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domingo, 22 de septiembre de 2019

Domingo 27 octubre 2019, XXX Domingo del Tiempo Ordinario, Lecturas ciclo C.

XXX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO

Monición de entrada
Año C
Nos ha convocado el Señor para la celebración de la eucaristía en el día del Señor y el día de la Iglesia. Una vez más llega hasta nosotros el mensaje de su infinita misericordia. El conoce lo que hay en el interior de nuestro corazón y, ante nuestra sincera actitud de humildad y nuestra sincera petición de perdón, renueva siempre su propuesta de amor y misericordia para con todos nosotros.

Acto penitencial
Todo como en el Ordinario de la Misa. Para la tercera fórmula pueden usarse las siguientes invocaciones:
Año C
- Tú, que estás cerca de los atribulados: Señor, ten piedad.
R. Señor, ten piedad.
- Tú, que salvas a los abatidos: Cristo, ten piedad.
R. Cristo, ten piedad.
- Tú, que nos libras de nuestras angustias: Señor, ten piedad.
R. Señor, ten piedad.
En lugar del acto penitencial, se puede celebrar el rito de la bendición y de la aspersión del agua bendita.

LITURGIA DE LA PALABRA
Lecturas del XXX Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo C.

PRIMERA LECTURA Eclo 35, 12-14. 16-18
La oración del humilde atraviesa las nubes
Lectura del libro del Eclesiástico.

El Señor es juez,
y para él no cuenta el prestigio de las personas.
Para él no hay acepción de personas en perjuicio del pobre,
sino que escucha la oración del oprimido.
No desdeña la súplica del huérfano,
ni a la viuda cuando se desahoga en su lamento.
Quien sirve de buena gana, es bien aceptado,
y su plegaria sube hasta las nubes.
La oración del humilde atraviesa las nubes,
y no se detiene hasta que alcanza su destino.
No desiste hasta que el Altísimo lo atiende,
juzga a los justos y les hace justicia.
El Señor no tardará.

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Salmo responsorial Sal 33, 2-3. 17-18. 19 y 23 (R.: 7ab)
R. El afligido invocó al Señor, y él lo escuchó.
Pauper clamávit, et Dóminus exaudívit eum.

V. Bendigo al Señor en todo momento,
su alabanza está siempre en mi boca;
mi alma se gloría en el Señor:
que los humildes lo escuchen y se alegren.
R. El afligido invocó al Señor, y él lo escuchó.
Pauper clamávit, et Dóminus exaudívit eum.

V. El Señor se enfrenta con los malhechores,
para borrar de la tierra su memoria.
Cuando uno grita, el Señor lo escucha
y lo libra de sus angustias.
R. El afligido invocó al Señor, y él lo escuchó.
Pauper clamávit, et Dóminus exaudívit eum.

V. El Señor está cerca de los atribulados,
salva a los abatidos.
El Señor redime a sus siervos,
no será castigado quien se acoge a él.
R. El afligido invocó al Señor, y él lo escuchó.
Pauper clamávit, et Dóminus exaudívit eum.

SEGUNDA LECTURA 2 Tim 4, 6-8. 16-18
Me está reservada la corona de la justicia
Lectura de la segunda carta del apóstol san Pablo a Timoteo.

Querido hermano:
Yo estoy a punto de ser derramado en libación y el momento de mi partida es inminente.
He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe.
Por lo demás, me está reservada la corona de la justicia, que el Señor, juez justo, me dará en aquel día; y no solo a mí, sino también a todos los que hayan aguardado con amor su manifestación.
En mi primera defensa, nadie estuvo a mi lado, sino que todos me abandonaron. ¡No les sea tenido en cuenta!
Mas el Señor estuvo a mi lado y me dio fuerzas para que, a través de mí, se proclamara plenamente el mensaje y lo oyeran todas las naciones. Y fui librado de la boca del león.
El Señor me librará de toda obra mala y me salvará llevándome a su reino celestial.
A él la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

Palabra de Dios.
R. Te alabamos, Señor.

Aleluya 2 Co 5, 19ac
R. Aleluya, aleluya, aleluya.
V. Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo consigo, y ha puesto en nosotros el mensaje de la reconciliación. R.
Deus erat in Christo mundum reconcílians sibi, et pósuit in nobis verbum reconciliatiónis.

EVANGELIO Lc 18, 9-14
El publicano bajó a su casa justificado, y el fariseo, no
Lectura del santo Evangelio según San Lucas.
R. Gloria a ti, Señor.

En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola a algunos que se confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás:
«Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior:
“¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”.
El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo:
“Oh Dios!, ten compasión de este pecador”.
Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».

Palabra del Señor.
R. Gloria a ti, Señor Jesús.

PAPA FRANCISCO
Audiencia general, Miércoles, 3 de enero de 2018.
El acto penitencial.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Retomando las catequesis sobre la celebración eucarística, consideramos hoy, en nuestro contexto de los ritos de introducción, el acto penitencial. En su sobriedad, esto favorece la actitud con la que disponerse a celebrar dignamente los santos misterios, o sea, reconociendo delante de Dios y de los hermanos nuestros pecados, reconociendo que somos pecadores. La invitación del sacerdote, de hecho, está dirigida a toda la comunidad en oración, porque todos somos pecadores. ¿Qué puede donar el Señor a quien tiene ya el corazón lleno de sí, del propio éxito? Nada, porque el presuntuoso es incapaz de recibir perdón, lleno como está de su presunta justicia. Pensemos en la parábola del fariseo y del publicano, donde solamente el segundo –el publicano– vuelve a casa justificado, es decir perdonado (cf. Lc 18, 9-14). Quien es consciente de las propias miserias y baja los ojos con humildad, siente posarse sobre sí la mirada misericordiosa de Dios. Sabemos por experiencia que solo quien sabe reconocer los errores y pedir perdón recibe la comprensión y el perdón de los otros. Escuchar en silencio la voz de la conciencia permite reconocer que nuestros pensamientos son distantes de los pensamientos divinos, que nuestras palabras y nuestras acciones son a menudo mundanas, guiadas por elecciones contrarias al Evangelio. Por eso, al principio de la misa, realizamos comunitariamente el acto penitencial mediante una fórmula de confesión general, pronunciada en primera persona del singular. Cada uno confiesa a Dios y a los hermanos «que ha pecado en pensamiento, palabras, obra y omisión». Sí, también en omisión, o sea, que he dejado de hacer el bien que habría podido hacer. A menudo nos sentimos buenos porque –decimos– «no he hecho mal a nadie». En realidad, no basta con hacer el mal al prójimo, es necesario elegir hacer el bien aprovechando las ocasiones para dar buen testimonio de que somos discípulos de Jesús. Está bien subrayar que confesamos tanto a Dios como a los hermanos ser pecadores: esto nos ayuda a comprender la dimensión del pecado que, mientras nos separa de Dios, nos divide también de nuestros hermanos, y viceversa. El pecado corta: corta la relación con Dios y corta la relación con los hermanos, la relación en la familia, en la sociedad, en la comunidad: El pecado corta siempre, separa, divide.
Las palabras que decimos con la boca están acompañadas del gesto de golpearse el pecho, reconociendo que he pecado precisamente por mi culpa, y no por la de otros. Sucede a menudo que, por miedo o vergüenza, señalamos con el dedo para acusar a otros. Cuesta admitir ser culpables, pero nos hace bien confesarlo con sinceridad. Confesar los propios pecados. Yo recuerdo una anécdota, que contaba un viejo misionero, de una mujer que fue a confesarse y empezó a decir los errores del marido; después pasó a contar los errores de la suegra y después los pecados de los vecinos. En un momento dado, el confesor dijo: «Pero, señora, dígame, ¿ha terminado? – Muy bien: usted ha terminado con los pecados de los demás. Ahora empiece a decir los suyos». ¡Decir los propios pecados!
Después de la confesión del pecado, suplicamos a la beata Virgen María, los ángeles y los santos que recen por nosotros ante el Señor. También en esto es valiosa la comunión de los santos: es decir, la intercesión de estos «amigos y modelos de vida» (Prefacio del 1 de noviembre) nos sostiene en el camino hacia la plena comunión con Dios, cuando el pecado será definitivamente anulado.
Además del «Yo confieso», se puede hacer el acto penitencial con otras fórmulas, por ejemplo: «Piedad de nosotros, Señor / Contra ti hemos pecado. / Muéstranos Señor, tu misericordia. / Y dónanos tu salvación» (cf. Sal 123, 3; Sal 85, 8; Jr 14, 20). Especialmente el domingo se puede realizar la bendición y la aspersión del agua en memoria del Bautismo (cf. OGMR, 51), que cancela todos los pecados. También es posible, como parte del acto penitencial, cantar el Kyrie eléison: con una antigua expresión griega, aclamamos al Señor –Kyrios– e imploramos su misericordia (ibid., 52).
La Sagrada escritura nos ofrece luminosos ejemplos de figuras «penitentes» que, volviendo a sí mismos después de haber cometido el pecado, encuentran la valentía de quitar la máscara y abrirse a la gracia que renueva el corazón. Pensemos en el rey David y a las palabras que se le atribuyen en el Salmo. «Tenme piedad, oh Dios, según tu amor, por tu inmensa ternura borra mi delito» (Sal 51, 3). Pensemos en el hijo pródigo que vuelve donde su padre; o en la invocación del publicano: «¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!» (Lc 18, 13). Pensemos también en san Pedro, en Zaqueo, en la mujer samaritana. Medirse con la fragilidad de la arcilla de la que estamos hechos es una experiencia que nos fortalece: mientras que nos hace hacer cuentas con nuestra debilidad, nos abre el corazón a invocar la misericordia divina que transforma y convierte. Y esto es lo que hacemos en el acto penitencial al principio de la misa.
ÁNGELUS, Plaza de San Pedro, Domingo 23 de octubre de 2016
Queridos hermanos y hermanas, ¡Buenos días!
La segunda lectura de la liturgia de hoy nos presenta la exhortación de san Pablo a Timoteo, su colaborador e hijo predilecto, en la que vuelve a pensar sobre su propia existencia de apóstol totalmente consagrada a la misión (cf 2 Tm 4, 6-8. 16-18). Viendo ya cercano el final de su camino terrenal, la describe en referencia a tres estaciones: el presente, el pasado, el futuro.
Al presente hace referencia con la metáfora del sacrificio: «porque estoy a punto de ser derramado en libación» (v. 6). Por lo que se refiere al pasado, Pablo indica su vida, transcurrida con las imágenes de la «buena batalla» y de la «carrera» de un hombre que fue coherente con sus propios compromisos y sus propias responsabilidades (cf v. 7); como consecuencia, confió en el reconocimiento futuro por parte de Dios, que es «juez justo». Pero la misión de Pablo resultó eficaz, justa y fiel solamente gracias a la cercanía y a la fuerza del Señor, que hizo de él un anunciador del Evangelio a todos los pueblos. He aquí su expresión: «el Señor me asistió y me dio fuerzas para que, por mi medio, se proclamara plenamente el mensaje y lo oyeran todos los gentiles» (v. 17).
En este relato autobiográfico de san Pablo se refleja la Iglesia, especialmente hoy, Jornada mundial misionera, cuyo tema es «Iglesia misionera, testimonio de misericordia». En Pablo la comunidad cristiana encuentra su modelo, en la convicción de que es la presencia del Señor la que hace eficaz el trabajo apostólico y la obra de evangelización. La experiencia del Apóstol de los gentiles nos recuerda que debemos comprometernos con las actividades pastorales y misioneras, por una parte, como si el resultado dependiera de nuestros esfuerzos, con el espíritu de sacrificio del atleta que no se detiene ni siquiera ante las derrotas; pero sin embargo, sabiendo que el verdadero éxito de nuestra misión es un don de la Gracia: es el Espíritu Santo quien hace eficaz la misión de la Iglesia en el mundo.
¡Hoy es tiempo de misión y es tiempo de valor! valor para reforzar los pasos titubeantes, de retomar el gusto de gastarse por el Evangelio, de retomar la confianza en la fuerza que la misión trae consigo. Es tiempo de valor, aunque tener valor no significa tener garantía de éxito. Se nos ha pedido valor para luchar, no necesariamente para vencer; para anunciar, no necesariamente para convertir. Se nos pide valor para ser alternativos al mundo, pero sin volvernos polémicos o agresivos jamás. Se nos pide valor para abrirnos a todos, pero sin disminuir lo absoluto y único de Cristo, único salvador de todos. Se nos pide valor para resistir a la incredulidad sin volvernos arrogantes. Se nos pide también el valor del publicano del Evangelio de hoy, que con humildad no se atrevía ni si quiera a levantar los ojos hacia el cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: «oh Dios, ten piedad de mí pecador». ¡Hoy es tiempo de valor! ¡Hoy se necesita valor!
Que la Virgen María, modelo de la Iglesia «en salida» y dócil ante el Espíritu Santo, nos ayude a todos a ser, en virtud de nuestro bautismo, discípulos misioneros para llevar el mensaje de la salvación a la entera familia humana.

AUDIENCIA GENERAL, Miércoles 1 de junio de 2016.
Cómo se debe rezar para obtener misericordia.

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El miércoles pasado hemos escuchado la parábola del juez y la viuda, sobre la necesidad de rezar con perseverancia. Hoy, con otra parábola, Jesús quiere enseñarnos cuál es la actitud correcta para rezar e invocar la misericordia del Padre; cómo se debe rezar; la actitud correcta para orar. Es la parábola del fariseo y del publicano (cf. Lc 18, 9-14).
Ambos protagonistas suben al templo para rezar, pero actúan de formas muy distintas, obteniendo resultados opuestos. El fariseo reza «de pie» (Lc 18, 11), y usa muchas palabras. Su oración es, sí, una oración de acción de gracias dirigida a Dios, pero en realidad es una exhibición de sus propios méritos, con sentido de superioridad hacia los «demás hombres», a los que califica como «ladrones, injustos, adúlteros», como, por ejemplo, –y señala al otro que estaba allí– «este publicano» (Lc 18, 11). Pero precisamente aquí está el problema: ese fariseo reza a Dios, pero en realidad se mira a sí mismo. ¡Reza a sí mismo! En lugar de tener ante sus ojos al Señor, tiene un espejo. Encontrándose incluso en el templo, no siente la necesidad de postrarse ante la majestad de Dios; está de pie, se siente seguro, casi como si fuese él el dueño del templo. Él enumera las buenas obras realizadas: es irreprensible, observante de la Ley más de lo debido, ayuna «dos veces por semana» y paga el «diezmo» de todo lo que posee. En definitiva, más que rezar, el fariseo se complace de la propia observancia de los preceptos. Pero sus actitudes y sus palabras están lejos del modo de obrar y de hablar de Dios, que ama a todos los hombres y no desprecia a los pecadores. Al contrario, ese fariseo desprecia a los pecadores, incluso cuando señala al otro que está allí. O sea, el fariseo, que se considera justo, descuida el mandamiento más importante: el amor a Dios y al prójimo.
No es suficiente, por lo tanto, preguntarnos cuánto rezamos, debemos preguntarnos también cómo rezamos, o mejor, cómo es nuestro corazón: es importante examinarlo para evaluar los pensamientos, los sentimientos, y extirpar arrogancia e hipocresía. Pero, pregunto: ¿se puede rezar con arrogancia? No. ¿Se puede rezar con hipocresía? No. Solamente debemos orar poniéndonos ante Dios así como somos. No como el fariseo que rezaba con arrogancia e hipocresía. Estamos todos atrapados por las prisas del ritmo cotidiano, a menudo dejándonos llevar por sensaciones, aturdidos, confusos. Es necesario aprender a encontrar de nuevo el camino hacia nuestro corazón, recuperar el valor de la intimidad y del silencio, porque es allí donde Dios nos encuentra y nos habla. Sólo a partir de allí podemos, a su vez, encontrarnos con los demás y hablar con ellos. El fariseo se puso en camino hacia el templo, está seguro de sí, pero no se da cuenta de haber extraviado el camino de su corazón.
El publicano en cambio –el otro– se presenta en el templo con espíritu humilde y arrepentido: «manteniéndose a distancia, no se atrevía ni a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho» (Lc 18, 13). Su oración es muy breve, no es tan larga como la del fariseo: «¡Oh Dios! ¡Ten compasión de mí, que soy pecador!». Nada más. ¡Hermosa oración! En efecto, los recaudadores de impuestos –llamados precisamente, «publicanos»– eran considerados personas impuras, sometidas a los dominadores extranjeros, eran mal vistos por la gente y en general se los asociaba con los «pecadores». La parábola enseña que se es justo o pecador no por pertenencia social, sino por el modo de relacionarse con Dios y por el modo de relacionarse con los hermanos. Los gestos de penitencia y las pocas y sencillas palabras del publicano testimonian su consciencia acerca de su mísera condición. Su oración es esencial Se comporta como alguien humilde, seguro sólo de ser un pecador necesitado de piedad. Si el fariseo no pedía nada porque ya lo tenía todo, el publicano sólo puede mendigar la misericordia de Dios. Y esto es hermoso: mendigar la misericordia de Dios. Presentándose «con las manos vacías», con el corazón desnudo y reconociéndose pecador, el publicano muestra a todos nosotros la condición necesaria para recibir el perdón del Señor. Al final, precisamente él, así despreciado, se convierte en imagen del verdadero creyente.
Jesús concluye la parábola con una sentencia: «Os digo que este –o sea el publicano – bajó a su casa justificado y aquel no. Porque todo el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado» (Lc 18, 14). De estos dos, ¿quién es el corrupto? El fariseo. El fariseo es precisamente la imagen del corrupto que finge rezar, pero sólo logra pavonearse ante un espejo. Es un corrupto y simula estar rezando. Así, en la vida quien se cree justo y juzga a los demás y los desprecia, es un corrupto y un hipócrita. La soberbia compromete toda acción buena, vacía la oración, aleja de Dios y de los demás. Si Dios prefiere la humildad no es para degradarnos: la humildad es más bien la condición necesaria para ser levantados de nuevo por Él, y experimentar así la misericordia que viene a colmar nuestros vacíos. Si la oración del soberbio no llega al corazón de Dios, la humildad del mísero lo abre de par en par. Dios tiene una debilidad: la debilidad por los humildes. Ante un corazón humilde, Dios abre totalmente su corazón. Es esta la humildad que la Virgen María expresa en el cántico del Magníficat: «Ha puesto los ojos en la humildad de su esclava. […] su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen» (Lc 1, 48.50). Que nos ayude ella, nuestra Madre, a rezar con corazón humilde. Y nosotros, repetimos tres veces, esa bonita oración: «Oh Dios, ten piedad de mí, que soy un pecador».


Papa Benedicto XVI
Homilía Misa conclusiva del Sínodo de Oriente Medio
Basílica Vaticana, Domingo 24 de octubre de 2010
Venerados hermanos; ilustres señores y señoras; queridos hermanos y hermanas:
(...) Esta mañana hemos dejado el aula del Sínodo y hemos venido "al templo para orar"; por esto, nos atañe directamente la parábola del fariseo y el publicano que Jesús relata y el evangelista san Lucas nos refiere (cf. Lc 18, 9-14). Como el fariseo, también nosotros podríamos tener la tentación de recordar a Dios nuestros méritos, tal vez pensando en el trabajo de estos días. Pero, para subir al cielo, la oración debe brotar de un corazón humilde, pobre. Por tanto, también nosotros, al concluir este acontecimiento eclesial, deseamos ante todo dar gracias a Dios, no por nuestros méritos, sino por el don que él nos ha hecho. Nos reconocemos pequeños y necesitados de salvación, de misericordia; reconocemos que todo viene de él y que sólo con su gracia se realizará lo que el Espíritu Santo nos ha dicho. Sólo así podremos "volver a casa" verdaderamente enriquecidos, más justos y más capaces de caminar por las sendas del Señor.
La primera lectura y el salmo responsorial insisten en el tema de la oración, subrayando que es tanto más poderosa en el corazón de Dios cuanto mayor es la situación de necesidad y aflicción de quien la reza. "La oración del pobre atraviesa las nubes" afirma el Sirácida (Si 35, 17); y el salmista añade: "El Señor está cerca de los que tienen el corazón roto, salva a los espíritus hundidos" (Sal 34, 19). Tenemos presentes a tantos hermanos y hermanas que viven en Oriente Medio y que se encuentran en situaciones difíciles, a veces muy duras, tanto por los problemas materiales como por el desaliento, el estado de tensión y, a veces, de miedo. La Palabra de Dios hoy nos ofrece también una luz de esperanza consoladora, donde presenta la oración, personificada, que "no desiste hasta que el Altísimo lo atiende, juzga a los justos y les hace justicia" (Si 35, 18). También este vínculo entre oración y justicia nos hace pensar en tantas situaciones en el mundo, especialmente en Oriente Medio. El grito del pobre y del oprimido encuentra eco inmediato en Dios, que quiere intervenir para abrir una vía de salida, para restituir un futuro de libertad, un horizonte de esperanza.
Esta confianza en el Dios cercano, que libera a sus amigos, es la que testimonia el apóstol san Pablo en la epístola de hoy, tomada de la segunda carta a Timoteo. Al ver ya cercano el final de su vida terrena, san Pablo hace un balance: "He competido en la noble competición, he llegado a la meta en la carrera, he conservado la fe" (2Tm 4, 7). Para cada uno de nosotros, queridos hermanos en el episcopado, este es un modelo que hay que imitar: que la Bondad divina nos conceda hacer nuestro un balance análogo. "Pero el Señor, –prosigue san Pablo– me asistió y me dio fuerzas para que, por mi medio, se proclamara plenamente el mensaje y lo oyeran todos los gentiles" (2Tm 4, 17). Es una palabra que resuena con especial fuerza en este domingo en que celebramos la Jornada mundial de las misiones. Comunión con Jesús crucificado y resucitado, testimonio de su amor. La experiencia del Apóstol es paradigmática para todo cristiano, especialmente para nosotros, los pastores. Hemos compartido un momento fuerte de comunión eclesial. Ahora nos separamos para volver cada uno a su misión, pero sabemos que permanecemos unidos, permanecemos en su amor (...).

DIRECTORIO HOMILÉTICO
Ap I. La homilía y el Catecismo de la Iglesia Católica.
Ciclo C. Trigésimo domingo del Tiempo Ordinario.
La humildad es el fundamento de la oración
588 Jesús escandalizó a los fariseos comiendo con los publicanos y los pecadores (cf. Lc 5, 30) tan familiarmente como con ellos mismos (cf. Lc 7, 36; Lc 11, 37; Lc 14, 1). Contra algunos de los "que se tenían por justos y despreciaban a los demás" (Lc 18, 9; cf. Jn 7, 49; Jn 9, 34), Jesús afirmó: "No he venido a llamar a conversión a justos, sino a pecadores" (Lc 5, 32). Fue más lejos todavía al proclamar frente a los fariseos que, siendo el pecado una realidad universal (cf. Jn 8, 33-36), los que pretenden no tener necesidad de salvación se ciegan con respecto a sí mismos (cf. Jn 9, 40–41).
2559 "La oración es la elevación del alma a Dios o la petición a Dios de bienes convenientes"(San Juan Damasceno, f. o. 3, 24). ¿Desde dónde hablamos cuando oramos? ¿Desde la altura de nuestro orgullo y de nuestra propia voluntad, o desde "lo más profundo" (Sal 130, 1-4) de un corazón humilde y contrito? El que se humilla es ensalzado (cf Lc 18, 9-14). La humildad es la base de la oración. "Nosotros no sabemos pedir como conviene"(Rm 8, 26). La humildad es una disposición necesaria para recibir gratuitamente el don de la oración: el hombre es un mendigo de Dios (cf San Agustín, serm 56, 6, 9).
2613 S. Lucas nos ha trasmitido tres parábolas principales sobre la oración:
La primera, "el amigo importuno" (cf Lc 11, 5-13), invita a una oración insistente: "Llamad y se os abrirá". Al que ora así, el Padre del cielo "le dará todo lo que necesite", y sobre todo el Espíritu Santo que contiene todos los dones.
La segunda, "la viuda importuna" (cf Lc 18, 1-8), está centrada en una de las cualidades de la oración: es necesario orar siempre, sin cansarse, con la paciencia de la fe. "Pero, cuando el Hijo del hombre venga, ¿encontrará fe sobre la tierra?"
La tercera parábola, "el fariseo y el publicano" (cf Lc 18, 9-14), se refiere a la humildad del corazón que ora. "Oh Dios, ten compasión de mí que soy pecador". La Iglesia no cesa de hacer suya esta oración: "¡Kyrie eleison!".
2631 La petición de perdón es el primer movimiento de la oración de petición (cf el publicano: "ten compasión de mí que soy pecador": Lc 18, 13). Es el comienzo de una oración justa y pura. La humildad confiada nos devuelve a la luz de la comunión con el Padre y su Hijo Jesucristo, y de los unos con los otros (cf 1 Jn 1, 7-1 Jn 2, 2): entonces "cuanto pidamos lo recibimos de El" (1Jn 3, 22). Tanto la celebración de la eucaristía como la oración personal comienzan con la petición de perdón.
Jesús satisface la oración de la fe
2616 La oración a Jesús ya ha sido escuchada por él durante su ministerio, a través de los signos que anticipan el poder de su muerte y de su resurrección: Jesús escucha la oración de fe expresada en palabras (el leproso: cf Mc 1, 40-41; Jairo: cf Mc 5, 36; la cananea: cf Mc 7, 29; el buen ladrón: cf Lc 23, 39-43), o en silencio (los portadores del paralítico: cf Mc 2, 5; la hemorroísa que toca su vestido: cf Mc 5, 28; las lágrimas y el perfume de la pecadora: cf Lc 7, 37-38). La petición apremiante de los ciegos: "¡Ten piedad de nosotros, Hijo de David!" (Mt 9, 27) o "¡Hijo de David, ten compasión de mí!" (Mc 10, 48) ha sido recogida en la tradición de la Oración a Jesús: "¡Jesús, Cristo, Hijo de Dios, Señor, ten piedad de mí, pecador!" Curando enfermedades o perdonando pecados, Jesús siempre responde a la plegaria que le suplica con fe: "Ve en paz, ¡tu fe te ha salvado!".
San Agustín resume admirablemente las tres dimensiones de la oración de Jesús: "Orat pro nobis ut sacerdos noster, orat in nobis ut caput nostrum, oratur a nobis ut Deus noster. Agnoscamus ergo et in illo voces nostras et voces eius in nobis" ("Ora por nosotros como sacerdote nuestro; ora en nosotros como cabeza nuestra; a El dirige nuestra oración como a Dios nuestro. Reconozcamos, por tanto, en El nuestras voces; y la voz de El, en nosotros", Sal 85, 1; cf IGLH 7).
La adoración, la disposición del hombre que se reconoce criatura delante del Señor
2628 La adoración es la primera actitud del hombre que se reconoce criatura ante su Creador. Exalta la grandeza del Señor que nos ha hecho (cf Sal 95, 1-6) y la omnipotencia del Salvador que nos libera del mal. Es la acción de humillar el espíritu ante el "Rey de la gloria" (Sal 24, 9-10) y el silencio respetuoso en presencia de Dios "siempre mayor" (S. Agustín, Sal 62, 16). La adoración de Dios tres veces santo y soberanamente amable nos llena de humildad y da seguridad a nuestras súplicas.
La oración de perdón es el primer motivo de la oración de petición
2631 La petición de perdón es el primer movimiento de la oración de petición (cf el publicano: "ten compasión de mí que soy pecador": Lc 18, 13). Es el comienzo de una oración justa y pura. La humildad confiada nos devuelve a la luz de la comunión con el Padre y su Hijo Jesucristo, y de los unos con los otros (cf 1Jn 1, 7 - 1Jn 2, 2): entonces "cuanto pidamos lo recibimos de El" (1Jn 3, 22). Tanto la celebración de la eucaristía como la oración personal comienzan con la petición de perdón.

San Josemaría Escrivá, Amigos de Dios 249-255
Cada uno de vosotros, si quiere, puede encontrar el propio cauce, para este coloquio con Dios. No me gusta hablar de métodos ni de fórmulas, porque nunca he sido amigo de encorsetar a nadie: he procurado animar a todos a acercarse al Señor, respetando a cada alma tal como es, con sus propias características. Pedidle que meta sus designios en nuestra vida: no sólo en la cabeza, sino en la entraña del corazón y en toda nuestra actividad externa. Os aseguro que de este modo os ahorraréis gran parte de los disgustos y de las penas del egoísmo, y os sentiréis con fuerza para extender el bien a vuestro alrededor. ¡Cuántas contrariedades desaparecen, cuando interiormente nos colocamos bien próximos a ese Dios nuestro, que nunca abandona! Se renueva, con distintos matices, ese amor de Jesús por los suyos, por los enfermos, por los tullidos, que pregunta: ¿qué te pasa? Me pasa... Y, enseguida, luz o, al menos, aceptación y paz.
Al invitarte a esas confidencias con el Maestro me refiero especialmente a tus dificultades personales, porque la mayoría de los obstáculos para nuestra felicidad nacen de una soberbia más o menos oculta. Nos juzgamos de un valor excepcional, con cualidades extraordinarias; y, cuando los demás no lo estiman así, nos sentimos humillados. Es una buena ocasión para acudir a la oración y para rectificar, con la certeza de que nunca es tarde para cambiar la ruta. Pero es muy conveniente iniciar ese cambio de rumbo cuanto antes.
En la oración la soberbia, con la ayuda de la gracia, puede transformarse en humildad. Y brota la verdadera alegría en el alma, aun cuando notemos todavía el barro en las alas, el lodo de la pobre miseria, que se está secando. Después, con la mortificación, caerá ese barro y podremos volar muy alto, porque nos será favorable el viento de la misericordia de Dios.
250 Mirad que el Señor suspira por conducirnos a pasos maravillosos, divinos y humanos, que se traducen en una abnegación feliz, de alegría con dolor, de olvido de sí mismo. Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo [Mt 16, 24]. Un consejo que hemos escuchado todos. Hemos de decidirnos a seguirlo de verdad: que el Señor pueda servirse de nosotros para que, metidos en todas las encrucijadas del mundo -estando nosotros metidos en Dios-, seamos sal, levadura, luz. Tú, en Dios, para iluminar, para dar sabor, para acrecentar, para fermentar.
Pero no me olvides que no creamos nosotros esa luz: únicamente la reflejamos. No somos nosotros los que salvamos las almas, empujándolas a obrar el bien: somos tan sólo un instrumento, más o menos digno, para los designios salvadores de Dios. Si alguna vez pensásemos que el bien que hacemos es obra nuestra, volvería la soberbia, aún más retorcida; la sal perdería el sabor, la levadura se pudriría, la luz se convertiría en tinieblas.
Un personaje más
251 Cuando, en estos treinta años de sacerdocio, he insistido tenazmente en la necesidad de la oración, en la posibilidad de convertir la existencia en un clamor incesante, algunas personas me han preguntado: pero, ¿es posible conducirse siempre así? Lo es. Esa unión con Nuestro Señor no nos aparta del mundo, no nos transforma en seres extraños, ajenos al discurrir de los tiempos.
Si Dios nos ha creado, si nos ha redimido, si nos ama hasta el punto de entregar por nosotros a su Hijo unigénito [Cfr. Jn 3, 16] , si nos espera -¡cada día!- como esperaba aquel padre de la parábola a su hijo pródigo [Cfr. Lc 15, 11-32], ¿cómo no va a desear que lo tratemos amorosamente? Extraño sería no hablar con Dios, apartarse de El, olvidarle, desenvolverse en actividades ajenas a esos toques ininterrumpidos de la gracia.
252 Además, querría que os fijarais en que nadie escapa al mimetismo. Los hombres, hasta inconscientemente, se mueven en un continuo afán de imitarse unos a otros. Y nosotros, ¿abandonaremos la invitación de imitar a Jesús? Cada individuo se esfuerza, poco a poco, por identificarse con lo que le atrae, con el modelo que ha escogido para su propio talante. Según el ideal que cada uno se forja, así resulta su modo de proceder. Nuestro Maestro es Cristo: el Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Trinidad Beatísima. Imitando a Cristo, alcanzamos la maravillosa posibilidad de participar en esa corriente de amor, que es el misterio del Dios Uno y Trino.
Si en ocasiones no os sentís con fuerza para seguir las huellas de Jesucristo, cambiad palabras de amistad con los que le conocieron de cerca mientras permaneció en esta tierra nuestra. Con María, en primer lugar, que lo trajo para nosotros. Con los Apóstoles. Varios gentiles se llegaron a Felipe, natural de Betsaida, en Galilea, y le hicieron esta súplica: deseamos ver a Jesús. Felipe fue y lo dijo a Andrés, y Andrés y Felipe juntos se lo dijeron a Jesús [Jn 12, 20-22]. ¿No es cierto que esto nos anima? Aquellos extranjeros no se atreven a presentarse al Maestro, y buscan un buen intercesor.
253 ¿Piensas que tus pecados son muchos, que el Señor no podrá oírte? No es así, porque tiene entrañas de misericordia. Si, a pesar de esta maravillosa verdad, percibes tu miseria, muéstrate como el publicano [Cfr. Lc 18, 13]: ¡Señor, aquí estoy, tú verás! Y observad lo que nos cuenta San Mateo, cuando a Jesús le ponen delante a un paralítico. Aquel enfermo no comenta nada: sólo está allí, en la presencia de Dios. Y Cristo, removido por esa contrición, por ese dolor del que sabe que nada merece, no tarda en reaccionar con su misericordia habitual: ten confianza, que perdonados te son tus pecados [Mt 9, 2].
Yo te aconsejo que, en tu oración, intervengas en los pasajes del Evangelio, como un personaje más. Primero te imaginas la escena o el misterio, que te servirá para recogerte y meditar. Después aplicas el entendimiento, para considerar aquel rasgo de la vida del Maestro: su Corazón enternecido, su humildad, su pureza, su cumplimiento de la Voluntad del Padre. Luego cuéntale lo que a ti en estas cosas te suele suceder, lo que te pasa, lo que te está ocurriendo. Permanece atento, porque quizá El querrá indicarte algo: y surgirán esas mociones interiores, ese caer en la cuenta, esas reconvenciones.
254 Para dar cauce a la oración, acostumbro -quizá pueda ayudar también a alguno de vosotros- a materializar hasta lo más espiritual. Nuestro Señor utilizaba ese procedimiento. Le gustaba enseñar con parábolas, sacadas del ambiente que le rodeaba: del pastor y de las ovejas, de la vid y de los sarmientos, de barcas y de redes, de la semilla que el sembrador arroja a voleo...
En nuestra alma ha caído la Palabra de Dios. ¿Qué clase de tierra le hemos preparado? ¿Abundan las piedras? ¿Está colmada de espinos? ¿Es quizá un lugar demasiado pisado por andares meramente humanos, pequeños, sin brío? Señor, que mi parcela sea tierra buena, fértil, expuesta generosamente a la lluvia y al sol; que arraigue tu siembra; que produzca espigas granadas, trigo bueno.
Yo soy la vid y vosotros los sarmientos [Jn 15, 5]. Ha llegado septiembre y están las cepas cargadas de vástagos largos, delgados, flexibles y nudosos, abarrotados de fruto, listo ya para la vendimia. Mirad esos sarmientos repletos, porque participan de la savia del tronco: sólo así se han podido convertir en pulpa dulce y madura, que colmará de alegría la vista y el corazón de la gente [Cfr. Sal 104, 15], aquellos minúsculos brotes de unos meses antes. En el suelo quedan quizá unos palitroques sueltos, medio enterrados. Eran sarmientos también, pero secos, agostados. Son el símbolo más gráfico de la esterilidad. Porque sin Mí no podéis hacer nada [Jn 15, 5].
El tesoro. Imaginad el gozo inmenso del afortunado que lo encuentra. Se terminaron las estrecheces, las angustias. Vende todo lo que posee y compra aquel campo. Todo su corazón late allí: donde esconde su riqueza [Cfr. Mt 6, 21]. Nuestro tesoro es Cristo; no nos debe importar echar por la borda todo lo que sea estorbo, para poder seguirle. Y la barca, sin ese lastre inútil, navegará derechamente hasta el puerto seguro del Amor de Dios.
255 Hay mil maneras de orar, os digo de nuevo. Los hijos de Dios no necesitan un método, cuadriculado y artificial, para dirigirse a su Padre. El amor es inventivo, industrioso; si amamos, sabremos descubrir caminos personales, íntimos, que nos lleven a este diálogo continuo con el Señor.
Quiera Dios que, todo lo que hemos contemplado hoy, no atraviese por encima de nuestra alma como una tormenta de verano: cuatro gotas, luego el sol, y la sequía de nuevo. Esta agua de Dios tiene que remansarse, llegar a las raíces y dar fruto de virtudes. Así irán transcurriendo nuestros años -días de trabajo y de oración-, en la presencia del Padre. Si flaqueamos, acudiremos al amor de Santa María, Maestra de oración; y a San José, Padre y Señor Nuestro, a quien veneramos tanto, que es quien más íntimamente ha tratado en este mundo a la Madre de Dios y -después de Santa María- a su Hijo Divino. Y ellos presentarán nuestra debilidad a Jesús, para que El la convierta en fortaleza.

Se dice Credo.

Oración de los fieles
Año C
Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha. Oremos con toda confianza.
- Por la Iglesia santa, para que, por el diálogo y la caridad fraterna desaparezcan las tensiones y malentendidos que en su seno se puedan producir. Roguemos al Señor.
- Por todos los que trabajan por mejorar las condiciones de vida de los más necesitados, para que descubran en su esfuerzo la acción de Dios, que no es parcial contra el pobre. Roguemos al Señor.
- Por lo que se creen justos, para que, libres de su orgullo, reconozcan su pecado. Roguemos al Señor.
- Por nosotros aquí reunidos, para que no caigamos en la tentación de sentirnos seguros de nosotros mismos y de despreciar a los que no piensan ni se comportan como nosotros. Roguemos al Señor.
ESCUCHA, Señor, nuestras súplicas y ten compasión de nosotros, pecadores. Por Jesucristo, nuestro Señor.

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