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jueves, 30 de noviembre de 2017

Beato Pablo VI, Carta Ap. "motu proprio" "Ministeria quaedam" (15-agosto-1972).

PABLO VI
CARTA APOSTÓLICA EN FORMA DE MOTU PROPRIO "MINISTERIA QUAEDAM"
POR LA QUE SE REFORMA EN LA IGLESIA LATINA LA DISCIPLINA RELATIVA A LA PRIMERA TONSURA, A LAS ORDENES MENORES Y AL SUBDIACONADO
15 de agosto de 1972

La Iglesia instituyó ya en tiempos antiquísimos algunos ministerios para dar debidamente a Dios el culto sagrado y para el servicio del Pueblo de Dios, según sus necesidades; con ellos se encomendaba a los fieles, para que las ejercieran, funciones litúrgico-religiosas y de caridad, en conformidad con las diversas circunstancias. Estos ministerios se conferían muchas veces con un rito especial mediante el cual el fiel, una vez obtenida la bendición de Dios, quedaba constituido dentro de una clase o grado para desempeñar una determinada función eclesiástica.

Algunos de entre estos ministerios más estrechamente vinculados con las acciones litúrgicas, fueron considerados poco a poco instituciones previas a la recepción de las Ordenes sagradas; tanto es así que el Ostiariado, Lectorado, Exorcistado y Acolitado recibieron en la Iglesia Latina el nombre de Ordenes menores con relación al Subdiaconado, Diaconado y Presbiterado, que fueron llamadas Ordenes mayores y reservadas generalmente, aunque no en todas partes, a quienes por ellas se acercaban al Sacerdocio.

Pero como las Ordenes menores no han sido siempre las mismas y muchas de las funciones anejas a ellas, igual que ocurre ahora, las han ejercido en realidad también los seglares, parece oportuno revisar esta práctica y acomodarla a las necesidades actuales, al objeto de suprimir lo que en tales ministerios resulta ya inusitado; mantener lo que es todavía útil; introducir lo que sea necesario; y asimismo establecer lo que se debe exigir a los candidatos al Orden sagrado.

Durante la preparación del Concilio Ecuménico Vaticano II, no pocos Pastores de la Iglesia pidieron la revisión de las Ordenes menores y del Subdiaconado. El Concilio sin embargo, aunque no estableció nada sobre esto para la Iglesia Latina, enunció algunos principios que abrieron el camino para esclarecer la cuestión, y no hay duda de que las normas conciliares para una renovación general y ordenada de la liturgia [1] abarcan también lo que se refiere a los ministerios dentro de la asamblea litúrgica, de manera que, por la misma estructura de la celebración, aparece la Iglesia constituida en sus diversos Ordenes y ministerios [2]. De ahí que el Concilio Vaticano II estableciese que « en las celebraciones litúrgicas, cada cual, ministro o simple fiel, al desempeñar su oficio hará todo y sólo aquello que le corresponde por la naturaleza de la acción y las normas litúrgicas ». [3]

Con esta proposición se relaciona estrechamente lo que se lee poco antes en la misma Constitución: «La Santa Madre Iglesia desea ardientemente que se lleve a todos los fieles a aquella participación plena, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas que exige la naturaleza de la liturgia misma, y a la cual tiene derecho y obligación, en virtud del bautismo, el pueblo cristiano, "linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido" (1 Pet. 2, 9; cf. 2, 4-5). Al reformar y fomentar la sagrada liturgia hay que tener muy en cuenta esta plena y activa participación de todo el pueblo, porque es la fuente primaria y necesaria en la que han de beber los fieles el espíritu verdaderamente cristiano y, por lo mismo, los pastores de almas deben aspirar a ella con diligencia en toda su actuación pastoral por medio de una educación adecuada».[4]

En la conservación y adaptación de los oficios peculiares a las necesidades actuales, se encuentran aquellos elementos que se relacionan más estrechamente con los ministerios, sobre todo, de la Palabra y del Altar, llamados en la Iglesia Latina Lectorado, Acolitado y Subdiaconado; y es conveniente conservarlos y acomodarlos, de modo que en lo sucesivo haya dos ministerios, a saber, el de Lector y el de Acólito, que abarquen también las funciones correspondientes al Subdiácono.

Además de los ministerios comunes a toda la Iglesia Latina, nada impide que las Conferencias Episcopales pidan a la Sede Apostólica la institución de otros que por razones particulares crean necesarios o muy útiles en la propia región. Entre estos están, por ejemplo, el oficio de Ostiario, de Exorcista y de Catequista [5], y otros que se confíen a quienes se ocupan de las obras de caridad, cuando esta función no esté encomendada a los diáconos.

Está más en consonancia con la realidad y con la mentalidad actual el que estos ministerios no se llamen ya órdenes menores; que su misma colación no se llame «ordenación» sino «institución»; y además que sean propiamente clérigos, y tenidos como tales, solamente los que han recibido el Diaconado. Así aparecerá también mejor la diferencia entre clérigos y seglares, entre lo que es propio y está reservado a los clérigos y lo que puede confiarse a los seglares cristianos; de este modo se verá más claramente la relación mutua, en virtud de la cual el «sacerdocio común de los fieles y sacerdocio ministerial o jerárquico, aunque diferentes esencialmente y no sólo en grado, se ordenan sin embargo el uno al otro, pues ambos participan a su manera del único sacerdocio de Cristo».[6]

Por tanto, después de madura reflexión, pedido el voto de los peritos, consultadas las Conferencias Episcopales y teniendo en cuenta sus pareceres, y así mismo después de haber deliberado con nuestros venerables Hermanos que son miembros de las Sagradas Congregaciones competentes, con nuestra Autoridad Apostólica establecemos las siguientes normas, derogando, si es necesario y en cuanto lo sea, las prescripciones del Código de Derecho Canónico hasta ahora vigente, y las promulgamos con esta Carta.

[1] Cfr. Const. sobre la Sagrada Liturgia Sacrosanctum Concilium, n. 62: AAS 56, 1964, p. 117; cfr. también n. 21: l.c., pp. 105-106.
[2] Cfr. Ordo Missae, Institutio Generalis Missalis Romani, n. 58, ed. tip. 1969, p. 29.
[3] Const. sobre la Sagrada Liturgia Sacrosanctum Concilium, n. 58: AAS 56, 1964, p. 107.
[4] Ibíd.., n. 14: l.c., p. 104.

[5] Cfr. Decr. Ad Gentes, n. 15: AAS 58, 1966, p. 965; Ibíd.., n. 17: l.c., pp. 967-968.
[6] Const. Dogm. Lumen Gentium, n. 10: AAS 57, 1965, p. 14.


I. En adelante no se confiere ya la primera Tonsura. La incorporación al estado clerical queda vinculada al Diaconado.

II. Las que hasta ahora se conocían con el nombre de «Ordenes menores», se llamarán en adelante «Ministerios».

III. Los ministerios pueden ser confiados a seglares, de modo que no se consideren como algo reservado a los candidatos al sacramento del Orden.

IV. Los ministerios que deben ser mantenidos en toda la Iglesia Latina, adaptándolos a las necesidades actuales, son dos, a saber: el de Lector y el de Acólito. Las funciones desempeñadas hasta ahora por el Subdiácono, quedan confiadas al Lector y al Acólito; deja de existir por tanto en la Iglesia Latina el Orden mayor del Subdiaconado. No obsta sin embargo el que, en algunos sitios, a juicio de las Conferencias Episcopales, el Acólito pueda ser llamado también Subdiácono.

V. El Lector queda instituido para la función, que le es propia, de leer la palabra de Dios en la asamblea litúrgica. Por lo cual proclamará las lecturas de la Sagrada Escritura, pero no el Evangelio, en la Misa y en las demás celebraciones sagradas; faltando el salmista, recitará el Salmo interleccional; proclamará las intenciones de la Oración Universal de los fieles, cuando no haya a disposición diácono o cantor; dirigirá el canto y la participación del pueblo fiel; instruirá a los fieles para recibir dignamente los Sacramentos. También podrá, cuando sea necesario, encargarse de la preparación de otros fieles a quienes se encomiende temporalmente la lectura de la Sagrada Escritura en los actos litúrgicos. Para realizar mejor y más perfectamente estas funciones, medite con asiduidad la Sagrada Escritura.

El Lector, consciente de la responsabilidad adquirida, procure con todo empeño y ponga los medios aptos para conseguir cada día más plenamente el suave y vivo amor [7], así como el conocimiento de la Sagrada Escritura, para llegar a ser más perfecto discípulo del Señor.

VI. El Acólito queda instituido para ayudar al diácono y prestar su servicio al sacerdote. Es propio de él cuidar el servicio del altar, asistir al diácono y al sacerdote en las funciones litúrgicas, principalmente en la celebración de la Misa; además distribuir, como ministro extraordinario, la Sagrada Comunión cuando faltan los ministros de que habla el c. 845 del C. I. C. o están imposibilitados por enfermedad, avanzada edad o ministerio pastoral, o también cuando el número de fieles que se acerca a la Sagrada Mesa es tan elevado que se alargaría demasiado la Misa. En las mismas circunstancias especiales se le podrá encargar que exponga públicamente a la adoración de los fieles el Sacramento de la Sagrada Eucaristía y hacer después la reserva; pero no que bendiga al pueblo. Podrá también -cuando sea necesario- cuidar de la instrucción de los demás fieles, que por encargo temporal ayudan al sacerdote o al diácono en los actos litúrgicos llevando el misal, la cruz, las velas, etc., o realizando otras funciones semejantes. Todas estas funciones las ejercerá más dignamente participando con piedad cada día más ardiente en la Sagrada Eucaristía, alimentándose de ella y adquiriendo un más profundo conocimiento de la misma.

El Acólito, destinado de modo particular al servicio del altar, aprenda todo aquello que pertenece al culto público divino y trate de captar su sentido íntimo y espiritual; de forma que se ofrezca diariamente a sí mismo a Dios, siendo para todos un ejemplo de seriedad y devoción en el templo sagrado y además, con sincero amor, se sienta cercano al Cuerpo Místico de Cristo o Pueblo de Dios, especialmente a los necesitados y enfermos.

VII. La institución de Lector y de Acólito, según la venerable tradición de la Iglesia, se reserva a los varones.

VIII. Para que alguien pueda ser admitido a estos ministerios se requiere:
a) petición libremente escrita y firmada por el aspirante, que ha de ser presentada al Ordinario (al Obispo y, en los Institutos clericales de perfección, al Superior Mayor) a quien corresponde la aceptación;
b) edad conveniente y dotes peculiares, que deben ser determinadas por la Conferencia Episcopal;
c) firme voluntad de servir fielmente a Dios y al pueblo cristiano.

IX. Los ministerios son conferidos por el Ordinario (el Obispo. y, en los Institutos clericales de perfección, el Superior Mayor) mediante el rito litúrgico «De Institutione Lectoris» y «De Institutione Acolythi», aprobado por la Sede Apostólica.

X. Deben observarse los intersticios, determinados por la Santa Sede o las Conferencias Episcopales, entre la colación del ministerio del Lectorado y del Acolitado, cuando a las mismas personas se confiere más de un ministerio.

XI. Los candidatos al Diaconado y al Sacerdocio deben recibir, si no los recibieron ya, los ministerios de Lector y Acólito y ejercerlos por un tiempo conveniente para prepararse mejor a los futuros servicios de la Palabra y del Altar. Para los mismos candidatos, la dispensa de recibir los ministerios queda reservada a la Santa Sede.

XII. La colación de los ministerios no da derecho a que sea dada una sustentación o remuneración por parte de la Iglesia.

XIII. El rito de la institución del Lector y del Acólito será publicado, próximamente por el Dicasterio competente de la Curia Romana.

Estas normas comienzan a ser válidas a partir del, día primero de enero de 1973.

Mandarnos que todo cuanto hemos decretado con la presente Carta, en forma de Motu Proprio, tenga plena validez y eficacia, no obstante cualquier disposición en contrario.

Dado en Roma, cerca de San Pedro, el 15 de agosto, en la solemnidad de la Asunción de la Bienaventurada Virgen María, del año 1972, décimo de nuestro Pontificado.


PABLO PP. VI

[7] Cfr. Const. sobre la Sagrada Liturgia Sacrosanctum Concilium, n. 24: AAS 56, 1964, p. 107; Const. Dogm. Dei Verbum, n. 25:AAS 58, 1966, p. 829.

miércoles, 22 de noviembre de 2017

San Pablo VI, Const. Ap. "Pontificalis Romani recognito" (18-junio-1968).

CONSTITUCIÓN APOSTÓLICA PONTIFICALIS ROMANI RECOGNITO (18-junio-1968)

POR LA CUAL SE APRUEBAN LOS NUEVOS RITOS PARA LA ORDENACIÓN DEL DIÁCONO, DEL PRESBÍTERO Y DEL OBISPO

PABLO OBISPO, SIERVO DE LOS SIERVOS DE DIOS, PARA PERPETUA MEMORIA

La revisión del Pontifical Romano no sólo se prescribe de modo genérico por el Concilio Vaticano II [1: Cf. Concilio Vaticano II, Constitución sobre la sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, núm. 25.], sino que además se rige por unas normas peculiares, según las cuales este mismo Sagrado Sínodo mandó cambiar los ritos de las Ordenaciones, “tanto en lo referente a las ceremonias como a los textos” [2: lbid., núm. 76.].

En cuanto a los ritos de la Ordenación, hay que atender en primer lugar a aquellos que, por el sacramento del Orden, conferido en grado diverso, constituyen la sagrada jerarquía: “Así, el ministerio eclesiástico, de institución divina, es ejercido en diversos órdenes por quienes ya desde antiguo vienen llamándose Obispos, Presbíteros y Diáconos” [3: Concilio Vaticano II, Constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium, núm. 28.].

En la revisión de los ritos de las sagradas Ordenaciones, además de los principios generales que, según las prescripciones del Concilio Vaticano II, han de guiar toda la reforma litúrgica, hay que atender con el mayor cuidado a aquella esclarecedora enseñanza sobre la naturaleza y efectos del sacramento del Orden que expuso el mismo Concilio en la Constitución sobre la Iglesia; una enseñanza que sin duda ha de quedar expresada también en la Liturgia, al modo que le es propio; en efecto, “los textos y los ritos se han de ordenar de manera que expresen con mayor claridad las cosas santas que significan y, en lo posible, el pueblo cristiano pueda comprenderlas fácilmente y participar en ellas por medio de una celebración plena, activa y propia de una comunidad” [4: Concilio Vaticano II, Constitución sobre la sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, núm. 21.].

Ahora bien, el mismo Santo Sínodo enseña “que con la consagración episcopal se confiere la plenitud del sacramento del Orden, la cual, en efecto, en el uso litúrgico y por boca de los santos Padres es designada con el nombre de sumo sacerdocio, cumbre del ministerio sagrado. La consagración episcopal, junto con la función de santificar, confiere también las funciones de enseñar y de gobernar, las cuales, sin embargo, por su propia naturaleza, sólo pueden ejercerse en comunión jerárquica con la cabeza y los miembros del Colegio. En efecto, por la tradición, que se pone de manifiesto principalmente en los ritos litúrgicos y en la práctica de la Iglesia tanto de Oriente como de Occidente, queda claro que con la imposición de manos y la Plegaria de consagración se confiere la gracia del Espíritu Santo y se imprime el carácter sagrado de tal manera que los Obispos, de modo eminente y visible, hacen las veces del mismo Cristo Maestro, Pastor y Pontífice y actúan en su persona” [5: Concilio Vaticano II, Constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium, núm. 21.].

A estas palabras hay que añadir muchas y excelentes cuestiones doctrinales sobre la sucesión apostólica de los Obispos y sobre sus funciones y oficios, las cuales, aunque están ya contenidas en el Ordo Consecrationis episcopalis, parece que han de ser expresadas de un modo mejor y más esmerado.

Para alcanzar adecuadamente este fin, ha parecido oportuno tomar de las fuentes antiguas la plegaria consecratoria que se encuentra en la llamada “Tradición Apostólica de Hipólito Romano”, escrita a principios del siglo III y que, en gran parte, se conserva todavía en la liturgia de Ordenación de los Coptos y Sirios occidentales. De este modo, en el mismo acto de la Ordenación, se da testimonio de la concordancia de la tradición, tanto oriental como occidental, en lo referente a la función apostólica de los Obispos.

En lo que atañe a los presbíteros, hay que recordar principalmente estas palabras de las Actas del Concilio Vaticano segundo: “Los presbíteros, aunque no tienen la cumbre del pontificado y dependen de los Obispos en el ejercicio de su potestad, están, sin embargo, unidos a ellos en el honor del sacerdocio y, en virtud del sacramento del Orden, son consagrados como verdaderos sacerdotes del Nuevo Testamento, a imagen de Cristo, sumo y eterno Sacerdote (Hb 5, 1-10; 7, 24; 9, 11-28), para predicar el Evangelio y apacentar a los fieles y para celebrar el culto divino” [6: Ibid.,núm. 28.]. Y en otro lugar se lee lo siguiente: “Los presbíteros, por la sagrada Ordenación y la misión que reciben de los Obispos, son promovidos para servir a Cristo Maestro, Sacerdote y Rey, de cuyo ministerio participan, con lo cual la Iglesia se va edificando continuamente aquí en la tierra como pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo” [7: Concilio Vaticano II, Decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros, Presbyterorum Ordinis, núm. 1.].

En la Ordenación presbiteral, tal como estaba en el Pontificale Romanum, se describía con toda claridad la misión y la gracia del presbítero como ayudante del Orden episcopal. No obstante, ha parecido necesario dar una mayor unidad a todo el rito, que antes estaba distribuido en varias partes, y resaltar con más fuerza la parte central de la Ordenación, esto es, la imposición de manos y la Plegaria de consagración.

Finalmente, por lo que se refiere a los diáconos, además de lo que se dice en la Carta Apostólica Sacrum Diaconatus Ordinem, promulgada motu proprio por Nos el día 18 de junio de 1967, hay que recordar principalmente estas palabras: “En el grado inferior de la jerarquía están los diáconos, a los cuales se les imponen las manos ‘no para el sacerdocio, sino para el ministerio’(Constitutiones Ecclesiae Aegyptiacae, III, 2). En efecto, fortalecidos con la gracia sacramental, sirven al pueblo de Dios, en comunión con el Obispo y su presbiterio, en el ministerio (diaconia) de la liturgia, de la palabra y de la caridad” [8: Concilio Vaticano II, Constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium, núm. 29.]. En la Ordenación diaconal había que introducir unos pocos cambios, habida cuenta tanto de las recientes prescripciones sobre el diaconado como grado propio y permanente de la jerarquía como de una mayor simplicidad y claridad de los ritos.

Además, entre los restantes documentos del Supremo Magisterio referentes a las sagradas Órdenes, consideramos digna de especial mención la Constitución Apostólica Sacramentum Ordinis, promulgada por nuestro antecesor, de feliz memoria, Pío XII el 30 de noviembre de 1947, en la cual se declara: “La imposición de manos es la materia, y única materia, de las sagradas Órdenes del diaconado, del presbiterado y del episcopado; y la forma, también única, son las palabras que determinan la aplicación de esta materia, las cuales significan de manera unívoca los efectos sacramentales -a saber, la potestad de Orden y la gracia del Espíritu Santo- y que en este sentido toma y utiliza la Iglesia” [9: AAS 40 (1948), p. 6.]. Sentado este principio, el mismo documento determina qué imposición de manos y qué palabras constituyen la materia y forma en la colación de cada Orden.

Ahora bien, puesto que en la revisión del rito ha sido necesario añadir, suprimir o cambiar algunas cosas, ya sea para restituir con fidelidad los textos a su forma más antigua, ya sea para hacer más claras algunas expresiones, o también para que queden mejor expuestos los efectos del sacramento, hemos creído necesario, para alejar toda controversia y para evitar ansiedades de conciencia, declarar qué es lo que se debe considerar esencial en el rito revisado.

Por tanto, acerca de la materia y forma en la colación de cada Orden, con nuestra suprema Autoridad Apostólica, decretamos y establecemos lo que sigue:

En la Ordenación de diáconos la materia es la imposición de manos del Obispo, que se hace en silencio sobre cada uno de los ordenandos antes de la Plegaria de consagración; la forma consiste en las palabras de esta Plegaria de consagración, entre las cuales son esenciales, y por tanto necesarias para la validez del acto, las siguientes:

“Emítte in eos, Dómine, quaésumus, Spíritum Sanctum, quo in opus ministérii fidéliter exsequéndi múnere septifórmis tuae grátiae roboréntur”.

(Envía sobre ellos, Señor, el Espíritu Santo, para que, fortalecidos con tu gracia de los siete dones, desempeñen con fidelidad su ministerio.)

En la Ordenación de presbíteros la materia es también la imposición de manos del Obispo, que se hace en silencio sobre cada uno de los ordenandos antes de la Plegaria de consagración; la forma consiste en las palabras de esta Plegaria de consagración, entre las cuales son esenciales, y por tanto necesarias para la validez del acto, las siguientes:

“Da, quaésumus, omnípotens Pater, in hos fámulos tuos presbytérii dignitátem; ínnova in viscéribus eorum Spíritum sanctitátis; accéptum a te, Deus, secúndi mériti munus obtíneant, censurámque morum exémplo suae conversatiónis insínuent”.
(Te pedimos, Padre todopoderoso, que confieras a estos siervos tuyos la dignidad del presbiterado; renueva en sus corazones el Espíritu de santidad; reciban de ti el segundo grado del ministerio sacerdotal y sean, con su conducta, ejemplo de vida.)

Finalmente, en la Ordenación del Obispo la materia es la imposición de manos que hacen en silencio los Obispos consagrantes, o por lo menos el consagrante principal, sobre la cabeza del elegido antes de la Plegaria de consagración; la forma consiste en las palabras de esta Plegaria de consagración, entre las cuales son esenciales, y por tanto necesarias para la validez del acto, las siguientes:

“Et nunc effúnde super hunc eléctum eam virtútem, quae a te est, Spíritum principálem, quem dedísti dilécto Fílio tuo Iesu Christo, quem ipse donávit sanctis Apóstolis, qui constituérunt Ecclésiam per síngula loca, ut sanctuarium tuum, in glóriam et laudem indeficiéntem nóminis tui”.

(Infunde ahora sobre este tu elegido la fuerza que de ti procede: el Espíritu de gobierno que diste a tu amado Hijo Jesucristo, y él, a su vez, comunicó a los santos Apóstoles, quienes establecieron la Iglesia como santuario tuyo en cada lugar para gloria y alabanza incesante de tu nombre.)

Así pues, Nos mismo, con nuestra autoridad apostólica, aprobamos este rito para la administración de las sagradas Órdenes del Diaconado, Presbiterado y Episcopado, revisado por el Consilium ad exsequendam Constitutionem de Sacra Liturgia, “con la ayuda de los expertos y después de consultar a los Obispos de diversas partes del mundo” [10: Concilio Vaticano II, Constitución sobre la sagrada Liturgia, Sacrosanctum Concilium, núm. 25.], de forma que de ahora en adelante se emplee para conferir estas Órdenes, en lugar del rito existente todavía en el Pontificale romanum.

Queremos que estos nuestros decretos y prescripciones sean firmes y eficaces ahora y en el futuro, sin que obsten, si se da el caso, las Constituciones y Ordenaciones Apostólicas promulgadas por nuestros antecesores, ni las demás prescripciones, ni que sean dignas de peculiar mención y derogación.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 18 de junio de 1968, quinto de nuestro pontificado.

PABLO PP. VI

viernes, 10 de noviembre de 2017

Exequias. Forma típica. Formulario común II.

Ritual de Exequias. Extracto (2017)

CAPÍTULO I. FORMA TÍPICA DE LAS EXEQUIAS

FORMULARIO COMÚN II

1.- Estación en casa del difunto

El ministro saluda a los presentes, diciendo:
El Señor esté con vosotros.
R. Y con tu espíritu.

Luego, inicia la celebración con las siguientes palabras u otras parecidas:
Amados hermanos: El Señor, en su amorosa e inescrutable providencia, acaba de llamar de este mundo a nuestro hermano (nuestra hermana) N. Su partida os ha llenado a todos de dolor y de consternación. Pero, en este momento triste, conviene que reafirmemos nuestra fe, que nos asegura que Dios no abandona nunca a sus hijos. Jesús nos invita a esta confianza cuando dice: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré». Con esta certeza, pidamos al Señor, durante esta celebración, que a nuestro hermano (nuestra hermana) le perdone sus faltas y le conceda una mansión de paz y bienestar entre sus santos. Y que a nosotros nos dé la firme esperanza de encon­trarlo (encontrarla) nuevamente en su reino.

Después de la salutación inicial, se recita el salmo 113, en el que se puede ir intercalando la antífona Que Cristo te reciba en su paraíso.

Ant. Que Cristo te reciba en su paraíso. Sal 113,1-8. 25-26

Cuando Israel salió de Egipto,
los hijos de Jacob de un pueblo balbuciente,
Judá fue su santuario,
Israel fue su dominio.

El mar, al verlos, huyó;
el Jordán se echó atrás;
los montes saltaron como carneros;
las colinas, como corderos.

¿Qué te pasa; mar, que huyes,
y a ti, Jordán, que te echas atrás?
¿Y a vosotros, montes, que saltáis como carneros;
colinas, que saltáis como corderos?

En presencia del Señor, estremécete, tierra,
en presencia del Dios de Jacob;
que transforma las peñas en estanques,
el pedernal en manantiales de agua.

Los muertos ya no alaban al Señor,
ni los que bajan al silencio.
Nosotros, los que vivimos,
bendeciremos al Señor
ahora y por siempre.

Ant. Que Cristo te reciba en su paraíso.

Después, se añade la siguiente oración:
Oremos.
Recibe,Señor, a tu siervo (sierva) N.,
que, salido del Egipto de este mundo,
llega ahora a tu presencia;
que los santos ángeles salgan a su encuentro
y lo (la) introduzcan
en la verdadera tierra de promisión;
reconócelo (reconócela), Señor, como criatura tuya,
llena de alegría su alma
y no te acuerdes más de sus culpas pasadas,
pues, aunque haya pecado,
jamás negó ni al Padre ni al Hijo ni al Espíritu Santo,
antes bien creyó [fue celoso (celosa) de tu honra]
y te adoró fielmente a ti,
Creador del cielo y de la tierra.
Por Jesucristo, nuestro Señor.
R. Amén.

2.- Procesión hacia la iglesia

A continuación, se organiza la procesión hacia la iglesia. Durante esta procesión, el pueblo ora por el difunto, o se entona algún canto popular apropiado. Para la oración por el difunto puede usarse oportunamente la siguiente letanía:

Tú, que liberaste a tu pueblo de la esclavitud de Egipto:
R. Recibe a tu siervo (sierva) en el paraíso.

Tú, que abriste el mar Rojo ante los israelitas
que caminaban hacia la libertad prometida:
R. Recibe a tu siervo (siervaen el paraíso.

Tú, que fuiste santuario y dominio de Israel
durante su peregrinación por el desierto:
R. Recibe a tu siervo (siervaen el paraíso.

Tú, que transformaste las peñas del desierto
en manantiales de agua viva:
R. Recibe a tu siervo (siervaen el paraíso.

Tú, que diste a tu pueblo
posesión de una tierra que manaba leche y miel:
R. Recibe a tu siervo (siervaen el paraíso.

Tú, que quisiste que tu Hijo
llevara a realidad la antigua Pascua de Israel:
R. Recibe a tu siervo (siervaen el paraíso.

Tú, que por la muerte de Jesús
iluminas las tinieblas de nuestra muerte:
R. Recibe a tu siervo (siervaen el paraíso.

Tú, que en la resurrección de Jesucristo
has inaugurado la vida nueva de los que han muerto:
R. Recibe a tu siervo (siervaen el paraíso.

Tú, que en la ascensión de Jesucristo
has querido que tu pueblo vislumbrara su entrada
en la tierra de promisión definitiva:
R. Recibe a tu siervo (siervaen el paraíso.

Tú, que eres auxilio y escudo de cuantos confían en ti:
R. Recibe a tu siervo (siervaen el paraíso.

Tú; que no quieres que alaben tu nombre
los muertos ni los que bajan al silencio,
sino los que viven para ti:
R. Recibe a tu siervo (siervaen el paraíso.

3.- Estación en la iglesia

Al llegar a la iglesia, se coloca el cadáver delante del altar y, si es posible, se pone junto a él el cirio pascual.

El que preside puede encender en este momento el cirio pascual, diciendo la siguiente fórmula:
Junto al cuerpo, ahora sin vida,
de nuestro hermano (nuestra hermana) N.,
encendemos, oh, Cristo Jesús, esta llama,
símbolo de tu cuerpo glorioso y resucitado;
que el resplandor de esta luz ilumine nuestras tinieblas
y alumbre nuestro camino de esperanza,
hasta que lleguemos a ti, oh, Claridad eterna,
que vives y reinas, inmortal y glorioso,
por los siglos de los siglos.
R. Amén.

4.- Misa exequial o liturgia de la Palabra

Terminados estos ritos iniciales y, si se celebra la misa, omitido el acto penitencial y el Señor, ten piedad, se dice la oración colecta:
Oremos.
Señor Dios, Padre omnipotente,
tú que nos has dado la certeza
de que en los fieles difuntos
se realizará el misterio de tu Hijo muerto y resucitado,
por esta fe que profesamos,
concede a nuestro hermano (nuestra hermana) N.,
que acaba de participar de la muerte de Cristo,
resucitar también con él en la luz de la vida eterna.
Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo,
que vive y reina contigo
en la unidad del Espíritu Santo y es Dios
por los siglos de los siglos.
R. Amén.

O bien:
Oremos.
Oh, Dios,
misericordia de los pecadores
y felicidad de tus santos,
al cumplir hoy el deber humano
de dar sepultura al cuerpo de tu siervo (sierva) N.,
te pedimos le des parte
en el gozo de tus elegidos
y que, libre de las ataduras de la muerte,
pueda presentarse ante ti
el día de la resurrección.
Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo,
que vive y reina contigo
en la unidad del Espíritu Santo y es Dios
por los siglos de los siglos.
R. Amén.

La celebración prosigue, como habitualmente, con la liturgia de la Palabra.

Después de la homilía, se hace la oración universal con el siguiente formulario u otro parecido:
Pidamos al Señor que escuche nuestra oración y atienda nuestras súplicas por nuestro hermano (nuestra hermana) N., que acaba de dejar este mundo, y digámosle:
R. Señor ten piedad.
Señor Jesús, haz que nuestro hermano (nuestra hermana) N., que ha dejado ya este mundo, se alegre con júbilo eterno en tu presencia y se vea inundado (inundada) de gozo en la asamblea de los santos. Roguemos al Señor. R.
Libra su alma del abismo y sálvalo (sálvala) con tu misericordia, porque en el reino de la muerte nadie te alaba. Roguemos al Señor. R.
Que tu bondad y tu misericordia lo (la) acompañen eternamente y habite en tu casa por años sin término. Roguemos al Señor. R.
Concédele gozar en las fuentes tranquilas de tu paraíso y hazlo (hazla) recostar en las verdes praderas de tu reino. Roguemos al Señor. R.
Y a nosotros, que caminamos aún por las cañadas oscuras de este mundo, guíanos por el sendero justo y haz que en tu vara y en tu cayado de pastor encontremos siempre nuestro sosiego. Reguemos al Señor.
Si en las exequias se celebra la misa, la oración universal concluye con la siguiente colecta:
Oh, Dios, que en la Pascua de tu Hijo
has hecho resplandecer para todos
la gloria de una salvación nueva,
escucha nuestras oraciones
y concede a nuestro hermano (nuestra hermana) N.
gozar de la luz eterna.
Por Jesucristo, nuestro Señor.
R. Amén.

La misa prosigue como habitualmente, hasta la oración después de la comunión.
Dicha esta oración y omitida la bendición y el Podéis ir en paz, se organiza la procesión hacia el cementerio.

Si las exequias se celebran sin misa, la oración universal concluye con la siguiente fórmula:
Terminemos nuestra oración con la plegaria que nos enseñó el mismo Jesucristo, pidiendo que se haga siempre la voluntad del Señor: Padre nuestro.

Terminada la oración de los fieles se hace inmediatamente la procesión al cementerio.

5.- Procesión al cementerio

Mientras se saca el cuerpo de la iglesia, el que preside dice la siguiente antífona:
El coro de los ángeles te reciba,
y junto con Lázaro, pobre en esta vida,
tengas descanso eterno.

A continuación, se organiza la procesión hacia el cementerio. Durante esta pro­cesión, el pueblo ora por el difunto, o se entona algún canto popular apropiado.

Para la oración por el difunto puede usarse oportunamente la siguiente letanía.
El que preside puede introducir la letanía, diciendo:
Unidos en una misma oración, mientras acompañamos al cuerpo de nuestro hermano (nuestra hermana) al lugar de su reposo, invoquemos a los santos, que en la gloria gozan de la comunión celestial, para que acojan a nuestro hermano (nuestra hermanaen el gozo eterno.
Cristo, óyenos.  Cristo, óyenos.
Cristo, escúchanos.   Cristo, escúchanos.
Santa María, Madre de Dios,   ruega por él (ella).
Santos ángeles de Dios,   rogad por él (ella).
San José,   ruega por él (ella).
San Juan Bautista,   ruega por él (ella).
Santos Pedro y Pablo,   rogad por él (ella).
San Esteban,   ruega por él (ella).
San Agustín,   ruega por él (ella).
San Gregorio,   ruega por él (ella).
San Benito,  ruega por él (ella).
San Francisco,   ruega por él (ella).
Santo Domingo,   ruega por él (ella).
San Francisco Javier,   ruega por él (ella).
Santa Teresa de Jesús,   ruega por él (ella).
Santa Mónica,   ruega por él (ella).
Aquí se puede añadir la invocación del santo patrono del difunto y de otros santos.
Santos y santas de Dios,   rogad por él (ella).

Continuemos nuestras plegarias pidiendo al Señor que escuche nuestras súplicas y repitamos:R. Escúchanos, Señor.

Que el Padre, que lo (la) invitó
a comer la carne inmaculada de su Hijo,
lo (la) admita ahora en la mesa de su reino.
R. Escúchanos, Señor.

Que Cristo, vid verdadera,
en quien fue injertado (injertada) por el bautismo,
lo (la) haga participar ahora de su vida gloriosa.
R. Escúchanos, Señor.

Que el Espíritu de Dios,
con cuyo fuego ardiente fue madurado (madurada),
revista su cuerpo de inmortalidad.
R. Escúchanos, Señor.

Que lo (la) recomiende ante su Hijo
la clementísima Virgen María
y, acompañado (acompañada) de ella,
llegue a la mansión deseada del cielo.
R. Escúchanos, Señor.

Que lo (la) acojan los santos apóstoles,
que recibieron del Señor el poder de atar y desatar.
R. Escúchanos, Señor.

Que intercedan por él (ella)
todos los santos y elegidos de Dios,
que en este mundo soportaron tormentos
por el nombre de Cristo.
R. Escúchanos, Señor.

Que el Señor se acuerde de él (ella)
en el esplendor de su gloria.
R. Escúchanos, Señor.

6-. Último adiós al cuerpo del difunto

Llegada la procesión al cementerio, el cuerpo se coloca, a ser posible, cerca de la tumba, y se procede al rito del último adiós. En primer lugar, se recita el salmo 117, en el que se puede ir intercalando la antífona Si morimos con Cristo.

Ant. Si morimos con Cristo, viviremos con él. Sal 117, 1-20

Dad gracias al Señor porque es bueno,
porque es eterna su misericordia.
Diga la casa de Israel:
eterna es su misericordia.

Diga la casa de Aarón:
eterna es su misericordia.
Digan los que temen al Señor:
eterna es su misericordia.

En el peligro grité al Señor,
y el Señor me escuchó, poniéndome a salvo.
El Señor está conmigo: no temo;
¿qué podrá hacerme el hombre?
El Señor está conmigo y me auxilia,
veré la derrota de mis adversarios.

Mejor es refugiarse en el Señor
que fiarse de los hombres,
mejor es refugiarse en el Señor
que fiarse de los jefes.

Todos los pueblos me rodeaban,
en el nombre del Señor los rechacé;
me rodeaban cerrando el cerco,
en el nombre del Señor los rechacé;

me rodeaban como avispas,
ardiendo como fuego en las zarzas;
en el nombre del Señor los rechacé.

Empujaban y empujaban para derribarme,
pero el Señor me ayudó;
el Señor es mi fuerza y mi energía,
él es mi salvación.

Escuchad: hay cantos de victoria
en las tiendas de los justos:
«La diestra del Señor es poderosa,
la diestra del Señor es excelsa».

No he de morir, viviré
para contar las hazañas del Señor.
Me castigó, me castigó el Señor,
pero no me entregó a la muerte.

Abridme las puertas de la salvación,
y entraré para dar gracias al Señor.
Esta es la puerta del Señor:
los vencedores entrarán por ella.

Ant. Si morimos con Cristo, viviremos con él.

A continuación, el que preside dice la siguiente oración sobre el sepulcro. Si el sepulcro está ya bendecido se omite el texto entre corchetes.
Oremos.
Oh, Dios, en cuya misericordia
encuentran su descanso las almas de los fieles,
[dígnate ben+decir este sepulcro y]
manda a tus santos ángeles que custodien esta tumba;
que nuestro hermano (nuestra hermana),
que va a ser enterrado (enterrada) en ella,
obtenga el perdón de todos sus pecados,
a fin de que resucite glorioso (gloriosa)
al final de los tiempos con todos los santos
y pueda alegrarse en ti por los siglos de los siglos.
R. Amén.

Si el sepulcro no está bendecido, se rocía con agua bendita y se inciensa.

A continuación, el que preside se dirige a los fieles con las siguientes palabras u otras parecidas:
Ha llegado el momento de dar el último adiós a nuestro hermano (nuestra hermana), el momento en que sus cuerpo desaparecerá para siempre de nuestra mirada, el momento de separarnos definitivamente de él (ella). Se trata, pues, de un momento de intensa tristeza. Pero debe ser también un momento de firme esperanza, pues confiamos que este rostro amado, que ahora va a desaparecer para siempre de nuestros ojos, lo volveremos a contemplar, transformado, cuando Dios, al fin de los tiempos, nos reúna de nuevo en su reino. Con esta esperanza, oremos, pues, ahora unos momentos en silencio, recordando lo que con él (ella) vivimos en este mundo, lo que él (ella) representó para nosotros, lo que él (ella) fue y es ante Dios.

Todos oran unos momentos en silencio. Luego, el que preside continúa, diciendo:
Vamos ahora a rociar el cadáver de nuestro hermano (nuestra hermana) con agua bendita. Así, en este momento en que nos disponemos a sepultar su cuerpo, evocaremos el bautismo, por el que, al inicio de su vida, se incorporó ya simbólicamente a la muerte y a la resurrección de Cristo. Porque, de la misma forma que Cristo no quedó definitivamente en el sepulcro, así creemos que nuestro hermano (nuestra hermana), a semejanza de Jesús, resucitará a la vida. Que al rociar, pues, este cadáver con agua, semejante a la del bautismo, se acreciente nuestra esperanza de que la resurrección, simbolizada cuando este cuerpo salió del agua bautismal, se convertirá un día en realidad visible en este cuerpo hoy sin vida.

Después, el que preside da una vuelta alrededor del féretro aspergiéndolo con agua bendita. Luego, pone incienso, lo bendice y da una segunda vuelta perfumando el cadáver con incienso. Mientras tanto, uno de los presentes puede recitar las siguientes invocaciones, a las que el pueblo responde: Señor, ten piedad, o bien: Kyrie, eléison.

Que nuestro hermano (nuestra hermana)
viva eternamente en la paz junto a ti.
R. Señor, ten piedad (Kyrie, eléison).

Que participe contigo
de la felicidad eterna de los santos.
R. Señor, ten piedad (Kyrie, eléison).

Que contemple tu rostro glorioso
y tenga parte en la alegría sin fin.
R. Señor, ten piedad (Kyrie, eléison).

Oh, Cristo, acógelo (acógela) junto a ti
con todos los que nos han precedido.
R. Señor, ten piedad (Kyrie, eléison).

Después, se coloca el cuerpo en el sepulcro, y el que preside añade la siguiente oración. Si se han hecho las invocaciones se omite la invitación Oremos.
[Oremos.]
Dueño de la vida y Señor de los que han muerto,
acuérdate de nuestro hermano (nuestra hermana) N.,
que, mientras vivió en este mundo,
fue bautizado (bautizada) en tu muerte
y asociado (asociada) a tu resurrección
y que ahora, confiando en ti,
ha salido ya de este mundo;
cuando vuelvas en el último día,
acompañado de tus ángeles,
concédele resucitar del sepulcro;
sácalo (sácala) del polvo de la muerte,
revístelo (revístela) de honor
y colócalo (colócala) a tu derecha,
para que, junto a ti, tenga su morada
entre los santos y elegidos
y con ellos alabe tu bondad
por los siglos de los siglos.
R. Amén.

En este momento, uno de los familiares o amigos puede hacer una breve biografía del difunto y agradecer a los presentes su participación en las exequias.

Después, el que preside termina la celebración con una de las siguientes fórmulas:
El Señor esté con vosotros.
R. Y con tu espíritu.

Dios, fuente de todo consuelo,
que con amor inefable creó al hombre
y en la resurrección de su Hijo
ha dado a los creyentes la esperanza de resucitar,
derrame sobre vosotros su bendición.
R. Amén.

Él conceda el perdón de toda culpa
a los que aún vivimos en el mundo,
y otorgue a los que han muerto
el lugar de la luz y de la paz.
R. Amén.

Y a todos nos conceda
vivir eternamente felices con Cristo,
al que proclamamos resucitado de entre los muertos.
R. Amén.

Y la bendición de Dios todopoderoso,
Padre, Hijo +, y Espíritu Santo,
descienda sobre vosotros y os acompañe siempre.
R. Amén.

O bien:

Señor, + dale el descanso eterno.
R. Y brille sobre él (ella) la luz eterna.

Descanse en paz.
R. Amén.

Su alma y las almas de todos los fieles difuntos,
por la misericordia de Dios, descansen en paz.
R. Amén.

Se concluye el rito con la fórmula habitual de despedida.
Podéis ir en paz.
R. Demos gracias a Dios.

sábado, 4 de noviembre de 2017

Exequias. Forma típica. Formulario común I.

Ritual de Exequias. Extracto (2017)

CAPÍTULO I. FORMA TÍPICA DE LAS EXEQUIAS

FORMULARIO COMÚN I

1.- Estación en casa del difunto

El ministro saluda a los presentes, diciendo:
El Señor esté con vosotros.
R. Y con tu espíritu.

Luego, inicia la celebración con las siguientes palabras u otras parecidas:
Hermanos: La muerte de nuestro querido hermano (nuestra querida hermana) N. nos entristece y nos recuerda, una vez más, hasta qué punto es frágil y breve la vida del hombre. Pero, en este momento triste, nuestra fe nos conforta y nos asegura que Cristo vive eternamente y que el amor que él nos tiene es más fuerte que la misma muerte. Por ello, nuestra esperanza no debe vacilar. Que el Padre de la misericordia y Dios de todo consuelo os conforte en esta tribulación.

Después de la salutación inicial, se recita el salmo 113, en el que se puede ir inter­calando la antífona Dichosos los que mueren en el Señor.

Ant. Dichosos los que mueren en el Señor. Sal 113,1-8. 25-26

Cuando Israel salió de Egipto,
los hijos de Jacob de un pueblo balbuciente,
Judá fue su santuario,
Israel fue su dominio.

El mar, al verlos, huyó;
el Jordán se echó atrás;
los montes saltaron como carneros;
las colinas, como corderos.

¿Qué te pasa, mar, que huyes,
y a ti, Jordán, que te echas atrás?
¿Y a vosotros, montes, que saltáis como carneros;
colinas, que saltáis como corderos?

En presencia del Señor, estremécete, tierra,
en presencia del Dios de Jacob;
que transforma las peñas en estanques,
el pedernal en manantiales de agua.

Los muertos ya no alaban al Señor,
ni los que bajan al silencio.
Nosotros, los que vivimos,
bendeciremos al Señor
ahora y por siempre.

Ant. Dichosos los que mueren en el Señor.

Después, se añade la siguiente oración:
Oremos.
Oh, Dios, justo y clemente,
mira con amor a tu siervo (sierva) N.,
que, por medio del agua del bautismo,
participó ya de la Pascua liberadora de Cristo,
y concédele entrar en la verdadera tierra de promisión
y gustar los bienes de la vida divina
en eterna comunión con su Redentor,
nuestro Dios y Señor Jesucristo,
Hijo tuyo y Señor nuestro.
Él, que vive y reina por los siglos de los siglos.
R. Amén.

2.- Procesión hacia la iglesia

A continuación, se organiza la procesión hacia la iglesia. Durante esta procesión, el pueblo ora por el difunto, o se entona algún canto popular apropiado. Para la oración por el difunto puede usarse oportunamente la siguiente letanía:

Tú, que liberaste a tu pueblo de la esclavitud de Egipto:
R. Recibe a tu siervo (sierva) en el paraíso.

Tú, que abriste el mar Rojo ante los israelitas
que caminaban hacia la libertad prometida:
R. Recibe a tu siervo (sierva) en el paraíso.

Tú, que fuiste santuario y dominio de Israel
durante su peregrinación por el desierto:
R. Recibe a tu siervo (siervaen el paraíso.

Tú, que transformaste las peñas del desierto
en manantiales de agua viva:
R. Recibe a tu siervo (sierva) en el paraíso.

Tú, que diste a tu pueblo
posesión de una tierra que manaba leche y miel:
R. Recibe a tu siervo (sierva) en el paraíso.

Tú, que quisiste que tu Hijo
llevara a realidad la antigua Pascua de Israel:
R. Recibe a tu siervo (siervaen el paraíso.

Tú, que por la muerte de Jesús
iluminas las tinieblas de nuestra muerte:
R. Recibe a tu siervo (sierva) en el paraíso.

Tú, que en la resurrección de Jesucristo
has inaugurado la vida nueva de los que han muerto:
R. Recibe a tu siervo (sierva) en el paraíso.

Tú, que en la ascensión de Jesucristo
has querido que tu pueblo vislumbrara su entrada
en la tierra de promisión definitiva:
R. Recibe a tu siervo (sierva) en el paraíso.

Tú, que eres auxilio y escudo de cuantos confían en ti:
R. Recibe a tu siervo (sierva) en el paraíso.

Tú, que no quieres que alaben tu nombre
los muertos ni los que bajan al silencio,
sino los que viven para ti:
R. Recibe a tu siervo (sierva) en el paraíso.

3.- Estación en la iglesia

Al llegar a la iglesia, se coloca el cadáver delante del altar y, si es posible, se pone junto a él el cirio pascual.

El que preside puede encender en este momento el cirio pascual, diciendo la siguiente fórmula:
Junto al cuerpo, ahora sin vida,
de nuestro hermano (nuestra hermana) N.,
encendemos, oh, Cristo Jesús, esta llama,
símbolo de tu cuerpo glorioso y resucitado;
que el resplandor de esta luz ilumine nuestras tinieblas
y alumbre nuestro camino de esperanza,
hasta que lleguemos a ti, oh, claridad eterna,
que vives y reinas, inmortal y glorioso,
por los siglos de los siglos.
R. Amén.

4.- Misa exequial o liturgia de la Palabra

Terminados estos ritos iniciales y, si se celebra la Misa, omitido el acto peniten­cial y el Señor, ten piedad, se dice la oración colecta:

Oremos.
Te encomendamos, Señor,
a nuestro hermano (nuestra hermana) N.,
a quien en esta vida mortal
rodeaste con tu amor infinito;
concédele ahora que, libre de todos los males,
participe en el descanso eterno.
Y, ya que este primer mundo acabó para él (ella),
admítelo (admítela) en tu paraíso,
donde no hay ni llanto ni luto ni dolor,
sino paz y alegría eternas.
Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo,
que vive y reina contigo
en la unidad del Espíritu Santo y es Dios
por los siglos de los siglos.
R. Amén.

O bien:
Oremos.
Escucha, Señor, nuestras súplicas
y haz que tu siervo (sierva) N.,
que acaba de salir de este mundo,
perdonado (perdonada) de sus pecados
y libre de toda pena,
goce junto a ti de la vida inmortal;
y, cuando llegue el gran día
de la resurrección y del premio,
colócalo (colócala) entre tus santos y elegidos.
Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo,
que vive y reina contigo
en la unidad del Espíritu Santo y es Dios
por los siglos de los siglos.
R. Amén.

La celebración prosigue, como habitualmente, con la liturgia de la Palabra.

Después de la homilía, se hace la oración universal con el siguiente formulario u otro parecido:
Oremos a Dios, Padre de todos, por nuestro hermano difunto (nuestra hermana difunta) y pidámosle que escuche nuestra oración.
Para que el Señor, que se compadece de toda criatura, pu­rifique con su misericordia y conceda los gozos del paraíso a nuestro hermano (nuestra hermana) N. Roguemos al Señor.
Para que el Señor, que lo (la) creó de la nada y lo (la) honró haciéndolo (haciéndola) imagen de su Hijo, le devuelva en el reino eterno la primitiva hermosura del hombre. Roguemos al Señor.
Para que le conceda el descanso eterno y lo (la) haga gozar en la asamblea de los santos. Roguemos al Señor.
Para que el Señor, consuelo de los que lloran y fuerza de los que se sienten abatidos, alivie la tristeza de los que lo (la) lloran y les conceda encontrarlo (encontrarla) nuevamente en el reino
de Dios. Roguemos al Señor.
Si en las exequias se celebra la Misa, la oración universal concluye con la siguiente colecta:
Señor,que nuestra oración suplicante
sirva de provecho a tu hijo (hija) N.,
para que, libre de todo pecado,
participe ya de tu redención.
Por Jesucristo, nuestro Señor.
R. Amén.

La misa prosigue como habitualmente, hasta la oración después de la comunión.
Dicha esta oración, omitida la bendición y el Podéis ir en paz, se organiza la procesión hacia el cementerio.

Si las exequias se celebran sin misa, la oración universal concluye con la siguiente fórmula:
Terminemos nuestra oración con la plegaria que nos enseñó el mismo Jesucristo, pidiendo que se haga siempre la voluntad del Señor: Padre nuestro.

Terminada la oración de los fieles se hace inmediatamente la procesión al cementerio.

5.- Procesión al cementerio

Mientras se saca el cuerpo de la iglesia, el que preside dice la siguiente antífona:
Al paraíso te lleven los ángeles,
a tu llegada te reciban los mártires
y te introduzcan en la ciudad santa de Jerusalén.

A continuación, se organiza la procesión hacia el cementerio. Durante esta pro­cesión, el pueblo ora por el difunto, o se entona algún canto popular apropiado.

Para la oración por el difunto puede usarse oportunamente la siguiente letanía.
El que preside puede introducir la letanía, diciendo:
Unidos en una misma oración, mientras acompañamos al cuerpo de nuestro hermano (nuestra hermana) al lugar de su reposo, invoquemos a los santos, que en la gloria gozan de la comunión celestial, para que acojan a nuestro hermano (nuestra hermana) en el gozo eterno.
Cristo, óyenos.  Cristo, óyenos.
Cristo, escúchanos.   Cristo, escúchanos.
Santa María, Madre de Dios,   ruega por él (ella).
Santos ángeles de Dios,   rogad por él (ella).
San José,   ruega por él (ella).
San Juan Bautista,   ruega por él (ella).
Santos Pedro y Pablo,   rogad por él (ella).
San Esteban,   ruega por él (ella).
San Agustín,   ruega por él (ella).
San Gregorio,   ruega por él (ella).
San Benito,  ruega por él (ella).
San Francisco,   ruega por él (ella).
Santo Domingo,   ruega por él (ella).
San Francisco Javier,   ruega por él (ella).
Santa Teresa de Jesús,   ruega por él (ella).
Santa Mónica,   ruega por él (ella).
Aquí se puede añadir la invocación del santo patrono del difunto y de otros santos.
Santos y santas de Dios,   rogad por él (ella).

Invoquemos ahora a Cristo, vencedor del sepulcro, y hagamos memoria de sus misterios salvadores, con los que arrancó a los hombres del poder de la muerte:

Cristo, Hijo de Dios vivo.
R. Acógelo (acógela) en tu reino.

Tú, que aceptaste la muerte por nosotros.
R. Acógelo (acógela) en tu reino.

Tú, que resucitaste de entre los muertos.
R. Acógelo (acógela) en tu reino.

Tú, que has de venir a juzgar a los vivos y a los muertos.
R. Acógelo (acógela) en tu reino.

A este hermano nuestro (esta hermana nuestra),
que recibió de ti la simiente de la inmortalidad.
R. Acógelo (acógela) en tu reino.

A este hermano nuestro (esta hermana nuestra),
de quien ahora nos despedimos.
R. Acógelo (acógela) en tu reino.

A este hermano nuestro (esta hermana nuestra),
con quien esperamos encontrarnos en la gloria del cielo.
R. Acógelo (acógela) en tu reino.

6.- Último adiós al cuerpo del difunto

Llegada la procesión al cementerio, el cuerpo se coloca, a ser posible, cerca de la tumba, y se procede al rito del último adiós. En primer lugar, se recita el salmo 117, en el que se puede ir intercalando la antífona Abridme las puertas de la salvación.

Ant. Abridme las puertas de la salvación,
y entraré para dar gracias al Señor.  Sal 117, 1-20

Dad gracias al Señor porque es bueno,
porque es eterna su misericordia.
Diga la casa de Israel:
eterna es su misericordia.

Diga la casa de Aarón:
eterna es su misericordia.
Digan los que temen al Señor:
eterna es su misericordia.

En el peligro grité al Señor,
y el Señor me escuchó, poniéndome a salvo.
El Señor está conmigo: no temo;
¿qué podrá hacerme el hombre?
El Señor está conmigo y me auxilia,
veré la derrota de mis adversarios.

Mejor es refugiarse en el Señor
que fiarse de los hombres,
mejor es refugiarse en el Señor
que fiarse de los jefes.

Todos los pueblos me rodeaban,
en el nombre del Señor los rechacé;
me rodeaban cerrando el cerco,
en el nombre del Señor los rechacé;

me rodeaban como avispas,
ardiendo como fuego en las zarzas;
en el nombre del Señor los rechacé.

Empujaban y empujaban para derribarme,
pero el Señor me ayudó;
el Señor es mi fuerza y mi energía,
él es mi salvación.

Escuchad: hay cantos de victoria
en las tiendas de los justos:
«La diestra del Señor es poderosa,
la diestra del Señor es excelsa».

No he de morir, viviré
para contar las hazañas del Señor.
Me castigó, me castigó el Señor,
pero no me entregó a la muerte.

Abridme las puertas de la salvación,
y entraré para dar gracias al Señor.
Esta es la puerta del Señor:
los vencedores entrarán por ella.

Ant. Abridme las puertas de la salvación,
y entraré para dar gracias al Señor.

A continuación, el que preside dice la siguiente oración sobre el sepulcro. Si el sepulcro está ya bendecido se omite el texto entre corchetes.
Oremos.
Señor Jesucristo,
que al descansar tres días en el sepulcro
santificaste la tumba de los que creen en ti,
de tal forma que la sepultura
no solo sirviera para enterrar el cuerpo,
sino también para acrecentar
nuestra esperanza en la resurrección,
[dígnate ben+decir esta tumba y]
concede a nuestro hermano (nuestra hermana) N.
descansar aquí de sus fatigas,
durmiendo en la paz de este sepulcro,
hasta el día en que tú,
que eres la Resurrección y la Vida,
lo (la) resucites y lo (la) ilumines
con la contemplación de tu rostro glorioso.
Tú, que vives y reinas por los siglos de los siglos.
R. Amén.

Si el sepulcro no está bendecido, se rocía con agua bendita y se inciensa.

A continuación, el que preside se dirige a los fieles con las siguientes palabras u otras parecidas:
Vamos ahora a cumplir con nuestro deber de dar sepultura al cuerpo de nuestro hermano (nuestra hermana); y, fieles a la costumbre cristiana, lo haremos pidiendo con fe a Dios, para quien toda criatura vive, que admita su alma entre sus santos y que, a este su cuerpo que hoy enterramos en debilidad, lo resucite un día lleno de vida y de gloria. Que, en el momento del juicio, use de misericordia para con nuestro hermano (nuestra hermana), para que, libre de la muerte, absuelto (absuelta) de sus culpas, reconciliado (reconciliada) con el Padre, llevado (llevada) sobre los hombros del Buen Pastor y agregado (agregada) al séquito del Rey eterno, disfrute para siempre de la gloria eterna y de la compañía de los santos.
Todos oran unos momentos en silencio.

Luego, el que preside continúa, diciendo:
No temas, hermano (hermana), Cristo murió por ti y en su resurrección fuiste salvado (salvada). El Señor te protegió durante tu vida; por ello, esperamos que también te librará, en el último día, de la muerte que acabas de sufrir. Por el bautismo, fuiste hecho (hecha) miembro de Cristo resucitado: el agua que ahora derramaremos sobre tu cuerpo nos lo recordará. [Dios te dio su Espíritu Santo, que consagró tu cuerpo como templo suyo; el incienso con que lo perfumaremos será símbolo de tu dignidad de templo de Dios y acrecentará en nosotros la esperanza de que este mismo cuerpo, llamado a ser piedra viva del templo eterno de Dios, resucitará gloriosamente como el de Jesucristo.]

Después, el que preside da una vuelta alrededor del féretro asperjándolo con agua bendita. Luego, pone incienso, lo bendice y da una segunda vuelta perfumando el cadáver con incienso. Mientras tanto, uno de los presentes puede recitar las siguientes invocaciones, a las que el pueblo responde: Señor, ten piedad, o bien: Kyrie, eléison.

Que el Padre, que te invitó
a comer la carne inmaculada de su Hijo,
te admita ahora en la mesa de su reino.
R. Señor, ten piedad (Kyrie, eléison).

Que Cristo, vid verdadera,
en quien fuiste injertado (injertada) por el bautismo,
te haga participar ahora de su vida gloriosa.
R. Señor, ten piedad (Kyrie, eléison).

Que el Espíritu de Dios,
con cuyo fuego ardiente fuiste madurado (madurada),
revista tu cuerpo de inmortalidad.
R. Señor, ten piedad (Kyrie, eléison).

Después, se coloca el cuerpo en el sepulcro y el que preside añade la siguiente oración. Si se han hecho las invocaciones se omite la invitación Oremos.
[Oremos.]
tus manos, Padre de bondad,
encomendamos el alma
de nuestro hermano (nuestra hermana),
con la firme esperanza
de que resucitará en el último día,
con todos los que han muerto en Cristo.
Te damos gracias
por todos los dones con que lo (la) enriqueciste
a lo largo de su vida;
en ellos reconocemos un signo de tu amor
y de la comunión de los santos.
Dios de misericordia,
acoge las oraciones que te presentamos
por este hermano nuestro (esta hermana nuestra)
que acaba de dejarnos
y ábrele las puertas de tu mansión.
Y a sus familiares y amigos,
y a todos nosotros,
los que hemos quedado en este mundo,
concédenos saber consolarnos con palabras de fe,
hasta que también nos llegue el momento
de volver a reunirnos con él (ella),
junto a ti, en el gozo de tu reino eterno.
Por Jesucristo, nuestro Señor.
R. Amén.

En este momento, uno de los familiares o amigos puede hacer una breve biografía del difunto y agradecer a los presentes su participación en las exequias.

Después, el que preside termina la celebración con una de las siguientes fórmulas:

El Señor esté con vosotros.
R. Y con tu espíritu.

Dios, fuente de todo consuelo, 
que con amor inefable creó al hombre
y en la resurrección de su Hijo
ha dado a los creyentes la esperanza de resucitar,
derrame sobre vosotros su bendición.
R. Amén.

Él conceda el perdón de toda culpa
a los que aún vivimos en el mundo,
y otorgue a los que han muerto
el lugar de la luz y de la paz.
R. Amén.

Y a todos nos conceda
vivir eternamente felices con Cristo,
al que proclamamos resucitado de entre los muertos.
R. Amén.

Y la bendición de Dios todopoderoso,
Padre, Hijo +, y Espíritu Santo,
descienda sobre vosotros y os acompañe siempre.
R. Amén.

O bien:

Señor, + dale el descanso eterno.
R. Y brille sobre él (ella) la luz eterna.

Descanse en paz.
R. Amén.

Su alma y las almas de todos los fieles difuntos,
por la misericordia de Dios, descansen en paz.
R. Amén.

Se concluye el rito con la fórmula habitual de despedida.
Podéis ir en paz.
R. Demos gracias a Dios.

viernes, 3 de noviembre de 2017

S. C. Doctrina de la Fe, Instrucción sobre el Bautismo de los niños (20-octubre-1980).

SAGRADA CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE

INSTRUCCIÓN SOBRE EL BAUTISMO DE LOS NIÑOS (20-octubre-1980)

Introducción


1. La pastoral del bautismo de los niños ha sido muy favorecida con la promulgación del nuevo Ritual, preparado según las directrices del Concilio Vaticano II [1]. Sin embargo, las dificultades advertidas por los padres cristianos y por los pastores de almas ante una transformación rápida de la sociedad, que hace más difícil la educación de la fe y la perseverancia de los jóvenes, no han sido completamente disipadas.

2. Muchos padres, en efecto, están angustiados al ver a sus hijos que abandonan la fe y la práctica sacramental, a pesar de la educación cristiana que ellos se han esforzado en darles, y algunos pastores de almas se preguntan si no deberían ser más exigentes antes de bautizar a los niños. Unos juzgan preferible diferir el bautismo de los niños hasta el final de un catecumenado de más o menos duración; otros en cambio piden que se revise la doctrina sobre la necesidad del bautismo —al menos por lo que se refiere a los niños— y desean que la celebración del bautismo se aplace hasta una edad en que sea posible un compromiso personal, o incluso hasta el umbral de la edad adulta.

Sin embargo, esta controversia sobre la pastoral sacramental tradicional no deja de suscitar en la Iglesia el legítimo temor de que se comprometa una doctrina de importancia tan capital como la doctrina de la necesidad del bautismo; muchos padres, en particular, están escandalizados al ver rechazar o diferir el bautismo que ellos piden para sus niños con la plena conciencia de sus deberes.

3. Ante esta situación, y para responder a numerosas preguntas que le han sido dirigidas, la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, después de haber consultado a diversas Conferencias Episcopales, ha preparado la presente Instrucción. Con ella se propone recordar los puntos esenciales de la doctrina de la Iglesia en este campo, que justifican la praxis constante de la Iglesia a lo largo de los siglos, y que demuestran su valor permanente, a pesar de las dificultades surgidas actualmente. Se indicarán, finalmente, algunas grandes líneas para una acción pastoral.

[1] Ordo baptismi parvulorum, editio typica, Roma, 15 mayo 1969.

I. LA DOCTRINA TRADICIONAL SOBRE EL BAUTISMO DE LOS NIÑOS

Una praxis inmemorial


4. Tanto en Oriente como en Occidente, la praxis de bautizar a los niños es considerada como una norma de tradición inmemorial. Orígenes, y más tarde San Agustín, ven en ella una «tradición recibida de los Apóstoles» [2]. Cuando en el siglo II aparecen los primeros testimonios directos, ninguno de ellos presenta jamás el bautismo de los niños como una innovación. San Ireneo, en particular, considera obvia la presencia entre los bautizados «de niños pequeños y de infantes», al lado de adolescentes, de jóvenes y de personas adultas [3]. El más antiguo ritual conocido, que describe al principio del siglo III la Tradición Apostólica,contiene la prescripción siguiente: «Se bautizará en primer lugar a los niños; todos los que pueden hablar solos, que hablen; por los que no pueden hacerlo, que hablen sus padres, o alguno de su familia» [4]. San Cipriano, en un Sínodo de Obispos Africanos, afirmaba «que no se puede negar la misericordia y la gracia de Dios a ningún hombre que viene a la existencia»; y el mismo Sínodo, invocando la «igualdad espiritual» de todos los hombres «de cualquier estatura y edad», decretó que se podían bautizar los niños «a partir del segundo o tercer día del nacimiento» [5].

5. Indudablemente, la praxis del bautismo de los niños ha conocido una cierta regresión durante el siglo IV. En esa época, cuando los mismos adultos aplazaban su iniciación cristiana, por el temor de las faltas futuras y por el miedo de la penitencia pública, muchos padres diferían, por los mismos motivos, el bautismo de sus niños. Pero al mismo tiempo consta que hubo Padres y Doctores, como Basilio, Gregorio Niceno, Ambrosio, Juan Crisóstomo, Jerónimo, Agustín, que, aunque bautizados en edad adulta por las mismas razones, sin embargo reaccionaron en seguida con energía, pidiendo con insistencia a los adultos que no retrasaran el bautismo necesario para la salvación [6]; y muchos de ellos insistían a fin de que el bautismo se administrara también a los niños [7].

[2] Orígenes: In Romanos, lib. V, 9, Migne, PG 14, 1047; cf. S. Agustín: De Genesi ad litteram, X, 23, 39; PL 34 426, De peccatorum meritis et remissione et de baptismo parvulorum, I, 26, 39; PL 44, 131. De hecho, tres pasajes de los Hechos de los Apóstoles (16, 15; 16, 33; 18, 8) mencionan ya el bautismo de «toda una casa».
[3] Adv. Haer., II, 22, 4; PG 7, 784; Harvey, I, 330. Numerosos documentos epigráficos otorgan desde el siglo II a los niños el título de «hijos de Dios», reservado a los bautizados, o incluso mencionan explícitamente el hecho de su bautismo. Cf. por ejemplo Corpus inscriptionum graecarum, 9727, 9817, 9801; E. Diehl, Inscriptiones latinae christianae veteres, Berlín 1961, nn. 4429 A, 1523 (3).
[4] Hipólito de Roma, La tradition apostolique, ed. y trad. por B. Botte, Münster W., Aschendorff, 1963 (Liturgiewissenschaftliche Quellen und Forschungen 39), pp. 44-45.
[5] Epist. LXIV, Cyprianus et coeteri collegae, qui in concilio adfuerunt numero LXVI. Fido fratri; PL 3, 1013-1019; Hartel, CSEL, 3, pp. 717-721. En la Iglesia de África, esta práctica era particularmente observada a pesar de la postura de Tertuliano que aconsejaba diferir el bautismo de los niños a causa de su tierna edad, y por temor a eventuales caídas durante la juventud. Cf. De baptismo, 18, 3-19, 1, Migne, PL 1, 1220-1222; De anima, 39-41, PL 2, 719 ss.
[6] Cf. S. Basilio, Homilia XIII exhortatoria ad sanctum baptisma, PG 31, 424-436; S. Gregorio de Nisa, Adversus eos qui differunt baptismum oratio, PG 46, 424; S. Agustín, In Ioannem Tractatus, 13, 7; PL 35, 1496; CCL 36, p. 134.
[7] Cf. S. Ambrosio, De Abraham, II, 11, 81-84, PL 14, 495-497, CSEL 32, 1, pp. 632-635; S. Juan Crisóstomo, Catechesis III, 5-6, ed A. Wenger, SC 50, pp. 153-154; S. Jerónimo, Epist. 107, 6, PL 22, 873, ed. J. Labourt (coll. Budé), t. 5, pp. 151-152. Sin embargo, Gregorio Nacianceno, al aconsejar a las madres hacer bautizar a sus hijos en la más tierna edad, se contenta con fijar esta edad en los tres años. Cf. Oratio XL in sanctum baptisma, 17 y 28, PG 36, 380 y 399.


La enseñanza del Magisterio

6. También los Papas y los Concilios intervinieron a menudo para recordar a los cristianos el deber de hacer bautizar a sus hijos.

Al final del siglo IV, se opone a las doctrinas pelagianas la antigua costumbre de hacer bautizar los niños, igual que los adultos, «para la remisión de los pecados». Como lo habían puesto de relieve Orígenes y San Cipriano, antes que San Agustín [8], tal costumbre confirmaba la fe de la Iglesia en la existencia del pecado original, lo cual, a su vez, hizo aparecer aún más evidente la necesidad del bautismo de los niños. En ese sentido intervinieron los Papas Siricio [9] e Inocencio I [10]; después el Concilio de Cartago del 418 condena «a los que niegan que se deba bautizar a los niños recién salidos del seno materno», y afirma que «en virtud de la regla de fe» de la Iglesia católica sobre el pecado original, «también los más pequeños, que todavía no han podido cometer personalmente ningún pecado, son verdaderamente bautizados para la remisión de los pecados, a fin de que por la regeneración sea purificado en ellos lo que han recibido por la generación». [11]

7. Esta doctrina fue regularmente reafirmada y defendida durante la Edad Media. En particular, el Concilio de Viena, celebrado en 1312, subraya que el efecto del sacramento del bautismo tanto en los niños como en los adultos no es solamente la remisión de los pecados, sino también el don de la gracia y de las virtudes [12]. El Concilio de Florencia, en 1442, censura a quienes pretenden diferir este sacramento, y pide que se confiera «lo más pronto que se pueda » (quam primum commode) el bautismo a los recién nacidos, «mediante el cual son sustraídos al poder del demonio y reciben la adopción de hijos de Dios» [13].

El Concilio de Trento repite la condena del Concilio de Cartago [14] y, apoyándose en las palabras de Jesús a Nicodemo, declara que «después de la promulgación del Evangelio» nadie puede ser justificado «sin el baño del nuevo nacimiento o el deseo de recibirlo» [15]. Entre los errores condenados con anatema, se destaca el de los Anabaptistas, según los cuales era mejor «omitir el bautismo (de los niños) que bautizarlos sin un acto personal de fe, en la sola fe de la Iglesia» [16].

8. Los diferentes Concilios y Sínodos regionales posteriores al Concilio de Trento enseñaron también con firmeza la necesidad de bautizar a los niños. Muy oportunamente también el Papa Pablo VI recordó solemnemente sobre este punto la enseñanza secular, declarando que, «el bautismo debe ser administrado también a los pequeños que todavía no han podido hacerse culpables de ningún pecado personal, a fin de que, nacidos sin la gracia sobrenatural, renazcan por el agua y el Espíritu Santo a la vida divina en Cristo Jesús» [17].

9. Los textos del Magisterio citados ahora trataban sobre todo de evitar errores; están lejos de agotar la riqueza de la doctrina sobre el bautismo, tal como se expresa en el Nuevo Testamento, en la catequesis de los Padres y en la enseñanza de los Doctores de la Iglesia: el bautismo es manifestación del amor gratuito del Padre, participación en el misterio pascual del Hijo, comunicación de una nueva vida en el Espíritu; el bautismo hace entrar a los hombres en la herencia de Dios y los agrega al Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia.

10. En esa perspectiva, la advertencia de Cristo en el Evangelio de San Juan: «Quien no naciere del agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de los cielos» [18], debe entenderse como la invitación de un amor universal e infinito; son las palabras de un Padre que llama a sus hijos y quiere para ellos el mayor bien. Este llamamiento irrevocable y urgente no puede dejar al hombre en una actitud indiferente o neutral, ya que su aceptación es para él la condición del cumplimiento de su destino.

[8] Orígenes, In Leviticum hom. VIII, 3; PG 12, 496, In Lucam hom. XIV, 5; PG 13, 1835; S. Cipriano, Epist. 64, 5; PL 3, 1018, B. Hartel, CSEL, p. 720; S. Agustín, De peccatorum meritis et remissione et de baptismo parvulorum, lib. I, XVII-XIX, 22-24; PL 44, 121-122, De Gratia Christi et de peccato originali, libr. I, XXXII, 35, ibid., 377, De praedestinationes Sanctorum, XIII, 25, ibid., 978, Opus imperfectum contra Iulianum, lib. V, 9; PL 1439.
[9] Epist. «Directa ed decessorem» ad Himerium episc. Tarracon., 10 feb. 385, c. 2, apud Denz-Sch. [= Denzinger-Schönmetzer, Enchiridion symbolorum, definitionum et declarationum de rebus fidei et morum, Herder 1965], n. 184.
[10] Epist. «Inter ceteras Ecclesiae Romanae» ad Sylvanum et ceteros synodi Milevitanae Patres 27 ian. 417, c. 5; Denz-Sch. n. 219.
[11] Can. 2, Mansi, III, 811-814 y IV, 327 A-B, Denz-Sch. n. 223.
[12] Concilio de Viena, Mansi, XXV, 411 C-D, Denz-Sch. n. 903-904.
[13] Concilio de Florencia, sessio XI, C.OE.D., p. 576, 32-577, Denz-Sch. n. 1349.
[14] Sessio V, can. 4, C.OE.D., p. 666, 32; 667, 2; Denz-Sch. n. 1514; cf. Concilio de Cartago del 418, supra, nota 11.
[15] Sessio VI, cap. IV, C.OE.D., p. 672, 18; Denz-Sch. 1524.
[16] Sessio VII, can. 13, C.OE.D., p. 686, 15-19; Denz-Sch. n. 1626.

[17] Sollemnis Professio Fidei, n. 18, AAS LX (1968), p. 440.
[18] Jn 3,5.



La misión de la Iglesia

11. La Iglesia debe responder a la misión dada por Cristo a los Apóstoles después de la resurrección, y descrita en el Evangelio según San Mateo de forma particularmente solemne: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra; id, pues; enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» [19]. La transmisión de la fe y la administración del bautismo, estrechamente ligados en este mandato del Señor, forman parte integrante de la misión de la Iglesia, que es y no puede dejar de ser universal.

12. Así es como la Iglesia lo ha entendido desde los primeros tiempos, y no solamente respecto de los adultos. Leyendo las palabras de Jesús a Nicodemo, la Iglesia «ha comprendido siempre que los niños no deben ser privados del bautismo» [20]. Tales palabras tienen en efecto una forma tan general y absoluta que los Padres las han recogido para establecer la necesidad del bautismo, y el Magisterio las ha aplicado expresamente al caso de los niños [21]: para ellos también, este sacramento es la entrada en el Pueblo de Dios [22] y la puerta de la salvación personal.

13. Por eso, mediante su doctrina y su praxis, la Iglesia ha enseñado que no conoce otro medio que el bautismo para asegurar a los niños la entrada en la bienaventuranza eterna; por esto ella procura no descuidar la misión que ha recibido del Señor de hacer «renacer del agua y del Espíritu» a todos los que pueden ser bautizados. Respecto a los niños muertos sin haber recibido el bautismo, la Iglesia no puede hacer más que confiarlos a la misericordia de Dios, como hace en el rito fúnebre que ha dispuesto para ellos [23].

14. El hecho de que los niños no puedan aún profesar personalmente su fe no impide que la Iglesia les confiera este sacramento, porque en realidad, los bautiza en su propia fe. Este punto doctrinal fue ya claramente fijado por San Agustín, el cual escribía: «Los niños son presentados para recibir la gracia espiritual, no tanto por quienes los llevan en sus brazos (aunque también por ésos, si son buenos fieles), cuanto por la sociedad universal de los santos y de los fieles ... Es la Madre Iglesia entera la que actúa en sus santos: porque toda ella los engendra a todos y a cada uno» [24]. Santo Tomás de Aquino, y después de él todos los teólogos, siguen la misma enseñanza: el niño que es bautizado no cree por sí mismo, por un acto personal, sino por medio de otros, «por la fe de la Iglesia que se le comunica» [25]. Esta misma doctrina está expresada en el nuevo Ritual del bautismo, cuando el celebrante pide a los padres, padrinos y madrinas, que profesen la fe de la Iglesia «en la que son bautizados los niños» [26].

15. Sin embargo, la Iglesia, aunque consciente de la eficacia de su fe que actúa en el bautismo de los niños y de la validez del sacramento que ella les confiere, reconoce límites a su praxis, ya que, exceptuado el caso de peligro de muerte, ella no acepta dar el sacramento sin el consentimiento de los padres y la garantía seria de que el niño bautizado recibirá la educación católica [27]; la Iglesia en efecto se preocupa tanto de los derechos naturales de los padres como de la exigencia del desarrollo de la fe en el niño.

[19] Mt 28, 19; cf. Mc 16, 15-16.
[20] Ordo baptismi parvulorum, Vraenotanda, n. 2, p. 15.
[21] Cf. supra, notas 8 para los textos patrísticos y del 9 al 13 para los Concilios; se puede añadir la Profesión de fe del Patriarca Dositeo de Jerusalén, en 1672, Mansi, t. XXXIV, 1746.
[22] «Bautizar a los niños, escribe S. Agustín, no es más que incorporarlos a la Iglesia, o sea agregarlos al Cuerpo de Cristo y a sus miembros» (De peccatorum meritis et remissione et baptismo parvulorum, lib. III, IV, 7, PL 44, 189; cf. lib. I, XXVI, 39; ibid., 131).
[23] Ordo exequiarum, ed. typica, Roma, 15 de agosto de 1969, nn. 82, 231-237.
[24] Epist. 98, 5, PL 33, 362; cf. Sermo 176, II, 2, PL 38, 950.
[25] Summa Theologica, IIIa, q. 69, a. 6, ad 3; cf. q. 68, a. 9, ad 3.
[26] Ordo baptismi parvulorum, Praenotanda, n. 2; cf. n. 56.
[27] Existe una antigua tradición a la que se refiere Santo Tomás de Aquino (Summa Theologica, IIa-IIae, q. 10, a. 12, in c.) y el Papa Benedicto XIV (Instrucción Postremo mense del 28 de febrero de 1747 nn. 4-5; Denz-Sch. nn. 2552-2553), según la cual no se ha de bautizar un niño de familia infiel o judía, excepto en el caso de peligro de muerte (C.I.C. can. 750, § 2), contra la voluntad de su familia, es decir, si la misma no lo pide y ofrece garantías.



II. RESPUESTA A LA DIFICULTADES SURGIDAS ACTUALMENTE

16. A la luz de la doctrina recordada anteriormente deben juzgarse ciertas opiniones expresadas actualmente a propósito del bautismo de los niños y que tienden a poner en discusión su legitimidad como regla general.

Bautismo y acto de fe

17. Teniendo en cuenta que, en los escritos del Nuevo Testamento, el bautismo sigue a la predicación del Evangelio, que supone la conversión y va acompañado de la profesión de fe y que, además, los efectos de la gracia (remisión de los pecados, justificación, regeneración y participación en la vida divina) están generalmente unidos a la fe más que al sacramento [28], algunos proponen que las etapas sucesivas «predicación-fe-sacramento» sean erigidas en norma. Excepto, pues, en caso de peligro de muerte, habría que aplicarla a los niños e instaurar para ellos un catecumenado obligatorio.

18. Ciertamente, la predicación apostólica se dirigía normalmente a los adultos y los primeros bautizados fueron hombres convertidos a la fe cristiana. Como estos hechos son narrados por el Nuevo Testamento, esto podría hacer pensar que en ellos sólo se considera la fe de los adultos. Sin embargo, como se ha recordado más arriba, la praxis del bautismo de los niños se apoya en una tradición inmemorial, de origen apostólico, cuyo valor no puede descartarse; más aún, el bautismo jamás se ha administrado sin la fe: para los niños, se trata de la fe de la Iglesia.

Por otra parte, según la doctrina del Concilio de Trento sobre los sacramentos, el bautismo no es un puro signo de la fe; es también su causa [29]. El efectúa en el bautizado «la iluminación interior». La liturgia bizantina lo llama «sacramento de la iluminación», o simplemente «iluminación», es decir fe recibida, que invade el alma para que caiga ante el esplendor de Cristo el velo de la ceguera [30].

[28] Cf. Mt 28, 19; Mc 16, 16; Act 2, 37-41; 8, 35-38; Rom 3, 22-26; Gal 3, 26.
[29] Concil. Trident. Sessio VII, Decr. de sacramentis, can. 6, C.OE.D., p. 684, 33-37; Denz-Sch. N. 1606.
[30] Cf. 2 Cor 3, 15-16.


Bautismo y recepción personal de la gracia

19. Se dice también que toda gracia, dado que está destinada a una persona, debe ser acogida conscientemente y hecha propia por quien la recibe, de lo cual el niño es incapaz.

20. En realidad, el niño es persona mucho antes de que sea capaz de manifestarlo mediante actos conscientes y libres, y como tal, puede ya llegar a ser por el sacramento del bautismo hijo de Dios y coheredero con Cristo. Su conciencia y su libertad podrán después, desde su despertar, disponer de las energías infundidas en su alma por la gracia bautismal.

Bautismo y libertad del niño

21. Se objeta también que el bautismo de los niños sería un atentado a su libertad. Sería contrario a su dignidad de persona imponerles para el futuro unas obligaciones religiosas que, más tarde, podrían quizá rechazar. Sería mejor no conferir el sacramento hasta una edad en que sea posible el compromiso libre. Entre tanto, padres y educadores deberían comportarse con reserva y abstenerse de toda presión.

22. Pero tal actitud es absolutamente ilusoria: no existe la pura libertad humana que esté exenta de todo condicionamiento. Ya en el plano natural, los padres toman para sus hijos opciones indispensables para su vida y su orientación hacia los verdaderos valores. Una supuesta actitud neutra de la familia ante la vida religiosa del niño sería en efecto una opción negativa, que le privaría de un bien esencial.

Sobre todo, cuando se pretende que el sacramento del bautismo comprometa la libertad del niño, se olvida que todo hombre, aun no bautizado, como creatura tiene para con Dios unas obligaciones imprescriptibles, que el bautismo ratifica y eleva mediante la adopción filial. Se olvida también que el Nuevo Testamento nos presenta la entrada en la vida cristiana no como una servidumbre o una coacción, sino como el acceso a la verdadera libertad [31].

Ciertamente, podrá suceder que el niño, llegado a la edad adulta, rechace las obligaciones derivadas de su bautismo. Los padres, a pesar del sufrimiento que puedan probar, no deben reprocharse el haber hecho bautizar a su hijo y haberle dado la educación cristiana, como era su derecho y su deber [32]. Porque, a pesar de las apariencias, los gérmenes de la fe depositados en su alma podrán revivir un día y los padres contribuirán a ello con su paciencia y su amor, con su plegaria y el testimonio auténtico de su propia fe.

[31] Jn 8, 36; Rom 6, 17-22; 8, 21; Gal 4, 31; 5, 1 y 13; 1 Pe 2, 16 etc.
[32] Este deber y derecho, precisados por el Concilio Vaticano II en su Declaración Dignitatis humanae, n. 5, son reconocidos a nivel internacional por la Declaración universal de los derechos del hombre, art. 26, n. 3.



Bautismo y situación sociológica

23. Atentos a la vinculación existente entre la persona y la sociedad, algunos creen que, en una sociedad de tipo homogéneo, donde los valores, los juicios y las costumbres forman un sistema coherente, el bautismo de los niños es todavía conveniente; pero esta praxis sería contraindicada en las sociedades pluralistas actuales, caracterizadas por la inestabilidad de los valores y los conflictos de ideas. En esta situación, convendría esperar a que la personalidad del candidato fuera suficientemente madura.

24. La Iglesia no ignora, sin duda, que debe tener en cuenta la base social. Pero los criterios de la homogeneidad y del pluralismo no son sino indicativos y no pueden erigirse en principios normativos; porque son inadecuados para resolver una cuestión propiamente religiosa que, por su naturaleza, concierne a la Iglesia y a la familia cristiana.

El criterio de la «sociedad homogénea» permitiría afirmar la legitimidad del bautismo de los niños, si la sociedad es cristiana; pero llevaría también a negarla cuando las familias cristianas son minoritarias; ya sea en una sociedad con predominio todavía pagano, ya sea en un régimen de ateísmo militante; y esto es evidentemente inadmisible.

En cuanto al criterio de la «sociedad pluralista», no es más válido que el anterior, ya que en ese tipo de sociedad, la familia y la Iglesia pueden actuar libremente, y por tanto dar una formación cristiana.

Por otra parte, una reflexión sobre la historia muestra claramente que la aplicación de estos criterios «sociológicos» en los primeros siglos de la Iglesia habría paralizado toda su expansión misionera. Conviene añadir que en nuestros días, paradójicamente, el pluralismo es invocado con demasiada frecuencia para imponer a los fieles comportamientos que en realidad dificultan el uso de su libertad cristiana.

En una sociedad cuya mentalidad, costumbres y leyes no se inspiran ya en el Evangelio, es pues de suma importancia que, para las cuestiones planteadas por el bautismo de los niños, se tenga en cuenta ante todo la naturaleza y misión propias de la Iglesia. El Pueblo de Dios, aun viviendo dentro de la sociedad humana y a pesar de la diversidad de naciones y de culturas, posee su propia identidad, caracterizada por la unidad de la fe y de los sacramentos. Animado por un mismo espíritu y una misma esperanza, es un todo orgánico, capaz de crear en los diversos grupos humanos las estructuras necesarias para su crecimiento. La pastoral sacramental de la Iglesia, en particular la del bautismo de los niños, debe inscribirse en este marco y no depender de criterios únicamente sacados de las ciencias humanas.

Bautismo de los niños y pastoral sacramental

25. Por último, existe otra crítica del bautismo de los niños: éste derivaría de una pastoral carente de impulso misionero, más preocupada por administrar un sacramento que por despertar la fe y promover el compromiso evangélico. Manteniéndola, la Iglesia cedería a la tentación del número y de la «institución» social; alentaría el mantenimiento de una «concepción mágica» de los sacramentos, mientras que su deber es apuntar hacia la actividad misionera, hacer madurar la fe de los cristianos, promover su compromiso libre y consciente, y como consecuencia admitir etapas en su pastoral sacramental.

26. Sin duda, el apostolado de la Iglesia debe tender a suscitar una fe viva y a favorecer una existencia verdaderamente cristiana; pero las exigencias de la pastoral sacramental de los adultos no pueden aplicarse sin más a los niños pequeños que son bautizados, como se ha recordado antes, «en la fe de la Iglesia». Además, no debe tratarse a la ligera la necesidad del sacramento, que mantiene todo su valor y su urgencia, sobre todo cuando se trata de asegurar a un niño el bien infinito de la vida eterna.

En cuanto a la preocupación por el número, si es bien entendida, no es para la Iglesia una tentación o un mal, sino un deber y un bien. Definida por San Pablo como el «Cuerpo» de Cristo y su «plenitud» [33], la Iglesia es en el mundo el sacramento visible de Cristo; su misión es extender a todos los hombres el vínculo sacramental que los une a su Señor glorificado. Por esto ella no desea sino dar a todos, niños y adultos, el sacramento primero y fundamental del bautismo.

Entendida así, la praxis del bautismo de los niños es auténticamente evangélica, porque tiene un valor de testimonio; manifiesta en efecto la previsión y la gratuidad del amor que circunda nuestra vida: «En eso está el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó... Cuanto a nosotros, amemos, porque El nos amó primero» [34]. Incluso en el adulto, las exigencias que entraña la recepción del bautismo [35] no deben hacer olvidar que «no por las obras justas que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, nos salvó mediante el lavatorio de la regeneración y renovación del Espíritu Santo» [36].

[33] Ef 1, 23.
[34] 1 Jn 10, 19.
[35] Cf. Conc. Trident., Sess. VI, De iustificatione, c. 5-6, can. 4 y 9, Denz-Sch. nn. 1525- 1526, 1554, 1559.
[36] Tit 3, 5.



III. ALGUNAS DIRECTRICES PASTORALES

27. Si no es posible admitir algunas proposiciones actuales, tales como el abandono definitivo del bautismo de los niños y la libertad de elección —sean cuales sean los motivos— entre el bautismo inmediato y el bautismo diferido, no puede sin embargo negarse la necesidad de un esfuerzo pastoral profundo y bajo ciertos aspectos renovado. Conviene indicar aquí los principios y las grandes líneas.

Principios de esta pastoral

28. Es importante recordar desde el principio que el bautismo de los niños debe considerarse como una grave misión. Las cuestiones que ésta plantea a los pastores no pueden resolverse más que con una atención fiel a la doctrina y a la práctica constante de la Iglesia.

Concretamente, la pastoral del bautismo de los niños deberá inspirarse en dos grandes principios, de los cuales el segundo está subordinado al primero:

1) El bautismo, necesario para la salvación, es el signo y el instrumento del amor preveniente de Dios que nos libra del pecado original y comunica la participación en la vida divina: de suyo, el don de estos bienes a los niños no debería aplazarse.

2) Deben asegurarse unas garantías para que este don pueda desarrollarse mediante una verdadera educación de la fe y de la vida cristiana, de manera que el sacramento alcance su «verdad» total [37]. Estas garantías normalmente son proporcionadas por los padres o la familia cercana, aunque diversas suplencias sean posibles en la comunidad cristiana, Pero si estas garantías no son serias, podrá llegarse a diferir el sacramento y deberá también rehusarse, si éstas son ciertamente nulas.

[37] Cf. Ordo baptismi parvulorum, Praenotanda, n. 3, p. 15.


El diálogo de los pastores con las familias creyentes

29. En base a estos dos principios, la reflexión sobre los casos concretos se hará mediante un diálogo pastoral entre el sacerdote y la familia. Para el diálogo con los padres que son cristianos habitualmente practicantes, las normas están establecidas en la introducción del Ritual. Baste recordar ahora los dos puntos más significativos.

En primer lugar, se da una gran importancia a la presencia y a la participación activa de los padres en la celebración; ellos tienen ahora prioridad sobre los padrinos y las madrinas, cuya presencia continúa siendo requerida, dado que su colaboración educativa es preciosa y a veces necesaria.

En segundo lugar, es muy importante la preparación para el bautismo. Los padres deben pensar en ello, deben avisar a sus pastores del nacimiento esperado y prepararse espiritualmente. Por su parte, los pastores visitarán y reunirán a las familias, les darán la catequesis y los oportunos avisos, y finalmente les harán rezar por los niños que se preparan a recibirlo [38].

Para fijar la fecha de la celebración misma, se atendrán a las indicaciones del Ritual: «Se tenga en cuenta ante todo la salud del niño, para que no quede privado del beneficio de este sacramento; luego la salud de la madre, para que ella —en cuanto sea posible— esté presente en la ceremonia; finalmente, con tal que no constituya un obstáculo al bien superior del niño, se tenga en cuenta la necesidad pastoral, o sea el tiempo suficiente para la preparación de los padres y la organización de la ceremonia, a fin de que la naturaleza del rito pueda manifestarse de forma adecuada». Así pues el bautismo tendrá lugar sin retraso alguno, si el niño está en peligro de muerte o, normalmente, «en las primeras semanas que siguen el nacimiento» [39].

[38] Ibid., n. 8, § 2, p. 17; n. 5, §§ 1 y 5, p. 16.
[39] Ibid., n. 8, § 1, p. 17.



El diálogo de los pastores con las familias poco creyentes o no cristianas

30. Los pastores pueden encontrarse ante padres poco creyentes y practicantes ocasionales o incluso ante padres no cristianos que, por motivos dignos de consideración, piden el bautismo para sus hijos.

En este caso, se esforzarán —mediante un diálogo clarividente y lleno de comprensión— por suscitar su interés por el sacramento que ellos piden, y advertirles de la responsabilidad que contraen.

En efecto, la Iglesia no puede acceder al deseo de esos padres, si antes ellos no aseguran que, una vez bautizado, el niño se podrá beneficiar de la educación católica, exigida por el sacramento; la Iglesia debe tener una fundada esperanza de que el bautismo dará sus frutos [40].

Si las garantías ofrecidas —por ejemplo, la elección de padrinos y madrinas que se ocupen seriamente del niño o también el apoyo de la comunidad de los fieles— son suficientes, el sacerdote no podrá rehusar o diferir la administración del bautismo, como en el caso de los niños de familias cristianas. Si, por el contrario, las garantías son insuficientes, será prudente retrasar el bautismo. Pero los pastores deberán mantenerse en contacto con los padres, de tal manera que obtengan, si es posible, las condiciones requeridas por parte de ellos para la celebración del bautismo. Finalmente, si tampoco se logra esta solución, se podrá proponer, como último recurso, la inscripción del niño con miras a un catecumenado en su época escolar.

31. Estas normas, ya promulgadas y actualmente en vigor [41],requieren algunas aclaraciones.

Debe quedar bien claro, ante todo, que el rechazo del bautismo no es un medio de presión. Por lo demás, no se debe hablar de rechazo, y menos aún de discriminación, sino de demora pedagógica, destinada según el caso a hacer progresar a la familia en la fe o a hacerle tomar una mayor conciencia de sus responsabilidades.

A propósito de garantías, debe estimarse que toda promesa, que ofrezca una esperanza fundada de educación cristiana de los hijos, merece ser considerada como suficiente.

La eventual inscripción para un futuro catecumenado no debe ir acompañada por un rito creado al efecto, que sería fácilmente tomado como equivalente del mismo sacramento. Debe quedar claro también que esta inscripción no es una entrada en el catecumenado y que los niños así inscritos no pueden ser considerados como unos catecúmenos con todas las prerrogativas unidas a esta condición. Deberán ser presentados más adelante a un catecumenado adaptado a su edad. A este respecto, se debe precisar que la existencia de un Ritual para los niños llegados a la edad de la catequesis, dentro del Ordo initiationis christianae adultorum [42], no significa en absoluto que la Iglesia prefiera o considere como una cosa normal el aplazamiento del bautismo hasta esa edad.

Finalmente, en las regiones donde las familias poco creyentes o no cristianas constituyen mayoría, hasta tal punto que se justifique la puesta en práctica, por parte de las Conferencias Episcopales, de una pastoral de conjunto que prevea el aplazamiento del bautismo más allá del tiempo determinado por la ley general [43], las familias cristianas que allí viven conservan todo su derecho a hacer bautizar antes a sus propios hijos. Entonces se administrará el sacramento como quiere la Iglesia y como lo merecen la fe y generosidad de estas familias.

[40] Cf. Ibid., n. 3, p. 15.
[41] Establecidas por vez primera con una Carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en respuesta a la petición de Mons. Bartolomeo Hanrion, Obispo de Dapango (Togo), estas directrices han sido publicadas contemporáneamente a la petición del Obispo enNotitiae, n. 61 (7-1971), pp. 64-70.
[42] Cf. Ordo initiationis christianae adultorum, Roma, ed. typica, 6 ian. 1972, caput 5, pp. 125-149.
[43] Cf. Ordo baptismi parvulorum, Praenotanda, n. 8, §§ 3 y 4, p. 17.


El cometido de las familias y de la comunidad parroquial

32. El esfuerzo pastoral desplegado en ocasión del bautismo de los niños debe insertarse en una acción más amplia, extendida a las familias y a toda la comunidad cristiana.

En esta perspectiva, es importante intensificar la acción pastoral con los novios durante los encuentros de preparación matrimonial y después con los recién casados. Según las circunstancias, se hará una llamada a toda comunidad eclesial, particularmente a los educadores, a las familias, a los movimientos de apostolado familiar, a las congregaciones religiosas y a los institutos seculares. En su ministerio, los sacerdotes dedicarán amplio espacio a este apostolado. En particular recordarán a los padres sus responsabilidades en suscitar y educar la fe de sus hijos. Corresponde en efecto a ellos comenzar la iniciación religiosa del niño, enseñarle a amar a Cristo, como a un amigo íntimo, y en fin formar su conciencia. Esta tarea será tanto más fecunda y fácil en cuanto se apoya en la gracia bautismal presente en el corazón del niño.

33. Como bien indica el Ritual, la comunidad parroquial, y en particular el grupo de cristianos que forman el entorno humano del hogar, deben tener su lugar en esta pastoral del bautismo. En efecto, dado que el Pueblo de Dios, que es la Iglesia, transmite y alimenta la fe recibida de los Apóstoles, le compete interesarse eminentemente en la preparación para el bautismo y en la educación cristiana [44]. Esta intervención activa del Pueblo cristiano, ya puesta en práctica cuando se trata de adultos, sirve para el bautismo de los niños, porque «el Pueblo de Dios que es la Iglesia, representada por la comunidad local, tiene también un papel importante que jugar» [45]. Por lo demás, la comunidad misma sacará normalmente un gran provecho espiritual y apostólico de la ceremonia del bautismo. Finalmente, su acción después de la celebración litúrgica se prolongará en la ayuda aportada por los adultos para la educación de la fe de los jóvenes, tanto por el testimonio de su vida cristiana como por su participación en las diversas actividades catequísticas.

[44] Ibid. De initiatione christiana, Praenotanda generalia, n. 7, p. 9.
[45] Ibid. Praenotanda, n. 4, p. 15.

Conclusión

34. Al dirigirse a los obispos, la Congregación para la Doctrina de la Fe tiene plena confianza en que, en el ejercicio de la misión recibida del Señor, pondrán empeño en recordar la doctrina de la Iglesia sobre la necesidad del bautismo de los niños, en promover una pastoral adecuada, y en guiar de nuevo hacia la praxis tradicional a los que, acaso por comprensibles preocupaciones pastorales, se hubieran alejado de ella. Asimismo desea que la enseñanza y las orientaciones de esta Instrucción lleguen a todos los pastores, a los padres cristianos y a la comunidad eclesial, de modo que todos tomen conciencia de sus responsabilidades y contribuyan, mediante el bautismo de los niños y su educación cristiana, al crecimiento de la Iglesia, Cuerpo de Cristo.

El Santo Padre Juan Pablo II, en el transcurso de una audiencia concedida al infrascrito Prefecto, ha aprobado esta Instrucción, cuya preparación fue decidida en una reunión ordinaria de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, y ha ordenado su publicación.

Dado en Roma, en la Sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el día 20 de octubre de 1980.

Francisco Card. Seper
Prefecto

Fr. Jerónimo Hamer, O.P.
Arzobispo titular de Lorium

Secretario