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jueves, 18 de abril de 2019

San Pio X, Ex. Ap. "Haerent animo", sobre la santidad del clero, 4-agosto-1908.

"HAERENT ANIMO"
EXORTACIÓN APOSTÓLICA DEL PAPA SAN PÍO X

SOBRE LA SANTIDAD DEL CLERO
4 de agosto de 1908

Tenemos profundamente grabadas en Nuestro ánimo, y Nos llenan de santo temor, las palabras que dirigía a los hebreos el Apóstol de las gentes, cuando al instruirles acerca de la obediencia debida a los superiores, se expresaba en estos graves términos: ellos están obligados a ejercer su ministerio como quien sabe que ha de dar cuenta de vuestras almas (1).

Sí esta afirmación hace referencia a todos aquellos que tienen autoridad en la Iglesia, afecta sobre todo a Nos, que, por designio de Dios, a pesar de Nuestra insuficiencia, ejercemos en ella, la Suprema autoridad. Es un pensamiento que nos acompaña día y noche y Nos acucia a procurar sin descanso todo lo que se refiere a la defensa y al aumento del rebaño del Señor. Un asunto Nos preocupa sobre todo: que los Ministros de Dios sean lo que deben ser por su cargo, pues estamos convencidos de que de ellos, principalmente, hay que esperar el bien de la Religión y su progreso.

Por ello, desde que Nos fuimos investidos con el Pontificado, aunque bien claros están a la vista los muchos méritos del Clero en su conjunto, sin embargo, hemos creído que debíamos exhortar de modo especial a Nuestros Venerables Hermanos los Obispos, para que no haya nada de que más se preocupen y nada consideren más eficaz que formar a Cristo en quienes están destinados por su ministerio a formar a Cristo en los demás. Y hemos comprobado cuál ha sido el celo con que los Prelados han cumplido este encargo. Hemos visto, con cuánta atención y con cuánto celo se han dedicado a formar a su Clero en la virtud, y por esto Nos satisface, más que felicitar a cada uno de ellos, expresarles públicamente Nuestro agradecimiento.

Aliento para los tibios.

Pero, si por una parte Nos alegramos de que, a consecuencia de esta actividad de los Obispos, se ha avivado en muchos sacerdotes el fuego divino, de manera que han recobrado la gracia de Dios que recibieron por la imposición de las manos en su ordenación sacerdotal o la han hecho fructificar; por otra parte, tenemos que deplorar que otros, en algunos países, no se comportan de forma que el pueblo cristiano, al mirarlos como un espejo, pueda ver lo que ha de imitar. A éstos es a quienes en esta carta querernos abrir nuestro corazón de padre, lleno de amor angustiado a la vista de su hijo enfermo.

Bajo la inspiración de este amor, queremos añadir Nuestras exhortaciones a las del Episcopado, y aunque estas palabras se propongan sobre todo, llamar a los extraviados y a los tibios, queremos que también sean un estímulo para los demás. Queremos mostrarles el camino que cada uno debe procurar seguir, con mayor empeño cada día, para ser verdaderamente el hombre de Dios (2) según la clara expresión del Apóstol, y para responder a lo que justamente espera la Iglesia.

El camino a seguir.

No os diremos nada que no sea sabido, nada nuevo para nadie, sino lo que importa mucho que todos recuerden. Dios Nos hace sentir la esperanza de que Nuestra palabra producirá abundante fruto. Todo Nuestro deseo, es únicamente este: Renovaos en el espíritu de vuestra mente y revestíos del hombre nuevo, que ha sido creado conforme a Dios en justicia y santidad verdadera (3). Este será para Nos el regalo más hermoso y más agradable que podáis hacernos en este quincuagésimo aniversario de Nuestro sacerdocio. Cuando repasemos bajo la mirada de Dios, con corazón contrito y espíritu de humildad (4) estos años de sacerdocio transcurridos Nos parecerá poder expiar en cierto modo todo lo que de humano haya que borrar, recomendándoos y exhortándoos a que caminéis dignamente para agradar a Dios en todos. Pero con esta exhortación no miramos sólo a vuestro bien particular, sino al provecho de todos los fieles, puesto que no puede separarse lo uno de lo otro. Porque es tal la condición del sacerdote que no puede ser bueno o malo sólo para sí, pues el modelo de su vida influye poderosamente en el pueblo. El que cuenta con un buen sacerdote, ¡qué bien tan grande y precioso tiene!

(1) Heb 13, 17.
(2) 1 Tim 6, 11,
(3) Ef 4, 23-24
(4) Dan 3, 39


I. EL SACERDOTE DEBE SER SANTO

Luz del mundo y sal de la tierra.


Comenzaremos, pues, hijos, Nuestra exhortación, llamándoos a la santidad de vida que requiere vuestra dignidad. Cualquiera que ejerce el sacerdocio no lo ejerce sólo para sí, sino también para los demás. Porque todo Pontífice tomado de entre los hombres, está constituido para los hombres, en las cosas de Dios (6). Jesucristo expresó el mismo - pensamiento cuando, para explicar la función de los sacerdotes, los compara a la sal y a la luz. Por consiguiente, el sacerdote es luz del mundo y sal de la tierra. Nadie ignora que esto es así, sobre todo al enseñar la verdad cristiana; pero ¿es posible ignorar ya que, este ministerio no es nada, si el sacerdote no avala con su ejemplo lo que enseña con su palabra? Los que le escucharon podrían decir con falta de respeto, si, pero con razón: Confiesan a Dios con las palabras, pero le niegan con los hechos (7); y rechazarían entonces la doctrina, sin dejarse ganar por su luz. Por eso el mismo Jesucristo, constituido modelo de los sacerdotes, enseñen primero con el ejemplo y después con la palabra: Empezó Jesús a hacer y a enseñar (8).

Si el sacerdote descuida su santificación, no podrá ser la sal de la tierra, porque lo que está corrompido y contaminado no puede servir de ninguna manera para conservar otras cosas -, donde la santidad falta es inevitable que entre la corrupción. Así, Jesucristo, continuando la comparación, llama a tales sacerdotes sal sin sabor, que no sirve más que para tirarla y ser pisoteada por los hombres (9).

Dispensador de los misterios de Dios.

Estas verdades aparecen con mayor relieve, si consideramos que nosotros, los sacerdotes, no ejercernos la función sacerdotal en nombre propio, sino en nombre de Jesucristo. Dice el Apóstol: que todo hombre nos considere como ministros de Cristo dispensadores de los misterios de Dios (10): somos embajadores de Cristo (11). Por esta razón Jesucristo mismo nos trató como amigos y no como siervos. Ya no os llamaré siervos..., os he llamado amigos: porque todo lo que he aprendido de mi Padre os lo he hecho conocer a vosotros... Os he elegido y os he Puesto para que vayáis y déis fruto (12).

Debemos, pues, representar la persona de Cristo, y cumplir la misión que se nos ha confiado, de modo tal, que consigamos el fin que El se propuso. Y como "querer y no querer la misma cosa es lo que constituye la verdadera amistad". estamos obligados. corno amigos, a tener los mismos sentimientos que Jesucristo, que es santo, inocente e inmaculado (13). En cuanto embajadores suyos, estamos obligados a ganar el espíritu de los hombres para su ley y para su doctrina, comenzando por observarlas nosotros mismos; en cuanto que participamos de su poder, estamos obligados a librar a las almas de los lazos del pecado, y hemos de evitar con todo cuidado no caer nosotros mismos en ellos.

Administra las cosas santas.

Pero sobre todo, en cuanto ministros suyos, al ofrecer el sacrificio por excelencia, que cada día se renueva para la vida del mundo, debemos ponemos en la misma disposición de alma que El tuvo cuando se ofreció al Padre en el altar en la Cruz como hostia inmaculada. Si antiguamente, cuando sólo había sombras y figuras, se exigía una santidad tan grande en los sacerdotes, ¿qué no se nos exigirá a nosotros cuando la víctima es el mismo Cristo? Qué pureza no deberá tener el que ofrece tan gran sacrificio?

¿No debiera tener esplendor más brillante que el del sol la mano que parte esta carne? ¿Cómo deberá ser la boca que se llena de ese fuego espiritual, la lengua que se enrojece con tan preciosa sangre? (14)

Con gran razón San Carlos Borromeo insistía en sus discursos al clero: "Si considerásemos, queridísimos hermanos, cuán grandes y santas cosas ha puesto Dios en nuestras manos, ¡qué fuerza tendría esta consideración para llevarnos a vivir una vida digna de sacerdotes! ¡Qué es lo que el Señor no ha puesto en mis manos, cuando ha puesto a su propio Hijo, único, eterno y consustancial a Sí mismo! Ha puesto en mis manos todos sus tesoros, todos sus Sacramentos, todas sus gracias; ha puesto en mis manos las almas, que es lo que más quiere, a las que ha amado más que a sí mismo, a las que ha comprado con su sangre; ha puesto en mis manos el mismo cielo, que puedo abrir y cerrar a los demás... ¿Cómo podría, pues, yo ser tan ingrato para tantos honores y tanto amor, hasta el punto de pecar contra El, de ofenderle, de contaminar un cuerpo que es el suyo, de profanar esta dignidad, esta vida consagrada a su servicio? "


(6) Heb 5, 1. y Tit 1, 16.
(8) Hech 1, 1.
(9) Mt 5, 13.
(10) 1 Cor 14, 1.
(11) 2 Cor 5. 20.
(12) Jn 15, 15-16..
(13) Heb 7, 26.
(14) S. JUAN CRISÓSTOMO, In Mat. hom., 82, n. 5.

Preocupación continua de la Iglesia.

La Iglesia, con esfuerzos tan grandes como continuos, presta una solicitud vivísima a esta santidad de vida de la que queremos hablar más todavía. Los Seminarios han sido creados para eso; en ellos, los jóvenes que se preparan para el sacerdocio, aprenden las ciencias y las letras, pero, de modo especial, se forman desde su primera edad en todo, lo que se refiere a la piedad. La Iglesia, como madre vigilante, los va llevando gradualmente al sacerdocio, a través de larga preparación, sin descuidar ningún medio para hacerles adquirir la santidad que necesitan.

Nos es muy grato recordarlo aquí. Cuando la Iglesia nos alistó en la milicia sagrada, quiso que con palabras solemnes confesáramos esta verdad: El señor es mi parte de herencia y de cáliz: sois Vos, Dios mío, quien me entregará esta herencia que es mía (15).

Por estas palabras --dice San Jerónimo- el Sacerdote queda advertido de que "él, que es una parte del Señor o que tiene al Señor por parte suya, debe mostrarse tal que posea al Señor o sea poseído por El" (16).

Muy grave es el lenguaje que emplea la Iglesia con aquellos que van a ser promovidos al Subdiaconado "Debéis considerar con frecuencia la carga que hoy tomáis voluntariamente sobre vuestros hombros... Porque si recibí este Orden, no os estará permitido volveros atrás en vuestra decisión, sino que tendréis que servir siempre a Dios y guardar, con su ayuda, la virtud de la castidad.

Y por último: "Si hasta el presente habéis estado algo retraídos de la Iglesia, desde ahora debéis ser asiduos en frecuentarla; si habéis estado soñolientos, deberéis despertaros; si habéis sido deshonestos, deberéis ser castos en lo sucesivo ... ¡Ved qué ministerio se os confiere!

Por los que van a pasar al Diaconado, la Iglesia ruega así por boca de su Obispo. "Que en él abunde todo género de virtud, una autoridad modesta, un pudor constante, la pureza de la inocencia y la observancia espiritual de la disciplina ... Que en sus costumbres brillen, Señor, vuestros preceptos, a fin de que a la vista de su castidad, el pueblo imite tan santo ejemplo." Pero mucho más conmovedora es la advertencia dirigida a los que van a ser elevados al Sacerdocio. "Es preciso subir con gran reverencia a tan alto grado y procurar que la sabiduría celeste, la Improbidad de vida y la perpetua observación de la justicia sean en vosotros una recomendación de esas virtudes para los fieles... Que el perfume de vuestra vida sea la alegría de la Iglesia de Dios;, y que por la predicación y el ejemplo podáis construir la casa, que es la familia de Dios."

Y, sobre todo, este último y grave consejo: "Imitad lo que lleváis en las manos", según el precepto de San Pablo: Hagamos a todo hombre perfecto en Jesucristo (17).

Este es el pensamiento de la Iglesia acerca de la vida sacerdotal, y no debe extrañar a nadie que los Santos Padres y los Santos Doctores hayan coincidido en su doctrina sobre este punto; y hasta es posible que hayamos estado tentados de pensar que sus enseñanzas eran demasiado exigentes; sin embargo, sí juzgamos con la prudencia debida, veremos que no han enseñado nada que no sea totalmente acertado y verdadero. Sus enseñanzas se resumen en esto: entre el sacerdote y cualquier hombre de bien, debe haber tanta diferencia como existe entre el cielo y la tierra; por ello es preciso tener cuidado no sólo de que la virtud del sacerdote esté exenta de todo reproche grave, sino también de las faltas que se consideran mínimas. El Concilio de Trento siguió el juicio de estos hombres venerables, cuando advirtió a los clérigos que huyesen "hasta de las faltas leves, que en ellos serían muy graves" (18); en efecto, no muy graves en sí, sino con relación al que las comete ' a quien con mucha mayor razón que a los edificios de nuestros templos se puede aplicar esta frase de los Libros Santos: La santidad conviene a tu casa (19).

(15) Sal 15, 5.
(16) Ep 52, ad Nepot. n. 5.
(17) Col 1, 28.
(18) Sess. XXII, de reform., c. i.
(19) Sal 92, 5



II. EN QUE CONSISTE LA SANTIDAD

Abnegación de sí mismo.


Es necesario precisar en qué debe consistir esta santidad, de la cual sería un crimen que careciese el sacerdote, porque quien lo ignora o lo, entiende mal, estará expuesto a un grave peligro.

Hay quienes piensan y sostienen que el sacerdote debe emplearse todo entero en el bien de los demás; estos no prestan atención a las virtudes que ellos llaman pasivas, por las que el hombre se perfecciona a sí mismo, y afirman que todo el cuidado, y todo el esfuerzo deben emplearse en adquirir y predicar las virtudes que llaman activas.

Es para admirarse la falsedad y el daño que esta doctrina encierra. De ella, Nuestro predecesor, de santa memoria, escribió sabiamente (20): "Sólo aquel que no recuerde - las palabras del Apóstol: los que El ha elegido, también los ha predestinado para que se hagan conformes a la imagen de su Hijo (21), Sólo aquél, querrá que las virtudes cristianas cambien según los tiempos, para acomodarse a éstos. Cristo es el Maestro y el ejemplo de toda santidad, y es necesario que todo el que pretenda ocupar un lugar entre los bienaventurados, se adapte a su ejemplo. Pero Cristo no cambia al paso de los siglos, sino que es el mismo ayer y hoy, y será el mismo por todos los Siglos (22). Por lo tanto, es a los hombres de todos los tiempos a quienes les dice: Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón (23). En todo momento Cristo se nos muestra obediente hasta la Muerte (24); y las palabras del Apóstol: los que son de Cristo han crucificado su carne con los vicios y las concupiscencias (26), están en vigor en todos los tiempos.

Es verdad que estas enseñanzas se aplican a todos los fieles pero tienen más íntimo sentido para los sacerdotes; y es preciso que éstos reciban, como dicho para ellos más que para los demás, lo, que Nuestro Predecesor añadía con celo apostólico. "Quisiera Dios que estas virtudes fueran vividas hoy por mayor número de hombres, como lo fueron por tantos santos de los tiempos pasados, quienes, por su humildad de corazón, obediencia y abstinencia, fueron poderosos en obras y en palabras, con gran provecho para la religión y, además, para la sociedad".

No estará fuera de lugar señalar aquí cómo el sapientísimo Pontífice hacía mención muy particular de cita virtud de la abstinencia que, en lenguaje evangélico, llamamos abnegación de sí mismo. Y es que en esta virtud, queridos hijos míos, están contenidas la fuerza, la eficacia, todo el fruto del ministerio sacerdotal; de descuidarla procede todo lo que, en las costumbres del sacerdote, puede ofender los ojos y las almas de los fieles.

Si se actúa por vergonzoso afán de lucro, si el celo se pone en negocios del mundo, sí se ambicionan los primeros puestos y se desprecian los otros, si se somete uno a la carne y a la sangre, si se busca agradar a los hombres, si se confía en las palabras persuasivas de la sabiduría humana, todo ello se debe al olvido del mandato de Cristo y al desprecio de la norma que El estableció: El que quiera venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo.

(20) Ep. Testem benevolentiae ad archiep. Baltimor. 21 ian. 1899.
(21) Rom 8, 29.
(22) Heb 13, 8.
(23) Mt 11, 20.
(24) Filip 2, 8.
(25) Gál 5, 24.
(26) Mt 16, 24.



Buscar la santidad de los demás.

Al mismo tiempo que insistimos en todo esto, no dejamos de advertir que el sacerdote no debe limitarse a buscar su propia santidad. Es el obrero que Cristo ha contratado para trabajar en su viña (27); a él le toca arrancar las malas hierbas, sembrar las buenas, regarlas y vigilar para impedir que el enemigo siembre entre ¡ellas la cizaña.

Por !esto, el sacerdote ha de procurar no dejarse llevar por un celo desmedido de perfección interior, que le haga descuidar alguna de las obligaciones de su ministerio que se refieren al bien de los fieles: predicar la palabra divina, oír confesiones, asistir a los enfermos y especialmente a los moribundos, instruir a los que ignoran la fe, consolar a los afligidos, recuperar a los extraviados por el error, imitando en todo a Cristo, que pasó haciendo el bien y curando a los que estaban bajo el poder del demonio (28) . Pero inmerso en toda esta actividad, el sacerdote debe tener hondamente grabada en su mente la advertencia solemne de San Pablo: Ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios, que es quien hace crecer (29).

Podrá ir echando las semillas entre lágrimas, podrá luego cuidar el campo sin rehuir la fatiga: pero que la semilla germine y llegue a dar los frutos deseados depende ;sólo de Dios y de su auxilio todopoderoso Hay que insistir en que los hombres no son más que instrumentos, de los que Dios se sirve para la salvación de las almas, y hay que procurar que estos instrumentos se encuentren en buen estado para que Dios pueda utilizarlos.

¿Pero de qué manera? ¿Podemos creer que, para extender su gloria, Dios se va a valer de nuestra intervención porque ha visto en nosotros alguna cualidad innata o adquirida? De ningún modo. Pues está escrito: Dios ha escogido a los necios según el mundo, para confundir a los sabios y Dios ha escogido a los flacas del mundo, para confundir a los fuertes; y las cosas viles y despreciables del mundo, y las que no son nada para destruir las que son (30).

En realidad la única cosa que une al hombre con Dios, que lo hace agradable a sus ojos y que hace de él un instrumento digno de su misericordia es la santidad, de vida y de costumbres. Si el sacerdote no posee esta santidad, que en sustancia no es más que la ciencia de Cristo, le falta todo. La cultura más amplia y más escogida que Nos mismo procuramos promover en el clero, la actividad y el acierto en la acción, aún en los casos en que puedan producir algún bien a la Iglesia y a los individuos, faltando la santidad, acabarían por reportarle con frecuencia lamentables perjuicios. Pero aquel que tenga santidad y por la santidad se distinga, por humilde que parezca puede emprender y llevar a buen fin obras de gran provecho para el pueblo de Dios, como lo prueban numerosos testimonios de todos los tiempos, entre otros el muy reciente de Juan Bautista Vianney, el ejemplar cura de almas, para quien Nos tuvimos el gran placer de decretar los honores debidos a los Bienaventurados. Sólo la santidad nos hace tales como nos quiere nuestra vocación divina, es decir, hombres crucificados para el mundo y para quienes el mundo mismo está crucificado; hombres que caminan en una nueva vida y que, como enseña San Pablo, en trabajos, en vigilias, en ayunos, por la castidad, por la ciencia, por la longanimidad, por la mansedumbre, por el Espíritu Santo, por la caridad no fingida, por la palabra de verdad (31), se muestran como ministros de Dios, que tienden exclusivamente a las cosas del cielo y ponen todo su esfuerzo en llevar también a los demás hacia ellas.

(27) Mt 20, 1.
(28) Hech 10, 38.
(29) 1 Cor 3, 7.
(30) 1 Cor 27-28.
(31) Cor 6, 5 ss.



III. MEDIOS DE SANTIFICACIÓN

1. LA ORACIÓN

Su necesidad.

Se sabe que, la santidad de vida es fruto de nuestra voluntad, en la medida en que sea fortalecida por Dios con el auxilio de la gracia. Dios mismo ha provisto abundantemente para que no nos falte jamás, si no queremos, el don de su gracia; y este auxilio nos lo aseguramos principalmente por medio de la oración. Entre la santidad y la oración existe necesariamente una relación tal, que no es posible la una sin la otra. Es verdad esta frase del Crisóstomo: "Creo que es patente para todos que es sencillamente imposible vivir virtuosamente sin el auxilio de la oración" (32) y San Agustín, agudamente, llega a esta conclusión: "Sabe verdaderamente vivir bien quien sabe orar" (33). Jesucristo mismo nos confirma estas enseñanzas con la exhortación constante de su palabra y sobre todo con su ejemplo. Para orar se retiraba a los desiertos o subía solo a las montañas; pasaba noches enteras en esta ocupación, a la que se entregaba intensamente; iba con frecuencia al Templo, y hasta rodeado de la multitud elevaba los ojos al cielo y oraba en público; por último, clavado en la cruz, en medio dio los dolores de la muerte, suplicó a su Padre con lágrimas y dando una gran voz. Tenemos, pues, que estar persuadidos de que el sacerdote, para poder estar a la altura de su dignidad y de su deber, necesita darse de lleno a la oración. Con demasiada frecuencia hay que lamentar que lo haga más por rutina que por devoción; que rece a su tiempo el oficio descuidadamente y otras pocas oraciones, y que después ya no se acuerde de dedicar ningún otro momento, del día a hablar con Dios, elevando el alma al cielo. Y, sin embargo, el sacerdote, mucho más que nadie, debe obedecer el precepto de Cristo: Es preciso orar siempre (34), precepto del que San Pablo se hace eco con tanta insistencia: Perseverad en la oración,, velando en ella con acción de gracias (35). Orad sin cesar (36).

¡Cuántas ocasiones se presentan durante el día para elevarse hacia Dios a un alma que desea ardientemente su propia satisfacción y la salvación de las otras almas! Los sufrimientos interiores, la violencia y la insistencia de las tentaciones, la escasez de virtud, el desaliento y la esterilidad de los trabajos, las ofensas y las negligencias innumerables, en fin, el temor al juicio de Dios; todas estas cosas son poderosos estímulos para llorar ante el Señor y enriquecernos fácilmente a sus ojos de méritos, además de conseguir su ayuda. Y debemos llorar no sólo por nosotros. En esta marea de pecados que va invadiendo todo sin detenerse, a nosotros nos corresponde de modo especial implorar con nuestras súplicas la clemencia divina.

(32) De praecatione orat. 1.
(33) Hom. 4 ex 50.
(34) Lc 18, 1.
(35) Col 4, 2.
(36) 1 Tes 5, 17.


La meditación diaria.

Es de capital importancia en esto señalar cada día un tiempo determinado a la meditación de las cosas eternas. Ningún sacerdote puede descuidar esto sin cometer una imprudencia grave y sin daño para su alma. Escribiendo a Eugenio III, que había sido su discípulo y que después fue Pontífice Romano, el Santo Abad Bernardo le advertía con gran claridad e insistencia que no dejase un solo día la meditación de las cosas divinas, sin buscar excusa en las ocupaciones tan numerosas y tan graves como lleva consigo el supremo apostolado. Y para hacer ver con cuanta razón le escribía así, enumeraba sabiamente las ventajas de la meditación: "Ante todo purifica la mente que es la fuente de donde procede. Regula los afectos, dirige los actos, corrige los excesos, rectifica las costumbres, hace la vida honesta y ordenada; en fin, confiere tanto la ciencia de las cosas divinas como la de las cosas humanas. La meditación aclara lo que ¡está confuso, reaprieta lo que se ha relajado, concentra lo que está esparcido, escudriña lo que está oculto; investiga la verdad, examina lo que es verosímil y explora las apariencias. Ella es la que planifica lo que debe hacerse y reflexiona sobre lo hecho, y así la mente corrige los errores pasados y previene los errores futuros. Ella es la que en la prosperidad hace presentir lo adverso, y en la adversidad sabe quedar como insensible; dos bienes, esto es propio de la fortaleza, aquello de la prudencia" (37).

Todas estas grandes ventajas que la meditación nos proporciona nos enseban y nos advierten que en todos sentidos es no sólo provechosa, sino absolutamente indispensable. Aunque las diferentes funciones sacerdotales son todas augustas y venerables, ocurre, sin embargo, que quienes las cumplen por rutina, no les prestan la consideración reverente que merecen; poco a poco el fervor va disminuyendo y fácilmente se cae en la negligencia y hasta en el disgusto de las cosas más santas

A esto se debe añadir que el sacerdote está obligado a vivir a diario como en medio de una generación depravada; hasta ¡en el ejercicio de la caridad pastoral puede temer que se escondan las asechanzas de la serpiente infernal. ¿No es fácil que hasta los corazones piadosos se manchen con el polvo del mundo? Por eso es tan grande la necesidad de volver todos los días a la contemplación de las cosas del Cielo, para que, recobrando las fuerzas, la mente y la voluntad reciban nuevo vigor contra las tentaciones. Además, conviene que el sacerdote adquiera una cierta facilidad y hábito para elevarse y tender hacia las cosas celestiales, él, que debe gustar las cosas de Dios, enseñarlas y aconsejarlas, y de tal manera debe ordenar su vida por encima de las cosas humanas, que todo lo que haga en el cumplimiento de su ministerio, esté hecho según Dios, inspirado y guiado por la fe. Que esta actitud de espíritu, esta unión espontánea del alma con Dios, se obtiene principalmente por medio de la meditación diaria, es algo tan evidente para quien lo piense un poco, que no es necesario detenernos más en su explicación.

Daños que provienen del abandono de la meditación.

Aunque tristemente, esta verdad puede confirmarse por la vida de aquellos sacerdotes que abandonan la meditación de las cosas eternas o la miran con fastidio, Por eso se ven hombres en los que se halla totalmente adormecido el importantísimo bien del sentido de Cristo, dados completamente a las cosas de la tierra, pretendiendo alcanzar cosas vanas, parloteadores de cosas frívolas; y tratando las cosas santas fríamente y con negligencia, hasta quizá indignamente. Los mismos que antes, fortalecidos con la gracia de su reciente unción sacerdotal, preparaban su espíritu para rezar el Oficio divino y no hacer como quienes tientan a Dios; buscaban el momento oportuno y el lugar recogido; procuraban penetrar el sentido de la palabra de Dios; cantaban alabanzas, se lamentaban, se alegraban y esponjaban su espíritu con el Salmista y ahora ¡qué diferentes! Ya apenas queda nada en ellos de aquella alegre piedad con que tendían hacia los divinos misterios. ¡Que amados eran para ellos en otros tiempos aquellos tabernáculos! El alma suspiraba por sentarse a la mesa del Señor y llevar a otros muchos a ella. Antes de celebrar la Misa, ¡qué deseos de pureza y qué oración la de aquella alma! Y en el momento de celebrar, ¡cuánta reverencia al observar las ceremonias con toda su hermosura!, ¡qué acción de gracias brotaba del fondo de su corazón! El buen olor de Cristo se extendía sobre el pueblo. Acordáos, hijos amadísimos, acordáos... de los días pasados (38), cuando el alma ardía, encendida con el entusiasmo de la meditación santa.

(37) De considerat. 1, 7.
(38) Hebr. 10, 32.



Una excusa falsa: la actividad externa.

Entre aquellos mismos a quienes les resulta una carga recogerse en su corazón (39) o no quieren hacerlo, no faltan los que reconocen la consiguiente pobreza de su alma, y se excusan pretextando que se entregaron totalmente al activismo del ministerio en favor de los demás. Pero se engañan miserablemente. Habiendo perdido la costumbre de tratar con Dios, cuando hablan de El a los hombres o dan consejos de vida cristiana, están totalmente vacíos del espíritu de Dios, de manera que la palabra evangélica parece como muerta en ellos. Su voz puede ser todo lo hermosa que sea con el brillo de la prudencia y de la elocuencia, que no es ya el eco de la voz del buen Pastor, a quien las ovejas oyen con provecho; su voz resuena y se pierde inútilmente, y algunas veces, perjudica por el mal ejemplo, y no sin desdoro de la rebelión y escándalo para los buenos. Esto mismo sucede en las demás facetas de su laboriosa vida, pues, o no produce ningún provecho ni fruto real, o es efímero, porque le falta la lluvia del cielo, que únicamente por la oración del que se humilla (40) puede constituirse en abundancia. No podemos dejar de lamentarnos ahora de aquellos que, engañados por novedades perniciosas, no se avergüenzan de pensar en contra de estas prácticas y juzgan perdido el tiempo empleado en meditar y orar.

Funesta ceguera. ¡Ojalá reflexionen con atención dentro de sí y comprendan a dónde va a parar esa negligencia y ese desprecio de la oración! De aquí brotó aquella soberbia y aquella contumacia que dieron frutos amargos, que Nuestro corazón de Padre no quiere recordar, sino hacer que desaparezcan totalmente. Que Dios escuche este deseo, y mirando con ojos benignos a los extraviados, derrame sobre ellos con tal abundancia el espíritu de gracia y de oración, que, llorando su error, vuelvan espontáneamente, en medio de la alegría de todos, a los caminos abandonados en mal hora, y prosigan por ello con más cautela. Y Dios nos sea testigo, como fue en otro tiempo con el Apóstol (41), de qué modo los amamos a todos ellos en las entrañas de Jesucristo. Que en ellos, como en todos vosotros, hijos amadísimos, quede bien grabada Nuestra exhortación que también es de Cristo Señor: vigilad y orad (42). Ante todo, que cada uno ponga su empeño en meditar piadosamente, y que suplique con espíritu confiado: ¡Señor, enséñanos a orar! (43)

Indispensable para la dirección de almas.

Hay otro motivo de mucha importancia para induciros a meditar: la riqueza de consejo y de virtud que procede de la meditación, muy útil para acertar en la cura de almas, que es la obra más difícil de todas. A este propósito vienen muy bien y son dignas de ser recordadas las palabras pastorales de San Carlos: "Entended, hermanos, que nada es tan necesario a todos los varones eclesiásticos como la oración mental, que debe preceder, acompañar y seguir a todas nuestras acciones. Cantaré - dice el Profeta- y entenderé (44). Si administras los Sacramentos, ¡oh hermano!, medita lo que haces; si celebras Misa, piensa qué ofreces; si cantas, medita a quién y qué cosas hablas; si diriges las almas, piensa con qué sangre fueron lavadas (45). Por eso con razón la Iglesia nos hace repetir con frecuencia aquellas palabras de David: Bienaventurado el varón que medita en la ley del Señor, su voluntad permanece de día y de noche; todas las cosas que haga le resultarán bien. Una última consideración puede servir de sano estímulo: Si el sacerdote se llama y es otro Cristo por la comunicación de la potestad, ¿no deberá hacerse y ser considerado tal también por la imitación de sus obras?... "Sea, pues, nuestro mayor empeño en imitar la vida de Jesucristo" (46).

(39) Heb 10, 32. Jer., 12, 11.
(40) Sir 35, 21.
(41) Filip 1, 5
(42) Mc 12, 33.
(43) Lc 11, 1
(44) Sal 100, 2
(45) Ex orationib. ad clerum.
(46) Imitación de Cristo, 1, 1.



1. LA LECTURA ESPIRITUAL

Influencia de la lectura.


Aparte de la meditación diaria de las cosas divinas, es muy importante que el sacerdote lea asiduamente libros piadosos, sobre todo libros que estén inspirados por Dios. a lo que Pablo mandaba a Timoteo: Dedícate a la lectura (47). Por lo mismo, Jerónimo le insistía a Nepociano, cuando le hablaba de la vida sacerdotal: "Nunca caigan de tus manos los libros sagrados", y le daba la siguiente razón: "Aprende lo que debes enseñar; asimila la palabra fiel, que está en armonía con la verdad, para que puedas exhortar, con doctrina sana y refutar a quienes enseñan lo contrario". Es enorme el provecho que obtienen los sacerdotes que hacen esto diariamente con constancia. Su predicación tiene el buen sabor de Cristo, estimulan hacia la perfección, despiertan los deseos del cielo en las almas de quienes los escuchan, sin hastiarlos. ni envanecerlos. Pero hay otro motivo por el que es muy provechoso para vosotros, queridos hijos, el consejo de San Jerónimo: "Que los libros sagrados estén siempre en tus manos" (48). ¿Quién ignora la gran fuerza que sobre el corazón de un amigo ejerce la voz de un amigo que le advierte lealmente, le aconseja, lo reprende, le anima y le aparta del error? Dichoso aquel que encuentra un amigo verdadero... (49). El que lo ha encontrado, ha encontrado un tesoro (50). Entre nuestros amigos más fieles debemos contar los libros piadosos. Ellos nos hacen recordar la seriedad de nuestros deberes y las normas de la disciplina legítima; despiertan en nuestros corazones las voces celestiales adormecidas; nos echan en cara el abandono de nuestros buenos propósitos; sacuden nuestra falsa tranquilidad; desenmascaran los afectos menos rectos y disimulados; nos ponen al descubierto el peligro que con frecuencia nos acecha si no estamos alerta. Y todos estos buenos servicios nos los prestan con una benevolencia tan discreta, que se nos muestran, no sólo como amigos, sino como los mejores amigos. Los tenemos a nuestro lado siempre que nos place, dispuestos ¡en todo momento a acudir en ayuda de nuestras necesidades más íntimas; su voz jamás es amarga, sus advertencias jamás son interesadas, su palabra jamás es tímida ni engañosa. Muchos y famosos ejemplos demuestran la eficacia saludable de los buenos libros; entre esos ejemplos sobresale el de San Agustín, cuyos grandes méritos dentro de la Iglesia tuvieron comienzo en la lectura: "Toma y lee, toma y lee... Yo tomé (las epístolas de San Pablo), abrí y leí en silencio... Como si la luz de la seguridad se hubiese esparcido en mi corazón, todas las tinieblas de mis dudas se disiparon (51).

Prudencia al elegir las lecturas.

Por el contrario, en nuestros días ocurre por desgracia con frecuencia, que miembros del clero se van dejando ganar poco a poco por las tinieblas de la duda y llegan a seguir los caminos torcidos del mundo, principalmente porque prefieren libros de cualquier clase y hasta un cúmulo de publicaciones periódicas llenas de errores sutiles y perniciosos, en vez de libros piadosos y sobrenaturales. Tened mucho cuidado, queridos hijos; no os dejéis engañar por la excusa ilusoria de que podréis ser más útiles para el bien común. No traspaséis los límites que las leyes de la Iglesia han trazado, o que vuestra prudencia y vuestra caridad para con vosotros mismos os hagan ver; es muy raro que, una vez que el alma se empapa de este veneno, pueda escapar a la ruina.

(47) 1 Tim 4, 13
(48) Ep. 40 ad Paulinum, 2, 6.
(49) Ecli 25, 12
(50) Ecli 6, 14
(51) Confesiones 8, 12.



2. EXAMEN DE CONCIENCIA

Cómo se debe hacer.


El sacerdote obtendrá más provecho, tanto de sus lecturas como de la meditación, si busca el modo de controlar hasta qué punto se preocupa por llevar a la práctica lo que ha leído y lo que ha meditado. Para esto hay un medio excelente, recomendado de manera especial al sacerdote por San Juan Crisóstomo: "Todas las noches, antes de entregarte al sueño, llama a juicio, a tu conciencia, pídele cuentas muy exigentes de las decisiones malas que hayas tomado durante el día..., arráncalas, destrózalas, y castígate por ellas" (52). La conveniencia de este ejercicio y el provecho que lleva consigo para la virtud cristiana, lo prueban los maestros más autorizados de la vida espiritual con admirables advertencias y consideraciones. Citaremos a este propósito unas instrucciones de San Bernardo: "Como investigador diligente de tu pureza de alma, pídete cuenta de tu vida en un examen de cada día, averigua con cuidado en que has ganado y en qué has perdido... Procura conocerte a tí mismo. Pon todas tus faltas delante de tus ojos, ponte frente a ti mismo como delante de otro; y luego duélete de tí mismo" (53).

Consecuencias de no hacer examen.

Sería una vergüenza que en esto se cumplieran las palabras de Jesús: Los hijos de este siglo son más avisados que los hijos de la luz (54). Salta a la vista con qué cuidado administran sus negocios, la frecuencia con que revisan sus gastos y sus ingresos, la atención y el rigor con que llevan sus cuentas, cómo les duelen sus pérdidas y el enorme empeño que ponen en recuperarlas. Y nosotros quizá no pensamos más que en buscar honores, aumentar nuestro patrimonio, hacernos un nombre famoso por medio de la ciencia, descuidando con enorme negligencia el negocio más importante y más difícil: el de nuestra propia santificación. Apenas si de tarde en tarde nos recogemos en nuestro interior para examinar nuestra alma y, así, se va llenando de hierbajos como la viña del perezoso de la Escritura: He pasado por las tierras del perezoso y por la viña del necio, y he visto que las espinas las habían invadido y su cerca de piedras estaba destruida (55). Y el peligro es tanto mayor cuanto que los malos ejemplos, perjudiciales para la virtud del mismo sacerdote, se multiplican a su alrededor, por lo cual es necesario vivir cada día más vigilantes y resistir con mayor esfuerzo. La experiencia demuestra que quien hace con frecuencia examen de sus pensamientos, de sus palabras y de sus obras, tiene más fortaleza para odiar el mal y huir de él, y también más ardor y celo para el bien. También la experiencia demuestra a cuántos inconvenientes y peligros está expuesto el que se niega a acudir a este tribunal, en el que la justicia se sienta para juzgar y al que la conciencia acude como reo y como acusador. Seria inútil buscar en él esa mesura que tanto necesita el cristiano y que lleva a evitar hasta los más leves pecados, esa firmeza de alma, tan propia de un sacerdote y que le hace sentir horror hasta por la más pequeña ofensa a Dios. Es más, esta dejadez y este abandono llegan a veces hasta el punto de descuidar incluso el Sacramento de la penitencia, el mejor medio que Jesucristo Nuestro Señor, en su infinita misericordia, ha puesto al alcance de la debilidad humana. No se puede negar, y es muy lamentable tener que decir que no es raro ver sacerdotes que apartan a los demás del pecado con una elocuencia inflamada, y sin embargo, ellos no sienten ningún temor, porque se han endurecido; exhortan y estimulan a los demás para que se apresuren a limpiar los pecados de sus almas, y ellos mismos pasan sin confesarse meses enteros; saben echar el aceite y el vino saludables sobre las llagas ajenas, y ellos yacen heridos al filo del camino sin clamar por la ayuda de una mano fraterna que pasa por su lado. ¡Cuántas consecuencias indignas de Dios y de la Iglesia han resultado y resultan todavía de este proceder, cuántos perjuicios para el pueblo cristiano y cuántas vergüenzas para el estado sacerdotal!

(52) Exposit. in Ps., 4 8.
(53) Meditationes piissimae, c. 5; De quotid. sui ipsius exam.
(54) Lc., 16, 8.
(55) Prov., 24, 30-31.



Necesidad absoluta de estos medios.

Queridos hijos, mientras hacemos por deber de conciencia estas observaciones, se Nos llena el alma de amargura y se Nos quiebra la voz en sollozos. ¡Pobre del sacerdote que no sabe estar bien en su sitio y que profana con su falta de fidelidad el nombre santo de Dios, a quien está consagrado! La corrupción de los mejores es la peor: "Grande es la dignidad de los sacerdotes pero grande es también su caída, si pecan; alegrémonos por nuestra elevación, pero temblemos por nuestra caída; no hay tanta alegría por haber estado en alto, como dolor por haber caído desde estas alturas" (56). Muy desgraciado es, el sacerdote que se olvida de sí mismo, abandona la oración, no se alimenta con lecturas piadosas, no entra nunca dentro de si para escuchar las acusación, es de su conciencia. Ni las heridas cada vez más enconadas de su alma, ni los gemidos de su madre la Iglesia, conmoverán a este desdichado, hasta que caigan sobre él estas terribles amenazas del Profeta: Endurece el corazón de este pueblo, tápale los oídos, ciérrale los ojos, no sea que vea con sus ojos, oiga con sus oídos y comprenda con su corazón, y así se convierta y yo le cure (57). Que el Dios rico en misericordia aparte de cada uno de nosotros, hijos queridos, este triste presagio. Dios ve el fondo de Nuestro corazón y sabe bien que no está movido por rencor hacia nadie; al contrario, está animado por el amor de pastor y de padre hacia todos. Pues ¿cuál es nuestra esperanza, nuestra alegría y nuestra corona? ¿No lo sois vosotros, delante de Jesucristo Nuestro Señor? (58).

La Iglesia necesita sacerdotes santos.

Vosotros mismos, dondequiera que estéis, podéis ver en que momentos tan desdichados se encuentra la Iglesia por secretos designios de Dios. Daos cuenta también y meditad que tenéis el sagrado deber de estar decididamente a su lado para asistirla en sus tribulaciones, pues ella os ha revestido de una dignidad tan alta. Ahora más, que nunca se necesita una virtud grande en el Clero; una virtud ejemplar, ardiente, activa, dispuesta a hacer y a soportar grandes cosas por Cristo. Esta es Nuestra más ferviente oración por todos y cada uno de vosotros. Que en vosotros brillo con esplendor inalterable la castidad, el mejor ornato, de nuestro, orden sacerdotal. Por el brillo de esta virtud el sacerdote se hace semejante a los ángeles, aparece más venerable ante el pueblo cristiano y es más fecundo en frutos de santidad. Que el respeto, y la obediencia prometidos a aquellos a quienes el Espíritu Santo ha puesto para regir la Iglesia, crezca cada día más en vosotros, y, sobre todo, que vuestros espíritus y vuestros corazones estén unidos por lazos de fidelidad cada vez más estrechos en la sumisión que se debe a esta Sede Apostólica. Que en todos vosotros brille también la caridad que no busca el provecho propio y, así, ahogando en vosotros los estímulos de la rivalidad inspirada por la envidia y la ambición propias de la naturaleza humana, unid todos vuestros esfuerzos en una fraternal emulación para aumentar la gloria divina. Hay una gran multitud de hambrientos, de ciegos, de cojos, de mancos, multitud desgraciada, que espera los auxilios de vuestra caridad; los esperan sobre todo esas masas de jóvenes, esperanza alegre de la sociedad y de la religión, acosados por todas partes de engaños y de corrupción. Daos con entusiasmo, no sólo a enseñarles el Catecismo, cosa que recomendamos con nuevo y mayor empeño, sino servidles también ayudándoles, con todo posible consejo y dedicación. Cuando prestéis vuestra ayuda y vuestra protección, cuando devolváis la salud y llevéis la paz, tened siempre el mismo punto de mira y estad como sedientos de ganar almas para Jesucristo y mantenerlas unidas a El. Cómo trabajan, cómo se afanan, cómo se agitan incansables los enemigos, y es enorme la ruina de las almas. Para la Iglesia católica es un motivo de alegría y de especial orgullo, el esplendor de la caridad de su Clero, que evangeliza la paz cristiana, que lleva la salvación y la civilización hasta los pueblos bárbaros, entre los cuales, a costa de inmensos trabajos, a veces rubricados con sangre, el reino de Cristo se extiende cada día más y la fe cristiana resplandece con nuevas victorias. Si, como ocurre con frecuencia, en respuesta a las muestras de vuestra caridad os encontráis el odio, el insulto, la calumnia, queridos hijos, no os dejéis dominar por la tristeza, no os canséis de hacer el bien (59). Tened ante la vista esas escuadras de hombres, tan insignes en número como en méritos, que siguiendo el ejemplo de los Apóstoles, en medio de las injurias más crueles soportadas por el nombre de Jesucristo, iban contentos y, maldecidos, bendecían ". Nosotros somos los hijos y los hermanos, de los santos cuyos nombres brillan en el libro de la vida, y cuyos méritos celebra la Iglesia. ¡No hagamos agravio a nuestra gloria! (60).

(57) Is 6, 10
(58) 1 Tes 2, 19.
(59) 1 Tes 3, 13
(60) 1 Mac 9, 10.



IV. MEDIOS PARA PERSEVERAR

Los retiros anuales y mensuales.


Una vez que se renueve y robustezca entre el clero el espíritu de la gracia sacerdotal, todos Nuestros restantes proyectos de reforma tendrán mayor eficacia, con la ayuda de Dios. Por esto, nos parece conveniente añadir, a lo que ya hemos dicho, algunos consejos acerca de algunos medios adecuados para conservar y aumentar esta gracia. Por de pronto, hay uno conocido y recomendado por todos, peto que no todos practican: el piadoso retiro para hacer los llamados ejercicios espirituales, a ser posible cada año, bien cada cual en privado, o, lo que es mucho mejor, junto con otros, para que el fruto sea más abundante, atendiendo en esto, desde luego, las prescripciones del Obispo. Ya pusimos de relieve las ventajas de esta práctica al dar algunas instrucciones acerca de ella dirigidas al clero romano (61). También será muy útil para las almas que estos retiros, tengan lugar cada mes, durante algunas horas, en privado o con otros. Vemos con gran satisfacción que esta práctica se ha establecido en muchos sitios alentada por los Obispos y a veces bajo su presidencia.

Las asociaciones de sacerdotes.

Otra recomendación queremos haceros con mucho interés: que los sacerdotes se unan con vínculos fraternos más estrechos, como conviene entre vosotros, con la autorización y bajo la dirección del Obispo. Es muy conveniente que se asocien para prestarse mutuamente socorro en las necesidades, para defender la integridad de su honra y de sus funciones contra los ataques enemigos, o con cualquier otra finalidad semejante. Pero mucho, más importante es formar asociaciones para perfeccionar los conocimientos de las ciencias sagradas; y todavía más para reforzar con eficacia la vocación y para procurar el bien de las almas, aportando todos sus experiencias y sus esfuerzos. La historia de la Iglesia muestra los buenos resultados que dieron tales asociaciones, en tiempos en los que sacerdotes de algunos países vivían en comunidades.

Nada impide hoy resucitar esta experiencia adaptándola a los diferentes lugares y ocupaciones. Y lógicamente cabría esperar hoy los mismos frutos que en otro tierno, con gran alegría de la Iglesia. De hecho, no faltan asociaciones de éstas, autorizadas por los Obispos, y tanto más provecho se obtiene de ellas cuanto antes se ingresa, incluso desde el mismo comienzo del sacerdocio.

Nos mismo, cuando éramos Obispo de una diócesis, promovimos una asociación, y la experiencia nos demostró su eficacia; continuamos díspensándole -a ésta y a otras semejantes- Nuestra especial benevolencia. Estos medios que ayudan a la gracia sacerdotal, y otros que la prudencia de los Obispos podrían inspirarles, según las circunstancias, debéis estimarlos y utilizarlos, queridos hijos, a fin de que cada día caminéis más dignamente por el camino de la vocación a la que habéis sido llamados (62), honrando vuestro ministerio y cumpliendo en vosotros la voluntad de Dios, que es vuestra santificación.

(61) Ep. Experiendo ad Card. in Urbe Vicarium, 27-XII1904.
(62) Ef 4, 1.



Invocación al Corazón de Jesús.

Estos son Nuestros pensamientos y Nuestras principales preocupaciones; levantamos los ojos al Cielo y con frecuencia repetimos sobre todo el Clero la misma súplica de Jesucristo: "Padre santo, santifícales" (63). Nos da alegría saber que fieles de toda condición, preocupados por vuestro bien y el de la Iglesia, se unen a Nos en esta súplica; y todavía nos produce mayor dicha saber que muchas almas generosas, no sólo en los claustros, sino en medio de la vida del mundo, se ofrezcan abnegadamente como víctimas a Dios con este fin. Quiera Dios aceptar como un suave perfume sus puras y sublimes oraciones y también Nuestras súplicas humildes. Que, en su bondad y providencia, Nos ayude, y que el santísimo Corazón de su Hijo derrame sobre todo el clero, los tesoros de gracia, de caridad y de toda virtud.

Confianza en la Virgen María.

Por último, Nos es grato, queridos hijos, manifestaros todo Nuestro agradecimiento por las felicitaciones que Nos habéis ofrecido con amor y piedad, con ocasión del quincuagésimo aniversario de Nuestro sacerdocio; en correspondencia confiamos nuestros deseos a la Augusta Virgen María, Reina de los Apóstoles, para que os lleguen multiplicados y sean más eficazmente escuchados; Ella enseñó con su ejemplo a los primeros sacerdotes cómo debían perseverar en la oración hasta ser revestidos de la virtud de lo alto; Ella les obtuvo esta virtud, más abundante con sus ruegos y la aumentó y fortaleció con sus consejos, cuajando en eficacia sus trabajos.

Deseamos, queridos hijos, que la paz de Cristo rebose en vuestros corazones con la alegría del Espíritu Santo; recibida en prenda la Bendición apostólica que os concedemos a todos con el amor más entrañable.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 4 de agosto de 1908, al principio del sexto año de Nuestro Pontificado.

(63) Jn., 17, 11-17.

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