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viernes, 13 de octubre de 2017

San Pablo VI, Constitución Apostólica "Indulgentiarum doctrina" (1-enero-1967).

Manual de indulgencias (4ª ed. 16-julio-1999; ed. española 2007)

CONSTITUCIÓN APOSTÓLICA INDULGENTIARUM DOCTRINA

PABLO OBISPO

SIERVO DE LOS SIERVOS DE DIOS,
PARA MEMORIA PERPETUA DE ESTE ACTO

I

1. La doctrina y el uso de las indulgencias, vigentes en la Iglesia Católica desde hace muchos siglos, se basan en el sólido fundamento de la revelación divina (1), la cual, transmitida por los apóstoles, «se desenvuelve en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo», mientras «la Iglesia camina a través de los siglos hacia la plenitud de la verdad divina, hasta que se cumplan plenamente en ella las palabras de Dios» (2).

Mas para entender debidamente esta doctrina y su uso saludable, conviene recordar algunas verdades que toda la Iglesia, iluminada por la palabra de Dios, ha creído siempre, y que los obispos, sucesores de los apóstoles, en primer lugar los Romanos Pontífices, sucesores de san Pedro, han ensenado y continúan enseñando en el transcurso de los siglos, a través de la práctica pastoral y de sus documentos doctrinales.

(1) Cf. Concilio Tridentino, sesión XXV, Decretum de indulgentiis: «Puesto que Cristo ha otorgado a la Iglesia la potestad de conceder indulgencias, y que ella desde tiempos remotos ha usado de esta potestad que le ha sido dada por Dios...»: DS 1835; cf. Mt 28, 18.

(2) Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Dei verbum, sobre la revelación divina, núm. 8: AAS, 58 (1966), p. 821; Concilio Vaticano I, Constitución dogmática Dei Filius, sobre la fe católica, cap. 4, sobre la fe y la razón: DS 3020.

2. Tal como nos enseña la revelación divina, los pecados tienen como consecuencia las penas infligidas por la santidad y la justicia divinas, penas que se han de sufrir, ya sea en este mundo, por los dolores y tribulaciones de la vida presente, y principalmente con la muerte (3), ya sea también por el fuego o las penas purificadoras en el mundo futuro (4). Por esto los fieles cristianos han de estar siempre convencidos de que el mal camino contiene muchos tropiezos y de que es áspero, espinoso y nocivo para quienes lo siguieren (5).

Estas penas las impone el justo y misericordioso juicio de Dios para purificar las almas y defender la santidad del orden moral, y para restablecer la gloria de Dios en su plena majestad. Todo pecado, en efecto, implica una perturbación del orden universal que Dios restableció con inefable sabiduría e infinita caridad, así como la destrucción de un cúmulo de bienes, tanto respecto al pecador mismo como respecto de la comunidad humana. Los cristianos de todos los tiempos siempre han tenido claro que el pecado no sólo es una transgresión de la ley divina, sino también, aunque no siempre de manera directa y manifiesta, un desprecio u olvido de la amistad personal entre Dios y el hombre (6) y una verdadera y nunca suficientemente valorada ofensa de Dios, más aún, un ingrato rechazo del amor de Dios que se nos ha ofrecido en Cristo, ya que Cristo ha llamado a sus discípulos amigos, no siervos (7).

(3) Cf. Gn 3, 16-19: «A la mujer le dijo Dios: Mucho te haré sufrir en tu preñez, parirás hijos con dolor, tendrás ansia de tu marido, y él te dominara. Al hombre le dijo: Porque le hiciste caso a tu mujer y comiste del árbol que te prohibí comer, maldito el suelo por tu culpa: comerás de el con fatiga mientras vivas; brotará para ti cardos y espinas... con sudor de tu frente comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella te sacaron; porque eres polvo y al polvo volverás».
    Cf. también Lc 19, 41-44; Rm 2, 9 y 1Co 11, 30.
    Cf. S. AGUSTIN, Enarr. in Ps. LVIII, 1, 13: «Todo pecado, sea grande o pequeño, debe ser castigado, o por el mismo hombre penitente, o por la justicia de Dios»; CCL 39, p. 739; PL 36, 701.
    Cf. STO. TOMÁS, S. Th. 1-24. 87, a. 1: «Puesto que el pecado es un acto desordenado, todo el que peca actúa contra algún orden. Por lo tanto, ese mismo orden exige que se restaure el equilibrio. Y esta restauración del equilibrio es el castigo».

(4) Cf. Mt 25, 41-42: «Apartaos de mi, malditos, id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer». Véase también Mc 9, 42-43; Jn 5, 28-29; Rm 2, 9; Ga 6, 6-8.
    Cf. II Concilio de Lyon, Sesión IV, Profesión de fe del emperador Miguel Paleologo: DS 856-858.
    Cf. Concilio de Florencia, Decretum pro Graecis: DS 1304-1306.
    C. AGUSTIN, Enchiridion, 66, 17: «Parece como si muchas cosas meran aquí perdonadas y quedaran sin castigo; pero es que este castigo queda reservado para más tarde. No sin razón aquel dia se llama con propiedad dia del juicio, cuando vendrá el juez de vivos y muertos. Como por el contrario, son castigadas aquí y, si quedan perdonadas, ya no habrá que responder por ellos en el mundo futuro. Por eso, refiriéndose a algunos castigos temporales que sufren en esta vida los pecadores, a ellos, cuyos pecados ya han sido borrados, para que no sean reservados para el castigo final, les dice el Apóstol (1 Co 11, 31-32): " Si nos hiciésemos la debida autocrítica, no seriamos condenados. De cualquier manera, el Señor, al castigarnos, nos corrige para que no seamos condenados junto con el mundo"»: ed. Scheel, Tubinga 1930, p. 42: PL 40, 263.

(5) Cf. Hermae pastor: Mand. 6, 1, 3: Funk, Patres Apostolici 1. p. 487.

(6) Cf. Is 1, 2-3: «Hijos he criado y educado, y ellos se han rebelado contra mi. Conoce el buey a su amo, y el asno, el pesebre del dueño. Israel no conoce, mi pueblo no recapacita», cf. también Dt 8, 11 y 32, 15 ss; Sal 105, 21 y 118, passim; Sb 7, 14; Is 17, 10 y 44, 21; Jr 33, 88; Ez 20, 27.
    Cf. Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Dei verbum, sobre la revelación divina, núm. 2: «En esta revelación, Dios invisible (cf. Col 1, 15; 1 Tm 1, 17), por la abundancia de su caridad, habla a los hombres como amigos (cf. Ex 33, 11; Jn 15, 14-15) y convive con ellos (cf. Ba 3, 38), para invitarlos y recibirlos en su compañía»: AAS, 58 (1966) p. 818. Cf. también ibid., núm. 21; 1. c. pp. 827-828.

(7) Cf. Jn 15, 14-15.
    Cf. Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, núm. 22: AAS, 58 (1966) p. 1042, y Decreto Ad gentes, sobre la actividad misionera de la Iglesia, núm. 13: AAS, 58 (1966) p. 962.

3. Por consiguiente, es necesario, para la plena remisión y reparación, como se dice, de los pecados, no sólo que se restablezca la amistad con Dios por medio de una sincera conversión interior y que se expíen las ofensas inferidas a su sabiduría y bondad, sino también que se retornen a su primitiva integridad todos los bienes tanto personales como sociales, como los que pertenecen al mismo orden universal, disminuidos o destruidos por el pecado, y esto por medio de la reparación voluntaria, que comporta siempre una pena, o por medio del sufrimiento de las penas establecidas por la justa y santísima sabiduría de Dios, de manera que quede patente a los ojos del mundo entero la santidad y el esplendor de la gloria de Dios. En efecto, por la existencia y gravedad de las penas, se descubre la insensatez y la malicia del pecado y sus malas consecuencias.

Que es posible y que en realidad pasa muchas veces que, aún después de que la culpa ya ha sido perdonada, quedan las penas no satisfechas o las secuelas de los pecados no purificadas (8), lo demuestra de manera diáfana la doctrina sobre el purgatorio: en él, efectivamente, las almas de los difuntos que «verdaderamente arrepentidos, han muerto en el amor de Dios, antes de que hayan satisfecho con dignos frutos de penitencia sus acciones y omisiones» (9), después de la muerte son purificadas con penas purgadoras. Las mismas preces litúrgicas son suficiente indicio de la misma realidad, ya que desde tiempos muy remotos la comunidad cristiana, cuando se reúne para la Eucaristía, pide en ellas: «pues estamos afligidos por nuestros pecados, líbranos con amor para gloria de tu nombre» (10).

En efecto, todos los hombres que peregrinan en este mundo cometen pecados por lo menos leves y los llamados cotidianos (11), de manera que todos necesitamos de la misericordia de Dios para vernos libres de las secuelas punibles de los pecados.

(8) Cf. Nm 20, 12: «El Señor dijo a Moisés y a Aarón: Por no haberme creído, por no haber reconocido mi santidad en presencia de los israelitas, no haréis entrar a esta comunidad en la tierra que les voy a dar».
    Cf. Nm 27, 13-14: «Después de verla, te reunirás también tú con los tuyos, como ya Aarón, tu hermano, se ha reunido con ellos. Porque os rebelasteis en el desierto de Sin, cuando la comunidad protestó, y no les hicisteis ver mi santidad junto a la fuente».
    Cf. 2R 12, 13-14: «David respondió a Natán: ¡He pecado contra el Señor! Natán le dijo: El Señor ha perdonado ya tu pecado, no morirás. Pero por haber despreciado al Señor con lo que has hecho, el hijo que te ha nacido morirá».
    Cf. INOCENCIO IV, Instructio pro Graecis: DS 838.
    Cf. Concilio Tridentino, sesión VI, canon 30: «Si alguien dijere que a cualquier pecador arrepentido, después de haber recibido la gracia de la justificación, se le remite la culpa y se le borra el reato de la pena eterna, de modo que no queda reato de pena temporal por satisfacer en este mundo o en el futuro en el purgatorio, antes de que se pueda abrir la entrada en el reino de los cielos: sea anatema»: DS 1580; cf. también DS 1689,1693.
    Cf. S. AGUSTÍN, In Io. ev. tr. 124, 5: «El hombre se ve obligado a soportar (esta vida) incluso después de que se le han perdonado los pecados, aunque el pecado sea la causa que lo ha llevado a esta miseria. Y por eso o para la manifestación de la propia miseria, o para la enmienda de la frágil vida, o para la necesaria penitencia, retiene temporalmente la pena al hombre, al que ya no retiene la culpa como reo de condenación eterna». CCL 36, pp. 683-684; PL 35, 1972-1973.

(9) Concilio de Lyon II, sesión IV: DS 856.

(10) Cf. Misal Romano (1962). Oración colecta del Domingo de Septuagésima: «Escucha, Señor, las oraciones de tu pueblo: para que, los que somos afligidos justamente a causa de nuestros pecados, seamos liberados misericordiosamente por la gloria de tu nombre».
    Cf. ibid., Oración sobre el pueblo del lunes de la I semana de Cuaresma: «Rompe, Señor, las cadenas de nuestros pecados, y aparta de nosotros el castigo que por ellos merecemos».
    Cf. ibid., Oración después de la comunión del Domingo III de Cuaresma: «Libra, Señor, de toda falta y de todo peligro a quienes hemos participado de tan gran misterio».

(11) Cf. St 3, 2: «Todos faltamos a menudo».
    Cf. 1 Jn, 1, 8: «Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y no somos sinceros». El Concilio Cartaginense comenta así este texto: «Asimismo se ha decidido que aquello de San Juan apóstol: Si decimos que no hemos pecado, nos engañamos y no somos sinceros: si alguien pensare que hay que entender que lo dice por razón de humildad, no porque sea así realmente, sea anatema»: DS 228.
    Cf. Concilio Tridentino, sesión VI, Decr. de iustificatione, cap. II: DS 1537.
    Cf. Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, núm. 40: «Puesto que todos faltamos a menudo (cf. St 3, 2), necesitamos continuamente de la misericordia de Dios y debemos pedir cada dia: "Perdona nuestras ofensas" (Mt 6, 12): AAS, 57 (1965) p. 45.

II

4. Por un recóndito y benigno misterio de la disposición divina, los hombres están unidos entre sí por un vinculo sobrenatural, por el cual el pecado de uno perjudica también a los demás, como también la santidad de uno aporta a los demás un beneficio (12). De este modo, los fieles cristianos se ayudan mutuamente en la consecución del fin sobrenatural. Encontramos un testimonio de esta comunión en el mismo Adán, cuyo pecado pasa a todos los hombres por propagación. Pero el máximo y más perfecto principio, fundamento y ejemplar de este vínculo sobrenatural es el mismo Cristo, a cuya unión Dios nos ha llamado (13).

(12) Cf. S. AGUSTÍN De baptismo contra Donatistas 1, 28: PL 43, 124.

(13) Cf. Jn 15,5: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos: el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante».
    Cf. 1 Co 12, 27: «Vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno es miembro». Cf. también 1 Co 1,9 y 10, 17; Ef 1, 20-23 y 4, 4.
    Cf. Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, núm. 7: AAS, 57 (1965) pp. 10-11.
    Cf. Pío XII, Carta encíclica Mystici Corporis: «La comunicación del Espíritu de Cristo hace que... la Iglesia venga a ser como la plenitud y el complemento del Redentor, y que Cristo, en cierto modo, sea complementado en todo por la Iglesia (cf. STO. TOMAS, Comm. in epist. ad Eph. 1. Lect. 8). Por estas palabras comprendemos la razón por la que la Cabeza mística, que es Cristo, y la Iglesia, que en la tierra, como otro Cristo, representa a su persona, constituyen un hombre nuevo, en el que se unen el cielo y la tierra al perpetuar la obra salvadora de la cruz: llamamos Cristo a la cabeza y al Cuerpo, al Cristo total»: DS 3813: AAS, 35 (1943) pp. 230-231.
    Cf. S. AGUSTÍN, Enarr. 2 in Ps XC, 1: «Nuestro Señor Jesucristo, como hombre consumado y completo, es cabeza y es cuerpo: reconocemos la cabeza en el hombre concreto que nació de la Virgen María... ésta es la cabeza de la Iglesia. El cuerpo de esta cabeza es la Iglesia, no la que se halla en este lugar, sino la que está en este lugar y en todo el orbe de la tierra; ni tampoco la de este tiempo, sino la que va desde Abel hasta los que nacerán hasta el fin y creerán en Cristo, todo el pueblo de los santos, que pertenecen a una misma ciudad; ciudad que es el cuerpo de Cristo, que tiene a Cristo por Cabeza»: CCL 39, p. 1266; PL 37, 1159.

5. Cristo, en efecto, que «no cometió pecado», «padeció por nosotros» (14); «fue herido por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes... sus cicatrices nos curaron» (15).

Siguiendo las huellas de Cristo (16), los fieles cristianos siempre se han esforzado en ayudarse mutuamente en el camino hacia el Padre celestial, con la oración, con el testimonio de los bienes espirituales y con la expiación penitencial; cuanto más fervorosa era la caridad que los movía, más iban en pos de Cristo paciente, llevando su propia cruz en expiación de los pecados suyos y de los demás, convencidos de que podían ayudarlos ante Dios, Padre misericordioso, a conseguir la salvación (17). Éste es el antiquísimo dogma de la comunión de los santos (18), en virtud del cual la vida de cada uno de los hijos de Dios, en Cristo y por Cristo, está unida con un nexo admirable con la vida de los demás hermanos, en la unidad sobrenatural del Cuerpo místico de Cristo, formando como una sola mística persona (19).

De este modo, se explica el «tesoro de la Iglesia» (20). Éste, ciertamente, no es como un cúmulo de bienes a la manera de las riquezas materiales, que va aumentando a través del tiempo, sino que es el valor infinito e inagotable que tienen ante Dios las expiaciones y merecimientos de Cristo Señor, ofrecidas para que toda la humanidad sea liberada del pecado y llegue a la comunión con el Padre; es el mismo Cristo redentor, en el cual se hallan con toda su eficacia las satisfacciones y merecimientos de su redención (21).

Además, a este tesoro pertenece también el valor realmente inmenso e inconmensurable y siempre nuevo que tienen ante Dios las oraciones y las buenas obras de santa María Virgen y de todos los santos, los cuales, siguiendo los pasos de Cristo el Señor, por su gracia se santificaron a sí mismos y cumplieron la misión recibida del Padre; de este modo, llevando a término su propia salvación, contribuyeron también a la salvación de sus hermanos, en la unidad del Cuerpo místico.

«En efecto, todos los que son de Cristo, por poseer su Espíritu, constituyen una misma Iglesia y mutuamente se unen en él (cf. Ef 4, 16). La unión de los vivos con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo de ninguna manera se interrumpe, antes bien, según la constante fe de la Iglesia, se robustece con la comunicación de bienes espirituales. Por lo mismo que los bienaventurados están más íntimamente unidos a Cristo, consolidan más eficazmente toda la Iglesia en la santidad... y contribuyen de múltiples maneras a su más amplia edificación (cf. 1 Co 12, 12-27). Porque ellos, habiendo llegado a la patria y viviendo junto al Señor (cf. 2 Co 5, 8), no cesan de interceder por él, con él y en él en favor nuestro ante el Padre, presentando los méritos que en la tierra consiguieron por el mediador único entre Dios y los hombres, Cristo Jesús (cf. 1 Tm 2,5), como fruto de haber servido al Señor en todas las cosas y de haber completado en su carne los dolores de Cristo, sufriendo por su cuerpo, que es la Iglesia (cf. Col 1, 24). Su fraterna solicitud contribuye, pues, a remediar nuestra debilidad» (22).

Por tanto, entre los fieles, tanto los que ya gozan de la patria celestial, como los que expían sus culpas en el purgatorio, o los que aún peregrinan en el mundo, existe ciertamente un perenne vínculo de caridad y un abundante intercambio de todos los bienes, con lo cual se expían todos los pecados de todo el cuerpo místico y se aplaca la justicia divina; la misericordia de Dios incita al perdón, y así los pecadores, arrepentidos, llegan más pronto a la plena fruición de los bienes de la familia de Dios.


(14) Cf. 1P 2, 22 y 21.

(15) Cf. Is 53, 4-6, con 1 P 2, 21-25; cf. también Jn 1, 29; Rm 4, 25; 5, 9ss.; 1 Co 15, 3; 2 Co 5, 21; Ga 1, 4; Ef 1, 7ss.; Hb 1, 3, etc.; 1 Jn 3, 5.

(16) Cf. 1 P 2,21.

(17) Cf. Col 1, 24: «Me alegro de sufrir por vosotros, así completo en mi carne los dolores de Cristo, sufriendo por su cuerpo que es la Iglesia».
Cf. S. CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, Lib. Quis dives salvetur (42): San Juan apóstol exhorta al joven ladrón a que se convierta, exclamando: «Yo responderé de ti ante Cristo. Si es necesario sufriré de buena gana tu muerte, del mismo modo que el Señor sufrió la muerte por nosotros. Daré mi vida en vez de la tuya» CGS Clemens 3, p. 190: PG 9 ,650.
    Cf. S. CIPRIANO, De lapsis 17; 36: «Creemos ciertamente que los mártires y las obras de los justos pesan mucho ante el juez, pero cuando llegue el dia del juicio, cuando después del ocaso de este mundo y esta tierra se presente ante el tribunal de Cristo su pueblo». «Puede perdonar con clemencia al que se arrepiente, al que se esfuerza, al que ruega, puede transferir en su favor lo que por ellos pidan los mártires y hagan los sacerdotes»: CSEL 31, pp. 249-250 y 263; PL 4, 495 y 508.
    Cf. S. JERÓNIMO, Contra Vigilantium 6: «Dices en tu opúsculo que, mientras vivimos, podemos orar los unos por los otros, pero que cuando hayamos muerto ninguna oración a favor de otro será escuchada, sobre todo si tenemos en cuenta que los mártires no han podido lograr que su sangre sea vengada (Ap 6, 10). Si los apóstoles y los mártires cuando aún vivian corporalmente pudieron orar por los demás, a pesar de que todavía debían preocuparse por sí mismos, ¿cuánto más después de haber alcanzado la corona, la victoria y el triunfo?»: PL 23, 359.
    Cf. S. BASILIO MAGNO, Homilía in martyrem Julittam 9: «Conviene, por tanto, llorar con los que lloran. Cuando veas a un hermano que llora por el dolor de sus pecados, llora con él y compadécete de él. Así podrás corregir tus males a la vista de los ajenos. Porque quien derrama ardientes lágrimas por el pecado del prójimo, al llorar por su hermano, se pone remedio a sí mismo. Llora por el pecado. El pecado es la enfermedad del alma, es la muerte del alma inmortal, el pecado es digno de llanto y de lamento inconsolable»: PG 31, 258-259.
    Cf. S. Juan CRISÓSTOMO, In epist. ad Philipp. 1 hom. 3, 3: «Por tanto, no lloremos indistintamente por los que mueren, ni nos alegremos indistintamente por los que viven. ¿Qué haremos pues? Lloremos por los pecadores, no sólo por los que mueren, sino también por los que viven: alegrémonos por los justos, no sólo mientras viven, sino también después que ellos han muerto»: PG 62, 223.
    Cf. STO. TOMÁS, S. Th. 1-2, q. 87, a. 8: «Si nos referimos a la pena satisfactoria que uno voluntariamente asume, se da el caso de que uno cargue con la pena del otro, en cuanto que son como una misma cosa... Pero si nos referimos a la pena infringida por el pecado, en cuanto considerada como pena, entonces sólo es castigado cada uno por su propio pecado, ya que el acto pecaminoso es algo personal. Y si nos referimos a la pena de carácter medicinal, entonces se da el caso de que uno es castigado por el pecado del otro. Ya se ha dicho, en efecto, que el deterioro de las cosas corporales, o incluso del mismo cuerpo, es una pena medicinal ordenada a la salvación del alma. Nada, pues, impide que alguien sea castigado con tales penas por el pecado de otro, o por Dios o por el hombre».

(18) Cf. LEON XIII, Carta encíclica Mirae caritatis: «La comunión de los santos no es otra cosa... que la mutua comunicación de ayuda, de expiación, de preces, de beneficios, entre los fieles que ya gozan de la patria celestial, o los que están sometidos al fuego purificador, o los que aún peregrinan en la tierra, ya que todos tienden a reunirse en una misma ciudad, cuya cabeza es Cristo, cuya forma es la caridad»: Acta Leonis XIII, 22 (1902) p. 129; DS 3363.

(19) Cf. 1 Co 12, 12-13: «Porque lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros y todos los miembros del cuerpo, a pesar de ser muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo. Todos nosotros... hemos sido bautizados en un mismo espíritu para formar un solo cuerpo».
    Cf. Pio XII, Carta encíclica Mystici Corporis: «Así, (Cristo) en cierta manera vive en la Iglesia, de tal modo que ésta sea como otra persona de Cristo. Es lo que afirma el Maestro de los gentiles escribiendo a los Corintios, cuando llama a la Iglesia "Cristo" sin más (cf. 1 Co 12, 12), imitando en esto al divino Maestro, que le había dicho desde el cielo cuando perseguía encarnizadamente a la Iglesia: "Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?" (cf. Hch 9, 4; 22, 7; 26, 14). Más aún, si hemos de creer al Niseno, repetidamente el Apóstol designa a la Iglesia con el nombre de Cristo (cf. De vita Moysis: PG 44, 385) ni os es desconocida, venerables hermanos, aquella expresión de san Agustín: "Cristo predica a Cristo"» (Sermones 354, 1: PL 39, 1563), AAS, 35 (1943) p. 218.
    Cf. STO. TOMÁS, S. Th. 3, q. 48, a. 2 ad 1 y q. 49, a. 1.

(20) Cf. CLEMENTE VI, Bula del jubileo Unigenitus Dei Filius: «El Hijo único de Dios... ganó un tesoro para la Iglesia militante... Tesoro que... encargó que fuera distribuido saludablemente a los fieles por medio de san Pedro, guardián de las llaves del cielo, y de sus sucesores, vicarios suyos en la tierra... Es sabido que los méritos de la santa Madre de Dios y de todos los elegidos, desde el primero al último justo contribuyen a reforzar la magnitud de este tesoro...»: (DS 1025, 1026, 1027).
    Cf. SIXTO IV, Carta encíclica Romani Pontificis: «Nos, que hemos recibido de lo alto la plenitud de la potestad, deseando llevar a las almas del purgatorio ayuda y sufragio del tesoro de la Iglesia universal a Nos encomendado, que consta de los méritos de Cristo y de los santos...»: DS 1406.
    Cf. LEON X, Decreto Cum postquam a Cayetano de Vio, legado papal: «...distribuir el tesoro de los méritos de Jesucristo y de los santos...»: DS 1448, cf. DS. 1467 y 2641.

(21) Cf. Hb 7, 23-25, 9, 11-28.

(22) Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, núm. 49: AAS, 57 (1965) pp. 54-55.

III

6.
La Iglesia, consciente de estas verdades ya desde tiempo remoto, tuvo en cuenta y puso en práctica diversos métodos para que se aplicaran a todos los fieles los frutos de la redención del Señor y para que los fieles contribuyeran a la salvación de los hermanos, y así todo el cuerpo de la Iglesia se fuera disponiendo en la justicia y la santidad para la perfecta venida del reino de Dios, cuando Dios lo será todo para todos.

Los mismos apóstoles exhortaban a sus discípulos a orar por la salvación de los pecadores
(23), costumbre antiquísima que la Iglesia conservó santamente (24), máxime cuando los penitentes imploraban la intercesión de toda la comunidades (25), y en el hecho de ayudar a los difuntos con sufragios, sobre todo con la oblación del sacrificio eucarístico (26). También, ya desde tiempos antiguos, en la Iglesia se ofrecían a Dios buenas obras, en especial aquellas que resultaban difíciles para la fragilidad humana, por la salvación de los pecadores (27). Puesto que eran tenidos en gran estima los tormentos que los mártires sufrían por la fe y por la ley de Dios, los penitentes acostumbraban pedirles que, ayudados por sus méritos, obtuvieran más pronto la reconciliación de parte de los obispos (28). Es que las oraciones y las buenas obras de los justos eran tenidas en tan gran estima que se afirmaba que el penitente era lavado, limpiado y redimido con la ayuda de todo el pueblo cristiano (29).

En todas estas cosas, se consideraba que no era cada fiel, sólo con sus propias fuerzas, quien trabajaba por la remisión de los pecados ajenos, se tenía la convicción de que era la misma Iglesia, como un solo cuerpo, unido a Cristo, su cabeza, quien satisfacía en cada uno de sus miembros (30). La Iglesia de la edad patrística estaba firmemente persuadida de que realizaba su obra salvadora en comunión y bajo la autoridad de los pastores que el Espíritu Santo ha puesto para apacentar a la Iglesia de Dios (31). Así, los obispos, después de una prudente reflexión, establecían el modo y la medida de la satisfacción que se había de cumplir, más aún, permitían también que las penitencias canónicas fueran redimidas con otras obras, quizá más fáciles, provechosas para el bien común o favorecedoras de la piedad, realizadas por los mismos penitentes, e incluso a veces por otros fieles (32).

(23) Cf. St 5, 16: «Así, pues, confesaos los pecados unos a otros, y rezad unos por otros, para que os curéis. Mucho puede hacer la oración intensa del justo».
    Cf. 1 Jn 5, 16: «Si alguno ve que su hermano comete un pecado que no es de muerte, pida y se le dará vida, a los que cometan pecados que no sean de muerte».

(24) Cf. S. CLEMENTE ROMANO, Ad Cor. 56, 1: «Oremos pues nosotros por los que están implicados en algún pecado, para que les sea concedida la moderación y la humildad, y así se sometan, no a nosotros, sino a la voluntad divina. De este modo, la mención que de ellos se hace con misericordia ante Dios y los santos les será provechosa y perfecta»: Funk, Patres Apostolici 1, p. 171.
    Cf. Martyrium S. Polycarpi 8, 1: «Cuando por fin terminó su oración, en la que había hecho mención de todos los que con él se habían relacionado alguna vez, tanto pequeños como mayores, tanto ilustres como desconocidos, y de toda la Iglesia católica por doquier de la tierra...»: Funk, Patres Apostolici 1. p. 321-323.

(25) Cf. SOZOMENO, Hist. Eccl. 7, 16: En la penitencia pública terminada ya la misa, los penitentes, en la Iglesia romana, con gemidos y lamentos se postran en tierra. Entonces el obispo, con lágrimas en los ojos, se dirige hacia ellos desde el lado opuesto y se postra él también en el suelo; y toda la multitud de la Iglesia, uniéndose a su confesión, se baña en lágrimas. Después de esto, se levanta primero el obispo, hace levantar a los postrados y, dicha la conveniente oración por los pecadores que hacen penitencia, los despide»: PG 67, 1462.

(26) Cf. S. CIRILO DE JERUSALÉN, Catechesis 23 (mystag. 5), 9; 10: «Luego (oramos) por los santos padres y obispos difuntos y en general por todos los que han muerto entre nosotros, porque creemos firmemente que con la oración podemos ayudar a aquellas almas por las que se ofrece la plegaria, mientras está depositada sobre el altar la sagrada y muy venerada víctima». Confirmando la cuestión con el ejemplo de la corona que se trenza para el emperador para que perdone a los exiliados, el mismo santo doctor concluye su razonamiento, diciendo: «De modo semejante, nosotros, ofreciendo plegarias a Dios por los difuntos, aunque sean pecadores, no trenzamos una corona, sino que ofrecemos a Cristo, inmolado por nuestros pecados, buscando alcanzar el favor del Dios clemente y que nos sea propicio tanto a ellos como a nosotros): PG 33, 1115, 1118.
    Cf. S. AGUSTÍN, Confessiones 9, 12, 32; PL 32, 777; y 9, 11, 27: PL 32, 775; Sermones 172, 2: PL 38, 936; De cura pro mortuis gerenda I, 3: PL 40, 593.

(27) Cf. S. CLEMENTE DE ALEJANDRIA, Lib. Quis dives salvetur 42: (San Juan Apóstol, en la conversión del joven ladrón) «Después de esto, invocando a Dios con repetidas oraciones por una parte, practicando junto con el joven continuos ayunos por otra, mirando finalmente de influir en su ánimo con palabras llenas de dulzura, no cejó, según dicen, hasta que, con firme constancia, lo introdujo en el seno de la Iglesia...» CGS 17, pp. 189-190: PG 9, 651.

(28) Cf. TERTULIANO, Ad martyres 1, 6: «Algunos que no estaban reconciliados con la Iglesia, introdujeron la costumbre de suplicar a los mártires que se hallaban en la cárcel»: CCL 1, p. 3: PL 1,695.
    Cf. S. CIPRIANO, Epist, 18 (alias: 12), 1: «Pienso que hay que ir al encuentro de nuestros hermanos, de manera que los que han obtenido documentos de los mártires... después de habérseles impuesto la mano en señal de penitencia, vayan al Señor con la reconciliación que los mártires han recomendado en las cartas que nos han escrito»: CSEL 3 (2), p. 523-524; PL 4, 265; cf. ibid., Epist 19 (alias: 13), 2: CSEL 3 (2), p. 525; PL 4, 267.
    Cf. EUSEBIO DE CESAREA, Hist. Eccle. 1, 6, 42: CGS Eus. 2, 2, 610: PG 20, 614-615.

(29) Cf. S. AMBROSIO, De paenitentia 1, 15: «...del mismo modo que es purificado por determinadas obras de todo el pueblo, y es lavado por las lágrimas del pueblo, aquel que es librado del pecado por las oraciones y lágrimas del pueblo y es limpiado en su interior. Cristo, en efecto, ha concedido a su Iglesia el que uno sea redimido por todos, ella que ha merecido la venida de Jesús, el Santo, para que todos fueran redimidos por uno»: PL 16,511.

(30) Cf. TERTULIANO, De paenitentia 10, 5-6: «No puede el cuerpo alegrarse de la humillación de un miembro; todo el debe dolerse y ayudar a remediarlo. En uno y en otro está la Iglesia, y la Iglesia es Cristo: por tanto, cuando acudes a la oración de los hermanos, entras en contacto con Cristo, ruegas a Cristo; del mismo modo, cuando ellos lloran por ti, Cristo implora al Padre. Fácilmente se alcanza siempre lo que pide el Hijo»: CCL 1, p. 337; PL 1, 1356.
    Cf. S. AGUSTIN, Enarr: in Ps LXXXV, 1: CCL 39, pp. 1176-1177; PL 37, 1082.

(31) Cf. Hch 20, 28. Cf. también Concilio Tridentino, sesión XXIII. Decr. de sacramento ordinis, c. 4; DS 1768; Concilio Vaticano I, sesión IV, Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Pastor æternus, sobre la Iglesia c. 3: DS 3061; Constitución dogmática Lumen gentium, sobre la Iglesia, núm. 20: AAS, 57 (1965) p. 23.
    Cf. S. IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Ad Smyrnaeos 8, 1: «Nadie haga nada con independencia del obispo, en las cosas que atañen a la Iglesia...»: Funk, Patres Apostolici 1, p. 283.

(32) Cf. Concilio Niceno I, canon 12: «... todos los que con su temor, sus lagrimas, su paciencia y sus buenas obras hayan dado muestras de conversión en sus costumbres y en sus actos, éstos, una vez terminado el tiempo establecido para su institución, tendrán derecho a beneficiarse de la comunión de oraciones, y ello hará posible una mayor benignidad por parte del obispo...): MANSI, SS. Conciliorum collectio, 2, 674.
    Cf. Concilio de Neocesarea, can. 3: 1. c. 540.
    Cf. INOCENCIO I, Epist. 25, 7, 10: PL 20, 559.
    Cf. LEÓN MAGNO, Epist. 159, 6: PL 54, 1138.
    Cf. S. BASILIO MAGNO, Epist. 217 (canónica 3), 74: «Y si alguno de los que están implicados en los pecados antes mencionados hace penitencia y se corrige, si aquel a quien la benignidad de Dios le ha confiado el poder de atar y desatar, considerando la magnitud de la penitencia practicada por el que ha pecado, se inclina a la clemencia y le abrevia el Tiempo de las penas, no será digno de condena, ya que la historia bíblica nos enseña que quienes hacen penitencia con mayor rigor pronto alcanzan la misericordia de Dios»: PG 32, 803.
    Cf. S. AMBROSIO, De paenitentia, 1, 15 (véase antes, en la Nota 29).

IV

7.
La convicción vigente en la Iglesia de que los pastores del rebaño del Señor pueden liberar a cada fiel de las secuelas de los pecados mediante la aplicación de los méritos de Cristo y de los santos, introdujo progresivamente, bajo la inspiración del Espíritu Santo, que alienta constantemente al pueblo de Dios, la práctica de las indulgencias, la cual representó un progreso, no un cambio
(33), en la misma doctrina y disciplina de la Iglesia, y un nuevo bien, sacado de la raíz de la revelación, para aprovechamiento de los fieles y de toda la Iglesia.

La práctica de las indulgencias, propagada progresivamente, se manifestó como un hecho destacado en la historia de la Iglesia, principalmente cuando los Romanos Pontífices decretaron que ciertas obras, convenientes para el bien común de la Iglesia, «habían de ser consideradas como substitutivas de cualquier penitencia»
(34), y que a los fieles «verdaderamente arrepentidos y confesados), que realizaban alguna de estas obras «apoyados en la misericordia de Dios todopoderoso yen los méritos y autoridad de sus apóstoles», «con plenitud de la autoridad apostólica», concedían «no sólo un pleno y amplio, sino más bien un plenísimo perdón de los pecados» (35).

En efecto, «el Hijo único de Dios...adquirió un tesoro para la Iglesia militante... Este tesoro...por mediación de Pedro, encargó que fuera distribuido en provecho de los fieles y, por causas propias y razonables, para la remisión, ora total, ora parcial, de la pena temporal debida por los pecados, de manera tanto general como especial (según vieran que convenía ante Dios), para ser aplicado misericordiosamente a los verdaderamente arrepentidos y confesados. A este tesoro acumulado...es sabido que contribuyen los méritos de la bienaventurada Madre de Dios y de todos los elegidos» (36).

(33) Cf. S. VICENTE DE LERINS, Commonitorium primum 23; PL 50, 667-668.

(34) Cf. Concilio de Claromontano, can. 2: «A todo aquel que, sólo por devoción, no para conseguir honores o riquezas, se ponga en marcha para liberar a la Iglesia de Dios de Jerusalén, su marcha le será considerada como substitutiva de cualquier penitencia»: MANSI, SS. Conciliorum collectio 20, 816.

(35) Cf. BONIFACIO VIII, Bula Antiquorum habet: «Según consta por una fiable relación de los antepasados, se concedieron grandes remisiones e indulgencias de los pecados a los que accedían a la honorable basílica del príncipe de los Apóstoles, en la Urbe; Nos, por tanto, teniendo por ratificadas y conformes todas y cada una de estas remisiones e indulgencias, las confirmamos y aprobamos con la autoridad apostólica... Nos, apoyados en la misericordia de Dios todopoderoso y en los méritos y autoridad de sus Apóstoles, en el beneplácito de Nuestros hermanos y en la plenitud de la autoridad apostólica, a todos los que entren con reverencia en dichas basílicas, verdaderamente arrepentidos y confesados.... en el año presente y en los centenarios que vendrán, concederemos y concedemos, no sólo un pleno y amplio, sino más bien un plenísimo perdón de todos sus pecados...»: DS 868.

(36) CLEMENTE VI, Bula del jubileo Unigenitus Dei Filius: DS 1025, 1026 y 1027.

8. Esta remisión de la pena temporal debida por los pecados ya borrados en cuanto a la culpa, es lo que se llama propiamente «indulgencias» (37).

Estas indulgencias en algunos casos coinciden con otros sistemas empleados para quitar las secuelas de los pecados, pero al mismo tiempo se distinguen claramente de dichas maneras.

En la indulgencia, en efecto, la Iglesia, usando de su potestad de administradora de la redención de Cristo Señor, no sólo ruega, sino que otorga autoritativamente al fiel cristiano, debidamente dispuesto, el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los santos, para la remisión de la pena temporal
(38).

La finalidad que se propone la autoridad eclesiástica, al conceder indulgencia, consiste no sólo en ayudar a los fieles cristianos a satisfacer las penas debidas, sino también en inducirlos a realizar obras de piedad, de penitencia y de caridad, principalmente aquellas que conducen a un aumento de fe y al bien común
(39).

Y si los fieles cristianos transfieren las indulgencias en sufragio de los difuntos, practican la caridad de un modo excelente, y así, pensando en las cosas celestiales, enderezan con más rectitud las terrenales.

El magisterio de la Iglesia ha reivindicado y explicado esta doctrina a través de varios documentos
(40). En la práctica de las indulgencias, efectivamente, se han introducido a veces algunos abusos, ya sea porque «a causa de unas indulgencias indiscriminadas y superfluas» el poder de las llaves que tiene la Iglesia era despreciado y perdía fuerza la satisfacción sacramental (41), ya sea porque, debido a unas «torcidas ganancias», era vilipendiado el nombre de indulgencias (42). La Iglesia, enmendando y corrigiendo los abusos, «enseña y manda que la práctica de las indulgencias, tan saludable para el pueblo cristiano y aprobada por la autoridad de los sagrados concilios, ha de conservarse en la Iglesia, y condena con anatema a los que afirman que son inútiles o niegan que la Iglesia tenga el poder de concederlas» (43).

(37) Cf. LEON X, Decreto Cum postquam: «... hemos creído oportuno hacerte saber que la Iglesia romana, a la que las demás deben seguir como a una madre, ha enseñado por tradición: que el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, guardián de las llaves, y vicario de Jesucristo en la tierra, por el poder de las llaves, al que pertenece abrir el reino de los cielos, quitando en los fieles de Cristo los impedimentos de este reino (a saber, la culpa y la pena merecida por los pecados actuales, la culpa, mediante el sacramento de la penitencia, la pena temporal debida a los pecados actuales, según la justicia divina, mediante la indulgencia eclesiástica), puede, por causas razonables, conceder a los fieles de Cristo, que son miembros de Cristo por la caridad que los une, ya estén en esta vida, ya en el purgatorio, indulgencias procedentes de la sobreabundancia de los méritos de Cristo y de los santos; y que al conceder indulgencia por su autoridad apostólica tanto por los vivos como por los difuntos, ha observado la costumbre de distribuir el tesoro de los méritos de Cristo y de los santos, de conceder la indulgencia a manera de absolución, o de transferirla a manera de sufragio. Y que por esto todos, vivos y difuntos, los que ganan de verdad estas indulgencias, quedan liberados de la pena temporal, merecida según la justicia divina por sus pecados actuales, equivalentes a la indulgencia concedida y ganada»: DS 1447-1448

(38) Cf. PABLO VI, Carta Sacrosancta Portiunculae: «La indulgencia, que la Iglesia concede a los penitentes, es una manifestación de aquella admirable comunión de los santos que, con un mismo vinculo de la caridad de Cristo, une místicamente a la santísima Virgen María y a la asamblea de los fieles cristianos que triunfan en el cielo, que se hallan en el purgatorio, o que peregrinan en la tierra. En efecto, por la indulgencia concedida por el poder de la Iglesia, se disminuye o se suprime del todo la pena que impide en cierto modo que el hombre alcance una más intima unión con Dios, por esto el fiel penitente actual encuentra ayuda, en esta singular forma de caridad eclesial, para despojarse del hombre viejo y revestirse del nuevo, que se va renovando como imagen de su Creador, hasta llegar a conocerlo" (Col 3, 10)»: AAS, 59 (1966) pp. 633-634.

(39) Cf. PABLO VI, Carta citada: «A aquellos fieles cristianos que, movidos por el arrepentimiento, se esfuerzan por alcanzar esta "metanoia" en cuanto después del pecado aspiran a aquella santidad con la que antes fueron revestidos en Cristo por el bautismo, la Iglesia les sale al encuentro, ya que ella, con la concesión de indulgencias, sostiene a sus hijos endebles y débiles con una especie de abrazo maternal y con su ayuda. La indulgencia, por tanto, no es un camino más fácil con el que podamos evitar la necesaria penitencia por los pecados, sino más bien un apoyo que todos los fieles, humildemente conscientes de su debilidad, encuentran en el cuerpo mistico de Cristo, el cual, todo él, "coopera a su conversión con la caridad, el ejemplo y la oración"» (Constitución dogmática Lumen gentium, núm. 11): AAS, 58 (1966) p. 632.

(40) CLEMENTE VI, Bula del Jubileo Unigenitus Dei Filius: DS 1026. CLEMENTE VI, Carta Super quibusdam: DS 1059; MARTÍN V, Bula Inter cunctas: DS 1266; SIXTO IV, Bula Salvator noster: DS 1398; SIXTO IV, Carta Encíclica Romani Pontificis provida: «Nos, queriendo salir al paso de estos escándalos y errores... hemos escrito a los prelados por medio de nuestros Breves, para que declaren a los fieles que la indulgencia plenaria por las almas del purgatorio a manera de sufragio fue concedida Por Nos, no para que estos fieles dejaran de lado, por causa de esta indulgencia, las obras piadosas y buenas, sino para que sirvan para la salvación de las almas a manera de sufragio, y para que esta indulgencia sea beneficiosa del mismo modo que si se dijeran y ofrecieran devotas oraciones y piadosas limosnas por la salvación de estas almas..., no que pretendiéramos, como no hemos pretendido, ni queremos tampoco insinuar, que la indulgencia es más provechosa o eficaz que las oraciones o las limosnas, o que las limosnas y oraciones son tan provechosas y eficaces como la indulgencia a manera de sufragio, ya que sabemos que media una gran distancia entre las oraciones y limosnas y la indulgencia a manera de sufragio; lo que dijimos es que la indulgencia es eficaz "del mismo modo", esto es, de la misma manera "que si', esto es, por la cual, son eficaces las oraciones y limosnas. Y, puesto que las oraciones y limosnas tienen eficacia en cuanto sufragio aplicado a las almas, Nos, a quien se nos ha concedido de lo alto la plenitud de la potestad, con el deseo de aportar ayuda y sufragio a las almas del purgatorio, del tesoro, a Nos encomendado, de la Iglesia universal antes mencionada.»: DS 1405-1406.
    LEÓN X, Bula Exsurge Domine: DS 1467-1472.
    PÍO VI, Constitución Auctorem fidei, proposición 40: «La proposición que afirma que "la indulgencia, en su significado exacto, no es otra cosa que la remisión de una parte de la penitencia que los cánones establecían para el pecador", en el sentido de que la indulgencia, fuera de la mera remisión de la pena canónica, no es también eficaz para la remisión de la pena temporal merecida ante la justicia divina por los pecados actuales: -falsa, temeraria, injuriosa para los méritos de Cristo, condenada hace algún tiempo en el artículo 19 de Lutero: DS 2640. Ibid., proposición 41: «Así mismo, en lo que se añade, que "los escolásticos, excediéndose en sus subtilidades, introdujeron un tesoro mal entendido de los méritos de Cristo y de los santos, y substituyeron la clara noción de la absolución de la pena canónica por la noción confusa y falsa de la aplicación de los méritos”, en el sentido de que los tesoros de la Iglesia, de donde el Papa da las indulgencias, no son los méritos de Cristo y de los santos: -falsa, temeraria, injuriosa para los méritos de Cristo y de los santos, condenada hace algún tiempo en el artículo 17 de Lutero»: DS 2641. Ibid., proposición 42: «Así mismo, en aquello que añade luego, que "es más lamentable todavía que esta quimérica aplicación se haya querido transferir a los difuntos": -falsa, temeraria, ofensiva para los oídos piadosos, injuriosa para los Romanos Pontífices y para la práctica y el sentir de la Iglesia universal, inductora al error tachado de herético en Pedro de Osma, condenado también en el artículo 22 de Lutero»: DS 2642.
    PÍO XI, Promulgación del Año Santo Quod nuper: «...concedemos e impartimos misericordiosamente en el Señor una indulgencia plenísima de toda la pena, que deben expiar por los pecados, obtenida antes la remisión y el perdón de los mismos»: AAS, 25 (1933), p. 8.
    PÍO XII, Promulgación del jubileo universal Iubilaeum maximum: «En el transcurso de este año expiatorio, a todos... los fieles cristianos que, debidamente purificados por el sacramento de la penitencia y alimentados por la sagrada comunión... visiten piadosamente... las basílicas... y.. oren, concedemos e impartimos misericordiosamente en el Señor una plenísima indulgencia y perdón de toda la pena que deben expiar por los pecados»: AAS 41 (1949), PP. 258-259.

(41) Concilio Lateranense IV, capitulo 62: DS 819.

(42) Concilio de Trento, Decreto sobre las indulgencias: DS 1835.

(43) Cf. Concilio de Trento, Decreto sobre las indulgencias: DS 1835.

9. La Iglesia, aún hoy, invita a todos sus hijos a que ponderen y consideren el gran valor de la práctica de las indulgencias para la vida de cada uno, más aún, para la vida de toda la sociedad cristiana.

Para recordar en pocas palabras los aspectos principales de la cuestión, esta práctica saludable nos recuerda en primer lugar que «es cosa mala y amarga apartarse...del Señor Dios»
(44). Los fieles, en efecto, cuando ganan indulgencias, comprenden que con sus propias fuerzas no pueden expiar el mal que al pecar se han hecho a sí mismos e incluso a toda la comunidad, y ello los lleva a una saludable humildad.

(44) Jr 2, 19.

10. Asimismo, el culto de las indulgencias levanta los ánimos hacia la confianza y la esperanza de la plena reconciliación con Dios Padre; pero lo hace de manera que no da ocasión a negligencia alguna ni disminuye en modo alguno el interés por las disposiciones requeridas para la plena comunión con Dios. Las indulgencias, en efecto, aunque son beneficios gratuitos, sin embargo, tanto para los vivos como para los difuntos, sólo se conceden si se cumplen unas determinadas condiciones, ya que para conseguirlas se requiere de un lado que se realicen determinadas obras buenas y de otro que el fiel esté dotado de las debidas disposiciones: a saber, que ame a Dios, y crea firmemente que la comunión de los santos le es de gran utilidad.

Y no hay que olvidar que los fieles, al ganar indulgencias, contribuyen a su manera a presentar ante Cristo una Iglesia sin mancha ni arruga, sino santa e inmaculada
(45), unida admirablemente a Cristo con el vínculo sobrenatural de la caridad. En efecto, gracias a las indulgencias, los miembros de la Iglesia purgante se incorporan antes a la Iglesia celestial, y así, por medio de las indulgencias, el reino de Cristo se instaura con mayor intensidad y prontitud, «hasta que lleguemos todos a la unidad en la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios, al hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud» (46).

(45) Cf. Ef 5, 27

(46) Ef 4, 13.

11. Apoyada en estas verdades, la santa madre Iglesia, al mismo tiempo que una vez más recomienda a sus fieles la práctica de las indulgencias, tan gratas al pueblo cristiano durante muchos siglos, e incluso en nuestro tiempo como demuestra la experiencia, en modo alguno pretende menoscabar otros procedimientos de santificación y purificación, en especial el santo sacrificio de la misa y los sacramentos, principalmente el sacramento de la penitencia, la importante ayuda derivada de aquellos actos comprendidos bajo el nombre común de sacramentales, у finalmente las  obras de piedad de penitencia y de caridad. Todas estas ayudas tienen en común el que realizan la santificación y la purificación con tanta más eficacia cuanto más estrecha sea la unión por la caridad con Cristo cabeza y con la Iglesia, su cuerpo. Las indulgencias reafirman también la supremacía de la caridad, ya que las indulgencias no pueden ganarse sin una sincera metanoia y unión con Dios, a las que se añade el cumplimiento de las obras prescritas. No se pierde, por tanto, el orden de la caridad, en el cual se inserta la remisión de las penas por la distribución del tesoro de la Iglesia.

La Iglesia, al exhortar a sus fieles a que no abandonen ni tengan en menos las santas tradiciones de los padres, sino que las acojan piadosamente, como un valioso tesoro de la familia católica, y que se sometan a ellas, permite, sin embargo, que cada cual se sirva de estos medios de purificación y de santificación con la santa y justa libertad de los hijos de Dios: pero les recuerda sin cesar aquellas cosas a las que hay que dar preferencia porque son necesarias, mejores o más eficaces
(47).

Pero con el fin de proveer a una mayor dignidad y estima de la práctica de las «indulgencias», la santa madre Iglesia ha creído oportuno introducir alguna innovación en la disciplina de las mismas y ha decretado dar nuevas normas.

(47) Cf. STO. TOMÁS, In 4 Sentencias dist. 20. q. 1 a. 3. q. 1a 2. ad 2 (S. Th. Suppl. q. 25, a2, ad2): «...aunque las indulgencias tengan mucho valor para la remisión de la pena, no obstante, existen también otras obras de satisfacción más meritorias por lo que atañe al premio esencial, y esto es infinitamente mejor que el perdón de la pena temporal».

V

12.
Las normas que siguen, introducen las variaciones oportunas en la disciplina de las indulgencias, después de haber asumido también los deseos de las asambleas episcopales.

Las disposiciones del Código de Derecho Canónico y de los decretos de la Santa Sede, relativos a las indulgencias, continúan en vigor mientras concuerden con las nuevas normas.

Al preparar las normas, se han tenido en cuenta principalmente tres aspectos: establecer una nueva medida para la indulgencia parcial, introducir una adecuada reducción en las indulgencias plenarias y, en lo referente a las indulgencias llamadas reales y locales, restablecer y ajustar una forma más simple y más digna. En lo que atañe a la indulgencia parcial, dejando de lado la antigua delimitación de días y años, se ha buscado una nueva norma o medida, según la cual lo que se toma en consideración es la acción misma del fiel cristiano que realiza la obra enriquecida con indulgencias.

Ahora bien, puesto que el fiel cristiano con su acción puede obtener-además del mérito, que es el fruto principal de la acción- una remisión de la pena temporal, tanto mayor cuanto mayor sea la caridad del que actúa y la importancia de la obra, ha parecido bien tomar como medida de la remisión de pena que la autoridad añade generosamente con la indulgencia parcial, aquella misma remisión de pena que obtiene el fiel cristiano con su acción.

En lo referente a la indulgencia plenaria, ha parecido oportuno reducir adecuadamente su número, para que los fieles cristianos estimen en su justa medida la indulgencia plenaria y puedan ganarla con las debidas disposiciones. En efecto, las cosas repetidas con frecuencia pierden interés y las que se conceden en abundancia se tienen en poca estima; la mayoría de los fieles cristianos necesitan un determinado espacio de tiempo para prepararse adecuadamente a ganar la indulgencia plenaria.

En cuanto a las indulgencias reales y locales, no sólo se ha reducido mucho su número, sino que se ha suprimido esta misma denominación, para que se vea más claramente que lo que se enriquece con indulgencias son las acciones de los cristianos, no las cosas o los lugares, que son únicamente ocasiones de ganar indulgencias. Más aún, los miembros de las asociaciones piadosas pueden ganar las indulgencias que les son propias cumpliendo las obras prescritas, sin que se requiera el uso de las insignias.

NORMAS

1.
La indulgencia es la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados ya borrados en cuanto a la culpa, que el fiel cristiano, debidamente dispuesto y cumpliendo unas ciertas y determinadas condiciones, consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como administradora de la redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los Santos.

2. La indulgencia es parcial o plenaria, según libre en parte o en todo de la pena temporal debida por los pecados.

3. Las indulgencias, tanto parciales como plenarias, pueden aplicarse siempre a los difuntos a modo de sufragio.

4. La indulgencia parcial, en adelante, se designará sólo con estas palabras indulgencia parcial, sin añadir ninguna determinación de días o años.

5. Al fiel cristiano que, al menos arrepentido interiormente, realiza una obra enriquecida con indulgencia parcial, se le concede, por medio de la Iglesia, una remisión de la pena temporal equivalente a la que ya recibe él mismo con su acción.

6. La indulgencia plenaria sólo puede ganarse una vez al día, salvo lo prescrito en la norma 18 para los que se hallan en peligro de muerte inminente.
La indulgencia parcial puede ganarse varias veces al dia, a no ser que expresamente se establezca lo contrario.

7. Para ganar una indulgencia plenaria, se requiere la ejecución de la obra enriquecida con indulgencia y el cumplimiento de tres condiciones, que son: la confesión sacramental, la comunión eucarística у la oración por las intenciones del Sumo Pontífice. Se requiere, además, la exclusión de todo afecto a cualquier pecado, incluso venial.

Si falta esta plena disposición o no se cumplen las condiciones antes mencionadas, salvo lo prescrito en el número 11 para los que tienen un legítimo impedimento, la indulgencia será sólo parcial.

8. Las tres condiciones pueden cumplirse unos días antes o después de la ejecución de la obra prescrita, pero conviene que la comunión y la oración por las intenciones del Sumo Pontífice se realicen el mismo día en que se cumple la obra.

9. Con una sola confesión sacramental pueden ganarse varias indulgencias plenarias; en cambio, con una sola comunión eucarística y una sola oración por las intenciones del Sumo Pontífice, sólo se gana una indulgencia plenaria.

10. La condición de orar por las intenciones del Sumo Pontífice se cumple plenamente si se reza a su intención un solo Padrenuestro y una sola Avemaría; pero se concede a cada fiel la facultad de rezar cualquier otra formula, Según su piedad y devoción al Romano Pontífice.

11. Sin menoscabo de la facultad que el canon 935 del CIC otorga a los confesores, de conmutar para los que tiene un legítimo impedimento la obra prescrita o las condiciones, los Ordinarios del lugar pueden conceder, a los fieles sobre los cuales ejercen su autoridad según las normas del derecho, si viven en lugares donde de ningún modo o, por lo menos, no sin gran dificultad pueden acceder a la confesión o la comunión, que puedan ganar indulgencia plenaria sin confesión o la comunión actuales, a condición de que estén interiormente arrepentidos y hagan el propósito de recibir, tan pronto como puedan, los mencionados sacramentos.

12. La división de las indulgencias en personales, reales y locales ya no se se aplica, para que conste con más claridad que lo que se enriquece con indulgencias son los actos de los fieles cristianos, aunque algunas veces estén relacionados con algún objeto o lugar.

13. Se revisará el Enchiridion de las indulgencias con el criterio de que sólo se enriquezcan con indulgencias las principales preces y las principales obras de piedad.

14. Se revisarán lo antes posible las listas y sumarios de indulgencias de las órdenes, congregaciones religiosas, sociedades de vida común sin votos, institutos seculares y asociaciones piadosas de fieles, de manera que la indulgencia plenaria sólo pueda ganarse en unos días especiales, que determinará la Santa Sede, a propuesta del máximo superior o, si se trata de asociaciones piadosas, del Ordinario del lugar.

15. En todas las iglesias, oratorios públicos o -por parte de quienes los utilizan legítimamente- semipúblicos, puede ganarse indulgencia plenaria, aplicable sólo a los difuntos, el 2 de noviembre.

En las iglesias parroquiales puede ganarse, además, indulgencia plenaria dos veces al año: en el día de la fiesta titular y el día 2 de agosto, en que coincide la indulgencia de la Porciúncula, u otro día oportuno que determinará el Ordinario.

Todas las indulgencias antes mencionadas pueden ganarse en los días antes designados, o, con el consentimiento del Ordinario, el domingo anterior o posterior.

Las demás indulgencias anejas a iglesias u oratorios se revisarán lo antes posible.

16. La obra prescrita para la obtención de una indulgencia plenaria aneja a una iglesia u oratorio consiste en la visita piadosa de este lugar, rezando el Padrenuestro y el Credo.

17. El fiel cristiano que usa con devoción algún objeto de piedad (crucifijo, cruz, rosario, escapulario, medalla), debidamente bendecido por cualquier sacerdote, gana indulgencia parcial.

Si el objeto de piedad ha sido bendecido por el sumo Pontífice o por cualquier obispo, el fiel cristiano que lo usa con sentimientos de piedad puede también ganar indulgencia plenaria en la fiesta de los santos apóstoles Pedro y Pablo, pero añadiendo la profesión de fe con cualquier fórmula legítima.

18. La piadosa Madre Iglesia, si no es posible la presencia de un sacerdote que administre los sacramentos y la bendición apostólica con la adjunta indulgencia plenaria, de la que se trata en el canon 468 $ 2 del CIC, a un fiel cristiano que se halla en peligro de muerte, le concede benignamente indulgencia plenaria, para ganar en peligro de muerte, si está debidamente dispuesto, con tal de que, durante su vida, haya rezado habitualmente algunas oraciones. Para ganar esta indulgencia plenaria es aconsejable utilizar un crucifijo o una cruz.

Esta indulgencia plenaria en peligro de muerte inminente, el fiel cristiano podrá ganarla aunque en el mismo día ya haya ganado otra indulgencia plenaria.

19. Las normas promulgadas sobre las indulgencias plenarias, especialmente las que se relacionan con la norma 6, se aplican también a las indulgencias plenarias que hasta ahora se acostumbraban llamar toties quoties (tantas cuantas veces).

20. La piadosa Madre Iglesia, que tiene una gran solicitud por los fieles difuntos, abrogando todo privilegio en esta materia, determina que cualquier sacrificio de la misa proporciona a los difuntos un amplísimo sufragio.

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Las nuevas normas en que se basa la adquisición de indulgencias entrarán en vigor una vez cumplidos tres meses desde el día en que esta Constitución se publicará en Acta Apostolicae Sedis.

Las indulgencias anejas al uso de objetos de piedad no mencionadas antes, cesan una vez cumplidos tres meses desde el día en que esta Constitución se publicará en Acta Apostolicae Sedis.

Las revisiones de que se habla en los números 14 y 15 deben presentarse a la Sagrada Penitenciaria Apostólica antes de un año; una vez cumplimentados dos años desde el día de esta Constitución, las indulgencias que no hayan sido confirmadas perderán todo vigor.

Queremos que estos nuestros estatutos y prescripciones sean firmes y eficaces ahora y en el futuro, sin que obsten, si se da el caso, las Constituciones y Ordenaciones Apostólicas promulgadas por nuestros antecesores, ni las demás prescripciones, aún las dignas de especial mención o derogación.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 1 del mes de enero, octava de la Natividad de nuestro Señor Jesucristo, del año MCMLXVII, cuarto de Nuestro Pontificado.

PABLO PP. VI

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