HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Basílica de San Juan de Letrán, Lunes 9 de noviembre de 2015
Hermanos e hijos queridos:
Nos hará bien reflexionar con atención sobre la alta responsabilidad eclesial a la que ha sido llamado este hermano nuestro.
Nuestro Señor Jesucristo, enviado por el Padre para redimir a los hombres, mandó a su vez al mundo a los doce apóstoles para que, llenos del poder del Espíritu Santo, anunciaran el Evangelio a todos los pueblos y, reuniéndolos bajo el único Pastor, los santificaran y los guiaran hacia la salvación.
Con el fin de perpetuar de generación en generación este ministerio apostólico, los Doce designaron colaboradores transmitiéndoles, por la imposición de las manos el don del Espíritu recibido de Cristo, que confería la plenitud del sacramento del Orden. Así, a través de la ininterrumpida sucesión de los obispos en la tradición viva de la Iglesia, se ha conservado este ministerio primario y la obra del Salvador continúa y se desarrolla hasta nuestros días.
En el obispo, rodeado de su presbiterio, se hace presente en medio de vosotros el mismo Señor Nuestro Jesucristo, sumo y eterno sacerdote.
En realidad, es Cristo mismo quien en el ministerio del obispo continúa predicando el Evangelio de la salvación y santificando a los creyentes por medio de los sacramentos de la fe. En la paternidad del obispo, es Cristo quien incrementa con nuevos miembros su cuerpo que es la Iglesia; es también él quien, en la sabiduría y prudencia del obispo, guía al Pueblo de Dios en su peregrinar terreno hacia la felicidad eterna.
Acoged, pues, con alegría y gratitud a este hermano nuestro que nosotros, obispos, asociamos hoy por la imposición de las manos al colegio episcopal. Dadle el honor que merece todo ministro de Cristo y dispensador de los misterios de Dios, a quien le ha sido confiado el testimonio del Evangelio y el ministerio del Espíritu para la santificación. Tened presentes las palabras de Jesús a los Apóstoles: «El que a vosotros escucha, a mí me escucha; el que a vosotros rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado» (Lc 10,16).
En cuanto a ti, hermano querido, elegido por el Señor, considera que has sido escogido de entre los hombres y constituido para los hombres en las cosas que conciernen a Dios. En efecto, el episcopado es el nombre de un servicio, no de un honor, porque corresponde al obispo más el servir que el dominar, según el mandamiento del Maestro: «El mayor entre vosotros se ha de hacer como el menor, y el que gobierna, como el que sirve» (Lc 22,26).
Proclama la Palabra en toda ocasión oportuna y, también a veces, inoportuna; amonesta, reprende, pero siempre con dulzura; exhorta con toda paciencia y deseo de instruir (cf. 2 Tm 4,2). Que tus palabras sean sencillas, de manera que todos las entiendan, que no sean largas homilías. Déjame decirte que te acuerdes de tu padre, de lo contento que se puso por haber encontrado cerca del pueblo otra parroquia donde se celebraba la Misa sin homilía. Que las homilías sean efectivamente transmisión de la gracia de Dios: sencillas, que todos las comprendan y les ayuden a ser mejores.
En la Iglesia que te ha sido encomendada —aquí en Roma, de manera concreta—, quisiera confiarte a los presbíteros, a los seminaristas: Tú tienes ese carisma. Sé fiel custodio y dispensador de los misterios de Cristo. Puesto por el Padre a la cabeza de su familia, sigue siempre el ejemplo del Buen Pastor, que conoce a sus ovejas, al que ellas reconocen y que no dudó en dar la vida por ellas.
Con tu corazón, ama con amor de padre y de hermano a todos aquellos que Dios te confía: como he dicho, sobre todo a los presbíteros y a los diáconos, a los seminaristas; pero también a los pobres, a los indefensos y a cuantos tienen necesidad de ayuda y protección. Exhorta a los fieles a cooperar en el compromiso apostólico, y escúchalos de buena gana y con paciencia. Muchas veces se necesita tanta paciencia... pero así es como se construye el Reino de Dios.
Acuérdate de que debes interesarte por los que no pertenecen al único rebaño de Cristo, pues también ellos te han sido confiados en el Señor.
Recuerda que en la Iglesia católica, reunida por el vínculo de la caridad, estás unido al colegio de los obispos y llamado a participar en la solicitud por todas las Iglesias, socorriendo generosamente a las más necesitadas de ayuda. Y, ya cercanos al inicio del Año de la Misericordia, te pido como hermano que seas misericordioso. La Iglesia y el mundo tienen necesidad de mucha misericordia. Enseña a los presbíteros y a los seminaristas el camino de la misericordia. Con palabras, sí, pero sobre todo con tu actitud. La misericordia del Padre acoge siempre, siempre tiene lugar en su corazón, jamás echa fuera a nadie. Espera, espera... Esto deseo para ti: tanta misericordia.
Vela con amor por todo el rebaño, en el que el Espíritu Santo te pone para que gobiernes la Iglesia de Dios: en el nombre del Padre, cuya imagen haces presente; en el nombre de Jesucristo su Hijo, por quien has sido constituido maestro, sacerdote y pastor; en el nombre del Espíritu Santo, que da vida a la Iglesia y con su poder sostiene nuestra debilidad.
El Santo Padre, durante el rito de la entrega del anillo episcopal, añadió estas palabras:
No te olvides de que antes de este anillo estaba el de tus padres. Defiende la familia.
Basílica de San Juan de Letrán, Lunes 9 de noviembre de 2015
Hermanos e hijos queridos:
Nos hará bien reflexionar con atención sobre la alta responsabilidad eclesial a la que ha sido llamado este hermano nuestro.
Nuestro Señor Jesucristo, enviado por el Padre para redimir a los hombres, mandó a su vez al mundo a los doce apóstoles para que, llenos del poder del Espíritu Santo, anunciaran el Evangelio a todos los pueblos y, reuniéndolos bajo el único Pastor, los santificaran y los guiaran hacia la salvación.
Con el fin de perpetuar de generación en generación este ministerio apostólico, los Doce designaron colaboradores transmitiéndoles, por la imposición de las manos el don del Espíritu recibido de Cristo, que confería la plenitud del sacramento del Orden. Así, a través de la ininterrumpida sucesión de los obispos en la tradición viva de la Iglesia, se ha conservado este ministerio primario y la obra del Salvador continúa y se desarrolla hasta nuestros días.
En el obispo, rodeado de su presbiterio, se hace presente en medio de vosotros el mismo Señor Nuestro Jesucristo, sumo y eterno sacerdote.
En realidad, es Cristo mismo quien en el ministerio del obispo continúa predicando el Evangelio de la salvación y santificando a los creyentes por medio de los sacramentos de la fe. En la paternidad del obispo, es Cristo quien incrementa con nuevos miembros su cuerpo que es la Iglesia; es también él quien, en la sabiduría y prudencia del obispo, guía al Pueblo de Dios en su peregrinar terreno hacia la felicidad eterna.
Acoged, pues, con alegría y gratitud a este hermano nuestro que nosotros, obispos, asociamos hoy por la imposición de las manos al colegio episcopal. Dadle el honor que merece todo ministro de Cristo y dispensador de los misterios de Dios, a quien le ha sido confiado el testimonio del Evangelio y el ministerio del Espíritu para la santificación. Tened presentes las palabras de Jesús a los Apóstoles: «El que a vosotros escucha, a mí me escucha; el que a vosotros rechaza, a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado» (Lc 10,16).
En cuanto a ti, hermano querido, elegido por el Señor, considera que has sido escogido de entre los hombres y constituido para los hombres en las cosas que conciernen a Dios. En efecto, el episcopado es el nombre de un servicio, no de un honor, porque corresponde al obispo más el servir que el dominar, según el mandamiento del Maestro: «El mayor entre vosotros se ha de hacer como el menor, y el que gobierna, como el que sirve» (Lc 22,26).
Proclama la Palabra en toda ocasión oportuna y, también a veces, inoportuna; amonesta, reprende, pero siempre con dulzura; exhorta con toda paciencia y deseo de instruir (cf. 2 Tm 4,2). Que tus palabras sean sencillas, de manera que todos las entiendan, que no sean largas homilías. Déjame decirte que te acuerdes de tu padre, de lo contento que se puso por haber encontrado cerca del pueblo otra parroquia donde se celebraba la Misa sin homilía. Que las homilías sean efectivamente transmisión de la gracia de Dios: sencillas, que todos las comprendan y les ayuden a ser mejores.
En la Iglesia que te ha sido encomendada —aquí en Roma, de manera concreta—, quisiera confiarte a los presbíteros, a los seminaristas: Tú tienes ese carisma. Sé fiel custodio y dispensador de los misterios de Cristo. Puesto por el Padre a la cabeza de su familia, sigue siempre el ejemplo del Buen Pastor, que conoce a sus ovejas, al que ellas reconocen y que no dudó en dar la vida por ellas.
Con tu corazón, ama con amor de padre y de hermano a todos aquellos que Dios te confía: como he dicho, sobre todo a los presbíteros y a los diáconos, a los seminaristas; pero también a los pobres, a los indefensos y a cuantos tienen necesidad de ayuda y protección. Exhorta a los fieles a cooperar en el compromiso apostólico, y escúchalos de buena gana y con paciencia. Muchas veces se necesita tanta paciencia... pero así es como se construye el Reino de Dios.
Acuérdate de que debes interesarte por los que no pertenecen al único rebaño de Cristo, pues también ellos te han sido confiados en el Señor.
Recuerda que en la Iglesia católica, reunida por el vínculo de la caridad, estás unido al colegio de los obispos y llamado a participar en la solicitud por todas las Iglesias, socorriendo generosamente a las más necesitadas de ayuda. Y, ya cercanos al inicio del Año de la Misericordia, te pido como hermano que seas misericordioso. La Iglesia y el mundo tienen necesidad de mucha misericordia. Enseña a los presbíteros y a los seminaristas el camino de la misericordia. Con palabras, sí, pero sobre todo con tu actitud. La misericordia del Padre acoge siempre, siempre tiene lugar en su corazón, jamás echa fuera a nadie. Espera, espera... Esto deseo para ti: tanta misericordia.
Vela con amor por todo el rebaño, en el que el Espíritu Santo te pone para que gobiernes la Iglesia de Dios: en el nombre del Padre, cuya imagen haces presente; en el nombre de Jesucristo su Hijo, por quien has sido constituido maestro, sacerdote y pastor; en el nombre del Espíritu Santo, que da vida a la Iglesia y con su poder sostiene nuestra debilidad.
El Santo Padre, durante el rito de la entrega del anillo episcopal, añadió estas palabras:
No te olvides de que antes de este anillo estaba el de tus padres. Defiende la familia.
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