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domingo, 14 de marzo de 2021

Domingo 18 abril 2021, III Domingo de Pascua, Lecturas ciclo B.

LITURGIA DE LA PALABRA
Lecturas del III Domingo de Pascua, ciclo B (Lec. I B).

PRIMERA LECTURA Hch 3, 13-15.17-19
Matasteis al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos

Lectura del libro de los Hechos de los apóstoles.

En aquellos días, Pedro dijo al pueblo:
«El Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su siervo Jesús, al que vosotros entregasteis y de quien renegasteis ante Pilato, cuando había decidido soltarlo.
Vosotros renegasteis del Santo y del Justo, y pedisteis el indulto de un asesino; matasteis al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos, y nosotros somos testigos de ello.
Ahora bien, hermanos, sé que lo hicisteis por ignorancia, al igual que vuestras autoridades; pero Dios cumplió de esta manera lo que había predicho por los profetas, que su Mesías tenía que padecer.
Por tanto, arrepentíos y convertíos, para que se borren vuestros pecados».

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Salmo responsorial Sal 4, 2. 4. 7. 9 (R.: cf. 7b)
R.
Haz brillar sobre nosotros, Señor, la luz de tu rostro.
Leva in signum super nos lumen vultus tui, Dómine.
O bien: Aleluya.

V. Escúchame cuando te invoco, Dios de mi justicia;
tú que en el aprieto me diste anchura,
ten piedad de mí y escucha mi oración.
R. Haz brillar sobre nosotros, Señor, la luz de tu rostro.
Leva in signum super nos lumen vultus tui, Dómine.

V. Hay muchos que dicen: «¿Quién nos hará ver la dicha,
si la luz de tu rostro ha huido de nosotros?»
R. Haz brillar sobre nosotros, Señor, la luz de tu rostro.
Leva in signum super nos lumen vultus tui, Dómine.

V.
En paz me acuesto y en seguida me duermo,
porque tú solo, Señor, me haces vivir tranquilo.
R. Haz brillar sobre nosotros, Señor, la luz de tu rostro.
Leva in signum super nos lumen vultus tui, Dómine.

SEGUNDA LECTURA 1 Jn 2, 1-5
Él es víctima de propiciación por nuestros pecados y también por los del mundo entero

Lectura de la primera carta del apóstol san Juan.

Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis.
Pero, si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo.
Él es víctima de propiciación por nuestros pecados, no solo por los nuestros, sino también por los del mundo entero.
En esto sabemos que lo conocemos: en que guardamos sus mandamientos.
Quien dice: «Yo lo conozco», y no guarda sus mandamientos, es un mentiroso, y la verdad no está en él.
Pero quien guarda su palabra, ciertamente el amor de Dios ha llegado en él a su plenitud.

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Aleluya Cf. Lc 24, 32
R.
Aleluya, aleluya aleluya.
V. Señor Jesús, explícanos las Escrituras; haz que arda nuestro corazón mientras nos hablas. R.
Dómine Iesu, áperi nobis Scriptúras; fac cor nostrum ardens dum lóqueris nobis.

EVANGELIO Lc 24, 35-48
Así está escrito: el Mesías padecerá y resucitará de entre los muertos al tercer día
Lectura del santo Evangelio según san Lucas.
R. Gloria a ti, Señor.

En aquel tiempo, los discípulos de Jesús contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.
Estaban hablando de estas cosas, cuando él se presentó en medio de ellos y les dice:
«Paz a vosotros».
Pero ellos, aterrorizados y llenos de miedo, creían ver un espíritu. Y él les dijo:
«¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro corazón? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo».
Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Pero como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo:
«Tenéis ahí algo de comer?».
Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos.
Y les dijo:
«Esto es lo que os dije mientras estaba con vosotros: que era necesario que se cumpliera todo lo escrito en la Ley de Moisés y en los Profetas y Salmos acerca de mí».
Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. Y les dijo:
«Así está escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se proclamará la conversión para el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto».

Palabra del Señor.
R. Gloria a ti, Señor Jesús.

PAPA FRANCISCO
Homilía del Santo Padre en la parroquia romana de san Pablo de la Cruz.
Domingo, 15 de abril de 2018
Los discípulos sabían que Jesús había resucitado, porque lo había dicho María Magdalena por la mañana; después Pedro lo había visto, después los discípulos que habían vuelto de Emaús habían contado el encuentro con Jesús resucitado. Lo sabían: ha resucitado y vive. Pero esa verdad no había entrado en el corazón. Esa verdad, sí, la sabían, pero dudaban. Preferían tener esa verdad en la mente, quizá. Es menos peligroso tener una verdad en la mente que tenerla en el corazón. Es menos peligroso.
Estaban todos reunidos y apareció el Señor (Lc 24, 35-48). Y ellos desde antes se asustaron y creían que era un espíritu. Pero Jesús mismo les dijo: «¡No, mirad, tocadme. Ved las llagas. Un espíritu no tiene cuerpo. Mirad, soy yo!». ¿Pero por qué no creían? ¿Por qué dudaban? Hay una palabra en el Evangelio que nos da la explicación: «Pero ya que por la alegría no creían todavía y estaban llenos de estupor…». Por la alegría no podían creer. ¡Era mucha esa alegría! ¡Si esto es verdad, es una alegría inmensa! «Ah, yo no creo. No puedo». No podían creer que hubiera tanta alegría; la alegría que lleva a Cristo.
Nos pasa también a nosotros cuando nos dan una buena noticia. Antes de acogerla en el corazón decimos: «¿Pero es verdad? ¿Pero cómo lo sabes? ¿Dónde lo has escuchado?». Lo hacemos para estar seguros, porque si esto es verdad, es una alegría grande. Esto nos sucede a nosotros en lo pequeño, ¡imaginad a los discípulos! Era tanta la alegría que era mejor decir: «No, yo no lo creo». ¡Pero estaba allí! Sí, pero no podían. No podían aceptar; no podían dejar pasar en el corazón esa verdad que veían. Y al final, obviamente, creyeron. Y esta es la «renovada juventud» que nos dona el Señor. En la oración Colecta lo hemos hablado: la «renovada juventud». Nosotros estamos acostumbrados a envejecer con el pecado… El pecado envejece el corazón, siempre. Te hace un corazón duro, viejo, cansado. El pecado cansa el corazón y perdemos un poco la fe en Cristo Resucitado: «No, no creo… Sería mucha alegría esto… Sí, sí, está vivo, pero está en el Cielo por sus cosas…». Pero ¡sus cosas soy yo! ¡Cada uno de nosotros! Pero esta unión no somos capaces de hacerla.
El apóstol Juan, en la segunda lectura, dice: «Si alguno ha pecado tenemos un abogado ante el Padre». No tengáis miedo, Él perdona. Él nos renueva. El pecado nos envejece, pero Jesús, resucitado, vivo, nos renueva. Esta es la fuerza de Jesús resucitado. Cuando nosotros nos acercamos al sacramento de la penitencia es para ser renovados, para rejuvenecer. Y esto lo hace Jesucristo. Es Jesús resucitado quien hoy está en medio de nosotros: estará aquí sobre el altar; está en la Palabra… Y sobre el altar estará así: ¡resucitado! Es Cristo que quiere defendernos, el abogado, cuando nosotros hemos pecado, para rejuvenecernos.
Hermanos y hermanas, pidamos la gracia de creer que Cristo está vivo, ¡ha resucitado! Esta es nuestra fe, y si nosotros creemos esto, las demás cosas son secundarias. Esta es nuestra vida, esta es nuestra verdadera juventud. La victoria de Cristo sobre la muerte, la victoria de Cristo sobre el pecado. Cristo está vivo. «Sí, sí, ahora recibiré la comunión…». Pero cuando tú recibes la Comunión, ¿estás seguro de que Cristo está vivo ahí, ha resucitado? «Sí, es un poco de pan bendecido…». No, ¡es Jesús! Cristo está vivo, ha resucitado en medio de nosotros y si nosotros no creemos esto, no seremos nunca buenos cristianos, no podremos serlo.
«Pero ya que por la alegría no creían todavía y estaban llenos de estupor». Pidamos al Señor la gracia de que la alegría no nos impida creer, la gracia de tocar a Jesús resucitado: tocarlo en el encuentro mediante la oración; en el encuentro mediante los sacramentos; en el encuentro con su perdón que es la renovada juventud de la Iglesia; en el encuentro con los enfermos, cuando vamos a visitarles, con los presos, con los que están más necesitados, con los niños, con los ancianos. Si nosotros sentimos las ganas de hacer algo bueno, es Jesús resucitado quien nos empuja a esto. Y siempre la alegría, la alegría que nos hace jóvenes.
Pidamos la gracia de ser una comunidad alegre, porque cada uno de nosotros está seguro, tiene fe, ha encontrado a Jesús resucitado.
REGINA COELI, Plaza de San Pedro, Domingo, 15 de abril de 2018
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el centro de este tercer domingo de Pascua está la experiencia del Resucitado hecha por sus discípulos, todos juntos. Eso se evidencia especialmente en el Evangelio que nos introduce de nuevo otra vez en el Cenáculo, donde Jesús se manifiesta a los apóstoles, dirigiéndoles este saludo: «La paz con vosotros» (Lucas, 24, 36). Es el saludo del Cristo Resucitado, que nos da la paz: «La paz con vosotros». Se trata tanto de la paz interior, como de la paz que se establece en las relaciones entre las personas. El episodio contado por el evangelista Lucas insiste mucho en el realismo de la Resurrección. Jesús no es un fantasma. De hecho, no se trata de una aparición del alma de Jesús, sino de su presencia real con el cuerpo resucitado.
Jesús se da cuenta de que los apóstoles están desconcertados al verlo porque la realidad de la Resurrección es inconcebible para ellos. Creen que están viendo un espíritu pero Jesús resucitado no es un espíritu, es un hombre con cuerpo y alma. Por eso, para convencerlos, les dice: «Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo» (v. 39). Y puesto que esto parece no servir para vencer la incredulidad de los discípulos, el Evangelio dice también una cosa interesante: era tanta la alegría que tenían dentro que esta alegría no podían creerla: «¡No puede ser! ¡No puede ser así! ¡Tanta alegría no es posible!». Y Jesús, para convercerles, les dice: «¿Tenéis aquí algo de comer?» (v. 41). Ellos le ofrecen un pez asado; Jesús lo toma y lo come frente a ellos, para convencerles.
La insistencia de Jesús en la realidad de su Resurrección ilumina la perspectiva cristiana sobre el cuerpo: el cuerpo no es un obstáculo o una prisión del alma. El cuerpo está creado por Dios y el hombre no está completo sino es una unión de cuerpo y alma. Jesús, que venció a la muerte y resucitó en cuerpo y alma, nos hace entender que debemos tener una idea positiva de nuestro cuerpo. Este puede convertirse en una ocasión o en un instrumento de pecado, pero el pecado no está provocado por el cuerpo, sino por nuestra debilidad moral. El cuerpo es un regalo maravilloso de Dios, destinado, en unión con el alma, a expresar plenamente la imagen y semejanza de Él. Por lo tanto, estamos llamados a tener un gran respeto y cuidado de nuestro cuerpo y el de los demás. Cada ofensa o herida o violencia al cuerpo de nuestro prójimo, es un ultraje a Dios creador. Mi pensamiento va, en particular para los niños, las mujeres, los ancianos maltratados en el cuerpo.
En la carne de estas personas encontramos el cuerpo de Cristo. Cristo herido, burlado, calumniado, humillado, flagelado, crucificado... Jesús nos ha enseñado el amor. Un amor que, en su Resurrección demostró ser más poderoso que el pecado y que la muerte, y quiere salvar a todos aquellos que experimentan en su propio cuerpo las esclavitudes de nuestros tiempos. En un mundo donde prevalece la prepotencia contra los más débiles y el materialismo que sofoca el espíritu, el Evangelio de hoy nos llama a ser personas capaces de mirar profundamente, llenas de asombro y gran alegría por haber encontrado al Señor resucitado. Nos llama a ser personas que saben recoger y valorar la novedad de vida que Él siembra en la historia, para orientarla hacia los cielos nuevos y la tierra nueva. Que nos sostenga en este camino la Virgen María, a cuya materna intercesión nos encomendamos con confianza.
REGINA COELI, Plaza de San Pedro, Domingo 19 de abril de 2015
Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!
En las lecturas bíblicas de la liturgia de hoy resuena dos veces la palabra «testigos». La primera vez es en los labios de Pedro: él, después de la curación del paralítico ante la puerta del templo de Jerusalén, exclama: «Matasteis al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos, y nosotros somos testigos de ello» (Hch 3, 15). La segunda vez, en los labios de Jesús resucitado: Él, la tarde de Pascua, abre la mente de los discípulos al misterio de su muerte y resurrección y les dice: «Vosotros sois testigos de esto» (Lc 24, 48). Los apóstoles, que vieron con los propios ojos al Cristo resucitado, no podían callar su extraordinaria experiencia. Él se había mostrado a ellos para que la verdad de su resurrección llegara a todos mediante su testimonio. Y la Iglesia tiene la tarea de prolongar en el tiempo esta misión; cada bautizado está llamado a dar testimonio, con las palabras y con la vida, que Jesús ha resucitado, que Jesús está vivo y presente en medio de nosotros. Todos nosotros estamos llamados a dar testimonio de que Jesús está vivo.
Podemos preguntarnos: pero, ¿quién es el testigo? El testigo es uno que ha visto, que recuerda y cuenta. Ver, recordar y contar son los tres verbos que describen la identidad y la misión. El testigo es uno que ha visto, con ojo objetivo, ha visto una realidad, pero no con ojo indiferente; ha visto y se ha dejado involucrar por el acontecimiento. Por eso recuerda, no sólo porque sabe reconstruir de modo preciso los hechos sucedidos, sino también porque esos hechos le han hablado y él ha captado el sentido profundo. Entonces el testigo cuenta, no de manera fría y distante sino como uno que se ha dejado cuestionar y desde aquel día ha cambiado de vida. El testigo es uno que ha cambiado de vida.
El contenido del testimonio cristiano no es una teoría, no es una ideología o un complejo sistema de preceptos y prohibiciones o un moralismo, sino que es un mensaje de salvación, un acontecimiento concreto, es más, una Persona: es Cristo resucitado, viviente y único Salvador de todos. Él puede ser testimoniado por quienes han tenido una experiencia personal de Él, en la oración y en la Iglesia, a través de un camino que tiene su fundamento en el Bautismo, su alimento en la Eucaristía, su sello en la Confirmación, su continua conversión en la Penitencia. Gracias a este camino, siempre guiado por la Palabra de Dios, cada cristiano puede transformarse en testigo de Jesús resucitado. Y su testimonio es mucho más creíble cuando más transparenta un modo de vivir evangélico, gozoso, valiente, humilde, pacífico, misericordioso. En cambio, si el cristiano se deja llevar por las comodidades, las vanidades, el egoísmo, si se convierte en sordo y ciego ante la petición de «resurrección» de tantos hermanos, ¿cómo podrá comunicar a Jesús vivo, como podrá comunicar la potencia liberadora de Jesús vivo y su ternura infinita?
Que María, nuestra Madre, nos sostenga con su intercesión para que podamos convertirnos, con nuestros límites, pero con la gracia de la fe, en testigos del Señor resucitado, llevando a las personas que nos encontramos los dones pascuales de la alegría y de la paz.

Del Papa Benedicto XVI
REGINA CAELI, Domingo 22 de abril de 2012
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, tercer domingo de Pascua, encontramos en el Evangelio según san Lucas a Jesús resucitado que se presenta en medio de los discípulos (cf. Lc 24, 36), los cuales, incrédulos y aterrorizados, creían ver un espíritu (cf. Lc 24, 37). Romano Guardini escribe: «El Señor ha cambiado. Ya no vive como antes. Su existencia ... no es comprensible. Sin embargo, es corpórea, incluye... todo lo que vivió; el destino que atravesó, su pasión y su muerte. Todo es realidad. Aunque haya cambiado, sigue siendo una realidad tangible» (Il Signore. Meditazioni sulla persona e la vita di N.S. Gesù Cristo, Milán 1949, p. 433). Dado que la resurrección no borra los signos de la crucifixión, Jesús muestra sus manos y sus pies a los Apóstoles. Y para convencerlos les pide algo de comer. Así los discípulos «le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos» (Lc 24, 42-43). San Gregorio Magno comenta que «el pez asado al fuego no significa otra cosa que la pasión de Jesús, Mediador entre Dios y los hombres. De hecho, él se dignó esconderse en las aguas de la raza humana, aceptó ser atrapado por el lazo de nuestra muerte y fue como colocado en el fuego por los dolores sufridos en el tiempo de la pasión» (Hom. in Evang XXIV, 5: ccl 141, Turnhout, 1999, p. 201).
Gracias a estos signos muy realistas, los discípulos superan la duda inicial y se abren al don de la fe; y esta fe les permite entender lo que había sido escrito sobre Cristo «en la ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos» (Lc 24, 44). En efecto, leemos que Jesús «les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras y les dijo: "Así está escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se proclamará la conversión para el perdón de los pecados... Vosotros sois testigos"» (Lc 24, 45-48). El Salvador nos asegura su presencia real entre nosotros a través de la Palabra y de la Eucaristía. Por eso, como los discípulos de Emaús, que reconocieron a Jesús al partir el pan (cf. Lc 24, 35), así también nosotros encontramos al Señor en la celebración eucarística. Al respecto, santo Tomás de Aquino explica que «es necesario reconocer, de acuerdo con la fe católica, que Cristo todo está presente en este sacramento... porque la divinidad jamás abandonó el cuerpo que había asumido» (S. Th. III, q. 76, a. 1).
Queridos amigos, en el tiempo pascual la Iglesia suele administrar la primera Comunión a los niños. Por lo tanto, exhorto a los párrocos, a los padres y a los catequistas a preparar bien esta fiesta de la fe, con gran fervor, pero también con sobriedad. «Este día queda grabado en la memoria, con razón, como el primer momento en que... se percibe la importancia del encuentro personal con Jesús» (Exhort. ap. postsin. Sacramentum caritatis, 19). Que la Madre de Dios nos ayude a escuchar con atención la Palabra del Señor y a participar dignamente en la mesa del sacrificio eucarístico, para convertirnos en testigos de la nueva humanidad.
REGINA CAELI, III Domingo de Pascua 30 de abril de 2006
En el tiempo pascual la liturgia nos ofrece múltiples estímulos para fortalecer nuestra fe en Cristo resucitado. En este III domingo de Pascua, por ejemplo, san Lucas narra cómo los dos discípulos de Emaús, después de haberlo reconocido "al partir el pan", fueron llenos de alegría a Jerusalén para informar a los demás de lo que les había sucedido. Y precisamente mientras estaban hablando, el Señor mismo se apareció mostrando las manos y los pies con los signos de la pasión. Luego, ante el asombro y la incredulidad de los Apóstoles, Jesús les pidió pescado asado y lo comió delante de ellos (cf. Lc 24, 35-43). 
En este y en otros relatos se capta una invitación repetida a vencer la incredulidad y a creer en la resurrección de Cristo, porque sus discípulos están llamados a ser testigos precisamente de este acontecimiento extraordinario. La resurrección de Cristo es el dato central del cristianismo, verdad fundamental que es preciso reafirmar con vigor en todos los tiempos, puesto que negarla, como de diversos modos se ha intentado hacer y se sigue haciendo, o transformarla en un acontecimiento puramente espiritual, significa desvirtuar nuestra misma fe. "Si no resucitó Cristo -afirma san Pablo-, es vana nuestra predicación, es vana también vuestra fe" (1Co 15, 14). 
En los días que siguieron a la resurrección del Señor, los Apóstoles permanecieron reunidos, confortados por la presencia de María, y después de la Ascensión perseveraron, juntamente con ella, en oración a la espera de Pentecostés. La Virgen fue para ellos madre y maestra, papel que sigue desempeñando con respecto a los cristianos de todos los tiempos. Cada año, en el tiempo pascual, revivimos más intensamente esta experiencia y, tal vez precisamente por esto, la tradición popular ha consagrado a María el mes de mayo, que normalmente cae entre Pascua y Pentecostés. Por tanto, este mes, que comenzamos mañana, nos ayuda a redescubrir la función materna que ella desempeña en nuestra vida, a fin de que seamos siempre discípulos dóciles y testigos valientes del Señor resucitado. 
A María le encomendamos las necesidades de la Iglesia y del mundo entero, especialmente en este momento lleno de sombras. Invocando también la intercesión de san José, a quien mañana recordaremos de modo particular con el pensamiento proyectado al mundo del trabajo, nos dirigimos a ella con la oración del Regina caeli, plegaria que nos hace gustar la alegría confortadora de la presencia de Cristo resucitado.

DIRECTORIO HOMILÉTICO
Ap. I. La homilía y el Catecismo de la Iglesia Católica.
Ciclo B. Tercer domingo de Pascua
La Eucaristía y la experiencia de los discípulos en Emaús
1346
La liturgia de la Eucaristía se desarrolla conforme a una estructura fundamental que se ha conservado a través de los siglos hasta nosotros. Comprende dos grandes momentos que forman una unidad básica:
- La reunión, la liturgia de la Palabra, con las lecturas, la homilía y la oración universal;
- la liturgia eucarística, con la presentación del pan y del vino, la acción de gracias consecratoria y la comunión.
Liturgia de la Palabra y Liturgia eucarística constituyen juntas "un solo acto de culto" (SC 56); en efecto, la mesa preparada para nosotros en la Eucaristía es a la vez la de la Palabra de Dios y la del Cuerpo del Señor (cf. DV 21).
1347 He aquí el mismo dinamismo del banquete pascual de Jesús resucitado con sus discípulos: en el camino les explicaba las Escrituras, luego, sentándose a la mesa con ellos, "tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo dio" (cf Lc 24, 13-35).
Los Apóstoles y los discípulos dan testimonio de la Resurrección
642
Todo lo que sucedió en estas jornadas pascuales compromete a cada uno de los Apóstoles -y a Pedro en particular- en la construcción de la era nueva que comenzó en la mañana de Pascua. Como testigos del Resucitado, los apóstoles son las piedras de fundación de su Iglesia. La fe de la primera comunidad de creyentes se funda en el testimonio de hombres concretos, conocidos de los cristianos y, para la mayoría, viviendo entre ellos todavía. Estos "testigos de la Resurrección de Cristo" (cf. Hch 1, 22) son ante todo Pedro y los Doce, pero no solamente ellos: Pablo habla claramente de más de quinientas personas a las que se apareció Jesús en una sola vez, además de Santiago y de todos los apóstoles (cf. 1Co 15, 4-8).
643 Ante estos testimonios es imposible interpretar la Resurrección de Cristo fuera del orden físico, y no reconocerlo como un hecho histórico. Sabemos por los hechos que la fe de los discípulos fue sometida a la prueba radical de la pasión y de la muerte en cruz de su Maestro, anunciada por él de antemano(cf. Lc 22, 31-32). La sacudida provocada por la pasión fue tan grande que los discípulos (por lo menos, algunos de ellos) no creyeron tan pronto en la noticia de la resurrección. Los evangelios, lejos de mostrarnos una comunidad arrobada por una exaltación mística, los evangelios nos presentan a los discípulos abatidos ("la cara sombría": Lc 24, 17) y asustados (cf. Jn 20, 19). Por eso no creyeron a las santas mujeres que regresaban del sepulcro y "sus palabras les parecían como desatinos" (Lc 24, 11; cf. Mc 16, 11. 13). Cuando Jesús se manifiesta a los once en la tarde de Pascua "les echó en cara su incredulidad y su dureza de cabeza por no haber creído a quienes le habían visto resucitado" (Mc 16, 14).
644 Tan imposible les parece la cosa que, incluso puestos ante la realidad de Jesús resucitado, los discípulos dudan todavía (cf. Lc 24, 38): creen ver un espíritu (cf. Lc 24, 39). "No acaban de creerlo a causa de la alegría y estaban asombrados" (Lc 24, 41). Tomás conocerá la misma prueba de la duda (cf. Jn 20, 24-27) y, en su última aparición en Galilea referida por Mateo, "algunos sin embargo dudaron" (Mt 28, 17). Por esto la hipótesis según la cual la resurrección habría sido un "producto" de la fe (o de la credulidad) de los apóstoles no tiene consistencia. Muy al contrario, su fe en la Resurrección nació - bajo la acción de la gracia divina - de la experiencia directa de la realidad de Jesús resucitado.
857 La Iglesia es apostólica porque está fundada sobre los apóstoles, y esto en un triple sentido:
- Fue y permanece edificada sobre "el fundamento de los apóstoles" (Ef 2, 20; Hch 21, 14), testigos escogidos y enviados en misión por el mismo Cristo (cf Mt 28, 16-20; Hch 1, 8; 1Co 9, 1; 1Co 15, 7-8; Ga 1, l; etc.).
- Guarda y transmite, con la ayuda del Espíritu Santo que habita en ella, la enseñanza (cf Hch 2, 42), el buen depósito, las sanas palabras oídas a los apóstoles (cf 2Tm 1, 13-14).
- Sigue siendo enseñada, santificada y dirigida por los apóstoles hasta la vuelta de Cristo gracias a aquellos que les suceden en su ministerio pastoral: el colegio de los obispos, "a los que asisten los presbíteros juntamente con el sucesor de Pedro y Sumo Pastor de la Iglesia" (AG 5):
Porque no abandonas nunca a tu rebaño, sino que, por medio de los santos pastores, lo proteges y conservas, y quieres que tenga siempre por guía la palabra de aquellos mismos pastores a quienes tu Hijo dio la misión de anunciar el Evangelio (MR, Prefacio de los apóstoles).
995 Ser testigo de Cristo es ser "testigo de su Resurrección" (Hch 1, 22; cf. Hch 4, 33), "haber comido y bebido con El después de su Resurrección de entre los muertos" (Hch 10, 41). La esperanza cristiana en la resurrección está totalmente marcada por los encuentros con Cristo resucitado. Nosotros resucitaremos como El, con El, por El.
996 Desde el principio, la fe cristiana en la resurrección ha encontrado incomprensiones y oposiciones (cf. Hch 17, 32; 1Co 15, 12-13). "En ningún punto la fe cristiana encue ntra más contradicción que en la resurrección de la carne" (San Agustín, psal. 88, 2, 5). Se acepta muy comúnmente que, después de la muerte, la vida de la persona humana continúa de una forma espiritual. Pero ¿cómo creer que este cuerpo tan manifiestamente mortal pueda resucitar a la vida eterna?
Cristo, la llave para interpretar las Escrituras
102
A través de todas las palabras de la Sagrada Escritura, Dios dice sólo una palabra, su Verbo único, en quien él se dice en plenitud (cf. Hb 1, 1-3):
Recordad que es una misma Palabra de Dios la que se extiende en todas las escrituras, que es un mismo Verbo que resuena en la boca de todos los escritores sagrados, el que, siendo al comienzo Dios junto a Dios, no necesita sílabas porque no está sometido al tiempo (S. Agustín, Psal. 103, 4, 1).
"Muerto por nuestros pecados según las Escrituras"
601
Este designio divino de salvación a través de la muerte del "Siervo, el Justo" (Is 53, 11;cf. Hch 3, 14) había sido anunciado antes en la Escritura como un misterio de redención universal, es decir, de rescate que libera a los hombres de la esclavitud del pecado (cf. Is 53, 11-12; Jn 8, 34-36). S. Pablo profesa en una confesión de fe que dice haber "recibido" (1Co 15, 3) que "Cristo ha muerto por nuestros pecados según las Escrituras" (ibidem: cf. también Hch 3, 18; Hch 7, 52; Hch 13, 29; Hch 26, 22-23). La muerte redentora de Jesús cumple, en particular, la profecía del Siervo doliente (cf. Is 53, 7-8 y Hch 8, 32-35). Jesús mismo presentó el sentido de su vida y de su muerte a la luz del Siervo doliente (cf. Mt 20, 28). Después de su Resurrección dio esta interpretación de las Escrituras a los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 25-27), luego a los propios apóstoles (cf. Lc 24, 44-45).
En el centro de la catequesis: Cristo
426
"En el centro de la catequesis encontramos esencialmente una Persona, la de Jesús de Nazaret, Unigénito del Padre, que ha sufrido y ha muerto por nosotros y que ahora, resucitado, vive para siempre con nosotros… Catequizar es … descubrir en la Persona de Cristo el designio eterno de Dios… Se trata de procurar comprender el significado de los gestos y de las palabras de Cristo, los signos realizados por El mismo" (CT 5). El fin de la catequesis: "conducir a la comunión con Jesucristo: sólo El puede conducirnos al amor del Padre en el Espíritu y hacernos partícipes de la vida de la Santísima Trinidad". (ibid.).
427 "En la catequesis lo que se enseña es a Cristo, el Verbo encarnado e Hijo de Dios y todo lo demás en referencia a El; el único que enseña es Cristo, y cualquier otro lo hace en la medida en que es portavoz suyo, permitiendo que Cristo enseñe por su boca… Todo catequista debería poder aplicarse a sí mismo la misteriosa palabra de Jesús: 'Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado' (Jn 7, 16)" (ibid. , 6)
428 El que está llamado a "enseñar a Cristo" debe por tanto, ante todo, buscar esta "ganancia sublime que es el conocimiento de Cristo"; es necesario "aceptar perder todas las cosas … para ganar a Cristo, y ser hallado en él" y "conocerle a él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos" (Flp 3, 8-11).
429 De este conocimiento amoroso de Cristo es de donde brota el deseo de anunciarlo, de "evangelizar", y de llevar a otros al "sí" de la fe en Jesucristo. Y al mismo tiempo se hace sentir la necesidad de conocer siempre mejor esta fe. Con este fin, siguiendo el orden del Símbolo de la fe, presentaremos en primer lugar los principales títulos de Jesús: Cristo, Hijo de Dios, Señor (Artículo 2). El Símbolo confiesa a continuación los principales misterios de la vida de Cristo: los de su encarnación (Artículo 3), los de su Pascua (Artículos 4 y 5), y, por último, los de su glorificación (Artículos 6 y 7).
2763 Toda la Escritura (la Ley, los Profetas, y los Salmos) se cumplen en Cristo (cf Lc 24, 44). El evangelio es esta "Buena Nueva". Su primer anuncio está resumido por San Mateo en el Sermón de la Montaña (cf. Mt 5-7). Pues bien, la oración del Padre Nuestro está en el centro de este anuncio. En este contexto se aclara cada una de las peticiones de la oración que nos dio el Señor:
"La oración dominical es la más perfecta de las oraciones… En ella, no sólo pedimos todo lo que podemos desear con rectitud, sino además según el orden en que conviene desearlo. De modo que esta oración no sólo nos enseña a pedir, sino que también forma toda nuestra afectividad" (Santo Tomás de A., s. th. 2-2. 83, 9).
Cristo, nuestro abogado en el cielo
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Toda la riqueza de Cristo "es para todo hombre y constituye el bien de cada uno" (RH 11). Cristo no vivió su vida para sí mismo, sino para nosotros, desde su Encarnación "por nosotros los hombres y por nuestra salvación" hasta su muerte "por nuestros pecados" (1Co 15, 3) y en su Resurrección para nuestra justificación (Rm 4, 25). Todavía ahora, es "nuestro abogado cerca del Padre" (1Jn 2, 1), "estando siempre vivo para interceder en nuestro favor" (Hb 7, 25). Con todo lo que vivió y sufrió por nosotros de una vez por todas, permanece presente para siempre "ante el acatamiento de Dios en favor nuestro" (Hb 9, 24).
662 "Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí"(Jn 12, 32). La elevación en la Cruz significa y anuncia la elevación en la Ascensión al cielo. Es su comienzo. Jesucristo, el único Sacerdote de la Alianza nueva y eterna, no "penetró en un Santuario hecho por mano de hombre, … sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro" (Hb 9, 24). En el cielo, Cristo ejerce permanentemente su sacerdocio. "De ahí que pueda salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor"(Hb 7, 25). Como "Sumo Sacerdote de los bienes futuros"(Hb 9, 11), es el centro y el oficiante principal de la liturgia que honra al Padre en los cielos (cf. Ap 4, 6-11).
1137 El Apocalipsis de S. Juan, leído en la liturgia de la Iglesia, nos revela primeramente que "un trono estaba erigido en el cielo y Uno sentado en el trono" (Ap 4, 2): "el Señor Dios" (Is 6, 1; cf Ez 1, 26-28). Luego revela al Cordero, "inmolado y de pie" (Ap 5, 6; cf Jn 1, 29): Cristo crucificado y resucitado, el único Sumo Sacerdote del santuario verdadero (cf Hb 4, 14-15; Hb 10, 19-21; etc), el mismo "que ofrece y que es ofrecido, que da y que es dado" (Liturgia de San Juan Crisóstomo, Anáfora). Y por último, revela "el río de Vida que brota del trono de Dios y del Cordero" (Ap 22, 1), uno de los más bellos símbolos del Espíritu Santo (cf Jn 4, 10-14; Ap 21, 6).


Monición al Credo
Se dice CredoPuede introducirse con la siguiente monición.
Al recitar el Credo, proclamemos con gozo el Misterio pascual, que es el núcleo de nuestra fe.

Oración de los fieles
Año B

Oremos a Dios Padre, por Jesucristo, su Hijo, vida nuestra.
- Por la Iglesia, que sufre, que lucha, que espera, para que aparezca en ella la vid nueva de Jesús resucitado. Roguemos al Señor.
- Por los que se encuentran en camino y todavía no han llegado a la fe, para que descubran al Señor Jesús caminando junto a ellos, compartiendo su mismo pan, y sus corazones se llenen de alegría. Roguemos al Señor.
- Por nosotros reunidos aquí en el nombre de Cristo, comensales suyos, para que encienda nuestro corazón con su Palabra y nos haga comprender el sentido actual que tienen su muerte y su resurrección en nuestra vida. Roguemos al Señor.
Haz brillar sobre nosotros, Señor, el resplandor de tu rostro, tú, que resucitaste a tu Hijo de entre los muertos. Te lo pedimos por Jesucristo, nuestro Señor.

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