DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN UN SEMINARIO PARA OBISPOS DE LOS TERRITORIOS DE MISIÓN ORGANIZADO POR LA CONGREGACIÓN PARA LA EVANGELIZACIÓN DE LOS PUEBLOS
Sábado, 8 septiembre 2018
Queridos hermanos, ¡buenos días!
Estoy contento de encontraros con ocasión de vuestro seminario de formación. Con vosotros saludo a las comunidades que os han sido confiadas: los sacerdotes, los religiosos y las religiosas, los catequistas y los fieles laicos. Estoy agradecido con el cardenal Filoni por las palabras que me ha dirigido y doy las gracias también a monseñor Rugambwa y monseñor Dal Toso.
¿Quién es el obispo? Preguntémonos sobre nuestra identidad de pastores para tener más conciencia, aun sabiendo que no existe un modelo estándar idéntico en todos los lugares. El ministerio del obispo da escalofríos, por lo grande del misterio que lleva en sí. Gracias a la efusión del Espíritu Santo, el obispo está configurado a Cristo Pastor y Sacerdote. Está llamado a tener las características del Buen Pastor y hacer propio el corazón del sacerdocio, es decir la ofrenda de la vida. Por tanto no vive para sí, sino que se esfuerza por dar la vida a las ovejas, en particular a las más débiles y en peligro. Por esto el obispo siente una auténtica compasión por las multitudes de hermanos que son como ovejas sin pastor (cf. Marcos 6, 34) y por quienes de varias maneras son descartados. Os pido tener gestos y palabras de especial consuelo por los que experimentan marginalidad y degrado; más que otros tienen necesidad de percibir la predilección del Señor, de la que sois manos atentas.
¿Quién es el obispo? Quisiera con vosotros esbozar tres rasgos esenciales: es hombre de oración, hombre de anuncio y hombre de comunión.
Hombre de oración. El obispo es sucesor de los apóstoles y como los apóstoles es llamado por Jesús para estar con Él (cf. Marcos 3, 14). Allí encuentra su fuerza y su confianza. Delante del tabernáculo aprende a fiarse y a encomendar al Señor. Así madura en él la conciencia de que también de noche, cuando duerme, o de día, entre cansancio y sudor en el campo que cultiva, la semilla madura (cf. Marcos 4, 26-29). La oración no es para el obispo devoción, sino necesidad; no es un compromiso entre tantos, sino un indispensable ministerio de intercesión: él debe llevar cada día delante de Dios a las personas y a las situaciones. Como Moisés, tiende las manos al cielo a favor de su pueblo (cf. Éxodo 17, 8-13) y es capaz de insistir con el Señor (cf. Éxodo 33, 11-14), de negociar con el Señor, como Abrahám. La parresía de la oración. Una oración sin parresía no es oración. ¡Este es el Pastor que reza! Uno que tiene la valentía de discutir con Dios por su rebaño. Activo en la oración, comparte la pasión y la cruz de su Señor. Nunca apagado, busca constantemente parecerse a Él, en camino para convertirse como Jesús en víctima y altar para la salvación de su pueblo. Y esto no viene del saber muchas cosas, sino del conocer una cosa sola cada día en la oración: «Jesucristo, y éste crucificado» (1 Corintios 2, 2). Porque es fácil llevar una cruz en el pecho, pero el Señor nos pide llevar una más pesada sobre los hombros y el corazón: nos pide compartir su cruz. Pedro, cuando explicó a los fieles qué debían hacer los diáconos recientemente creados, añade — y vale también para nosotros, obispos: «La oración y el anuncio de la Palabra». En el primer lugar la oración. A mí me gusta hacer la pregunta a cada obispo: «¿Cuántas horas rezas al día?».
Hombre del anuncio. Sucesor de los apóstoles, el obispo advierte como propio el mandato que Jesús les da: «Id por todo el mundo, y proclamad la Buena Nueva» (Marcos 16, 15). «Id»: el Evangelio no se anuncia sentados, sino en camino. El obispo no vive en la oficina, como un administrador de una empresa, sino entre la gente, en los caminos del mundo, como Jesús. Lleva a su Señor donde no es conocido, donde está desfigurado y perseguido. Y saliendo de sí se encuentra a sí mismo. No se complace del confort, no le gusta la vida tranquila y no ahorra energías, no se siente príncipe, trabaja para los otros, abandonándose a la fidelidad de Dios. Si buscase aferrarse y seguridades mundanas, no sería un verdadero apóstol del Evangelio.
¿Y cuál es el estilo del anuncio? Testimoniar con humildad el amor de Dios, precisamente como ha hecho Jesús, que por amor se ha humillado. El anuncio del Evangelio sufre las tentaciones del poder, de la satisfacción, del retorno de imagen, de la mundanidad. La mundanidad. Cuidado con la mundanidad. Está siempre el riesgo de cuidar más la forma que la sustancia, transformarse en actores más que en testigos, de aguar la Palabra de salvación proponiendo un Evangelio sin Jesús crucificado y resucitado. Pero vosotros estáis llamados a ser memorias vivas del Señor, para recordar a la Iglesia que anunciar significa dar la vida, sin medias tintas, preparados también a aceptar el sacrificio total de sí.
Y tercero, hombre de comunión. El obispo no puede tener todas las capacidades, el conjunto de los carismas —algunos creen tenerlas, ¡pobrecillos!— pero está llamado a tener el carisma del conjunto, es decir a tener unidos, a cementar la comunión. La Iglesia necesita unión, no de solistas fuera del coro o de líderes de batallas personales. El Pastor reúne: obispo para su fieles, es cristiano con sus fieles. No hace noticia en los periódicos, no busca el consenso del mundo, no está interesado en tutelar su buen nombre, sino que ama tejer la comunión implicándose en primera persona y actuando con humildad. No sufre la falta de protagonismo, sino que vive arraigado en su territorio, rechazando la tentación de alejarse frecuentemente de la diócesis —la tentación de los «obispos de aeropuerto»— y huyendo de la búsqueda de glorias propias.
No se cansa de escuchar. No se basa en proyectos hechos en la mesa, sino que se deja interpelar por la voz del Espíritu, que ama hablar a través de la fe de los sencillos. Se convierte en todo uno con su gente y sobre todo con su presbiterio, siempre disponible a recibir y animar a sus sacerdotes. Promueve con el ejemplo, más que con las palabras, una genuina fraternidad sacerdotal, mostrando a los sacerdotes que se es Pastores por el rebaño, no por razones de prestigio o de carrera, que es tan feo. No seáis trepadores, por favor, ni ambiciosos: alimentad el rebaño de Dios «no tiranizando a los que os ha tocado cuidar sino siendo modelos de la grey» (1 Pedro 5, 3).
Y después, queridos hermanos, huid del clericalismo, «manera anómala de entender la autoridad en la Iglesia, tan común en muchas comunidades en las que se han dado las conductas de abuso sexual, de poder y de conciencia». El clericalismo — corroe la comunión, en cuanto «genera una escisión en el cuerpo eclesial que beneficia y ayuda a perpetuar muchos de los males que hoy denunciamos. Decir no al abuso —tanto de poder, de conciencia, cualquier abuso— es decir enérgicamente no a cualquier forma de clericalismo» (Carta al Pueblo de Dios, 20 agosto 2018). Por tanto no os sintáis señores del rebaño —vosotros no sois patrones del rebaño— incluso si otros lo hicieran o si ciertas costumbres del lugar lo favorecen. El pueblo de Dios, por el cual y al cual estáis ordenados, os sienta padres, no padrones; padres atentos: nadie debe mostrar hacia vosotros actitudes de sumisión. En esta coyuntura histórica parecen acentuarse en varias partes ciertas tendencias de «liderismo». Mostrarse hombres fuertes, que mantienen las distancias y mandan sobre los demás, podría parecer cómodo y fascinante, pero no es evangélico. Provoca daños a menudo irreparables al rebaño, por el cual Cristo ha dado la vida con amor, abajándose y aniquilándose. Sed por tanto hombres pobres de bien y ricos de relación, nunca duros y ásperos, sino afables, pacientes, sencillos y abiertos.
Quisiera también pediros tener en el corazón, en particular, algunas realidades:
Las familias. Incluso penalizadas por una cultura que trasmite la lógica de lo provisional y privilegia derechos individuales, permanecen las primeras células de toda sociedad y las primera Iglesias, por Iglesias domésticas. Promoved recorridos de preparación al matrimonio y de acompañamiento para las familias: serán semillas que darán fruto a su tiempo. Defended la vida del feto como la del anciano, ayudad a los padres y a los abuelos en su misión.
Los seminarios. Son los viveros del mañana. Allí sois de casa. Verificad atentamente que son guiados por hombres de Dios, educadores capaces y maduros, que con la ayuda de las mejores ciencias humanas garantice la formación de perfiles humanos sanos, abiertos, auténticos, sinceros. Dad prioridad al discernimiento vocacional para ayudar a los jóvenes a reconocer la voz de Dios entre las muchas que resuenan en los oídos y en el corazón.
Los jóvenes, por tanto, a los que se dedicará el inminente Sínodo. Pongámonos a la escucha, dejémonos provocar por ellos, acojamos los deseos, las dudas, las críticas y las crisis. Son el futuro de la Iglesia, son el futuro de la sociedad: un mundo mejor depende de ellos. También cuando parecen infectados por el virus del consumismo y del hedonismo, no les pongamos en cuarentena; busquémosles, escuchemos su corazón que suplica vida e implora libertad. Ofrezcámosles el Evangelio con valentía.
Los pobres. Amarles significa luchar contra todas las pobrezas, espirituales y materiales. Dedicad tiempo y energías a los últimos, sin miedo de mancharnos las manos. Como apóstoles de la caridad alcanzad las periferias humanas y existenciales de vuestras diócesis.
Finalmente, queridos hermanos, desconfiad, os pido, de la tibieza que lleva a la mediocridad y a la pereza, ese «démon de midi». Desconfiad de aquello. Desconfiad de la tranquilidad que esquiva el sacrificio; de la prisa pastoral que lleva al intolerancia; de la abundancia de bienes que desfigura el Evangelio. ¡No os olvidéis de que el diablo entra por el bolsillo! Os deseo una santa inquietud por el Evangelio, la única inquietud que da paz. Os doy las gracias por la escucha y os bendigo, en la alegría de tenernos como los más queridos entre los hermanos. Y os pido, por favor, que no os olvidéis de rezar y hacer rezar por mí. Gracias.
Textos para la pastoral litúrgica de la Misa y otras celebraciones litúrgicas, en España. Se proponen los textos en castellano (y el de la edición "typica" en latín) elegidos por el autor entre las variantes posibles de la Liturgia ordinaria de la Iglesia. En cada entrada de la misa diaria primero se recoge un texto sobre Liturgia, luego el Calendario Litúrgico de España. Después viene la Misa del día. Al final se describen los santos y beatos del día siguiente, según el Martirologio Romano.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario
No publico comentarios anónimos.