ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL CLERO Y A LOS RELIGIOSOS EN LA CATEDRAL DE TOKIO
Lunes 23 de febrero de 1981
Quiero dirigir ahora mis pensamientos a los religiosos que se afanan por llevar a cabo el alto ideal de seguir a Cristo más de cerca en castidad, pobreza y obediencia. Más tarde tendré también la oportunidad de dirigirme a las religiosas de Japón.
Queridos hermanos: Vuestra unión con Cristo, que comenzó en el bautismo y que ha sido fortalecida por medio de vuestra consagración religiosa, lleva consigo una especial unión con la Iglesia. Vosotros participáis más plenamente del misterio de su vida y estáis comprometidos más profundamente con su misión en el mundo. Consciente de esta dimensión eclesial de la vida religiosa, os repito lo que escribí en mi primera Encíclica: "El cometido fundamental de la Iglesia en todas las épocas, y particularmente en la nuestra, es dirigir la mirada del hombre, orientar la conciencia y la experiencia de toda la humanidad hacia el misterio de Cristo, ayudar a todos los hombres a tener familiaridad con la profundidad de la redención, que se realiza en Cristo Jesús" (Redemptor hominis, 10).
Vuestras vidas consagradas a Cristo por medio de los consejos evangélicos pueden elevar las conciencias y los corazones de nuestra generación hacia el único que es Santo, el único que es el Hacedor y el Salvador de todo. Siendo alegres mensajeros de la verdad, servidores generosos de los necesitados y hombres de oración animados por una profunda confianza en el Señor, vosotros eleváis la mirada de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Hacéis que sus ojos se eleven con esperanza. Les ayudáis a descubrir que es realmente posible "correr por las alturas" (cf. Hab 3, 19), entrar en comunión de amor con Dios y conversar con El.
Quiero dirigir un mensaje especial a los sacerdotes aquí presentes, tanto diocesanos como religiosos. El corazón del ministerio sacerdotal es proclamar el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, una proclamación que alcanza su culmen y su meta en la celebración de la Eucaristía. Estando comprometidos en esta misión vital de la Iglesia, os pido que prestéis una particular atención a un punto que recogí en mi reciente Encíclica: "La Iglesia vive una vida auténtica, cuando profesa y proclama la misericordia, el atributo más estupendo del Creador y del Redentor" (Dives in misericordia, 13).
Que cada una de vuestras palabras y vuestras acciones sean un testimonio elocuente de nuestro Dios que es rico en misericordia. Que vuestros sermones inspiren esperanza en la misericordia del Redentor. Que el modo en que celebréis el sacramento de la penitencia ayude a todos a experimentar de modo único el amor misericordioso de Dios, que es más fuerte que el pecado. Y que vuestra bondad personal y amor pastoral ayuden a todos aquellos que se encuentren con vosotros, a descubrir al Padre misericordioso, que está siempre dispuesto a perdonar.
Que también, mis hermanos sacerdotes, estéis siempre unidos entre vosotros y con vuestros obispos. Como Ignacio de Antioquía escribió a Policarpo: "Que la unidad, el mayor de todos los bienes, sea objeto de tu preocupación". La unidad dentro del presbiterio no es algo que carezca de importancia para nuestra vida y servicio sacerdotales. Al contrario, se trata de una parte integrante de la predicación del Evangelio, y simboliza la auténtica finalidad de nuestro ministerio: realizar la unidad con la Santísima Trinidad y fomentar la hermandad entre todos los pueblos. Por esto, el mismo celo que nos impulsa a servir a nuestro pueblo, ha de inspirarnos también para estar unidos entre nosotros. Recordad cómo el deseo de unidad de Jesús le llevó a orar en la última Cena: "Para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, para que también ellos sean en nosotros y el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17, 21).
Por tanto os exhorto con las palabras de San Pablo: "Amaos los unos a los otros con amor fraternal" (Rom 12, 10). Que en medio de vuestras tareas pastorales encontréis ocasiones para orar juntos, para ofreceros unos a otros hospitalidad, para animaros unos a otros en el trabajo del Señor. Tened una particular preocupación por aquellos hermanos vuestros que se encuentran solos, enfermos o aplastados bajo el peso de la vida. Como "colaboradores en la verdad" (cf. 3 Jn 8), ayudad a vuestros hermanos los sacerdotes en esta gran tarea nuestra: la proclamación del amor misericordioso de Dios que se ha hecho visible en Cristo Jesús, nuestro Señor.
4. Al expresar mi amor y mi aprecio por todos los sacerdotes y hermanos presentes aquí, quiero añadir un saludo como expresión de mi particular aprecio por la contribución de los misioneros a la Iglesia en Japón. Gracias a la labor generosa de vuestros predecesores, la Iglesia se ha implantado en esta tierra, e incluso vuestro fiel ministerio continúa siendo un servicio efectivo a la causa del Evangelio. Estad seguros de que toda la Iglesia tiene en gran estima vuestra vocación misionera y la de todos los demás misioneros del mundo. Renovad en este día vuestra confianza en Jesucristo y vuestro compromiso en favor de la gloria de su santo nombre.
¡A todos los que os halláis reunidos en esta catedral os digo: "La gracia y la paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo" ( 1 Cor 1, 3).
AL CLERO Y A LOS RELIGIOSOS EN LA CATEDRAL DE TOKIO
Lunes 23 de febrero de 1981
Quiero dirigir ahora mis pensamientos a los religiosos que se afanan por llevar a cabo el alto ideal de seguir a Cristo más de cerca en castidad, pobreza y obediencia. Más tarde tendré también la oportunidad de dirigirme a las religiosas de Japón.
Queridos hermanos: Vuestra unión con Cristo, que comenzó en el bautismo y que ha sido fortalecida por medio de vuestra consagración religiosa, lleva consigo una especial unión con la Iglesia. Vosotros participáis más plenamente del misterio de su vida y estáis comprometidos más profundamente con su misión en el mundo. Consciente de esta dimensión eclesial de la vida religiosa, os repito lo que escribí en mi primera Encíclica: "El cometido fundamental de la Iglesia en todas las épocas, y particularmente en la nuestra, es dirigir la mirada del hombre, orientar la conciencia y la experiencia de toda la humanidad hacia el misterio de Cristo, ayudar a todos los hombres a tener familiaridad con la profundidad de la redención, que se realiza en Cristo Jesús" (Redemptor hominis, 10).
Vuestras vidas consagradas a Cristo por medio de los consejos evangélicos pueden elevar las conciencias y los corazones de nuestra generación hacia el único que es Santo, el único que es el Hacedor y el Salvador de todo. Siendo alegres mensajeros de la verdad, servidores generosos de los necesitados y hombres de oración animados por una profunda confianza en el Señor, vosotros eleváis la mirada de los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Hacéis que sus ojos se eleven con esperanza. Les ayudáis a descubrir que es realmente posible "correr por las alturas" (cf. Hab 3, 19), entrar en comunión de amor con Dios y conversar con El.
Quiero dirigir un mensaje especial a los sacerdotes aquí presentes, tanto diocesanos como religiosos. El corazón del ministerio sacerdotal es proclamar el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, una proclamación que alcanza su culmen y su meta en la celebración de la Eucaristía. Estando comprometidos en esta misión vital de la Iglesia, os pido que prestéis una particular atención a un punto que recogí en mi reciente Encíclica: "La Iglesia vive una vida auténtica, cuando profesa y proclama la misericordia, el atributo más estupendo del Creador y del Redentor" (Dives in misericordia, 13).
Que cada una de vuestras palabras y vuestras acciones sean un testimonio elocuente de nuestro Dios que es rico en misericordia. Que vuestros sermones inspiren esperanza en la misericordia del Redentor. Que el modo en que celebréis el sacramento de la penitencia ayude a todos a experimentar de modo único el amor misericordioso de Dios, que es más fuerte que el pecado. Y que vuestra bondad personal y amor pastoral ayuden a todos aquellos que se encuentren con vosotros, a descubrir al Padre misericordioso, que está siempre dispuesto a perdonar.
Que también, mis hermanos sacerdotes, estéis siempre unidos entre vosotros y con vuestros obispos. Como Ignacio de Antioquía escribió a Policarpo: "Que la unidad, el mayor de todos los bienes, sea objeto de tu preocupación". La unidad dentro del presbiterio no es algo que carezca de importancia para nuestra vida y servicio sacerdotales. Al contrario, se trata de una parte integrante de la predicación del Evangelio, y simboliza la auténtica finalidad de nuestro ministerio: realizar la unidad con la Santísima Trinidad y fomentar la hermandad entre todos los pueblos. Por esto, el mismo celo que nos impulsa a servir a nuestro pueblo, ha de inspirarnos también para estar unidos entre nosotros. Recordad cómo el deseo de unidad de Jesús le llevó a orar en la última Cena: "Para que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, para que también ellos sean en nosotros y el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17, 21).
Por tanto os exhorto con las palabras de San Pablo: "Amaos los unos a los otros con amor fraternal" (Rom 12, 10). Que en medio de vuestras tareas pastorales encontréis ocasiones para orar juntos, para ofreceros unos a otros hospitalidad, para animaros unos a otros en el trabajo del Señor. Tened una particular preocupación por aquellos hermanos vuestros que se encuentran solos, enfermos o aplastados bajo el peso de la vida. Como "colaboradores en la verdad" (cf. 3 Jn 8), ayudad a vuestros hermanos los sacerdotes en esta gran tarea nuestra: la proclamación del amor misericordioso de Dios que se ha hecho visible en Cristo Jesús, nuestro Señor.
4. Al expresar mi amor y mi aprecio por todos los sacerdotes y hermanos presentes aquí, quiero añadir un saludo como expresión de mi particular aprecio por la contribución de los misioneros a la Iglesia en Japón. Gracias a la labor generosa de vuestros predecesores, la Iglesia se ha implantado en esta tierra, e incluso vuestro fiel ministerio continúa siendo un servicio efectivo a la causa del Evangelio. Estad seguros de que toda la Iglesia tiene en gran estima vuestra vocación misionera y la de todos los demás misioneros del mundo. Renovad en este día vuestra confianza en Jesucristo y vuestro compromiso en favor de la gloria de su santo nombre.
¡A todos los que os halláis reunidos en esta catedral os digo: "La gracia y la paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo" ( 1 Cor 1, 3).
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