 2, 42), el buen depósito, las sanas palabras oídas a los apóstoles (cf 2Tm 1, 13-14).
- Sigue siendo enseñada, santificada y dirigida por los apóstoles hasta la vuelta de Cristo gracias a aquellos que les suceden en su ministerio pastoral: el colegio de los obispos, "a los que asisten los presbíteros juntamente con el sucesor de Pedro y Sumo Pastor de la Iglesia" (AG 5):
Porque no abandonas nunca a tu rebaño, sino que, por medio de los santos pastores, lo proteges y conservas, y quieres que tenga siempre por guía la palabra de aquellos mismos pastores a quienes tu Hijo dio la misión de anunciar el Evangelio (MR, Prefacio de los apóstoles).
861 "Para que continuase después de su muerte la misión a ellos confiada, encargaron mediante una especie de testamento a sus colaboradores más inmediatos que terminaran y consolidaran la obra que ellos empezaron. Les encomendaron que cuidaran de todo el rebaño en el que el Espíritu Santo les había puesto para ser los pastores de la Iglesia de Dios. Nombraron, por tanto, de esta manera a algunos varones y luego dispusieron que, después de su muerte, otros hombres probados les sucedieran en el ministerio" (LG 20; cf San Clemente Romano, Cor. 42; 44).
881 El Señor hizo de Simón, al que dio el nombre de Pedro, y solamente de él, la piedra de su Iglesia. Le entregó las llaves de ella (cf. Mt 16, 18-19); lo instituyó pastor de todo el rebaño (cf. Jn 21, 15-17). "Está claro que también el Colegio de los Apóstoles, unido a su Cabeza, recibió la función de atar y desatar dada a Pedro" (LG 22). Este oficio pastoral de Pedro y de los demás apóstoles pertenece a los cimientos de la Iglesia. Se continúa por los obispos bajo el primado del Papa.
896 El Buen Pastor será el modelo y la "forma" de la misión pastoral del obispo. Consciente de sus propias debilidades, el obispo "puede disculpar a los ignorantes y extraviados. No debe negarse nunca a escuchar a sus súbditos, a a los que cuida como verdaderos hijos … Los fieles, por su parte, deben estar unidos a su obispo como la Iglesia a Cristo y como Jesucristo al Padre" (LG 27):
"Seguid todos al obispo como Jesucristo (sigue) a su Padre, y al presbiterio como a los apóstoles; en cuanto a los diáconos, respetadlos como a la ley de Dios. Que nadie haga al margen del obispo nada en lo que atañe a la Iglesia" (San Ignacio de Antioquía, Smyrn. 8, 1).
1558 "La consagración episcopal confiere, junto con la función de santificar, también las funciones de enseñar y gobernar… En efecto… por la imposición de las manos y por las palabras de la consagración se confiere la gracia del Espíritu Santo y queda marcado con el carácter sagrado. En consecuencia, los obispos, de manera eminente y visible, hacen las veces del mismo Cristo, Maestro, Pastor y Sacerdote, y actúan en su nombre (in eius persona agant)" (ibid.). "El Espíritu Santo que han recibido ha hecho de los obispos los verdaderos y auténticos maestros de la fe, pontífices y pastores" (CD 2).
1561 Todo lo que se ha dicho explica por qué la Eucaristía celebrada por el obispo tiene una significación muy especial como expresión de la Iglesia reunida en torno al altar bajo la presidencia de quien representa visiblemente a Cristo, Buen Pastor y Cabeza de su Iglesia (cf SC 41; LG 26).
1568 "Los presbíteros, instituidos por la ordenación en el orden del presbiterado, están unidos todos entre sí por la íntima fraternidad del sacramento. Forman un único presbiterio especialmente en la diócesis a cuyo servicio se dedican bajo la dirección de su obispo" (PO 8). La unidad del presbiterio encuentra una expresión litúrgica en la costumbre de que los presbíteros impongan a su vez las manos, después del obispo, durante el rito de la ordenación.
1574 Como en todos los sacramentos, ritos complementarios rodean la celebración. Estos varían notablemente en las distintas tradiciones litúrgicas, pero tienen en común la expresión de múltiples aspectos de la gracia sacramental. Así, en el rito latino, los ritos iniciales - la presentación y elección del ordenando, la alocución del obispo, el interrogatorio del ordenando, las letanías de los santos - ponen de relieve que la elección del candidato se hace conforme al uso de la Iglesia y preparan el acto solemne de la consagración; después de ésta varios ritos vienen a expresar y completar de manera simbólica el misterio que se ha realizado: para el obispo y el presbítero la unción con el santo crisma, signo de la unción especial del Espíritu Santo que hace fecundo su ministerio; la entrega del libro de los evangelios, del anillo, de la mitra y del báculo al obispo en señal de su misión apostólica de anuncio de la palabra de Dios, de su fidelidad a la Iglesia, esposa de Cristo, de su cargo de pastor del rebaño del Señor; entrega al presbítero de la patena y del cáliz, "la ofrenda del pueblo santo" que es llamado a presentar a Dios; la entrega del libro de los evangelios al diácono que acaba de recibir la misión de anunciar el evangelio de Cristo.
Los presbíteros como pastores
874 Razón del ministerio eclesial
El mismo Cristo es la fuente del ministerio en la Iglesia. El lo ha instituido, le ha dado autoridad y misión, orientación y finalidad:
"Cristo el Señor, para dirigir al Pueblo de Dios y hacerle progresar siempre, instituyó en su Iglesia diversos ministerios que está ordenados al bien de todo el Cuerpo. En efecto, los ministros que posean la sagrada potestad están al servicio de sus hermanos para que todos los que son miembros del Pueblo de Dios … lleguen a la salvación" (LG 18).
1120 El ministerio ordenado o sacerdocio ministerial (LG 10) está al servicio del sacerdocio bautismal. Garantiza que, en los sacramentos, sea Cristo quien actúa por el Espíritu Santo en favor de la Iglesia. La misión de salvación confiada por el Padre a su Hijo encarnado es confiada a los Apóstoles y por ellos a sus sucesores: reciben el Espíritu de Jesús para actuar en su nombre y en su persona (cf Jn 20, 21-23; Lc 24, 47; Mt 28, 18-20). Así, el ministro ordenado es el vínculo sacramental que une la acción litúrgica a lo que dijeron y realizaron los Apóstoles, y por ellos a lo que dijo y realizó Cristo, fuente y fundamento de los sacramentos.
1465 Cuando celebra el sacramento de la Penitencia, el sacerdote ejerce el ministerio del Buen Pastor que busca la oveja perdida, el del Buen Samaritano que cura las heridas, del Padre que espera al Hijo pródigo y lo acoge a su vuelta, del justo Juez que no hace acepción de personas y cuyo juicio es a la vez justo y misericordioso. En una palabra, el sacerdote es el signo y el instrumento del amor misericordioso de Dios con el pecador.
1536 El Orden es el sacramento gracias al cual la misión confiada por Cristo a sus Apóstoles sigue siendo ejercida en la Iglesia hasta el fin de los tiempos: es, pues, el sacramento del ministerio apostólico. Comprende tres grados: el episcopado, el presbiterado y el diaconado.
(Sobre la institución y la misión del ministerio apostólico por Cristo ya se ha tratado en la primera parte. Aquí sólo se trata de la realidad sacramental mediante la que se transmite este ministerio)
In persona Christi Capitis…
1548 En el servicio eclesial del ministro ordenado es Cristo mismo quien está presente a su Iglesia como Cabeza de su cuerpo, Pastor de su rebaño, sumo sacerdote del sacrificio redentor, Maestro de la Verdad. Es lo que la Iglesia expresa al decir que el sacerdote, en virtud del sacramento del Orden, actúa "in persona Christi Capitis" (cf LG 10; 28; SC 33; CD 11; PO 2, 6):
"El ministro posee en verdad el papel del mismo Sacerdote, Cristo Jesús. Si, ciertamente, aquel es asimilado al Sumo Sacerdote, por la consagración sacerdotal recibida, goza de la facultad de actuar por el poder de Cristo mismo a quien representa (virtute ac persona ipsius Christi)" (Pío XII, enc. Mediator Dei).
"Christus est fons totius sacerdotii; nan sacerdos legalis erat figura ipsius, sacerdos autem novae legis in persona ipsius operatur" ("Cristo es la fuente de todo sacerdocio, pues el sacerdote de la antigua ley era figura de EL, y el sacerdote de la nueva ley actúa en representación suya" (S. Tomás de A., s. th. 3, 22, 4).
1549 Por el ministerio ordenado, especialmente por el de los obispos y los presbíteros, la presencia de Cristo como cabeza de la Iglesia se hace visible en medio de la comunidad de los creyentes. Según la bella expresión de San Ignacio de Antioquía, el obispo es typos tou Patros, es imagen viva de Dios Padre (Trall. 3, 1; cf Magn. 6, 1).
1550 Esta presencia de Cristo en el ministro no debe ser entendida como si éste estuviese exento de todas las flaquezas humanas, del afán de poder, de errores, es decir del pecado. No todos los actos del ministro son garantizados de la misma manera por la fuerza del Espíritu Santo. Mientras que en los sacramentos esta garantía es dada de modo que ni siquiera el pecado del ministro puede impedir el fruto de la gracia, existen muchos otros actos en que la condición humana del ministro deja huellas que no son siempre el signo de la fidelidad al evangelio y que pueden dañar por consiguiente a la fecundidad apostólica de la Iglesia.
1551 Este sacerdocio es ministerial. "Esta Función, que el Señor confió a los pastores de su pueblo, es un verdadero servicio" (LG 24). Está enteramente referido a Cristo y a los hombres. Depende totalmente de Cristo y de su sacerdocio único, y fue instituido en favor de los hombres y de la comunidad de la Iglesia. El sacramento del Orden comunica "un poder sagrado", que no es otro que el de Cristo. El ejercicio de esta autoridad debe, por tanto, medirse según el modelo de Cristo, que por amor se hizo el último y el servidor de todos (cf. Mc 10, 43-45; 1P 5, 3). "El Señor dijo claramente que la atención prestada a su rebaño era prueba de amor a él" (S. Juan Crisóstomo, sac. 2, 4; cf. Jn 21, 15-17)
1564 "Los presbíteros, aunque no tengan la plenitud del sacerdocio y dependan de los obispos en el ejercicio de sus poderes, sin embargo están unidos a éstos en el honor del sacerdocio y, en virtud del sacramento del Orden, quedan consagrados como verdaderos sacerdotes de la Nueva Alianza, a imagen de Cristo, sumo y eterno Sacerdote (Hb 5, 1-10; Hb 7, 24; Hb 9, 11-28), para anunciar el Evangelio a los fieles, para dirigirlos y para celebrar el culto divino" (LG 28).
2179 "La parroquia es una determinada comunidad de fieles constituida de modo estable en la Iglesia particular, cuya cura pastoral, bajo la autoridad del Obispo diocesano, se encomienda a un párroco, como su pastor propio" (CIC, can. 515, 1). Es el lugar donde todos los fieles pueden reunirse para la celebración dominical de la eucaristía. La parroquia inicia al pueblo cristiano en la expresión ordinaria de la vida litúrgica, la congrega en esta celebración; le enseña la doctrina salvífica de Cristo. Practica la caridad del Señor en obras buenas y fraternas:
"No puedes orar en casa como en la Iglesia, donde son muchos los reunidos, donde el grito de todos se dirige a Dios como desde un solo corazón. Hay en ella algo más: la unión de los espíritus, la armonía de las almas, el vínculo de la caridad, las oraciones de los sacerdotes" (S. Juan Crisóstomo, incomprehens. 3, 6).
2686 Los ministros ordenados son también responsables de la formación en la oración de sus hermanos y hermanas en Cristo. Servidores del buen Pastor, han sido ordenados para guiar al pueblo de Dios a las fuentes vivas de la oración: la Palabra de Dios, la liturgia, la vida teologal, el hoy de Dios en las situaciones concretas (cf PO 4-6).
Cristo, la piedra angular
756 "También muchas veces a la Iglesia se la llama construcción de Dios (1Co 3, 9). El Señor mismo se comparó a la piedra que desecharon los constructores, pero que se convirtió en la piedra angular (Mt 21, 42 par. ; cf. Hch 4, 11; 1P 2, 7; Sal 118, 22). Los apóstoles construyen la Iglesia sobre ese fundamento (cf. 1Co 3, 11), que le da solidez y cohesión. Esta construcción recibe diversos nombres: casa de Dios: casa de Dios (1Tm 3, 15) en la que habita su familia, habitación de Dios en el Espíritu (Ef 2, 19-22), tienda de Dios con los hombres (Ap 21, 3), y sobre todo, templo santo. Representado en los templos de piedra, los Padres cantan sus alabanzas, y la liturgia, con razón, lo compara a la ciudad santa, a la nueva Jerusalén. En ella, en efecto, nosotros como piedras vivas entramos en su construcción en este mundo (cf. 1P 2, 5). San Juan ve en el mundo renovado bajar del cielo, de junto a Dios, esta ciudad santa arreglada como una esposa embellecidas para su esposo (Ap 21, 1-2)".
Ahora somos los hijos adoptivos de Dios
1 Dios, infinitamente Perfecto y Bienaventurado en sí mismo, en un designio de pura bondad ha creado libremente al hombre para que tenga parte en su vida bienaventurada. Por eso, en todo tiempo y en todo lugar, está cerca del hombre. Le llama y le ayuda a buscarlo, a conocerle y a amarle con todas sus fuerzas. Convoca a todos los hombres, que el pecado dispersó, a la unidad de su familia, la Iglesia. Lo hace mediante su Hijo que envió como Redentor y Salvador al llegar la plenitud de los tiempos. En él y por él, llama a los hombres a ser, en el Espíritu Santo, sus hijos de adopción, y por tanto los herederos de su vida bienaventurada.
104 En la Sagrada Escritura, la Iglesia encuentra sin cesar su alimento y su fuerza (cf. DV 24), porque, en ella, no recibe solamente una palabra humana, sino lo que es realmente: la Palabra de Dios (cf. 1Ts 2, 13). "En los libros sagrados, el Padre que está en el cielo sale amorosamente al encuentro de sus hijos para conversar con ellos" (DV 21).
239 Al designar a Dios con el nombre de "Padre", el lenguaje de la fe indica principalmente dos aspectos: que Dios es origen primero de todo y autoridad transcendente y que es al mismo tiempo bondad y solicitud amorosa para todos sus hijos. Esta ternura paternal de Dios puede ser expresada también mediante la imagen de la maternidad (cf. Is 66, 13; Sal 131, 2) que indica más expresivamente la inmanencia de Dios, la intimidad entre Dios y su criatura. El lenguaje de la fe se sirve así de la experiencia humana de los padres que son en cierta manera los primeros representantes de Dios para el hombre. Pero esta experiencia dice también que los padres humanos son falibles y que pueden desfigurar la imagen de la paternidad y de la maternidad. Conviene recordar, entonces, que Dios transciende la distinción humana de los sexos. No es hombre ni mujer, es Dios. Transciende también la paternidad y la maternidad humanas (cf. Sal 27, 10), aunque sea su origen y medida (cf. Ef 3, 14; Is 49, 15): Nadie es padre como lo es Dios.
1692 El Símbolo de la fe profesa la grandeza de los dones de Dios al hombre por la obra de su creación, y más aún, por la redención y la santificación. Lo que confiesa la fe, los sacramentos lo comunican: por "los sacramentos que les han hecho renacer", los cristianos han llegado a ser "hijos de Dios" (Jn 1, 12; 1Jn 3, 1), "partícipes de la naturaleza divina" (2P 1, 4). Reconociendo en la fe su nueva dignidad, los cristianos son llamados a llevar en adelante una "vida digna del Evangelio de Cristo" (Flp 1, 27). Por los sacramentos y la oración reciben la gracia de Cristo y los dones de su Espíritu que les capacitan para ello.
1709 El que cree en Cristo se hace hijo de Dios. Esta adopción filial lo transforma dándole la posibilidad de seguir el ejemplo de Cristo. Le hace capaz de obrar rectamente y de practicar el bien. En la unión con su Salvador el discípulo alcanza la perfección de la caridad, la santidad. La vida moral, madurada en la gracia, culmina en vida eterna, en la gloria del cielo.
2009 La adopción filial, haciéndonos partícipes por la gracia de la naturaleza divina, puede conferirnos, según la justicia gratuita de Dios, un verdadero mérito. Se trata de un derecho por gracia, el pleno derecho del amor, que nos hace "coherederos" de Cristo y dignos de obtener la "herencia prometida de la vida eterna" (Cc. de Trento: DS 1546). Los méritos de nuestras buenas obras son dones de la bondad divina (cf. Cc. de Trento: DS 1548). "La gracia ha precedido; ahora se da lo que es debido… los méritos son dones de Dios" (S. Agustín, serm. 298, 4-5).
2736 ¿Estamos convencidos de que "nosotros no sabemos pedir como conviene" (Rm 8, 26)? ¿Pedimos a Dios los "bienes convenientes"? Nuestro Padre sabe bien lo que nos hace falta antes de que nosotros se lo pidamos (cf. Mt 6, 8) pero espera nuestra petición porque la dignidad de sus hijos está en su libertad. Por tanto es necesario orar con su Espíritu de libertad, para poder conocer en verdad su deseo (cf Rm 8, 27).

Monición al Credo
Se dice CredoPuede introducirse con la siguiente monición.
Al recitar el Credo, proclamemos con gozo el Misterio pascual, que es el núcleo de nuestra fe.

Oración de los fieles
Año B
Oremos al Señor, nuestro Dios, que en Cristo nos manifiesta su amor.
- Por el papa, los obispos y todos los que han recibido alguna misión pastoral en la Iglesia, para que sean imagen fiel de Cristo, Buen Pastor. Roguemos al Señor
- Por la unidad de todos los cristianos en el único redil de Cristo, para que haya un solo rebaño. Roguemos al Señor.
- Por los gobernantes, para que sirvan a sus pueblos con generosa dedicación. Roguemos al Señor.
- Por nuestros jóvenes y por los de los países de misión, para que no tengan miedo a ser llamados por Dios y, siguiendo el ejemplo de los apóstoles, respondan con firmeza y confianza a la vocación. Roguemos al Señor.
- Por nosotros, aquí reunidos, para que nos sintamos responsables de la solicitud pastoral de la Iglesia. Roguemos al Señor.
Escucha, Señor, la oración de tu Iglesia, que reconoce a Jesucristo como único Pastor. Por Jesucristo, nuestro Señor.

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