ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS SACERDOTES, RELIGIOSOS, RELIGIOSAS Y SEMINARISTAS
Catedral de Bérgamo, Domingo 26 de abril de 1981
A LOS SACERDOTES, RELIGIOSOS, RELIGIOSAS Y SEMINARISTAS
Catedral de Bérgamo, Domingo 26 de abril de 1981
¡Amadísimos sacerdotes y religiosos, de la diócesis de Bérgamo!
1. No sólo desde hoy, ni desde el tiempo de mi servicio en la Cátedra de Pedro, sino desde hace muchos años he oído hablar bien del clero de la Iglesia de Bérgamo: un clero selecto y celoso, un clero bueno, fiel y siempre cercano a su gente.
Volviendo de Sotto il Monte, tengo aún en los ojos la visión del ambiente natural y humano en que nació y recibió la primera educación el futuro Juan XXIII, de siempre venerada memoria, y allí he visto con toda claridad la sensación de cómo es la población de esta noble tierra. Y a la calidad de la gente —he pensado— corresponde la del clero. En los años de aquel pontificado luminoso puedo imaginar cómo era este clero; y ese conocimiento ha tenido esta mañana, y la tiene ahora, la confirmación más segura.
El mío no es, pues, sólo un elogio, sino más bien un justo y gozoso reconocimiento, que sugiere a vosotros mismos y a mí el deber de dar gracias al Señor: Benedicamus Domino!
2. Sí, nosotros debemos siempre dar gracias al Señor por lo que nos ha concedido: el nacimiento en un ambiente de escogidas tradiciones cristianas, de sólida laboriosidad, de innata honradez; la sagrada vocación al sacerdocio o a la vida consagrada; los altos ejemplos de tantos educadores y pastores, entre los cuales figura el primero el amabilísimo "Pater noster Joannes". Y demos gracias al Señor —vosotros y yo— también por la "gracia" del encuentro de hoy. Habiendo venido a visitar la tierra natal de este mi predecesor, cuya figura y herencia he querido recordar, junto con Pablo VI y Juan Pablo I, incluso tomando el nombre (cf. Redemptor hominis, 2), considero esta asamblea como un momento privilegiado de comunión eclesial.
También vosotros, por vuestra parte, advertís su carácter providencial: nosotros realizamos "hic et nunc", con plena validez y eficacia, por la identidad de la fe y por la fuerza cohesiva de la caridad, esa comunión en la que se expresa la Iglesia. Por tanto, podemos repetir una vez más: Benedicamus Domino!
3. Nuestro encuentro es una ocasión de reflexión y de oración. Sabéis bien que, por una ley psicológica, es oportuno y saludable hacer de vez en cuando una pausa en nuestro ministerio pastoral. Esto sirve para ver mejor las cosas; sirve para pensar y decidir; sirve para volver a tomar vigor. Y no nos falta al respecto materia, que es por lo demás abundante y comprometedora; tan amplia es la dimensión de nuestro sacerdocio, tan diferenciados son los "deberes de estado" que él implica, tan numerosos los problemas de "identidad personal" y de carácter apostólico que están ante nosotros, tan urgentes las esperas no sólo de los fieles que frecuentan nuestras iglesias, sino también de aquellos que están lejos o se declaran ajenos a la fe. Para sintonizar mejor con la realidad, es decir, con vuestra más auténtica identidad de "ministros de Cristo y administradores de los misterios de Dios" (1 Cor 4, 1), y con las necesidades religiosas del tiempo presente. Este es, en efecto, el cuadro de fondo que debe siempre tener presente el sacerdote.
Hoy está muy difundida la sensación —y es superfluo poner de relieve su fundamento real— de que muchas cosas están cambiando, como ya muchas otras han cambiado dentro y fuera de nosotros. Los que, entre nosotros, ya tienen una edad avanzada y ya ven en la lejanía el día de su ordenación sacerdotal, advierten el fenómeno aún mejor que los demás. Es natural, por tanto, que uno se pregunte quiénes somos nosotros y cuál es la tarea que primariamente nos concierne en el contexto del mundo moderno.
4. Nosotros somos lo que hemos sido siempre: y con esto quiero decir que debemos permanecer como nos ha querido y nos quiere Cristo Señor. Somos personas sobre las que El ha puesto su mirada de elección y de predilección, a las cuales ha concedido esa arcana y estupefaciente capacidad de ser "pescadores de hombres" (cf. Mt 4, 19) con los derivados y específicos poderes de santificarles, de amaestrarles, de guiarles a la salvación. Al variar la atmósfera ambiental es necesario tener firmes estos puntos fuertes, para centrar y resolver bien el aludido problema de identidad y, con él, el del ministerio que es nuestro. Dotados de una típica conformación a Cristo-Sacerdote, nosotros somos partícipes y colaboradores de su misma misión salvífica.
Pero hay más: a pesar del aludido cambio socio-cultural, no ha cambiado la demanda espiritual. Basta mirar a los hombres de nuestro tiempo, entre los cuales hemos sido elegidos y para los cuales estamos constituidos en las cosas que conciernen a Dios (cf. Heb 5, 1); basta mirar a los jóvenes de las nuevas generaciones, que serán los protagonistas del mañana. De esto se deduce un dato muy importante, que merece la máxima atención: si el mundo que nos rodea está cambiando rápida y radicalmente, las necesidades de orden espiritual se han, diría, dilatado y han aumentado proporcionalmente. Por tal razón mi palabra es una fraternal e insistente exhortación a la confianza y a la acción.
El Papa presente entre vosotros os repite en nombre y con la autoridad que le ha concedido, en Pedro, Jesús Salvador: Nolite timere! (Mt 14, 27; Me 6, 50; Le 12, 32; 24, 30). No dudéis nunca, queridos hermanos, de vuestro sacerdocio, no perdáis jamás la confianza en la "consistencia" de vuestra misión. La cotidiana y generosa profesión de la fe —Yo creo en ti. Señor, que me has querido tu sacerdote y continuador de tu misión— debe infundiros la cotidiana y firme confianza para permanecer en vuestro puesto, para refrescar las energías en las fuentes inagotables de la gracia, para resistir a la tentación del desaliento y el abandono. Ego sum: nolite timere! (Lc 4, 36, ss.). Volved a pensar, volvamos a pensar en la lección del Evangelio de hoy, II domingo de Pascua: la entrada de Jesús en el Cenáculo fue para los Apóstoles, allí reunidos y amedrentados, propter metum Iudaeorum (Jn 20. 19), fuente de paz, de alegría, de valentía y de renovada confianza. Que por su ayuda también mi presencia de hoy entre vosotros pueda ser portadora de estos valiosos y corroborantes dones pascuales.
5. El hecho de las transformaciones que se registran en la sociedad moderna y que son, al menos en parte, irreversibles, se presta a una segunda consideración también muy importante, y a mí me urge exponerla aquí ante vosotros para sacar de ella una nueva palabra de exhortación. Me la sugiere el mismo Papa Juan. ¿No es él el primero que ha inculcado en la Iglesia la idea del necesario "aggiornamento"! Cuántas veces recurrió a este término o a expresiones equivalentes para hacernos ver a nosotros, sacerdotes y pastores, la oportunidad y la conveniencia de adaptar prudentemente y al mismo tiempo con valentía, a causa del cambio de la situación, los métodos y las formas, el lenguaje y el estilo y, se diría, la táctica y la técnica de nuestra acción pastoral (cf. Discorsi, Messaggi e Colloqui del Santo Padre Giovanni XXIII: vol I, pág. 132; vol. IV, págs. 515, 585, 818; vol V, págs. 56, 128).
Gracias a él, "aggiornamento" se convirtió en una palabra-clave, que luego fue tomada fielmente por el Concilio Vaticano II, consignada en sus documentos oficiales (cf; por ejemplo, Sacrosanctum Concilium, 21. 23; Optatam totius, 17. 22; Perfectae caritatis, 2-3. 7-9; Gravissimum educationis, 8), recomendada como un medio para garantizar, con la indispensable ayuda de la gracia de Dios, "que da el crecimiento" (cf. 1 Cor 3, 7), la real eficacia a la acción de la Iglesia.
Por tanto, es necesario ponerse al día con cautelosa ponderación, sin comprometer nunca lo que es y debe permanecer intangible, es decir, el patrimonio de la fe, la herencia de la tradición o la observancia de la disciplina eclesiástica. Pero también se necesita valor, innovando según las nuevas exigencias pastorales, buscando y probando métodos nuevos, poniendo en movimiento esa inventiva y esa genialidad que bien corresponden a la naturaleza de la pastoral, que no es una árida ciencia de mesa, sino ante todo y sobre todo es el arte que nos guía a acercarnos a las almas de nuestros hermanos. Ars est artium regimen animarum, nos recuerda San Gregorio Magno en su Regla Pastoral (PL, tom. 77, col. 14).
He aquí, queridos hermanos, que esta misma palabra, "aggiornamento", la repito ahora ante vosotros con la apertura de corazón del Papa vuestro paisano, confiando mucho, como él, en vuestro celo, e indicándoos los posibles campos de aplicación, hacia dónde este esfuerzo de adaptación podrá dirigirse provechosamente: desde la catequesis parroquial, familiar, escolar, en orden a un anuncio intenso de la Palabra de Dios, hasta la administración ejemplar de los santos sacramentos; desde el cuidado preferencia! de los pobres, a la asistencia espiritual de los enfermos; de la necesaria presencia, también pública, en defensa de la vida, de la libertad, de la justicia y del trabajo, a la tutela concreta de quien en la vida, en la libertad, en la justicia, en el trabajo está amenazado.
6. Hay otro punto sobre el que quiero detenerme, y es la relación cada vez más estrecha que debe existir en el seno del presbiterio diocesano. En cada Iglesia local, los sacerdotes entre sí, los sacerdotes con su obispo, como forman por las razones arriba mencionadas una unidad objetiva y efectiva, así también, por la frecuencia de las relaciones de mutua colaboración cotidiana, deben asimismo desarrollarla y acrecentarla, hasta el punto de convertirla en una unidad subjetiva y afectiva. Es cosa grande, cosa sublime, es cosa inviolable la profunda unidad que liga al obispo y a sus sacerdotes. Cuando es auténtica, entonces ciertos problemas encuentran inmediata solución, entonces no hay necesidad de mandar in virtute sanctae oboedientiae o hacer imposiciones ex autoritate, entonces no se está esperando o sutilizando sobre el orden de las competencias, sino que se va y se corre allí donde haya un alma que encontrar, que consolar, que salvar. La unidad es el presupuesto de una generosidad a toda prueba en el ejercicio del sagrado ministerio;: la unidad favorece la más rápida disponibilidad.
Yo deseo que no se resquebraje nunca entre vosotros los apretados vínculos de tal unidad, sino más bien que ésta se consolide en una atmósfera de elevada espiritualidad y contribuya de tal manera a la edificación misma de todo el Pueblo de Dios. Dice el mártir Ignacio a los fieles de la Iglesia de Efeso: "Vuestro presbiterio, digno de Dios, está tan de acuerdo con el obispo, como las cuerdas lo están con la cítara" (IV, 1). El acuerdo es necesario, porque —explica el Santo— el pensamiento del obispo se inspira en el pensamiento de Jesucristo, y éste en el pensamiento mismo del Padre (ib., III, 2). Mi deseo sincero, por tanto, es que en la Iglesia de Bérgamo esta ideal consonancia, tan armónica y armoniosa en el pasado entre las selectas falanges de tantos sacerdotes y las inolvidables figuras de insignes obispos, desde San Gregorio Barbarigo a mons. Pier Luigi Speranza, desde mons. Giacomo Radini-Tedeschi a mons. Adriano Bernareggi, continúe aún hoy entre vosotros y en vosotros, ofreciendo positivo y confortante testimonio a vuestros fieles.
7. Veo entre vosotros no pocas religiosas y también a los jóvenes del seminario. A ellos igualmente dirijo una especial palabra de saludo y de aliento.
¿Quién no sabe cuál y cuánto es la aportación de las religiosas en la actividad pastoral y en la animación eclesial moderna? Si han sido justamente abiertos los campos del apostolado a los laicos más sensibles y generosos, es mucho más amplio el ámbito en que son llamadas a actuar estas nuestras hermanas, en quienes el carisma de la especial vocación religiosa, el consiguiente vínculo de los votos pronunciados por ellas, el innato espíritu de comprensión y las otras dotes de su feminidad actúan conjuntamente, determinando un potente impulso que puede llegar, y efectivamente llega, a todos los sectores en los que la Iglesia está comprometida responsablemente. Esto lo afirmo mucho más de buen grado aquí en Bérgamo, porque conozco el gran impulso que ha dado a la expansión de la vida religiosa esta tierra fértil, que sólo en el siglo pasado vio florecer en sí misma tantos nuevos institutos. Dirijo un especial pensamiento a las monjas de clausura, que, fieles a su particular vocación, están presentes espiritualmente con su oración y con su caridad.
Queridas religiosas: Sea cual sea el modo o la forma en que se ejerce vuestro servicio apostólico —la oración en el recogimiento del claustro, la cátedra de la enseñanza, el lecho o la sala del hospital, la asistencia de carácter social, la causa de la buena prensa o de otros medios de comunicación—, dondequiera que os encontréis, sabed siempre mantener despierta la conciencia de la "confluencia eclesial" de vuestro ser y de vuestra función. Vosotras sois fuerzas vivas de la Iglesia y en la Iglesia: ¡Lo sabéis, lo queréis, debéis serlo! Y lo sois porque así os quiere el Señor, que os ha llamado. Sed, pues, protagonistas de su Evangelio: sed como las vírgenes sabias y vigilantes de la parábola, con la lámpara en la mano siempre abastecida de ese aceite que sirve para iluminar, también a los otros hermanos, el camino hacia el Espíritu celestial (cf. Mt 25, 1-13).
8. En cuanto a vosotros, jóvenes que en el seminario diocesano estáis reflexionando sobre vuestra vocación, quiero dejaros una indicación de esperanza y de confianza. Madurad en el recogimiento y en la oración la elección que vais a hacer y que, inevitablemente, deberéis hacer con respecto a vuestro futuro: si la voz del Señor resuena en lo íntimo de vuestro corazón, quered escucharla: "Escuchad hoy su voz: No endurezcáis vuestro corazón" (Sal 94, 8). El que estáis viviendo es el período de vuestra formación, y puede ser definido como el período de la escucha de la voz de Dios. Es necesario prestar atención a esta voz para entenderla bien, para aferrar todos los matices y captar todas las resonancias. ¿A qué os llama? Seguramente os llama a la vida cristiana según esa medida de plenitud que el Señor ofrece a todos: "Yo he venido para que tengan vida, y la tengan abundante" (Jn 10, 10). Pero probablemente os llama a una participación más directa en su misión salvífica: "Ya no os llamo siervos (...), pero os digo amigos" (Jn 15, 15). Y si es así en vuestro caso, ¿cómo tomarse la responsabilidad de una negativa? ¿Quién se atrevería a decir que no al Señor que llama?
Nadie puede permitirse equivocar el camino de su vida.
Por tanto, queridos jóvenes, reflexionad bien, rezad para tener la luz necesaria para vuestra elección y, hecha la elección, rezad todavía más para tener la fuerza de perseverar, caminando siempre "de manera digna del Señor, procurando serle gratos en todo" (Col 1, 10).
Y mirad siempre hacia arriba: mirad a Cristo que del sacerdocio es, al mismo tiempo, el autor, el dador, el ejemplar absoluto. De El obtendréis la satisfacción y el gusto de seguirlo y de servirlo en las almas. Mirad hacia arriba, como supo hacer desde los años de su lozana juventud vuestro y nuestro Papa Juan. "Debo convencerme siempre —escribía tras un curso de ejercicios espirituales en 1898— de esta gran verdad: Jesús de mí, seminarista Angelo Roncalli, no quiere sólo una virtud mediocre, sino máxima: no está contento conmigo hasta que no me haga o por lo menos no me empeñe con toda mi fuerza en hacerme santo" (Diario del alma).
Son palabras antiguas, pero aún hoy válidas y actuales no sólo para vosotros, alumnos del seminario de Bérgamo, sino, que, siendo permanente el ideal de la santidad que proponen, son actuales y válidas también para todos vosotros, sacerdotes y religiosos aquí presentes. Como tales he querido volverlas a leer públicamente, como aliento, testimonio y recuerdo.
Con mi confortadora bendición apostólica.
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