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jueves, 31 de marzo de 2016

Benedicto XVI, La liturgia cristiana debe hacer presente la figura de Cristo (2010).

Textos de Benedicto XVI

La liturgia cristiana debe hacer presente la figura de Cristo

Discurso a los obispos de la Conferencia Episcopal de Brasil (Región Norte 2) en visita ad limina apostolorum, 15 de abril de 2010

La menor atención que en ocasiones se ha prestado al culto del Santísimo Sacramento es indicio y causa del oscurecimiento del sentido cristiano del misterio, como sucede cuando en la santa misa ya no aparece como preeminente y operante Jesús, sino una comunidad atareada en muchas cosas en vez de estar recogida y de dejarse atraer a lo único necesario: su Señor. La actitud principal y esencial del fiel cristiano que participa en la celebración litúrgica no es hacer, sino escuchar, abrirse, recibir. Es obvio que, en este caso, recibir no significa estar pasivo o desinteresarse de lo que allí acontece, sino cooperar –porque volvemos a ser capaces de actuar por la gracia de Dios– según «la auténtica naturaleza de cuya característica es ser a la vez humana y divina, visible y dotada de elementos invisibles, entregada a la acción y dada a la contemplación, presente en el mundo y, sin embargo, peregrina; de modo que en ella lo humano esté ordenado y subordinado a lo divino, lo visible a lo invisible, la acción a la contemplación y lo presente a la ciudad futura que buscamos» (Sacrosanctum Concilium, n. 2). Si en la liturgia no destacase la figura de Cristo, que es su principio y está realmente presente para hacerla válida, ya no tendríamos la liturgia cristiana, totalmente dependiente del Señor y sostenida por su presencia creadora.

miércoles, 30 de marzo de 2016

Benedicto XVI, San Pablo: El nuevo culto comenzado con Cristo (2009).

Textos de Benedicto XVI

El nuevo culto comenzado con Cristo.
Homilía de las Primeras Vísperas de la Solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo. Clausura del Año Paulino, 28 de junio de 2009.

(...) Forma parte de la estructura de las cartas de san Pablo el hecho de que, siempre con referencia al lugar y a la situación particular, explican ante todo el misterio de Cristo, nos enseñan la fe. En una segunda parte sigue la aplicación a nuestra vida: ¿Qué consecuencias derivan de esta fe? ¿Cómo modela nuestra existencia cada día? En la carta a los Romanos, esta segunda parte comienza con el capítulo doce, en los primeros dos versículos del cual el Apóstol resume inmediatamente el núcleo esencial de la existencia cristiana. ¿Qué nos dice san Pablo a nosotros en ese pasaje?

Ante todo afirma, como dato fundamental, que con Cristo ha comenzado un nuevo modo de venerar a Dios, un nuevo culto. Este culto consiste en que el hombre vivo se convierte él mismo en adoración, en “sacrificio” incluso en su propio cuerpo. Ya no ofrecemos a Dios cosas; es nuestra misma existencia la que debe transformarse en alabanza de Dios. Pero, ¿cómo se realiza esto? En el versículo segundo encontramos la respuesta: «No os acomodéis al mundo presente, antes bien transformaos mediante la renovación de vuestro modo de pensar, de forma que podáis distinguir cuál es la voluntad de Dios» (Rm 12, 2).

Las dos palabras decisivas de este versículo son: “transformar” y “renovar”. Debemos llegar a ser hombres nuevos, transformados en un modo nuevo de existencia. El mundo siempre anda buscando novedades, porque con razón nunca se siente satisfecho de la realidad concreta. San Pablo nos dice: el mundo no puede renovarse sin hombres nuevos. Sólo si hay hombres nuevos habrá también un mundo nuevo, un mundo renovado y mejor. Lo primero es la renovación del hombre. Esto vale para cada persona. El mundo sólo será nuevo si nosotros mismos llegamos a ser nuevos. Esto significa también que no basta adaptarse a la situación actual.

El Apóstol nos exhorta a un inconformismo. En esta misma carta dice que no hay que someterse al esquema de la época actual. Volveremos a abordar este punto al reflexionar sobre el segundo texto que quiero meditar con vosotros esta tarde. El “no” del Apóstol es claro y también convincente para cualquiera que observe el "esquema" de nuestro mundo. Pero ¿cómo podemos llegar a ser nuevos? ¿Somos realmente capaces de lograrlo? Con las palabras «llegar a ser nuevo» san Pablo alude a su propia conversión, a su encuentro con Cristo resucitado, del cual dice en la segunda carta a los Corintios: «El que está en Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo» (2 Co 5, 17).

Ese encuentro con Cristo lo transformó hasta tal punto que dice al respecto: «He muerto» (Ga 2, 19; cf. Rm 6). Ha llegado a ser nuevo, otro, porque ya no vive para sí mismo y en virtud de sí mismo, sino para Cristo y en él. Sin embargo, con el paso de los años, vio que también este proceso de renovación y transformación continúa durante toda la vida. Llegamos a ser nuevos si nos dejamos aferrar y modelar por el Hombre nuevo: Jesucristo. Él es el Hombre nuevo por excelencia. En él se ha hecho realidad la nueva existencia humana, y nosotros de verdad podemos llegar a ser nuevos si nos ponemos en sus manos y nos dejamos modelar por él.

San Pablo aclara más aún este proceso de “renovación” diciendo que llegamos a ser nuevos si transformamos nuestro modo de pensar. Lo que aquí se traduce por “modo de pensar” es la palabra griega nous. Es una palabra compleja. Se puede traducir con “espíritu”, “sentimientos”, “razón” y precisamente con “modo de pensar”. Nuestra razón debe llegar a ser nueva. Esto nos sorprende. Tal vez podíamos esperar que se refiriera más bien a alguna actitud: lo que deberíamos cambiar en nuestro obrar. Pero no. La renovación debe llegar hasta el fondo. Debe cambiar desde sus cimientos nuestro modo de ver el mundo, de comprender la realidad, todo nuestro modo de pensar. El pensamiento del hombre viejo, el modo de pensar común se orienta por lo general hacia la posesión, el bienestar, la influencia, el éxito, la fama, etc., pero de este modo tiene un alcance muy limitado. Así, el propio “yo” sigue estando, en definitiva, en el centro del mundo.

Debemos aprender a pensar de manera más profunda. En la segunda parte de la frase, san Pablo nos explica lo que significa eso: es preciso aprender a comprender la voluntad de Dios, de modo que sea ella la que modele nuestra voluntad, para que también nosotros queramos lo que quiere Dios, para que reconozcamos que Dios quiere lo bello y lo bueno. Por tanto, se trata de un viraje en nuestra orientación espiritual de fondo. Dios debe entrar en el horizonte de nuestro pensamiento: lo que él quiere y el modo según el cual ha ideado el mundo y me ha ideado a mí. Debemos aprender a compartir el pensar y el querer de Jesucristo. Así seremos hombres nuevos en los que emerge un mundo nuevo.

En dos pasajes de la carta a los Efesios san Pablo ilustra ulteriormente el mismo pensamiento de una renovación necesaria de nuestro ser persona humana. Por eso quiero reflexionar brevemente en ellos. En el capítulo cuarto de esa carta el Apóstol nos dice que con Cristo debemos alcanzar la edad adulta, una fe madura. Ya no podemos seguir siendo «niños llevados a la deriva y zarandeados por cualquier viento de doctrina» (Ef 4, 14). San Pablo desea que los cristianos tengan una fe madura, una “fe adulta”.

En los últimos decenios la palabra “fe adulta” se ha convertido en un eslogan generalizado. A menudo se entiende como la actitud de quien ya no escucha a la Iglesia y a sus pastores, sino que elige autónomamente lo que quiere creer y no creer, o sea, una fe fabricada por cada uno. Y se la presenta como “valentía” de expresarse contra el Magisterio de la Iglesia. Sin embargo, en realidad, para eso no hace falta valentía, porque siempre se puede estar seguro de obtener el aplauso público. Para lo que de verdad se requiere valentía es para adherirse a la fe de la Iglesia, aunque esta fe esté en contraposición con el “esquema” del mundo contemporáneo. Este es el inconformismo de la fe que san Pablo llama una “fe adulta”. Esta es la fe que él quiere. En cambio, considera infantil el correr tras los vientos y las corrientes de la época.

Así, por ejemplo, forma parte de la fe adulta comprometerse en favor de la inviolabilidad de la vida humana desde su primer momento, oponiéndose radicalmente al principio de la violencia, de modo especial en defensa de las criaturas humanas más indefensas. Forma parte de la fe adulta reconocer el matrimonio entre un hombre y una mujer para toda la vida como ordenamiento del Creador, restablecido de nuevo por Cristo. La fe adulta no se deja zarandear de un lado a otro por cualquier corriente. Se opone a los vientos de la moda. Sabe que esos vientos no son el soplo del Espíritu Santo; sabe que el Espíritu de Dios se expresa y se manifiesta en la comunión con Jesucristo.

Con todo, tampoco aquí san Pablo se detiene en la negación, sino que nos lleva al gran “sí”. Describe la fe madura, verdaderamente adulta, de un modo positivo con la expresión: «Obrar según la verdad en la caridad» (Ef 4, 15). El nuevo modo de pensar, que nos da la fe, se dirige ante todo hacia la verdad. El poder del mal es la mentira. El poder de la fe, el poder de Dios, es la verdad. La verdad sobre el mundo y sobre nosotros mismos se hace visible cuando miramos a Dios. Y Dios se nos hace visible en el rostro de Jesucristo. Contemplando a Cristo reconocemos algo más: la verdad y la caridad son inseparables. En Dios ambas son inseparablemente una sola cosa: esta es precisamente la esencia de Dios. Por eso, para los cristianos, la verdad y la caridad van juntas. La caridad es la prueba de la verdad. Siempre deberíamos regularnos según este criterio: que la verdad se transforme en caridad y la caridad nos lleve a la verdad.

En el versículo de san Pablo encontramos otro pensamiento importante. El Apóstol nos dice que, obrando según la verdad en la caridad, contribuimos a hacer que el todo –ta panta–, el universo, crezca tendiendo hacia Cristo. San Pablo, basándose en su fe, no sólo se interesa por nuestra rectitud personal y por el crecimiento de la Iglesia. Se interesa por el universo: ta panta. La finalidad última de la obra de Cristo es el universo, la transformación del universo, de todo el mundo humano, de toda la creación. Quien, juntamente con Cristo, sirve a la verdad en la caridad, contribuye al verdadero progreso del mundo. Sí; aquí se ve claramente que san Pablo conoce la idea de progreso. Para la humanidad, para el mundo, Cristo, su vivir, sufrir y resucitar fue el verdadero gran salto del progreso. Pero ahora el universo deber crecer con vistas a él. El verdadero progreso del mundo se da donde aumenta la presencia de Cristo. Allí el hombre llega a ser nuevo y así también el mundo se hace nuevo.

San Pablo nos pone de manifiesto eso mismo desde otra perspectiva. En el capítulo tercero de la carta a los Efesios nos habla de la necesidad de ser «fortalecidos en el hombre interior» (Ef 3, 16). Así retoma un tema que antes, en una situación de tribulación, había tratado en la segunda carta a los Corintios: «Aun cuando nuestro hombre exterior se va desmoronando, el hombre interior se va renovando de día en día» (2 Co 4, 16). El hombre interior debe fortalecerse; es un imperativo muy apropiado para nuestro tiempo, en el que con mucha frecuencia los hombres se quedan interiormente vacíos y, por tanto, deben recurrir a promesas y narcóticos, que luego tienen como consecuencia un aumento ulterior del sentido de vacío en su interior. El vacío interior, la debilidad del hombre interior, es uno de los grandes problemas de nuestro tiempo.

Es preciso fortalecer la interioridad, la “perceptividad” del corazón, la capacidad de ver y comprender el mundo y al hombre desde dentro, con el corazón. Necesitamos una razón iluminada por el corazón, para aprender a obrar según la verdad en la caridad. Ahora bien, esto no se realiza sin una relación íntima con Dios, sin la vida de oración. Necesitamos el encuentro con Dios, que se nos da en los sacramentos. Y no podemos hablar a Dios en la oración si no dejamos que hable antes él mismo, si no lo escuchamos en la Palabra que nos ha dado.

San Pablo, al respecto, nos dice: «Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, para que, arraigados y cimentados en el amor, podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento» (Ef 3, 17-19). El amor ve más lejos que la sola razón; es lo que san Pablo nos dice con esas palabras. Y nos dice también que sólo podemos conocer la amplitud del misterio de Cristo en la comunión con todos los santos, o sea, en la gran comunidad de todos los creyentes, y no contra ella o sin ella. Esta amplitud la define con palabras que quieren expresar las dimensiones del cosmos: la anchura y la longitud, la altura y la profundidad.

El misterio de Cristo tiene una amplitud cósmica: no pertenece sólo a un grupo determinado. Cristo crucificado abraza el universo entero en todas sus dimensiones. Toma el mundo en sus manos y lo eleva hacia Dios. Comenzando por san Ireneo de Lyon –por tanto, desde el siglo II–, los santos Padres vieron en las palabras “anchura, longitud, altura y profundidad” del amor de Cristo una alusión a la cruz. El amor de Cristo alcanzó en la cruz la profundidad más honda –la noche de la muerte– y la altura suprema –la altura de Dios mismo. Y tomó entre sus brazos la anchura y la longitud de la humanidad y del mundo en todas sus distancias. Él siempre abraza el universo, nos abraza a todos nosotros.

Pidamos al Señor que nos ayude a reconocer algo de la inmensidad de su amor. Pidámosle que su amor y su verdad toquen nuestro corazón. Pidamos que Cristo habite en nuestro corazón y nos haga hombres nuevos, para que obremos según la verdad en la caridad. Amén.

martes, 29 de marzo de 2016

Benedicto XVI, El lugar de la liturgia en la pastoral: la Mistagogia (2009).

Textos de Benedicto XVI

El lugar de la liturgia en la pastoral: la Mistagogia

Encuentro con los párrocos y el clero de la diócesis de Roma, 26 de febrero de 2009.

Santo Padre, soy don Marco Valentini, vicario en la parroquia de San Ambrosio. Durante mi etapa de formación no veía tan claramente como ahora la importancia de la liturgia. Ciertamente, no faltaban las celebraciones, pero no comprendía bien que "la liturgia es la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza" (Sacrosanctum Concilium, 10). Más bien, la consideraba un hecho técnico para el éxito de una celebración, o una práctica piadosa, y no un contacto con el misterio que salva, un dejarse conformar a Cristo para ser luz del mundo, una fuente de teología, un medio para realizar la tan anhelada integración entre lo que se estudia y la vida espiritual.
Por otra parte, yo creía que la liturgia no era estrictamente necesaria para ser cristiano, o para la salvación, sino que bastaba esforzarse por cumplir las Bienaventuranzas. Ahora me pregunto qué sería la caridad sin la liturgia. Pienso que sin la liturgia nuestra fe se reduciría a una moral, a una idea, a una doctrina, a un hecho del pasado, y los sacerdotes pareceríamos profesores o consejeros, más que mistagogos que introducen a las personas en el misterio. La Palabra de Dios es un anuncio que se realiza en la liturgia y que mantiene una relación sorprendente con ella: Sacrosanctum Concilium, 6; y Prefacio del Leccionario, 4 y 10.
Pienso también en el pasaje de los discípulos de Emaús o en el del funcionario etíope (cf. Hch 8). Por eso, pregunto: sin quitar nada de la formación humana, filosófica, psicológica, en las universidades y en los seminarios, ¿nuestra misión específica no requiere una formación litúrgica más profunda? En el actual ordenamiento y estructura de los estudios, ¿se está aplicando suficientemente la constitución Sacrosanctum Concilium, n. 16, cuando dice que la liturgia se debe considerar una de las materias necesarias, de las más importantes, de las principales; que se ha de enseñar bajo los aspectos teológico, histórico, espiritual, pastoral y jurídico; y que los profesores de las demás materias deben cuidar de que se vea claro su nexo con la liturgia?
Hago esta pregunta porque, tomando como punto de partida el prefacio del decreto Optatam totius, me parece que las múltiples acciones de la Iglesia en el mundo e incluso nuestra eficacia pastoral dependen en gran parte de la autoconciencia que tengamos del inagotable misterio de ser bautizados, confirmados y sacerdotes.

Benedicto XVI: Si he entendido bien, se trata de la cuestión: ¿cuál es, en el conjunto de nuestro trabajo pastoral, múltiple y con muchas dimensiones, el espacio y el lugar de la educación litúrgica y de la realidad de la celebración del misterio? En este sentido, me parece que también es una cuestión sobre la unidad de nuestro anuncio y de nuestro trabajo pastoral, que tiene muchas dimensiones. Debemos tratar de encontrar un punto de unificación, para que nuestras diversas ocupaciones sean todas juntas un trabajo de pastor. Si entendí bien, usted está convencido de que el punto de unificación, el que crea la síntesis de todas las dimensiones de nuestro trabajo y de nuestra fe, podría ser precisamente la celebración de los misterios. Y, por consiguiente, la mistagogia, que nos enseña a celebrar.

Para mí realmente es importante que los sacramentos, la celebración eucarística, no sean algo extraño al lado de trabajos más contemporáneos, como la educación moral, económica, o todas las cosas que ya hemos dicho. Puede suceder fácilmente que el sacramento quede un poco aislado en un contexto más pragmático y se convierta en una realidad no totalmente insertada en la totalidad de nuestro ser humano.

Gracias por la pregunta, porque realmente nosotros debemos enseñar a las personas a ser hombres. Debemos enseñar este gran arte: cómo ser hombre. Como hemos visto, esto exige muchas cosas: desde denunciar el pecado original que está en las raíces de nuestra economía y en las numerosas ramas de nuestra vida, hasta guiar concretamente a la justicia y anunciar el Evangelio a los no creyentes. Pero los misterios no son algo exótico en el universo de las realidades más prácticas. El misterio es el corazón del que procede nuestra fuerza y al que volvemos para encontrar este centro. Por eso, yo creo que la catequesis que llamamos mistagógica es realmente importante. Mistagógica quiere decir también realista, referida a nuestra vida de hombres de hoy. Si es verdad que el hombre no tiene en sí su medida –lo que es justo y lo que no lo es–, sino que encuentra su medida fuera de sí mismo, en Dios, es importante que este Dios no sea lejano, sino que sea reconocible, que sea concreto, que entre en nuestra vida y sea realmente un amigo con el que podamos hablar y que habla con nosotros.

Debemos aprender a celebrar la Eucaristía, aprender a conocer de cerca a Jesucristo, el Dios con rostro humano; entrar realmente en contacto con él, aprender a escucharlo; aprender a dejarlo entrar en nosotros. Porque la comunión sacramental es precisamente esta inter-penetración entre dos personas. No tomo un pedazo de pan o de carne; tomo o abro mi corazón para que entre el Resucitado en el contexto de mi ser, para que esté dentro de mí y no sólo fuera de mí; para que así hable dentro de mí y transforme mi ser; para que me dé el sentido de la justicia, el dinamismo de la justicia, el celo por el Evangelio.

Esta celebración, en la que Dios no sólo se acerca a nosotros, sino que entra en el tejido de nuestra existencia, es fundamental para poder vivir realmente con Dios y para Dios, y llevar la luz de Dios a este mundo. No podemos entrar ahora en demasiados detalles. Pero siempre es importante que la catequesis sacramental sea una catequesis existencial. Naturalmente, aun aceptando y aprendiendo cada vez más el aspecto mistérico –donde acaban las palabras y los razonamientos–, la catequesis es totalmente realista, porque me lleva a Dios y Dios a mí. Me lleva al otro porque el otro recibe al mismo Cristo, igual que yo. Así pues, si en él y en mí está el mismo Cristo, nosotros dos ya no somos individuos separados. Aquí nace la doctrina del Cuerpo de Cristo, porque todos estamos incorporados si recibimos bien la Eucaristía en el mismo Cristo.

Por tanto, el prójimo es realmente próximo: ya no somos dos “yo” separados, sino que estamos unidos en el “yo” mismo de Cristo. Con otras palabras, la catequesis eucarística y sacramental debe llegar realmente a lo más vivo de mi existencia, me debe llevar precisamente a abrirme a la voz de Dios, a dejarme abrir para que rompa este pecado original del egoísmo y sea una apertura de mi existencia en profundidad, de modo que pueda llegar a ser un hombre justo. En este sentido, me parece que todos debemos aprender cada vez mejor la liturgia, no como algo exótico, sino como el corazón de nuestro ser cristianos, que no se abre fácilmente a un hombre distante, sino que, por otra parte, es precisamente la apertura al otro, al mundo.

Todos debemos colaborar para celebrar cada vez más profundamente la Eucaristía: no sólo como rito, sino también como proceso existencial que me afecta en lo más íntimo, más que cualquier otra cosa, y me cambia, me transforma. Y, transformándome, también da inicio a la transformación del mundo que el Señor desea y para la cual quiere que seamos sus instrumentos.

lunes, 28 de marzo de 2016

Benedicto XVI, San Pablo: El culto espiritual (2009).

Textos de Benedicto XVI

Audiencia General, Aula Paolo VI, 7 de enero 2009
San Pablo (17) El culto espiritual


En esta primera audiencia general del año 2009 deseo expresaros a todos mi más cordial felicitación por el año nuevo recién comenzado. Reavivemos en nosotros el compromiso de abrir a Cristo la mente y el corazón para ser y vivir como verdaderos amigos suyos. Su compañía hará que este año, a pesar de sus inevitables dificultades, sea un camino lleno de alegría y de paz. En efecto, sólo si permanecemos unidos a Jesús, el año nuevo será bueno y feliz.

El compromiso de unión con Cristo es el ejemplo que nos da también san Pablo. Prosiguiendo las catequesis dedicadas a él, reflexionaremos hoy sobre uno de los aspectos importantes de su pensamiento, el relativo al culto que los cristianos están llamados a tributar. En el pasado, se solía hablar de una tendencia más bien anti-cultual del Apóstol, de una “espiritualización” de la idea del culto. Hoy comprendemos mejor que san Pablo ve en la cruz de Cristo un viraje histórico, que transforma y renueva radicalmente la realidad del culto. Hay sobre todo tres textos de la carta a los Romanos en los que aparece esta nueva visión del culto.

1. En Rm 3, 25, después de hablar de la «redención realizada por Cristo Jesús», san Pablo continúa con una fórmula misteriosa para nosotros. Dice así: Dios lo «exhibió como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe». Con la expresión “instrumento de propiciación”, más bien extraña para nosotros, san Pablo alude al así llamado “propiciatorio” del templo antiguo, es decir, a la cubierta del arca de la alianza, que estaba pensada como punto de contacto entre Dios y el hombre, punto de la presencia misteriosa de Dios en el mundo de los hombres. Este “propiciatorio”, en el gran día de la reconciliación –yom kippur– se asperjaba con la sangre de animales sacrificados, sangre que simbólicamente ponía los pecados del año transcurrido en contacto con Dios y, así, los pecados arrojados al abismo de la bondad divina quedaban como absorbidos por la fuerza de Dios, superados, perdonados. La vida volvía a comenzar.

San Pablo alude a este rito y dice que era expresión del deseo de que realmente se pudieran poner todas nuestras culpas en el abismo de la misericordia divina para hacerlas así desaparecer. Pero con la sangre de animales no se realiza este proceso. Era necesario un contacto más real entre la culpa humana y el amor divino. Este contacto tuvo lugar en la cruz de Cristo. Cristo, verdadero Hijo de Dios, que se hizo verdadero hombre, asumió en sí toda nuestra culpa. Él mismo es el lugar de contacto entre la miseria humana y la misericordia divina; en su corazón se deshace la masa triste del mal realizado por la humanidad y se renueva la vida.

Revelando este cambio, san Pablo nos dice: con la cruz de Cristo –el acto supremo del amor divino convertido en amor humano– terminó el antiguo culto con sacrificios de animales en el templo de Jerusalén. Este culto simbólico, culto de deseo, ha sido sustituido ahora por el culto real: el amor de Dios encarnado en Cristo y llevado a su plenitud en la muerte de cruz. Por tanto, no es una espiritualización del culto real, sino, al contrario: el culto real, el verdadero amor divino-humano, sustituye al culto simbólico y provisional. La cruz de Cristo, su amor con carne y sangre es el culto real, correspondiendo a la realidad de Dios y del hombre. Para san Pablo, la era del templo y de su culto había terminado ya antes de la destrucción exterior del templo: san Pablo se encuentra aquí en perfecta consonancia con las palabras de Jesús, que había anunciado el fin del templo y había anunciado otro templo "no hecho por manos humanas", el templo de su cuerpo resucitado (cf. Mc 14, 58; Jn 2, 19 ss). Este es el primer texto.

2. El segundo texto del que quiero hablar hoy se encuentra en el primer versículo del capítulo 12 de la carta a los Romanos. Lo hemos escuchado y lo repito una vez más: «Os exhorto, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual». En estas palabras se verifica una paradoja aparente: mientras el sacrificio exige normalmente la muerte de la víctima, san Pablo hace referencia a la vida del cristiano. La expresión «presentar vuestros cuerpos», unida al concepto sucesivo de sacrificio, asume el matiz cultual de «dar en oblación, ofrecer». La exhortación a «ofrecer los cuerpos» se refiere a toda la persona; en efecto, en Rm 6, 13 invita a «presentaros a vosotros mismos». Por lo demás, la referencia explícita a la dimensión física del cristiano coincide con la invitación a «glorificar a Dios con vuestro cuerpo» (1 Co 6, 20); es decir, se trata de honrar a Dios en la existencia cotidiana más concreta, hecha de visibilidad relacional y perceptible.

San Pablo califica ese comportamiento como «sacrificio vivo, santo, agradable a Dios». Es aquí donde encontramos precisamente la palabra “sacrificio”. En el uso corriente este término forma parte de un contexto sagrado y sirve para designar el degüello de un animal, del que una parte puede quemarse en honor de los dioses y otra consumirse por los oferentes en un banquete. San Pablo, en cambio, lo aplica a la vida del cristiano. En efecto, califica ese sacrificio sirviéndose de tres adjetivos. El primero –“vivo”– expresa una vitalidad. El segundo –“santo”– recuerda la idea paulina de una santidad que no está vinculada a lugares u objetos, sino a la persona misma del cristiano. El tercero –“agradable a Dios”– recuerda quizá la frecuente expresión bíblica del sacrificio «de suave olor» (cf. Lv 1, 13.17; 23, 18; 26, 31; etc.).

Inmediatamente después, san Pablo define así esta nueva forma de vivir: este es «vuestro culto espiritual». Los comentaristas del texto saben bien que la expresión griega (ten logiken latreían) no es fácil de traducir. La Biblia latina traduce: rationabile obsequium. La misma palabra rationabile aparece en la primera Plegaria eucarística, el Canon romano: en él se pide a Dios que acepte esta ofrenda como rationabile. La traducción italiana tradicional “culto espiritual” no refleja todos los detalles del texto griego (y ni siquiera del latino). En todo caso, no se trata de un culto menos real, o incluso sólo metafórico, sino de un culto más concreto y realista, un culto en el que el hombre mismo en su totalidad de ser dotado de razón, se convierte en adoración, glorificación del Dios vivo.

Esta fórmula paulina, que aparece de nuevo en la Plegaria eucarística romana, es fruto de un largo desarrollo de la experiencia religiosa en los siglos anteriores a Cristo. En esa experiencia se mezclan desarrollos teológicos del Antiguo Testamento y corrientes del pensamiento griego. Quiero mostrar al menos algunos elementos de ese desarrollo. Los profetas y muchos Salmos critican fuertemente los sacrificios cruentos del templo. Por ejemplo, el Salmo 49, en el que es Dios quien habla, dice: «Si tuviera hambre, no te lo diría: pues el orbe y cuanto lo llena es mío. ¿Comeré yo carne de toros?, ¿beberé sangre de cabritos? Ofrece a Dios un sacrificio de alabanza» (vv. 12-14) En el mismo sentido dice el Salmo siguiente, 50: «Los sacrificios no te satisfacen; si te ofreciera un holocausto no lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado, un corazón quebrantado y humillado tú no lo desprecias» (v. 18 s). En el libro de Daniel, en el tiempo de la nueva destrucción del templo por parte del régimen helenístico (siglo II a.C.) encontramos un nuevo pasaje que va en la misma línea. En medio del fuego –es decir, en la persecución, en el sufrimiento– Azarías reza así: «Ya no hay, en esta hora, ni príncipe ni profeta ni caudillo ni holocausto ni sacrificio ni oblación ni incienso ni lugar donde ofrecerte las primicias, y hallar gracia a tus ojos. Mas con corazón contrito y espíritu humillado te seamos aceptos, como holocaustos de carneros y toros. (...) Tal sea hoy nuestro sacrificio ante ti, y te agrade» (Dn 3, 38 ss). En la destrucción del santuario y del culto, en esta situación de privación de todo signo de la presencia de Dios, el creyente ofrece como verdadero holocausto su corazón contrito, su deseo de Dios.

Vemos un desarrollo importante, hermoso, pero con un peligro. Hay una espiritualización, una moralización del culto: el culto se convierte sólo en algo del corazón, del espíritu. Pero falta el cuerpo, falta la comunidad. Así se entiende, por ejemplo, que el Salmo 50 y también el libro de Daniel, a pesar de criticar el culto, deseen la vuelta al tiempo de los sacrificios. Pero se trata de un tiempo renovado, de un sacrificio renovado, en una síntesis que aún no se podía prever, que aún no se podía imaginar.

Volvamos a san Pablo. Él es heredero de estos desarrollos, del deseo del culto verdadero, en el que el hombre mismo se convierta en gloria de Dios, en adoración viva con todo su ser. En este sentido dice a los Romanos: «Ofreced vuestros cuerpos como una víctima viva. (...) Este será vuestro culto espiritual» (Rm 12, 1). San Pablo repite así lo que ya había señalado en el capítulo 3: El tiempo de los sacrificios de animales, sacrificios de sustitución, ha terminado. Ha llegado el tiempo del culto verdadero.

Pero también aquí se da el peligro de un malentendido: este nuevo culto se podría interpretar fácilmente en un sentido moralista: ofreciendo nuestra vida hacemos nosotros el culto verdadero. De esta forma el culto con los animales sería sustituido por el moralismo: el hombre lo haría todo por sí mismo con su esfuerzo moral. Y ciertamente esta no era la intención de san Pablo.

Pero persiste la cuestión de cómo debemos interpretar este «culto espiritual, razonable». San Pablo supone siempre que hemos llegado a ser «uno en Cristo Jesús» (Ga 3, 28), que hemos muerto en el bautismo (cf. Rm 1) y ahora vivimos con Cristo, por Cristo y en Cristo. En esta unión –y sólo así– podemos ser en él y con él “sacrificio vivo”, ofrecer el “culto verdadero”. Los animales sacrificados habrían debido sustituir al hombre, el don de sí del hombre, y no podían. Jesucristo, en su entrega al Padre y a nosotros, no es una sustitución, sino que lleva realmente en sí el ser humano, nuestras culpas y nuestro deseo; nos representa realmente, nos asume en sí mismo. En la comunión con Cristo, realizada en la fe y en los sacramentos, nos convertimos, a pesar de todas nuestras deficiencias, en sacrificio vivo: se realiza el “culto verdadero”.

Esta síntesis está en el fondo del Canon romano, en el que se reza para que esta ofrenda sea rationabile, para que se realice el culto espiritual. La Iglesia sabe que, en la santísima Eucaristía, se hace presente la autodonación de Cristo, su sacrificio verdadero. Pero la Iglesia reza para que la comunidad celebrante esté realmente unida con Cristo, para que sea transformada; reza para que nosotros mismos lleguemos a ser lo que no podemos ser con nuestras fuerzas: ofrenda rationabile que agrada a Dios. Así la Plegaria eucarística interpreta de modo adecuado las palabras de san Pablo. San Agustín aclaró todo esto de forma admirable en el libro décimo de su Ciudad de Dios. Cito sólo dos frases: «Este es el sacrificio de los cristianos: aun siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo (...) Toda la comunidad (civitas) redimida, es decir, la congregación y la sociedad de los santos, es ofrecida a Dios mediante el Sumo Sacerdote que se ha entregado a sí mismo» (10, 6: CCL 47, 27 ss).

3. Por último, quiero hacer una breve reflexión sobre el tercer texto de la carta a los Romanos referido al nuevo culto. En el capítulo 15 san Pablo dice: «La gracia que me ha sido otorgada por Dios, de ser para los gentiles ministro (liturgo) de Cristo Jesús, de ser sacerdote (hierourgein) del Evangelio de Dios, para que la oblación de los gentiles sea agradable, santificada por el Espíritu Santo» (Rm 15, 15 s).

Quiero subrayar sólo dos aspectos de este texto maravilloso y, por su terminología, único en las cartas paulinas. Ante todo, san Pablo interpreta su acción misionera entre los pueblos del mundo para construir la Iglesia universal como acción sacerdotal. Anunciar el Evangelio para unir a los pueblos en la comunión con Cristo resucitado es una acción “sacerdotal”. El apóstol del Evangelio es un verdadero sacerdote, hace lo que es central en el sacerdocio: prepara el verdadero sacrificio.

Y, después, el segundo aspecto: podemos decir que la meta de la acción misionera es la liturgia cósmica: que los pueblos unidos en Cristo, el mundo, se convierta como tal en gloria de Dios, «oblación agradable, santificada por el Espíritu Santo». Aquí aparece el aspecto dinámico, el aspecto de la esperanza en el concepto paulino del culto: la autodonación de Cristo implica la tendencia de atraer a todos a la comunión de su Cuerpo, de unir al mundo. Sólo en comunión con Cristo, el Hombre ejemplar, uno con Dios, el mundo llega a ser tal como todos lo deseamos: espejo del amor divino. Este dinamismo siempre está presente en la Eucaristía; este dinamismo debe inspirar y formar nuestra vida. Y con este dinamismo comenzamos el nuevo año. Gracias por vuestra paciencia.

domingo, 27 de marzo de 2016

Benedicto XVI, la consagración del altar símbolo de la consagración bautismal (2008).

Textos de Benedicto XVI

Homilía de la Santa Misa en la catedral de Santa María (Sydney), 19 de julio de 2008


(...) Nos disponemos a celebrar la dedicación del nuevo altar de esta venerable catedral. Como nos recuerda de forma elocuente el frontal esculpido, todo altar es símbolo de Jesucristo, presente en su Iglesia como sacerdote, víctima y altar (cf. Prefacio pascual V). Crucificado, sepultado y resucitado de entre los muertos, devuelto a la vida en el Espíritu y sentado a la derecha del Padre, Cristo ha sido constituido nuestro Sumo Sacerdote, que intercede por nosotros eternamente. En la liturgia de la Iglesia, y sobre todo en el sacrificio de la Misa ofrecido en los altares del mundo, Él nos invita, como miembros de su Cuerpo Místico, a compartir su autooblación. Él nos llama, como pueblo sacerdotal de la nueva y eterna Alianza, a ofrecer en unión con Él nuestros sacrificios cotidianos para la salvación del mundo.

En la liturgia de hoy, la Iglesia nos recuerda que, como este altar, también nosotros fuimos consagrados, puestos «aparte» para el servicio de Dios y la edificación de su Reino. Sin embargo, con mucha frecuencia nos encontramos inmersos en un mundo que quisiera dejar a Dios «aparte». En nombre de la libertad y la autonomía humana, se pasa en silencio sobre el nombre de Dios, la religión se reduce a devoción personal y se elude la fe en los ámbitos públicos. A veces, dicha mentalidad, tan diametralmente opuesta a la esencia del Evangelio, puede ofuscar incluso nuestra propia comprensión de la Iglesia y de su misión. También nosotros podemos caer en la tentación de reducir la vida de fe a una cuestión de mero sentimiento, debilitando así su poder de inspirar una visión coherente del mundo y un diálogo riguroso con otras muchas visiones que compiten en la conquista de las mentes y los corazones de nuestros contemporáneos.

Y, sin embargo, la historia, también la de nuestro tiempo, nos demuestra que la cuestión de Dios jamás puede ser silenciada y que la indiferencia respecto a la dimensión religiosa de la existencia humana acaba disminuyendo y traicionando al hombre mismo. ¿No es quizás éste el mensaje proclamado por la maravillosa arquitectura de esta catedral? ¿No es quizás éste el misterio de la fe que se anuncia desde este altar en cada celebración de la Eucaristía? La fe nos enseña que en Cristo Jesús, Verbo encarnado, logramos comprender la grandeza de nuestra propia humanidad, el misterio de nuestra vida en la tierra y el sublime destino que nos aguarda en el cielo (cf. Gaudium et spes, 24). La fe nos enseña también que somos criaturas de Dios, hechas a su imagen y semejanza, dotadas de una dignidad inviolable y llamadas a la vida eterna. Allí donde se empequeñece al hombre, el mundo que nos rodea queda mermado, pierde su significado último y falla su objetivo. Lo que brota de ahí es una cultura no de la vida, sino de la muerte. ¿Cómo se puede considerar a esto un «progreso»? Al contrario, es un paso atrás, una forma de retroceso, que en último término seca las fuentes mismas de la vida, tanto de las personas como de toda la sociedad.

Sabemos que al final –como vio claramente san Ignacio de Loyola– el único patrón verdadero con el cual se puede medir toda realidad humana es la Cruz y su mensaje de amor inmerecido que triunfa sobre el mal, el pecado y la muerte, que crea vida nueva y alegría perpetua. La Cruz revela que únicamente nos encontramos a nosotros mismos cuando entregamos nuestras vidas, acogemos el amor de Dios como don gratuito y actuamos para llevar a todo hombre y mujer a la belleza del amor y a la luz de la verdad que salvan al mundo.

En esta verdad –el misterio de la fe– es en la que hemos sido consagrados (cf. Jn 17,17-19), y en esta verdad es en la que estamos llamados a crecer, con la ayuda de la gracia de Dios, en fidelidad cotidiana a su palabra, en la comunión vivificante de la Iglesia. Y, sin embargo, qué difícil es este camino de consagración. Exige una continua «conversión», un morir sacrificial a sí mismos que es la condición para pertenecer plenamente a Dios, una transformación de la mente y del corazón que conduce a la verdadera libertad y a una nueva amplitud de miras. La liturgia de hoy nos ofrece un símbolo elocuente de aquella transformación espiritual progresiva a la que cada uno de nosotros está invitado. La aspersión del agua, la proclamación de la Palabra de Dios, la invocación de todos los Santos, la plegaria de consagración, la unción y la purificación del altar, su revestimiento de blanco y su ornato de luz, todos estos ritos nos invitan a revivir nuestra propia consagración bautismal. Nos invitan a rechazar el pecado y sus seducciones, y a beber cada vez más profundamente del manantial vivificante de la gracia de Dios.

sábado, 26 de marzo de 2016

Benedicto XVI, Dedicación del altar, ofrecernos como Cristo en la cruz (2008).

Textos de Benedicto XVI

Dedicación del altar, ofrecernos como Cristo en la cruz

Homilía de la Santa Misa en la catedral de Santa María (Sydney), 19 de julio de 2008

(...) Nos disponemos a celebrar la dedicación del nuevo altar de esta venerable catedral. Como nos recuerda de forma elocuente el frontal esculpido, todo altar es símbolo de Jesucristo, presente en su Iglesia como sacerdote, víctima y altar (cf. Prefacio pascual V). Crucificado, sepultado y resucitado de entre los muertos, devuelto a la vida en el Espíritu y sentado a la derecha del Padre, Cristo ha sido constituido nuestro Sumo Sacerdote, que intercede por nosotros eternamente. En la liturgia de la Iglesia, y sobre todo en el sacrificio de la Misa ofrecido en los altares del mundo, Él nos invita, como miembros de su Cuerpo Místico, a compartir su autooblación. Él nos llama, como pueblo sacerdotal de la nueva y eterna Alianza, a ofrecer en unión con Él nuestros sacrificios cotidianos para la salvación del mundo.

En la liturgia de hoy, la Iglesia nos recuerda que, como este altar, también nosotros fuimos consagrados, puestos «aparte» para el servicio de Dios y la edificación de su Reino. Sin embargo, con mucha frecuencia nos encontramos inmersos en un mundo que quisiera dejar a Dios «aparte». En nombre de la libertad y la autonomía humana, se pasa en silencio sobre el nombre de Dios, la religión se reduce a devoción personal y se elude la fe en los ámbitos públicos. A veces, dicha mentalidad, tan diametralmente opuesta a la esencia del Evangelio, puede ofuscar incluso nuestra propia comprensión de la Iglesia y de su misión. También nosotros podemos caer en la tentación de reducir la vida de fe a una cuestión de mero sentimiento, debilitando así su poder de inspirar una visión coherente del mundo y un diálogo riguroso con otras muchas visiones que compiten en la conquista de las mentes y los corazones de nuestros contemporáneos.

Y, sin embargo, la historia, también la de nuestro tiempo, nos demuestra que la cuestión de Dios jamás puede ser silenciada y que la indiferencia respecto a la dimensión religiosa de la existencia humana acaba disminuyendo y traicionando al hombre mismo. ¿No es quizás éste el mensaje proclamado por la maravillosa arquitectura de esta catedral? ¿No es quizás éste el misterio de la fe que se anuncia desde este altar en cada celebración de la Eucaristía? La fe nos enseña que en Cristo Jesús, Verbo encarnado, logramos comprender la grandeza de nuestra propia humanidad, el misterio de nuestra vida en la tierra y el sublime destino que nos aguarda en el cielo (cf. Gaudium et spes, 24). La fe nos enseña también que somos criaturas de Dios, hechas a su imagen y semejanza, dotadas de una dignidad inviolable y llamadas a la vida eterna. Allí donde se empequeñece al hombre, el mundo que nos rodea queda mermado, pierde su significado último y falla su objetivo. Lo que brota de ahí es una cultura no de la vida, sino de la muerte. ¿Cómo se puede considerar a esto un «progreso»? Al contrario, es un paso atrás, una forma de retroceso, que en último término seca las fuentes mismas de la vida, tanto de las personas como de toda la sociedad.

Sabemos que al final –como vio claramente san Ignacio de Loyola– el único patrón verdadero con el cual se puede medir toda realidad humana es la Cruz y su mensaje de amor inmerecido que triunfa sobre el mal, el pecado y la muerte, que crea vida nueva y alegría perpetua. La Cruz revela que únicamente nos encontramos a nosotros mismos cuando entregamos nuestras vidas, acogemos el amor de Dios como don gratuito y actuamos para llevar a todo hombre y mujer a la belleza del amor y a la luz de la verdad que salvan al mundo.

En esta verdad –el misterio de la fe– es en la que hemos sido consagrados (cf. Jn 17,17-19), y en esta verdad es en la que estamos llamados a crecer, con la ayuda de la gracia de Dios, en fidelidad cotidiana a su palabra, en la comunión vivificante de la Iglesia. Y, sin embargo, qué difícil es este camino de consagración. Exige una continua «conversión», un morir sacrificial a sí mismos que es la condición para pertenecer plenamente a Dios, una transformación de la mente y del corazón que conduce a la verdadera libertad y a una nueva amplitud de miras. La liturgia de hoy nos ofrece un símbolo elocuente de aquella transformación espiritual progresiva a la que cada uno de nosotros está invitado. La aspersión del agua, la proclamación de la Palabra de Dios, la invocación de todos los Santos, la plegaria de consagración, la unción y la purificación del altar, su revestimiento de blanco y su ornato de luz, todos estos ritos nos invitan a revivir nuestra propia consagración bautismal. Nos invitan a rechazar el pecado y sus seducciones, y a beber cada vez más profundamente del manantial vivificante de la gracia de Dios.

viernes, 25 de marzo de 2016

Benedicto XVI, los ministerios litúrgicos son un servicio (2006).

Textos de Benedicto XVI

Los ministerios litúrgicos son un servicio

Discurso a los obispos de la Conferencia Episcopal de Alemania en visita ad limina apostolorum, 18 de noviembre de 2006

En el discurso al primer grupo de obispos alemanes ya aludí brevemente a los múltiples servicios litúrgicos que los laicos pueden desempeñar hoy en la Iglesia: el de ministro extraordinario de la sagrada Comunión, al que se suman el de lector y el de guía de la liturgia de la Palabra. No quisiera tratar de nuevo este tema. Es importante que estas tareas no se realicen reivindicándolas casi como un derecho, sino con espíritu de servicio. La liturgia nos llama a todos al servicio de Dios, por Dios y por los hombres, en el que no busquemos exhibirnos sino presentarnos con humildad ante Dios y dejarnos iluminar por su luz.

jueves, 24 de marzo de 2016

Benedicto XVI, La homilía compete al ministro ordenado (2006).

Textos de Benedicto XVI

Discurso a los obispos de la Conferencia Episcopal de Alemania en visita ad limina apostolorum, 10 de noviembre 2006


Por último, quisiera abordar aún un problema tan urgente como cargado de emotividad: la relación entre sacerdotes y laicos en el cumplimiento de la misión de la Iglesia. Descubrimos cada vez más en nuestra cultura secular cuán importante es la colaboración activa de los laicos para la vida de la Iglesia. Deseo dar gracias de corazón a todos los laicos que, en virtud de la fuerza del bautismo, sostienen de modo vivo a la Iglesia. Precisamente porque el testimonio activo de los laicos es tan importante, es igualmente importante que no se confundan los rasgos específicos de las diversas misiones.

La homilía durante la santa misa compete al ministerio ordenado. Cuando hay un número suficiente de sacerdotes y de diáconos, les corresponde a ellos la distribución de la sagrada Comunión. Además, se sigue pidiendo que los laicos puedan realizar las funciones de guía pastoral. A este respecto, no podemos discutir las cuestiones relacionadas sólo a la luz de la conveniencia pastoral, puesto que aquí se trata de verdades de la fe, es decir, de la estructura sacramental jerárquica querida por Jesucristo para su Iglesia. Dado que la Iglesia se funda en la voluntad de Cristo, así como la autoridad apostólica se funda en su mandato, no pueden ser alteradas por los hombres.

Sólo el sacramento del Orden autoriza a quien lo recibe a hablar y obrar in persona Christi. Queridos hermanos, esto es lo que se debe inculcar siempre con gran paciencia y sabiduría, sacando después las debidas consecuencias.

miércoles, 23 de marzo de 2016

Benedicto XVI, El sacerdote ministro de la Palabra, la homilía (2006).

Textos de Benedicto XVI

El sacerdote ministro de la Palabra, la homilía.

Discurso en el encuentro con obispos de Suiza, Sala Bolonia, 7 de noviembre de 2006

(...) Ahora paso a hacer algunas observaciones sobre el “culto divino”. A este respecto, el Año de la Eucaristía ha dado buenos resultados. Puedo decir que la exhortación postsinodal ya va muy adelantada. Seguramente constituirá un gran enriquecimiento. Además, se publicó el documento de la Congregación para el culto divino sobre la correcta celebración de la Eucaristía, algo muy importante. Creo que, por todo ello, cada vez resulta más claro que la liturgia no es una “auto-manifestación” de la comunidad, la cual, como se dice, entra en escena en ella, sino que, por el contrario, es el salir la comunidad de sí misma y acceder al gran banquete de los pobres, entrar en la gran comunidad viva, en la que Dios mismo nos alimenta.

Todos deberían tomar nueva conciencia de este carácter universal de la liturgia. En la Eucaristía recibimos algo que nosotros no podemos hacer; entramos en algo más grande, que se hace nuestro precisamente cuando nos entregamos a él tratando de celebrar la liturgia realmente como liturgia de la Iglesia.

Luego, relacionado con esto, está el famoso problema de la homilía. Desde el punto de vista puramente funcional, puedo entenderlo muy bien: tal vez el párroco está cansado o ya ha predicado muchas veces, o es anciano y sus tareas son superiores a sus fuerzas. Entonces, si hay un asistente para la pastoral que es capaz de interpretar la palabra de Dios de modo convincente, surge espontáneamente la pregunta: ¿por qué no debería hablar el asistente para la pastoral, si lo puede hacer mejor y así la gente sacará mayor provecho?

Pero precisamente esta es la visión puramente funcional. En cambio, hay que tener en cuenta el hecho de que la homilía no es una interrupción de la liturgia para hacer un discurso, sino que pertenece al acontecimiento sacramental, actualizando la palabra de Dios en el presente de esta comunidad. Es el momento en que esta comunidad, como sujeto, quiere verdaderamente verse comprometida en la escucha y la acogida de la Palabra. Esto significa que la homilía misma forma parte del misterio, de la celebración del misterio y, por consiguiente, no se puede separar de él.

Sin embargo, creo que también es importante sobre todo que el sacerdote no se limite al sacramento y a la jurisdicción –la convicción de que todas las demás funciones podrían realizarlas también otras personas–, sino que se conserve la integridad de su ministerio. El sacerdocio sólo es una vocación hermosa cuando se tiene una misión integral que cumplir, de la que no se pueden quitar algunas funciones. Y desde siempre, incluso en el culto del Antiguo Testamento, forma parte de esta misión el deber del sacerdote de unir al sacrificio la Palabra, la cual es parte integrante del conjunto.

Desde el punto de vista meramente práctico, ciertamente debemos tratar de proporcionar a los sacerdotes la ayuda necesaria para que puedan desempeñar de modo correcto también el ministerio de la Palabra. En principio, es muy importante esta unidad interior tanto de la esencia de la celebración eucarística como de la esencia del ministerio sacerdotal.

martes, 22 de marzo de 2016

Benedicto XVI, el sacerdocio ministerial es irreemplazable (2006).

Textos de Benedicto XVI

El sacerdocio ministerial es irreemplazable

Discurso a los obispos de la Conferencia Episcopal de Canadá - Québec, en visita “ad limina apostolorum”, 11 de mayo de 2006

Sin embargo, la disminución del número de sacerdotes, que hace a veces imposible la celebración de la misa dominical en ciertos lugares, pone en peligro de manera preocupante el lugar de la sacramentalidad en la vida de la Iglesia. Las necesidades de la organización pastoral no deben poner en peligro la autenticidad de la eclesiología que se expresa en ella. No se debe restar importancia al papel central del sacerdote, que in persona Christi capitis enseña, santifica y gobierna a la comunidad. El sacerdocio ministerial es indispensable para la existencia de una comunidad eclesial. La importancia del papel de los laicos, a quienes agradezco su generosidad al servicio de las comunidades cristianas, no debe ocultar nunca el ministerio absolutamente irreemplazable de los sacerdotes para la vida de la Iglesia. Por tanto, el ministerio del sacerdote no puede encomendarse a otras personas sin perjudicar de hecho la autenticidad del ser mismo de la Iglesia. Además, ¿cómo podrían los jóvenes sentir el deseo de llegar a ser sacerdotes si el papel del ministerio ordenado no está claramente definido y reconocido?

lunes, 21 de marzo de 2016

Benedicto XVI, la tarea sacerdotal de santificar mediante los sacramentos y el culto de la Iglesia (2010).

Textos de Benedicto XVI

Audiencia general, Plaza de San Pedro, 5 de mayo de 2010, Munus sanctificandi

(...) El domingo pasado, en mi visita pastoral a Turín, tuve la alegría de estar en oración ante la Sábana Santa, uniéndome a los más de dos millones de peregrinos que han podido contemplarla durante la solemne ostensión de estos días. Ese lienzo sagrado puede nutrir y alimentar la fe, y reavivar la piedad cristiana, porque impulsa a ir al Rostro de Cristo, al Cuerpo del Cristo crucificado y resucitado, a contemplar el Misterio pascual, centro del mensaje cristiano. Del Cuerpo de Cristo resucitado, vivo y operante en la historia (cf. Rm 12, 5), nosotros, queridos hermanos y hermanas, somos miembros vivos, cada uno según la propia función, es decir, con la tarea que el Señor ha querido encomendarnos. Hoy, en esta catequesis, quiero volver a recordar las tareas específicas de los sacerdotes, que, según la tradición, son esencialmente tres: enseñar, santificar y gobernar. En una de las catequesis anteriores hablé sobre la primera de estas tres misiones: la enseñanza, el anuncio de la verdad, el anuncio del Dios revelado en Cristo, o –con otras palabras– la tarea profética de poner al hombre en contacto con la verdad, de ayudarlo a conocer lo esencial de su vida, de la realidad misma.

Hoy quiero reflexionar brevemente con vosotros en la segunda tarea que tiene el sacerdote, la de santificar a los hombres, sobre todo mediante los sacramentos y el culto de la Iglesia. Aquí, ante todo, debemos preguntarnos: ¿Qué significa la palabra «santo»? La respuesta es: «Santo» es la cualidad específica del ser de Dios, es decir, absoluta verdad, bondad, amor, belleza: luz pura. Santificar a una persona significa, por tanto, ponerla en contacto con Dios, con su ser luz, verdad, amor puro. Es obvio que esta relación transforma a la persona. En la antigüedad existía esta firme convicción: nadie puede ver a Dios sin morir en seguida. La fuerza de verdad y de luz es demasiado grande. Si el hombre toca esta corriente absoluta, no sobrevive. Por otra parte, también existía la convicción de que sin un mínimo contacto con Dios el hombre no puede vivir. Verdad, bondad, amor son condiciones fundamentales de su ser. La cuestión es: ¿Cómo puede el hombre encontrar ese contacto con Dios, que es fundamental, sin morir arrollado por la grandeza del ser divino? La fe de la Iglesia nos dice que Dios mismo crea este contacto, que nos transforma poco a poco en verdaderas imágenes de Dios.

Así llegamos de nuevo a la tarea del sacerdote de «santificar». Ningún hombre por sí mismo, partiendo de sus propias fuerzas, puede poner a otro en contacto con Dios. El don, la tarea de crear este contacto, es parte esencial de la gracia del sacerdocio. Esto se realiza en el anuncio de la Palabra de Dios, en la que su luz nos sale al encuentro. Se realiza de un modo particularmente denso  en los sacramentos. La inmersión en el Misterio pascual de muerte y resurrección de Cristo acontece en el Bautismo, se refuerza en la Confirmación y en la Reconciliación, se alimenta en la Eucaristía, sacramento que edifica a la Iglesia como Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo, Templo del Espíritu Santo (cf. Juan Pablo II, Pastores gregis, 32). Por tanto, es Cristo mismo quien nos hace santos, es decir, nos atrae a la esfera de Dios. Pero como acto de su infinita misericordia llama a algunos a «estar» con él (cf. Mc 3, 14) y a convertirse, mediante el sacramento del Orden, pese a su pobreza humana, en partícipes de su mismo sacerdocio, ministros de esta santificación, dispensadores de sus misterios, «puentes» del encuentro con él, de su mediación entre Dios y los hombres, y entre los hombres y Dios (cf. Presbyterorum ordinis, 5).

En las últimas décadas ha habido tendencias orientadas a hacer prevalecer, en la identidad y la misión del sacerdote, la dimensión del anuncio, separándola de la de la santificación; con frecuencia se ha afirmado que sería necesario superar una pastoral meramente sacramental. Pero ¿es posible ejercer auténticamente el ministerio sacerdotal «superando» la pastoral sacramental? ¿Qué significa propiamente para los sacerdotes evangelizar? ¿En qué consiste el así llamado «primado del anuncio»? Como narran los Evangelios, Jesús afirma que el anuncio del reino de Dios es el objetivo de su misión; pero este anuncio no es sólo un «discurso», sino que incluye, al mismo tiempo, su mismo actuar; los signos, los milagros que Jesús realiza indican que el Reino viene como realidad presente y que coincide en última instancia con su persona, con el don de sí mismo, como hemos escuchado hoy en la liturgia del Evangelio. Y lo mismo vale para el ministro ordenado: él, el sacerdote, representa a Cristo, al Enviado del Padre, continúa su misión, mediante la «palabra» y el «sacramento», en esta totalidad de cuerpo y alma, de signo y palabra. San Agustín, en una carta al obispo Honorato de Thiabe, refiriéndose a los sacerdotes afirma: «Hagan, por tanto, los servidores de Cristo, los ministros de la palabra y del sacramento de él, lo que él mandó o permitió» (Epist. 228, 2). Es necesario reflexionar si, en algunos casos, haber subestimado el ejercicio fiel del munus sanctificandi, no ha constituido quizá un debilitamiento de la fe misma en la eficacia salvífica de los sacramentos y, en definitiva, en el obrar actual de Cristo y de su Espíritu, a través de la Iglesia, en el mundo.

Por consiguiente, ¿quién salva al mundo y al hombre? La única respuesta que podemos dar es: Jesús de Nazaret, Señor y Cristo, crucificado y resucitado. Y ¿dónde se actualiza el Misterio de la muerte y resurrección de Cristo, que trae la salvación? En la acción de Cristo mediante la Iglesia, en particular en el sacramento de la Eucaristía, que hace presente la ofrenda sacrificial redentora del Hijo de Dios; en el sacramento de la Reconciliación, en el que de la muerte del pecado se vuelve a la vida nueva; y en cualquier otro acto sacramental de santificación (cf. Presbyterorum ordinis, 5). Es importante, por tanto, promover una catequesis adecuada para ayudar a los fieles a comprender el valor de los sacramentos, pero asimismo es necesario, siguiendo el ejemplo del santo cura de Ars, ser generosos, estar disponibles y atentos para comunicar a los hermanos los tesoros de gracia que Dios ha puesto en nuestras manos, y de los cuales no somos «dueños», sino custodios y administradores. Sobre todo en nuestro tiempo, en el cual, por un lado, parece que la fe se va debilitando y, por otro, emergen una profunda necesidad y una búsqueda generalizada de espiritualidad, es preciso que todo sacerdote recuerde que en su misión el anuncio misionero y el culto y los sacramentos nunca van separados, y promueva una sana pastoral sacramental, para formar al pueblo de Dios y ayudarlo a vivir en plenitud la liturgia, el culto de la Iglesia, los sacramentos como dones gratuitos de Dios, actos libres y eficaces de su acción de salvación.

Como recordé en la santa Misa crismal de este año: «El sacramento es el centro del culto de la Iglesia. Sacramento significa, en primer lugar, que no somos los hombres los que hacemos algo, sino que es Dios el que se anticipa y viene a nuestro encuentro con su actuar, nos mira y nos conduce hacia él. (...) Dios nos toca por medio de realidades materiales (...) que él toma a su servicio, convirtiéndolas en instrumentos del encuentro entre nosotros y él mismo» (Misa crismal, 1  de abril de 2010: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 11 de abril de 2010, p. 2). La verdad según la cual en el sacramento «no somos los hombres los que hacemos algo» concierne, y debe concernir, también a la conciencia sacerdotal: cada presbítero sabe bien que es instrumento necesario para la acción salvífica de Dios, pero siempre instrumento. Esta conciencia debe llevar a ser humildes y generosos en la administración de los Sacramentos, en el respeto de las normas canónicas, pero también en la profunda convicción de que la propia misión es hacer que todos los hombres, unidos a Cristo, puedan ofrecerse como hostia viva y santa, agradable a Dios (cf. Rm 12, 1). San Juan María Vianney también es ejemplar acerca del primado del munus sanctificandi y de la correcta interpretación de la pastoral sacramental: Un día, frente a un hombre que decía que no tenía fe y deseaba discutir con él, el párroco respondió: «¡Oh Amigo mío!, vas mal encaminado, yo no sé razonar..., pero si necesitas consolación, ponte allí... (indicaba con su dedo el inexorable escabel [del confesionario]) y, créeme, muchos se han arrodillado allí antes que tú y no se han arrepentido» (cf. Monnin A., Il Curato d'Ars. Vita di Gian-Battista-Maria Vianney, vol. I, Turín 1870, pp. 163-164).

Queridos sacerdotes, vivid con alegría y con amor la liturgia y el culto: es acción que Cristo resucitado realiza con la potencia del Espíritu Santo en nosotros, con nosotros y por nosotros. Quiero renovar la invitación que hice recientemente a «volver al confesionario, como lugar en el cual celebrar el sacramento de la Reconciliación, pero también como lugar en el que “habitar” más a menudo, para que el fiel pueda encontrar misericordia, consejo y consuelo, sentirse amado y comprendido por Dios y experimentar la presencia de la Misericordia divina, junto a la presencia real en la Eucaristía» (Discurso a la Penitenciaría apostólica, 11 de marzo de 2010: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de marzo de 2010, p. 5). Y también quiero invitar a todos los sacerdotes a celebrar y vivir con intensidad la Eucaristía, que está en el centro de la tarea de santificar; es Jesús que quiere estar con nosotros, vivir en nosotros, darse a sí mismo, mostrarnos la infinita misericordia y ternura de Dios; es el único Sacrificio de amor de Cristo que se hace presente, se realiza entre nosotros y llega hasta el trono de la Gracia, a la presencia de Dios, abraza a la humanidad y nos une a él (cf. Discurso al clero de Roma, 18 de febrero de 2010). Y el sacerdote está llamado a ser ministro de este gran Misterio, en el sacramento y en la vida. Aunque «la gran tradición eclesial con razón ha desvinculado la eficacia sacramental de la situación existencial concreta del sacerdote, salvaguardando así adecuadamente las legítimas expectativas de los fieles», eso no quita nada «a la necesaria, más aún, indispensable tensión hacia la perfección moral, que debe existir en todo corazón auténticamente sacerdotal»: el pueblo de Dios espera de sus pastores también un ejemplo de fe y un testimonio de santidad (cf. Discurso a la plenaria de la Congregación para el clero, 16 de marzo de 2009: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 20 de marzo de 2009, p. 5). En la celebración de los santos misterios es donde el sacerdote encuentra la raíz de su santificación (cf. Presbyterorum ordinis, 12-13).

Queridos amigos, sed conscientes del gran don que los sacerdotes constituyen para la Iglesia y para el mundo; mediante su ministerio, el Señor sigue salvando a los hombres, haciéndose presente, santificando. Estad agradecidos a Dios, y sobre todo estad cerca de vuestros sacerdotes con la oración y con el apoyo, especialmente en las dificultades, a fin de que sean cada vez más pastores según el corazón de Dios. Muchas gracias.

domingo, 20 de marzo de 2016

Benedicto XVI La comunión con Jesús en la Palabra, el Bautismo y la Eucaristía (2008).

Textos de Benedicto XVI

La comunión con Jesús en la Palabra, el Bautismo y la Eucaristía.

Audiencia general, Aula Pablo VI, 10 de diciembre de 2008. San Pablo (16) El papel de los Sacramentos

(...) Siguiendo a san Pablo, en la catequesis del miércoles pasado vimos dos datos. El primero es que nuestra historia humana, desde sus inicios, está contaminada por el abuso de la libertad creada, que quiere emanciparse de la Voluntad divina. Y así no encuentra la verdadera libertad, sino que se opone a la verdad y, en consecuencia, falsifica nuestras realidades humanas. Y falsifica sobre todo las relaciones fundamentales: la relación con Dios, la relación entre hombre y mujer, y la relación entre el hombre y la tierra. Dijimos que esta contaminación de nuestra historia se difunde en todo su entramado y que este defecto heredado fue aumentando y ahora es visible por doquier. Este era el primer dato.
El segundo es este: de san Pablo hemos aprendido que en Jesucristo, que es hombre y Dios, existe un nuevo inicio en la historia y de la historia. Con Jesús, que viene de Dios, comienza una nueva historia formada por su sí al Padre y, por eso, no fundada en la soberbia de una falsa emancipación, sino en el amor y en la verdad.
Pero ahora se plantea la cuestión: ¿Cómo podemos entrar nosotros en este nuevo inicio, en esta nueva historia? ¿Cómo me llega a mí esta nueva historia? A la primera historia contaminada estamos vinculados inevitablemente por nuestra descendencia biológica, pues todos pertenecemos al único cuerpo de la humanidad. Pero, ¿cómo se realiza la comunión con Jesús, el nuevo nacimiento para entrar a formar parte de la nueva humanidad? ¿Cómo llega Jesús a mi vida, a mi ser? La respuesta fundamental de san Pablo, de todo el Nuevo Testamento, es esta: llega por obra del Espíritu Santo. Si la primera historia se pone en marcha, por decirlo así, con la biología, la segunda la pone en marcha el Espíritu Santo, el Espíritu de Cristo resucitado. Este Espíritu creó en Pentecostés el inicio de la nueva humanidad, de la nueva comunidad, la Iglesia, el Cuerpo de Cristo. Pero debemos ser aún más concretos: este Espíritu de Cristo, el Espíritu Santo, ¿cómo puede llegar a ser Espíritu mío? La respuesta es lo que acontece de tres modos, íntimamente relacionados entre sí. El primero es: el Espíritu de Cristo llama a las puertas de mi corazón, me toca en mi interior. Pero, dado que la nueva humanidad debe ser un verdadero cuerpo; dado que el Espíritu debe reunirnos y crear realmente una comunidad; dado que es característico del nuevo inicio superar las divisiones y crear la agregación de los elementos dispersos, este Espíritu de Cristo se sirve de dos elementos de agregación visible: de la Palabra del anuncio y de los sacramentos, en particular el Bautismo y la Eucaristía.
En la carta a los Romanos dice san Pablo: “Si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo” (Rm 10, 9), es decir, entrarás en la nueva historia, historia de vida y no de muerte. Luego san Pablo prosigue: “Pero ¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Cómo creerán en aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique? Y ¿cómo predicarán si no son enviados?” (Rm 10, 14-15). Y dos versículos después añade: “La fe viene de la escucha” (Rm 10, 17).
Así pues, la fe no es producto de nuestro pensamiento, de nuestra reflexión; es algo nuevo, que no podemos inventar, sino que recibimos como don, como una novedad producida por Dios. Y la fe no viene de la lectura, sino de la escucha. No es algo sólo interior, sino una relación con Alguien. Supone un encuentro con el anuncio, supone la existencia de otro que anuncia y crea comunión.
Y, por último, el anuncio: el que anuncia no habla en nombre propio, sino que es enviado. Está dentro de una estructura de misión que comienza con Jesús, enviado por el Padre; pasa por los Apóstoles –la palabra apóstoles significa precisamente “enviados”–; y prosigue en el ministerio, en las misiones transmitidas por los Apóstoles. El nuevo entramado de la historia se manifiesta en esta estructura de las misiones, en la que en definitiva escuchamos que nos habla Dios mismo, su Palabra personal; el Hijo habla con nosotros, llega hasta nosotros. La Palabra se hizo carne, Jesús, para crear realmente una nueva humanidad. Por eso, la palabra del anuncio se transforma en sacramento en el Bautismo, que es volver a nacer del agua y del Espíritu, como dirá san Juan.
En el capítulo sexto de la carta a los Romanos, san Pablo habla del Bautismo de un modo muy profundo. Hemos escuchado el texto. Pero tal vez conviene repetirlo: “¿Ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el Bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Rm 6, 3-4).
Naturalmente, en esta catequesis no puedo entrar en una interpretación detallada de este texto no fácil. Sólo quiero notar brevemente tres datos. El primero: “Hemos sido bautizados” es voz pasiva. Nadie puede bautizarse a sí mismo, necesita a otro. Nadie puede hacerse cristiano por sí mismo. Llegar a ser cristianos es un proceso pasivo. Sólo otro nos puede hacer cristianos. Y este “otro” que nos hace cristianos, que nos da el don de la fe, es en primera instancia la comunidad de los creyentes, la Iglesia. De la Iglesia recibimos la fe, el Bautismo. Si no nos dejamos formar por esta comunidad, no llegamos a ser cristianos. Un cristianismo autónomo, auto-producido, es una contradicción en sí mismo.
Como acabo de decir, en primera instancia, este “otro” es la comunidad de los creyentes, la Iglesia; pero en segunda instancia, esta comunidad tampoco actúa por sí misma, no actúa según sus propias ideas y deseos. También la comunidad vive en el mismo proceso pasivo: sólo Cristo puede constituir a la Iglesia. Cristo es el verdadero donante de los sacramentos. Este es el primer punto: nadie se bautiza a sí mismo; nadie se hace a sí mismo cristiano. Cristianos se llega a ser.
El segundo dato es este: el Bautismo es algo más que un baño. Es muerte y resurrección. San Pablo mismo, en la carta a los Gálatas, hablando del viraje de su vida que se produjo en el encuentro con Cristo resucitado, lo describe con la palabra: “estoy muerto”. En ese momento comienza realmente una nueva vida. Llegar a ser cristianos es algo más que una operación cosmética, que añadiría algo de belleza a una existencia ya más o menos completa. Es un nuevo inicio, es volver a nacer: muerte y resurrección. Obviamente, en la resurrección vuelve a emerger lo que había de bueno en la existencia anterior.
El tercer dato es: la materia forma parte del sacramento. El cristianismo no es una realidad puramente espiritual. Implica el cuerpo. Implica el cosmos. Se extiende hacia la nueva tierra y los nuevos cielos. Volvamos a las últimas palabras del texto de san Pablo: así –dice– podemos “caminar en una vida nueva”. Se trata de un punto de examen de conciencia para todos nosotros: caminar en una vida nueva. Esto por el Bautismo.
Pasemos ahora al sacramento de la Eucaristía. En otras catequesis ya he puesto de relieve el profundo respeto con el que san Pablo transmite verbalmente la tradición sobre la Eucaristía, que recibió de los mismos testigos de la última noche. Transmite esas palabras como un valioso tesoro encomendado a su fidelidad. Así, en esas palabras escuchamos realmente a los testigos de la última noche. Escuchemos las palabras del Apóstol: “Porque yo recibí del Señor lo que os he transmitido: que el Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan, y después de dar gracias, lo partió y dijo: “Esto es mi cuerpo, que se da por vosotros; haced esto en memoria mía”. Asimismo, después de cenar, tomó el cáliz diciendo: “Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre. Cuantas veces lo bebáis, hacedlo en memoria mía”“ (1 Co 11, 23-25). Es un texto inagotable.
También aquí, en esta catequesis, hago sólo dos observaciones. San Pablo transmite las palabras del Señor sobre el cáliz así: este cáliz es “la nueva alianza en mi sangre”. En estas palabras se esconde una alusión a dos textos fundamentales del Antiguo Testamento. En primer lugar se alude a la promesa de una nueva alianza en el Libro del profeta Jeremías. Jesús dice a los discípulos y nos dice a nosotros: ahora, en esta hora, conmigo y con mi muerte se realiza la nueva alianza; con mi sangre comienza en el mundo esta nueva historia de la humanidad.
Pero en esas palabras también se encuentra una alusión al momento de la alianza del Sinaí, donde Moisés dijo: “Esta es la sangre de la alianza que el Señor ha hecho con vosotros, según todas estas palabras” (Ex 24, 8). Allí se trataba de sangre de animales. La sangre de animales sólo podía ser expresión de un deseo, espera del verdadero sacrificio, del verdadero culto. Con el don del cáliz el Señor nos da el verdadero sacrificio. El único sacrificio verdadero es el amor del Hijo. Con el don de este amor, un amor eterno, el mundo entra en la nueva alianza. Celebrar la Eucaristía significa que Cristo se nos da a sí mismo, nos da su amor, para conformarnos a sí mismo y para crear así el mundo nuevo.
El segundo aspecto importante de la doctrina sobre la Eucaristía se encuentra también en la primera carta a los Corintios donde san Pablo dice: “El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo? Porque, dado que hay un solo pan, nosotros, aun siendo muchos, somos un solo cuerpo, pues todos participamos de un solo pan” (1 Co 10, 16-17). En estas palabras se ponen de manifiesto a la vez el carácter personal y el carácter social del sacramento de la Eucaristía.
Cristo se une personalmente a cada uno de nosotros, pero el mismo Cristo se une también al hombre y a la mujer que están a mi lado. Y el pan es para mí y también para los otros. De este modo Cristo nos une a todos a sí, y nos une a todos nosotros, unos con otros. En la Comunión recibimos a Cristo. Pero Cristo se une también a mi prójimo. Cristo y el prójimo son inseparables en la Eucaristía. Así, todos somos un solo pan, un solo cuerpo. Una Eucaristía sin solidaridad con los demás es un abuso. Y aquí estamos también en la raíz y a la vez en el centro de la doctrina sobre la Iglesia como Cuerpo de Cristo, de Cristo resucitado.
Veamos también todo el realismo de esta doctrina. En la Eucaristía Cristo nos da su cuerpo, se da a sí mismo en su cuerpo y así nos transforma en su cuerpo, nos une a su cuerpo resucitado.
Cuando el hombre come pan normal, por el proceso de la digestión ese pan se convierte en parte de su cuerpo, transformado en sustancia de vida humana. Pero en la sagrada Comunión se realiza el proceso inverso. Cristo, el Señor, nos asimila a sí, nos introduce en su Cuerpo glorioso y así todos juntos llegamos a ser su Cuerpo.
Quien lee solamente el capítulo 12 de la primera carta a los Corintios y el capítulo 12 de la carta a los Romanos podría pensar que las palabras sobre el Cuerpo de Cristo como organismo de los carismas constituyen sólo una especie de parábola sociológico-teológica. En realidad, en el ámbito romano de la política, el Estado mismo usaba esta parábola del cuerpo con miembros diversos que forman una unidad, para decir que el Estado es un organismo en el que cada uno tiene una función, que la multiplicidad y la diversidad de funciones forman un cuerpo y en él cada uno tiene su lugar.
Leyendo solamente el capítulo 12 de la primera carta a los Corintios, se podría pensar que san Pablo se limita a aplicar esto a la Iglesia, que también se trata sólo de una concepción sociológica de la Iglesia. Pero, teniendo presente también el capítulo 10, vemos que el realismo de la Iglesia es muy diferente, mucho más profundo y verdadero que el de un Estado-organismo.
Porque Cristo da realmente su cuerpo y nos hace su cuerpo. Llegamos a estar realmente unidos al Cuerpo resucitado de Cristo, y así unidos unos a otros. La Iglesia no es sólo una corporación como el Estado, es un cuerpo. No es simplemente una organización, sino un verdadero organismo.
Por último, añado unas pocas palabras sobre el sacramento del Matrimonio. En la carta a los Corintios se encuentran sólo algunas alusiones, mientras que la carta a los Efesios desarrolló realmente una profunda teología del Matrimonio. En ella san Pablo define el Matrimonio: un “gran misterio”. Lo dice “respecto a Cristo y la Iglesia” (Ef 5, 32). Conviene notar en este paso una reciprocidad que se configura en una dimensión vertical. La sumisión mutua debe adoptar el lenguaje del amor, cuyo modelo es el amor de Cristo a la Iglesia. Esta relación entre Cristo y la Iglesia hace que tenga prioridad el aspecto teologal del amor matrimonial, exalta la relación afectiva entre los esposos.
Un auténtico matrimonio se vivirá bien si en el crecimiento humano y afectivo constante los esposos se esfuerzan por mantenerse siempre unidos a la eficacia de la Palabra y al significado del Bautismo. Cristo ha santificado a la Iglesia, purificándola por medio del baño del agua, acompañado por la Palabra. La participación en el cuerpo y la sangre del Señor no hace más que fortificar, además de visualizar, una unión hecha indisoluble por la gracia.
Y al final escuchemos las palabras de san Pablo a los Filipenses: “El Señor está cerca” (Flp 4, 5). Me parece que hemos entendido que, mediante la Palabra y los sacramentos, en toda nuestra vida el Señor está cerca. Pidámosle que esta cercanía siempre nos toque en lo más íntimo de nuestro ser, a fin de que nazca la alegría, la alegría que nace cuando Jesús está realmente cerca.

sábado, 19 de marzo de 2016

Benedicto XVI, La Eucaristía memorial del sacrificio de la Cruz (2007).

Textos de Benedicto XVI

La Eucaristía, memorial del sacrificio de la cruz

Homilía Santa Misa «in cena Domini», 5 de abril de 2007

(...) San Juan Crisóstomo, en sus catequesis eucarísticas, escribió en cierta ocasión: ¿Qué dices, Moisés? ¿Que la sangre de un cordero purifica a los hombres? ¿Que los salva de la muerte? ¿Cómo puede purificar a los hombres la sangre de un animal? ¿Cómo puede salvar a los hombres, tener poder contra la muerte? De hecho –sigue diciendo–, el cordero sólo podía ser un símbolo y, por tanto, la expresión de la expectativa y de la esperanza en Alguien que sería capaz de realizar lo que no podía hacer el sacrificio de un animal.

Jesús celebró la Pascua sin cordero y sin templo; y sin embargo no lo hizo sin cordero y sin templo. Él mismo era el Cordero esperado, el verdadero, como lo había anunciado Juan Bautista al inicio del ministerio público de Jesús: “He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29). Y él mismo es el verdadero templo, el templo vivo, en el que habita Dios, y en el que nosotros podemos encontrarnos con Dios y adorarlo. Su sangre, el amor de Aquel que es al mismo tiempo Hijo de Dios y verdadero hombre, uno de nosotros, esa sangre sí puede salvar. Su amor, el amor con el que él se entrega libremente por nosotros, es lo que nos salva. El gesto nostálgico, en cierto sentido sin eficacia, de la inmolación del cordero inocente e inmaculado encontró respuesta en Aquel que se convirtió para nosotros al mismo tiempo en Cordero y Templo.

Así, en el centro de la nueva Pascua de Jesús se encontraba la cruz. De ella procedía el nuevo don traído por él. Y así la cruz permanece siempre en la santa Eucaristía, en la que podemos celebrar con los Apóstoles a lo largo de los siglos la nueva Pascua. De la cruz de Cristo procede el don. “Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente”. Ahora él nos la ofrece a nosotros. El haggadah pascual, la conmemoración de la acción salvífica de Dios, se ha convertido en memoria de la cruz y de la resurrección de Cristo, una memoria que no es un mero recuerdo del pasado, sino que nos atrae hacia la presencia del amor de Cristo. Así, la berakha, la oración de bendición y de acción de gracias de Israel, se ha convertido en nuestra celebración eucarística, en la que el Señor bendice nuestros dones, el pan y el vino, para entregarse en ellos a sí mismo.

Pidamos al Señor que nos ayude a comprender cada vez más profundamente este misterio maravilloso, a amarlo cada vez más y, en él, a amarlo cada vez más a él mismo. Pidámosle que nos atraiga cada vez más hacia sí mismo con la sagrada Comunión. Pidámosle que nos ayude a no tener nuestra vida sólo para nosotros mismos, sino a entregársela a él y así actuar junto con él, a fin de que los hombres encuentren la vida, la vida verdadera, que sólo puede venir de quien es el camino, la verdad y la vida. Amén.

viernes, 18 de marzo de 2016

Benedicto XVI, Carácter cósmico e histórico de la liturgia (2010).

Textos de Benedicto XVI

Carácter cósmico e histórico de la liturgia

Luz del mundo, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 2010, p. 153 en italiano.

Se trata de que la liturgia no se celebre como una representación que hace la comunidad de sí misma, en la que se considera importante que uno intervenga, y en la que, al final, lo único que termina siendo realmente importante es el «yo mismo». Antes bien, se trata de que entramos en algo mucho mayor, De que, en cierta medida, salimos de nosotros mismos y entramos a un ámbito de amplitud, Por eso es tan importante que la liturgia no sea producto de un bricolaje hecho de algún modo por uno mismo.

En verdad, la liturgia es un proceso por el que uno se deja introducir en la gran fe y la gran oración de la Iglesia. Por ese motivo, los primeros cristianos rezaban hacia Oriente, hacia el sol naciente, símbolo de Cristo que vuelve. Con ello querían señalar que el mundo entero está de camino hacia Cristo y que Él abarca este mundo en su totalidad.

Esta relación con el cielo y la tierra es muy importante. No es casual que las antiguas iglesias estuviesen construidas de tal modo que el sol proyectase su luz en el templo en un momento muy determinado. Justamente hoy, cuando tomamos nuevamente conciencia de la importancia de las interacciones entre la Tierra y el universo, debería reconocerse también el carácter cósmico de la liturgia. Y asimismo su carácter histórico. Y reconocer también que la liturgia no fue inventada de ese modo en algún momento por alguien cualquiera, sino que ha crecido orgánicamente desde Abrahán. Los elementos provenientes de las épocas más tempranas están contenidos en la liturgia.

jueves, 17 de marzo de 2016

Benedicto XVI, Importancia de la liturgia como "opus Dei" (2007).

Textos de Benedicto XVI

La importancia de la liturgia como opus Dei

Discurso a los monjes cistercienses de la abadía de Heiligenkreuz, 9 de septiembre de 2007

Por consiguiente, vuestro servicio principal a este mundo debe ser vuestra oración y la celebración del Oficio divino. Todo sacerdote, toda persona consagrada, debe tener como disposición interior “no anteponer nada al Oficio divino”. La belleza de esta disposición interior se manifestará en la belleza de la liturgia, hasta tal punto que donde cantamos, alabamos, exaltamos y adoramos juntos a Dios, se hace presente en la tierra un trocito de cielo. No es temerario afirmar que en una liturgia totalmente centrada en Dios, en los ritos y en los cantos, se ve una imagen de la eternidad. De lo contrario, ¿cómo habrían podido nuestros antepasados construir, hace cientos de años, un edificio sagrado tan solemne como este? Aquí ya la sola arquitectura eleva nuestros sentidos hacia "lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman" (1 Co 2, 9).

En toda forma de esmero por la liturgia, el criterio determinante debe ser siempre la mirada puesta en Dios. Estamos en presencia de Dios; él nos habla y nosotros le hablamos a él. Cuando, en las reflexiones sobre la liturgia, nos preguntamos cómo hacerla atrayente, interesante y hermosa, ya vamos por mal camino. O la liturgia es opus Dei, con Dios como sujeto específico, o no lo es. En este contexto os pido: celebrad la sagrada liturgia dirigiendo la mirada a Dios en la comunión de los santos, de la Iglesia viva de todos los lugares y de todos los tiempos, para que se transforme en expresión de la belleza y de la sublimidad del Dios amigo de los hombres.

miércoles, 16 de marzo de 2016

Benedicto XVI, La adoración de rodillas (2011).

Textos de Benedicto XVI

La adoración de rodillas

Lectio divina en el encuentro con los párrocos y sacerdotes de la diócesis de Roma, 10 de marzo de 2011.

Y el último versículo: «Cuando terminó de hablar, se puso de rodillas y oró con todos ellos» (Hch 20, 36). Al final, el discurso se transforma en oración y san Pablo se arrodilla. San Lucas nos recuerda que también el Señor en el Huerto de los Olivos oró de rodillas, y nos dice que del mismo modo san Esteban, en el momento del martirio, se arrodilló para orar. Orar de rodillas quiere decir adorar la grandeza de Dios en nuestra debilidad, dando gracias al Señor porque nos ama precisamente en nuestra debilidad. Detrás de esto aparece la palabra de san Pablo en la carta a los Filipenses, que es la transformación cristológica de una palabra del profeta Isaías, el cual, en el capítulo 45, dice que todo el mundo, el cielo, la tierra y el abismo, se arrodillará ante el Dios de Israel (cfr. Is 45, 23). Y san Pablo precisa: Cristo bajó del cielo a la cruz, la obediencia última. Y en este momento se realiza esta palabra del Profeta: ante Cristo crucificado todo el cosmos, el cielo, la tierra y el abismo, se arrodilla (cfr. Flp 2, 10-11). Él es realmente expresión de la verdadera grandeza de Dios. La humildad de Dios, el amor hasta la cruz, nos demuestra quién es Dios. Ante él nos ponemos de rodillas, adorando.

Estar de rodillas ya no es expresión de servidumbre, sino precisamente de la libertad que nos da el amor de Dios, la alegría de estar redimidos, de unirnos con el cielo y la tierra, con todo el cosmos, para adorar a Cristo, de estar unidos a Cristo y así ser redimidos.

martes, 15 de marzo de 2016

Benedicto XVI, La liturgia en Romano Guardini (2010).

Discurso a los participantes en el Congreso de la Fundación “Romano Guardini” de Berlín, 29 de octubre de 2010.

En su acompañamiento a la juventud, Guardini buscó también una nueva aproximación a la liturgia. Para él, el redescubrimiento de la liturgia fue un redescubrir la unidad de cuerpo y espíritu en la totalidad de un único ser humano, ya que la acción litúrgica es siempre un acto al mismo tiempo corporal y espiritual. El rezar se expande a través del actuar corporal y comunitario, y así se revela la unidad de toda la realidad. La liturgia es un acto simbólico. El símbolo por excelencia de la unidad entre lo espiritual y lo material se pierde donde ambos aspectos se separan, donde el mundo se quiebra en una dualidad de cuerpo y espíritu, objeto y sujeto. Guardini estaba profundamente convencido de que el hombre es espíritu en un cuerpo y cuerpo en un espíritu y que, por tanto, la liturgia y el símbolo lo conducen a la esencia de sí mismo. Lo llevan en definitiva, a través de la adoración, a la verdad.

lunes, 14 de marzo de 2016

Benedicto XVI, En la Liturgia entramos en contacto con Dios (2010).

Textos de Benedicto XVI

Luce del mondo, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 2010, p. 215

Usted lo ha hecho ver con palabras dramáticas: el destino de la fe y de la Iglesia no se decide en otro lugar más que «en el contexto de la liturgia». Como alguien de fuera se podría pensar que es más bien secundario qué palabras se pronuncian, qué posturas se asumen y qué acciones se realizan en una Misa.

La Iglesia se hace visible a los hombres en muchas cosas, en la acción caritativa, en los proyectos de misión, pero el lugar donde más se la experimenta realmente como Iglesia es en la liturgia. Y eso es correcto de ese modo. En definitiva, la Iglesia tiene el sentido de volvernos hacia Dios y de dar entrada a Dios en el mundo.

La liturgia es el acto en el que creemos que Él entra y que nosotros lo tocamos. Es el acto en que se realiza lo autentico y propio: entramos en contacto con Dios. Él viene a nosotros, y nosotros somos iluminados por Él. De dos maneras recibimos en ella instrucción y fuerza: por una parte, en cuanto escuchamos su palabra, de modo que realmente lo oímos hablar, recibimos de su parte orientación para el camino. Por la otra, en cuanto Él mismo se nos regala en el pan transformado. Naturalmente, las palabras siempre pueden ser diferentes, las actitudes corporales pueden ser diferentes. Por ejemplo, en la Iglesia de Oriente existen algunos ademanes diferentes de los nuestros. En la India, los mismos ademanes que nosotros utilizamos en común tienen en parte un significado diferente. Lo que importa es que la palabra de Dios y la realidad del sacramento estén en el centro; que no desintegremos a Dios a fuerza de palabras y pensamientos y que la liturgia no se convierta en una presentación de nosotros mismos.

¿La liturgia es, según eso, algo preestablecido?

Sí. No es que nosotros hagamos algo, que mostremos nuestra creatividad, o sea, todo lo que podríamos hacer. Justamente, la liturgia no es ningún show, no es un teatro, un espectáculo, sino que vive desde el Otro. Eso tiene que verse con claridad. Por eso es tan importante el hecho de que la forma eclesial esté preestablecida. Esa forma puede reformarse en los detalles, pero no puede ser producida en cada caso por la comunidad. Como he dicho, no se trata de la producción de uno mismo. Se trata de salir de sí mismo e ir más allá de sí mismo, entregarse a Él y dejarse tocar por Él. En este sentido no sólo es importante la expresión, sino también el carácter comunitario de esta forma. Puede ser diferente en los ritos, pero debe tener siempre lo que nos precede desde el conjunto de la fe de la Iglesia, desde el conjunto de su tradición, desde el conjunto de su vida, y que no brota meramente de la moda del momento. 

¿Significa esto tener que permanecer en la pasividad?

No. Pues justamente este enfoque nos desafía a dejarnos arrancar realmente de nosotros mismos, de la mera situación del momento; nos desafía a introducirnos en el todo de la fe, a entenderlo, a tener participación interior en ello y, entonces, a dar también a la celebración litúrgica la forma digna por la que llega a ser hermosa y se convierte en alegría.

Esto ha sucedido de forma muy especial en Baviera, por ejemplo a través del gran florecimiento de la música sacra o también del florecer de la alegría en el rococó bávaro. Es importante que se dé también una forma bella al conjunto, pero siempre al servicio de lo que nos precede, y no como algo que, por de pronto, tenemos que hacer nosotros.

domingo, 13 de marzo de 2016

Benedicto XVI, "Conversi ad Dominum" (2008)

Textos de Benedicto XVI

"Conversi ad Dominum"

Homilía en la Vigilia Pascual, 22 de marzo de 2008.

En la Iglesia antigua existía la costumbre de que el obispo o el sacerdote, después de la homilía, exhortara a los creyentes exclamando: «Conversi ad Dominum», «Volveos ahora hacia el Señor». Eso significaba ante todo que ellos se volvían hacia el este, en la dirección por donde sale el sol como signo de Cristo que vuelve, a cuyo encuentro vamos en la celebración de la Eucaristía. Donde, por alguna razón, eso no era posible, dirigían su mirada a la imagen de Cristo en el ábside o a la cruz, para orientarse interiormente hacia el Señor.

Porque, en definitiva, se trataba de este hecho interior: de la conversio, de dirigir nuestra alma hacia Jesucristo y, de ese modo, hacia el Dios vivo, hacia la luz verdadera. Además, se hacía también otra exclamación que aún hoy, antes del Canon, se dirige a la comunidad creyente: «Sursum corda», «Levantemos el corazón», fuera de la maraña de nuestras preocupaciones, de nuestros deseos, de nuestras angustias, de nuestra distracción.

Levantad vuestro corazón, vuestra interioridad. Con ambas exclamaciones se nos exhorta de alguna manera a renovar nuestro bautismo. Conversi ad Dominum: siempre debemos apartarnos de los caminos equivocados, en los que tan a menudo nos movemos con nuestro pensamiento y nuestras obras. Siempre tenemos que dirigirnos a él, que es el camino, la verdad y la vida. Siempre hemos de ser «convertidos», dirigir toda la vida a Dios. Y siempre tenemos que dejar que nuestro corazón sea sustraído de la fuerza de gravedad, que lo atrae hacia abajo, y levantarlo interiormente hacia lo alto: hacia la verdad y el amor.

En esta hora damos gracias al Señor, porque en virtud de la fuerza de su palabra y de los santos sacramentos nos indica el itinerario correcto y atrae hacia lo alto nuestro corazón. Y lo pedimos así: Sí, Señor, haz que nos convirtamos en personas pascuales, hombres y mujeres de la luz, llenos del fuego de tu amor. Amén

sábado, 12 de marzo de 2016

Benedicto XVI, El rezo de la Liturgia de las Horas (2007).

Textos de Benedicto XVI

El rezo de la Liturgia de las Horas

Discurso a los monjes cistercienses de la Abadía de Heiligenkreuz. 9 de septiembre de 2007.

Con placer, en mi peregrinación a la Magna Mater Austriae, he venido también a la abadía de Heiligenkreuz, que no es sólo una etapa importante en la via sacra que lleva a Mariazell, sino también el más antiguo monasterio cisterciense del mundo que ha seguido activo sin ninguna interrupción. He querido venir a este lugar rico en historia, para atraer la atención hacia la directriz fundamental de san Benito, según cuya Regla viven también los cistercienses. San Benito dispone concisamente que «no se anteponga nada al Oficio divino» (Regula Benedicti 43, 3).

Por eso, en un monasterio de inspiración benedictina, las alabanzas a Dios, que los monjes celebran como solemne plegaria coral, tienen siempre la prioridad. Ciertamente, gracias a Dios, no sólo los monjes oran; también lo hacen otras personas: niños, jóvenes y ancianos, hombres y mujeres, personas casadas y solteras; todos los cristianos oran o, al menos, deberían hacerlo.

En la vida de los monjes, sin embargo, la oración tiene una importancia especial: es el centro de su tarea profesional. En efecto, ejercen la profesión de orante. En la época de los Padres de la Iglesia, la vida monástica se definía como vida al estilo de los ángeles, pues se consideraba que la característica esencial de los ángeles era ser adoradores. Su vida es adoración. Esto debería valer también para los monjes. Ante todo, no oran por una finalidad específica, sino simplemente porque Dios merece ser adorado. «Confitemini Domino, quoniam bonus!», «Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia», exhortan varios Salmos (por ejemplo, Sal 106, 1). Por eso, esta oración sin finalidad específica, que quiere ser puro servicio divino, se llama con razón officium. Es el “servicio” por excelencia, el “servicio sagrado” de los monjes. Se ofrece al Dios trino que, por encima de todo, es digno “de recibir la gloria, el honor y el poder” (Ap 4, 11), porque ha creado el mundo de modo maravilloso y de modo aún más maravilloso lo ha renovado.

Al mismo tiempo, el officium de los consagrados es también un servicio sagrado a los hombres y un testimonio para ellos. Todo hombre lleva en lo más íntimo de su corazón, de modo consciente o inconsciente, la nostalgia de una satisfacción definitiva, de la máxima felicidad; por tanto, en el fondo, de Dios. Un monasterio en el que la comunidad se reúne varias veces al día para alabar a Dios testimonia que este deseo humano originario no cae en el vacío: Dios creador no nos ha puesto a los hombres en medio de tinieblas espantosas donde, andando a ciegas, deberíamos buscar desesperadamente un sentido último fundamental (cf. Hch 17, 27); Dios no nos ha abandonado en un desierto de la nada, sin sentido, donde, en definitiva, nos espera sólo la muerte. No. Dios ha iluminado nuestras tinieblas con su luz, por obra de su Hijo Jesucristo. En él Dios ha entrado en nuestro mundo con toda su “plenitud” (cf. Col 1, 19); en él, toda verdad, de la que sentimos nostalgia, tiene su origen y su culmen (cf. Gaudium et spes, 22).

Nuestra luz, nuestra verdad, nuestra meta, nuestra satisfacción, nuestra vida no es una doctrina religiosa, sino una Persona: Jesucristo. Mucho más allá de nuestra capacidad de buscar y desear a Dios, ya antes hemos sido buscados y deseados, más aún, encontrados y redimidos por él. La mirada de los hombres de todos los tiempos y de todos los pueblos, de todas las filosofías, religiones y culturas, encuentra finalmente los ojos abiertos del Hijo de Dios crucificado y resucitado; su corazón abierto es la plenitud del amor. Los ojos de Cristo son la mirada del Dios que ama. La imagen del Crucificado sobre el altar, cuyo original romano se encuentra en la catedral de Sarzana, muestra que esta mirada se dirige a todo hombre. En efecto, el Señor mira el corazón de cada uno de nosotros.

El alma del monaquismo es la adoración, vivir al estilo de los ángeles. Sin embargo, al ser los monjes hombres de carne y sangre en esta tierra, al imperativo central ora, san Benito añadió un segundo: labora. Según el concepto de san Benito, así como de san Bernardo, no sólo la oración forma parte de la vida monástica, sino también el trabajo, el cultivo de la tierra de acuerdo con la voluntad del Creador. Así, a lo largo de los siglos, los monjes, partiendo de su mirada dirigida a Dios, han hecho que la tierra fuera acogedora y hermosa. Su labor de salvaguardia y desarrollo de la creación provenía precisamente de su mirada puesta en Dios. En el ritmo del ora et labora la comunidad de los consagrados da testimonio del Dios que en Jesucristo nos mira; y el hombre y el mundo, mirados por él, se convierten en buenos.

No sólo los monjes rezan el officium; siguiendo la tradición monástica, la Iglesia ha establecido para todos los religiosos, y también para los sacerdotes y los diáconos, el rezo del Breviario. Es importante que también las religiosas y los religiosos, los sacerdotes y los diáconos –y, naturalmente, los obispos– en la oración diaria “oficial” se presenten ante Dios con himnos y salmos, con acción de gracias y plegarias sin finalidades específicas.

Queridos hermanos en el ministerio sacerdotal y diaconal; queridos hermanos y hermanas en la vida consagrada, sé que se requiere disciplina; más aún, a veces también es preciso superarse a sí mismo para rezar fielmente el Breviario; pero mediante este officium recibimos al mismo tiempo muchas riquezas: ¡cuántas veces, al rezarlo, el cansancio y el abatimiento desaparecen! Y donde se alaba y se adora con fidelidad a Dios, no falta su bendición. Con razón se dice en Austria: «Todo depende de la bendición de Dios».