PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL
Plaza de San Pedro, Miércoles, 14 de febrero de 2018
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Buenos días incluso si el día está un poco feo. Si el alma está alegre, siempre es un buen día. Así que ¡buenos días! Hoy la audiencia se hará en dos partes: un pequeño grupo de enfermos está en el Aula, por el tiempo, y nosotros estamos aquí. Pero nosotros les vemos a ellos y ellos nos ven en la pantalla gigante. Les saludamos con un aplauso. Continuamos con las catequesis sobre la misa. La escucha de las lecturas bíblicas, prolongada en la homilía ¿a qué responde? Responde a un derecho: el derecho espiritual del Pueblo de Dios a recibir con abundancia el tesoro de la Palabra de Dios (cf. Introducción al Leccionario, 45). Cada uno de nosotros cuando va a misa tiene el derecho de recibir abundantemente la Palabra de Dios bien leída, bien dicha y después bien explicada en la homilía. ¡Es un derecho! Y cuando la Palabra de Dios no está bien leída, no es predicada con fervor por el diácono, por el sacerdote o por el obispo, se falta a un derecho de los fieles. Nosotros tenemos el derecho de escuchar la Palabra de Dios. El Señor habla para todos, pastores y fieles. Él llama al corazón de cuantos participan en la misa, cada uno en su condición de vida, edad, situación. El Señor consuela, llama, suscita brotes de vida nueva y reconciliada. Y esto, por medio de su Palabra. ¡Su Palabra llama al corazón y cambia los corazones!
Por eso, después de la homilía, un tiempo de silencio permite sedimentar en el alma la semilla recibida, con el fin de que nazcan propósitos de adhesión a lo que el Espíritu ha sugerido a cada uno. El silencio después de la homilía. Un hermoso silencio se debe hacer allí y cada uno debe pensar en lo que ha escuchado.
Después de este silencio, ¿cómo continúa la misa? La respuesta personal de fe se incluye en la profesión de fe de la Iglesia, expresada en el «Credo». Todos nosotros recitamos el «Credo» en la misa. Recitado por toda la asamblea, el símbolo manifiesta la respuesta común a lo que se ha escuchado juntos de la Palabra de Dios (cf. Catecismo de la Iglesia católica, 185–197). Hay un nexo vital entre escucha y fe. Están unidas. Esta —la fe—, de hecho, no nace de la fantasía de mentes humanas, sino como recuerda san Pablo «viene de la predicación y la predicación, por la Palabra de Cristo» (Romanos 10, 17). La fe se alimenta, por lo tanto, con la predicación y conduce al Sacramento. Así, el rezo del «Credo» hace que la asamblea litúrgica «recuerde, confiese y manifieste los grandes misterios de la fe, antes de comenzar su celebración en la Eucaristía» (Instrucción General del Misal romano, 67). El símbolo de la fe vincula la Eucaristía con el Bautismo, recibido «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» y nos recuerda que los Sacramentos son comprensibles a la luz de la fe de la Iglesia.
La respuesta a la Palabra de Dios acogida con fe se expresa después en la súplica común, denominada Oración universal, porque abraza las necesidades de la Iglesia y del mundo (cf. IGMR, 69-71; Introducción al Leccionario, 30-31). Se lle llama también Oración de los fieles.
Los Padres del Vaticano II quisieron restaurar esta oración después del Evangelio y la homilía, especialmente en el domingo y en las fiestas, para que «con la participación del pueblo se hagan súplicas por la santa Iglesia, por los gobernantes, por los que sufren cualquier necesidad, por todos los hombres y por la salvación del mundo entero» (Const. Sacrosanctum Concilium, 53; cf. 1 Timoteo 2, 1-2). Por tanto, bajo la guía del sacerdote que introduce y concluye, «el pueblo [...] ejercitando el oficio de su sacerdocio bautismal, ofrece súplicas a Dios por la salvación de todos » (IGMR, 69). Y después las intenciones individuales, propuestas por el diacono o un lector, la asamblea una su voz invocando: «Escúchanos Señor».
Recordamos, de hecho, cuando nos ha dicho el Señor Jesús: «Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis» (Juan 15, 7). «Pero nosotros no creemos esto, porque tenemos poca fe». Pero si nosotros tuviéramos una fe —dice Jesús— como el grano de mostaza, recibiríamos todo. «Pedid y lo conseguiréis». Y en este momento de la oración universal después del Credo, está el momento de pedir al Señor las cosas más fuertes en la misa, las cosas que nosotros necesitamos, lo que queremos. «Lo conseguiréis»; en un modo u otro pero «lo conseguiréis». «Todo es posible para quien cree», ha dicho el Señor. ¿Qué respondió ese hombre al cual el Señor se dirigió para decir esta palabra —todo es posible para quien cree—? Dijo: «Creo Señor. Ayuda mi poca fe». También nosotros podemos decir: «Señor, yo creo. Pero ayuda mi poca fe». Y la oración debemos hacerla con este espíritu de fe: «Creo Señor, ayuda mi poca fe». Las pretensiones de lógicas mundanas, sin embargo, no despegan hacia el Cielo, así como permanecen sin ser escuchadas las peticiones autorreferenciales (Jueces 4, 2-3). Las intenciones por las que se invita al pueblo fiel a rezar deben dar voz a las necesidades concretas de la comunidad eclesial y del mundo, evitando recurrir a fórmulas convencionales y miopes. La oración «universal», que concluye la liturgia de la Palabra, nos exhorta a hacer nuestra la mirada de Dios, que cuida de todos sus hijos.
Textos para la pastoral litúrgica de la Misa y otras celebraciones litúrgicas, en España. Se proponen los textos en castellano (y el de la edición "typica" en latín) elegidos por el autor entre las variantes posibles de la Liturgia ordinaria de la Iglesia. En cada entrada de la misa diaria primero se recoge un texto sobre Liturgia, luego el Calendario Litúrgico de España. Después viene la Misa del día. Al final se describen los santos y beatos del día siguiente, según el Martirologio Romano.
sábado, 23 de febrero de 2019
martes, 19 de febrero de 2019
S. C. Culto Divino, Celebración de la Bienaventurada Virgen María, Madre de la Iglesia (11-febrero-2018).
CONGREGACIÓN PARA EL CULTO DIVINO Y LA DISCIPLINA DE LOS SACRAMENTOS
DECRETO
sobre la celebración de la bienaventurada Virgen María, Madre de la Iglesia, en el Calendario Romano General
La gozosa veneración otorgada a la Madre de Dios por la Iglesia en los tiempos actuales, a la luz de la reflexión sobre el misterio de Cristo y su naturaleza propia, no podía olvidar la figura de aquella Mujer (cf. Gál 4,4), la Virgen María, que es Madre de Cristo y, a la vez, Madre de la Iglesia.
Esto estaba ya de alguna manera presente en el sentir eclesial a partir de las palabras premonitorias de san Agustín y de san León Magno. El primero dice que María es madre de los miembros de Cristo, porque ha cooperado con su caridad a la regeneración de los fieles en la Iglesia; el otro, al decir que el nacimiento de la Cabeza es también el nacimiento del Cuerpo, indica que María es, al mismo tiempo, madre de Cristo, Hijo de Dios, y madre de los miembros de su cuerpo místico, es decir, la Iglesia. Estas consideraciones derivan de la maternidad divina de María y de su íntima unión a la obra del Redentor, culminada en la hora de la cruz.
En efecto, la Madre, que estaba junto a la cruz (cf. Jn 19, 25), aceptó el testamento de amor de su Hijo y acogió a todos los hombres, personificados en el discípulo amado, como hijos para regenerar a la vida divina, convirtiéndose en amorosa nodriza de la Iglesia que Cristo ha engendrado en la cruz, entregando el Espíritu. A su vez, en el discípulo amado, Cristo elige a todos los discípulos como herederos de su amor hacia la Madre, confiándosela para que la recibieran con afecto filial.
María, solícita guía de la Iglesia naciente, inició la propia misión materna ya en el cenáculo, orando con los Apóstoles en espera de la venida del Espíritu Santo (cf. Hch 1,14). Con este sentimiento, la piedad cristiana ha honrado a María, en el curso de los siglos, con los títulos, de alguna manera equivalentes, de Madre de los discípulos, de los fieles, de los creyentes, de todos los que renacen en Cristo y también «Madre de la Iglesia», como aparece en textos de algunos autores espirituales e incluso en el magisterio de Benedicto XIV y León XIII.
De todo esto resulta claro en qué se fundamentó el beato Pablo VI, el 21 de noviembre de 1964, como conclusión de la tercera sesión del Concilio Vaticano II, para declarar va la bienaventurada Virgen María «Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores que la llaman Madre amorosa», y estableció que «de ahora en adelante la Madre de Dios sea honrada por todo el pueblo cristiano con este gratísimo título».
Por lo tanto, la Sede Apostólica, especialmente después de haber propuesto una misa votiva en honor de la bienaventurada María, Madre de la Iglesia, con ocasión del Año Santo de la Redención (1975), incluida posteriormente en el Misal Romano, concedió también la facultad de añadir la invocación de este título en las Letanías Lauretanas (1980) y publicó otros formularios en el compendio de las misas de la bienaventurada Virgen María (1986); y concedió añadir esta celebración en el calendario particular de algunas naciones, diócesis y familias religiosas que lo pedían.
El Sumo Pontífice Francisco, considerando atentamente que la promoción de esta devoción puede incrementar el sentido materno de la Iglesia en los Pastores, en los religiosos y en los fieles, así como la genuina piedad mariana, ha establecido que la memoria de la bienaventurada Virgen María, Madre de la Iglesia, sea inscrita en el Calendario Romano el lunes después de Pentecostés y sea celebrada cada año.
Esta celebración nos ayudará a recordar que el crecimiento de la vida cristiana, debe fundamentarse en el misterio de la Cruz, en la ofrenda de Cristo en el banquete eucarístico, y en la Virgen oferente, Madre del Redentor y de los redimidos.
Por tanto, tal memoria deberá aparecer en todos los Calendarios y Libros litúrgicos para la celebración de la Misa y de la Liturgia de las Horas: los respectivos textos litúrgicos se adjuntan a este decreto y sus traducciones, aprobadas por las Conferencias Episcopales, serán publicadas después de ser confirmadas por este Dicasterio.
Donde la celebración de la bienaventurada Virgen María, Madre de la Iglesia, ya se celebra en un día diverso con un grado litúrgico más elevado, según el derecho particular aprobado, puede seguir celebrándose en el futuro del mismo modo.
Sin que obste nada en contrario.
En la sede de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, a 11 de febrero de 2018, memoria de la bienaventurada Virgen María de Lourdes.
Robert Card. Sarah
Prefecto
+ Arthur Roche
Arzobispo Secretario
Comentario al decreto del Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
La Memoria de María, “Madre de la Iglesia”
Por decisión del Papa Francisco, la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos ha ordenado la inscripción de la memoria de la “Bienaventurada Virgen María Madre de la Iglesia” en el Calendario Romano General, con decreto del día 11 de febrero de 2018, ciento sesenta aniversario de la primera aparición de la Virgen en Lourdes. Se adjuntan al decreto los respectivos textos litúrgicos, en latín, para la Misa, el Oficio Divino y el Martirologio Romano. Las Conferencias Episcopales tendrán que aprobar la traducción de los textos necesarios y, después de ser confirmados, publicarlos en los libros litúrgicos de su jurisdicción.
El motivo de la celebración es descrito brevemente en el mismo decreto, que recuerda la madurada veneración litúrgica a María tras una mejor comprensión de su presencia “en el misterio de Cristo y de la Iglesia”, como ha explicado el capítulo VIII de la Lumen Gentium del Concilio Vaticano II. De hecho, el beato Pablo VI, al promulgar esta constitución conciliar el 21 de noviembre de 1964, quiso conceder solemnemente a María el título de “Madre de la Iglesia”. El sentir del pueblo cristiano, en los dos mil años de historia, había acogido, de diverso modo, el vínculo filial que une estrechamente a los discípulos de Cristo con su Santísima Madre. De tal vínculo da testimonio explícito el evangelista Juan, cuando habla del testamento de Jesús muriendo en la cruz (cf. Jn 19, 26-27). Después de haber entregado su Madre a los discípulos y éstos a la Madre, “sabiendo que ya estaba todo cumplido”, al morir Jesús “entregó su espíritu” para la vida de la Iglesia, su cuerpo místico: pues, “del costado de Cristo dormido en la cruz nació el sacramento admirable de la Iglesia entera” (Sacrosanctum Concilium, n. 5).
El agua y la sangre que brotaron del corazón de Cristo en la cruz, signo de la totalidad de su ofrenda redentora, continúan sacramentalmente dando vida a la Iglesia mediante el Bautismo y la Eucaristía. María santísima tiene que realizar su misión materna en esta admirable comunión, que se ha de potenciar siempre entre el Redentor y los redimidos. Lo recuerda el texto evangélico de Jn 19, 25-34 señalado en la misa de la nueva memoria, ya indicado –junto con las lecturas de Gén 3 y Hch 1- en la misa votiva “de sancta Maria Ecclesiae Matre” aprobaba por la Congregación para el Culto Divino en 1973, para el Año Santo de la Reconciliación de 1975 (cf. Notitiae 1973, pp. 382-383).
La conmemoración litúrgica de la maternidad eclesial de María existía ya en las misas votivas de la editio altera del Missale Romanum de 1975. Después, en el pontificado de san Juan Pablo II existía la posibilidad, concedida a las Conferencias Episcopales, de añadir el título de “Madre de la Iglesia” a las Letanías lauretanas (cf. Notitiae 1980, p. 159); y, con ocasión del año mariano, la Congregación para el Culto Divino publicó otros formularios de misas votivas con el título de María Madre e imagen de la Iglesia en la Collectio missarum de Beata Maria Virgine. Se había aprobado también, a lo largo de los años, la inserción de la celebración de la “Madre de la Iglesia” en el Calendario propio de algunos países, como Polonia y Argentina, el lunes después de Pentecostés; y había sido inscrita en otras fechas tanto en lugares peculiares, como la Basílica de san Pedro, -donde se hizo la proclamación del título por parte de Pablo VI-, como también en los Propios de algunas Órdenes y Congregaciones religiosas.
El Papa Francisco, considerando la importancia del misterio de la maternidad espiritual de María, que desde la espera del Espíritu en Pentecostés (cf. Hch 1,14) no ha dejado jamás de cuidar maternalmente de la Iglesia, peregrina en el tiempo, ha establecido que, el lunes después de Pentecostés, la memoria de María Madre de la Iglesia sea obligatoria para toda la Iglesia de Rito Romano. Es evidente el nexo entre la vitalidad de la Iglesia de Pentecostés y la solicitud materna de María hacia ella. En los textos de la Misa y del Oficio, el texto de Hch 1, 12-14 ilumina la celebración litúrgica, como también Gén 3, 9-15. 20, leído a la luz de la tipología de la nueva Eva, constituida “Mater omnium viventium” junto a la cruz del Hijo, Redentor del mundo.
Esperamos que esta celebración, extendida a toda la Iglesia, recuerde a todos los discípulos de Cristo que, si queremos crecer y llenarnos del amor de Dios, es necesario fundamentar nuestra vida en tres realidades: la Cruz, la Hostia y la Virgen –Crux, Hostia et Virgo. Estos son los tres misterios que Dios ha dado al mundo para ordenar, fecundar, santificar nuestra vida interior y para conducirnos hacia Jesucristo. Son tres misterios para contemplar en silencio (R. Sarah, La fuerza del silencio, n. 57).
Robert Sarah
Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
DECRETO
sobre la celebración de la bienaventurada Virgen María, Madre de la Iglesia, en el Calendario Romano General
La gozosa veneración otorgada a la Madre de Dios por la Iglesia en los tiempos actuales, a la luz de la reflexión sobre el misterio de Cristo y su naturaleza propia, no podía olvidar la figura de aquella Mujer (cf. Gál 4,4), la Virgen María, que es Madre de Cristo y, a la vez, Madre de la Iglesia.
Esto estaba ya de alguna manera presente en el sentir eclesial a partir de las palabras premonitorias de san Agustín y de san León Magno. El primero dice que María es madre de los miembros de Cristo, porque ha cooperado con su caridad a la regeneración de los fieles en la Iglesia; el otro, al decir que el nacimiento de la Cabeza es también el nacimiento del Cuerpo, indica que María es, al mismo tiempo, madre de Cristo, Hijo de Dios, y madre de los miembros de su cuerpo místico, es decir, la Iglesia. Estas consideraciones derivan de la maternidad divina de María y de su íntima unión a la obra del Redentor, culminada en la hora de la cruz.
En efecto, la Madre, que estaba junto a la cruz (cf. Jn 19, 25), aceptó el testamento de amor de su Hijo y acogió a todos los hombres, personificados en el discípulo amado, como hijos para regenerar a la vida divina, convirtiéndose en amorosa nodriza de la Iglesia que Cristo ha engendrado en la cruz, entregando el Espíritu. A su vez, en el discípulo amado, Cristo elige a todos los discípulos como herederos de su amor hacia la Madre, confiándosela para que la recibieran con afecto filial.
María, solícita guía de la Iglesia naciente, inició la propia misión materna ya en el cenáculo, orando con los Apóstoles en espera de la venida del Espíritu Santo (cf. Hch 1,14). Con este sentimiento, la piedad cristiana ha honrado a María, en el curso de los siglos, con los títulos, de alguna manera equivalentes, de Madre de los discípulos, de los fieles, de los creyentes, de todos los que renacen en Cristo y también «Madre de la Iglesia», como aparece en textos de algunos autores espirituales e incluso en el magisterio de Benedicto XIV y León XIII.
De todo esto resulta claro en qué se fundamentó el beato Pablo VI, el 21 de noviembre de 1964, como conclusión de la tercera sesión del Concilio Vaticano II, para declarar va la bienaventurada Virgen María «Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores que la llaman Madre amorosa», y estableció que «de ahora en adelante la Madre de Dios sea honrada por todo el pueblo cristiano con este gratísimo título».
Por lo tanto, la Sede Apostólica, especialmente después de haber propuesto una misa votiva en honor de la bienaventurada María, Madre de la Iglesia, con ocasión del Año Santo de la Redención (1975), incluida posteriormente en el Misal Romano, concedió también la facultad de añadir la invocación de este título en las Letanías Lauretanas (1980) y publicó otros formularios en el compendio de las misas de la bienaventurada Virgen María (1986); y concedió añadir esta celebración en el calendario particular de algunas naciones, diócesis y familias religiosas que lo pedían.
El Sumo Pontífice Francisco, considerando atentamente que la promoción de esta devoción puede incrementar el sentido materno de la Iglesia en los Pastores, en los religiosos y en los fieles, así como la genuina piedad mariana, ha establecido que la memoria de la bienaventurada Virgen María, Madre de la Iglesia, sea inscrita en el Calendario Romano el lunes después de Pentecostés y sea celebrada cada año.
Esta celebración nos ayudará a recordar que el crecimiento de la vida cristiana, debe fundamentarse en el misterio de la Cruz, en la ofrenda de Cristo en el banquete eucarístico, y en la Virgen oferente, Madre del Redentor y de los redimidos.
Por tanto, tal memoria deberá aparecer en todos los Calendarios y Libros litúrgicos para la celebración de la Misa y de la Liturgia de las Horas: los respectivos textos litúrgicos se adjuntan a este decreto y sus traducciones, aprobadas por las Conferencias Episcopales, serán publicadas después de ser confirmadas por este Dicasterio.
Donde la celebración de la bienaventurada Virgen María, Madre de la Iglesia, ya se celebra en un día diverso con un grado litúrgico más elevado, según el derecho particular aprobado, puede seguir celebrándose en el futuro del mismo modo.
Sin que obste nada en contrario.
En la sede de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, a 11 de febrero de 2018, memoria de la bienaventurada Virgen María de Lourdes.
Robert Card. Sarah
Prefecto
+ Arthur Roche
Arzobispo Secretario
Comentario al decreto del Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
La Memoria de María, “Madre de la Iglesia”
Por decisión del Papa Francisco, la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos ha ordenado la inscripción de la memoria de la “Bienaventurada Virgen María Madre de la Iglesia” en el Calendario Romano General, con decreto del día 11 de febrero de 2018, ciento sesenta aniversario de la primera aparición de la Virgen en Lourdes. Se adjuntan al decreto los respectivos textos litúrgicos, en latín, para la Misa, el Oficio Divino y el Martirologio Romano. Las Conferencias Episcopales tendrán que aprobar la traducción de los textos necesarios y, después de ser confirmados, publicarlos en los libros litúrgicos de su jurisdicción.
El motivo de la celebración es descrito brevemente en el mismo decreto, que recuerda la madurada veneración litúrgica a María tras una mejor comprensión de su presencia “en el misterio de Cristo y de la Iglesia”, como ha explicado el capítulo VIII de la Lumen Gentium del Concilio Vaticano II. De hecho, el beato Pablo VI, al promulgar esta constitución conciliar el 21 de noviembre de 1964, quiso conceder solemnemente a María el título de “Madre de la Iglesia”. El sentir del pueblo cristiano, en los dos mil años de historia, había acogido, de diverso modo, el vínculo filial que une estrechamente a los discípulos de Cristo con su Santísima Madre. De tal vínculo da testimonio explícito el evangelista Juan, cuando habla del testamento de Jesús muriendo en la cruz (cf. Jn 19, 26-27). Después de haber entregado su Madre a los discípulos y éstos a la Madre, “sabiendo que ya estaba todo cumplido”, al morir Jesús “entregó su espíritu” para la vida de la Iglesia, su cuerpo místico: pues, “del costado de Cristo dormido en la cruz nació el sacramento admirable de la Iglesia entera” (Sacrosanctum Concilium, n. 5).
El agua y la sangre que brotaron del corazón de Cristo en la cruz, signo de la totalidad de su ofrenda redentora, continúan sacramentalmente dando vida a la Iglesia mediante el Bautismo y la Eucaristía. María santísima tiene que realizar su misión materna en esta admirable comunión, que se ha de potenciar siempre entre el Redentor y los redimidos. Lo recuerda el texto evangélico de Jn 19, 25-34 señalado en la misa de la nueva memoria, ya indicado –junto con las lecturas de Gén 3 y Hch 1- en la misa votiva “de sancta Maria Ecclesiae Matre” aprobaba por la Congregación para el Culto Divino en 1973, para el Año Santo de la Reconciliación de 1975 (cf. Notitiae 1973, pp. 382-383).
La conmemoración litúrgica de la maternidad eclesial de María existía ya en las misas votivas de la editio altera del Missale Romanum de 1975. Después, en el pontificado de san Juan Pablo II existía la posibilidad, concedida a las Conferencias Episcopales, de añadir el título de “Madre de la Iglesia” a las Letanías lauretanas (cf. Notitiae 1980, p. 159); y, con ocasión del año mariano, la Congregación para el Culto Divino publicó otros formularios de misas votivas con el título de María Madre e imagen de la Iglesia en la Collectio missarum de Beata Maria Virgine. Se había aprobado también, a lo largo de los años, la inserción de la celebración de la “Madre de la Iglesia” en el Calendario propio de algunos países, como Polonia y Argentina, el lunes después de Pentecostés; y había sido inscrita en otras fechas tanto en lugares peculiares, como la Basílica de san Pedro, -donde se hizo la proclamación del título por parte de Pablo VI-, como también en los Propios de algunas Órdenes y Congregaciones religiosas.
El Papa Francisco, considerando la importancia del misterio de la maternidad espiritual de María, que desde la espera del Espíritu en Pentecostés (cf. Hch 1,14) no ha dejado jamás de cuidar maternalmente de la Iglesia, peregrina en el tiempo, ha establecido que, el lunes después de Pentecostés, la memoria de María Madre de la Iglesia sea obligatoria para toda la Iglesia de Rito Romano. Es evidente el nexo entre la vitalidad de la Iglesia de Pentecostés y la solicitud materna de María hacia ella. En los textos de la Misa y del Oficio, el texto de Hch 1, 12-14 ilumina la celebración litúrgica, como también Gén 3, 9-15. 20, leído a la luz de la tipología de la nueva Eva, constituida “Mater omnium viventium” junto a la cruz del Hijo, Redentor del mundo.
Esperamos que esta celebración, extendida a toda la Iglesia, recuerde a todos los discípulos de Cristo que, si queremos crecer y llenarnos del amor de Dios, es necesario fundamentar nuestra vida en tres realidades: la Cruz, la Hostia y la Virgen –Crux, Hostia et Virgo. Estos son los tres misterios que Dios ha dado al mundo para ordenar, fecundar, santificar nuestra vida interior y para conducirnos hacia Jesucristo. Son tres misterios para contemplar en silencio (R. Sarah, La fuerza del silencio, n. 57).
Robert Sarah
Prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
martes, 12 de febrero de 2019
Papa Francisco, Catequesis sobre la Santa Misa (9), 7-febrero-2018.
PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles, 7 de febrero de 2018
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Continuamos con las catequesis sobre la santa misa. Habíamos llegado a las lecturas.
El diálogo entre Dios y su pueblo, desarrollado en la Liturgia de la Palabra de la misa, alcanza el culmen en la proclamación del Evangelio. Lo precede el canto del Aleluya —o, en cuaresma, otra aclamación— con la que «la asamblea de los fieles acoge y saluda al Señor, quien hablará en el Evangelio» [1]. Como los misterios de Cristo iluminan toda la revelación bíblica, así, en la Liturgia de la Palabra, el Evangelio constituye la luz para comprender el sentido de los textos bíblicos que lo preceden, tanto del Antiguo Testamento como del Nuevo Testamento. De hecho, «de toda la Escritura, como de toda la celebración litúrgica, Cristo es el centro y la plenitud» [2]. Siempre en el centro está Jesucristo, siempre.
Por eso, la misma liturgia distingue el Evangelio de las otras lecturas y lo rodea de particular honor y veneración [3]. De hecho, su lectura está reservada al ministro ordenado, que termina besando el libro; se escucha de pie y se hace el signo de la cruz en la frente, sobre la boca y sobre el pecho; los cirios y el incienso honran a Cristo que, mediante la lectura evangélica, hace resonar su palabra eficaz. De estos signos la asamblea reconoce la presencia de Cristo que le dirige la «buena noticia» que convierte y transforma. Es un discurso directo el que sucede, como prueban las aclamaciones con las que se responde a la proclamación: «Gloria a ti, Señor Jesús» o «Te alabamos Señor». Nos levantamos para escuchar el Evangelio: es Cristo quien nos habla, allí. Y por esto nosotros estamos atentos, porque es un coloquio directo. Es el Señor que nos habla.
Por tanto, en la misa no leemos el Evangelio para saber cómo fueron las cosas, sino que escuchamos el Evangelio para tomar conciencia de lo que Jesús hizo y dijo una vez; y esa Palabra está viva, la Palabra de Jesús que está en el Evangelio está viva y llega a mi corazón. Por esto, escuchar el Evangelio es tan importante, con el corazón abierto, porque es Palabra viva. Escribe san Agustín que «la boca de Cristo es el Evangelio. Él reina en el cielo, pero no cesa de hablar en la tierra» [4]. Si es verdad que en la liturgia «Cristo anuncia todavía el Evangelio» [5], como consecuencia, participando en la misa, debemos darle una respuesta. Nosotros escuchamos el Evangelio y debemos dar una respuesta en nuestra vida.
Para hacer llegar su mensaje, Cristo se sirve también de la palabra del sacerdote que, después del Evangelio, da la homilía [6]. Recomendada vivamente por el Concilio Vaticano II como parte de la misma liturgia [7], la homilía no es un discurso de circunstancia —ni una catequesis como esta que estoy haciendo ahora—, ni una conferencia, ni una clase, la homilía es otra cosa. ¿Qué es la homilía? Es «retomar ese diálogo que ya está entablado entre el Señor y su pueblo» [8], para que encuentre realización en la vida. ¡La auténtica exégesis del Evangelio es nuestra vida santa! La palabra del Señor termina su recorrido haciéndose carne en nosotros, traduciéndose en obras, como sucedió en María y en los santos. Recordad lo que dije la última vez, la Palabra del Señor entra por las orejas, llega al corazón y va a las manos, a las buenas obras. Y también la homilía sigue la Palabra del Señor y hace también este recorrido para ayudarnos para que la Palabra del Señor llegue a las manos, pasando por el corazón.
Ya traté este argumento de la homilía en la exhortación Evangelii gaudium, donde recordaba que el contexto litúrgico «exige que la predicación oriente a la asamblea, y también al predicador, a una comunión con Cristo en la Eucaristía que transforme la vida» [9].
Quien da la homilía debe cumplir bien su ministerio —aquel que predica, el sacerdote o el diácono o el obispo—, ofreciendo un servicio real a todos aquellos que participan en la misa, pero también cuantos la escuchan deben hacer su parte. Sobre todo prestando la debida atención, asumiendo las justas disposiciones interiores, sin pretextos subjetivos, sabiendo que todo predicador tiene méritos y límites. Si a veces hay motivos para aburrirse por la homilía larga o no centrada o incomprensible, otras veces sin embargo el obstáculo es el prejuicio. Y quien hace la homilía debe ser consciente de que no está haciendo algo propio, está predicando, dando voz a Jesús, está predicando la Palabra de Jesús. Y la homilía debe estar bien preparada, debe ser breve, ¡breve! Me decía un sacerdote que una vez había ido a otra ciudad donde vivían los padres y el padre le dijo: «¡Sabes, estoy contento, porque con mis amigos hemos encontrado una iglesia donde se hace la misa sin homilía!». Y cuántas veces vemos que en la homilía algunos se duermen, otros hablan o salen fuera a fumar un cigarrillo... Por esto, por favor, que sea breve, la homilía, pero que esté bien preparada. ¿Y cómo se prepara una homilía, queridos sacerdotes, diáconos, obispos? ¿Cómo se prepara? Con la oración, con el estudio de la Palabra de Dios y haciendo una síntesis clara y breve, no debe durar más de 10 minutos, por favor. Concluyendo podemos decir que en la Liturgia de la Palabra, a través del Evangelio y la homilía, Dios dialoga con su pueblo, el cual lo escucha con atención y veneración y, al mismo tiempo, lo reconoce presente y operante. Si, por tanto, nos ponemos a la escucha de la «buena noticia», seremos convertidos y transformados por ella, por tanto capaces de cambiarnos a nosotros mismos y al mundo. ¿Por qué? Porque la Buena Noticia, la Palabra de Dios entra por las orejas, va al corazón y llega a las manos para hacer buenas obras.
[1] Instrucción general del misal romano, 62.
[2] Introducción al leccionario, 5.
[3] Cf. Instrucción general del misal romano, 60 e 134.
[4] Sermón 85, 1: pl 38, 520; cf. Tratado sobre el Evangelio de san Juan, xxx, i: pl 35, 1632; ccl 36, 289.
[5] Conc. Ecum. Vat. II, Cost. Sacrosanctum Concilium, 33.
[6] Cf. Instrucción general del misal romano, 65-66; Introducción al leccionario, 24-27.
[7] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Cost. Sacrosanctum Concilium, 52.
[8] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 137.
[9] Ibid., 138.
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles, 7 de febrero de 2018
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Continuamos con las catequesis sobre la santa misa. Habíamos llegado a las lecturas.
El diálogo entre Dios y su pueblo, desarrollado en la Liturgia de la Palabra de la misa, alcanza el culmen en la proclamación del Evangelio. Lo precede el canto del Aleluya —o, en cuaresma, otra aclamación— con la que «la asamblea de los fieles acoge y saluda al Señor, quien hablará en el Evangelio» [1]. Como los misterios de Cristo iluminan toda la revelación bíblica, así, en la Liturgia de la Palabra, el Evangelio constituye la luz para comprender el sentido de los textos bíblicos que lo preceden, tanto del Antiguo Testamento como del Nuevo Testamento. De hecho, «de toda la Escritura, como de toda la celebración litúrgica, Cristo es el centro y la plenitud» [2]. Siempre en el centro está Jesucristo, siempre.
Por eso, la misma liturgia distingue el Evangelio de las otras lecturas y lo rodea de particular honor y veneración [3]. De hecho, su lectura está reservada al ministro ordenado, que termina besando el libro; se escucha de pie y se hace el signo de la cruz en la frente, sobre la boca y sobre el pecho; los cirios y el incienso honran a Cristo que, mediante la lectura evangélica, hace resonar su palabra eficaz. De estos signos la asamblea reconoce la presencia de Cristo que le dirige la «buena noticia» que convierte y transforma. Es un discurso directo el que sucede, como prueban las aclamaciones con las que se responde a la proclamación: «Gloria a ti, Señor Jesús» o «Te alabamos Señor». Nos levantamos para escuchar el Evangelio: es Cristo quien nos habla, allí. Y por esto nosotros estamos atentos, porque es un coloquio directo. Es el Señor que nos habla.
Por tanto, en la misa no leemos el Evangelio para saber cómo fueron las cosas, sino que escuchamos el Evangelio para tomar conciencia de lo que Jesús hizo y dijo una vez; y esa Palabra está viva, la Palabra de Jesús que está en el Evangelio está viva y llega a mi corazón. Por esto, escuchar el Evangelio es tan importante, con el corazón abierto, porque es Palabra viva. Escribe san Agustín que «la boca de Cristo es el Evangelio. Él reina en el cielo, pero no cesa de hablar en la tierra» [4]. Si es verdad que en la liturgia «Cristo anuncia todavía el Evangelio» [5], como consecuencia, participando en la misa, debemos darle una respuesta. Nosotros escuchamos el Evangelio y debemos dar una respuesta en nuestra vida.
Para hacer llegar su mensaje, Cristo se sirve también de la palabra del sacerdote que, después del Evangelio, da la homilía [6]. Recomendada vivamente por el Concilio Vaticano II como parte de la misma liturgia [7], la homilía no es un discurso de circunstancia —ni una catequesis como esta que estoy haciendo ahora—, ni una conferencia, ni una clase, la homilía es otra cosa. ¿Qué es la homilía? Es «retomar ese diálogo que ya está entablado entre el Señor y su pueblo» [8], para que encuentre realización en la vida. ¡La auténtica exégesis del Evangelio es nuestra vida santa! La palabra del Señor termina su recorrido haciéndose carne en nosotros, traduciéndose en obras, como sucedió en María y en los santos. Recordad lo que dije la última vez, la Palabra del Señor entra por las orejas, llega al corazón y va a las manos, a las buenas obras. Y también la homilía sigue la Palabra del Señor y hace también este recorrido para ayudarnos para que la Palabra del Señor llegue a las manos, pasando por el corazón.
Ya traté este argumento de la homilía en la exhortación Evangelii gaudium, donde recordaba que el contexto litúrgico «exige que la predicación oriente a la asamblea, y también al predicador, a una comunión con Cristo en la Eucaristía que transforme la vida» [9].
Quien da la homilía debe cumplir bien su ministerio —aquel que predica, el sacerdote o el diácono o el obispo—, ofreciendo un servicio real a todos aquellos que participan en la misa, pero también cuantos la escuchan deben hacer su parte. Sobre todo prestando la debida atención, asumiendo las justas disposiciones interiores, sin pretextos subjetivos, sabiendo que todo predicador tiene méritos y límites. Si a veces hay motivos para aburrirse por la homilía larga o no centrada o incomprensible, otras veces sin embargo el obstáculo es el prejuicio. Y quien hace la homilía debe ser consciente de que no está haciendo algo propio, está predicando, dando voz a Jesús, está predicando la Palabra de Jesús. Y la homilía debe estar bien preparada, debe ser breve, ¡breve! Me decía un sacerdote que una vez había ido a otra ciudad donde vivían los padres y el padre le dijo: «¡Sabes, estoy contento, porque con mis amigos hemos encontrado una iglesia donde se hace la misa sin homilía!». Y cuántas veces vemos que en la homilía algunos se duermen, otros hablan o salen fuera a fumar un cigarrillo... Por esto, por favor, que sea breve, la homilía, pero que esté bien preparada. ¿Y cómo se prepara una homilía, queridos sacerdotes, diáconos, obispos? ¿Cómo se prepara? Con la oración, con el estudio de la Palabra de Dios y haciendo una síntesis clara y breve, no debe durar más de 10 minutos, por favor. Concluyendo podemos decir que en la Liturgia de la Palabra, a través del Evangelio y la homilía, Dios dialoga con su pueblo, el cual lo escucha con atención y veneración y, al mismo tiempo, lo reconoce presente y operante. Si, por tanto, nos ponemos a la escucha de la «buena noticia», seremos convertidos y transformados por ella, por tanto capaces de cambiarnos a nosotros mismos y al mundo. ¿Por qué? Porque la Buena Noticia, la Palabra de Dios entra por las orejas, va al corazón y llega a las manos para hacer buenas obras.
[1] Instrucción general del misal romano, 62.
[2] Introducción al leccionario, 5.
[3] Cf. Instrucción general del misal romano, 60 e 134.
[4] Sermón 85, 1: pl 38, 520; cf. Tratado sobre el Evangelio de san Juan, xxx, i: pl 35, 1632; ccl 36, 289.
[5] Conc. Ecum. Vat. II, Cost. Sacrosanctum Concilium, 33.
[6] Cf. Instrucción general del misal romano, 65-66; Introducción al leccionario, 24-27.
[7] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Cost. Sacrosanctum Concilium, 52.
[8] Exhort. ap. Evangelii gaudium, 137.
[9] Ibid., 138.
sábado, 9 de febrero de 2019
Concilio Vaticano II, Decreto "Presbyterorum Ordinis", sobre el ministerio y vida de los presbíteros (7-diciembre-1967).
Concilio Vaticano II
DECRETO "PRESBYTERORUM ORDINIS" (7-diciembre-1967)
SOBRE EL MINISTERIO Y LA VIDA DE LOS PRESBÍTEROS
PROEMIO
1. Repetidas veces ha traído este Sagrado Concilio a la memoria de todos la excelencia del Orden de los presbíteros en la Iglesia [1]. Y como se asignan a este Orden en la renovación de la Iglesia influjos de suma trascendencia y más difíciles cada día, ha parecido muy útil tratar más amplia y profundamente de los presbíteros. Lo que aquí se dice se aplica a todos los presbíteros, en especial a los que se dedican a la cura de almas, haciendo las salvedades debidas con relación a los presbíteros religiosos. Pues los presbíteros, por la ordenación sagrada y por la misión que reciben de los obispos, son promovidos para servir a Cristo Maestro, Sacerdote y Rey, de cuyo ministerio participan, por el que la Iglesia se constituye constantemente en este mundo Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo. Por lo cual este Sagrado Concilio declara y ordena lo siguiente para que el ministerio de los presbíteros se mantenga con más eficacia en las circunstancias pastorales y humanas, tan radicalmente cambiadas muchas veces, y se atienda mejor a su vida.
[1] Conc. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la Sagrada Liturgia, AAS 56 (1964), p. 97 ss.; Const. dogm. Lumen Gentium, sobre la Iglesia: AAS 57 (1965), p. 5 ss.; Decr. Christus Dominus, sobre la función pastoral de los obispos en la Iglesia, del 28 de octubre de 1965; Decr. Optatum totius, sobre la formación sacerdotal, del 28 de octubre de 1965.
CAPÍTULO I. EL PRESBITERADO EN LA MISIÓN DE LA IGLESIA
Naturaleza del presbiterado
2. El Señor Jesús, "a quien el Padre santificó y envió al mundo" (Jn., 10, 36), hace partícipe a todo su Cuerpo místico de la unción del Espíritu con que El está ungido [2]: puesto que en El todos los fieles se constituyen en sacerdocio santo y real, ofrecen a Dios, por medio de Jesucristo, sacrificios espirituales, y anuncian el poder de quien los llamó de las tinieblas a su luz admirable [3]. No hay, pues, miembro alguno que no tenga su cometido en la misión de todo el Cuerpo, sino que cada uno debe glorificar a Jesús en su corazón [4] y dar testimonio de El con espíritu de profecía [5].
Mas el mismo Señor, para que los fieles se fundieran en un solo cuerpo, en que "no todos los miembros tienen la misma función" (Rom., 12, 4), entre ellos constituyó a algunos ministros que, ostentando la potestad sagrada en la sociedad de los fieles, tuvieran el poder sagrado del Orden, para ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados [6], y desempeñar públicamente, en nombre de Cristo, la función sacerdotal en favor de los hombres. Así, pues, enviados los apóstoles, como El había sido enviado por el Padre [7], Cristo hizo partícipes de su consagración y de su misión, por medio de los mismos apóstoles, a los sucesores de éstos, los obispos [8], cuya función ministerial fue confiada a los presbíteros [9], en grado subordinado, con el fin de que, constituidos en el Orden del presbiterado, fueran cooperadores del Orden episcopal, para el puntual cumplimiento de la misión apostólica que Cristo les confió [10].
El ministerio de los presbíteros, por estar unido al Orden episcopal, participa de la autoridad con que Cristo mismo forma, santifica y rige su Cuerpo. Por lo cual, el sacerdocio de los presbíteros supone, ciertamente, los sacramentos de la iniciación cristiana, pero se confiere por un sacramento peculiar por el que los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan marcados con un carácter especial que los configura con Cristo Sacerdote, de tal forma, que pueden obrar en nombre de Cristo Cabeza [11].
Por participar en su grado del ministerio de los apóstoles, Dios concede a los presbíteros la gracia de ser entre las gentes ministros de Jesucristo, desempeñando el sagrado ministerio del Evangelio, para que sea grata la oblación de los pueblos, santificada por el Espíritu Santo [12]. Pues por el mensaje apostólico del Evangelio se convoca y congrega el Pueblo de Dios, de forma que, santificados por el Espíritu Santo todos los que pertenecen a este Pueblo, se ofrecen a sí mismos "como hostia viva, santa; agradable a Dios" (Rom., 12, 1). Por el ministerio de los presbíteros se consuma el sacrificio espiritual de los fieles en unión del sacrificio de Cristo, Mediador único, que se ofrece por sus manos, en nombre de toda la Iglesia, incruenta y sacramentalmente en la Eucaristía, hasta que venga el mismo Señor [13]. A este sacrificio se ordena y en él culmina el ministerio de los presbíteros. Porque su servicio, que surge del mensaje evangélico, toma su naturaleza y eficacia del sacrificio de Cristo y pretende que "todo el pueblo redimido, es decir, la congregación y sociedad de los santos ofrezca a Dios un sacrificio universal por medio del Gran Sacerdote, que se ofreció a sí mismo por nosotros en la pasión, para que fuéramos el cuerpo de tan sublime cabeza" [14].
Por consiguiente, el fin que buscan los presbíteros con su ministerio y con su vida es el procurar la gloria de Dios Padre en Cristo. Esta gloria consiste en que los hombres reciben consciente, libremente y con gratitud la obra divina realizada en Cristo, y la manifiestan en toda su vida. En consecuencia, los presbíteros, ya se entreguen a la oración y a la adoración, ya prediquen la palabra, ya ofrezcan el sacrificio eucarístico, ya administren los demás sacramentos, ya se dediquen a otros ministerios para el bien de los hombres, contribuyen a un tiempo al incremento de la gloria de Dios y a la dirección de los hombres en la vida divina. Todo ello, procediendo de la Pascua de Cristo, se consumará en la venida gloriosa del mismo Señor, cuando El haya entregado el Reino a Dios Padre [15].
[2] Cf. Mt., 3, 16; Lc., 4, 18; Act., 4, 27; 10, 38.
[3] Cf. 1 Pedr., 2, 5 y 9.
[4] Cf. 1 Pedr., 3, 15.
[5] Cf. Apoc., 19, 10; Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen Gentium, n. 35: AAS 57 (1965), pp. 40-41.
[6] Conc. Trident. Sess. 23, cap. 1 y can. 1: Denz., 957, 7, 961 (1764 y 1771).
[7] Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. De Ecclesia, n. 18: AAS 57 91965), pp. 14-15.
[8] Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. De Ecclesia, n. 28: AAS 57 (1965), pp. 33-36.
[9] Cf. Ibídem.
[10] Cf. Pontif. Romanum, "De la ordenación del presbítero", prefacio. Estas palabras se encuentran ya en el Sacramentario Veronensi, ed. L. C. Mohlberg, Roma, 1957, p. 9; también en el Libro Sacramentorum Romanae Ecclesiae, ed. L. C. Mohlberg, Roma, 1960, p. 25; en el Missale Francorum, ed. L. C. Mohlberg, Roma, 1957, p. 9; en el Pontif. Romano Germánico, ed. Vogel-Elze, Citta del Vaticano, 1963, vol. I, p. 34.
[11] Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. De Ecclesia, n. 10: AAS 57 (1965), pp. 14-15.
[12] Cf. Rom., 15, 16 gr.
[13] Cf. 1 Cor., 11, 26.
[14] S. Augustinus, De civitate Dei, 10, 6: PL 41, 284.
[15] Cf. 1 Cor., 15, 24.
Condición de los presbíteros en el mundo
3. Los presbíteros, tomados de entre los hombres y constituidos en favor de los mismos en las cosas que miran a Dios para ofrecer ofrendas y sacrificios por los pecados [16], moran con los demás hombres como con hermanos. Así también el Señor Jesús, Hijo de Dios, hombre enviado a los hombres por el Padre, vivió entre nosotros y quiso asemejarse en todo a sus hermanos, fuera del pecado [17]. Ya le imitaron los santos apóstoles; y el bienaventurado Pablo, doctor de las gentes, "elegido para predicar el Evangelio de Dios" (Rom., 1, 1), atestigua que se hizo a sí mismo todo para todos, para salvarlos a todos [18]. Los presbíteros del Nuevo Testamento, por su vocación y por su ordenación, son segregados en cierta manera en el seno del pueblo de Dios, no de forma que se separen de él, ni de hombre alguno, sino a fin de que se consagren totalmente a la obra para la que el Señor los llama [19]. No podrían ser ministros de Cristo si no fueran testigos y dispensadores de otra vida distinta de la terrena, pero tampoco podrían servir a los hombres, si permanecieran extraños a su vida y a su condición [20]. Su mismo ministerio les exige de una forma especial que no se conformen a este mundo [21]; pero, al mismo tiempo, requiere que vivan en este mundo entre los hombres, y, como buenos pastores, conozcan a sus ovejas, y busquen incluso atraer a las que no pertenecen todavía a este redil, para que también ellas oigan la voz de Cristo y se forme un solo rebaño y un solo Pastor [22]. Mucho ayudan para conseguir esto las virtudes que con razón se aprecian en el trato social, como son la bondad de corazón, la sinceridad, la fortaleza de alma y la constancia, la asidua preocupación de la justicia, la urbanidad y otras cualidades que recomienda el apóstol Pablo cuando escribe: "Pensad en cuanto hay de verdadero, de puro, de justo, de santo, de amable, de laudable, de virtuoso, de digno de alabanza" (Fil., 4, 8) [23].
[16] Cf. Hebr., 5, 1.
[17] Cf. Hebr., 2, 17, 4, 15.
[18] Cf. 1 Cor., 9, 19-23 Vg.
[19] Cf. Act., 13, 2.
[20] Cf. Pablo VI, Encicl. Ecclesiam Suam, del 6 de agosto de 1964: AAS 56 (1964), pp. 627 y 638: «Este estudio de perfeccionamiento espiritual y moral se ve estimulado aun exteriormente por las condiciones en que la Iglesia desarrolla su vida. No puede permanecer inmóvil e indiferente ante los cambios del mundo que le rodea. Estos cambios influyen de mil maneras en ella, y le imponen su marcha y sus condiciones. Es evidente que la Iglesia no está separada del mundo, sino que vive en él. Por eso los miembros de la Iglesia reciben su influjo, respiran su cultura, aceptan sus leyes, adoptan sus costumbres. Este contacto inmanente de la Iglesia con la sociedad temporal le crea una continua situación problemática, hoy gravísima... He aquí cómo enseñaba S. Pablo a los cristianos de la primera generación: "No os juntéis bajo un mismo yugo con los infieles. ¿Qué consorcio hay entre la justicia y la iniquidad? ¿Qué comunidad entre la luz y las tinieblas?..., ¿Qué participación tiene el fiel con el infiel?" (2 Cor., 6, 14-15). La pedagogía cristiana deberá recordar siempre al discípulo de nuestro tiempo esta su privilegiada condición y este consiguiente deber de vivir en el mundo, según el deseo mismo de Jesús que antes citamos con respecto a sus discípulos: "No pido que los saques del mundo, sino que los guardes del mal. Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo" (Jn., 17, 15-16). La Iglesia hace suya esta oración. Sin embargo, esta diferencia no es lo mismo que separación, ni manifiesta indiferencia, ni miedo, ni desprecio. Pues cuando la Iglesia se distingue de la humanidad está tan lejos de oponérsele que, incluso, está unida a ella».
[21] Cf. Rom., 12, 2.
[22] Cf. Jn., 10, 14-16.
[23] Cf. S. Policarpo, Epist. ad Philippenses, VI, 1 (ed. F. X. Funk, Patres Apostolici, I, p. 303): "Sean los presbíteros inclinados a la conmiseración, misericordiosos para con todos, conduzcan a buen camino a los que yerran, visiten a todos los enfermos, no desprecien a las viudas, a los pupilos, ni a los pobres; por el contrario, preocúpense siempre del bien delante de Dios y de los hombres, absténgase de la ira, de la acepción de personas; vivan lejos de toda avaricia, no crean fácilmente lo que se dice contra otros, no sean demasiado severos cuando juzgan, sabiendo que todos somos deudores del pecado".
CAPÍTULO II. MINISTERIO DE LOS PRESBÍTEROS
I. FUNCIONES DE LOS PRESBÍTEROS
Los presbíteros, ministros de la palabra de Dios
4. El Pueblo de Dios se reúne, ante todo, por la palabra de Dios vivo [24], que con todo derecho hay que esperar de la boca de los sacerdotes [25]. Pues como nadie puede salvarse, si antes no cree [26], los presbíteros, como cooperadores de los obispos, tienen como obligación principal el anunciar a todos el Evangelio de Cristo [27], para constituir e incrementar el Pueblo de Dios, cumpliendo el mandato del Señor: "Id por todo el mundo y predicar el Evangelio a toda criatura" (Mc., 16, 15) [28]. Porque con la palabra de salvación se suscita la fe en el corazón de los no creyentes y se robustece en el de los creyentes, y con la fe empieza y se desarrolla la congregación de los fieles, según la sentencia del Apóstol: "La fe viene por la predicación, y la predicación por la palabra de Cristo" (Rom., 10, 17). Los presbíteros, pues, se deben a todos, en cuanto a todos deben comunicar la verdad del Evangelio [29] que poseen en el Señor. Por tanto, ya lleven a las gentes a glorificar a Dios, observando entre ellos una conducta ejemplar [30], ya anuncien a los no creyentes el misterio de Cristo, predicándoles abiertamente, ya enseñen el catecismo cristiano o expongan la doctrina de la Iglesia, ya procuren tratar los problemas actuales a la luz de Cristo, es siempre su deber enseñar, no su propia sabiduría, sino la palabra de Dios, e invitar indistintamente a todos a la conversión y a la santidad [31]. Pero la predicación sacerdotal, muy difícil con frecuencia en las actuales circunstancias del mundo, para mover mejor a las almas de los oyentes, debe exponer la palabra de Dios, no sólo de una forma general y abstracta, sino aplicando a circunstancias concretas de la vida la verdad perenne del Evangelio.
Con ello se desarrolla el ministerio de la palabra de muchos modos, según las diversas necesidades de los oyentes y los carismas de los predicadores. En las regiones o núcleos no cristianos, los hombres son atraídos a la fe y a los sacramentos de la salvación por el mensaje evangélico [32]; pero en la comunidad cristiana, atendiendo, sobre todo, a aquellos que comprenden o creen poco lo que celebran, se requiere la predicación de la palabra para el ministerio de los sacramentos, puesto que son sacramentos de fe, que procede de la palabra y de ella se nutre [33]. Esto se aplica especialmente a la liturgia de la palabra en la celebración de la misa, en que el anuncio de la muerte y de la resurrección del Señor y la respuesta del pueblo que escucha se unen inseparablemente con la oblación misma con la que Cristo confirmó en su sangre la Nueva Alianza, oblación a la que se unen los fieles o con el deseo o con la recepción del sacramento [34].
[24] Cf. 1 Pedr., 1, 23; Act., 6, 7; 12, 24; S. Agustín, In Ps., 44, 23: PL 36, 508: "Predicaron (los apóstoles) la palabra de la verdad y engendraron las iglesias".
[25] Cf. Ml., 2, 7; 1 Tim., 4, 11-13; 2 Tim., 4, 5; Tim. 1, 9.
[26] Cf. Mc., 16, 16.
[27] Cf. 2 Cor., 11, 7. Lo que se dice de los obispos puede aplicarse también a los presbíteros, por ser sus cooperadores. Cf. Statuta Ecclesiae Antiqua, c. 3: ed. Ch. Munier, París, 1960, p. 79: Decretum Gratiani, C. 6, D, 88: ed. Friedberg, 1, 307; Conc. Trident. Decr. De Reform. Sess. V, c. 2, n. 9: Conc. Oec. Decreta, ed. Herder, Roma, 1963, p. 645; Sess. XXIV, c. 4 (p. 739); Conc. Vat. II, Const. dogm. De Ecclesia, n. 25: AAS 57 (1965), pp. 29-31.
[28] Cf. Constitutiones Apostolorum, II, 26, 7 (ed. F. X. Funk, Didascalia et Constitutiones Apostolorum, I, Paderborn, 1905, p. 105): "Sean (los presbíteros) maestros de la ciencia divina, puesto que el Señor nos envió con estas palabras: Id y enseñad, etc.". El Sacramentarium Leonianum y los demás sacramentarios hasta el Pontifical Romano, Prefacio en la ordenación del presbítero: "Con esta providencia, Señor, diste a los apóstoles de tu Hijo maestros de la fe como compañeros, y llenaron el mundo con predicaciones acertadas". Liber Ordinum Liturgiae Mozarabicae, Prefacio para la ordenación del presbítero: "Maestro de las muchedumbres y gobernante de los súbditos, mantenga en orden la fe católica y anuncie a todos la verdadera salvación" (Ed. M. Férotin, París, 1904, col. 55).
[29] Cf. Gál., 2, 5.
[30] Cf. 1 Pedr., 2, 12.
[31] Cf. Rito de la ordenación del presbítero en la Iglesia alejandrina de los jacobistas: "... Congrega tu pueblo a la palabra de la doctrina, como la madre que da calor a sus hijos". (H. Denzinger, Ritus Orientalium, tom. II, Würzburg, 1863, p. 14).
[32] Cf. Mt., 28, 19; Mc., 16, 16: Tertuliano, De baptismo, 16; S. Atanasio, Oratio 40 contra Arianos, 42: PG 26, 237; S. Jerónimo, In Matt., 28, 19: PL 26, 218 BC: "En primer lugar enseñan a todas las gentes, y una vez enseñadas las bañan con el agua. Porque no es posible que el cuerpo reciba el sacramento del bautismo, si antes no ha recibido el alma la verdad"; Santo Tomás de Aquino, In primam Decretalem: Nuestro Salvador, al enviar a sus discípulos a predicar, les mandó estas dos cosas: En primer lugar, que enseñaren la fe; en segundo, que dieran a los creyentes los sacramentos.
[33] Cf. Conc. Vatic. II, Const. dogm. De Sacra Liturgia, n. 35, 2: AAS 56 (1964), p. 109.
[34] Cf. Ibídem, nn. 33, 35, 48, 52; ib., pp. 108-109, 113, 114.
Los presbíteros, ministros de los sacramentos y de la Eucaristía
5. Dios, que es el solo Santo y Santificador, quiso tener a los hombres como socios y colaboradores suyos, a fin de que le sirvan humildemente en la obra de la santificación. Por esto congrega Dios a los presbíteros, por ministerio de los obispos, para que, participando de una forma especial del Sacerdocio de Cristo, en la celebración de las cosas sagradas, obren como ministros de Quien por medio de su Espíritu efectúa continuamente por nosotros su oficio sacerdotal en la liturgia [35]. Por el Bautismo introducen a los hombres en el pueblo de Dios; por el Sacramento de la Penitencia reconcilian a los pecadores con Dios y con la Iglesia; con la unción alivian a los enfermos; con la celebración, sobre todo, de la misa ofrecen sacramentalmente el Sacrificio de Cristo. En la administración de todos los sacramentos, como atestigua San Ignacio Mártir [36], ya en los primeros tiempos de la Iglesia, los presbíteros se unen jerárquicamente con el obispo, y así lo hacen presente en cierto modo en cada una de las asambleas de los fieles [37].
Pero los demás sacramentos, al igual que todos los ministerios eclesiásticos y las obras del apostolado, están unidos con la Eucaristía y hacia ella se ordenan [38]. Pues en la Sagrada Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia [39], es decir, Cristo en persona, nuestra Pascua y pan vivo que, con su Carne, por el Espíritu Santo vivificada y vivificante, da vida a los hombres que de esta forma son invitados y estimulados a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas las cosas creadas juntamente con El. Por lo cual, la Eucaristía aparece como la fuente y cima de toda la evangelización; los catecúmenos, al introducirse poco a poco en la participación de la Eucaristía, y los fieles ya marcados por el sagrado Bautismo y Confirmación, por medio de la recepción de la Eucaristía se injertan plenamente en el Cuerpo de Cristo.
Es, pues, la celebración eucarística el centro de la congregación de los fieles que preside el presbítero. Enseñan los presbíteros a los fieles a ofrecer al Padre en el sacrificio de la misa la Víctima divina y a ofrendar la propia vida juntamente con ella; les instruyen en el ejemplo de Cristo Pastor, para que sometan sus pecados con corazón contrito a la Iglesia en el Sacramento de la Penitencia, de forma que se conviertan cada día más hacia el Señor, acordándose de sus palabras: "Arrepentíos, porque se acerca el Reino de los cielos" (Mt., 4, 17). Les enseñan, igualmente, a participar en la celebración de la sagrada liturgia, de forma que en ella lleguen también a una oración sincera; les llevan como de la mano a un espíritu de oración cada vez más perfecto, que han de actualizar durante toda la vida, en conformidad con las gracias y necesidades de cada uno; llevan a todos al cumplimiento de los deberes del propio estado, y a los más fervorosos les atraen hacia la práctica de los consejos evangélicos, acomodada a la condición de cada uno. Enseñan, por tanto, a los fieles a cantar al Señor en sus corazones himnos y cánticos espirituales, dando siempre gracias por todo a Dios Padre en el nombre de nuestro Señor Jesucristo [40].
Los loores y acciones de gracias que elevan en la celebración de la Eucaristía los presbíteros, las continúan por las diversas horas del día en el rezo del Oficio Divino, con que, en nombre de la Iglesia, piden a Dios por todo el pueblo a ellos confiado o, por mejor decir, por todo el mundo.
La casa de oración en que se celebra y se guarda la Sagrada Eucaristía, y se reúnen los fieles, y en la que se adora para auxilio y solaz de los fieles la presencia del Hijo de Dios, nuestro Salvador, ofrecido por nosotros en el ara sacrificial, debe de estar limpia y dispuesta para la oración y para las funciones sagradas [41]. En ella son invitados los pastores y los fieles a responder con gratitud a la dádiva de quien por su Humanidad infunde continuamente la vida divina en los miembros de su Cuerpo [42]. Procuren los presbíteros cultivar convenientemente la ciencia y, sobre todo, las prácticas litúrgicas, a fin de que por su ministerio litúrgico las comunidades cristianas que se les han encomendado alaben cada día con más perfección a Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo.
[35] Cf. Ibídem, n. 7, pp. 100-101; Pío XII, Encícl. Mystici Corporis, del 29 de junio de 1943: AAS 35 (1943), p. 230.
[36] San Ignacio Mártir, Smyrn., 8, 1-2: Ed. Funk, p. 282, 6-15; Constitutiones Apostolorum, VIII, 12, 3: Ed. F. X. Funk, p. 496; VIII, 2, p. 532.
[37] Cf. Conc. Vatic. II, Const. dogm. De Ecclesia, n. 28: AAS 57 (1965), pp. 33-36.
[38] "La Eucaristía es como la consumación de la vida espiritual y el fin de todos los Sacramentos" (Santo Tomás, Summa Theol., III, q. 73, a. 3 c.); cf. Summa Theol., III, q. 65, a. 3.
[39] Cf. Santo Tomás, Summa Theol., III, q. 66, a. 3, ad 1; y 79, a. 1, c, y a. 1.
[40] Cf. Ef., 5, 19, 20.
[41] Cf. San Jerónimo, Epist. 114, 2: "... y los sagrados cálices y los santos paños, y lo demás que se refiere a la pasión del Señor..., por el contacto del cuerpo y de la sangre del Señor hay que venerarlos con el mismo respeto que su cuerpo y su sangre". (PL 934). Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. De Sacra Liturgia, nn. 122-127: AAS 56 (1964), pp. 130-132.
[42] Pablo VI, Encicl. Mysterium Fidei, del 3 de setiembre de 1965: AAS 57 (1965), p. 771: "Además, durante el día, los fieles no omitan el hacer la visita al Santísimo Sacramento, que debe estar reservado en un sitio dignísimo con el máximo honor en las iglesias, conforme a las leyes litúrgicas, puesto que la visita es prueba de gratitud, signo de amor y deber de adoración a Cristo nuestro Señor, allí presente".
Los presbíteros, rectores del pueblo de Dios
6. Los presbíteros, ejerciendo según su parte de autoridad el oficio de Cristo Cabeza y Pastor, reúnen, en nombre del obispo, a la familia de Dios, como una fraternidad unánime, y la conducen a Dios Padre por medio de Cristo en el Espíritu [43]. Mas para el ejercicio de este ministerio, lo mismo que para las otras funciones del presbítero, se confiere la potestad espiritual, que, ciertamente, se da para la edificación [44]. En la edificación de la Iglesia los presbíteros deben vivir con todos con exquisita delicadeza, a ejemplo del Señor. Deben comportarse con ellos, no según el beneplácito de los hombres [45], sino conforme a las exigencias de la doctrina y de la vida cristiana, enseñándoles y amonestándoles como a hijos amadísimos [46], a tenor de las palabras del apóstol: "Insiste a tiempo y destiempo, arguye, enseña, exhorta con toda longanimidad y doctrina" (2 Tim., 4, 2) [47].
Por lo cual, atañe a los sacerdotes, en cuanto educadores en la fe, el procurar personalmente, o por medio de otros, que cada uno de los fieles sea conducido en el Espíritu Santo a cultivar su propia vocación según el Evangelio, a la caridad sincera y diligente y a la libertad con que Cristo nos liberó [48]. De poco servirán las ceremonias, por hermosas que sean, o las asociaciones, aunque florecientes, si no se ordenan a formar a los hombres para que consigan la madurez cristiana [49]. En su consecución les ayudarán los presbíteros para poder averiguar qué hay que hacer o cuál sea la voluntad de Dios en los mismos acontecimientos grandes o pequeños. Enséñese también a los cristianos a no vivir sólo para sí, sino que, según las exigencias de la nueva ley de la caridad, ponga cada uno al servicio del otro el don que recibió [50] y cumplan así todos cristianamente su deber en la comunidad humana.
Aunque se deban a todos, los presbíteros tienen encomendados a sí de una manera especial a los pobres y a los más débiles, a quienes el Señor se presenta asociado [51], y cuya evangelización se da como prueba de la obra mesiánica [52]. También se atenderá con diligencia especial a los jóvenes y a los cónyuges y padres de familia. Es de desear que éstos se reúnan en grupos amistosos para ayudarse mutuamente a vivir con más facilidad y plenitud su vida cristiana, penosa en muchas ocasiones. No olviden los presbíteros que todos los religiosos, hombres y mujeres, por ser la porción selecta en la casa del Señor, merecen un cuidado especial para su progreso espiritual en bien de toda la Iglesia. Atiendan, por fin, con toda solicitud a los enfermos y agonizantes, visitándolos y confortándolos en el Señor [53].
Pero el deber del pastor no se limita al cuidado particular de los fieles, sino que se extiende propiamente también a la formación de la auténtica comunidad cristiana. Mas, para atender debidamente al espíritu de comunidad, debe abarcar, no sólo la Iglesia local, sino la Iglesia universal. La comunidad local no debe atender solamente a sus fieles, sino que, imbuida también por el celo misionero, debe preparar a todos los hombres el camino hacia Cristo. Siente, con todo, una obligación especial para con los catecúmenos y neófitos que hay que formar gradualmente en el conocimiento y práctica de la vida cristiana.
No se edifica ninguna comunidad cristiana si no tiene como raíz y quicio la celebración de la Sagrada Eucaristía [54]: por ella, pues, hay que empezar toda la formación para el espíritu de comunidad. Esta celebración, para que sea sincera y cabal, debe conducir lo mismo a las obras da caridad y de mutua ayuda de unos para con otros, que a la acción misional y a las varias formas del testimonio cristiano.
Además, la comunidad eclesial ejerce por la caridad, por la oración, por el ejemplo y por las obras de penitencia una verdadera maternidad respecto a las almas que debe llevar a Cristo. Porque ella es un instrumento eficaz que indica o allana el camino hacia Cristo y su Iglesia a los que todavía no creen, que anima también a los fieles, los alimenta y fortalece para la lucha espiritual.
En la estructuración de la comunidad cristiana, los presbíteros no favorecen a ninguna ideología ni partido humano, sino que, como mensajeros del Evangelio y pastores de la Iglesia, empeñan toda su labor en conseguir el incremento espiritual del Cuerpo de Cristo.
[43] Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. De Ecclesia, n. 28: AAS 57 (1965), pp. 33-36.
[44] Cf. 2 Cor., 10, 8; 13, 10.
[45] Cf. Gal., 1, 10.
[46] Cf. 1 Cor., 4, 14.
[47] Cf. Didascalia, II, 34, 2-3; II, 46, 6; II, 47, 1; Constitutiones Apostolorum, II, 47, 1 (ed. F. X. Funk, Didascalia et Constitutiones, I, pp. 116, 142 y 143).
[48] Cf. Gal., 4, 3; 5, 1 y 13.
[49] Cf. S. Jerónimo, Epist., 58, 7: PL 22, 584: "¿Qué utilidad hay en que las paredes estén revestidas de piedras preciosas y que Cristo muera en la pobreza?".
[50] Cf. 1 Pedr., 4, 105.
[51] Cf. Mt., 25, 34-45.
[52] Cf. Lc., 4, 18.
[53] Pueden nombrarse otras categorías; por ejemplo, los emigrantes, los nómadas, etc. De ellos se trata en el decreto Christus Dominus, sobre la función pastoral de los obispos en la Iglesia; cf. Didascalia, II, 59, 1-3: "En tu enseñanza manda y exhorta que el pueblo se reúna en la iglesia y que nunca falten de ella, sino que vivan siempre y no aminoren la Iglesia cuando se retiran, ni le disminuyan los miembros del Cuerpo de Cristo... Siendo vosotros miembros de Cristo, no os disperséis de la iglesia, como hacéis cuando no os reunís; teniendo, pues, a Cristo presente y comunicando con vosotros como Cabeza, según lo prometió, no os despreciéis a vosotros mismos, ni alejéis a Cristo de sus miembros, ni rasguéis, ni desparraméis su cuerpo...".
[54] Cf. Pablo VI, Alloc. a los clérigos italianos que asistieron a la XIII Asamblea en Urbieto, sobre "la actualización pastoral", del 6 de setiembre de 1963: AAS 55 (1963), p. 750 s.
II. RELACIONES DE LOS PRESBÍTEROS CON OTRAS PERSONAS
Relación entre los obispos y los presbíteros
7. Todos los presbíteros, juntamente con los obispos, participan de tal modo el mismo y único sacerdocio y ministerio de Cristo, que la misma unidad de consagración y de misión exige una unión jerárquica de ellos con el Orden de los obispos [55], unión que manifiestan perfectamente a veces en la concelebración litúrgica, y unidos a los cuales profesan que celebran la comunión eucarística [56]. Por tanto, los obispos, por el don del Espíritu Santo que se ha dado a los presbíteros en la Sagrada Ordenación, los tienen como necesarios colaboradores y consejeros en el ministerio y función de enseñar, de santificar y de apacentar la plebe de Dios [57]. Cosa que proclaman cuidadosamente los documentos litúrgicos ya desde los antiguos tiempos de la Iglesia, al pedir solemnemente a Dios sobre el presbítero que se ordena la infusión "del espíritu de gracia y de consejo, para que ayude y gobierne al pueblo con corazón puro" [58], como se propagó en el desierto el espíritu de Moisés sobre las almas de los setenta varones prudentes [59], "con cuya colaboración en el pueblo gobernó fácilmente multitudes innumerables" [60]. Por esta comunión, pues, en el mismo sacerdocio y ministerio, tengan los obispos a sus sacerdotes como hermanos y amigos [61], y preocúpense cordialmente, en la medida de sus posibilidades, de su bien material y, sobre todo, espiritual. Porque sobre ellos recae principalmente la grave responsabilidad de la santidad de sus sacerdotes [62]: tengan, por consiguiente, un cuidado exquisito en la continua formación de su presbiterio [63]. Escúchenlos con gusto, consúltenles incluso y dialoguen con ellos sobre las necesidades de la labor pastoral y del bien de la diócesis. Y para que esto sea una realidad, constitúyase de una manera apropiada a las circunstancias y necesidades actuales [64], con estructura y normas que ha de determinar el derecho, un consejo o senado [65] de sacerdotes, representantes del presbiterio, que puedan ayudar eficazmente, con sus consejos, al obispo en el régimen de la diócesis.
Los presbíteros, por su parte, considerando la plenitud del Sacramento del Orden de que están investidos los obispos, acaten en ellos la autoridad de Cristo, supremo Pastor. Estén, pues, unidos a su obispo con sincera caridad y obediencia [66]. Esta obediencia sacerdotal, ungida de espíritu de cooperación, se funda especialmente en la participación misma del ministerio episcopal que se confiere a los presbíteros por el Sacramento del Orden y por la misión canónica [67].
La unión de los presbíteros con los obispos es mucho más necesaria en estos tiempos, porque en ellos, por diversas causas, las empresas apostólicas, no solamente revisten variedad de formas, sino que además es necesario que excedan los límites de una parroquia o de una diócesis. Ningún presbítero, por ende, puede cumplir cabalmente su misión aislada o individualmente, sino tan sólo uniendo sus fuerzas con otros presbíteros, bajo la dirección de quienes están al frente de la Iglesia.
[55] Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. De Ecclesia: AAS 57 (1965), p. 35.
[56] Cf. la llamada Constitutionem Ecclesiasticam Apostolorum, XIII: "Los presbíteros son los participantes con los obispos de sus misterios y de sus luchas" (ed. Th. Schermann, Die allgemeine Kirchenordnung, I, Paderborn, 1914, p. 26); A. Harnack, T. u, U., II, 4, p. 13, n. 18 y 19); Pseudo Jerónimo, De septem ordinibus Ecclesiae: "... en la bendición son consortes de los misterios juntamente con los obispos" (ed. A. W. Kalff, Wüurzburg, 1937, p. 45); S. Isidoro de Sevilla, De Ecclesiasticis Officiis, c. VII: PL 83, 787: "Presiden, pues, la Iglesia de Cristo, y en la consagración del Cuerpo y de la Sangre son consortes con los obispos, e igualmente lo son en el adoctrinar a los pueblos y en la función de predicar".
[57] Cf. Didascalia, II, 28, 4 (ed. F. X. Funk, p. 108); Constitutione Apostolorum, II, 28, 4; II, 32, s. (ibid., pp. 109 y 117).
[58] Constitutiones Apostolorum, VIII, 16, 4 (ed. Funk, I, p. 522, 13); cf. Epitome Const. Apostol., VI (ibidem, II, p. 80, 3-4); Testamentum Domini: "... dale el Espíritu de la gracia, del consejo, de la magnanimidad, del presbiterado... para colaborar en la obra de regir a tu pueblo en el temor, en la pureza de corazón" (trad. al lat. por I. E. Rahmani, Moguncia, 1899, p. 69). También en Trad. Apost. (ed. B. Botte, La Tradition Apostolique, Münster i. W., 1963, p. 20).
[59] Cf. Num., II, 16-25.
[60] Pontificale Romanum, "De la ordenación del presbítero", prefacio; palabras que se encuentran ya en el Sacramentario Leoniano, Sacramentario Gregoriano. Y palabras semejantes en las liturgias orientales; cf. Trad. Apost.: "... dirige tu mirada hacia este tu siervo y concédele el Espíritu de la gracia y del consejo para que ayude a los presbíteros y gobierne tu pueblo santo con limpieza de corazón, como miraste a tu pueblo elegido y mandaste a Moisés que escogiera a los ancianos, a los que llenaste del espíritu que diste a tu siervo" (de la antigua versión latina Veronense, ed. B. Botte, La Tradition Apostolique de S. Hippolyte. Essai de reconstruction, Münster i. W., 1963, p. 20); Const. Apostol., VIII, 16, 4 (ed. Funk, I, p. 522, 16-17); Epitome Const. Apostol., 6 (ed. Funk, II, 20, 5-8); Testamentum Domini (trad. latina de I. E. Rahmani, Moguncia, 1899, p. 69); Euchologium Serapionis, XXVII (ed. Funk, Didascalia et Constitutiones, II, p. 190, lín. 1-7); Ritus Ordinationis in ritu Maronitarum (trad. lat. de H. Denzinger, Ritus Orientalium, II, Würzburg, 1863, p. 161). Entre los padres pueden citarse: Teodoro Mops., In 1 Tim., 3, 8 (ed. Swete, II, pp. 119-121); Teodoretto, Quaestiones in Numeros, XVIII: PG 80, 372 b.
[61] Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. De Ecclesia, n. 28: AAS 57 (1965), p. 35.
[62] Cf. Juan XXIII, Encícl. Sacerdotii Nostri Primordia, del 1 de agosto de 1959: AAS 57 (1959), p. 576; S. Pío X, Exhortación al Clero Haerent animo, del 4 de agosto de 1908; S. Pío X, Acta, vol. IV (1908), p. 237 ss.
[63] Cf. Conc. Vat. II, Decreto De pastorali Episcoporum munere in Ecclesia, nn. 15 y 16.
[64] En el derecho establecido ya existe el Cabildo Catedral como "senado y consejo del obispo", CIC, c. 391; en su defecto, el Cuerpo de consultores diocesanos (cf. CIC, cc. 423-428). Es de desear, sin embargo, que se revisen tales instituciones para adaptarlas mejor a las circunstancias y necesidades actuales. Como se ve, este Cuerpo de presbíteros es distinto del Consejo pastoral de que se trata en el decreto Christus Dominus, sobre la función pastoral de los obispos en la Iglesia, n. 27, integrado también por los seglares, y al que atañe tan sólo el proveer sobre las obras pastorales. Sobre los presbíteros, como consejeros de los obispos, pueden verse las Didascalia, II, 28, 4 (ed. Funk, I, p. 108); también Const. Apostol., II, 28, 4 (ed. Funk, I, p. 109); S. Ignacio Mártir, Magn., 6, 1 (ed. Funk, p. 234, 10-16); Trall., 3, 1 (ed. Funk, p. 244, 10-12); Orígenes, Adv. Cetsum, 3, 30: "Los presbíteros son consejeros "boúletai"": PG 11, 957 d-960 a.
[65] S. Ignacio Mártir, Magn., 6, 1: "Os exhorto que procuréis hacerlo todo en la concordia de Dios, y los presbíteros, en lugar del senado apostólico, y mis diáconos queridos, a quienes se ha confiado el servicio de Jesucristo, que desde la eternidad estaba en el seno del Padre y se nos manifestó al fin" (ed. Funk, p. 234, 10-13); S. Ignacio Mártir, Trall., 3, 1: "De igual manera respeten todos a los diáconos como a Jesucristo, como al obispo, que es el representante del Padre, y a los presbíteros, como senado de Dios y consejo de los apóstoles: sin ellos no hay Iglesia" (ibíd., p. 244, 10-12); S. Ignacio Mártir, Magn., VI, 1; Philad., VIII, 1; San Jerónimo, In Isaiam, II, 3: PL 24, 61 A: "También nosotros tenemos en la Iglesia nuestro senado, el Cuerpo de presbíteros".
[66] Cf. Pablo VI, Allocutio, a los párrocos y cuaresmeros, en la Capilla Sixtina, el día 1 de marzo de 1965: AAS 57 (1965), p. 326.
[67] Cf. Const. Apostol., VIII, 47, 39: "Los presbíteros... no hagan nada sin el beneplácito del obispo, porque él es a quien ha sido confiado el pueblo de Dios y a quien se le pedirá cuenta de sus almas" (ed. Funk, p. 577).
Unión y cooperación fraterna entre los presbíteros
8. Los presbíteros, constituidos por la Ordenación en el Orden del Presbiterado, están unidos todos entre sí por la íntima fraternidad sacramental, y forman un presbiterio especial en la diócesis a cuyo servicio se consagran bajo el obispo propio. Porque aunque se entreguen a diversas funciones, desempeñan con todo un solo ministerio sacerdotal para los hombres. Para cooperar en esta obra son enviados todos los presbíteros, ya ejerzan el ministerio parroquial o interparroquial, ya se dediquen a la investigación o a la enseñanza, ya realicen trabajos manuales, participando, con la conveniente aprobación del ordinario, de la condición de los mismos obreros donde esto parezca útil; ya desarrollen, finalmente, otras obras apostólicas u ordenadas al apostolado. Todos tienden ciertamente a un mismo fin: a la edificación del Cuerpo de Cristo, que, sobre todo en nuestros días, exige múltiples trabajos y nuevas adaptaciones. Es de suma trascendencia, por tanto, que todos los presbíteros, diocesanos o religiosos, se ayuden mutuamente para ser siempre cooperadores de la verdad [68]. Cada uno está unido con los demás miembros de este presbiterio por vínculos especiales de caridad apostólica, de ministerio y de fraternidad: esto se expresa litúrgicamente ya desde los tiempos antiguos, al ser invitados los presbíteros asistentes a imponer sus manos sobre el nuevo elegido, juntamente con el obispo ordenante, y cuando concelebran la Sagrada Eucaristía unidos cordialmente. Cada uno de los presbíteros se une, pues, con sus hermanos por el vínculo de la caridad, de la oración y de la total cooperación, y de esta forma se manifiesta la unidad con que Cristo quiso que fueran consumados para que conozca el mundo que el Hijo fue enviado por el Padre [69].
Por lo cual, los que son de edad avanzada reciban a los jóvenes como verdaderos hermanos, ayúdenles en las primeras empresas y labores del ministerio, esfuércense en comprender su mentalidad, aunque difiera de la propia, y miren con benevolencia sus iniciativas. Los jóvenes, a su vez, respeten la edad y la experiencia de los mayores, pídanles consejo sobre los problemas que se refieren a la cura de las almas y colaboren gustosos.
Guiados por el espíritu fraterno, los presbíteros no olviden la hospitalidad [70], practiquen la beneficencia y la asistencia mutua [71], preocupándose sobre todo de los que están enfermos, afligidos, demasiado recargados de trabajos, aislados, desterrados de la patria, y de los que se ven perseguidos [72]. Reúnanse también gustosos y alegres para descansar, pensando en aquellas palabras con que el Señor invitaba, lleno de misericordia, a los apóstoles cansados: "Venid a un lugar desierto, y descansad un poco" (Mc., 6, 31). Además, a fin de que los presbíteros encuentren mutua ayuda en el cultivo de la vida espiritual e intelectual, puedan cooperar mejor en el ministerio y se libren de los peligros que pueden sobrevenir por la soledad, foméntese alguna especie de vida común o alguna conexión de vida entre ellos, que puede tomar formas variadas, según las diversas necesidades personales o pastorales; por ejemplo, vida en común, donde sea posible; de mesa común, o a lo menos de frecuentes y periódicas reuniones. También han de estimarse grandemente y ser diligentemente promovidas aquellas asociaciones que, con estatutos reconocidos por la competente autoridad eclesiástica, fomenten la santidad de los sacerdotes en el ejercicio del ministerio por medio de una adecuada ordenación de la vida, convenientemente aprobada, y por la fraternal ayuda, y de este modo intentan prestar un servicio a todo el orden de los presbíteros.
Finalmente, por razón de la misma comunión en el sacerdocio, siéntanse los presbíteros especialmente obligados para con aquellos que se encuentran en alguna dificultad; ayúdenles oportunamente como hermanos y aconséjenles discretamente, si es necesario. Manifiesten siempre caridad fraterna y magnanimidad para con los que fallaron en algo, pidan por ellos instantemente a Dios y muéstrenseles en realidad como hermanos y amigos.
[68] Cf. 2 Jn., 8.
[69] Cf. Jn., 17, 23.
[70] Cf. Hb., 13, 1-2.
[71] Cf. Hb., 13, 16.
[72] Cf. Mt., 5, 10.
Trato de los presbíteros con los seglares
9. Los sacerdotes del Nuevo Testamento, aunque por razón del Sacramento del Orden ejercen el ministerio de padre y de maestro, importantísimo y necesario en el pueblo y para el pueblo de Dios, sin embargo, son, juntamente con todos los fieles cristianos, discípulos del Señor, hechos partícipes de su reino por la gracia de Dios que llama [73]. Con todos los regenerados en la fuente del bautismo los presbíteros son hermanos entre los hermanos [74], puesto que son miembros de un mismo Cuerpo de Cristo, cuya edificación se exige a todos [75].
Los presbíteros, por tanto, deben presidir de forma que, buscando, no sus intereses, sino los de Jesucristo [76], trabajen juntamente con los fieles seglares y se porten entre ellos a imitación del Maestro, que entre los hombres "no vino a ser servido, sino a servir, y dar su vida en redención de muchos" (Mt., 20, 28). Reconozcan y promuevan sinceramente los presbíteros la dignidad de los seglares y la suya propia, y el papel que desempeñan los seglares en la misión de la Iglesia. Respeten asimismo cuidadosamente la justa libertad que todos tienen en la ciudad terrestre. Escuchen con gusto a los seglares, considerando fraternalmente sus deseos y aceptando su experiencia y competencia en los diversos campos de la actividad humana, a fin de poder reconocer juntamente con ellos los signos de los tiempos. Examinando los espíritus para ver si son de Dios [77], descubran con el sentido de la fe los multiformes carismas de los seglares, tanto los humildes como los más elevados; reconociéndolos con gozo y fomentándolos con diligencia. Entre los otros dones de Dios, que se hallan abundantemente en los fieles, merecen especial cuidado aquellos por los que no pocos son atraídos a una vida espiritual más elevada. Encomienden también confiadamente a los seglares trabajos en servicio de la Iglesia, dejándoles libertad y radio de acción, invitándolos incluso oportunamente a que emprendan sus obras por propia iniciativa [78].
Piensen, por fin, los presbíteros que están puestos en medio de los seglares para conducirlos a todos a la unidad de la caridad: "amándose unos a otros con amor fraternal, honrándose a porfía mutuamente" (Rom., 12, 10). Deben, por consiguiente, los presbíteros consociar las diversas inclinaciones de forma que nadie se sienta extraño en la comunidad de los fieles. Son defensores del bien común, del que tienen cuidado en nombre del obispo, y al propio tiempo defensores valientes de la verdad, para que los fieles no se vean arrastrados por todo viento de doctrina [79]. A su especial cuidado se encomiendan los que se retiraron de los Sacramentos, e incluso quizá desfallecieron en la fe; no dejen de llegarse a ellos, como buenos pastores.
Atendiendo a las normas del ecumenismo [80], no se olvidarán de los hermanos que no disfrutan de una plena comunión eclesiástica con nosotros.
Tendrán, por fin, como encomendados a sus cuidados a todos los que no conocen a Cristo como a su Salvador.
Los fieles cristianos, por su parte, han de sentirse obligados para con sus presbíteros, y por ello han de profesarles un amor filial, como a sus padres y pastores; y al mismo tiempo, siendo partícipes de sus desvelos, ayuden a sus presbíteros cuanto puedan con su oración y su trabajo, para que éstos logren superar convenientemente sus dificultades y cumplir con más provecho sus funciones [81].
[73] Cf. 1 Tes., 2, 12; Col., 1, 13.
[74] Cf. Mt. 23, 8; Pablo VI, Encícl. Ecclesiam suam, del 6 de agosto de 1964: AAS 58 (1964), p. 647: "Hace falta hacerse hermano de los hombres en el momento mismo que queremos ser sus pastores, padres y maestros".
[75] Cf. Ef., 4, 7, 16; Const. Apostol., VII, 1, 20 (ed. Funk, I, p. 467): "No se haga valer el obispo sobre los diáconos o presbíteros, ni los presbíteros sobre el pueblo, porque el conjunto del gremio resulta de ambos elementos".
[76] Cf. Fil., 2, 21.
[77] Cf. 1 Jn., 4, 1.
[78] Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. De Ecclesia, n. 37: AAS 57 (1965), pp. 42-43.
[79] Cf. Ef., 4, 14.
[80] Cf. Conc. Vat. II, Decr. De Oecumenismo: AAS (1965, pp. 90 ss.)
III. DISTRIBUCIÓN DE LOS PRESBÍTEROS Y VOCACIONES SACERDOTALES
10. El don espiritual que recibieron los presbíteros en la ordenación no los dispone para una misión limitada y restringida, sino para una misión amplísima y universal de salvación "hasta los extremos de la tierra" (Act., 1, 8), porque cualquier ministerio sacerdotal participa de la misma amplitud universal de la misión confiada por Cristo a los apóstoles. Pues el sacerdocio de Cristo, de cuya plenitud participan verdaderamente los presbíteros, se dirige por necesidad a todos los pueblos y a todos los tiempos, y no se coarta por límites de sangre, de nación o de edad, como ya se significa de una manera misteriosa en la figura de Melquisedec [82]. Piensen, por tanto, los presbíteros que deben llevar en el corazón la solicitud de todas las iglesias. Por lo cual, los presbíteros de las diócesis más ricas en vocaciones han de mostrarse gustosamente dispuestos a ejercer su ministerio, con el beneplácito o el ruego del propio ordinario, en las regiones, misiones u obras afectadas por la carencia de clero.
Revísense además las normas sobre la incardinación y excardinación, de forma que, permaneciendo firme esta antigua disposición, respondan mejor a las necesidades pastorales del tiempo. Y donde lo exija la consideración del apostolado, háganse más factibles, no sólo la conveniente distribución de los presbíteros, sino también las obras pastorales peculiares a los diversos grupos sociales que hay que llevar a cabo en alguna región o nación, o en cualquier parte de la tierra. Para ello, pues, pueden establecerse útilmente algunos seminarios internacionales, diócesis peculiares o prelaturas personales y otras providencias por el estilo, en las que puedan entrar o incardinarse los presbíteros para el bien común de toda la Iglesia, según módulos que hay que determinar para cada caso, quedando siempre a salvo los derechos de los ordinarios del lugar.
Sin embargo, en cuanto sea posible, no se envíen aislados los presbíteros a una región nueva, sobre todo si aún no conocen bien la lengua y las costumbres, sino de dos en dos, o de tres en tres, a la manera de los discípulos de Cristo [83], para que se ayuden mutuamente. Es necesario también prestar un cuidado exquisito a su vida espiritual y a su salud de la mente y del cuerpo; y en cuanto sea posible, prepárense para ellos lugares y condiciones de trabajo conformes con la idiosincrasia de cada uno. Es también muy conveniente que todos los que se dirigen a una nueva nación procuren conocer cabalmente, no sólo la lengua de aquel lugar, sino también la índole psicológica y social característica de aquel pueblo al que quieren servir humildemente, uniéndose con él cuanto mejor puedan, de forma que imiten el ejemplo del apóstol Pablo, que pudo decir de sí mismo: "Pues siendo del todo libre, me hice siervo de todos, para ganarlos a todos. Y me hago judío con los judíos, para ganar a los judíos" (1 Cor., 9, 19-20).
[82] Cf. Hb., 7, 3.
[83] Cf. Lc., 10, 1.
Atención de los presbíteros a las vocaciones sacerdotales
11. El Pastor y Obispo de nuestras almas [84] constituyó su Iglesia de forma que el Pueblo que eligió y adquirió con su sangre [85]debía tener sus sacerdotes siempre, y hasta el fin del mundo, para que los cristianos no estuvieran nunca como ovejas sin pastor [86]. Conociendo los apóstoles este deseo de Cristo, por inspiración del Espíritu Santo, pensaron que era obligación suya elegir ministros "capaces de enseñar a otros" (2 Tim., 2, 2). Oficio que ciertamente pertenece a la misión sacerdotal misma, por lo que el presbítero participa en verdad de la solicitud de toda la Iglesia para que no falten nunca operarios al Pueblo de Dios aquí en la tierra. Pero, ya que "hay una causa común entre el piloto de la nave y el navío..." [87], enséñese a todo el pueblo cristiano que tiene obligación de cooperar de diversas maneras, por la oración perseverante y por otros medios que estén a su alcance [88], a fin de que la Iglesia tenga siempre los sacerdotes necesarios para cumplir su misión divina. Ante todo, preocúpense los presbíteros de exponer a los fieles, por el ministerio de la palabra y con el testimonio propio de su vida, que manifieste abiertamente el espíritu de servicio y el verdadero gozo pascual, la excelencia y necesidad del sacerdocio; y de ayudar a los que prudentemente juzgaren idóneos para tan gran ministerio, sean jóvenes o adultos, sin escatimar preocupaciones ni molestias, para que se preparen convenientemente y, por tanto, puedan ser llamados algún día por el obispo, salva la libertad interna y externa de los candidatos. Para lograr este fin es muy importante la diligente y prudente dirección espiritual. Los padres y los maestros, y todos aquellos a quienes atañe de cualquier manera la formación de los niños y de los jóvenes, edúquenlos de forma que, conociendo la solicitud del Señor por su rebaño y considerando las necesidades de la Iglesia, estén preparados a responder generosamente con el profeta al Señor, si los llama: "Heme aquí, envíame" (Is., 6, 8). No hay, sin embargo, que esperar que esta voz del Señor que llama llegue a los oídos del futuro presbítero de una forma extraordinaria. Más bien hay que captarla y juzgarla por las señales ordinarias con que a diario conocen la voluntad de Dios los cristianos prudentes; señales que los presbíteros deben considerar con mucha atención [89].
A ellos se recomienda encarecidamente las obras de las vocaciones, ya diocesanas, ya nacionales [90]. Es necesario que en la predicación, en la catequesis, en la prensa se declaren elocuentemente las necesidades de la Iglesia, tanto local como universal; se expongan a la luz del día el sentido y la dignidad del ministerio sacerdotal, puesto que en él se entreveran tantos trabajos con tantas satisfacciones, y en el cual, sobre todo, como enseñan los padres, puede darse a Cristo el máximo testimonio del amor [91].
[84] Cf. 1 Pedr., 2, 25.
[85] Cf. Act., 20, 28.
[86] Cf. Mt., 9, 36.
[87] Pontificale Romanum, Ordenación del presbítero.
[88] Cf. Conc. Vat. II, Decr. De institutione Sacerdotali, n. 2.
[89] Cf. Pablo VI, Exhortatio, habida el 5 de mayo de 1965: L'Osservatore Romano, 6-V-65, p. 1: "La voz de Dios que llama se expresa de dos formas diversas, maravillosas y convergentes: una interior, la de la gracia, la del Espíritu Santo, la de la inefable atracción interior de la "voz silenciosa" y potente del Señor ejercida en las insondables profundidades del alma humana, y otra exterior, humana, sensible, social, jurídica, concreta, la del ministro cualificado de la palabra de Dios, la del apóstol, la de la jerarquía, instrumento indispensable instituido y querido por Cristo, como vehículo encargado de traducir en lenguaje experimental el mensaje del Verbo y del precepto divino. Así enseña con S. Pablo la doctrina católica: ¿Cómo oirán, si no hay quien les predique?... La fe viene por la predicación" (Rom., 14 y 17).
[90] Cf. Conc. Vat. II, Decreto sobre la Formación sacerdotal, n. 2.
[91] Esto enseñan los padres cuando explican las palabras de Cristo a Pedro: "¿Me amas...? Apacienta mis ovejas" (Jn., 21, 17); así S. Juan Crisóstomo, De Sacerdotio, II, 1-2; PG 47-48, 633; San Gregorio Magno, Reg. Past. Liber, P. I., c. 5: PL 77, 19 a.
CAPÍTULO III. LA VIDA DE LOS PRESBÍTEROS
I. VOCACIÓN DE LOS PRESBÍTEROS A LA PERFECCIÓN
12. Por el Sacramento del Orden los presbíteros se configuran con Cristo Sacerdote, como miembros con la Cabeza, para la estructuración y edificación de todo su Cuerpo, que es la Iglesia, como cooperadores del orden episcopal. Ya en la consagración del bautismo, como todos los fieles cristianos, recibieron ciertamente la señal y el don de tan gran vocación y gracia para sentirse capaces y obligados, en la misma debilidad humana [92], a seguir la perfección, según la palabra del Señor: "Sed, pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial" (Mt., 5, 48). Los sacerdotes están obligados especialmente a adquirir aquella perfección, puesto que, consagrados de una forma nueva a Dios en la recepción del Orden, se constituyen en instrumentos vivos del Sacerdote Eterno para poder proseguir, a través del tiempo, su obra admirable, que reintegró, con divina eficacia, todo el género humano [93]. Puesto que todo sacerdote representa a su modo la persona del mismo Cristo, tiene también, al mismo tiempo que sirve a la plebe encomendada y a todo el pueblo de Dios, la gracia singular de poder conseguir más aptamente la perfección de Aquel cuya función representa, y la de que sane la debilidad de la carne humana la santidad del que por nosotros fue hecho Pontífice "santo, inocente, inmaculado, apartado de los pecadores" (Hb., 7, 26).
Cristo, a quien el Padre santificó o consagró y envió al mundo [94], "se entregó por nosotros para rescatarnos de toda iniquidad, y adquirirse un pueblo propio y aceptable, celador de obras buenas" (Tit., 2, 14), y así, por su pasión, entró en su gloria [95]; semejantemente los presbíteros, consagrados por la unción del Espíritu Santo y enviados por Cristo, mortifican en sí mismos las tendencias de la carne y se entregan totalmente al servicio de los hombres, y de esta forma pueden caminar hacia el varón perfecto [96], en la santidad con que han sido enriquecidos en Cristo.
Así, pues, ejerciendo el ministerio del Espíritu y de la justicia [97], se fortalecen en la vida del Espíritu, con tal que sean dóciles al Espíritu de Cristo, que los vivifica y conduce. Pues ellos se ordenan a la perfección de la vida por las mismas acciones sagradas que realizan cada día, como por todo su ministerio, que ejercitan en unión con el obispo y con los presbíteros. Mas la santidad de los presbíteros contribuye poderosamente al cumplimiento fructuoso del propio ministerio, porque aunque la gracia de Dios puede realizar la obra de la salvación, también por medio de ministros indignos, sin embargo, Dios prefiere, por ley ordinaria, manifestar sus maravillas por medio de quienes, hechos más dóciles al impulso y guía del Espíritu Santo, por su íntima unión con Cristo y su santidad de vida, pueden decir con el apóstol: "Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí" (Gal., 2, 20).
Por lo cual, este Sagrado Concilio, para conseguir sus propósitos pastorales de renovación interna de la Iglesia, de difusión del Evangelio en todo el mundo y de diálogo con el mundo actual, exhorta vehementemente a todos los sacerdotes a que, usando los medios oportunos recomendados por la Iglesia [98], aspiren siempre hacia una santidad cada vez mayor, con la que de día en día se conviertan en ministros más aptos para el servicio de todo el Pueblo de Dios.
[92] Cf. 2 Cor., 12, 9.
[93] Cf. Pío XI, Encícl. Ad catholici sacerdotii, del 20 de diciembre de 1935: AAS 28 (1936), p. 10.
[94] Cf. Jn., 10, 36.
[95] Cf. Lc., 24, 26.
[96] Cf. Ef., 4, 13.
[97] Cf. 2 Cor., 3, 8-9.
[98] Cf. entre otros documentos: S. Pío X, Exhort. al clero Haerent animo, del 4 de agosto de 1908: Acta Pii X, vol. IV (1908), p. 237 ss.; Pío XI, Encicl. Ad catholici sacerdotii, l. c., p. 5 ss.; Pío XII, Exhortación apostólica Menti nostrae, del 23 de setiembre de 1950: AAS 42 (1950), p. 657 ss.; Juan XXIII, Encícl. Sacerdotii nostri primordia, del 1 de agosto de 1959: AAS 51 (1959), p. 545 ss.
El ejercicio de la triple función sacerdotal requiere y favorece a un tiempo la santidad
13. Los presbíteros conseguirán propiamente la santidad ejerciendo sincera e infatigablemente en el Espíritu de Cristo su triple función.
Por ser ministros de la palabra de Dios, leen y escuchan diariamente la palabra divina que deben enseñar a otros; y si al mismo tiempo procuran recibirla en sí mismos, irán haciéndose discípulos del Señor cada vez más perfectos, según las palabras del apóstol Pablo a Timoteo: "Esta sea tu ocupación, éste tu estudio: de manera que tu aprovechamiento sea a todos manifiesto. Vela sobre ti, atiende a la enseñanza: insiste en ella. Haciéndolo así te salvarás a ti mismo y a los que te escuchan" (1 Tim., 4, 15-16). Pues pensando cómo pueden explicar mejor lo que ellos han contemplado [99], saborearán más a fondo "las insondables riquezas de Cristo" (Ef., 3, 8) y la multiforme sabiduría de Dios [100]. Teniendo presente que es el Señor quien abre los corazones [101] y que la excelencia no procede de ellos mismos, sino del poder de Dios [102], en el momento de proclamar la palabra se unirán más íntimamente a Cristo Maestro y se dejarán guiar por su Espíritu. Así, uniéndose con Cristo, participan de la caridad de Dios, cuyo misterio, oculto desde los siglos [103], ha sido revelado en Cristo.
Como ministros sagrados, sobre todo en el Sacrificio de la Misa, los presbíteros ocupan especialmente el lugar de Cristo, que se sacrificó a sí mismo para santificar a los hombres; y por eso son invitados a imitar lo que administran; ya que celebran el misterio de la muerte del Señor, procuren mortificar sus miembros de vicios y concupiscencias [104]. En el misterio del Sacrificio Eucarístico, en que los sacerdotes desempeñan su función principal, se realiza continuamente la obra de nuestra redención [105], y, por tanto, se recomienda con todas las veras su celebración diaria, la cual, aunque no pueda obtenerse la presencia de los fieles, es una acción de Cristo y de la Iglesia [106]. Así, mientras los presbíteros se unen con la acción de Cristo Sacerdote, se ofrecen todos los días enteramente a Dios, y mientras se nutren del Cuerpo de Cristo, participan cordialmente de la caridad de Quien se da a los fieles como pan eucarístico. De igual forma se unen con la intención y con la caridad de Cristo en la administración de los Sacramentos, especialmente cuando para la administración del Sacramento de la Penitencia se muestran enteramente dispuestos, siempre que los fieles lo piden razonablemente. En el rezo del Oficio divino prestan su voz a la Iglesia, que persevera en la oración, en nombre de todo el género humano, juntamente con Cristo, que "vive siempre para interceder por nosotros" (Hb., 7, 25).
Rigiendo y apacentando el Pueblo de Dios, se ven impulsados por la caridad del Buen Pastor a entregar su vida por sus ovejas [107], preparados también para el sacrificio supremo, siguiendo el ejemplo de los sacerdote que incluso en nuestros días no han rehusado entregar su vida; siendo educadores en la fe, y teniendo ellos mismos "firme esperanza de entrar en el santuario en virtud de la sangre de Cristo" (Hb., 10, 19), se acercan a Dios "con sincero corazón en la plenitud de la fe" (Hb., 10, 22); y robustecen la esperanza firme respecto de sus fieles [108], para poder consolar a los que se hallan atribulados, con el mismo consuelo con que Dios los consuela a ellos mismos [109]; como rectores de la comunidad, cultivan la ascesis propia del pastor de las almas, dando de mano a las ventajas propias, no buscando sus conveniencias, sino la de muchos, para que se salven [110], progresando siempre hacia el cumplimiento más perfecto del deber pastoral, y cuando es necesario, están dispuestos a emprender nuevos caminos pastorales, guiados por el Espíritu del amor, que sopla donde quiere [111].
[99] Cf. Santo Tomás, Summa Theol., II-II, q. 188, a. 7.
[100] Cf. Hb., 3, 9-10.
[101] Cf. Act., 16, 14.
[102] Cf. 2 Cor., 4, 7.
[103] Cf. Ef., 3, 9.
[104] Cf. Pont. Rom., "De Ordinatione Presbyteri".
[105] Cf. Missale Romanum, Oración sobre la oblata del domingo 9 después de Pentecostés.
[106] Cf. Pablo VI, Encícl. Mysterium Fidei, del 3 de setiembre de 1965: AAS 57 (1965), pp. 761-762: "Porque toda misa, aun la celebrada privadamente por un sacerdote, no es privada, sino acción de Cristo y de la Iglesia, la cual en el sacrificio que ofrece aprende a ofrecerse a sí misma como sacrificio universal, y aplica a la salvación del mundo entero la única e infinita eficacia redentora del sacrificio de la cruz. Pues cada misa que se celebra se ofrece, no sólo por la salvación de algunos, sino por la salvación de todo el mundo... Por tanto, paternalmente y con insistencia, recomendamos a los sacerdotes, que de un modo particular constituyen nuestro gozo y nuestra corona en el Señor, que... celebren todos los días la misa digna y devotamente"; Conc. Vat. II, Const. De Sacra Liturgia: AAS 56 (1964), p. 107.
[107] Cf. Jn., 10, 11.
[108] Cf. 2 Cor., 1, 7.
[109] Cf. 2 Cor., 1, 4.
[110] Cf. 1 Cor., 10, 33.
[111] Cf. Jn., 3, 8.
Unidad y armonía de la vida de los presbíteros
14. Siendo en el mundo moderno tantos los cargos que deben desempeñar los hombres y tanta la diversidad de los problemas, que los angustian y que muchas veces tienen que resolver precipitadamente, no es raro que se vean en peligro de desparramarse en mil preocupaciones. Y los presbíteros, implicados y distraídos en las muchas obligaciones de su ministerio, no pueden pensar sin angustia cómo lograr la unidad de su vida interior con la magnitud de la acción exterior. Esta unidad de la vida no la pueden conseguir ni la ordenación meramente externa de la obra del ministerio, ni la sola práctica de los ejercicios de piedad, por mucho que la ayuden. La pueden organizar, en cambio, los presbíteros, imitando en el cumplimiento de su ministerio el ejemplo de Cristo Señor, cuyo alimento era cumplir la voluntad de Aquel que le envió a completar su obra [112].
En realidad, Cristo, para cumplir indefectiblemente la misma voluntad del Padre en el mundo por medio de la Iglesia, obra por sus ministros, y por ello continúa siendo siempre principio y fuente de la unidad de su vida. Por consiguiente, los presbíteros conseguirán la unidad de su vida uniéndose a Cristo en el conocimiento de la voluntad del Padre y en la entrega de sí mismos por el rebaño que se les ha confiado [113]. De esta forma, desempeñando el papel del Buen Pastor, en el mismo ejercicio de la caridad pastoral encontrarán el vínculo de la perfección sacerdotal que reduce a unidad su vida y su actividad. Esta caridad pastoral [114] fluye sobre todo del Sacrificio Eucarístico, que se manifiesta por ello como centro y raíz de toda la vida del presbítero, de suerte que lo que se efectúa en el altar lo procure reproducir en sí el alma del sacerdote. Esto no puede conseguirse si los mismos sacerdotes no penetran cada vez más íntimamente, por la oración, en el misterio de Cristo.
Para poder verificar concretamente la unidad de su vida, consideren todos sus proyectos, procurando conocer cuál es la voluntad de Dios [115]; es decir, la conformidad de los proyectos con las normas de la misión evangélica de la Iglesia. Porque no puede separarse la fidelidad para con Cristo de la fidelidad para con la Iglesia. La caridad pastoral pide que los presbíteros, para no correr en vano [116], trabajen siempre en vínculo de unión con los obispos y con otros hermanos en el sacerdocio. Obrando así hallarán los presbíteros la unidad de la propia vida en la misma unidad de la misión de la Iglesia, y de esta suerte se unirán con su Señor, y por El con el Padre, en el Espíritu Santo, a fin de llenarse de consuelo y de rebosar de gozo [117].
[112] Cf. Jn., 4, 34.
[113] Cf. 1 Jn., 3, 16.
[114] "El apacentar la grey del Señor es una función de amor" S. Agustín, Tract. in Joan., 123, 5: PL 35 (1967).
[115] Cf. Rom., 12, 2.
[116] Cf. Gal., 2, 12.
[117] Cf. 2 Cor., 7, 4.
II. EXIGENCIAS ESPIRITUALES CARACTERÍSTICAS EN LA VIDA DE LOS PRESBÍTEROS
Humildad y obediencia
15. Entre las virtudes principalmente requeridas en el ministerio de los presbíteros hay que contar aquella disposición de alma por la que están siempre preparados a buscar, no su voluntad, sino la voluntad de quien los envió [118]. Porque la obra divina, para cuya realización los tomó el Espíritu Santo [119], trasciende todas las fuerzas humanas y la sabiduría de los hombres, pues "Dios eligió los débiles del mundo para confundir a los fuertes" (1 Cor., 1, 27). Conociendo, pues, su propia debilidad, el verdadero ministro de Cristo trabaja con humildad, buscando lo que es grato a Dios [120], y como encadenado por el Espíritu [121], es llevado en todo por la voluntad de quien desea que todos los hombres se salven; voluntad que puede descubrir y cumplir en los quehaceres diarios, sirviendo humildemente a todos los que Dios le ha confiado, en el ministerio que se le ha entregado y en los múltiples acontecimientos de su vida.
Pero como el ministerio sacerdotal es el ministerio de la misma Iglesia, no puede efectuarse más que en la comunión jerárquica de todo el cuerpo. La caridad pastoral urge, pues, a los presbíteros que, actuando en esta comunión, consagren su voluntad propia por la obediencia al servicio de Dios y de los hermanos, recibiendo con espíritu de fe y cumpliendo los preceptos y recomendaciones emanadas del Sumo Pontífice, del propio obispo y de otros superiores; gastándose y agotándose de buena gana [122] en cualquier servicio que se les haya confiado, por humilde y pobre que sea. De esta forma guardan y reafirman la necesaria unidad con sus hermanos en el ministerio, y sobre todo con los que el Señor constituyó en rectores visibles de su Iglesia, y obran para la edificación del Cuerpo de Cristo, que crece "por todos los ligamentos que lo nutren" [123]. Esta obediencia, que conduce a la libertad más madura de los hijos de Dios, exige por su naturaleza que, mientras movidos por la caridad, los presbíteros, en el cumplimiento de su cargo, investigan prudentemente nuevos caminos para el mayor bien de la Iglesia, propongan confiadamente sus proyectos y expongan instantemente las necesidades del rebaño a ellos confiado, dispuestos siempre a acatar el juicio de quienes desempeñan la función principal en el régimen de la Iglesia de Dios.
Los presbíteros, con esta humildad y esta obediencia responsable y voluntaria, se asemejan a Cristo, sintiendo en sí lo que en Cristo Jesús, que "se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo..., hecho obediente hasta la muerte" (Fil., 2, 7-9). Y con esta obediencia venció y reparó la desobediencia de Adán, como atestigua el apóstol: "Por la desobediencia de un hombre muchos fueron hechos pecadores; así también, por la obediencia de uno muchos serán hechos justos" (Rom., 5, 19).
[118] Cf. Jn., 4, 34; 5, 30; 6, 38.
[119] Cf. Act., 135, 2.
[120] Cf. Ef., 5, 10.
[121] Act., 20, 22.
[122] Cf. 2 Cor., 12, 15.
[123] Cf. Ef., 4, 11-16.
Hay que abrazar el celibato y apreciarlo como una gracia
16. La perfecta y perpetua continencia por el reino de los cielos, recomendada por nuestro Señor [124], aceptada con gusto y observada plausiblemente en el decurso de los siglos e incluso en nuestros días por no pocos fieles cristianos, siempre ha sido tenida en gran aprecio por la Iglesia, especialmente para la vida sacerdotal. Porque es al mismo tiempo emblema y estímulo de la caridad pastoral y fuente peculiar de la fecundidad espiritual en el mundo [125]. No es exigida ciertamente por la naturaleza misma del sacerdocio, como aparece por la práctica de la Iglesia primitiva [126] y por la tradición de las Iglesias orientales, en donde, además de aquellos que con todos los obispos eligen el celibato como un don de la gracia, hay también presbíteros beneméritos casados; pero al tiempo que recomienda el celibato eclesiástico, este Santo Concilio no intenta en modo alguno cambiar la distinta disciplina que rige legítimamente en las Iglesias orientales, y exhorta amabilísimamente a todos los que recibieron el presbiterado en el matrimonio a que, perseverando en la santa vocación, sigan consagrando su vida plena y generosamente al rebaño que se les ha confiado [127].
Pero el celibato tiene mucha conformidad con el sacerdocio. Porque toda la misión del sacerdote se dedica al servicio de la nueva humanidad, que Cristo, vencedor de la muerte, suscita en el mundo por su Espíritu, y que trae su origen "no de la sangre, ni de la voluntad carnal, ni de la voluntad de varón, sino de Dios" (Jn. 1, 13). Los presbíteros, pues, por la virginidad o celibato conservado por el reino de los cielos [128], se consagran a Cristo de una forma nueva y exquisita, se unen a El más fácilmente con un corazón indiviso [129], se dedican más libremente en El y por El al servicio de Dios y de los hombres, sirven más expeditamente a su reino y a la obra de regeneración sobrenatural, y con ello se hacen más aptos para recibir ampliamente la paternidad en Cristo. De esta forma, pues, manifiestan delante de los hombres que quieren dedicarse al ministerio que se les ha confiado, es decir, de desposar a los fieles con un solo varón, y de presentarlos a Cristo como una virgen casta [130], y con ello evocan el misterioso matrimonio establecido por Dios, que ha de manifestarse plenamente en el futuro, por el que la Iglesia tiene a Cristo como Esposo único [131]. Se constituyen, además, en señal viva de aquel mundo futuro, presente ya por la fe y por la caridad, en que los hijos de la resurrección no tomarán maridos ni mujeres [132].
Por estas razones, fundadas en el misterio de Cristo y en su misión, el celibato, que al principio se recomendaba a los sacerdotes, fue impuesto por ley después en la Iglesia Latina a todos los que eran promovidos al Orden sagrado. Este Santo Concilio aprueba y confirma esta legislación en cuanto se refiere a los que se destinan para el presbiterado, confiando en el Espíritu que el don del celibato, tan conveniente al sacerdocio del Nuevo Testamento, les será generosamente otorgado por el Padre, con tal que se lo pidan con humildad y constancia los que por el sacramento del Orden participan del sacerdocio de Cristo, más aún, toda la Iglesia. Exhorta también este Sagrado Concilio a los presbíteros que, confiados en la gracia de Dios, recibieron libremente el sagrado celibato según el ejemplo de Cristo, a que, abrazándolo con magnanimidad y de todo corazón, y perseverando en tal estado con fidelidad, reconozcan el don excelso que el Padre les ha dado y que tan claramente ensalza el Señor [133], y pongan ante su consideración los grandes misterios que en él se expresan y se verifican. Cuando más imposible les parece a no pocas personas la perfecta continencia en el mundo actual, con tanto mayor humildad y perseverancia pedirán los presbíteros, juntamente con la Iglesia, la gracia de la fidelidad, que nunca ha sido negada a quienes la piden, sirviéndose también, al mismo tiempo, de todas las ayudas sobrenaturales y naturales, que todos tienen a su alcance. No dejen de seguir las normas, sobre todo las ascéticas, que la experiencia de la Iglesia aprueba, y que no son menos necesarias en el mundo actual. Ruega, por tanto, este Sagrado Concilio, no sólo a los sacerdotes, sino también a todos los fieles, que aprecien cordialmente este precioso don del celibato sacerdotal, y que pidan todos a Dios que El conceda siempre abundantemente ese don a su Iglesia.
[124] Cf. Mt., 19, 12.
[125] Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. De Ecclesia, n. 42: AAS 57 91965), pp. 47-49.
[126] Cf. 1 Tim., 3, 2-5; Tit., 1, 6.
[127] Cf. Pío XI, Encícl. Ad catholici sacerdocii, del 20 de diciembre de 1935: AAS 28 (1936), p. 28.
[128] Cf. Mt., 19, 12.
[129] Cf. 1 Cor., 7, 32-34.
[130] Cf. 2 Cor., 11, 2.
[131] Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. De Ecclesia, nn. 42 y 44: AAS 57 (1965), pp. 47-49 y 50-51; Decreto De accommodata renovatione vitae religiosae, n. 12.
[132] Cf. Lc., 20, 35-36; Pío XI, Encícl. Ad catholici sacerdotii, l. c., pp. 24-28; Pío XII, Encícl. Sacra Virginitas, del 25 de marzo de 1954: AAS 46 (1954), pp. 169-172.
[133] Cf. Mt., 19, 11.
Posición respecto al mundo y los bienes terrenos, y pobreza voluntaria
17. Por la amigable y fraterna convivencia mutua y con los demás hombres, pueden aprender los presbíteros a cultivar los valores humanos y a apreciar los bienes creados como dones de Dios. Aunque viven en el mundo, sepan siempre, sin embargo, que ellos no son del mundo, según la sentencia del Señor, nuestro Maestro [134]. Disfrutando, pues, del mundo como si no disfrutasen [135], llegarán a la libertad de los que, libres de toda preocupación desordenada, se hacen dóciles para oír la voz divina en la vida ordinaria. De esta libertad y docilidad emana la discreción espiritual con que se halla la recta postura frente al mundo y a los bienes terrenos. Postura de gran importancia para los presbíteros, porque la misión de la Iglesia se desarrolla en medio del mundo, y porque los bienes creados son enteramente necesarios para el provecho personal del hombre. Agradezcan, pus, todo lo que el Padre celestial les concede para vivir convenientemente. Es necesario, con todo, que examinen a la luz de la fe todo lo que se les presenta, para usar de los bienes según la voluntad de Dios y dar de mano a todo cuanto obstaculiza su misión.
Pues los sacerdotes, ya que el Señor es su "porción y herencia" (núms. 18, 20), deben usar los bienes temporales tan sólo para los fines a los que pueden lícitamente destinarlos, según la doctrina de Cristo Señor y la ordenación de la Iglesia.
Los bienes eclesiásticos propiamente dichos, según su naturaleza, deben administrarlos los sacerdotes según las normas de las leyes eclesiásticas, con la ayuda, en cuanto sea posible, de expertos seglares, y destinarlos siempre a aquellos fines para cuya consecución es lícito a la Iglesia poseer bienes temporales, esto es, para el mantenimiento del culto divino, para procurar la honesta sustentación del clero y para realizar las obras del sagrado apostolado o de la caridad, sobre todo con los necesitados [136]. En cuanto a los bienes que recaban con ocasión del ejercicio de algún oficio eclesiástico, salvo el derecho particular [137], los presbíteros, lo mismo que los obispos, aplíquenlos, en primer lugar, a su honesto sustento y a la satisfacción de las exigencias de su propio estado; y lo que sobre, sírvanse destinarlo para el bien de la Iglesia y para obras de caridad. No tengan, por consiguiente, el beneficio como una ganancia, ni empleen sus emolumentos para engrosar su propio caudal [138]. Por ello los sacerdotes, teniendo el corazón despegado de las riquezas [139], han de evitar siempre toda clase de ambición y abstenerse cuidadosamente de toda especie de comercio.
Más aún, siéntanse invitados a abrazar la pobreza voluntaria, para asemejarse más claramente a Cristo y estar más dispuestos para el ministerio sagrado. Porque Cristo, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, para que fuéramos ricos con su pobreza [140]. Y los apóstoles manifestaron, con su ejemplo, que el don gratuito de Dios hay que distribuirlo gratuitamente [141], sabiendo vivir en la abundancia y pasar necesidad [142]. Pero incluso una cierta comunidad de bienes, a semejanza de la que se alaba en la historia de la Iglesia primitiva [143], prepara muy bien el terreno para la caridad pastoral; y por esa forma de vida pueden los presbíteros practicar laudablemente el espíritu de pobreza que Cristo recomienda.
Guiados, pues, por el Espíritu del Señor, que ungió al Salvador y lo envió a evangelizar a los pobres [144], los presbíteros, y lo mismo los obispos, mucho más que los restantes discípulos de Cristo, eviten todo cuanto pueda alejar de alguna forma a los pobres, desterrando de sus cosas toda clase de vanidad. Dispongan su morada de forma que a nadie esté cerrada, y que nadie, incluso el más pobre, recele frecuentarla.
[134] Cf. Jn., 17, 14-16.
[135] Cf. 1 Cor., 7, 31.
[136] Conc. Antioch., can. 25, Mansi, 1328; Decretum Gratiani, c. 23, C. 12, q. 1.
[137] Esto se entiende sobre todo de los derechos y costumbres vigentes en las Iglesias orientales.
[138] Conc. Paris., a. 829, can. 15: M. G. H., Sect. III, Concilia, t. 2, pars 6, 622; Conc. Trident., Sess. XXV, De reform., cap. I.
[139] Cf. Ps., 62, 11, Vg., 61.
[140] Cf. 2 Cor., 8, 9.
[141] Cf. Act., 8, 18-25.
[142] Cf. Fil., 4, 12.
[143] Cf. Act., 2, 42-47.
[144] Cf. Lc., 4, 18.
III. RECURSOS PARA LA VIDA DE LOS PRESBÍTEROS
Recursos para fomentar la vida espiritual
18. Para que los presbíteros puedan fomentar la unión con Cristo en todas las circunstancias de la vida, además del ejercicio consciente de su ministerio, cuentan con los medios comunes y particulares, nuevos y antiguos, que nunca deja de suscitar en el pueblo de Dios el Espíritu Santo, y que la Iglesia recomienda, e incluso manda alguna vez, para la santificación de sus miembros [145]. Entre todas las ayudas espirituales sobresalen los actos con que los cristianos se nutren de la palabra de Dios en la doble mesa de la Sagrada Escritura y de la Eucaristía [146]; a nadie se oculta cuánta trascendencia tiene su participación asidua para la santificación propia de los presbíteros.
Los ministros de la gracia sacramental se unen íntimamente a Cristo Salvador y Pastor por la fructuosa recepción de los sacramentos, sobre todo en la frecuente acción sacramental de la Penitencia, puesto que, preparada con el examen diario de conciencia, favorece tantísimo la necesaria conversión del corazón al amor del Padre de las misericordias. A la luz de la fe, nutrida con la lectura divina, pueden buscar cuidadosamente las señales de la voluntad divina y los impulsos de su gracia en los varios aconteceres de la vida, y hacerse, con ello, más dóciles cada día para su misión recibida en el Espíritu Santo. En la Santísima Virgen María encuentran siempre un ejemplo admirable de esta docilidad, pues ella, guiada por el Espíritu Santo, se entregó totalmente al misterio de la redención de los hombres [147]; veneren y amen los presbíteros con filial devoción y veneración a esta Madre del Sumo y Eterno Sacerdote, Reina de los Apóstoles y auxilio de su ministerio.
Para cumplir con fidelidad su ministerio, gusten cordialmente el coloquio divino con Cristo Señor en la visita y en el culto personal de la Sagrada Eucaristía; practiquen gustosos el retiro espiritual y aprecien mucho la dirección espiritual. De muchas maneras, especialmente por la recomendada oración mental y variadas fórmulas de oraciones, que eligen a su gusto, los presbíteros buscan y piden instantemente a Dios el verdadero espíritu de oración con que ellos mismos, juntamente con la plebe que se les ha confiado, se unen íntimamente con Cristo Mediador del Nuevo Testamento, y así pueden clamar como hijos de adopción: "Abba, Padre" (Rom., 8, 15).
[145] Cf. CIC., can. 125 ss.
[146] Cf. Conc. Vat. II, Decr. De accommodata renovatione vitae religiosae, n. 6; Const. dogm. De Divina Revelatione, n. 21.
[147] Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. De Ecclesia, n. 65: AAS 57 (1965), pp. 64-65.
Estudio y ciencia pastoral
19. En el sagrado rito de la Ordenación el obispo recomienda a los presbíteros que "estén maduros en la ciencia" y que su doctrina sea "medicina espiritual para el pueblo de Dios" [148]. Pero la ciencia de un ministro sagrado debe ser sagrada, porque emana de una fuente sagrada y a un fin sagrado se dirige. Ante todo, pues, se obtiene por la lectura y meditación de la Sagrada Escritura [149], y se nutre también fructuosamente con el estudio de los santos Padres y Doctores, y de otros monumentos de la Tradición. Además, para responder convenientemente a los problemas propuestos por los hombres contemporáneos, conviene que los presbíteros conozcan los documentos del Magisterio y, sobre todo, de los Concilios y de los Romanos Pontífices, y consulten a los mejores y probados escritores de Teología.
Pero como en nuestros tiempos la cultura humana, y también las ciencias sagradas, avanzan con un ritmo nuevo, los presbíteros se ven impulsados a completar convenientemente y sin intermisión su ciencia divina y humana, y a prepararse, de esta forma, para entablar más ventajosamente el diálogo con los hombres de su tiempo.
Para que los presbíteros se entreguen más fácilmente a los estudios y capten con más eficacia los métodos de la evangelización y del apostolado, prepárenseles cuidadosamente los medios necesarios, como son la organización de cursos y de congresos, según las condiciones de cada país, la erección de centros destinados a los estudios pastorales, la fundación de bibliotecas y una conveniente dirección de los estudios por personas competentes. Consideren, además, los obispos, o en particular, o reunidos entre sí, el modo más conveniente de conseguir que todos los presbíteros, en tiempo determinado, sobre todo en los primeros años después de su Ordenación [150], puedan asistir a un curso en que se les brinde la ocasión de conseguir un conocimiento más completo de los métodos pastorales y de la ciencia teológica, y, sobre todo, de fortalecer su vida espiritual y de comunicarse mutuamente con los hermanos las experiencias apostólicas [151]. Ayúdese especialmente con estas y otras atenciones oportunas también a los neo-párrocos y a los que se destinan para una nueva empresa pastoral, o a los que se envían a otra diócesis o nación.
Procuren, por fin, los obispos que se dediquen algunos más profundamente a la ciencia divina, a fin de que nunca falten maestros idóneos para formar a los clérigos, para ayudar a los otros sacerdotes y a los fieles a conseguir la doctrina que necesitan, y para fomentar el sano progreso en las disciplinas sagradas, que es totalmente necesario en la Iglesia.
[148] Pont. Rom., "De Ordinatione Presbyteri".
[149] Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. De Divina Revelatione, n. 25.
[150] Este curso no es el mismo que el curso pastoral, que ha de celebrarse inmediatamente después de la ordenación, sobre el que habla el Decreto Optatum nobis, sobre la formación sacerdotal, n. 22.
[151] Cf. Conc. Vat. II, Decr. De pastorali Episcoporum munere in Ecclesia, n. 16.
Hay que proveer la justa remuneración de los presbíteros
20. Los presbíteros, entregados al servicio de Dios en el cumplimiento de la misión que se les ha confiado, son dignos de recibir la justa remuneración, porque "el obrero es digno de su salario" (Lc., 10, 7) [152], y "el Señor ha ordenado a los que anuncian el Evangelio que vivan del Evangelio" (1 Cor., 9, 14). Por lo cual, cuando no se haya provisto de otra forma la justa remuneración de los presbíteros, los mismos fieles tienen la obligación de cuidar que puedan procurarse los medios necesarios para vivir honesta y dignamente, ya que los presbíteros consagran su trabajo al bien de los fieles. Los obispos, por su parte, tienen el deber de avisar a los fieles acerca de esta obligación, y deben procurar, o bien cada uno para su diócesis o mejor varios en unión para el territorio común, que se establezcan normas con que se mire por la honesta sustentación de quienes desempeñan o han desempeñado alguna función en servicio del pueblo de Dios. Pero la remuneración que cada uno ha de recibir, habida consideración de la naturaleza del cargo mismo y de las condiciones de lugares y de tiempos, sea fundamentalmente la misma para todos los que se hallen en las mismas circunstancias, corresponda a su condición y les permita, además, no sólo proveer a la paga de las personas dedicadas al servicio de los presbíteros, sino también ayudar personalmente, de algún modo, a los necesitados, porque el ministerio para con los pobres lo apreció muchísimo la Iglesia ya desde sus principios. Esta remuneración, además, sea tal que permita a los presbíteros disfrutar de un tiempo debido y suficiente de vacaciones: los obispos deben procurar que lo puedan tener los presbíteros.
Es preciso atribuir la máxima importancia a la función que desempeñan los sagrados ministros. Por lo cual hay que dejar el sistema que llaman beneficial, o a lo menos hay que reformarlo, de suerte que la parte beneficial, o el derecho a las rentas anejas por dote al oficio, se considere como secundaria y se atribuya, en derecho, el primer lugar al propio oficio eclesiástico, que, por cierto, ha de entenderse en lo sucesivo cualquier cargo conferido establemente para ejercer un fin espiritual.
[152] Cf. Mt., 10, 10; 1 Cor., 9, 7; 1 Tim., 5, 18.
Hay que establecer fondos comunes de bienes y ordenar una previsión social en favor de los presbíteros
21. Téngase siempre presente el ejemplo de los cristianos en la primitiva Iglesia de Jerusalén, en la que "todo lo tenían en común" (Act., 4, 32) "y a cada uno se le repartía según su necesidad" (Act., 4, 35). Es, pues, muy conveniente que, por lo menos en las regiones en que la sustentación del clero depende total o parcialmente de donativos de los fieles, recoja los bienes ofrecidos a este fin una institución diocesana, que administra el obispo con la ayuda de sacerdotes delegados, y, donde lo aconseje la utilidad, también de seglares peritos en economía. Se desea, además, que, en cuanto sea posible, en cada diócesis o región se constituya un fondo común de bienes con que puedan los obispos satisfacer otras obligaciones, y con que también las diócesis más ricas puedan ayudar a las más pobres, de forma que la abundancia de aquellas alivie la escasez de éstas [153]. Este fondo ha de constituirse, sobre todo, por las ofrendas de los fieles, pero también por los bienes que provienen de otras fuentes, que el derecho ha de concretar.
Además, en las naciones en que todavía no está convenientemente organizada la previsión social en favor del clero, procuren las Conferencias Episcopales que, consideradas siempre las leyes eclesiásticas y civiles, se establezcan, o bien instituciones diocesanas, también federadas entre sí, o bien instituciones organizadas a un tiempo para varias diócesis, o bien una asociación establecida para todo el territorio, por las que, bajo la atención de la jerarquía, se provea suficientemente a la que llaman conveniente seguro o asistencia sanitaria, y a la debida sustentación de los presbíteros enfermos, inválidos o ancianos. Ayuden los sacerdotes a esta institución una vez erigida, movidos por espíritu de solidaridad para con sus hermanos, tomando parte en sus tribulaciones [154], considerando, al mismo tiempo, que así, sin angustia del futuro, pueden practicar la pobreza con resuelto espíritu evangélico y entregarse plenamente a la salvación de las almas. Procuren aquellos a quienes competa que estas instituciones de diversas naciones se reúnan entre sí, para que consigan más consistencia y se propaguen más ampliamente.
[153] Cf. 2 Cor., 8, 14.
[154] Cf. Fil., 4, 14.
CONCLUSIÓN Y EXHORTACIÓN
22. Este Sagrado Concilio, aun teniendo presente los gozos de la vida sacerdotal, no puede olvidar las dificultades en que se ven los presbíteros en las actuales circunstancias de la vida de hoy. Sabe también cuánto se transforman las condiciones económicas y sociales e incluso las costumbres humanas, y cuánto se muda el orden de valores en el aprecio de los hombres; por lo cual los ministros de la Iglesia, e incluso muchas veces los fieles cristianos, se sienten en este mundo como ajenos a él, buscando angustiosamente los medios idóneos y las palabras para poder comunicar con él. Porque los nuevos impedimentos que obstaculizan la fe, la aparente esterilidad del trabajo realizado, y la acerba soledad que sienten pueden ponerles en peligro de que decaigan sus ánimos.
Pero Dios amó de tal forma al mundo, cual hoy se confía al amor y al ministerio de los presbíteros de la Iglesia, que dio por él a su Hijo Unigénito [155]. En efecto, este mundo, dominado, es cierto, por muchos pecados, pero dotado también de no pequeñas facultades, ofrece a la Iglesia piedras vivas [156], que se estructuran para morada de Dios en el Espíritu [157]. El mismo Espíritu Santo, mientras impulsa a la Iglesia a abrir nuevos caminos para llegar al mundo de este tiempo, sugiere también y alienta las convenientes acomodaciones del ministerio sacerdotal.
Recuerden los presbíteros que nunca están solos en su trabajo, sino sostenidos por la virtud todopoderosa de Dios: y creyendo en Cristo, que los llamó a participar de su sacerdocio, entréguense con toda confianza a su ministerio, sabedores de que Dios es poderoso para aumentar en ellos la caridad [158]. Recuerden también que tienen como cooperadores a sus hermanos en el sacerdocio, más aún, a todos los fieles del mundo. Porque todos los presbíteros cooperan en la consecución del plan salutífero de Dios, es decir, en el misterio de Cristo o sacramento oculto desde hace siglos en Dios [159], que no se lleva a efecto más que poco a poco, esforzándose de consuno todos los ministerios para la edificación del Cuerpo de Cristo, hasta que se complete la medida de su tiempo. Estando todo escondido con Cristo en Dios [160], puede percibirse, sobre todo, por la fe. Y es necesario que los guías del pueblo de Dios caminen por la fe, siguiendo el ejemplo de Abraham el fiel, que por la fe "obedeció y salió hacia la tierra que había de recibir en herencia, pero sin saber adónde iba" (Hb., 11, 8). En efecto, el dispensador de los misterios de Dios puede compararse al hombre que siembre en un campo, del que dijo el Señor: "Y ya duerma, ya vele, de noche y de día, la semilla germina y crece, sin que él sepa cómo" (Mc., 4, 27).
Por lo demás, el Señor Jesús, que dijo: "Confiad, yo he vencido al mundo" (Jn., 16, 33), no prometió a su Iglesia con estas palabras una victoria completa en este mundo. Pero se goza el Sagrado Concilio porque la tierra, repleta de la semilla del Evangelio, fructifica ahora en muchos lugares bajo la guía del Espíritu del Señor, que llena el orbe de la tierra, y que excitó en los corazones de muchos sacerdotes y fieles el espíritu verdaderamente misional. De todo ello el Sagrado Concilio da amantísimamente las gracias a todos los presbíteros del mundo: "Y al que es poderoso para hacer que copiosamente abundemos más de lo que pedimos o pensamos, en virtud del poder que actúa en nosotros, a El sea la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús" (Ef., 3, 20-21).
Todas y cada una de las cosas de este Decreto fueron del agrado de los Padres del Sacrosanto Concilio. Y Nos, con la Apostólica autoridad conferida por Cristo, juntamente con los Venerables Padres, en el Espíritu Santo, las aprobamos, decretamos y establecemos y mandamos que, decretadas sinodalmente, sean promulgadas para gloria de Dios.
Roma, en San Pedro, día 7 de diciembre de 1965.
Yo, PABLO, Obispo de la Iglesia Católica
[155] Cf. Jn., 3, 16.
[156] Cf. 1 Pedr., 2, 5.
[157] Cf. Ef., 2, 22.
[158] Cf. Pont. Rom., "De Ordinatione Presbyteri".
[159] Cf. Ef., 3, 9.
[160] Cf. Col., 3, 3.
DECRETO "PRESBYTERORUM ORDINIS" (7-diciembre-1967)
SOBRE EL MINISTERIO Y LA VIDA DE LOS PRESBÍTEROS
PROEMIO
1. Repetidas veces ha traído este Sagrado Concilio a la memoria de todos la excelencia del Orden de los presbíteros en la Iglesia [1]. Y como se asignan a este Orden en la renovación de la Iglesia influjos de suma trascendencia y más difíciles cada día, ha parecido muy útil tratar más amplia y profundamente de los presbíteros. Lo que aquí se dice se aplica a todos los presbíteros, en especial a los que se dedican a la cura de almas, haciendo las salvedades debidas con relación a los presbíteros religiosos. Pues los presbíteros, por la ordenación sagrada y por la misión que reciben de los obispos, son promovidos para servir a Cristo Maestro, Sacerdote y Rey, de cuyo ministerio participan, por el que la Iglesia se constituye constantemente en este mundo Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo. Por lo cual este Sagrado Concilio declara y ordena lo siguiente para que el ministerio de los presbíteros se mantenga con más eficacia en las circunstancias pastorales y humanas, tan radicalmente cambiadas muchas veces, y se atienda mejor a su vida.
[1] Conc. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la Sagrada Liturgia, AAS 56 (1964), p. 97 ss.; Const. dogm. Lumen Gentium, sobre la Iglesia: AAS 57 (1965), p. 5 ss.; Decr. Christus Dominus, sobre la función pastoral de los obispos en la Iglesia, del 28 de octubre de 1965; Decr. Optatum totius, sobre la formación sacerdotal, del 28 de octubre de 1965.
CAPÍTULO I. EL PRESBITERADO EN LA MISIÓN DE LA IGLESIA
Naturaleza del presbiterado
2. El Señor Jesús, "a quien el Padre santificó y envió al mundo" (Jn., 10, 36), hace partícipe a todo su Cuerpo místico de la unción del Espíritu con que El está ungido [2]: puesto que en El todos los fieles se constituyen en sacerdocio santo y real, ofrecen a Dios, por medio de Jesucristo, sacrificios espirituales, y anuncian el poder de quien los llamó de las tinieblas a su luz admirable [3]. No hay, pues, miembro alguno que no tenga su cometido en la misión de todo el Cuerpo, sino que cada uno debe glorificar a Jesús en su corazón [4] y dar testimonio de El con espíritu de profecía [5].
Mas el mismo Señor, para que los fieles se fundieran en un solo cuerpo, en que "no todos los miembros tienen la misma función" (Rom., 12, 4), entre ellos constituyó a algunos ministros que, ostentando la potestad sagrada en la sociedad de los fieles, tuvieran el poder sagrado del Orden, para ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados [6], y desempeñar públicamente, en nombre de Cristo, la función sacerdotal en favor de los hombres. Así, pues, enviados los apóstoles, como El había sido enviado por el Padre [7], Cristo hizo partícipes de su consagración y de su misión, por medio de los mismos apóstoles, a los sucesores de éstos, los obispos [8], cuya función ministerial fue confiada a los presbíteros [9], en grado subordinado, con el fin de que, constituidos en el Orden del presbiterado, fueran cooperadores del Orden episcopal, para el puntual cumplimiento de la misión apostólica que Cristo les confió [10].
El ministerio de los presbíteros, por estar unido al Orden episcopal, participa de la autoridad con que Cristo mismo forma, santifica y rige su Cuerpo. Por lo cual, el sacerdocio de los presbíteros supone, ciertamente, los sacramentos de la iniciación cristiana, pero se confiere por un sacramento peculiar por el que los presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, quedan marcados con un carácter especial que los configura con Cristo Sacerdote, de tal forma, que pueden obrar en nombre de Cristo Cabeza [11].
Por participar en su grado del ministerio de los apóstoles, Dios concede a los presbíteros la gracia de ser entre las gentes ministros de Jesucristo, desempeñando el sagrado ministerio del Evangelio, para que sea grata la oblación de los pueblos, santificada por el Espíritu Santo [12]. Pues por el mensaje apostólico del Evangelio se convoca y congrega el Pueblo de Dios, de forma que, santificados por el Espíritu Santo todos los que pertenecen a este Pueblo, se ofrecen a sí mismos "como hostia viva, santa; agradable a Dios" (Rom., 12, 1). Por el ministerio de los presbíteros se consuma el sacrificio espiritual de los fieles en unión del sacrificio de Cristo, Mediador único, que se ofrece por sus manos, en nombre de toda la Iglesia, incruenta y sacramentalmente en la Eucaristía, hasta que venga el mismo Señor [13]. A este sacrificio se ordena y en él culmina el ministerio de los presbíteros. Porque su servicio, que surge del mensaje evangélico, toma su naturaleza y eficacia del sacrificio de Cristo y pretende que "todo el pueblo redimido, es decir, la congregación y sociedad de los santos ofrezca a Dios un sacrificio universal por medio del Gran Sacerdote, que se ofreció a sí mismo por nosotros en la pasión, para que fuéramos el cuerpo de tan sublime cabeza" [14].
Por consiguiente, el fin que buscan los presbíteros con su ministerio y con su vida es el procurar la gloria de Dios Padre en Cristo. Esta gloria consiste en que los hombres reciben consciente, libremente y con gratitud la obra divina realizada en Cristo, y la manifiestan en toda su vida. En consecuencia, los presbíteros, ya se entreguen a la oración y a la adoración, ya prediquen la palabra, ya ofrezcan el sacrificio eucarístico, ya administren los demás sacramentos, ya se dediquen a otros ministerios para el bien de los hombres, contribuyen a un tiempo al incremento de la gloria de Dios y a la dirección de los hombres en la vida divina. Todo ello, procediendo de la Pascua de Cristo, se consumará en la venida gloriosa del mismo Señor, cuando El haya entregado el Reino a Dios Padre [15].
[2] Cf. Mt., 3, 16; Lc., 4, 18; Act., 4, 27; 10, 38.
[3] Cf. 1 Pedr., 2, 5 y 9.
[4] Cf. 1 Pedr., 3, 15.
[5] Cf. Apoc., 19, 10; Conc. Vat. II, Const. dogm. Lumen Gentium, n. 35: AAS 57 (1965), pp. 40-41.
[6] Conc. Trident. Sess. 23, cap. 1 y can. 1: Denz., 957, 7, 961 (1764 y 1771).
[7] Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. De Ecclesia, n. 18: AAS 57 91965), pp. 14-15.
[8] Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. De Ecclesia, n. 28: AAS 57 (1965), pp. 33-36.
[9] Cf. Ibídem.
[10] Cf. Pontif. Romanum, "De la ordenación del presbítero", prefacio. Estas palabras se encuentran ya en el Sacramentario Veronensi, ed. L. C. Mohlberg, Roma, 1957, p. 9; también en el Libro Sacramentorum Romanae Ecclesiae, ed. L. C. Mohlberg, Roma, 1960, p. 25; en el Missale Francorum, ed. L. C. Mohlberg, Roma, 1957, p. 9; en el Pontif. Romano Germánico, ed. Vogel-Elze, Citta del Vaticano, 1963, vol. I, p. 34.
[11] Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. De Ecclesia, n. 10: AAS 57 (1965), pp. 14-15.
[12] Cf. Rom., 15, 16 gr.
[13] Cf. 1 Cor., 11, 26.
[14] S. Augustinus, De civitate Dei, 10, 6: PL 41, 284.
[15] Cf. 1 Cor., 15, 24.
Condición de los presbíteros en el mundo
3. Los presbíteros, tomados de entre los hombres y constituidos en favor de los mismos en las cosas que miran a Dios para ofrecer ofrendas y sacrificios por los pecados [16], moran con los demás hombres como con hermanos. Así también el Señor Jesús, Hijo de Dios, hombre enviado a los hombres por el Padre, vivió entre nosotros y quiso asemejarse en todo a sus hermanos, fuera del pecado [17]. Ya le imitaron los santos apóstoles; y el bienaventurado Pablo, doctor de las gentes, "elegido para predicar el Evangelio de Dios" (Rom., 1, 1), atestigua que se hizo a sí mismo todo para todos, para salvarlos a todos [18]. Los presbíteros del Nuevo Testamento, por su vocación y por su ordenación, son segregados en cierta manera en el seno del pueblo de Dios, no de forma que se separen de él, ni de hombre alguno, sino a fin de que se consagren totalmente a la obra para la que el Señor los llama [19]. No podrían ser ministros de Cristo si no fueran testigos y dispensadores de otra vida distinta de la terrena, pero tampoco podrían servir a los hombres, si permanecieran extraños a su vida y a su condición [20]. Su mismo ministerio les exige de una forma especial que no se conformen a este mundo [21]; pero, al mismo tiempo, requiere que vivan en este mundo entre los hombres, y, como buenos pastores, conozcan a sus ovejas, y busquen incluso atraer a las que no pertenecen todavía a este redil, para que también ellas oigan la voz de Cristo y se forme un solo rebaño y un solo Pastor [22]. Mucho ayudan para conseguir esto las virtudes que con razón se aprecian en el trato social, como son la bondad de corazón, la sinceridad, la fortaleza de alma y la constancia, la asidua preocupación de la justicia, la urbanidad y otras cualidades que recomienda el apóstol Pablo cuando escribe: "Pensad en cuanto hay de verdadero, de puro, de justo, de santo, de amable, de laudable, de virtuoso, de digno de alabanza" (Fil., 4, 8) [23].
[16] Cf. Hebr., 5, 1.
[17] Cf. Hebr., 2, 17, 4, 15.
[18] Cf. 1 Cor., 9, 19-23 Vg.
[19] Cf. Act., 13, 2.
[20] Cf. Pablo VI, Encicl. Ecclesiam Suam, del 6 de agosto de 1964: AAS 56 (1964), pp. 627 y 638: «Este estudio de perfeccionamiento espiritual y moral se ve estimulado aun exteriormente por las condiciones en que la Iglesia desarrolla su vida. No puede permanecer inmóvil e indiferente ante los cambios del mundo que le rodea. Estos cambios influyen de mil maneras en ella, y le imponen su marcha y sus condiciones. Es evidente que la Iglesia no está separada del mundo, sino que vive en él. Por eso los miembros de la Iglesia reciben su influjo, respiran su cultura, aceptan sus leyes, adoptan sus costumbres. Este contacto inmanente de la Iglesia con la sociedad temporal le crea una continua situación problemática, hoy gravísima... He aquí cómo enseñaba S. Pablo a los cristianos de la primera generación: "No os juntéis bajo un mismo yugo con los infieles. ¿Qué consorcio hay entre la justicia y la iniquidad? ¿Qué comunidad entre la luz y las tinieblas?..., ¿Qué participación tiene el fiel con el infiel?" (2 Cor., 6, 14-15). La pedagogía cristiana deberá recordar siempre al discípulo de nuestro tiempo esta su privilegiada condición y este consiguiente deber de vivir en el mundo, según el deseo mismo de Jesús que antes citamos con respecto a sus discípulos: "No pido que los saques del mundo, sino que los guardes del mal. Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo" (Jn., 17, 15-16). La Iglesia hace suya esta oración. Sin embargo, esta diferencia no es lo mismo que separación, ni manifiesta indiferencia, ni miedo, ni desprecio. Pues cuando la Iglesia se distingue de la humanidad está tan lejos de oponérsele que, incluso, está unida a ella».
[21] Cf. Rom., 12, 2.
[22] Cf. Jn., 10, 14-16.
[23] Cf. S. Policarpo, Epist. ad Philippenses, VI, 1 (ed. F. X. Funk, Patres Apostolici, I, p. 303): "Sean los presbíteros inclinados a la conmiseración, misericordiosos para con todos, conduzcan a buen camino a los que yerran, visiten a todos los enfermos, no desprecien a las viudas, a los pupilos, ni a los pobres; por el contrario, preocúpense siempre del bien delante de Dios y de los hombres, absténgase de la ira, de la acepción de personas; vivan lejos de toda avaricia, no crean fácilmente lo que se dice contra otros, no sean demasiado severos cuando juzgan, sabiendo que todos somos deudores del pecado".
CAPÍTULO II. MINISTERIO DE LOS PRESBÍTEROS
I. FUNCIONES DE LOS PRESBÍTEROS
Los presbíteros, ministros de la palabra de Dios
4. El Pueblo de Dios se reúne, ante todo, por la palabra de Dios vivo [24], que con todo derecho hay que esperar de la boca de los sacerdotes [25]. Pues como nadie puede salvarse, si antes no cree [26], los presbíteros, como cooperadores de los obispos, tienen como obligación principal el anunciar a todos el Evangelio de Cristo [27], para constituir e incrementar el Pueblo de Dios, cumpliendo el mandato del Señor: "Id por todo el mundo y predicar el Evangelio a toda criatura" (Mc., 16, 15) [28]. Porque con la palabra de salvación se suscita la fe en el corazón de los no creyentes y se robustece en el de los creyentes, y con la fe empieza y se desarrolla la congregación de los fieles, según la sentencia del Apóstol: "La fe viene por la predicación, y la predicación por la palabra de Cristo" (Rom., 10, 17). Los presbíteros, pues, se deben a todos, en cuanto a todos deben comunicar la verdad del Evangelio [29] que poseen en el Señor. Por tanto, ya lleven a las gentes a glorificar a Dios, observando entre ellos una conducta ejemplar [30], ya anuncien a los no creyentes el misterio de Cristo, predicándoles abiertamente, ya enseñen el catecismo cristiano o expongan la doctrina de la Iglesia, ya procuren tratar los problemas actuales a la luz de Cristo, es siempre su deber enseñar, no su propia sabiduría, sino la palabra de Dios, e invitar indistintamente a todos a la conversión y a la santidad [31]. Pero la predicación sacerdotal, muy difícil con frecuencia en las actuales circunstancias del mundo, para mover mejor a las almas de los oyentes, debe exponer la palabra de Dios, no sólo de una forma general y abstracta, sino aplicando a circunstancias concretas de la vida la verdad perenne del Evangelio.
Con ello se desarrolla el ministerio de la palabra de muchos modos, según las diversas necesidades de los oyentes y los carismas de los predicadores. En las regiones o núcleos no cristianos, los hombres son atraídos a la fe y a los sacramentos de la salvación por el mensaje evangélico [32]; pero en la comunidad cristiana, atendiendo, sobre todo, a aquellos que comprenden o creen poco lo que celebran, se requiere la predicación de la palabra para el ministerio de los sacramentos, puesto que son sacramentos de fe, que procede de la palabra y de ella se nutre [33]. Esto se aplica especialmente a la liturgia de la palabra en la celebración de la misa, en que el anuncio de la muerte y de la resurrección del Señor y la respuesta del pueblo que escucha se unen inseparablemente con la oblación misma con la que Cristo confirmó en su sangre la Nueva Alianza, oblación a la que se unen los fieles o con el deseo o con la recepción del sacramento [34].
[24] Cf. 1 Pedr., 1, 23; Act., 6, 7; 12, 24; S. Agustín, In Ps., 44, 23: PL 36, 508: "Predicaron (los apóstoles) la palabra de la verdad y engendraron las iglesias".
[25] Cf. Ml., 2, 7; 1 Tim., 4, 11-13; 2 Tim., 4, 5; Tim. 1, 9.
[26] Cf. Mc., 16, 16.
[27] Cf. 2 Cor., 11, 7. Lo que se dice de los obispos puede aplicarse también a los presbíteros, por ser sus cooperadores. Cf. Statuta Ecclesiae Antiqua, c. 3: ed. Ch. Munier, París, 1960, p. 79: Decretum Gratiani, C. 6, D, 88: ed. Friedberg, 1, 307; Conc. Trident. Decr. De Reform. Sess. V, c. 2, n. 9: Conc. Oec. Decreta, ed. Herder, Roma, 1963, p. 645; Sess. XXIV, c. 4 (p. 739); Conc. Vat. II, Const. dogm. De Ecclesia, n. 25: AAS 57 (1965), pp. 29-31.
[28] Cf. Constitutiones Apostolorum, II, 26, 7 (ed. F. X. Funk, Didascalia et Constitutiones Apostolorum, I, Paderborn, 1905, p. 105): "Sean (los presbíteros) maestros de la ciencia divina, puesto que el Señor nos envió con estas palabras: Id y enseñad, etc.". El Sacramentarium Leonianum y los demás sacramentarios hasta el Pontifical Romano, Prefacio en la ordenación del presbítero: "Con esta providencia, Señor, diste a los apóstoles de tu Hijo maestros de la fe como compañeros, y llenaron el mundo con predicaciones acertadas". Liber Ordinum Liturgiae Mozarabicae, Prefacio para la ordenación del presbítero: "Maestro de las muchedumbres y gobernante de los súbditos, mantenga en orden la fe católica y anuncie a todos la verdadera salvación" (Ed. M. Férotin, París, 1904, col. 55).
[29] Cf. Gál., 2, 5.
[30] Cf. 1 Pedr., 2, 12.
[31] Cf. Rito de la ordenación del presbítero en la Iglesia alejandrina de los jacobistas: "... Congrega tu pueblo a la palabra de la doctrina, como la madre que da calor a sus hijos". (H. Denzinger, Ritus Orientalium, tom. II, Würzburg, 1863, p. 14).
[32] Cf. Mt., 28, 19; Mc., 16, 16: Tertuliano, De baptismo, 16; S. Atanasio, Oratio 40 contra Arianos, 42: PG 26, 237; S. Jerónimo, In Matt., 28, 19: PL 26, 218 BC: "En primer lugar enseñan a todas las gentes, y una vez enseñadas las bañan con el agua. Porque no es posible que el cuerpo reciba el sacramento del bautismo, si antes no ha recibido el alma la verdad"; Santo Tomás de Aquino, In primam Decretalem: Nuestro Salvador, al enviar a sus discípulos a predicar, les mandó estas dos cosas: En primer lugar, que enseñaren la fe; en segundo, que dieran a los creyentes los sacramentos.
[33] Cf. Conc. Vatic. II, Const. dogm. De Sacra Liturgia, n. 35, 2: AAS 56 (1964), p. 109.
[34] Cf. Ibídem, nn. 33, 35, 48, 52; ib., pp. 108-109, 113, 114.
Los presbíteros, ministros de los sacramentos y de la Eucaristía
5. Dios, que es el solo Santo y Santificador, quiso tener a los hombres como socios y colaboradores suyos, a fin de que le sirvan humildemente en la obra de la santificación. Por esto congrega Dios a los presbíteros, por ministerio de los obispos, para que, participando de una forma especial del Sacerdocio de Cristo, en la celebración de las cosas sagradas, obren como ministros de Quien por medio de su Espíritu efectúa continuamente por nosotros su oficio sacerdotal en la liturgia [35]. Por el Bautismo introducen a los hombres en el pueblo de Dios; por el Sacramento de la Penitencia reconcilian a los pecadores con Dios y con la Iglesia; con la unción alivian a los enfermos; con la celebración, sobre todo, de la misa ofrecen sacramentalmente el Sacrificio de Cristo. En la administración de todos los sacramentos, como atestigua San Ignacio Mártir [36], ya en los primeros tiempos de la Iglesia, los presbíteros se unen jerárquicamente con el obispo, y así lo hacen presente en cierto modo en cada una de las asambleas de los fieles [37].
Pero los demás sacramentos, al igual que todos los ministerios eclesiásticos y las obras del apostolado, están unidos con la Eucaristía y hacia ella se ordenan [38]. Pues en la Sagrada Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia [39], es decir, Cristo en persona, nuestra Pascua y pan vivo que, con su Carne, por el Espíritu Santo vivificada y vivificante, da vida a los hombres que de esta forma son invitados y estimulados a ofrecerse a sí mismos, sus trabajos y todas las cosas creadas juntamente con El. Por lo cual, la Eucaristía aparece como la fuente y cima de toda la evangelización; los catecúmenos, al introducirse poco a poco en la participación de la Eucaristía, y los fieles ya marcados por el sagrado Bautismo y Confirmación, por medio de la recepción de la Eucaristía se injertan plenamente en el Cuerpo de Cristo.
Es, pues, la celebración eucarística el centro de la congregación de los fieles que preside el presbítero. Enseñan los presbíteros a los fieles a ofrecer al Padre en el sacrificio de la misa la Víctima divina y a ofrendar la propia vida juntamente con ella; les instruyen en el ejemplo de Cristo Pastor, para que sometan sus pecados con corazón contrito a la Iglesia en el Sacramento de la Penitencia, de forma que se conviertan cada día más hacia el Señor, acordándose de sus palabras: "Arrepentíos, porque se acerca el Reino de los cielos" (Mt., 4, 17). Les enseñan, igualmente, a participar en la celebración de la sagrada liturgia, de forma que en ella lleguen también a una oración sincera; les llevan como de la mano a un espíritu de oración cada vez más perfecto, que han de actualizar durante toda la vida, en conformidad con las gracias y necesidades de cada uno; llevan a todos al cumplimiento de los deberes del propio estado, y a los más fervorosos les atraen hacia la práctica de los consejos evangélicos, acomodada a la condición de cada uno. Enseñan, por tanto, a los fieles a cantar al Señor en sus corazones himnos y cánticos espirituales, dando siempre gracias por todo a Dios Padre en el nombre de nuestro Señor Jesucristo [40].
Los loores y acciones de gracias que elevan en la celebración de la Eucaristía los presbíteros, las continúan por las diversas horas del día en el rezo del Oficio Divino, con que, en nombre de la Iglesia, piden a Dios por todo el pueblo a ellos confiado o, por mejor decir, por todo el mundo.
La casa de oración en que se celebra y se guarda la Sagrada Eucaristía, y se reúnen los fieles, y en la que se adora para auxilio y solaz de los fieles la presencia del Hijo de Dios, nuestro Salvador, ofrecido por nosotros en el ara sacrificial, debe de estar limpia y dispuesta para la oración y para las funciones sagradas [41]. En ella son invitados los pastores y los fieles a responder con gratitud a la dádiva de quien por su Humanidad infunde continuamente la vida divina en los miembros de su Cuerpo [42]. Procuren los presbíteros cultivar convenientemente la ciencia y, sobre todo, las prácticas litúrgicas, a fin de que por su ministerio litúrgico las comunidades cristianas que se les han encomendado alaben cada día con más perfección a Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo.
[35] Cf. Ibídem, n. 7, pp. 100-101; Pío XII, Encícl. Mystici Corporis, del 29 de junio de 1943: AAS 35 (1943), p. 230.
[36] San Ignacio Mártir, Smyrn., 8, 1-2: Ed. Funk, p. 282, 6-15; Constitutiones Apostolorum, VIII, 12, 3: Ed. F. X. Funk, p. 496; VIII, 2, p. 532.
[37] Cf. Conc. Vatic. II, Const. dogm. De Ecclesia, n. 28: AAS 57 (1965), pp. 33-36.
[38] "La Eucaristía es como la consumación de la vida espiritual y el fin de todos los Sacramentos" (Santo Tomás, Summa Theol., III, q. 73, a. 3 c.); cf. Summa Theol., III, q. 65, a. 3.
[39] Cf. Santo Tomás, Summa Theol., III, q. 66, a. 3, ad 1; y 79, a. 1, c, y a. 1.
[40] Cf. Ef., 5, 19, 20.
[41] Cf. San Jerónimo, Epist. 114, 2: "... y los sagrados cálices y los santos paños, y lo demás que se refiere a la pasión del Señor..., por el contacto del cuerpo y de la sangre del Señor hay que venerarlos con el mismo respeto que su cuerpo y su sangre". (PL 934). Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. De Sacra Liturgia, nn. 122-127: AAS 56 (1964), pp. 130-132.
[42] Pablo VI, Encicl. Mysterium Fidei, del 3 de setiembre de 1965: AAS 57 (1965), p. 771: "Además, durante el día, los fieles no omitan el hacer la visita al Santísimo Sacramento, que debe estar reservado en un sitio dignísimo con el máximo honor en las iglesias, conforme a las leyes litúrgicas, puesto que la visita es prueba de gratitud, signo de amor y deber de adoración a Cristo nuestro Señor, allí presente".
Los presbíteros, rectores del pueblo de Dios
6. Los presbíteros, ejerciendo según su parte de autoridad el oficio de Cristo Cabeza y Pastor, reúnen, en nombre del obispo, a la familia de Dios, como una fraternidad unánime, y la conducen a Dios Padre por medio de Cristo en el Espíritu [43]. Mas para el ejercicio de este ministerio, lo mismo que para las otras funciones del presbítero, se confiere la potestad espiritual, que, ciertamente, se da para la edificación [44]. En la edificación de la Iglesia los presbíteros deben vivir con todos con exquisita delicadeza, a ejemplo del Señor. Deben comportarse con ellos, no según el beneplácito de los hombres [45], sino conforme a las exigencias de la doctrina y de la vida cristiana, enseñándoles y amonestándoles como a hijos amadísimos [46], a tenor de las palabras del apóstol: "Insiste a tiempo y destiempo, arguye, enseña, exhorta con toda longanimidad y doctrina" (2 Tim., 4, 2) [47].
Por lo cual, atañe a los sacerdotes, en cuanto educadores en la fe, el procurar personalmente, o por medio de otros, que cada uno de los fieles sea conducido en el Espíritu Santo a cultivar su propia vocación según el Evangelio, a la caridad sincera y diligente y a la libertad con que Cristo nos liberó [48]. De poco servirán las ceremonias, por hermosas que sean, o las asociaciones, aunque florecientes, si no se ordenan a formar a los hombres para que consigan la madurez cristiana [49]. En su consecución les ayudarán los presbíteros para poder averiguar qué hay que hacer o cuál sea la voluntad de Dios en los mismos acontecimientos grandes o pequeños. Enséñese también a los cristianos a no vivir sólo para sí, sino que, según las exigencias de la nueva ley de la caridad, ponga cada uno al servicio del otro el don que recibió [50] y cumplan así todos cristianamente su deber en la comunidad humana.
Aunque se deban a todos, los presbíteros tienen encomendados a sí de una manera especial a los pobres y a los más débiles, a quienes el Señor se presenta asociado [51], y cuya evangelización se da como prueba de la obra mesiánica [52]. También se atenderá con diligencia especial a los jóvenes y a los cónyuges y padres de familia. Es de desear que éstos se reúnan en grupos amistosos para ayudarse mutuamente a vivir con más facilidad y plenitud su vida cristiana, penosa en muchas ocasiones. No olviden los presbíteros que todos los religiosos, hombres y mujeres, por ser la porción selecta en la casa del Señor, merecen un cuidado especial para su progreso espiritual en bien de toda la Iglesia. Atiendan, por fin, con toda solicitud a los enfermos y agonizantes, visitándolos y confortándolos en el Señor [53].
Pero el deber del pastor no se limita al cuidado particular de los fieles, sino que se extiende propiamente también a la formación de la auténtica comunidad cristiana. Mas, para atender debidamente al espíritu de comunidad, debe abarcar, no sólo la Iglesia local, sino la Iglesia universal. La comunidad local no debe atender solamente a sus fieles, sino que, imbuida también por el celo misionero, debe preparar a todos los hombres el camino hacia Cristo. Siente, con todo, una obligación especial para con los catecúmenos y neófitos que hay que formar gradualmente en el conocimiento y práctica de la vida cristiana.
No se edifica ninguna comunidad cristiana si no tiene como raíz y quicio la celebración de la Sagrada Eucaristía [54]: por ella, pues, hay que empezar toda la formación para el espíritu de comunidad. Esta celebración, para que sea sincera y cabal, debe conducir lo mismo a las obras da caridad y de mutua ayuda de unos para con otros, que a la acción misional y a las varias formas del testimonio cristiano.
Además, la comunidad eclesial ejerce por la caridad, por la oración, por el ejemplo y por las obras de penitencia una verdadera maternidad respecto a las almas que debe llevar a Cristo. Porque ella es un instrumento eficaz que indica o allana el camino hacia Cristo y su Iglesia a los que todavía no creen, que anima también a los fieles, los alimenta y fortalece para la lucha espiritual.
En la estructuración de la comunidad cristiana, los presbíteros no favorecen a ninguna ideología ni partido humano, sino que, como mensajeros del Evangelio y pastores de la Iglesia, empeñan toda su labor en conseguir el incremento espiritual del Cuerpo de Cristo.
[43] Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. De Ecclesia, n. 28: AAS 57 (1965), pp. 33-36.
[44] Cf. 2 Cor., 10, 8; 13, 10.
[45] Cf. Gal., 1, 10.
[46] Cf. 1 Cor., 4, 14.
[47] Cf. Didascalia, II, 34, 2-3; II, 46, 6; II, 47, 1; Constitutiones Apostolorum, II, 47, 1 (ed. F. X. Funk, Didascalia et Constitutiones, I, pp. 116, 142 y 143).
[48] Cf. Gal., 4, 3; 5, 1 y 13.
[49] Cf. S. Jerónimo, Epist., 58, 7: PL 22, 584: "¿Qué utilidad hay en que las paredes estén revestidas de piedras preciosas y que Cristo muera en la pobreza?".
[50] Cf. 1 Pedr., 4, 105.
[51] Cf. Mt., 25, 34-45.
[52] Cf. Lc., 4, 18.
[53] Pueden nombrarse otras categorías; por ejemplo, los emigrantes, los nómadas, etc. De ellos se trata en el decreto Christus Dominus, sobre la función pastoral de los obispos en la Iglesia; cf. Didascalia, II, 59, 1-3: "En tu enseñanza manda y exhorta que el pueblo se reúna en la iglesia y que nunca falten de ella, sino que vivan siempre y no aminoren la Iglesia cuando se retiran, ni le disminuyan los miembros del Cuerpo de Cristo... Siendo vosotros miembros de Cristo, no os disperséis de la iglesia, como hacéis cuando no os reunís; teniendo, pues, a Cristo presente y comunicando con vosotros como Cabeza, según lo prometió, no os despreciéis a vosotros mismos, ni alejéis a Cristo de sus miembros, ni rasguéis, ni desparraméis su cuerpo...".
[54] Cf. Pablo VI, Alloc. a los clérigos italianos que asistieron a la XIII Asamblea en Urbieto, sobre "la actualización pastoral", del 6 de setiembre de 1963: AAS 55 (1963), p. 750 s.
II. RELACIONES DE LOS PRESBÍTEROS CON OTRAS PERSONAS
Relación entre los obispos y los presbíteros
7. Todos los presbíteros, juntamente con los obispos, participan de tal modo el mismo y único sacerdocio y ministerio de Cristo, que la misma unidad de consagración y de misión exige una unión jerárquica de ellos con el Orden de los obispos [55], unión que manifiestan perfectamente a veces en la concelebración litúrgica, y unidos a los cuales profesan que celebran la comunión eucarística [56]. Por tanto, los obispos, por el don del Espíritu Santo que se ha dado a los presbíteros en la Sagrada Ordenación, los tienen como necesarios colaboradores y consejeros en el ministerio y función de enseñar, de santificar y de apacentar la plebe de Dios [57]. Cosa que proclaman cuidadosamente los documentos litúrgicos ya desde los antiguos tiempos de la Iglesia, al pedir solemnemente a Dios sobre el presbítero que se ordena la infusión "del espíritu de gracia y de consejo, para que ayude y gobierne al pueblo con corazón puro" [58], como se propagó en el desierto el espíritu de Moisés sobre las almas de los setenta varones prudentes [59], "con cuya colaboración en el pueblo gobernó fácilmente multitudes innumerables" [60]. Por esta comunión, pues, en el mismo sacerdocio y ministerio, tengan los obispos a sus sacerdotes como hermanos y amigos [61], y preocúpense cordialmente, en la medida de sus posibilidades, de su bien material y, sobre todo, espiritual. Porque sobre ellos recae principalmente la grave responsabilidad de la santidad de sus sacerdotes [62]: tengan, por consiguiente, un cuidado exquisito en la continua formación de su presbiterio [63]. Escúchenlos con gusto, consúltenles incluso y dialoguen con ellos sobre las necesidades de la labor pastoral y del bien de la diócesis. Y para que esto sea una realidad, constitúyase de una manera apropiada a las circunstancias y necesidades actuales [64], con estructura y normas que ha de determinar el derecho, un consejo o senado [65] de sacerdotes, representantes del presbiterio, que puedan ayudar eficazmente, con sus consejos, al obispo en el régimen de la diócesis.
Los presbíteros, por su parte, considerando la plenitud del Sacramento del Orden de que están investidos los obispos, acaten en ellos la autoridad de Cristo, supremo Pastor. Estén, pues, unidos a su obispo con sincera caridad y obediencia [66]. Esta obediencia sacerdotal, ungida de espíritu de cooperación, se funda especialmente en la participación misma del ministerio episcopal que se confiere a los presbíteros por el Sacramento del Orden y por la misión canónica [67].
La unión de los presbíteros con los obispos es mucho más necesaria en estos tiempos, porque en ellos, por diversas causas, las empresas apostólicas, no solamente revisten variedad de formas, sino que además es necesario que excedan los límites de una parroquia o de una diócesis. Ningún presbítero, por ende, puede cumplir cabalmente su misión aislada o individualmente, sino tan sólo uniendo sus fuerzas con otros presbíteros, bajo la dirección de quienes están al frente de la Iglesia.
[55] Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. De Ecclesia: AAS 57 (1965), p. 35.
[56] Cf. la llamada Constitutionem Ecclesiasticam Apostolorum, XIII: "Los presbíteros son los participantes con los obispos de sus misterios y de sus luchas" (ed. Th. Schermann, Die allgemeine Kirchenordnung, I, Paderborn, 1914, p. 26); A. Harnack, T. u, U., II, 4, p. 13, n. 18 y 19); Pseudo Jerónimo, De septem ordinibus Ecclesiae: "... en la bendición son consortes de los misterios juntamente con los obispos" (ed. A. W. Kalff, Wüurzburg, 1937, p. 45); S. Isidoro de Sevilla, De Ecclesiasticis Officiis, c. VII: PL 83, 787: "Presiden, pues, la Iglesia de Cristo, y en la consagración del Cuerpo y de la Sangre son consortes con los obispos, e igualmente lo son en el adoctrinar a los pueblos y en la función de predicar".
[57] Cf. Didascalia, II, 28, 4 (ed. F. X. Funk, p. 108); Constitutione Apostolorum, II, 28, 4; II, 32, s. (ibid., pp. 109 y 117).
[58] Constitutiones Apostolorum, VIII, 16, 4 (ed. Funk, I, p. 522, 13); cf. Epitome Const. Apostol., VI (ibidem, II, p. 80, 3-4); Testamentum Domini: "... dale el Espíritu de la gracia, del consejo, de la magnanimidad, del presbiterado... para colaborar en la obra de regir a tu pueblo en el temor, en la pureza de corazón" (trad. al lat. por I. E. Rahmani, Moguncia, 1899, p. 69). También en Trad. Apost. (ed. B. Botte, La Tradition Apostolique, Münster i. W., 1963, p. 20).
[59] Cf. Num., II, 16-25.
[60] Pontificale Romanum, "De la ordenación del presbítero", prefacio; palabras que se encuentran ya en el Sacramentario Leoniano, Sacramentario Gregoriano. Y palabras semejantes en las liturgias orientales; cf. Trad. Apost.: "... dirige tu mirada hacia este tu siervo y concédele el Espíritu de la gracia y del consejo para que ayude a los presbíteros y gobierne tu pueblo santo con limpieza de corazón, como miraste a tu pueblo elegido y mandaste a Moisés que escogiera a los ancianos, a los que llenaste del espíritu que diste a tu siervo" (de la antigua versión latina Veronense, ed. B. Botte, La Tradition Apostolique de S. Hippolyte. Essai de reconstruction, Münster i. W., 1963, p. 20); Const. Apostol., VIII, 16, 4 (ed. Funk, I, p. 522, 16-17); Epitome Const. Apostol., 6 (ed. Funk, II, 20, 5-8); Testamentum Domini (trad. latina de I. E. Rahmani, Moguncia, 1899, p. 69); Euchologium Serapionis, XXVII (ed. Funk, Didascalia et Constitutiones, II, p. 190, lín. 1-7); Ritus Ordinationis in ritu Maronitarum (trad. lat. de H. Denzinger, Ritus Orientalium, II, Würzburg, 1863, p. 161). Entre los padres pueden citarse: Teodoro Mops., In 1 Tim., 3, 8 (ed. Swete, II, pp. 119-121); Teodoretto, Quaestiones in Numeros, XVIII: PG 80, 372 b.
[61] Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. De Ecclesia, n. 28: AAS 57 (1965), p. 35.
[62] Cf. Juan XXIII, Encícl. Sacerdotii Nostri Primordia, del 1 de agosto de 1959: AAS 57 (1959), p. 576; S. Pío X, Exhortación al Clero Haerent animo, del 4 de agosto de 1908; S. Pío X, Acta, vol. IV (1908), p. 237 ss.
[63] Cf. Conc. Vat. II, Decreto De pastorali Episcoporum munere in Ecclesia, nn. 15 y 16.
[64] En el derecho establecido ya existe el Cabildo Catedral como "senado y consejo del obispo", CIC, c. 391; en su defecto, el Cuerpo de consultores diocesanos (cf. CIC, cc. 423-428). Es de desear, sin embargo, que se revisen tales instituciones para adaptarlas mejor a las circunstancias y necesidades actuales. Como se ve, este Cuerpo de presbíteros es distinto del Consejo pastoral de que se trata en el decreto Christus Dominus, sobre la función pastoral de los obispos en la Iglesia, n. 27, integrado también por los seglares, y al que atañe tan sólo el proveer sobre las obras pastorales. Sobre los presbíteros, como consejeros de los obispos, pueden verse las Didascalia, II, 28, 4 (ed. Funk, I, p. 108); también Const. Apostol., II, 28, 4 (ed. Funk, I, p. 109); S. Ignacio Mártir, Magn., 6, 1 (ed. Funk, p. 234, 10-16); Trall., 3, 1 (ed. Funk, p. 244, 10-12); Orígenes, Adv. Cetsum, 3, 30: "Los presbíteros son consejeros "boúletai"": PG 11, 957 d-960 a.
[65] S. Ignacio Mártir, Magn., 6, 1: "Os exhorto que procuréis hacerlo todo en la concordia de Dios, y los presbíteros, en lugar del senado apostólico, y mis diáconos queridos, a quienes se ha confiado el servicio de Jesucristo, que desde la eternidad estaba en el seno del Padre y se nos manifestó al fin" (ed. Funk, p. 234, 10-13); S. Ignacio Mártir, Trall., 3, 1: "De igual manera respeten todos a los diáconos como a Jesucristo, como al obispo, que es el representante del Padre, y a los presbíteros, como senado de Dios y consejo de los apóstoles: sin ellos no hay Iglesia" (ibíd., p. 244, 10-12); S. Ignacio Mártir, Magn., VI, 1; Philad., VIII, 1; San Jerónimo, In Isaiam, II, 3: PL 24, 61 A: "También nosotros tenemos en la Iglesia nuestro senado, el Cuerpo de presbíteros".
[66] Cf. Pablo VI, Allocutio, a los párrocos y cuaresmeros, en la Capilla Sixtina, el día 1 de marzo de 1965: AAS 57 (1965), p. 326.
[67] Cf. Const. Apostol., VIII, 47, 39: "Los presbíteros... no hagan nada sin el beneplácito del obispo, porque él es a quien ha sido confiado el pueblo de Dios y a quien se le pedirá cuenta de sus almas" (ed. Funk, p. 577).
Unión y cooperación fraterna entre los presbíteros
8. Los presbíteros, constituidos por la Ordenación en el Orden del Presbiterado, están unidos todos entre sí por la íntima fraternidad sacramental, y forman un presbiterio especial en la diócesis a cuyo servicio se consagran bajo el obispo propio. Porque aunque se entreguen a diversas funciones, desempeñan con todo un solo ministerio sacerdotal para los hombres. Para cooperar en esta obra son enviados todos los presbíteros, ya ejerzan el ministerio parroquial o interparroquial, ya se dediquen a la investigación o a la enseñanza, ya realicen trabajos manuales, participando, con la conveniente aprobación del ordinario, de la condición de los mismos obreros donde esto parezca útil; ya desarrollen, finalmente, otras obras apostólicas u ordenadas al apostolado. Todos tienden ciertamente a un mismo fin: a la edificación del Cuerpo de Cristo, que, sobre todo en nuestros días, exige múltiples trabajos y nuevas adaptaciones. Es de suma trascendencia, por tanto, que todos los presbíteros, diocesanos o religiosos, se ayuden mutuamente para ser siempre cooperadores de la verdad [68]. Cada uno está unido con los demás miembros de este presbiterio por vínculos especiales de caridad apostólica, de ministerio y de fraternidad: esto se expresa litúrgicamente ya desde los tiempos antiguos, al ser invitados los presbíteros asistentes a imponer sus manos sobre el nuevo elegido, juntamente con el obispo ordenante, y cuando concelebran la Sagrada Eucaristía unidos cordialmente. Cada uno de los presbíteros se une, pues, con sus hermanos por el vínculo de la caridad, de la oración y de la total cooperación, y de esta forma se manifiesta la unidad con que Cristo quiso que fueran consumados para que conozca el mundo que el Hijo fue enviado por el Padre [69].
Por lo cual, los que son de edad avanzada reciban a los jóvenes como verdaderos hermanos, ayúdenles en las primeras empresas y labores del ministerio, esfuércense en comprender su mentalidad, aunque difiera de la propia, y miren con benevolencia sus iniciativas. Los jóvenes, a su vez, respeten la edad y la experiencia de los mayores, pídanles consejo sobre los problemas que se refieren a la cura de las almas y colaboren gustosos.
Guiados por el espíritu fraterno, los presbíteros no olviden la hospitalidad [70], practiquen la beneficencia y la asistencia mutua [71], preocupándose sobre todo de los que están enfermos, afligidos, demasiado recargados de trabajos, aislados, desterrados de la patria, y de los que se ven perseguidos [72]. Reúnanse también gustosos y alegres para descansar, pensando en aquellas palabras con que el Señor invitaba, lleno de misericordia, a los apóstoles cansados: "Venid a un lugar desierto, y descansad un poco" (Mc., 6, 31). Además, a fin de que los presbíteros encuentren mutua ayuda en el cultivo de la vida espiritual e intelectual, puedan cooperar mejor en el ministerio y se libren de los peligros que pueden sobrevenir por la soledad, foméntese alguna especie de vida común o alguna conexión de vida entre ellos, que puede tomar formas variadas, según las diversas necesidades personales o pastorales; por ejemplo, vida en común, donde sea posible; de mesa común, o a lo menos de frecuentes y periódicas reuniones. También han de estimarse grandemente y ser diligentemente promovidas aquellas asociaciones que, con estatutos reconocidos por la competente autoridad eclesiástica, fomenten la santidad de los sacerdotes en el ejercicio del ministerio por medio de una adecuada ordenación de la vida, convenientemente aprobada, y por la fraternal ayuda, y de este modo intentan prestar un servicio a todo el orden de los presbíteros.
Finalmente, por razón de la misma comunión en el sacerdocio, siéntanse los presbíteros especialmente obligados para con aquellos que se encuentran en alguna dificultad; ayúdenles oportunamente como hermanos y aconséjenles discretamente, si es necesario. Manifiesten siempre caridad fraterna y magnanimidad para con los que fallaron en algo, pidan por ellos instantemente a Dios y muéstrenseles en realidad como hermanos y amigos.
[68] Cf. 2 Jn., 8.
[69] Cf. Jn., 17, 23.
[70] Cf. Hb., 13, 1-2.
[71] Cf. Hb., 13, 16.
[72] Cf. Mt., 5, 10.
Trato de los presbíteros con los seglares
9. Los sacerdotes del Nuevo Testamento, aunque por razón del Sacramento del Orden ejercen el ministerio de padre y de maestro, importantísimo y necesario en el pueblo y para el pueblo de Dios, sin embargo, son, juntamente con todos los fieles cristianos, discípulos del Señor, hechos partícipes de su reino por la gracia de Dios que llama [73]. Con todos los regenerados en la fuente del bautismo los presbíteros son hermanos entre los hermanos [74], puesto que son miembros de un mismo Cuerpo de Cristo, cuya edificación se exige a todos [75].
Los presbíteros, por tanto, deben presidir de forma que, buscando, no sus intereses, sino los de Jesucristo [76], trabajen juntamente con los fieles seglares y se porten entre ellos a imitación del Maestro, que entre los hombres "no vino a ser servido, sino a servir, y dar su vida en redención de muchos" (Mt., 20, 28). Reconozcan y promuevan sinceramente los presbíteros la dignidad de los seglares y la suya propia, y el papel que desempeñan los seglares en la misión de la Iglesia. Respeten asimismo cuidadosamente la justa libertad que todos tienen en la ciudad terrestre. Escuchen con gusto a los seglares, considerando fraternalmente sus deseos y aceptando su experiencia y competencia en los diversos campos de la actividad humana, a fin de poder reconocer juntamente con ellos los signos de los tiempos. Examinando los espíritus para ver si son de Dios [77], descubran con el sentido de la fe los multiformes carismas de los seglares, tanto los humildes como los más elevados; reconociéndolos con gozo y fomentándolos con diligencia. Entre los otros dones de Dios, que se hallan abundantemente en los fieles, merecen especial cuidado aquellos por los que no pocos son atraídos a una vida espiritual más elevada. Encomienden también confiadamente a los seglares trabajos en servicio de la Iglesia, dejándoles libertad y radio de acción, invitándolos incluso oportunamente a que emprendan sus obras por propia iniciativa [78].
Piensen, por fin, los presbíteros que están puestos en medio de los seglares para conducirlos a todos a la unidad de la caridad: "amándose unos a otros con amor fraternal, honrándose a porfía mutuamente" (Rom., 12, 10). Deben, por consiguiente, los presbíteros consociar las diversas inclinaciones de forma que nadie se sienta extraño en la comunidad de los fieles. Son defensores del bien común, del que tienen cuidado en nombre del obispo, y al propio tiempo defensores valientes de la verdad, para que los fieles no se vean arrastrados por todo viento de doctrina [79]. A su especial cuidado se encomiendan los que se retiraron de los Sacramentos, e incluso quizá desfallecieron en la fe; no dejen de llegarse a ellos, como buenos pastores.
Atendiendo a las normas del ecumenismo [80], no se olvidarán de los hermanos que no disfrutan de una plena comunión eclesiástica con nosotros.
Tendrán, por fin, como encomendados a sus cuidados a todos los que no conocen a Cristo como a su Salvador.
Los fieles cristianos, por su parte, han de sentirse obligados para con sus presbíteros, y por ello han de profesarles un amor filial, como a sus padres y pastores; y al mismo tiempo, siendo partícipes de sus desvelos, ayuden a sus presbíteros cuanto puedan con su oración y su trabajo, para que éstos logren superar convenientemente sus dificultades y cumplir con más provecho sus funciones [81].
[73] Cf. 1 Tes., 2, 12; Col., 1, 13.
[74] Cf. Mt. 23, 8; Pablo VI, Encícl. Ecclesiam suam, del 6 de agosto de 1964: AAS 58 (1964), p. 647: "Hace falta hacerse hermano de los hombres en el momento mismo que queremos ser sus pastores, padres y maestros".
[75] Cf. Ef., 4, 7, 16; Const. Apostol., VII, 1, 20 (ed. Funk, I, p. 467): "No se haga valer el obispo sobre los diáconos o presbíteros, ni los presbíteros sobre el pueblo, porque el conjunto del gremio resulta de ambos elementos".
[76] Cf. Fil., 2, 21.
[77] Cf. 1 Jn., 4, 1.
[78] Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. De Ecclesia, n. 37: AAS 57 (1965), pp. 42-43.
[79] Cf. Ef., 4, 14.
[80] Cf. Conc. Vat. II, Decr. De Oecumenismo: AAS (1965, pp. 90 ss.)
III. DISTRIBUCIÓN DE LOS PRESBÍTEROS Y VOCACIONES SACERDOTALES
10. El don espiritual que recibieron los presbíteros en la ordenación no los dispone para una misión limitada y restringida, sino para una misión amplísima y universal de salvación "hasta los extremos de la tierra" (Act., 1, 8), porque cualquier ministerio sacerdotal participa de la misma amplitud universal de la misión confiada por Cristo a los apóstoles. Pues el sacerdocio de Cristo, de cuya plenitud participan verdaderamente los presbíteros, se dirige por necesidad a todos los pueblos y a todos los tiempos, y no se coarta por límites de sangre, de nación o de edad, como ya se significa de una manera misteriosa en la figura de Melquisedec [82]. Piensen, por tanto, los presbíteros que deben llevar en el corazón la solicitud de todas las iglesias. Por lo cual, los presbíteros de las diócesis más ricas en vocaciones han de mostrarse gustosamente dispuestos a ejercer su ministerio, con el beneplácito o el ruego del propio ordinario, en las regiones, misiones u obras afectadas por la carencia de clero.
Revísense además las normas sobre la incardinación y excardinación, de forma que, permaneciendo firme esta antigua disposición, respondan mejor a las necesidades pastorales del tiempo. Y donde lo exija la consideración del apostolado, háganse más factibles, no sólo la conveniente distribución de los presbíteros, sino también las obras pastorales peculiares a los diversos grupos sociales que hay que llevar a cabo en alguna región o nación, o en cualquier parte de la tierra. Para ello, pues, pueden establecerse útilmente algunos seminarios internacionales, diócesis peculiares o prelaturas personales y otras providencias por el estilo, en las que puedan entrar o incardinarse los presbíteros para el bien común de toda la Iglesia, según módulos que hay que determinar para cada caso, quedando siempre a salvo los derechos de los ordinarios del lugar.
Sin embargo, en cuanto sea posible, no se envíen aislados los presbíteros a una región nueva, sobre todo si aún no conocen bien la lengua y las costumbres, sino de dos en dos, o de tres en tres, a la manera de los discípulos de Cristo [83], para que se ayuden mutuamente. Es necesario también prestar un cuidado exquisito a su vida espiritual y a su salud de la mente y del cuerpo; y en cuanto sea posible, prepárense para ellos lugares y condiciones de trabajo conformes con la idiosincrasia de cada uno. Es también muy conveniente que todos los que se dirigen a una nueva nación procuren conocer cabalmente, no sólo la lengua de aquel lugar, sino también la índole psicológica y social característica de aquel pueblo al que quieren servir humildemente, uniéndose con él cuanto mejor puedan, de forma que imiten el ejemplo del apóstol Pablo, que pudo decir de sí mismo: "Pues siendo del todo libre, me hice siervo de todos, para ganarlos a todos. Y me hago judío con los judíos, para ganar a los judíos" (1 Cor., 9, 19-20).
[82] Cf. Hb., 7, 3.
[83] Cf. Lc., 10, 1.
Atención de los presbíteros a las vocaciones sacerdotales
11. El Pastor y Obispo de nuestras almas [84] constituyó su Iglesia de forma que el Pueblo que eligió y adquirió con su sangre [85]debía tener sus sacerdotes siempre, y hasta el fin del mundo, para que los cristianos no estuvieran nunca como ovejas sin pastor [86]. Conociendo los apóstoles este deseo de Cristo, por inspiración del Espíritu Santo, pensaron que era obligación suya elegir ministros "capaces de enseñar a otros" (2 Tim., 2, 2). Oficio que ciertamente pertenece a la misión sacerdotal misma, por lo que el presbítero participa en verdad de la solicitud de toda la Iglesia para que no falten nunca operarios al Pueblo de Dios aquí en la tierra. Pero, ya que "hay una causa común entre el piloto de la nave y el navío..." [87], enséñese a todo el pueblo cristiano que tiene obligación de cooperar de diversas maneras, por la oración perseverante y por otros medios que estén a su alcance [88], a fin de que la Iglesia tenga siempre los sacerdotes necesarios para cumplir su misión divina. Ante todo, preocúpense los presbíteros de exponer a los fieles, por el ministerio de la palabra y con el testimonio propio de su vida, que manifieste abiertamente el espíritu de servicio y el verdadero gozo pascual, la excelencia y necesidad del sacerdocio; y de ayudar a los que prudentemente juzgaren idóneos para tan gran ministerio, sean jóvenes o adultos, sin escatimar preocupaciones ni molestias, para que se preparen convenientemente y, por tanto, puedan ser llamados algún día por el obispo, salva la libertad interna y externa de los candidatos. Para lograr este fin es muy importante la diligente y prudente dirección espiritual. Los padres y los maestros, y todos aquellos a quienes atañe de cualquier manera la formación de los niños y de los jóvenes, edúquenlos de forma que, conociendo la solicitud del Señor por su rebaño y considerando las necesidades de la Iglesia, estén preparados a responder generosamente con el profeta al Señor, si los llama: "Heme aquí, envíame" (Is., 6, 8). No hay, sin embargo, que esperar que esta voz del Señor que llama llegue a los oídos del futuro presbítero de una forma extraordinaria. Más bien hay que captarla y juzgarla por las señales ordinarias con que a diario conocen la voluntad de Dios los cristianos prudentes; señales que los presbíteros deben considerar con mucha atención [89].
A ellos se recomienda encarecidamente las obras de las vocaciones, ya diocesanas, ya nacionales [90]. Es necesario que en la predicación, en la catequesis, en la prensa se declaren elocuentemente las necesidades de la Iglesia, tanto local como universal; se expongan a la luz del día el sentido y la dignidad del ministerio sacerdotal, puesto que en él se entreveran tantos trabajos con tantas satisfacciones, y en el cual, sobre todo, como enseñan los padres, puede darse a Cristo el máximo testimonio del amor [91].
[84] Cf. 1 Pedr., 2, 25.
[85] Cf. Act., 20, 28.
[86] Cf. Mt., 9, 36.
[87] Pontificale Romanum, Ordenación del presbítero.
[88] Cf. Conc. Vat. II, Decr. De institutione Sacerdotali, n. 2.
[89] Cf. Pablo VI, Exhortatio, habida el 5 de mayo de 1965: L'Osservatore Romano, 6-V-65, p. 1: "La voz de Dios que llama se expresa de dos formas diversas, maravillosas y convergentes: una interior, la de la gracia, la del Espíritu Santo, la de la inefable atracción interior de la "voz silenciosa" y potente del Señor ejercida en las insondables profundidades del alma humana, y otra exterior, humana, sensible, social, jurídica, concreta, la del ministro cualificado de la palabra de Dios, la del apóstol, la de la jerarquía, instrumento indispensable instituido y querido por Cristo, como vehículo encargado de traducir en lenguaje experimental el mensaje del Verbo y del precepto divino. Así enseña con S. Pablo la doctrina católica: ¿Cómo oirán, si no hay quien les predique?... La fe viene por la predicación" (Rom., 14 y 17).
[90] Cf. Conc. Vat. II, Decreto sobre la Formación sacerdotal, n. 2.
[91] Esto enseñan los padres cuando explican las palabras de Cristo a Pedro: "¿Me amas...? Apacienta mis ovejas" (Jn., 21, 17); así S. Juan Crisóstomo, De Sacerdotio, II, 1-2; PG 47-48, 633; San Gregorio Magno, Reg. Past. Liber, P. I., c. 5: PL 77, 19 a.
CAPÍTULO III. LA VIDA DE LOS PRESBÍTEROS
I. VOCACIÓN DE LOS PRESBÍTEROS A LA PERFECCIÓN
12. Por el Sacramento del Orden los presbíteros se configuran con Cristo Sacerdote, como miembros con la Cabeza, para la estructuración y edificación de todo su Cuerpo, que es la Iglesia, como cooperadores del orden episcopal. Ya en la consagración del bautismo, como todos los fieles cristianos, recibieron ciertamente la señal y el don de tan gran vocación y gracia para sentirse capaces y obligados, en la misma debilidad humana [92], a seguir la perfección, según la palabra del Señor: "Sed, pues, perfectos, como perfecto es vuestro Padre celestial" (Mt., 5, 48). Los sacerdotes están obligados especialmente a adquirir aquella perfección, puesto que, consagrados de una forma nueva a Dios en la recepción del Orden, se constituyen en instrumentos vivos del Sacerdote Eterno para poder proseguir, a través del tiempo, su obra admirable, que reintegró, con divina eficacia, todo el género humano [93]. Puesto que todo sacerdote representa a su modo la persona del mismo Cristo, tiene también, al mismo tiempo que sirve a la plebe encomendada y a todo el pueblo de Dios, la gracia singular de poder conseguir más aptamente la perfección de Aquel cuya función representa, y la de que sane la debilidad de la carne humana la santidad del que por nosotros fue hecho Pontífice "santo, inocente, inmaculado, apartado de los pecadores" (Hb., 7, 26).
Cristo, a quien el Padre santificó o consagró y envió al mundo [94], "se entregó por nosotros para rescatarnos de toda iniquidad, y adquirirse un pueblo propio y aceptable, celador de obras buenas" (Tit., 2, 14), y así, por su pasión, entró en su gloria [95]; semejantemente los presbíteros, consagrados por la unción del Espíritu Santo y enviados por Cristo, mortifican en sí mismos las tendencias de la carne y se entregan totalmente al servicio de los hombres, y de esta forma pueden caminar hacia el varón perfecto [96], en la santidad con que han sido enriquecidos en Cristo.
Así, pues, ejerciendo el ministerio del Espíritu y de la justicia [97], se fortalecen en la vida del Espíritu, con tal que sean dóciles al Espíritu de Cristo, que los vivifica y conduce. Pues ellos se ordenan a la perfección de la vida por las mismas acciones sagradas que realizan cada día, como por todo su ministerio, que ejercitan en unión con el obispo y con los presbíteros. Mas la santidad de los presbíteros contribuye poderosamente al cumplimiento fructuoso del propio ministerio, porque aunque la gracia de Dios puede realizar la obra de la salvación, también por medio de ministros indignos, sin embargo, Dios prefiere, por ley ordinaria, manifestar sus maravillas por medio de quienes, hechos más dóciles al impulso y guía del Espíritu Santo, por su íntima unión con Cristo y su santidad de vida, pueden decir con el apóstol: "Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí" (Gal., 2, 20).
Por lo cual, este Sagrado Concilio, para conseguir sus propósitos pastorales de renovación interna de la Iglesia, de difusión del Evangelio en todo el mundo y de diálogo con el mundo actual, exhorta vehementemente a todos los sacerdotes a que, usando los medios oportunos recomendados por la Iglesia [98], aspiren siempre hacia una santidad cada vez mayor, con la que de día en día se conviertan en ministros más aptos para el servicio de todo el Pueblo de Dios.
[92] Cf. 2 Cor., 12, 9.
[93] Cf. Pío XI, Encícl. Ad catholici sacerdotii, del 20 de diciembre de 1935: AAS 28 (1936), p. 10.
[94] Cf. Jn., 10, 36.
[95] Cf. Lc., 24, 26.
[96] Cf. Ef., 4, 13.
[97] Cf. 2 Cor., 3, 8-9.
[98] Cf. entre otros documentos: S. Pío X, Exhort. al clero Haerent animo, del 4 de agosto de 1908: Acta Pii X, vol. IV (1908), p. 237 ss.; Pío XI, Encicl. Ad catholici sacerdotii, l. c., p. 5 ss.; Pío XII, Exhortación apostólica Menti nostrae, del 23 de setiembre de 1950: AAS 42 (1950), p. 657 ss.; Juan XXIII, Encícl. Sacerdotii nostri primordia, del 1 de agosto de 1959: AAS 51 (1959), p. 545 ss.
El ejercicio de la triple función sacerdotal requiere y favorece a un tiempo la santidad
13. Los presbíteros conseguirán propiamente la santidad ejerciendo sincera e infatigablemente en el Espíritu de Cristo su triple función.
Por ser ministros de la palabra de Dios, leen y escuchan diariamente la palabra divina que deben enseñar a otros; y si al mismo tiempo procuran recibirla en sí mismos, irán haciéndose discípulos del Señor cada vez más perfectos, según las palabras del apóstol Pablo a Timoteo: "Esta sea tu ocupación, éste tu estudio: de manera que tu aprovechamiento sea a todos manifiesto. Vela sobre ti, atiende a la enseñanza: insiste en ella. Haciéndolo así te salvarás a ti mismo y a los que te escuchan" (1 Tim., 4, 15-16). Pues pensando cómo pueden explicar mejor lo que ellos han contemplado [99], saborearán más a fondo "las insondables riquezas de Cristo" (Ef., 3, 8) y la multiforme sabiduría de Dios [100]. Teniendo presente que es el Señor quien abre los corazones [101] y que la excelencia no procede de ellos mismos, sino del poder de Dios [102], en el momento de proclamar la palabra se unirán más íntimamente a Cristo Maestro y se dejarán guiar por su Espíritu. Así, uniéndose con Cristo, participan de la caridad de Dios, cuyo misterio, oculto desde los siglos [103], ha sido revelado en Cristo.
Como ministros sagrados, sobre todo en el Sacrificio de la Misa, los presbíteros ocupan especialmente el lugar de Cristo, que se sacrificó a sí mismo para santificar a los hombres; y por eso son invitados a imitar lo que administran; ya que celebran el misterio de la muerte del Señor, procuren mortificar sus miembros de vicios y concupiscencias [104]. En el misterio del Sacrificio Eucarístico, en que los sacerdotes desempeñan su función principal, se realiza continuamente la obra de nuestra redención [105], y, por tanto, se recomienda con todas las veras su celebración diaria, la cual, aunque no pueda obtenerse la presencia de los fieles, es una acción de Cristo y de la Iglesia [106]. Así, mientras los presbíteros se unen con la acción de Cristo Sacerdote, se ofrecen todos los días enteramente a Dios, y mientras se nutren del Cuerpo de Cristo, participan cordialmente de la caridad de Quien se da a los fieles como pan eucarístico. De igual forma se unen con la intención y con la caridad de Cristo en la administración de los Sacramentos, especialmente cuando para la administración del Sacramento de la Penitencia se muestran enteramente dispuestos, siempre que los fieles lo piden razonablemente. En el rezo del Oficio divino prestan su voz a la Iglesia, que persevera en la oración, en nombre de todo el género humano, juntamente con Cristo, que "vive siempre para interceder por nosotros" (Hb., 7, 25).
Rigiendo y apacentando el Pueblo de Dios, se ven impulsados por la caridad del Buen Pastor a entregar su vida por sus ovejas [107], preparados también para el sacrificio supremo, siguiendo el ejemplo de los sacerdote que incluso en nuestros días no han rehusado entregar su vida; siendo educadores en la fe, y teniendo ellos mismos "firme esperanza de entrar en el santuario en virtud de la sangre de Cristo" (Hb., 10, 19), se acercan a Dios "con sincero corazón en la plenitud de la fe" (Hb., 10, 22); y robustecen la esperanza firme respecto de sus fieles [108], para poder consolar a los que se hallan atribulados, con el mismo consuelo con que Dios los consuela a ellos mismos [109]; como rectores de la comunidad, cultivan la ascesis propia del pastor de las almas, dando de mano a las ventajas propias, no buscando sus conveniencias, sino la de muchos, para que se salven [110], progresando siempre hacia el cumplimiento más perfecto del deber pastoral, y cuando es necesario, están dispuestos a emprender nuevos caminos pastorales, guiados por el Espíritu del amor, que sopla donde quiere [111].
[99] Cf. Santo Tomás, Summa Theol., II-II, q. 188, a. 7.
[100] Cf. Hb., 3, 9-10.
[101] Cf. Act., 16, 14.
[102] Cf. 2 Cor., 4, 7.
[103] Cf. Ef., 3, 9.
[104] Cf. Pont. Rom., "De Ordinatione Presbyteri".
[105] Cf. Missale Romanum, Oración sobre la oblata del domingo 9 después de Pentecostés.
[106] Cf. Pablo VI, Encícl. Mysterium Fidei, del 3 de setiembre de 1965: AAS 57 (1965), pp. 761-762: "Porque toda misa, aun la celebrada privadamente por un sacerdote, no es privada, sino acción de Cristo y de la Iglesia, la cual en el sacrificio que ofrece aprende a ofrecerse a sí misma como sacrificio universal, y aplica a la salvación del mundo entero la única e infinita eficacia redentora del sacrificio de la cruz. Pues cada misa que se celebra se ofrece, no sólo por la salvación de algunos, sino por la salvación de todo el mundo... Por tanto, paternalmente y con insistencia, recomendamos a los sacerdotes, que de un modo particular constituyen nuestro gozo y nuestra corona en el Señor, que... celebren todos los días la misa digna y devotamente"; Conc. Vat. II, Const. De Sacra Liturgia: AAS 56 (1964), p. 107.
[107] Cf. Jn., 10, 11.
[108] Cf. 2 Cor., 1, 7.
[109] Cf. 2 Cor., 1, 4.
[110] Cf. 1 Cor., 10, 33.
[111] Cf. Jn., 3, 8.
Unidad y armonía de la vida de los presbíteros
14. Siendo en el mundo moderno tantos los cargos que deben desempeñar los hombres y tanta la diversidad de los problemas, que los angustian y que muchas veces tienen que resolver precipitadamente, no es raro que se vean en peligro de desparramarse en mil preocupaciones. Y los presbíteros, implicados y distraídos en las muchas obligaciones de su ministerio, no pueden pensar sin angustia cómo lograr la unidad de su vida interior con la magnitud de la acción exterior. Esta unidad de la vida no la pueden conseguir ni la ordenación meramente externa de la obra del ministerio, ni la sola práctica de los ejercicios de piedad, por mucho que la ayuden. La pueden organizar, en cambio, los presbíteros, imitando en el cumplimiento de su ministerio el ejemplo de Cristo Señor, cuyo alimento era cumplir la voluntad de Aquel que le envió a completar su obra [112].
En realidad, Cristo, para cumplir indefectiblemente la misma voluntad del Padre en el mundo por medio de la Iglesia, obra por sus ministros, y por ello continúa siendo siempre principio y fuente de la unidad de su vida. Por consiguiente, los presbíteros conseguirán la unidad de su vida uniéndose a Cristo en el conocimiento de la voluntad del Padre y en la entrega de sí mismos por el rebaño que se les ha confiado [113]. De esta forma, desempeñando el papel del Buen Pastor, en el mismo ejercicio de la caridad pastoral encontrarán el vínculo de la perfección sacerdotal que reduce a unidad su vida y su actividad. Esta caridad pastoral [114] fluye sobre todo del Sacrificio Eucarístico, que se manifiesta por ello como centro y raíz de toda la vida del presbítero, de suerte que lo que se efectúa en el altar lo procure reproducir en sí el alma del sacerdote. Esto no puede conseguirse si los mismos sacerdotes no penetran cada vez más íntimamente, por la oración, en el misterio de Cristo.
Para poder verificar concretamente la unidad de su vida, consideren todos sus proyectos, procurando conocer cuál es la voluntad de Dios [115]; es decir, la conformidad de los proyectos con las normas de la misión evangélica de la Iglesia. Porque no puede separarse la fidelidad para con Cristo de la fidelidad para con la Iglesia. La caridad pastoral pide que los presbíteros, para no correr en vano [116], trabajen siempre en vínculo de unión con los obispos y con otros hermanos en el sacerdocio. Obrando así hallarán los presbíteros la unidad de la propia vida en la misma unidad de la misión de la Iglesia, y de esta suerte se unirán con su Señor, y por El con el Padre, en el Espíritu Santo, a fin de llenarse de consuelo y de rebosar de gozo [117].
[112] Cf. Jn., 4, 34.
[113] Cf. 1 Jn., 3, 16.
[114] "El apacentar la grey del Señor es una función de amor" S. Agustín, Tract. in Joan., 123, 5: PL 35 (1967).
[115] Cf. Rom., 12, 2.
[116] Cf. Gal., 2, 12.
[117] Cf. 2 Cor., 7, 4.
II. EXIGENCIAS ESPIRITUALES CARACTERÍSTICAS EN LA VIDA DE LOS PRESBÍTEROS
Humildad y obediencia
15. Entre las virtudes principalmente requeridas en el ministerio de los presbíteros hay que contar aquella disposición de alma por la que están siempre preparados a buscar, no su voluntad, sino la voluntad de quien los envió [118]. Porque la obra divina, para cuya realización los tomó el Espíritu Santo [119], trasciende todas las fuerzas humanas y la sabiduría de los hombres, pues "Dios eligió los débiles del mundo para confundir a los fuertes" (1 Cor., 1, 27). Conociendo, pues, su propia debilidad, el verdadero ministro de Cristo trabaja con humildad, buscando lo que es grato a Dios [120], y como encadenado por el Espíritu [121], es llevado en todo por la voluntad de quien desea que todos los hombres se salven; voluntad que puede descubrir y cumplir en los quehaceres diarios, sirviendo humildemente a todos los que Dios le ha confiado, en el ministerio que se le ha entregado y en los múltiples acontecimientos de su vida.
Pero como el ministerio sacerdotal es el ministerio de la misma Iglesia, no puede efectuarse más que en la comunión jerárquica de todo el cuerpo. La caridad pastoral urge, pues, a los presbíteros que, actuando en esta comunión, consagren su voluntad propia por la obediencia al servicio de Dios y de los hermanos, recibiendo con espíritu de fe y cumpliendo los preceptos y recomendaciones emanadas del Sumo Pontífice, del propio obispo y de otros superiores; gastándose y agotándose de buena gana [122] en cualquier servicio que se les haya confiado, por humilde y pobre que sea. De esta forma guardan y reafirman la necesaria unidad con sus hermanos en el ministerio, y sobre todo con los que el Señor constituyó en rectores visibles de su Iglesia, y obran para la edificación del Cuerpo de Cristo, que crece "por todos los ligamentos que lo nutren" [123]. Esta obediencia, que conduce a la libertad más madura de los hijos de Dios, exige por su naturaleza que, mientras movidos por la caridad, los presbíteros, en el cumplimiento de su cargo, investigan prudentemente nuevos caminos para el mayor bien de la Iglesia, propongan confiadamente sus proyectos y expongan instantemente las necesidades del rebaño a ellos confiado, dispuestos siempre a acatar el juicio de quienes desempeñan la función principal en el régimen de la Iglesia de Dios.
Los presbíteros, con esta humildad y esta obediencia responsable y voluntaria, se asemejan a Cristo, sintiendo en sí lo que en Cristo Jesús, que "se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo..., hecho obediente hasta la muerte" (Fil., 2, 7-9). Y con esta obediencia venció y reparó la desobediencia de Adán, como atestigua el apóstol: "Por la desobediencia de un hombre muchos fueron hechos pecadores; así también, por la obediencia de uno muchos serán hechos justos" (Rom., 5, 19).
[118] Cf. Jn., 4, 34; 5, 30; 6, 38.
[119] Cf. Act., 135, 2.
[120] Cf. Ef., 5, 10.
[121] Act., 20, 22.
[122] Cf. 2 Cor., 12, 15.
[123] Cf. Ef., 4, 11-16.
Hay que abrazar el celibato y apreciarlo como una gracia
16. La perfecta y perpetua continencia por el reino de los cielos, recomendada por nuestro Señor [124], aceptada con gusto y observada plausiblemente en el decurso de los siglos e incluso en nuestros días por no pocos fieles cristianos, siempre ha sido tenida en gran aprecio por la Iglesia, especialmente para la vida sacerdotal. Porque es al mismo tiempo emblema y estímulo de la caridad pastoral y fuente peculiar de la fecundidad espiritual en el mundo [125]. No es exigida ciertamente por la naturaleza misma del sacerdocio, como aparece por la práctica de la Iglesia primitiva [126] y por la tradición de las Iglesias orientales, en donde, además de aquellos que con todos los obispos eligen el celibato como un don de la gracia, hay también presbíteros beneméritos casados; pero al tiempo que recomienda el celibato eclesiástico, este Santo Concilio no intenta en modo alguno cambiar la distinta disciplina que rige legítimamente en las Iglesias orientales, y exhorta amabilísimamente a todos los que recibieron el presbiterado en el matrimonio a que, perseverando en la santa vocación, sigan consagrando su vida plena y generosamente al rebaño que se les ha confiado [127].
Pero el celibato tiene mucha conformidad con el sacerdocio. Porque toda la misión del sacerdote se dedica al servicio de la nueva humanidad, que Cristo, vencedor de la muerte, suscita en el mundo por su Espíritu, y que trae su origen "no de la sangre, ni de la voluntad carnal, ni de la voluntad de varón, sino de Dios" (Jn. 1, 13). Los presbíteros, pues, por la virginidad o celibato conservado por el reino de los cielos [128], se consagran a Cristo de una forma nueva y exquisita, se unen a El más fácilmente con un corazón indiviso [129], se dedican más libremente en El y por El al servicio de Dios y de los hombres, sirven más expeditamente a su reino y a la obra de regeneración sobrenatural, y con ello se hacen más aptos para recibir ampliamente la paternidad en Cristo. De esta forma, pues, manifiestan delante de los hombres que quieren dedicarse al ministerio que se les ha confiado, es decir, de desposar a los fieles con un solo varón, y de presentarlos a Cristo como una virgen casta [130], y con ello evocan el misterioso matrimonio establecido por Dios, que ha de manifestarse plenamente en el futuro, por el que la Iglesia tiene a Cristo como Esposo único [131]. Se constituyen, además, en señal viva de aquel mundo futuro, presente ya por la fe y por la caridad, en que los hijos de la resurrección no tomarán maridos ni mujeres [132].
Por estas razones, fundadas en el misterio de Cristo y en su misión, el celibato, que al principio se recomendaba a los sacerdotes, fue impuesto por ley después en la Iglesia Latina a todos los que eran promovidos al Orden sagrado. Este Santo Concilio aprueba y confirma esta legislación en cuanto se refiere a los que se destinan para el presbiterado, confiando en el Espíritu que el don del celibato, tan conveniente al sacerdocio del Nuevo Testamento, les será generosamente otorgado por el Padre, con tal que se lo pidan con humildad y constancia los que por el sacramento del Orden participan del sacerdocio de Cristo, más aún, toda la Iglesia. Exhorta también este Sagrado Concilio a los presbíteros que, confiados en la gracia de Dios, recibieron libremente el sagrado celibato según el ejemplo de Cristo, a que, abrazándolo con magnanimidad y de todo corazón, y perseverando en tal estado con fidelidad, reconozcan el don excelso que el Padre les ha dado y que tan claramente ensalza el Señor [133], y pongan ante su consideración los grandes misterios que en él se expresan y se verifican. Cuando más imposible les parece a no pocas personas la perfecta continencia en el mundo actual, con tanto mayor humildad y perseverancia pedirán los presbíteros, juntamente con la Iglesia, la gracia de la fidelidad, que nunca ha sido negada a quienes la piden, sirviéndose también, al mismo tiempo, de todas las ayudas sobrenaturales y naturales, que todos tienen a su alcance. No dejen de seguir las normas, sobre todo las ascéticas, que la experiencia de la Iglesia aprueba, y que no son menos necesarias en el mundo actual. Ruega, por tanto, este Sagrado Concilio, no sólo a los sacerdotes, sino también a todos los fieles, que aprecien cordialmente este precioso don del celibato sacerdotal, y que pidan todos a Dios que El conceda siempre abundantemente ese don a su Iglesia.
[124] Cf. Mt., 19, 12.
[125] Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. De Ecclesia, n. 42: AAS 57 91965), pp. 47-49.
[126] Cf. 1 Tim., 3, 2-5; Tit., 1, 6.
[127] Cf. Pío XI, Encícl. Ad catholici sacerdocii, del 20 de diciembre de 1935: AAS 28 (1936), p. 28.
[128] Cf. Mt., 19, 12.
[129] Cf. 1 Cor., 7, 32-34.
[130] Cf. 2 Cor., 11, 2.
[131] Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. De Ecclesia, nn. 42 y 44: AAS 57 (1965), pp. 47-49 y 50-51; Decreto De accommodata renovatione vitae religiosae, n. 12.
[132] Cf. Lc., 20, 35-36; Pío XI, Encícl. Ad catholici sacerdotii, l. c., pp. 24-28; Pío XII, Encícl. Sacra Virginitas, del 25 de marzo de 1954: AAS 46 (1954), pp. 169-172.
[133] Cf. Mt., 19, 11.
Posición respecto al mundo y los bienes terrenos, y pobreza voluntaria
17. Por la amigable y fraterna convivencia mutua y con los demás hombres, pueden aprender los presbíteros a cultivar los valores humanos y a apreciar los bienes creados como dones de Dios. Aunque viven en el mundo, sepan siempre, sin embargo, que ellos no son del mundo, según la sentencia del Señor, nuestro Maestro [134]. Disfrutando, pues, del mundo como si no disfrutasen [135], llegarán a la libertad de los que, libres de toda preocupación desordenada, se hacen dóciles para oír la voz divina en la vida ordinaria. De esta libertad y docilidad emana la discreción espiritual con que se halla la recta postura frente al mundo y a los bienes terrenos. Postura de gran importancia para los presbíteros, porque la misión de la Iglesia se desarrolla en medio del mundo, y porque los bienes creados son enteramente necesarios para el provecho personal del hombre. Agradezcan, pus, todo lo que el Padre celestial les concede para vivir convenientemente. Es necesario, con todo, que examinen a la luz de la fe todo lo que se les presenta, para usar de los bienes según la voluntad de Dios y dar de mano a todo cuanto obstaculiza su misión.
Pues los sacerdotes, ya que el Señor es su "porción y herencia" (núms. 18, 20), deben usar los bienes temporales tan sólo para los fines a los que pueden lícitamente destinarlos, según la doctrina de Cristo Señor y la ordenación de la Iglesia.
Los bienes eclesiásticos propiamente dichos, según su naturaleza, deben administrarlos los sacerdotes según las normas de las leyes eclesiásticas, con la ayuda, en cuanto sea posible, de expertos seglares, y destinarlos siempre a aquellos fines para cuya consecución es lícito a la Iglesia poseer bienes temporales, esto es, para el mantenimiento del culto divino, para procurar la honesta sustentación del clero y para realizar las obras del sagrado apostolado o de la caridad, sobre todo con los necesitados [136]. En cuanto a los bienes que recaban con ocasión del ejercicio de algún oficio eclesiástico, salvo el derecho particular [137], los presbíteros, lo mismo que los obispos, aplíquenlos, en primer lugar, a su honesto sustento y a la satisfacción de las exigencias de su propio estado; y lo que sobre, sírvanse destinarlo para el bien de la Iglesia y para obras de caridad. No tengan, por consiguiente, el beneficio como una ganancia, ni empleen sus emolumentos para engrosar su propio caudal [138]. Por ello los sacerdotes, teniendo el corazón despegado de las riquezas [139], han de evitar siempre toda clase de ambición y abstenerse cuidadosamente de toda especie de comercio.
Más aún, siéntanse invitados a abrazar la pobreza voluntaria, para asemejarse más claramente a Cristo y estar más dispuestos para el ministerio sagrado. Porque Cristo, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, para que fuéramos ricos con su pobreza [140]. Y los apóstoles manifestaron, con su ejemplo, que el don gratuito de Dios hay que distribuirlo gratuitamente [141], sabiendo vivir en la abundancia y pasar necesidad [142]. Pero incluso una cierta comunidad de bienes, a semejanza de la que se alaba en la historia de la Iglesia primitiva [143], prepara muy bien el terreno para la caridad pastoral; y por esa forma de vida pueden los presbíteros practicar laudablemente el espíritu de pobreza que Cristo recomienda.
Guiados, pues, por el Espíritu del Señor, que ungió al Salvador y lo envió a evangelizar a los pobres [144], los presbíteros, y lo mismo los obispos, mucho más que los restantes discípulos de Cristo, eviten todo cuanto pueda alejar de alguna forma a los pobres, desterrando de sus cosas toda clase de vanidad. Dispongan su morada de forma que a nadie esté cerrada, y que nadie, incluso el más pobre, recele frecuentarla.
[134] Cf. Jn., 17, 14-16.
[135] Cf. 1 Cor., 7, 31.
[136] Conc. Antioch., can. 25, Mansi, 1328; Decretum Gratiani, c. 23, C. 12, q. 1.
[137] Esto se entiende sobre todo de los derechos y costumbres vigentes en las Iglesias orientales.
[138] Conc. Paris., a. 829, can. 15: M. G. H., Sect. III, Concilia, t. 2, pars 6, 622; Conc. Trident., Sess. XXV, De reform., cap. I.
[139] Cf. Ps., 62, 11, Vg., 61.
[140] Cf. 2 Cor., 8, 9.
[141] Cf. Act., 8, 18-25.
[142] Cf. Fil., 4, 12.
[143] Cf. Act., 2, 42-47.
[144] Cf. Lc., 4, 18.
III. RECURSOS PARA LA VIDA DE LOS PRESBÍTEROS
Recursos para fomentar la vida espiritual
18. Para que los presbíteros puedan fomentar la unión con Cristo en todas las circunstancias de la vida, además del ejercicio consciente de su ministerio, cuentan con los medios comunes y particulares, nuevos y antiguos, que nunca deja de suscitar en el pueblo de Dios el Espíritu Santo, y que la Iglesia recomienda, e incluso manda alguna vez, para la santificación de sus miembros [145]. Entre todas las ayudas espirituales sobresalen los actos con que los cristianos se nutren de la palabra de Dios en la doble mesa de la Sagrada Escritura y de la Eucaristía [146]; a nadie se oculta cuánta trascendencia tiene su participación asidua para la santificación propia de los presbíteros.
Los ministros de la gracia sacramental se unen íntimamente a Cristo Salvador y Pastor por la fructuosa recepción de los sacramentos, sobre todo en la frecuente acción sacramental de la Penitencia, puesto que, preparada con el examen diario de conciencia, favorece tantísimo la necesaria conversión del corazón al amor del Padre de las misericordias. A la luz de la fe, nutrida con la lectura divina, pueden buscar cuidadosamente las señales de la voluntad divina y los impulsos de su gracia en los varios aconteceres de la vida, y hacerse, con ello, más dóciles cada día para su misión recibida en el Espíritu Santo. En la Santísima Virgen María encuentran siempre un ejemplo admirable de esta docilidad, pues ella, guiada por el Espíritu Santo, se entregó totalmente al misterio de la redención de los hombres [147]; veneren y amen los presbíteros con filial devoción y veneración a esta Madre del Sumo y Eterno Sacerdote, Reina de los Apóstoles y auxilio de su ministerio.
Para cumplir con fidelidad su ministerio, gusten cordialmente el coloquio divino con Cristo Señor en la visita y en el culto personal de la Sagrada Eucaristía; practiquen gustosos el retiro espiritual y aprecien mucho la dirección espiritual. De muchas maneras, especialmente por la recomendada oración mental y variadas fórmulas de oraciones, que eligen a su gusto, los presbíteros buscan y piden instantemente a Dios el verdadero espíritu de oración con que ellos mismos, juntamente con la plebe que se les ha confiado, se unen íntimamente con Cristo Mediador del Nuevo Testamento, y así pueden clamar como hijos de adopción: "Abba, Padre" (Rom., 8, 15).
[145] Cf. CIC., can. 125 ss.
[146] Cf. Conc. Vat. II, Decr. De accommodata renovatione vitae religiosae, n. 6; Const. dogm. De Divina Revelatione, n. 21.
[147] Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. De Ecclesia, n. 65: AAS 57 (1965), pp. 64-65.
Estudio y ciencia pastoral
19. En el sagrado rito de la Ordenación el obispo recomienda a los presbíteros que "estén maduros en la ciencia" y que su doctrina sea "medicina espiritual para el pueblo de Dios" [148]. Pero la ciencia de un ministro sagrado debe ser sagrada, porque emana de una fuente sagrada y a un fin sagrado se dirige. Ante todo, pues, se obtiene por la lectura y meditación de la Sagrada Escritura [149], y se nutre también fructuosamente con el estudio de los santos Padres y Doctores, y de otros monumentos de la Tradición. Además, para responder convenientemente a los problemas propuestos por los hombres contemporáneos, conviene que los presbíteros conozcan los documentos del Magisterio y, sobre todo, de los Concilios y de los Romanos Pontífices, y consulten a los mejores y probados escritores de Teología.
Pero como en nuestros tiempos la cultura humana, y también las ciencias sagradas, avanzan con un ritmo nuevo, los presbíteros se ven impulsados a completar convenientemente y sin intermisión su ciencia divina y humana, y a prepararse, de esta forma, para entablar más ventajosamente el diálogo con los hombres de su tiempo.
Para que los presbíteros se entreguen más fácilmente a los estudios y capten con más eficacia los métodos de la evangelización y del apostolado, prepárenseles cuidadosamente los medios necesarios, como son la organización de cursos y de congresos, según las condiciones de cada país, la erección de centros destinados a los estudios pastorales, la fundación de bibliotecas y una conveniente dirección de los estudios por personas competentes. Consideren, además, los obispos, o en particular, o reunidos entre sí, el modo más conveniente de conseguir que todos los presbíteros, en tiempo determinado, sobre todo en los primeros años después de su Ordenación [150], puedan asistir a un curso en que se les brinde la ocasión de conseguir un conocimiento más completo de los métodos pastorales y de la ciencia teológica, y, sobre todo, de fortalecer su vida espiritual y de comunicarse mutuamente con los hermanos las experiencias apostólicas [151]. Ayúdese especialmente con estas y otras atenciones oportunas también a los neo-párrocos y a los que se destinan para una nueva empresa pastoral, o a los que se envían a otra diócesis o nación.
Procuren, por fin, los obispos que se dediquen algunos más profundamente a la ciencia divina, a fin de que nunca falten maestros idóneos para formar a los clérigos, para ayudar a los otros sacerdotes y a los fieles a conseguir la doctrina que necesitan, y para fomentar el sano progreso en las disciplinas sagradas, que es totalmente necesario en la Iglesia.
[148] Pont. Rom., "De Ordinatione Presbyteri".
[149] Cf. Conc. Vat. II, Const. dogm. De Divina Revelatione, n. 25.
[150] Este curso no es el mismo que el curso pastoral, que ha de celebrarse inmediatamente después de la ordenación, sobre el que habla el Decreto Optatum nobis, sobre la formación sacerdotal, n. 22.
[151] Cf. Conc. Vat. II, Decr. De pastorali Episcoporum munere in Ecclesia, n. 16.
Hay que proveer la justa remuneración de los presbíteros
20. Los presbíteros, entregados al servicio de Dios en el cumplimiento de la misión que se les ha confiado, son dignos de recibir la justa remuneración, porque "el obrero es digno de su salario" (Lc., 10, 7) [152], y "el Señor ha ordenado a los que anuncian el Evangelio que vivan del Evangelio" (1 Cor., 9, 14). Por lo cual, cuando no se haya provisto de otra forma la justa remuneración de los presbíteros, los mismos fieles tienen la obligación de cuidar que puedan procurarse los medios necesarios para vivir honesta y dignamente, ya que los presbíteros consagran su trabajo al bien de los fieles. Los obispos, por su parte, tienen el deber de avisar a los fieles acerca de esta obligación, y deben procurar, o bien cada uno para su diócesis o mejor varios en unión para el territorio común, que se establezcan normas con que se mire por la honesta sustentación de quienes desempeñan o han desempeñado alguna función en servicio del pueblo de Dios. Pero la remuneración que cada uno ha de recibir, habida consideración de la naturaleza del cargo mismo y de las condiciones de lugares y de tiempos, sea fundamentalmente la misma para todos los que se hallen en las mismas circunstancias, corresponda a su condición y les permita, además, no sólo proveer a la paga de las personas dedicadas al servicio de los presbíteros, sino también ayudar personalmente, de algún modo, a los necesitados, porque el ministerio para con los pobres lo apreció muchísimo la Iglesia ya desde sus principios. Esta remuneración, además, sea tal que permita a los presbíteros disfrutar de un tiempo debido y suficiente de vacaciones: los obispos deben procurar que lo puedan tener los presbíteros.
Es preciso atribuir la máxima importancia a la función que desempeñan los sagrados ministros. Por lo cual hay que dejar el sistema que llaman beneficial, o a lo menos hay que reformarlo, de suerte que la parte beneficial, o el derecho a las rentas anejas por dote al oficio, se considere como secundaria y se atribuya, en derecho, el primer lugar al propio oficio eclesiástico, que, por cierto, ha de entenderse en lo sucesivo cualquier cargo conferido establemente para ejercer un fin espiritual.
[152] Cf. Mt., 10, 10; 1 Cor., 9, 7; 1 Tim., 5, 18.
Hay que establecer fondos comunes de bienes y ordenar una previsión social en favor de los presbíteros
21. Téngase siempre presente el ejemplo de los cristianos en la primitiva Iglesia de Jerusalén, en la que "todo lo tenían en común" (Act., 4, 32) "y a cada uno se le repartía según su necesidad" (Act., 4, 35). Es, pues, muy conveniente que, por lo menos en las regiones en que la sustentación del clero depende total o parcialmente de donativos de los fieles, recoja los bienes ofrecidos a este fin una institución diocesana, que administra el obispo con la ayuda de sacerdotes delegados, y, donde lo aconseje la utilidad, también de seglares peritos en economía. Se desea, además, que, en cuanto sea posible, en cada diócesis o región se constituya un fondo común de bienes con que puedan los obispos satisfacer otras obligaciones, y con que también las diócesis más ricas puedan ayudar a las más pobres, de forma que la abundancia de aquellas alivie la escasez de éstas [153]. Este fondo ha de constituirse, sobre todo, por las ofrendas de los fieles, pero también por los bienes que provienen de otras fuentes, que el derecho ha de concretar.
Además, en las naciones en que todavía no está convenientemente organizada la previsión social en favor del clero, procuren las Conferencias Episcopales que, consideradas siempre las leyes eclesiásticas y civiles, se establezcan, o bien instituciones diocesanas, también federadas entre sí, o bien instituciones organizadas a un tiempo para varias diócesis, o bien una asociación establecida para todo el territorio, por las que, bajo la atención de la jerarquía, se provea suficientemente a la que llaman conveniente seguro o asistencia sanitaria, y a la debida sustentación de los presbíteros enfermos, inválidos o ancianos. Ayuden los sacerdotes a esta institución una vez erigida, movidos por espíritu de solidaridad para con sus hermanos, tomando parte en sus tribulaciones [154], considerando, al mismo tiempo, que así, sin angustia del futuro, pueden practicar la pobreza con resuelto espíritu evangélico y entregarse plenamente a la salvación de las almas. Procuren aquellos a quienes competa que estas instituciones de diversas naciones se reúnan entre sí, para que consigan más consistencia y se propaguen más ampliamente.
[153] Cf. 2 Cor., 8, 14.
[154] Cf. Fil., 4, 14.
CONCLUSIÓN Y EXHORTACIÓN
22. Este Sagrado Concilio, aun teniendo presente los gozos de la vida sacerdotal, no puede olvidar las dificultades en que se ven los presbíteros en las actuales circunstancias de la vida de hoy. Sabe también cuánto se transforman las condiciones económicas y sociales e incluso las costumbres humanas, y cuánto se muda el orden de valores en el aprecio de los hombres; por lo cual los ministros de la Iglesia, e incluso muchas veces los fieles cristianos, se sienten en este mundo como ajenos a él, buscando angustiosamente los medios idóneos y las palabras para poder comunicar con él. Porque los nuevos impedimentos que obstaculizan la fe, la aparente esterilidad del trabajo realizado, y la acerba soledad que sienten pueden ponerles en peligro de que decaigan sus ánimos.
Pero Dios amó de tal forma al mundo, cual hoy se confía al amor y al ministerio de los presbíteros de la Iglesia, que dio por él a su Hijo Unigénito [155]. En efecto, este mundo, dominado, es cierto, por muchos pecados, pero dotado también de no pequeñas facultades, ofrece a la Iglesia piedras vivas [156], que se estructuran para morada de Dios en el Espíritu [157]. El mismo Espíritu Santo, mientras impulsa a la Iglesia a abrir nuevos caminos para llegar al mundo de este tiempo, sugiere también y alienta las convenientes acomodaciones del ministerio sacerdotal.
Recuerden los presbíteros que nunca están solos en su trabajo, sino sostenidos por la virtud todopoderosa de Dios: y creyendo en Cristo, que los llamó a participar de su sacerdocio, entréguense con toda confianza a su ministerio, sabedores de que Dios es poderoso para aumentar en ellos la caridad [158]. Recuerden también que tienen como cooperadores a sus hermanos en el sacerdocio, más aún, a todos los fieles del mundo. Porque todos los presbíteros cooperan en la consecución del plan salutífero de Dios, es decir, en el misterio de Cristo o sacramento oculto desde hace siglos en Dios [159], que no se lleva a efecto más que poco a poco, esforzándose de consuno todos los ministerios para la edificación del Cuerpo de Cristo, hasta que se complete la medida de su tiempo. Estando todo escondido con Cristo en Dios [160], puede percibirse, sobre todo, por la fe. Y es necesario que los guías del pueblo de Dios caminen por la fe, siguiendo el ejemplo de Abraham el fiel, que por la fe "obedeció y salió hacia la tierra que había de recibir en herencia, pero sin saber adónde iba" (Hb., 11, 8). En efecto, el dispensador de los misterios de Dios puede compararse al hombre que siembre en un campo, del que dijo el Señor: "Y ya duerma, ya vele, de noche y de día, la semilla germina y crece, sin que él sepa cómo" (Mc., 4, 27).
Por lo demás, el Señor Jesús, que dijo: "Confiad, yo he vencido al mundo" (Jn., 16, 33), no prometió a su Iglesia con estas palabras una victoria completa en este mundo. Pero se goza el Sagrado Concilio porque la tierra, repleta de la semilla del Evangelio, fructifica ahora en muchos lugares bajo la guía del Espíritu del Señor, que llena el orbe de la tierra, y que excitó en los corazones de muchos sacerdotes y fieles el espíritu verdaderamente misional. De todo ello el Sagrado Concilio da amantísimamente las gracias a todos los presbíteros del mundo: "Y al que es poderoso para hacer que copiosamente abundemos más de lo que pedimos o pensamos, en virtud del poder que actúa en nosotros, a El sea la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús" (Ef., 3, 20-21).
Todas y cada una de las cosas de este Decreto fueron del agrado de los Padres del Sacrosanto Concilio. Y Nos, con la Apostólica autoridad conferida por Cristo, juntamente con los Venerables Padres, en el Espíritu Santo, las aprobamos, decretamos y establecemos y mandamos que, decretadas sinodalmente, sean promulgadas para gloria de Dios.
Roma, en San Pedro, día 7 de diciembre de 1965.
Yo, PABLO, Obispo de la Iglesia Católica
[155] Cf. Jn., 3, 16.
[156] Cf. 1 Pedr., 2, 5.
[157] Cf. Ef., 2, 22.
[158] Cf. Pont. Rom., "De Ordinatione Presbyteri".
[159] Cf. Ef., 3, 9.
[160] Cf. Col., 3, 3.
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