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domingo, 5 de julio de 2020

Domingo 9 agosto 2020, XIX Domingo del Tiempo Ordinario, Lecturas ciclo A.

XIX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO.

Monición de entrada
Año A

La eucaristía es la oración común por excelencia. En ella, el Señor nos habla con amor y lo escuchamos con fe; invocamos su presencia y él se hace presente para sostenernos en medio de los vaivenes de la historia y las zozobras de nuestras vidas. En la paz del domingo hagamos nuestra la oración de la Iglesia.

Acto penitencial
Todo como en el Ordinario de la Misa. Para la tercera fórmula pueden usarse las siguientes invocaciones:
Año A

- Tú eres el Salvador, Dios bendito por los siglos: Señor, ten piedad.
R. Señor, ten piedad.
- Tú eres el Mesías, que está por encima de todo: Cristo, ten piedad.
R. Cristo, ten piedad.
- Tú eres el Hijo de Dios, Dios con nosotros: Señor, ten piedad.
R. Señor, ten piedad.
En lugar del acto penitencial, se puede celebrar el rito de la bendición y de la aspersión del agua bendita.

LITURGIA DE LA PALABRA
Lecturas del XIX Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo A.

PRIMERA LECTURA 1 Re 19, 9a. 11-13a
Permanece de pie en el monte ante el Señor

Lectura del primer libro de los Reyes.

En aquellos días, cuando Elías llegó hasta el Horeb, el monte de Dios, se introdujo en la cueva y pasó la noche. Le llegó la palabra del Señor, que le dijo:
«Sal y permanece de pie en el monte ante el Señor».
Entonces pasó el Señor y hubo un huracán tan violento que hendía las montañas y quebraba las rocas ante el Señor, aunque en el huracán no estaba el Señor. Después del huracán, un terremoto, pero en el terremoto no estaba el Señor. Después del terremoto fuego, pero en el fuego tampoco estaba el Señor.
Después del fuego, el susurro de una brisa suave. Al oírlo Elías, cubrió su rostro con el manto, salió y se mantuvo en pie a la entrada de la cueva.

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Salmo responsorial Sal 84, 9ab-10. 11-12. 13-14 (R.: 8)
R.
Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación.
Osténde nobis, Dómine, misericórdiam tuam, et salutáre tuum da nobis.

V.
Voy a escuchar lo que dice el Señor:
«Dios anuncia la paz
a su pueblo y a sus amigos».
La salvación está ya cerca de los que lo temen,
y la gloria habitará en nuestra tierra.
R. Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación.
Osténde nobis, Dómine, misericórdiam tuam, et salutáre tuum da nobis.

V. La misericordia y la fidelidad se encuentran,
la justicia y la paz se besan;
la fidelidad brota de la tierra,
y la justicia mira desde el cielo.
R. Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación.
Osténde nobis, Dómine, misericórdiam tuam, et salutáre tuum da nobis.

V. El Señor nos dará la lluvia,
y nuestra tierra dará su fruto.
La justicia marchará ante él,
y sus pasos señalarán el camino.
R. Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación.
Osténde nobis, Dómine, misericórdiam tuam, et salutáre tuum da nobis.

SEGUNDA LECTURA Rom 9, 1-5
Desearía ser un proscrito por el bien de mis hermanos

Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos.

Hermanos:
Digo la verdad en Cristo, no miento —mi conciencia me atestigua que es así, en el Espíritu Santo—: siento una gran tristeza y un dolor incesante en mi corazón; pues desearía ser yo mismo un proscrito, alejado de Cristo, por el bien de mis hermanos, los de mi raza según la carne: ellos son israelitas y a ellos pertenecen el don de la filiación adoptiva, la gloria, las alianzas, el don de la ley, el culto y las promesas; suyos son los patriarcas y de ellos procede el Cristo, según la carne; el cual está por encima de todo, Dios bendito por los siglos. Amén.

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Aleluya Sal 129, 5
R.
Aleluya, aleluya, aleluya.
V. Espero en el Señor, espero en su palabra. R.
Spero in Dóminum, spero in verbum eius.

EVANGELIO Mt 14, 22-33
Mándame ir a ti sobre el agua
Lectura del santo Evangelio según san Mateo.
R. Gloria a ti, Señor.

Después de que la gente se hubo saciado, Jesús apremió a sus discípulos a que subieran a la barca y se le adelantaran a la otra orilla, mientras él despedía a la gente.
Y después de despedir a la gente subió al monte a solas para orar. Llegada la noche estaba allí solo.
Mientras tanto la barca iba ya muy lejos de tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario. A la cuarta vela de la noche se les acercó Jesús andando sobre el mar. Los discípulos, viéndole andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, diciendo que era un fantasma.
Jesús les dijo enseguida:
«Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!».
Pedro le contestó:
«Señor, si eres tú, mándame ir a ti sobre el agua».
Él le dijo:
«Ven».
Pedro bajó de la barca y echó a andar sobre el agua acercándose a Jesús; pero, al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó:
«Señor, sálvame».
Enseguida Jesús extendió la mano, lo agarró y le dijo:
«Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado?».
En cuanto subieron a la barca amainó el viento. Los de la barca se postraron ante él diciendo:
«Realmente eres Hijo de Dios».

Palabra del Señor.
R. Gloria a ti, Señor Jesús.

Papa Francisco
Jornada mundial de los pobres. XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario, 18 de noviembre de 2018.
Veamos tres acciones que Jesús realiza en el Evangelio.
La primera. En pleno día, deja: deja a la multitud en el momento del éxito, cuando lo aclamaban por haber multiplicado los panes. Y mientras los discípulos querían disfrutar de la gloria, los obliga rápidamente a irse y despide a la multitud (cf. Mt 14, 22-23). Buscado por la gente, se va solo; cuando todo iba "cuesta abajo", sube a la montaña para rezar. Luego, en mitad de la noche, desciende de la montaña y se acerca a los suyos caminando sobre las aguas sacudidas por el viento. En todo, Jesús va contracorriente: primero deja el éxito, luego la tranquilidad. Nos enseña el valor de dejar: dejar el éxito que hincha el corazón y la tranquilidad que adormece el alma.
¿Para ir a dónde? Hacia Dios, rezando, y hacia los necesitados, amando. Son los auténticos tesoros de la vida: Dios y el prójimo. Subir hacia Dios y bajar hacia los hermanos, aquí está la ruta que Jesús nos señala. Él nos aparta del recrearnos sin complicaciones en las cómodas llanuras de la vida, del ir tirando ociosamente en medio de las pequeñas satisfacciones cotidianas. Los discípulos de Jesús no están hechos para la predecible tranquilidad de una vida normal. Al igual que el Señor Jesús, viven su camino ligeros, prontos para dejar la gloria del momento, vigilantes para no apegarse a los bienes que pasan. El cristiano sabe que su patria está en otra parte, sabe que ya ahora es -como nos recuerda el apóstol Pablo en la segunda lectura- «conciudadano de los santos, y miembro de la familia de Dios» (cf. Ef 2, 19). Es un ágil viajero de la existencia. No vivimos para acumular, nuestra gloria está en dejar lo que pasa para retener lo que queda. Pidamos a Dios que nos parezcamos a la Iglesia descrita en la primera lectura: siempre en movimiento, experta en el dejar y fiel en el servicio (cf. Hch 28, 11-14). Despiértanos, Señor, de la calma ociosa, de la tranquila quietud de nuestros puertos seguros. Desátanos de los amarres de la autorreferencialidad que lastran la vida, libéranos de la búsqueda de nuestros éxitos. Enséñanos, Señor, a saber dejar, para orientar nuestra vida en la misma dirección de la tuya: hacia Dios y hacia el prójimo.
La segunda acción: en plena noche Jesús alienta. Se dirige hacia los suyos, inmersos en la oscuridad, caminando «sobre el mar» (Mt 14, 25). En realidad se trataba de un lago, pero el mar, con la profundidad de su oscuridad subterránea, evocaba en aquel tiempo a las fuerzas del mal. Jesús, en otras palabras, va hacia los suyos pisoteando a los malignos enemigos del hombre. Aquí está el significado de este signo: no es una manifestación en la que se celebra el poder, sino la revelación para nosotros de la certeza tranquilizadora de que Jesús, solo él, derrota a nuestros grandes enemigos: el diablo, el pecado, la muerte, el miedo, la mundanidad. También hoy nos dice a nosotros: «Ánimo, soy yo, no tengáis miedo» (Mt 14, 27).
La barca de nuestra vida a menudo se ve zarandeada por las olas y sacudida por el viento, y cuando las aguas están en calma, pronto vuelven a agitarse. Entonces la emprendemos con las tormentas del momento, que parecen ser nuestros únicos problemas. Pero el problema no es la tormenta del momento, sino cómo navegar en la vida. El secreto de navegar bien está en invitar a Jesús a bordo. Hay que darle a él el timón de la vida para que sea él quien lleve la ruta. Solo él da vida en la muerte y esperanza en el dolor; solo él sana el corazón con el perdón y libra del miedo con la confianza. Invitemos hoy a Jesús a la barca de la vida. Igual que los discípulos, experimentaremos que con él a bordo los vientos se calman (cf. Mt 14, 32) y nunca naufragaremos. Con él a bordo nunca naufragaremos. Y solo con Jesús seremos capaces también nosotros de alentar. Hay una gran necesidad de personas que sepan consolar, pero no con palabras vacías, sino con palabras de vida, con gestos de vida. En el nombre de Jesús, se da un auténtico consuelo. Solo la presencia de Jesús devuelve las fuerzas, no las palabras de ánimo formales y obligadas. Aliéntanos, Señor: confortados por ti, confortaremos verdaderamente a los demás.
Y tercera acción de Jesús: en medio de la tormenta, extiende su mano (cf. Mt 14, 31). Agarra a Pedro que, temeroso, dudaba y, hundiéndose, gritaba: «Señor, sálvame» (v. 30). Podemos ponernos en la piel de Pedro: somos gente de poca fe y estamos aquí mendigando la salvación. Somos pobres de vida auténtica y necesitamos la mano extendida del Señor, que nos saque del mal. Este es el comienzo de la fe: vaciarnos de la orgullosa convicción de creernos buenos, capaces, autónomos y reconocer que necesitamos la salvación. La fe crece en este clima, un clima al que nos adaptamos estando con quienes no se suben al pedestal, sino que tienen necesidad y piden ayuda. Por esta razón, vivir la fe en contacto con los necesitados es importante para todos nosotros. No es una opción sociológica, no es la moda de un pontificado, es una exigencia teológica. Es reconocerse como mendigos de la salvación, hermanos y hermanas de todos, pero especialmente de los pobres, predilectos del Señor. Así, tocamos el espíritu del Evangelio: «El espíritu de pobreza y de caridad ?dice el Concilio? son gloria y testimonio de la Iglesia de Cristo» (Const. Gaudium et spes, 88).
Jesús escuchó el grito de Pedro. Pidamos la gracia de escuchar el grito de los que viven en aguas turbulentas. El grito de los pobres: es el grito ahogado de los niños que no pueden venir a la luz, de los pequeños que sufren hambre, de chicos acostumbrados al estruendo de las bombas en lugar del alegre alboroto de los juegos. Es el grito de los ancianos descartados y abandonados. Es el grito de quienes se enfrentan a las tormentas de la vida sin una presencia amiga. Es el grito de quienes deben huir, dejando la casa y la tierra sin la certeza de un destino. Es el grito de poblaciones enteras, privadas también de los enormes recursos naturales de que disponen. Es el grito de tantos Lázaros que lloran, mientras que unos pocos epulones banquetean con lo que en justicia corresponde a todos. La injusticia es la raíz perversa de la pobreza. El grito de los pobres es cada día más fuerte pero también menos escuchado. Cada día ese grito es más fuerte, pero cada día se escucha menos, sofocado por el estruendo de unos pocos ricos, que son cada vez menos pero más ricos.
Ante la dignidad humana pisoteada, a menudo permanecemos con los brazos cruzados o con los brazos caídos, impotentes ante la fuerza oscura del mal. Pero el cristiano no puede estar con los brazos cruzados, indiferente, ni con los brazos caídos, fatalista: ¡no! El creyente extiende su mano, como lo hace Jesús con él. El grito de los pobres es escuchado por Dios. Pregunto: ¿y nosotros? ¿Tenemos ojos para ver, oídos para escuchar, manos extendidas para ayudar, o repetimos aquel "vuelve mañana"? «Es el propio Cristo quien en los pobres levanta su voz para despertar la caridad de sus discípulos» (ibid.). Nos pide que lo reconozcamos en el que tiene hambre y sed, en el extranjero y despojado de su dignidad, en el enfermo y el encarcelado (cf. Mt 25, 35-36).
El Señor extiende su mano: es un gesto gratuito, no obligado. Así es como se hace. No estamos llamados a hacer el bien solo a los que nos aman. Corresponder es normal, pero Jesús pide ir más lejos (cf. Mt 5, 46): dar a los que no tienen con qué devolver, es decir, amar gratuitamente (cf. Lc 6, 32-36). Miremos lo que sucede en cada una de nuestras jornadas: entre tantas cosas, ¿hacemos algo gratuito, alguna cosa para los que no tienen cómo corresponder? Esa será nuestra mano extendida, nuestra verdadera riqueza en el cielo.
Extiende tu mano hacia nosotros, Señor, y agárranos. Ayúdanos a amar como tú amas. Enséñanos a dejar lo que pasa, a alentar al que tenemos a nuestro lado, a dar gratuitamente a quien está necesitado. Amén.
Ángelus, domingo 13 de agosto de 2017
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy, la página del Evangelio (Mt 14,22-33) describe el episodio de Jesús que, después de haber orado toda la noche en la orilla del lago de Galilea, se dirige hacia la barca de sus discípulos, caminando sobre las aguas. La barca se encontraba en medio del lago, bloqueada por un fuerte viento contrario. Cuando ven venir a Jesús caminando sobre las aguas, los discípulos lo confunden con un fantasma y se aterrorizan. Pero Él los tranquiliza: «¡Ánimo, soy yo, no tengan miedo!» (v. 27). Pedro, con su típica ímpetu, le dice: «Señor, si eres tú, mándame ir a tu encuentro sobre el agua»; y Jesús lo llama «Ven» (vv. 28-29). Pedro, bajó de la barca y comenzó a caminar sobre el agua hacia Jesús; pero a causa del viento se agitó y comenzó a hundirse. Entonces gritó: «Señor, sálvame». Y Jesús le tendió la mano y lo sostuvo (vv. 30-31).
Esta narración del Evangelio contiene un rico simbolismo y nos hace reflexionar sobre nuestra fe, sea como individuos, sea como comunidad, también la fe de todos los que estamos hoy, aquí en la Plaza. La comunidad eclesial, esta comunidad eclesial, ¿tiene fe? ¿Cómo es la fe de cada uno de nosotros y la fe de nuestra comunidad? La barca es la vida de cada uno de nosotros pero es también la vida de la Iglesia; el viento contrario representa las dificultades y las pruebas. La invocación de Pedro: «Señor, mándame ir a tu encuentro» y su grito: «Señor, sálvame» se asemejan tanto a nuestro deseo de sentir la cercanía del Señor, pero también el miedo y la angustia que acompañan los momentos más duros de nuestra vida y de nuestras comunidades, marcadas por fragilidades internas y por dificultades externas.
A Pedro, en ese momento, no le bastó la palabra segura de Jesús, que era como la cuerda extendida a la cual sujetarse para afrontar las aguas hostiles y turbulentas. Es lo que nos puede suceder también a nosotros. Cuando no nos sujetamos a la palabra del Señor, sino para tener seguridad, para tener más seguridad se consultan horóscopos y adivinos, se comienza a hundir. La fe no es tan fuerte. El Evangelio de hoy nos recuerda que la fe en el Señor y en su palabra no nos abre un camino donde todo es fácil y tranquilo; no nos quita las tempestades de la vida. La fe nos da la seguridad de una Presencia – no olviden esto: la fe nos da la seguridad de una Presencia, esa presencia de Jesús – una Presencia que nos impulsa a superar las tormentas existenciales, la certeza de una mano que nos aferra para ayudarnos a afrontar las dificultades, indicándonos el camino incluso cuando esta oscuro. La fe, finalmente, no es una escapatoria a los problemas de la vida, sino nos sostiene en el camino y le da un sentido.
Este episodio es una imagen estupenda de la realidad de la Iglesia de todos los tiempos: una barca que, a lo largo de la travesía, debe afrontar también vientos contrarios y tempestades, que amenazan con hundirla. Lo que la salva no es el coraje y las cualidades de sus hombres: la garantía contra el naufragio es la fe en Cristo y en su palabra. Esta es la garantía: la fe en Jesús y en su palabra. Sobre esta barca estamos seguros, no obstante nuestras miserias y debilidades, sobre todo cuando nos ponemos de rodillas y adoramos al Señor, como los discípulos que, al final, «se postraron ante Él, diciendo: “Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios”» (v. 33). Qué bello es decir a Jesús esta palabra: “¡Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios!”. Digámoslo todos juntos. Todos. Fuerte: “¡Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios!”. Una vez más… “¡Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios!”La Virgen María nos ayude a permanecer firmes en la fe para resistir a las tormentas de la vida, a quedarnos en la barca de la Iglesia rechazando la tentación de subirse en los botes fascinantes pero inseguros de las ideologías, de las modas y de los eslóganes.
ÁNGELUS, Domingo 10 de agosto de 2014
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy nos presenta el episodio de Jesús que camina sobre las aguas del lago (cf. Mt 14, 22-33). Después de la multiplicación de los panes y los peces, Él invitó a los discípulos a subir a la barca e ir a la otra orilla, mientras Él despedía a la multitud, y luego se retiró completamente solo a rezar en el monte hasta avanzada la noche. Mientras tanto en el lago se levantó una fuerte tempestad, y precisamente en medio de la tempestad Jesús alcanzó la barca de los discípulos, caminando sobre las aguas del lago. Cuando lo vieron, los discípulos se asustaron, pensando que fuese un fantasma, pero Él los tranquilizó: "Ánimo, soy yo, no tengáis miedo" (v. 27). Pedro, con su típico impulso, le pidió casi una prueba: "Señor, si eres Tú, mándame ir a ti sobre el agua"; y Jesús le dijo: "Ven" (vv. 28-29). Pedro bajó de la barca y empezó a caminar sobre las aguas; pero el viento fuerte lo arrolló y comenzó a hundirse. Entonces gritó: "Señor, sálvame" (v. 30), y Jesús extendió la mano y lo agarró.
Este relato es una hermosa imagen de la fe del apóstol Pedro. En la voz de Jesús que le dice: "Ven", él reconoció el eco del primer encuentro en la orilla de ese mismo lago, e inmediatamente, una vez más, dejó la barca y se dirigió hacia el Maestro. Y caminó sobre las aguas. La respuesta confiada y disponible ante la llamada del Señor permite realizar siempre cosas extraordinarias. Pero Jesús mismo nos dijo que somos capaces de hacer milagros con nuestra fe, la fe en Él, la fe en su palabra, la fe en su voz. En cambio Pedro comienza a hundirse en el momento en que aparta la mirada de Jesús y se deja arrollar por las adversidades que lo rodean. Pero el Señor está siempre allí, y cuando Pedro lo invoca, Jesús lo salva del peligro. En el personaje de Pedro, con sus impulsos y sus debilidades, se describe nuestra fe: siempre frágil y pobre, inquieta y con todo victoriosa, la fe del cristiano camina hacia el encuentro del Señor resucitado, en medio de las tempestades y peligros del mundo.
Es muy importante también la escena final. "En cuanto subieron a la barca, amainó el viento. Los de la barca se postraron ante Él diciendo: "Realmente eres Hijo de Dios"!" (vv. 32-33). Sobre la barca estaban todos los discípulos, unidos por la experiencia de la debilidad, de la duda, del miedo, de la "poca fe". Pero cuando a esa barca vuelve a subir Jesús, el clima cambia inmediatamente: todos se sienten unidos en la fe en Él. Todos, pequeños y asustados, se convierten en grandes en el momento en que se postran de rodillas y reconocen en su maestro al Hijo de Dios. ¡Cuántas veces también a nosotros nos sucede lo mismo! Sin Jesús, lejos de Jesús, nos sentimos asustados e inadecuados hasta el punto de pensar que ya no podemos seguir. ¡Falta la fe! Pero Jesús siempre está con nosotros, tal vez oculto, pero presente y dispuesto a sostenernos.
Esta es una imagen eficaz de la Iglesia: una barca que debe afrontar las tempestades y algunas veces parece estar en la situación de ser arrollada. Lo que la salva no son las cualidades y la valentía de sus hombres, sino la fe, que permite caminar incluso en la oscuridad, en medio de las dificultades. La fe nos da la seguridad de la presencia de Jesús siempre a nuestro lado, con su mano que nos sostiene para apartarnos del peligro. Todos nosotros estamos en esta barca, y aquí nos sentimos seguros a pesar de nuestros límites y nuestras debilidades. Estamos seguros sobre todo cuando sabemos ponernos de rodillas y adorar a Jesús, el único Señor de nuestra vida. A ello nos llama siempre nuestra Madre, la Virgen. A ella nos dirigimos confiados.

Papa Benedicto XVI
ÁNGELUS, Castelgandolfo Domingo 7 de agosto de 2011
Queridos hermanos y hermanas:
En el Evangelio de este domingo encontramos a Jesús que, retirándose al monte, ora durante toda la noche. El Señor, alejándose tanto de la gente como de los discípulos, manifiesta su intimidad con el Padre y la necesidad de orar a solas, apartado de los tumultos del mundo. Ahora bien, este alejarse no se debe entender como desinterés respecto de las personas o como abandonar a los Apóstoles. Más aún, como narra san Mateo, hizo que los discípulos subieran a la barca "para que se adelantaran a la otra orilla" (Mt 14, 22), a fin de encontrarse de nuevo con ellos. Mientras tanto, la barca "iba ya muy lejos de tierra, sacudida por las olas, porque el viento era contrario" (Mt 15, 24), y he aquí que "a la cuarta vela de la noche se les acercó Jesús andando sobre el mar" (Mt 15, 25); los discípulos se asustaron y, creyendo que era un fantasma, "gritaron de miedo" (Mt 15, 26), no lo reconocieron, no comprendieron que se trataba del Señor. Pero Jesús los tranquiliza: "¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!" (Mt 15, 27). Es un episodio, en el que los Padres de la Iglesia descubrieron una gran riqueza de significado. El mar simboliza la vida presente y la inestabilidad del mundo visible; la tempestad indica toda clase de tribulaciones y dificultades que oprimen al hombre. La barca, en cambio, representa a la Iglesia edificada sobre Cristo y guiada por los Apóstoles. Jesús quiere educar a sus discípulos a soportar con valentía las adversidades de la vida, confiando en Dios, en Aquel que se reveló al profeta Elías en el monte Horeb en el "susurro de una brisa suave" (1R 19, 12). El pasaje continúa con el gesto del apóstol Pedro, el cual, movido por un impulso de amor al Maestro, le pidió que le hiciera salir a su encuentro, caminando sobre las aguas. "Pero, al sentir la fuerza del viento, le entró miedo, empezó a hundirse y gritó: "¡Señor, sálvame!"" (Mt 14, 30). San Agustín, imaginando que se dirige al apóstol, comenta: el Señor "se inclinó y te tomó de la mano. Sólo con tus fuerzas no puedes levantarte. Aprieta la mano de Aquel que desciende hasta ti" (Enarr. in Ps. 95, 7: PL 36, 1233) y esto no lo dice sólo a Pedro, sino también a nosotros. Pedro camina sobre las aguas no por su propia fuerza, sino por la gracia divina, en la que cree; y cuando lo asalta la duda, cuando no fija su mirada en Jesús, sino que tiene miedo del viento, cuando no se fía plenamente de la palabra del Maestro, quiere decir que se está alejando interiormente de él y entonces corre el riesgo de hundirse en el mar de la vida. Lo mismo nos sucede a nosotros: si sólo nos miramos a nosotros mismos, dependeremos de los vientos y no podremos ya pasar por las tempestades, por las aguas de la vida. El gran pensador Romano Guardini escribe que el Señor "siempre está cerca, pues se encuentra en la razón de nuestro ser. Sin embargo, debemos experimentar nuestra relación con Dios entre los polos de la lejanía y de la cercanía. La cercanía nos fortifica, la lejanía nos pone a prueba" (Accettare se stessi, Brescia 1992, p. 71).
Queridos amigos, la experiencia del profeta Elías, que oyó el paso de Dios, y las dudas de fe del apóstol Pedro nos hacen comprender que el Señor, antes aún de que lo busquemos y lo invoquemos, él mismo sale a nuestro encuentro, baja el cielo para tendernos la mano y llevarnos a su altura; sólo espera que nos fiemos totalmente de él, que tomemos realmente su mano. Invoquemos a la Virgen María, modelo de abandono total en Dios, para que, en medio de tantas preocupaciones, problemas y dificultades que agitan el mar de nuestra vida, resuene en el corazón la palabra tranquilizadora de Jesús, que nos dice también a nosotros: "¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!" y aumente nuestra fe en él.

DIRECTORIO HOMILÉTICO
Ap. I. La homilía y el Catecismo de la Iglesia Católica
Ciclo A. Decimonoveno domingo del Tiempo Ordinario.
La fe puede ser puesta a prueba
164
Ahora, sin embargo, "caminamos en la fe y no en la visión" (2Co 5, 7), y conocemos a Dios "como en un espejo, de una manera confusa, … imperfecta" (1Co 13, 12). Luminosa por aquel en quien cree, la fe es vivida con frecuencia en la oscuridad. La fe puede ser puesta a prueba. El mundo en que vivimos parece con frecuencia muy lejos de lo que la fe nos asegura; las experiencias del mal y del sufrimiento, de las injusticias y de la muerte parecen contradecir la buena nueva, pueden estremecer la fe y llegar a ser para ella una tentación.
Solo la fe se puede unir a los caminos misteriosos de la Providencia
272
La fe en Dios Padre Todopoderoso puede ser puesta a prueba por la experiencia del mal y del sufrimiento. A veces Dios puede parecer ausente e incapaz de impedir el mal. Ahora bien, Dios Padre ha revelado su omnipotencia de la manera más misteriosa en el anonadamiento voluntario y en la Resurrección de su Hijo, por los cuales ha vencido el mal. Así, Cristo crucificado es "poder de Dios y sabiduría de Dios. Porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres" (1Co 2, 14-25). En la Resurrección y en la exaltación de Cristo es donde el Padre "desplegó el vigor de su fuerza" y manifestó "la soberana grandeza de su poder para con nosotros, los creyentes" (Ef 1, 19-22).
273 Sólo la fe puede adherir a las vías misteriosas de la omnipotencia de Dios. Esta fe se gloría de sus debilidades con el fin de atraer sobre sí el poder de Cristo (cf. 2Co 12, 9; Flp 4, 13). De esta fe, la Virgen María es el modelo supremo: ella creyó que "nada es imposible para Dios" (Lc 1, 37) y pudo proclamar las grandezas del Señor: "el Poderoso ha hecho en mi favor maravillas, Santo es su nombre" (Lc1, 49).
274 "Nada es, pues, más propio para afianzar nuestra Fe y nuestra Esperanza que la convicción profundamente arraigada en nuestras almas de que nada es imposible para Dios. Porque todo lo que (el Credo) propondrá luego a nuestra fe, las cosas más grandes, las más incomprensibles, así como las más elevadas por encima de las leyes ordinarias de la naturaleza, en la medida en que nuestra razón tenga la idea de la omnipotencia divina, las admitirá fácilmente y sin vacilación alguna" (Catech. R. 1, 2, 13).
En tiempos difíciles, cultivar la confianza, ya que todo está sometido a Cristo
671
El Reino de Cristo, presente ya en su Iglesia, sin embargo, no está todavía acabado "con gran poder y gloria" (Lc 21, 27; cf. Mt 25, 31) con el advenimiento del Rey a la tierra. Este Reino aún es objeto de los ataques de los poderes del mal (cf. 2Ts 2, 7) a pesar de que estos poderes hayan sido vencidos en su raíz por la Pascua de Cristo. Hasta que todo le haya sido sometido (cf. 1Co 15, 28), y "mientras no haya nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia, la Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este mundo que pasa. Ella misma vive entre las criaturas que gimen en dolores de parto hasta ahora y que esperan la manifestación de los hijos de Dios" (LG 48). Por esta razón los cristianos piden, sobre todo en la Eucaristía (cf. 1Co 11, 26), que se apresure el retorno de Cristo (cf. 2P 3, 11-12) cuando suplican: "Ven, Señor Jesús" (cf. 1Co 16, 22; Ap 22, 17-20).
672 Cristo afirmó antes de su Ascensión que aún no era la hora del establecimiento glorioso del Reino mesiánico esperado por Israel (cf. Hch 1, 6-7) que, según los profetas (cf. Is 11, 1-9), debía traer a todos los hombres el orden definitivo de la justicia, del amor y de la paz. El tiempo presente, según el Señor, es el tiempo del Espíritu y del testimonio (cf Hch 1, 8), pero es también un tiempo marcado todavía por la "tristeza" (1Co 7, 26) y la prueba del mal (cf. Ef 5, 16) que afecta también a la Iglesia(cf. 1P 4, 17) e inaugura los combates de los últimos días (1Jn 2, 18; 1Jn 4, 3; 1Tm 4, 1). Es un tiempo de espera y de vigilia (cf. Mt 25, 1-13; Mc 13, 33-37).
Historia de alianzas, el amor de Dios por Israel
La alianza con Noé
56
Una vez rota la unidad del género humano por el pecado, Dios decide desde el comienzo salvar a la humanidad a través de una serie de etapas. La Alianza con Noé después del diluvio (cf. Gn 9, 9) expresa el principio de la Economía divina con las "naciones", es decir con los hombres agrupados "según sus países, cada uno según su lengua, y según sus clanes" (Gn 10, 5; cf. Gn 10, 20-31).
57 Este orden a la vez cósmico, social y religioso de la pluralidad de las naciones (cf. Hch 17, 26-27), está destinado a limitar el orgullo de una humanidad caída que, unánime en su perversidad (cf. Sb 10, 5), quisiera hacer por sí misma su unidad a la manera de Babel (cf. Gn 11, 4-6). Pero, a causa del pecado (cf. Rm 1, 18-25), el politeísmo así como la idolatría de la nación y de su jefe son una amenaza constante de vuelta al paganismo para esta economía aún no definitiva.
58 La alianza con Noé permanece en vigor mientras dura el tiempo de las naciones (cf. Lc 21, 24), hasta la proclamación universal del evangelio. La Biblia venera algunas grandes figuras de las "naciones", como "Abel el justo", el rey - sacerdote Melquisedec (cf. Gn 14, 18), figura de Cristo (cf. Hb 7, 3), o los justos "Noé, Daniel y Job" (Ez 14, 14). De esta manera, la Escritura expresa qué altura de santidad pueden alcanzar los que viven según la alianza de Noé en la espera de que Cristo "reúna en uno a todos los hijos de Dios dispersos" (Jn 11, 52).
Dios elige a Abraham
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Para reunir a la humanidad dispersa, Dios elige a Abraham llamándolo "fuera de su tierra, de su patria y de su casa" (Gn 12, 1), para hacer de él "Abraham", es decir, "el padre de una multitud de naciones" (Gn 17, 5): "En ti serán benditas todas las naciones de la tierra" (Gn 12, 3 LXX; cf. Ga 3, 8).
60 El pueblo nacido de Abraham será el depositario de la promesa hecha a los patriarcas, el pueblo de la elección (cf. Rm 11, 28), llamado a preparar la reunión un día de todos los hijos de Dios en la unidad de loa Iglesia (cf. Jn 11, 52; Jn 10, 16); ese pueblo será la raíz en la que serán injertados los paganos hechos creyentes (cf. Rm 11, 17-18. 24).
61 Los patriarcas, los profetas y otros personajes del Antiguo Testamento han sido y serán siempre venerados como santos en todas las tradiciones litúrgicas de la Iglesia.
Dios forma a su pueblo Israel
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Después de la etapa de los patriarcas, Dios constituyó a Israel como su pueblo salvándolo de la esclavitud de Egipto. Estableció con él la alianza del Sinaí y le dio por medio de Moisés su Ley, para que lo reconociese y le sirviera como al único Dios vivo y verdadero, Padre providente y juez justo, y para que esperase al Salvador prometido (cf. DV 3).
63 Israel es el pueblo sacerdotal de Dios (cf. Ex 19, 6), el que "lleva el Nombre del Señor" (Dt 28, 10). Es el pueblo de aquellos "a quienes Dios habló primero" (MR, Viernes Santo 13: oración universal VI), el pueblo de los "hermanos mayores" en la fe de Abraham.
64 Por los profetas, Dios forma a su pueblo en la esperanza de la salvación, en la espera de una Alianza nueva y eterna destinada a todos los hombres (cf. Is 2, 2-4), y que será grabada en los corazones (cf. Jr 31, 31-34; Hb 10, 16). Los profetas anuncian una redención radical del pueblo de Dios, la purificación de todas sus infidelidades (cf. Ez 36), una salvación que incluirá a todas las naciones (cf. Is 49, 5-6; Is 53, 11). Serán sobre todo los pobres y los humildes del Señor (cf. So 2, 3) quienes mantendrán esta esperanza. Las mujeres santas como Sara, Rebeca, Raquel, Miriam, Débora, Ana, Judit y Ester conservaron viva la esperanza de la salvación de Israel. De ellas la figura más pura es María (cf. Lc 1, 38).
El Antiguo Testamento
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El Antiguo Testamento es una parte de la Sagrada Escritura de la que no se puede prescindir. Sus libros son libros divinamente inspirados y conservan un valor permanente (cf. DV 14), porque la Antigua Alianza no ha sido revocada.
122 En efecto, "el fin principal de la economía antigua era preparar la venida de Cristo, redentor universal". "Aunque contienen elementos imperfectos y pasajeros", los libros del Antiguo Testamento dan testimonio de toda la divina pedagogía del amor salvífico de Dios: "Contienen enseñanzas sublimes sobre Dios y una sabiduría salvadora acerca del hombre, encierran tesoros de oración y esconden el misterio de nuestra salvación" (DV 15).
123 Los cristianos veneran el Antiguo Testamento como verdadera Palabra de Dios. La Iglesia ha rechazado siempre vigorosamente la idea de prescindir del Antiguo Testamento so pretexto de que el Nuevo lo habría hecho caduco (marcionismo).
Dios es Amor
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A lo largo de su historia, Israel pudo descubrir que Dios sólo tenía una razón para revelársele y escogerlo entre todos los pueblos como pueblo suyo: su amor gratuito (cf. Dt 4, 37; Dt 7, 8; Dt 10, 15). E Israel comprendió, gracias a sus profetas, que también por amor Dios no cesó de salvarlo (cf. Is 43, 1-7) y de perdonarle su infidelidad y sus pecados (cf. Os 2).
219 El amor de Dios a Israel es comparado al amor de un padre a su hijo (Os 11, 1). Este amor es más fuerte que el amor de una madre a sus hijos (cf. Is 49, 14-15). Dios ama a su Pueblo más que un esposo a su amada (Is 62, 4-5); este amor vencerá incluso las peores infidelidades (cf. Ez 16; Os 11); llegará hasta el don más precioso: "Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único" (Jn 3, 16).
La relación de la Iglesia con el pueblo hebreo
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"Los que todavía no han recibido el Evangelio también están ordenados al Pueblo de Dios de diversas maneras" (LG 16):
La relación de la Iglesia con el pueblo judío. La Iglesia, Pueblo de Dios en la Nueva Alianza, al escrutar su propio misterio, descubre su vinculación con el pueblo judío (cf NA 4) "a quien Dios ha hablado primero" (MR, Viernes Santo 13: oración universal VI). A diferencia de otras religiones no cristianas la fe judía ya es una respuesta a la revelación de Dios en la Antigua Alianza. Pertenece al pueblo judío "la adopción filial, la gloria, las alianzas, la legislación, el culto, las promesas y los patriarcas; de todo lo cual procede Cristo según la carne" (cf Rm 9, 4-5), "porque los dones y la vocación de Dios son irrevocables" (Rm 11, 29).
840 Por otra parte, cuando se considera el futuro, el Pueblo de Dios de la Antigua Alianza y el nuevo Pueblo de Dios tienden hacia fines análogos: la espera de la venida (o el retorno) del Mesías; pues para unos, es la espera de la vuelta del Mesías, muerto y resucitado, reconocido como Señor e Hijo de Dios; para los otros, es la venida del Mesías cuyos rasgos permanecen velados hasta el fin de los tiempos, espera que está acompañada del drama de la ignorancia o del rechazo de Cristo Jesús.


Se dice Credo.

Oración de los fieles
Año A

Oremos al Señor, nuestro Dios.
- Por la Iglesia, para que retorne siempre a sus fuentes y se purifique de las adherencias negativas del correr de los tiempos. Roguemos al Señor.
- Por todas las naciones que se debaten en la oscuridad del materialismo, de la injusticia o del paganismo, para que no tengan miedo en reconocer a Jesucristo como único Salvador. Roguemos al Señor.
- Por los que tienen miedo, los que vacilan en su fe, para que recobren la confianza en Jesús, Señor de la Iglesia, que camina sobre el oleaje. Roguemos al Señor.
- Por cuantos estamos aquí reunidos, para que el Señor nos guarde en la fe y nos reúna en el reino de su Hijo. Roguemos al Señor.
Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación. Por Jesucristo, nuestro Señor.

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