Luce del mondo, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 2010, p. 215
Usted lo ha hecho ver con palabras dramáticas: el destino de la fe y de la Iglesia no se decide en otro lugar más que «en el contexto de la liturgia». Como alguien de fuera se podría pensar que es más bien secundario qué palabras se pronuncian, qué posturas se asumen y qué acciones se realizan en una Misa.
La Iglesia se hace visible a los hombres en muchas cosas, en la acción caritativa, en los proyectos de misión, pero el lugar donde más se la experimenta realmente como Iglesia es en la liturgia. Y eso es correcto de ese modo. En definitiva, la Iglesia tiene el sentido de volvernos hacia Dios y de dar entrada a Dios en el mundo.
La liturgia es el acto en el que creemos que Él entra y que nosotros lo tocamos. Es el acto en que se realiza lo autentico y propio: entramos en contacto con Dios. Él viene a nosotros, y nosotros somos iluminados por Él. De dos maneras recibimos en ella instrucción y fuerza: por una parte, en cuanto escuchamos su palabra, de modo que realmente lo oímos hablar, recibimos de su parte orientación para el camino. Por la otra, en cuanto Él mismo se nos regala en el pan transformado. Naturalmente, las palabras siempre pueden ser diferentes, las actitudes corporales pueden ser diferentes. Por ejemplo, en la Iglesia de Oriente existen algunos ademanes diferentes de los nuestros. En la India, los mismos ademanes que nosotros utilizamos en común tienen en parte un significado diferente. Lo que importa es que la palabra de Dios y la realidad del sacramento estén en el centro; que no desintegremos a Dios a fuerza de palabras y pensamientos y que la liturgia no se convierta en una presentación de nosotros mismos.
¿La liturgia es, según eso, algo preestablecido?
Sí. No es que nosotros hagamos algo, que mostremos nuestra creatividad, o sea, todo lo que podríamos hacer. Justamente, la liturgia no es ningún show, no es un teatro, un espectáculo, sino que vive desde el Otro. Eso tiene que verse con claridad. Por eso es tan importante el hecho de que la forma eclesial esté preestablecida. Esa forma puede reformarse en los detalles, pero no puede ser producida en cada caso por la comunidad. Como he dicho, no se trata de la producción de uno mismo. Se trata de salir de sí mismo e ir más allá de sí mismo, entregarse a Él y dejarse tocar por Él. En este sentido no sólo es importante la expresión, sino también el carácter comunitario de esta forma. Puede ser diferente en los ritos, pero debe tener siempre lo que nos precede desde el conjunto de la fe de la Iglesia, desde el conjunto de su tradición, desde el conjunto de su vida, y que no brota meramente de la moda del momento.
¿Significa esto tener que permanecer en la pasividad?
No. Pues justamente este enfoque nos desafía a dejarnos arrancar realmente de nosotros mismos, de la mera situación del momento; nos desafía a introducirnos en el todo de la fe, a entenderlo, a tener participación interior en ello y, entonces, a dar también a la celebración litúrgica la forma digna por la que llega a ser hermosa y se convierte en alegría.
Esto ha sucedido de forma muy especial en Baviera, por ejemplo a través del gran florecimiento de la música sacra o también del florecer de la alegría en el rococó bávaro. Es importante que se dé también una forma bella al conjunto, pero siempre al servicio de lo que nos precede, y no como algo que, por de pronto, tenemos que hacer nosotros.
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