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lunes, 8 de junio de 2020

San Juan Pablo II, Homilía en la santa Misa con los presbíteros en Filadelfia, Estados Unidos (4-octubre-1979).

VIAJE APOSTÓLICO A LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA
SANTA MISA CON LOS PRESBÍTEROS
HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II

«Civic Center» de Filadelfia, Jueves 4 de octubre de 1979

Queridos hermanos sacerdotes:

1. Al celebrar esta Misa que reúne a los presidentes y directores de los senados y consejos presbiterales de todas las diócesis de Estados Unidos, el tema de reflexión que brota espontáneo es un tema vital: el sacerdocio en sí y su importancia central en la tarea de la Iglesia. En la Carta Encíclica Redemptor hominis describí dicha tarea con estas palabras: "El cometido fundamental de la Iglesia en todas las épocas, y particularmente en la nuestra, es dirigir la mirada del hombre, orientar la conciencia y la experiencia de toda la humanidad hacia el misterio de Cristo, ayudar a todos los hombres a tener familiaridad con la profundidad de la redención que se realiza en Cristo Jesús" (Redemptor hominis, 10).

Los consejos presbiterales son en la Iglesia una nueva estructura postulada por el Concilio Vaticano II y la reciente legislación eclesiástica. Esta nueva estructura es expresión concreta de la unión del obispo y los sacerdotes en la función de pastorear la grey de Cristo y, a la vez, ayuda al obispo en su papel peculiar de gobernar la diócesis al proporcionarle el asesoramiento de los consejeros representantes del presbiterio. Nuestra concelebración de la Eucaristía hoy quiere ser signo de afirmación por el bien ya conseguido por los consejos presbiterales en estos últimos años y, al mismo tiempo, estímulo para perseguir con entusiasmo y determinación la importante meta de "fomentar la conformidad de la vida y actuación del Pueblo de Dios, con el Evangelio" (Ecclesiae Sanctae, 16). Pero más que nada quiero que esta Misa sea ocasión especial para dirigirme a través de vosotros a todos mis hermanos sacerdotes de esta nación acerca de nuestro sacerdocio. Con amor grande repito las palabras que os escribí el día de Jueves Santo: "Para vosotros soy obispo, con vosotros soy sacerdote".

Nuestra vocación sacerdotal es don del mismo Señor Jesús. Es llamada personal e individual: hemos sido llamados por el nombre como lo fue Jeremías. Es llamamiento a servir: somos enviados a predicar la Buena Nueva, a "prestar al rebaño cuidados de Pastor". Es un llamamiento a comunión de fines y acciones: formar un solo sacerdocio con Jesús y entre nosotros, exactamente como Jesús y el Padre son una unidad hermosamente simbolizada en esta Misa concelebrada.

El sacerdocio no es simplemente una tarea que se nos ha asignado; es una vocación, un llamamiento que se debe escuchar una y otra vez. Escuchar esta llamada y responder generosamente a lo que trae consigo es tarea de cada sacerdote, pero también es responsabilidad de los consejos presbiterales. Esta responsabilidad quiere decir profundizar en la comprensión del sacerdocio tal y como lo instituyó Cristo, como El quiso que fuera y siguiera siendo siempre, y tal como la Iglesia fielmente lo entiende y lo transmite. Fidelidad al llamamiento al sacerdocio significa construir este sacerdocio en unión con el Pueblo de Dios a través de una vida de servicio acorde con las prioridades apostólicas: concentrada "en la oración y el ministerio de la Palabra" (Act 6, 4).

En el Evangelio de San Marcos, el llamamiento al sacerdocio de los doce Apóstoles es como un brote que al florecer desarrolla toda una teología del sacerdocio. Leemos que en medio de su ministerio, Jesús "subió a un monte y, llamando a los que quiso, vinieron a El, y designó a doce para que le acompañaran y para enviarlos a predicar la Buena Nueva (Mc 3, 13-14). El pasaje da a continuación la lista de nombres de los Doce. Vemos aquí tres aspectos significativos de la llamada que hace Jesús: llama a sus primeros sacerdotes individualmente y por su nombre; les llama al servicio de su palabra, a predicar el Evangelio; y los hace compañeros suyos introduciéndolos en la unidad de vida y acción que El tiene con el Padre en la vida misma de la Trinidad.

2. Exploremos estas tres dimensiones de nuestro sacerdocio reflexionando sobre las lecturas bíblicas de hoy. Pues es dentro de la tradición de la llamada profética donde el Evangelio sitúa el llamamiento sacerdotal de Jesús a los doce Apóstoles. Cuando el sacerdote medita sobre el llamamiento hecho a Jeremías para que fuera profeta, se siente a la vez tranquilizado y turbado. "No temas... que yo estaré contigo para protegerte", dice el Señor a aquel a quien llama. "Mira que yo pongo en tu boca mis palabras". ¿Quién no se sentirá animado oyendo esta afirmación divina? Pero cuando pensamos en por qué se ha hecho necesaria esta afirmación, ¿acaso no vemos en nosotros la misma repugnancia que hay en la respuesta de Jeremías? Como para él, también para nosotros el concepto que tenemos del ministerio es a veces demasiado de tejas abajo; nos falta confianza en quien nos llama. Podemos limitarnos asimismo a nuestra visión del ministerio pensando que depende demasiado de nuestros talentos y habilidades, olvidando a veces que es Dios quien llama, como llamó a Jeremías desde el seno. No es nuestro trabajo o habilidad lo primordial; estamos llamados a decir las palabras de Dios y no las nuestras; a administrar los sacramentos que El ha dado a su Iglesia; y a convocar a la gente a un amor que El mismo hizo posible anteriormente.

De aquí que la entrega al llamamiento de Dios pueda hacerse con inmensa confianza y sin reservas. Nuestra entrega a la voluntad de Dios debe ser total; nuestro "sí" está dado una vez por todas, y tiene su modelo en el "si" dicho por Jesús mismo. Como dice San Pablo: "Dios me es fiel testigo de que nuestra palabra con vosotros no es 'sí' y 'no'. Porque Cristo Jesús... no ha sido 'sí' y 'no', antes ha sido 'sí' " (2 Cor 1, 18-19).

Este llamamiento de Dios es gracia: es un don, un tesoro "...que llevamos en vasos de barro para que la excelencia del poder sea de Dios y no parezca nuestra" (2 Cor 4, 7). Pero este don no está destinado al sacerdote primordialmente; es más bien don de Dios para toda la Iglesia y para su misión en el mundo. El sacerdocio es un signo sacramental permanente que expresa cómo el amor del Buen Pastor a su rebaño no faltará jamás. En mi Carta del pasado Jueves Santo a vosotros los sacerdotes, desarrollé este aspecto de don de Dios, del sacerdocio; dije que nuestro sacerdocio "constituye un ministerium particular, es decir, es 'servicio' respecto a la comunidad de los creyentes. Sin embargo, no tiene su origen en esta comunidad, como si fuera ella la que 'llama' o 'delega'. Es, en efecto, nuestro sacerdocio un don para la comunidad y procede de Cristo mismo, de la plenitud de su sacerdocio" (núm. 5). En este don otorgado al pueblo es el Donante divino quien toma la iniciativa; es El quien llama a quienes. "El mismo ha decidido llamar".

Por tanto, cuando reflexionamos sobre la intimidad entre el Señor y su profeta, su sacerdote —una intimidad que surge como resultante del llamamiento que partió de El—, podemos entender mejor ciertas características del sacerdocio y captar su adecuación a la misión de la Iglesia, tanto hoy como en tiempos pasados.

a) El sacerdocio es para siempre —tu es sacerdos in aeternum—, no reclamamos el don una vez dado. No puede ser que Dios, el cual dio el impulso para decir "sí", ahora desee oír "no".

b) No debiera sorprender al mundo que la llamada de Dios a través de su Iglesia siga ofreciéndonos un ministerio célibe de amor y servicio según el ejemplo de nuestro Señor Jesucristo. El llamamiento de Dios sacudió hasta lo más profundo de nuestro ser. Y después de siglos de experiencia, la Iglesia sabe cuán profundamente oportuno es que los sacerdotes den esta respuesta concreta en su vida para manifestar la totalidad del "sí" que han dicho al Señor, que les llama nominalmente a este servicio.

c) El hecho de que haya una llamada personal individual al sacerdocio hecha por el Señor, a los hombres "a quienes El ha decidido llamar", está de acuerdo con la tradición profética. Esto debería ayudarnos a comprender también que la decisión tradicional de la Iglesia de llamar a hombres al sacerdocio y no llamar a mujeres, no entraña ninguna afirmación acerca de los derechos humanos, ni es exclusión de las mujeres de la santidad y misión de la Iglesia. Esta decisión expresa bien la convicción de la Iglesia acerca de esta dimensión particular del don del sacerdocio, por cuyo medio Dios ha elegido pastorear a su grey.

3. Queridos hermanos: "El rebaño de Dios está entre vosotros, prestadle cuidados de pastor". Qué cerca de la esencia de nuestra idea del sacerdocio está el papel de pastor; a lo largo de la historia de la salvación es imagen frecuente del cuidado de Dios sobre su pueblo. Y sólo en el rol de Jesús, Buen Pastor, puede entenderse nuestro ministerio pastoral de sacerdotes. Recordad que Jesús al llamar a los Doce los convocó a ser compañeros suyos, precisamente para "enviarles a predicar la Buena Nueva". El sacerdocio es misión y servicio, es "ser enviados" por Jesús para "prestar a su rebaño cuidados de pastor". Esta característica del sacerdote muestra el sentido auténtico de lo que significa "cuidados de pastor" al aplicarle una frase estupenda que califica a Jesús de "hombre para los demás". Significa atraer la mente de la humanidad hacia el misterio de Dios, hacia la profundidad de la redención que se realiza en Cristo Jesús. El ministerio sacerdotal es misionero en su mismo meollo; significa ser enviado para los otros al igual que Cristo, enviado del Padre por la causa del Evangelio, y ser enviado a evangelizar. Según las palabras de Pablo VI "evangelizar significa para la Iglesia llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad... y renovar a la misma humanidad" (Evangelii nuntiandi, 18). En la base y centro de su dinamismo, la evangelización contiene la proclamación clara de que la salvación está en Jesucristo, Hijo de Dios. Son su nombre, sus enseñanzas, su vida, sus promesas, su reino y su misterio lo que proclamamos ante el mundo. Y la eficacia de nuestra proclamación y, por tanto, el verdadero éxito de nuestro sacerdocio dependen de nuestra fidelidad al Magisterio a través del cual la Iglesia guarda "el buen depósito por la virtud del Espíritu Santo que mora en nosotros" (2 Tim 1, 14).

En cuanto modelo de todo ministerio y apostolado en la Iglesia, el ministerio sacerdotal no puede concebirse jamás en términos de adquisición; desde el momento en que es don, es don que se ha de proclamar y compartir con otros. ¿Acaso no lo vemos claramente en las enseñanzas de Jesús cuando la madre de Santiago y Juan pidió que sus hijos se sentaran uno a su derecha y otro a su izquierda en el Reino? "Vosotros sabéis que los príncipes de las naciones las subyugan y que los grandes imperan sobre ellas. No ha de ser así entre vosotros; al contrario, el que entre vosotros quiera llegar a ser grande, sea vuestro servidor, y el que entre vosotros quiera ser el primero, sea vuestro siervo, así como el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención de muchos" (Mt 20, 25-28).

Precisamente porque Jesús fue a la perfección "hombre para los demás" al entregarse totalmente en la cruz, por esto mismo el sacerdote es más que nada siervo y "hombre para los demás" cuando actúa in persona Christi en la Eucaristía, guiando a la Iglesia en dicha celebración en la que se renueva el Sacrificio de la cruz. Porque en el culto eucarístico diario de la Iglesia se predica la "Buena Nueva" que los Apóstoles fueron enviados a proclamar en toda su plenitud; la obra de nuestra redención se actúa de nuevo.

Cuán perfectamente captaron esta verdad fundamental los padres del Concilio Vaticano 1I en el Decreto sobre el ministerio y vida sacerdotal: "Los demás sacramentos, como todos los ministerios eclesiásticos y las tareas apostólicas, están todos vinculados con la Sagrada Eucaristía y ordenados a ella... Por lo cual aparece la Eucaristía como fuente y cumbre de toda evangelización" (Presbyterorum ordinis, 5). Al celebrar la Eucaristía, los sacerdotes nos hallamos en el corazón mismo de nuestro ministerio de servicio, de "prodigar al rebaño de Dios cuidados de pastor". Todos nuestros afanes pastorales resultan incompletos hasta que nuestro pueblo no sea llevado a participar plena y activamente en el Sacrificio eucarístico.

4. Recordemos que Jesús llamó a los Doce a ser compañeros suyos. El llamamiento al servicio sacerdotal incluye la invitación a una intimidad especial con Cristo La experiencia vivida de sacerdotes de todas las generaciones, les ha llevado a descubrir en la propia vida y ministerio la centralidad absoluta de su unión personal con Jesús, el hecho de ser compañeros suyos. Nadie puede proclamar con eficacia la Buena Nueva de Jesús ante los otros, si no ha sido primeramente él compañero constante suyo en la oración personal, si no he aprendido del mismo Jesús el misterio que ha de anunciar.

Esta unión con Jesús modelada en la unicidad con el Padre tiene además una dimensión intrínseca, como lo revela su misma oración de la última Cena: "que sean uno, Padre, como nosotros" (Jn 17, 11). Su sacerdocio es uno y esta unidad debe ser actual y efectiva entre los compañeros que se ha elegido. De aquí que la unión entre los sacerdotes vivida en fraternidad y amistad, resulte exigencia y parte integral de la vida del sacerdote.

La unión, entre los sacerdotes no es unión y fraternidad centradas en sí mismas. Son para el Evangelio, para que al vivirlas los sacerdotes quede simbolizada la dirección esencial hacia la que el Evangelio llama al pueblo, es decir, la unión de amor con El y entre nosotros. Y sólo esta unión puede garantizar paz y justicia y dignidad a cada ser humano. Ciertamente éste es el sentido fundamental de la oración de Jesús cuando sigue diciendo: "Ruego también por cuantos crean en mí por su palabra, para que todos sean uno como Tú, Padre, estás en mí y yo en ti" (Jn 17, 20-21), Y está claro; ¿cómo puede el mundo llegar a creer que el Padre ha enviado a Jesucristo si no percibe de modo visible que quienes han creído en Jesús han captado el mandamiento de "amaos unos a otros"? Y, ¿cómo recibirán los creyentes testimonio de que tal amor es posible en la vida concreta, si no lo ven en el ejemplo de la unión de sus ministros sacerdotes, de aquellos a quienes el mismo Jesús integra en un mismo sacerdocio como compañeros suyos?

Hermanos míos sacerdotes: ¿No hemos tocado aquí el meollo del asunto, es decir, nuestro celo por el sacerdocio mismo? Es inseparable de nuestro celo por servir al pueblo. Esta Misa concelebrada, que simboliza tan bellamente la unidad de nuestro sacerdocio, da testimonio al mundo entero de la unión que pidió Jesús a su Padre en nuestro nombre. Pero no puede reducirse a manifestación meramente transitoria que dejaría sin fruto la oración de Jesús. Cada Eucaristía renueva esta oración por la unidad: "Señor, acuérdate de toda tu Iglesia esparcida por el mundo; concédenos crecer en el amor con tu servidor el Papa Juan Pablo..., nuestro obispo y todo el clero".

Vuestros consejos presbiterales, estructuras nuevas en la Iglesia, brindan la oportunidad maravillosa de dar testimonio visible del único sacerdocio que compartís con vuestros obispos y entre sí; y de demostrar lo que debe estar en el corazón de la renovación de cada estructura de la Iglesia: la unión por la que oró Jesús.

5. Al comienzo de esta homilía os recomendé que asumierais la responsabilidad de vuestro sacerdocio, tarea personal de cada uno, tarea que ha de ser compartida con todos los sacerdotes y debe ser también preocupación de vuestros consejos presbiterales. La fe de toda la Iglesia necesita tener claramente enfocada la concepción auténtica del sacerdocio y de su puesto en la misión de la Iglesia. De modo que la Iglesia depende de vosotros para comprenderlo cada vez con mayor profundidad; y para llevarlo a la práctica en vuestra vida y ministerio; en otras palabras, para compartir el don de vuestro sacerdocio con la Iglesia, renovando la respuesta que ya disteis a la invitación de Cristo —"ven y sígueme"— entregándoos tan totalmente como El se entregó.

A veces oímos estas palabras: "Rogad por los sacerdotes". Y hoy repito estas palabras como un reclamo, una súplica a todos los fieles de la Iglesia de Estados Unidos. Orad por los sacerdotes, para que todos y cada uno digan una y otra vez sí al llamamiento que han recibido, sigan predicando constantemente el mensaje del Evangelio y sigan siendo siempre compañeros fieles de nuestro Señor Jesucristo.

Queridos hermanos sacerdotes: Al renovar el misterio pascual y situándonos como discípulos al pie de la cruz con María la Madre de Jesús, confiemos en Ella. En su amor encontraremos fuerza para nuestras debilidades y gozo para el corazón.

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